Edro De Ena ESCULTOR
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edro de ena ESCULTOR PRÓMHiiO Mí O R U E T A > Estudios críticos de Palomino, Eugenio Marqnina, .Insti, Paris, Oonxález Anaya, Margarita Xelken, Angulo, • Guerrero Strachan, Gómex Mo• reno, Blay, López Roberts., Sánchez Cantí>n? Mélida, Moreno Carbonero, Juan de la Encina, Bernmdez Oil, Romero de Torres, ííallego Burin, Francés, Tormo, Artiñano, Moreno ¥"i!la, Agapito y Re villa. IMaz Escovar y A. IÍ. Mayer. 43 FOTOGKABADOS T628-ig28 Pedro de Mena ESCULTOR PRÓLOGO DE O R U E T A > Estudios críticos de Palomiiio, Eugenio Harqnina, Jnsti, Paris, González Anaya, Margarita Nelken, Angulo, €ruerrero Strachan, Cróme» Mo• ren©;, Blay, hopeas Moberts, Sánchez Cantón, Mélida, Moren© €arh«ner©, Juan de la Encina,. Bermúdez Gil, R©iner© de Torres, Gallego Burín, Francés, Tonn©, Artiñan©, Moren© ¥i!la, Agapito y ReviIIa. Díaz Esc©var y A. L. Mayer. 43 FOTOGRABADOS I628-IQ28 PEDRO DE MENA ESCULTOR HOMENAJE EN SU TERCER CENTENARIO Estudios críticos de Orueta, Palomino, Eugenio Marquina, Justi, Paris, González Anaya, Marga• rita Nelken, Angulo, Guerrero Stra- chan, Gómez Moreno, Blay, López Roberts, Sánchez Cantón, Mélida, Mo• reno Carbonero, Juan de la Encina, Bermúdez Gil, Romero de Torres, Gallego Burín, Francés, Tormo, Arti- ñano. Moreno Villa, Agapito y Revi• lla, Díaz Escovar y A, L. Mayer. 43 FOTOGRABADOS 16 2 8-19 2 8 SOCIEDAD ECONÓMICA DE AMIGOS DEL PAÍS DE MÁLAGA Imprenta SUR. — San Lorenzo, 12. — Málaga. PROLOGO POR RICARDO DE ORUETA De la Reaí Academia de Bellas Artes de San Fernando. URANTE el siglo XIX, cuando algún historiador de nuestras artes D se veía obligado a tratar del escultor Pedro de Mena lo hacía si• guiendo demasiado de cerca los textos de Palomino, Ponz y Cean, y lo presentaba como un imaginero vulgar, simple seguidor del arte de Cano y sin una personalidad propia y vigorosa. Porque no había más remedio, se le atribuían el coro de Málaga y alguna que otra obra de primer orden, pero siempre con reservas, buscándole explicación al hecho insólito de que fueran suyas siendo tan buenas, explicación que casi siempre con• sistía en suponer un consejo, un modelo, o una inspiración, más o menos directa del maestro Cano. El que era propietario de una obra de Mena buscaba a algún artista o crítico que le certificara que era de otro autor y cuando esto no ero posible se entristecía y se resignaba. Mena fué, para el siglo XIX, un discípulo de Cano y nada más. Pero todavía, antes de que terminara el siglo, hubo dos extranjeros— Justi y Haendcke—que por una impresión o un atisbo, más que por un estudio, lo señalaron como un gran artista, y luego, en lo que va del XX, los juicios se han ido depurando, la crítica ha hecho progreso, y la reali• dad se ha impuesto al fin. Mena es hoy uno de los primeros escultores nuestros, y el más nuestro de todos, el que lleva en su emoción un efluvio, cuando menos, de la emoción esencial de España, de la médula de su sentir, y de la España de más vigor emocional, la del siglo XVII, la decadente, la dolorida, la mística y la exaltada, hasta la estridencia. Pues a esta España fué a la que plasmó Mena con inspiración, y lo hizo con tanto vigor y tanta verdad que desde entonces hasta hoy no han sido más que Menas en mayor o menor escala, todos los escultores que han labrado imágenes para nuestros altares. ¿Y quien fué Mena? ¿Como nos lo figuramos en su trato diario y ha• bitual, en su casa, en la calle, con sus íntimos o los extraños? Quizás el conocer al hombre puede ser útil para profundizar en su arte. Para mi Mena, no sé si para los demás, no fué más que uno de tan• tos, un cualquiera de su tiempo. Ni en las biografías que se le han hecho, ni en los documentos que a él se refieren, aparece nada que despierte inte• rés o que indique una personalidad original, y, por el contrario, serían incontables los tres jubones blan• rasgos de vulgari• cos, dos pares de dad, como aquella calcetas y unas cláusula de su tes• medias de seda ne• tamento en la que gras. Cuando está ordena, como enfermo de grave• cualquier viejo dad trata de cu• beato, que lo en- rarse, no con me• tierren entre las dios racionales, dos puertas de una sino con emplastos iglesia para que de yeso, vinagre y todos lo pisen. No huevo. Con trae ma• era aficionado a trimonio a los diez leer, pues en el y nueve años con inventario de sus una niña de trece bienes no figura ni y les nacen nada un solo libro. No menos que trece áebió ser muy lim• hijos, (de los cua• pio, pues tampoco les no les viven en eso inventario más que cinco) lo figuran baños ni que tal vez indi• palanganas, lebri• que un tempera• llos u otros reci• mento fogoso y pientes grandes, y apasionado pero toda su ropa inte• no raro ni extra• rior se reduce a ordinario, sobre cinco camisas, dos todo en Anda• pares de calzones. lucía. Pero este hombre vivió en el siglo XVII, en los últimos años del rei• nado de Felipe IV y una buena parte del de Carlos II, quizás el tiempo, de toda nuestra historia, en que los españoles hemos sido más iguales en nuestra vulgaridad. Seguramente todos, desde el más alto al más bajo, se curarían con emplastos caseros, se lavarían poco, leerían mucho menos y hasta es muy posible que tuvieran muchos hijos, pero hijos como los de Mena, enfermizos y enclenques, que mueren niños. Y todos fueron también como lo fué Mena, muy religiosos, pero de 3 una religión frailuna y pequeñita, sin devoción ni grandeza. Se prohibía pensar, hasta en Dios; no había más remedio que sentirlo, pero sentirlo mucho, sin que mitigara este sentir ninguna idea, por nimia que fuera, nada de pensamiento. Ni hacía falta; ya no se quemaban herejes ni judaizantes sino monjitas endemoniadas o brujas o hechiceras; ya no ha• bía nadie rebelde sino algún que otro infeliz, muy sometido pero con unas creencias que a fuerza de sentir y no pensar degeneraban en superstición. A Cristo se le amaba mucho, muchísimo, pero a Cristo hombre; no se le comprendía más que aquí en la tierra entre nosotros, sufriendo como nos• otros, con dolor de cuerpo, y si alguien vislumbraba un dolor de alma era el dolor de hijo, de protector, de amigo, el dolor humano, solamente humano. Y España estaba arruinada, casi desierta, muy pobre, debía reinar la tristeza, rezarse mucho, no esperar nadie más que en Dios. Pues esta España de Carlos II es la que llevaba dentro de su ser y muy arraigada el pobre beato de aquél tiempo que se llamó Pedro de Mena. Porque es lo único que se destaca en él cuando se estudia su vida \ y lo que más sorprende: su fé, su pasión, su entusiasmo religioso. Tiene tres hijas, y a las tres las recluye en un convento, y dos hijos, y los dos son sacerdotes; y una sobrina, a la que deja un legado para que se haga monja; y una esclava, que liberta con la condición de que entre en el Cister de sirvienta. Esta es su familia próxima, la que lo rodea y lo sobre• vive, la que probablemente quiere más, que nunca debió ser mucho pues toda entera se la entrega a Dios sin reservar nada para su propio corazón. sin sentir el deseo de inquisidor cuando tener nietos. tuviera que labrar la Sus amigos son imagen de uno de el obispo de Málaga esos santos francis• y el de Cuenca, el canos tan privados arzobispo de Zara• de afectos como lo goza, el provisor, los estuvo él, tan poco canónigos y los cu• pensadores, tan sen• ras. Su fortuna la cillos de espíritu, y dedica, en gran par• hasta, quien sabe, si te, a fundaciones pia• tan descuidados de la dosas; y él, sabemos propia persona como que fué familiar del siempre lo fué él, pe• Santo Oficio, esa te• ro también como él rrible Institución cu• apasionados fervoro• yo recuerdo nos es• samente por un solo panta todavía. ideal y una esperan• Pues ahora, ya za. Dios en el cual podemos pensar en encarnaron todos sus lo que pasaría por el amores y para el que alma de ese artista únicamente vivieron. ¿Que más dá que en sus delirios se representaran a Dios allá en los Cielos o aquí en la tierra con los hombres? ¿Porqué ha de tener más valor el ideal de un sabio que el de un labriego? Lo sublime aquí son ellos, la enorme pasión de sus almas, el sacrificio de sus vidas, el que se entrega• ran totalmente a un ideal, concebido como se quiera, pero siempre ideal. Y así lo veo yo. Le encargan la imagen y vá a buscar un cura amigo para que le cuente la vida del santo, que él, por no leer, no lee ni el san• toral. Después, busca entre los dibujos, suyos o de otros, que tiene en su taller, f*j una actitud adecuada o una silueta expresiva, que él no inven• ta, ni crea, ni siquiera piensa, y ya en esta actitud coloca a un modelo y lo copia: lo copia muy bien porque es un gran escultor que conoce su ofi• cio como ninguno, y si el santo que está tallando no fué fraile resulta un retrato del modelo, de su cuerpo, de su espíritu, de su carácter como esos admirables S.