<<

Índice

Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria Agradecimientos Prólogo Introducción CAPÍTULO I. En busca de Némesis CAPÍTULO II. El sueño de Vulcano CAPÍTULO III. Tunguska, el enigma caído del cielo CAPÍTULO IV. Megacriometeoros: misterios de hielo CAPÍTULO V. La paradoja de la oscuridad del cielo CAPÍTULO VI. La Estrella de Belén CAPÍTULO VII. El pálpito de la Luna CAPÍTULO VIII. Lunas misteriosas CAPÍTULO IX. Los oasis de Marte CAPÍTULO X. Europa, Titán y Encélado CAPÍTULO XI. Plutón y el planeta X CAPÍTULO XII. Sirius CAPÍTULO XIII. Exoplanetas: mundos más allá del Sol CAPÍTULO XIV. Caprichos cósmicos CAPÍTULO XV. El universo perdido: de los agujeros negros a la materia oscura Tablas Bibliografía comentada Láminas Créditos Gracias por adquirir este eBook

Visita Planetadelibros.com y descubre una nueva forma de disfrutar de la lectura

¡Regístrate y accede a contenidos exclusivos! Primeros capítulos Fragmentos de próximas publicaciones Clubs de lectura con los autores Concursos, sorteos y promociones Participa en presentaciones de libros

Comparte tu opinión en la ficha del libro y en nuestras redes sociales:

Explora Descubre Comparte

Sinopsis

Los enigmas del cosmos reúne, por vez primera en un libro, los grandes misterios astronómicos para los que la ciencia aún no ha obtenido explicación, como el de Némesis, una posible estrella compañera del Sol que podría ser la causa de extinciones masivas; el de Tunguska, un enclave de la Siberia central donde cayó un gigantesco cuerpo celeste que se trocó en un no menos gigantesco enigma; el fenómeno de la caída de bloques de hielo; la Estrella de Belén, un portento que alumbró una nueva era; la presencia de hielo en nuestra luna o las investigaciones sobre Marte, que han pasado del desengaño de sus «canales» al descubrimiento de signos de agua líquida en su superficie. Mediante una exposición en la que se combina el rigor científico y el tono ameno, y una colección de interesantes ilustraciones con más de sesenta imágenes en color, el autor nos guía en un viaje que va del corazón del Sistema Solar al espacio más allá de sus límites.

Vicente Aupí

Los enigmas del Cosmos

De los océanos del Sistema Solar al Universo perdido: los grandes misterios pendientes para la astronomía del siglo XXI

Prólogo de Álvaro López

A la memoria de Henrietta Swan Leavitt, Caroline Herschel, Annie Jump Cannon y Vera Rubin. Por diferentes caminos, todas consagraron su vida a explorar lo desconocido para que los demás pudiésemos descubrirlo junto a ellas, a pesar de que nunca recibieron el reconocimiento científico que merecían. Agradecimientos

Para hacer realidad este libro ha sido imprescindible la colaboración de numerosas personas e instituciones a las que quiero transmitir mi más sincero agradecimiento. Muchas de las cuestiones analizadas en la obra, así como la obtención de algunas imágenes, han requerido un importante esfuerzo de búsqueda en el que me han ayudado desinteresadamente científicos y centros de investigación, a los cuales quiero hacer patente mi reconocimiento a su interés por la divulgación científica. En este sentido, tengo un sentimiento especial de gratitud para Irene A. Eganova, del Instituto de Matemáticas de Novosibirsk; Alexander K. Guts, de la Universidad de Omsk, y Andrei E. Zlobin, de la Academia de Ciencias de Rusia. Para Antoinette Beiser y Helen Horstmann, del Observatorio Lowell, en Flagstaff (Arizona), por la paciencia que han demostrado conmigo. En la obtención de material fotográfico ha sido inestimable la ayuda de Brenda Corbin, del Observatorio Naval de Washington; de Mary Ann Hager y Debra Rueb del Lunar and Planetary Institute, así como de Richard A. Muller, de la Universidad de Berkeley, y de Dorothy Schaumberg, del Observatorio de Lick. El astrofotógrafo español Vicent Peris me ha facilitado desinteresadamente algunas de sus mejores imágenes. Igualmente, desde el Centro de Estudios de Física del Cosmos de Aragón (Cefca), Luisa Valdivielso, Javier Cenarro y Miguel Chioare Díaz me han permitido amablemente usar algunas imágenes de su colección. El profesor Genrik Nikolsky me ha brindado una inestimable ayuda en el análisis del suceso de Tunguska a partir de sus investigaciones en la Universidad de San Petersburgo. También estoy muy agradecido al geólogo Jesús Martínez-Frías, por toda la información clarificadora que me ha aportado en el estudio del origen de los megacriometeoros. A Esther Llompart y a Dolors Escoriza quiero mostrarles mi reconocimiento y gratitud por su permanente apoyo. Tengo un especial recuerdo de gratitud para Carmen, mi esposa, fallecida en 2002, meses después de publicarse la primera edición de este libro. Y finalmente, a Gonzalo, mi hijo, le agradezco que haya soportado estoicamente durante todos estos años la elaboración de todos mis libros. Prólogo

Es para mí un verdadero placer comentar el libro que el lector tiene ahora entre sus manos. El autor ha demostrado su paciencia y tenacidad al recoger y clasificar una información variada y dispersa. Su brillante prosa y la capacidad de transmitir al lector sus conocimientos sobre temas de gran interés para el aficionado a la astronomía y el gran público, demostrada por la edición previa de numerosos libros de divulgación científica, han sido refrendadas por este nuevo volumen. Finalmente, el autor y Editorial Ariel deben ser felicitados por la esmerada presentación de este libro, que contiene unos complementos gráficos y estadísticos notables. Para el profesional de la astronomía, que dedica sus horas de docencia e investigación a esta ciencia, la aparición de libros sobre temas afines es siempre una satisfacción y un estímulo, y de su lectura siempre puede extraer algún nuevo conocimiento y refrescar inquietudes y aficiones. Además, la aparición de nueva bibliografía astronómica debe ser bienvenida, ya que refuerza y amplía las posibilidades de difusión de esta ciencia y afición, cada vez más extendida. La astronomía, ciencia antigua cuya base de conocimiento ha sido y sigue siendo la observación, presenta en esta encrucijada del nuevo milenio un panorama variado y atrayente. La capacidad de observación ha evolucionado y se ha diversificado hasta cubrir todo el espectro electromagnético, y numerosos satélites han cumplido con éxito ambiciosos proyectos de observación imposibles de realizar a través de la atmósfera terrestre. El envío de sondas espaciales a todos los planetas principales y a algunos satélites, cometas y asteroides, ha representado un acopio de información sin precedentes de nuestro entorno espacial, transformando la astronomía del Sistema Solar en una nueva ciencia cada vez más experimental. La investigación in situ y la exploración del Sistema Solar requerirán los esfuerzos combinados de las naciones más avanzadas y deberían ser el Reto, con mayúscula, de la humanidad en el siglo XXI. Los medios instrumentales con base en tierra son cada vez más complejos y costosos, por lo que se necesita de la colaboración internacional y la selección cuidadosa de los lugares más apropiados. Al mismo tiempo, algunas técnicas tradicionales son reemplazadas por dispositivos cada vez más complejos y con amplia difusión entre los observadores profesionales y aficionados. Los grandes observatorios, complementados con los telescopios espaciales y las próximas observaciones desde estaciones tripuladas en órbita, han agrandado los límites de nuestro universo y han permitido descubrir objetos exóticos (estrellas de neutrones, cuásares, agujeros negros), dando nuevo impulso a la actividad de cosmólogos y astrofísicos teóricos. Ante este panorama tan variado y complejo comprobamos lo que es bien conocido desde los albores de la cultura humana: que un nuevo descubrimiento da paso a renovadas incógnitas que esperan ser contestadas. En algunos casos, la respuesta se demora tanto que pasa a ser un tema de interés histórico y adquiere el carácter de enigma. La curiosidad, que acompaña siempre al pensamiento humano y le sirve de acicate permanente, sigue tropezando con estos temas misteriosos, que en muchos casos seguirán abiertos con carácter permanente. El acierto del autor ha sido hacer que lleguen al gran público, de forma documentada, asequible y en muchos momentos apasionante, algunos de estos enigmas astronómicos, mal conocidos incluso por el profesional y estudioso de la astronomía. Los enigmas abordados en este libro son muchos y bien escogidos. Algunos pueden considerarse resueltos, pero otros permanecen en los límites de la pura hipótesis. El autor describe con pluma fácil los antecedentes de cada tema, dibujando el marco histórico en que fue planteado. Las circunstancias del mismo y el abanico de posibles soluciones permiten al lector tomar parte activa en la discusión y adquirir una idea cabal del alcance y posibles soluciones al enigma. El capítulo «En busca de Némesis», hipotética estrella de la muerte compañera del Sol, plantea su existencia y las posibles implicaciones en las periódicas catástrofes acaecidas a nuestro planeta desde épocas remotas. «El sueño de Vulcano» nos habla de este planeta interior a la órbita de Mercurio que mantuvo la atención de los astrónomos durante una buena parte del siglo XIX. Aunque su existencia está prácticamente descartada, la proliferación de nuevas familias de asteroides en órbitas cercanas a la Tierra y al Sol ha despertado nuevas y similares expectativas. El enigma de Tunguska, fenómeno catastrófico acaecido en Siberia en 1908, encierra la incógnita de la naturaleza del objeto cósmico que se precipitó a través de la atmósfera terrestre y la afectó en su totalidad. Tanto si se trató de un cometa como de un asteroide, el suceso en sí nos recuerda la fragilidad de nuestro hábitat, la Tierra. La historia de la investigación del suceso, prolongada durante varios lustros y aún no concluida, es una buena muestra de la tenacidad de muchos hombres de ciencia en pos de la verdad. Los numerosos fragmentos de hielo caídos desde los cielos españoles a comienzos de 2000 nos recuerdan la existencia de sucesos análogos registrados desde el siglo XVIII en diferentes lugares de la Tierra. Aunque su naturaleza se asocia a fenómenos atmosféricos mal explicados, estos sucesos no han perdido por ello su carácter enigmático y de gran actualidad. La Paradoja de Olbers, de sorprendente y sencillo enunciado, se engarza con la naturaleza del Universo. Planteada por el propio Edgar Allan Poe, alcanza su actual solución con las teorías cosmológicas modernas sobre la naturaleza y el origen del Universo. La Estrella de Belén, uno de los enigmas que han perdurado a través de los siglos, tiene connotaciones científicas, históricas y religiosas. En su solución, que se mantiene abierta, se implica la fecha del nacimiento de Cristo y el tipo de fenómeno, sin duda astronómico, que se asoció a la «estrella de los Magos». Posibles conjunciones planetarias, cuidadosamente calculadas, pueden dar una solución satisfactoria a este enigma maravilloso. La Luna, nuestro astro compañero, encierra muchas incógnitas a pesar de su proximidad e intensa observación desde hace varios siglos. La existencia de agua, recientemente detectada, y los fenómenos transitorios, asociados a la actividad volcánica y al choque de meteoritos, son descritos y analizados en forma detallada y atrayente. Los grandes planetas reproducen, a escala, una edición reducida de nuestro Sistema Solar. Sus sistemas de satélites han sido ampliados telescópicamente durante los siglos XIX y XX, a partir del descubrimiento de las lunas de Galileo en Júpiter, tal como se describe con certeras frases en el capítulo VIII. Desde los años 70, el envío de sondas espaciales ha completado y diversificado el conocimiento de cada planeta, incluyendo sus sistemas de satélites y de tenues anillos ecuatoriales, en algunos casos. La exploración sistemática del Sistema Solar aportará en las próximas décadas nuevos y copiosos datos sobre esta población de los satélites planetarios. El sorprendente descubrimiento de los canales de Marte, en el siglo XIX, no fue corroborado por la exploración de las naves Mariner y Viking, a partir de 1965. Sin embargo, el estudio detallado de su superficie no ha descartado la existencia de vida en el planeta rojo. La cartografía detallada del planeta permitirá en un futuro próximo la exploración y colonización de nuestro vecino en el espacio, iniciando una nueva era de descubrimientos sin precedentes en la historia. La existencia de vida fuera de la Tierra es uno de los retos planteados a la ciencia en la actualidad. La información aportada por la NASA sobre las lunas de Júpiter y Saturno deja abierta a la investigación posterior la solución de éste y otros temas de enorme interés. Los envíos de naves están permitiendo ampliar nuestro conocimiento sobre las condiciones superficiales en Europa, Titán y Encélado, los mejores candidatos a albergar o desarrollar algún tipo de vida. Los límites exteriores del Sistema Solar, asociados al planeta X, se cerraron en 1930 con el descubrimiento fotográfico de Plutón. Sin embargo, nuestro sistema planetario se ha ampliado casi indefinidamente. Plutón se considera actualmente un planeta enano, al tiempo que familias de cometas y asteroides cada vez más lejanos del Sol aumentan sus poblaciones. La posible existencia de otro verdadero planeta más allá de Neptuno sigue siendo una cuestión sin resolver y su búsqueda continúa abierta. Sirius, la estrella más brillante del firmamento, ha planteado diversos enigmas a lo largo de la historia, asociados a su compañera, Sirius B. Esta estrella ha influido notablemente en la cultura del antiguo Egipto y otras civilizaciones, tal como se describe en este libro de Vicente Aupí. La existencia de planetas en otras estrellas es una extrapolación natural de nuestros conocimientos astronómicos. Algunas estrellas presentan movimientos residuales que sólo se pueden interpretar atribuyendo la existencia de algunos planetas gigantes en su órbita. A la famosa estrella de Barnard se ha unido un conjunto de candidatos, entre los que destaca el sistema Epsilon Eridani, que puede llegar a ser una réplica de nuestro sistema planetario. La posibilidad de vida en el Universo debe asociarse en cualquier caso a la existencia de estos sistemas, y el proyecto SETI mantiene una actividad constante en la búsqueda de señales inteligentes desde más allá de nuestro Sistema Solar. El esplendor de las estrellas variables se puso de manifiesto ya en la época árabe, con el descubrimiento de Algol. Su población y diversidad se han incrementado desde la época moderna y la astrofísica comienza a descubrir las claves de su variabilidad. Nuevas especies de estrellas, como las enanas marrones, podrían contener una fracción considerable de la masa invisible del Universo. En el capítulo final de la obra se analizan los inquietantes agujeros negros y la materia oscura, seguramente el principal enigma pendiente de resolución. La teoría del Big Bang, corroborada por la existencia de un fondo térmico homogéneo, se ha asentado sólidamente frente al modelo de universo en estado estacionario. En este nuevo marco, los agujeros negros, puntos singulares donde la materia se colapsa indefinidamente, tendrían un lugar destacado en la estructura general del Universo. Como colofón, quiero señalar una vez más la gran oportunidad que se ofrece al lector de este libro: recorrer un amplio panorama de hechos singulares y enigmáticos a través de la prosa ágil y atrayente de su autor. Confío en que después de finalizada esta obra, el lector habrá adquirido una perspectiva nueva y bastante completa de algunos de los fenómenos, objetos y acontecimientos astronómicos más atrayentes, tanto para el profano como para el estudioso de la ciencia astronómica.

ÁLVARO LÓPEZ Exdirector del Observatorio Astronómico de la Universidad de Valencia Introducción

El 30 de junio de 1908, los sismógrafos de Europa y Asia registraron la trepidación cósmica más colosal de la historia reciente. La Tierra tembló, pero la sacudida no se produjo en sus entrañas como en un devastador terremoto; llegó del cielo una cálida mañana tras el solsticio de verano, provocada por una gigantesca bola de fuego que atravesó la atmósfera a varios kilómetros por segundo y explotó en una remota región de Siberia, en la cuenca del río Tunguska. La estela fue observada a miles de kilómetros y la onda expansiva generada por el impacto dio varias veces la vuelta a la Tierra, siendo detectada por numerosos sismógrafos y barógrafos del Globo. Diecinueve años después, la primera expedición científica enviada allí, bajo la dirección de Leonid Kulik, comprobó que todos los árboles habían sido derribados en sentido radial desde el lugar del impacto hasta una distancia de 100 kilómetros. En el centro del círculo de devastación, los restos de la catástrofe no dejaron lugar a dudas: un cuerpo celeste había chocado contra nuestro planeta. Ésa es la única evidencia clara, así como la revelación de que la catástrofe podría haberse producido en alguna ciudad próxima. En realidad, el suceso pasó desapercibido para la mayor parte de la humanidad en comparación con lo que tendría que ocurrir tan sólo dos años después. La llegada del cometa Halley, que visita la Tierra cada 75-76 años debido a las características de su órbita, despertó una corriente apocalíptica que alimentaron los medios de comunicación y ciertos comerciantes oportunistas de la época a pesar de los mensajes de tranquilidad de los astrónomos, que no cejaron en su empeño de advertir la ausencia de peligro en el encuentro de ambos astros. Fue en vano: en Europa y Norteamérica el anuncio de que el planeta atravesaría la extensa cola del cometa causó una fiebre rayana en el terror en los ámbitos sociales más supersticiosos, donde no faltaron los suicidios y la venta de máscaras antigás. Al final, tal como estaba previsto, la Tierra cruzó la cola cometaria el 19 de mayo de 1910, pero los negros augurios fueron reemplazados por una luminosidad inusual durante la noche, ya que el único efecto palpable fue la presencia de una neblina en las capas atmosféricas, traducida durante las horas nocturnas en una especial claridad del cielo. La casi nula densidad de la cola del Halley, equiparable al mejor vacío de laboratorio, dio la razón a los astrónomos. Tal vez, la verdadera causa del miedo no residió en la agitación propagandística que acompañó el primer viaje del Halley hacia el Sol durante el siglo XX. En 1910, incluso en grandes ciudades como Madrid y París, la polución lumínica no era todavía lo suficientemente intensa para ocultar el brillo de la mayor parte de objetos celestes visibles a ojo desnudo, es decir, sin ayuda óptica. Mientras que en la actualidad ni siquiera en los núcleos urbanos de mediano tamaño es fácil ver las estrellas principales, en aquella época la oscuridad del firmamento revelaba cualquier acontecimiento astronómico. El cometa y su cola de 110 millones de kilómetros de longitud mostraron al hombre una de sus apariciones más espectaculares desde que el científico Edmund Halley identificó este astro en 1682 y predijo que regresaría 76 años más tarde, en 1758, como así ocurrió. El período del cometa y las referencias históricas sobre la aparición de objetos celestes extraños permitió deducir que el Halley, bautizado así en honor a su descubridor, había visitado la Tierra cada 75-76 años. Cuando el Halley alcanzó en 1910 el rincón que ocupa nuestro planeta en el espacio, la grandiosidad de su imagen en el firmamento nocturno acrecentó el miedo inducido por los titulares sensacionalistas en la prensa. Tras cruzar el perihelio —punto más cercano al Sol— en abril y sumergir a la Tierra en su cola el día 19 de mayo, el cometa inició su viaje de regreso hacia los confines del Sistema Solar hasta alcanzar en 1948 el extremo más alejado de su trayectoria, al rebasar la órbita de Neptuno. Su siguiente periplo por la Tierra estaba, sin embargo, condenado a ser muy distinto. Las posiciones relativas de nuestro planeta y del cometa, que varían de forma sustancial entre un paso y otro, se presentaron mucho más desfavorables en 1986, de suerte que las condiciones de observación empeoraron notablemente respecto a las de 1910. La gran expectación popular de su segundo viaje del siglo XX terminó en decepción para la mayoría de quienes trataron de avistarlo en un cielo nada propicio, sobre el que el Halley sólo se asomó tímidamente a escasa altura sobre el horizonte, infestado de luces en las ciudades. Tal vez la visita del Halley en 1986 fue la última en que el cometa visitó la Tierra cargado de leyendas, que nacieron de la mano de su impacto visual al cruzar un firmamento estrellado que, al menos para el mundo occidental, puede desaparecer en el lapso de varias décadas. Cuando regrese en el año 2061, los tratados astronómicos acerca de su naturaleza y la del resto de los cometas serán muy diferentes. Lo que hasta el siglo XX fueron sus secretos más íntimos llenarán los libros del futuro, gracias en parte a la información obtenida por las sondas espaciales que en 1986 salieron a su encuentro. La multitud de datos recopilados por las sondas y Giotto, que todavía se estudian actualmente, están sirviendo para determinar cómo es en realidad y, por extensión, para descifrar algunos de los principales enigmas cosmológicos, ya que los cometas parecen constituir, en esencia, la materia primigenia de la que hemos nacido. El regreso del Halley en el año 2061 quizá sea el primero de una nueva etapa en la relación del hombre con el universo que le rodea, y la visita de 1986, la última de un período de dos milenios en el que el cometa fascinó a la humanidad. Ahora, mientras el Halley cruza un frío rincón del Sistema Solar a millones de kilómetros de nosotros, la ciencia se halla en una encrucijada llena de caminos prometedores que permitirán al hombre avanzar de forma espectacular en la comprensión del Cosmos. En los últimos 100 años se han identificado algunos de los pilares fundamentales con los que está construido el Universo, pero, como ocurre en otras muchas áreas del saber, a medida que se descubren cosas nuevas se abren otros interrogantes. Unos enigmas se descifran y otros se descubren, como si el Universo se empeñara en dejarnos preguntas en el éter. Y así, antes de llegar a la encrucijada actual, la astronomía ha ido dejando en el camino preguntas para las que la ciencia aún no ha conseguido respuesta, aunque es posible que lo haga pronto, o quizá no lo haga nunca. Este libro aborda algunos de esos enigmas, en los que reside una buena parte de nuestra fascinación cósmica, y merced a ella muchos científicos se han dedicado en cuerpo y alma a tratar de descifrarlos. El lector no encontrará aquí una mirada irracional al más allá ni un tratado sobre inexistentes hombrecillos verdes, sino una aproximación a las investigaciones científicas sobre algunos de los más fascinantes dilemas de la astronomía y a las respuestas que la ciencia trata de dar a ellos. La historia está repleta de dogmas hechos añicos por las revelaciones de la observación del Cosmos, y vivimos en una época en la que a cada teoría nueva le nace al día siguiente otra dispuesta a rebatirla, como si el afán científico nos hubiera llevado a obsesionarnos en llegar los primeros a la meta antes que descubrir lo que realmente buscamos. En un momento así, quizá sea oportuno pararse a observar la nebulosa de secretos que siguen guardados entre las estrellas, que cada noche, al brillar en el cielo, nos ofrecen nuevos indicios para que podamos desvelarlos algún día.

VICENTE AUPÍ CAPÍTULO I

En busca de Némesis

Sospecho que los científicos del futuro mirarán este episodio y sonreirán, pero no estoy seguro si lo divertido es que algunos de nosotros nos dejáramos embaucar por algunas falsas indicaciones de periodicidad y divagáramos con una historia delirante sobre una estrella compañera imaginaria, o que la mayoría de los científicos no lo tomaran en serio, de manera que la estrella compañera que está ahí afuera, y que cambiaría toda nuestra concepción del Sistema Solar, no se ha encontrado nunca.

WALTER ALVAREZ

La astronomía escribe la historia del conocimiento del Universo a golpe de sorpresas. Muchos de sus descubrimientos fueron profetizados décadas antes gracias a la observación y al estudio sistemático de los astros, pero otros han obligado a la ciencia a mantener furiosos debates antes de digerir hallazgos que iban en contra de lo establecido. Ocurrió con Copérnico, Galileo y Kepler cuando derrumbaron el modelo geocéntrico —la Tierra era hasta entonces el centro de todo—; con Edwin Powell Hubble al postular la existencia de un universo en expansión en el que la Vía Láctea, nuestra ciudad estelar, no era la única, sino sólo una más entre una vasta multitud de galaxias pobladas por miles de millones de estrellas, y también con Subrahmanyan Chandrasekhar por sus teorías, ahora aceptadas, sobre el colapso gravitatorio de las estrellas masivas, que actualmente se considera el camino hacia la formación de los agujeros negros. Llegado el nuevo milenio, crece el número de científicos convencidos de que pronto obtendremos respuesta a esta célebre pregunta: «¿Hay alguien ahí fuera?». Las próximas misiones espaciales y los previsibles hallazgos de las nuevas generaciones de telescopios terrestres y espaciales quizá puedan encontrar en las próximas décadas las pruebas de que no estamos solos. En la última década del siglo XX, el descubrimiento de los primeros planetas extrasolares (que giran alrededor de estrellas exteriores al Sol) creció de forma abrumadora; tanto, que antes del cambio de milenio el número ya era mayor fuera del Sistema Solar que dentro de él y actualmente se conocen miles. Las nuevas técnicas permiten detectar la presencia de planetas o de discos protoplanetarios que el brillo de las estrellas analizadas ocultaba antes, de forma que impedían a los telescopios la suficiente resolución para revelar algún cuerpo celeste junto a ellas. Todo esto ha hecho proliferar el número de proyectos de búsqueda de planetas en otros sistemas solares, de forma que, salvo en lo que concierne a las misiones espaciales a los mundos vecinos de la Tierra, diríase que los astrónomos dan por hecho que todo o casi todo está descubierto ya en nuestro Sistema Solar y que difícilmente los telescopios puedan aportar alguna novedad importante. Empero, quedan muchas cuestiones por resolver, en especial en relación con la posible existencia de objetos no descubiertos en los confines del Sistema Solar. De forma sucesiva, los descubrimientos de Urano, Neptuno y Plutón parecieron contribuir a zanjar el debate histórico acerca del número de planetas existentes, pero los tres hallazgos no hicieron sino presentar a la ciencia nuevos enigmas, de suerte que desde 1930, año en que Clyde Tombaugh descubrió Plutón, seguimos sin saber si hay otros planetas más allá de ese diminuto mundo, al que, además, desde el año 2006 ya no se considera planeta de forma oficial, sino planeta enano, una nueva denominación acuñada por la Unión Astronómica Internacional (IAU, por sus siglas en inglés). Además de plantearnos si «hay alguien ahí fuera», la incertidumbre sobre lo que puede haber más allá de Plutón ha suscitado otra pregunta sin respuesta: «¿Hay algo ahí fuera?». Los estudios científicos para aclarar este enigma se han encaminado, por un lado, hacia la búsqueda del denominado planeta X, que se analiza detalladamente en el capítulo XI, y por otro, hacia la localización de una posible estrella compañera del Sol que no haya sido encontrada aún a causa de la debilidad de su brillo. Así, hay una pléyade de científicos que ha dedicado una parte de sus investigaciones a tratar de descifrar algunos de los enigmas pendientes del Sistema Solar. Mientras la astronomía «oficial» pasa de puntillas sobre esta cuestión, un grupo encabezado por el físico estadounidense Richard A. Muller ha trabajado desde mediados de los años 80 del siglo XX en un proyecto sistemático de búsqueda de una supuesta estrella compañera del Sol, a la que se bautizó con el nombre de Némesis, la diosa griega de la venganza. Hasta ahora no hay pruebas de su existencia. En realidad, Némesis es una respuesta —naturalmente, no la única— a otro dilema científico, que se sintetiza en el siguiente interrogante: ¿qué clase de proceso cósmico es capaz de causar en la Tierra extinciones masivas con una periodicidad regular de aproximadamente 26 millones de años? Una de las contestaciones plausibles a este misterio es que el Sistema Solar tenga otra estrella además del Sol, aunque de tamaño y brillo mucho menores, con un período orbital de millones de años y todavía no observada. Una estrella oscura diminuta, pero con la suficiente masa para alterar las nubes cometarias existentes más allá de la órbita de Plutón y producir, a intervalos de 26 millones de años, un incremento de la afluencia de cometas hacia el Sistema Solar interno, aumentando a su vez la probabilidad de que alguno de ellos choque con la Tierra, con consecuencias devastadoras para la vida sobre el planeta. Si enunciamos el asunto de una forma simple, concibiendo Némesis como mera hipótesis en el contexto de las teorías actuales sobre el Sistema Solar, no es extraño que la mayoría de los astrónomos se muestre muy escéptica. Sin embargo, si juzgamos el proceso cronológico de los hallazgos geológicos relacionados con las extinciones masivas, resulta difícil esquivar la avalancha de preguntas que de inmediato se suscitan sobre su origen y que, se quiera o no, conducen a sospechar que hay algún fenómeno cósmico periódico que marca la evolución de la vida sobre la Tierra. Es importante distinguir ambos planteamientos: el principio de la teoría no surge porque alguien postule de antemano que el Sol tiene una estrella compañera, y que de ahí cabría deducir los episodios periódicos de extinciones, sino que son éstos los que se han descubierto y conducen a sospechar la existencia de Némesis. Hasta la segunda mitad del siglo XX se mantuvo la creencia generalizada de que los volcanes, en épocas de muy intensa actividad y violentísimas erupciones, fueron el factor principal de extinciones aleatorias a lo largo de la historia. Pero en 1979, las investigaciones realizadas por el geólogo Walter Alvarez dieron un vuelco a los conocimientos sobre la extinción que se produjo hace 65 millones de años, al descubrir la presencia anormal de iridio en los sedimentos de la corteza terrestre que separan el paso del período Cretácico al Terciario. Él y su padre, el físico y Premio Nobel (1968) Luis Walter Alvarez, de ascendencia española, hallaron pruebas contundentes de que había un exceso de iridio en lo que los geólogos denominan el límite KT, el umbral que separa los períodos Cretácico y Terciario, y que coincidía con la desaparición masiva de vida que se produjo en nuestro planeta. Surgió rápidamente la tesis de un origen extraterrestre de ese exceso de iridio, lo que a su vez condujo a las primeras teorías sólidas sobre el impacto de un cuerpo celeste ocurrido hace 65 millones de años. El choque de un cometa o un asteroide de unos 10-12 kilómetros de diámetro pudo ser suficiente para provocar la extinción de una gran parte de las especies, como prueban los estudios actuales sobre sus consecuencias. Aunque su tamaño únicamente provocaría al principio una catástrofe local en el lugar de la colisión, las consecuencias sobre la atmósfera debieron de hacer de la superficie terrestre un infierno. Tras un calentamiento brutal como consecuencia del choque, el polvo y las partículas en suspensión levantadas por la violenta colisión produjeron un paulatino enfriamiento al ocultar la radiación solar. El aire se convirtió durante un largo período en un manto negro letal para la mayoría de los seres vivos, que no pudieron superar el trance. La extinción de los dinosaurios sólo fue una más entre las de miles de especies que desaparecieron de la Tierra, ya que muchos investigadores creen que debieron extinguirse muchas especies con un peso superior a los 25 kilogramos, al no ser capaces de adaptarse a las durísimas condiciones ambientales. El impacto explicaría, pues, la extinción ocurrida en el límite KT, pero nada más, puesto que el choque de asteroides o cometas con la Tierra —o con cualquier otro planeta; recuérdese la caída del Shoemaker-Levy sobre Júpiter en julio de 1994— es algo que, aparentemente, ocurre de forma impredecible en el tiempo. El desafío científico llegó de la mano de los paleontólogos David Raup y Jack Sepkoski, quienes tras estudiar el registro fósil llegaron a la conclusión de que la Tierra es escenario de extinciones masivas cada 26 millones de años aproximadamente, lo que introdujo una sorprendente perspectiva de difícil explicación. ¿Qué extraordinario episodio periódico de la naturaleza podía provocar algo semejante, como si se tratara de un reloj cósmico de enormes proporciones? Raup y Sepkoski enviaron sus conclusiones a Walter Alvarez y a su padre, que al principio se mostraron muy escépticos con los resultados de una investigación difícilmente asumible. Y en este punto apareció el fantasma de Némesis: Raup-Sepkoski y los Alvarez trasladaron la cuestión al físico Richard A. Muller, que la estudió junto a Piet Hut y Marc Davis. Nació la hipótesis de que el Sol podía tener una estrella compañera, no conocida, cuyas perturbaciones gravitatorias originaban un flujo anormal de cometas hacia la Tierra a intervalos de 26 millones de años. La existencia de un sol oscuro en la región más remota del Sistema Solar era una teoría audaz, pero aportaba una de las mejores respuestas a las reveladoras pruebas sobre la periodicidad de las extinciones. Los acontecimientos científicos investigados en conjunto por Raup- Sepkoski, Luis y Walter Alvarez, y el grupo encabezado por Richard A. Muller conforman un trabajo detectivesco apasionante. Aunque sus teorías hayan sido objeto de numerosas réplicas y el equipo de Muller no haya podido demostrar —todavía— que Némesis existe, la cadena de descubrimientos relativos al impacto meteorítico ocurrido en el límite KT y a la sucesión de extinciones periódicas recibió un importante espaldarazo gracias a un espectacular hallazgo: el cráter de Chicxulub. Cuando Walter Alvarez y su padre propusieron su teoría del impacto de un cometa o un asteroide como causa de la extinción ocurrida hace 65 millones de años, la principal crítica que recibieron fue la ausencia del cráter demostrativo de la colisión. Hubo que esperar hasta principios de los años 90, cuando se logró identificar un enorme cráter de impacto en la península mexicana de Yucatán, donde estaba enterrado varios kilómetros por debajo de la superficie. Los trabajos de campo realizados por diversos geólogos corroboraron numerosos datos del cráter que lo relacionaban con el impacto del límite KT, hace 65 millones de años. Posteriormente, la NASA obtuvo imágenes del cráter que atestiguan que su diámetro supera los 180 kilómetros. Tanto Alvarez y su equipo como los demás geólogos que comparten sus teorías, denominaron al cráter de Chicxulub la «pistola humeante», algo así como el vestigio incontestable de una colisión que, además de provocar una gigantesca extinción sobre la Tierra, ha servido para imprimir un cambio de rumbo en los conocimientos científicos sobre la materia. Cuando se halló la «pistola humeante», Richard A. Muller ya había emprendido su infatigable búsqueda de Némesis. Antes de que Walter Alvarez plasmara la narración de sus descubrimientos en su famoso libro Tyranosaurus rex y el cráter de la muerte, Muller escribió Némesis, la estrella de la muerte, pero lo más importante es su proyecto de búsqueda sistemática de la supuesta compañera del Sol. Se eligieron unas 3 000 estrellas candidatas, en su mayor parte enanas rojas, y se ha descartado ya una parte de ellas. Aun en el supuesto de que Némesis exista, encontrarla es una de las tareas más arduas emprendida por un grupo de científicos. Pese a que los catálogos celestes actuales tienen clasificadas la mayoría de las estrellas, la principal dificultad es estudiar cada una de ellas para averiguar la distancia a la que se hallan, su tamaño y otras características que permitiesen confirmar, en su caso, que se trata de la segunda estrella de nuestro Sistema Solar. La posibilidad de que el Sol sea realmente una estrella binaria no es, en sí, descabellada. Cualquiera que eche un vistazo al cielo nocturno a través del telescopio podrá observar que los sistemas estelares dobles, triples y cuádruples se cuentan a miles en la Vía Láctea, y lo propio debe ocurrir en las demás galaxias. Son binarias o múltiples la mayoría de las estrellas famosas, como Sirius, Alfa Centauri, Rigel, , , Capella y Mizar, entre otras. Si se analizan los catálogos estelares podrá comprobarse que son aplastante mayoría los sistemas múltiples, esto es, los sistemas solares formados no por una estrella única, sino por dos o más unidas en torno a un centro de gravedad común. Para nosotros, el sistema múltiple más cercano es el de Alfa Centauri. Lo integran tres estrellas: Alfa Centauri A (también llamada Rigil Kentaurus), Alfa Centauri B y Próxima Centauri (también denominada Alfa Centauri C). La primera de ellas es prácticamente idéntica en casi todo al Sol, ya que su tamaño es muy similar, así como su clase espectral, temperatura y color. Aunque en términos generales se sitúa el sistema de Alfa Centauri a una distancia de 4,3 años luz del Sol, de las tres estrellas del grupo, Próxima Centauri es la más cercana, ya que se estima en 4,2 años luz la distancia que nos separa de ella. Se trata de una enana roja cuyo brillo es 20 000 veces inferior al del Sol y al de Alfa Centauri A. Para entender cómo es un sistema estelar múltiple resulta muy adecuada la comparación del caso de Alfa Centauri con nuestro Sistema Solar. Las dos componentes principales de aquél, Alfa Centauri A (Rigil Kentaurus) y Alfa Centauri B, están separadas entre sí alrededor de 3 500 millones de kilómetros, lo que significa que están más cerca la una de la otra que Neptuno del Sol. Si colocáramos Alfa Centauri A en el sitio del Sol, Alfa Centauri B estaría entre las órbitas de Urano y Neptuno, y desde la Tierra la observaríamos como una diminuta bola de luz brillante, aunque no nos calentaría a causa de su lejanía. En estas condiciones, aunque habría una estrella principal —Alfa Centauri A en el sitio del Sol—, la observación de Alfa Centauri B nos habría permitido saber que era un segundo sol de nuestro mismo sistema. En cambio, Próxima Centauri (Alfa Centauri C) traza una órbita alrededor de Alfa Centauri A a unos 1 600 billones de kilómetros de distancia o, lo que es lo mismo, a unas 250 veces la distancia que separa Plutón del Sol. Próxima es una enana roja de brillo débil que está a 0,1 años luz de las otras dos componentes del triple sistema de Alfa Centauri, y no es más que un ejemplo de la enorme muchedumbre de estrellas múltiples que cada noche están al alcance de los telescopios. Como ilustran el grupo de Alfa Centauri y las demás estrellas mencionadas, la Vía Láctea está llena de sistemas estelares múltiples. Por todo lo anterior, que el Sol tuviera una compañera no sería algo extraño; más bien, lo raro es que no la tenga, o que si la tiene no se haya podido descubrir todavía. Y también es posible que ese otro sol oscuro no conocido exista y no tenga relación alguna con las extinciones periódicas que se producen cada 26 millones de años. En 1999, el físico Daniel Whitmire, de la universidad norteamericana de Louisiana, publicó en la revista científica internacional Icarus un interesante trabajo en el que propone la presencia de un objeto perturbador en los confines del Sistema Solar. Se trataría de una enana marrón, un tipo de objeto celeste descubierto a finales del siglo XX — la naturaleza de las enanas marrones se aborda en amplitud en el capítulo XIV—, que puede considerarse un sol frustrado a mitad de camino entre un planeta y una estrella, que no alcanzó la suficiente energía para arder como el Sol y el resto de las estrellas. Según el artículo de Whitmire, esta enana marrón se hallaría a unas 30 000 unidades astronómicas (UA) —una unidad astronómica equivale a 150 millones de kilómetros, la distancia media entre la Tierra y el Sol— o, lo que es lo mismo, a unos 4,5 billones de kilómetros, y su masa sería tres veces mayor que la de Júpiter, el planeta más grande del Sistema Solar. En los años 80, Whitmire ya aportó ideas fundamentales al modelo de Némesis y a su posible relación con las extinciones masivas en la Tierra, pero su trabajo sobre la posible existencia de una enana marrón más allá de Plutón se refiere a un objeto diferente, aunque las dos teorías no se excluyen entre sí. Sin embargo, Whitmire no relaciona la enana marrón de su teoría con las extinciones masivas, ya que para explicar éstas hay otras hipótesis de naturaleza cósmica que no requieren necesariamente la existencia de un astro perturbador. Sin duda, de las teorías alternativas para explicar la periodicidad de las extinciones, la de mayor peso es la relacionada con los efectos gravitatorios sobre el Sistema Solar que produce la rotación de la Vía Láctea, nuestra galaxia. El Sol y su corte de planetas, desde Mercurio a Plutón, se hallan en uno de los brazos galácticos, a unos 30 000 años luz aproximadamente del centro de la Vía Láctea, una espiral de unos 100 000 años luz de extremo a extremo, que aglutina a unos 150 000 millones de estrellas. La galaxia, como las demás, gira sobre sí misma, y se estima que el período de rotación es de unos 225 millones de años, pero en ese tiempo, el Sol y su familia de planetas —con sus lunas—, asteroides y cometas cruzan diferentes zonas del espacio y se alejan o acercan al plano galáctico, lo que produce alteraciones gravitatorias significativas. Estas alteraciones serían suficientes para perturbar la Nube de Oort, un gigantesco conglomerado en el cual se cree que está la mayor parte de los cometas del Sistema Solar. Debe su nombre al astrónomo Jan Hendrik Oort, quien en 1950 propuso la existencia de un gran halo cometario que se extendería hasta unas 100 000 unidades astronómicas, muy alejado de la parte interior del Sistema Solar en la que se hallan el Sol y los planetas. A esta nube pertenecerían los millones de cometas que forman los despojos del Sistema Solar, es decir, los fragmentos de la nebulosa primigenia de la que nacieron el Sol y todos los planetas y sus satélites. Es especialmente llamativo que la teoría de Némesis y la de los efectos sobre el Sistema Solar derivados de la rotación de la Vía Láctea se fundamentan en las perturbaciones sobre la Nube de Oort. En el caso de Némesis, la supuesta influencia de la estrella oscura compañera del Sol favorecería una mayor afluencia de cometas desde la Nube de Oort hacia el Sistema Solar interior y la Tierra, con la conocida periodicidad de 26 millones de años. La otra teoría se basa también en perturbaciones en la Nube de Oort, con las mismas consecuencias, pero debidas al influjo gravitatorio que se produce en el Sistema Solar cuando éste cruza el plano de la galaxia. Los estudios sobre Némesis se centran en la búsqueda y análisis de unas 3 000 estrellas candidatas, la mayoría de ellas enanas rojas. Quizá la misteriosa compañera del Sol no exista o no se encuentre nunca, pero el mejor argumento a favor de la teoría de Némesis es que constituye una de las respuestas más sólidas para explicar el enigma de las extinciones periódicas sobre la Tierra. Aunque su existencia sea dudosa, pocas o ninguna de las respuestas alternativas ofrecen una explicación mejor. CAPÍTULO II

El sueño de Vulcano

Durante miles de años, la humanidad se equivocó sobre la naturaleza de la Tierra, su lugar en el Universo y la estructura de éste. Sin el desarrollo de la astronomía, aún estaría en la ignorancia de las cosas más elementales, al igual que lo están las personas que carecen de los principios de esta ciencia.

CAMILLE FLAMMARION

Un enigmático punto de luz que Galileo vio en 1612 se convirtió, 233 años después, en el octavo planeta del Sistema Solar. Neptuno pasó desapercibido para el ilustre científico italiano que encontró en el telescopio la mejor herramienta de la astronomía, porque la debilidad de su brillo hizo que pareciera una estrella como otra cualquiera. Aunque notó un cambio de posición al cabo de varias noches, Galileo no le dio ninguna importancia y continuó absorto en sus observaciones de Júpiter y Saturno. Posiblemente, si Galileo hubiese sido un genio de la ciencia, como Kepler, Newton o Einstein, el descubrimiento de Neptuno sería un acontecimiento histórico del siglo XVII y no del XIX, pero él no pensó en la posibilidad de que fuera un nuevo planeta y se limitó a aplicar la lógica dirigiendo su espartano telescopio de lentes hacia los planetas que ya eran conocidos en su época. El descubrimiento de los mundos ocultos a la vista quedó encomendado a otros mientras Galileo revelaba a la humanidad, gracias a la ayuda de su telescopio, los aspectos inéditos de los planetas que científicos y profanos llevaban siglos estudiando sólo con sus propios ojos; y es que Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno se diferencian de Urano y Neptuno en que pueden observarse claramente a simple vista, mientras que los dos últimos requieren instrumentos ópticos. El asalto a los planetas perdidos del Sistema Solar continúa en la actualidad, pero la primera gran victoria la consiguió William Herschel con el descubrimiento de Urano el día 13 de marzo de 1781. Aunque este planeta, el séptimo en orden de distancia al Sol, tiene una magnitud de 5,5 y está, por tanto, al alcance de nuestros ojos, su escaso brillo en comparación con el de los seis primeros planetas demoró su hallazgo hasta el siglo XVIII. El propio Herschel, uno de los mejores observadores de la historia de la astronomía — mérito que comparte con su hermana Caroline—, lo descubrió a través de su telescopio y no a simple vista, lo que prueba la dificultad de su localización. Después de que en 1781 Herschel descubriera Urano, la astronomía quedó inmersa en una fiebre que la empujó a buscar nuevos planetas, pero los dos siglos transcurridos desde entonces sólo aportaron a la lista dos nuevos nombres: Neptuno, descubierto en 1846 por Johann Galle gracias a los cálculos de Urbain Jean Joseph Le Verrier, y Plutón, encontrado por Clyde Tombaugh en 1930. Durante los 86 años posteriores a su descubrimiento la ciencia consideró que Plutón era un planeta, pero en 2006 dejó de serlo oficialmente merced a su clasificación como planeta enano. La hipótesis del planeta X, que podría existir más allá de Plutón, es tema del capítulo XI y demuestra el interés de los astrónomos por explorar las regiones lejanas del Sistema Solar, ya que históricamente la búsqueda siempre se ha dirigido más allá de las órbitas de los planetas que se iban descubriendo de forma paulatina. Pero hay una excepción junto al Sol, un mundo que la humanidad creyó haber encontrado en una infernal órbita más cercana a nuestra estrella madre que la del propio Mercurio, y la convicción sobre su existencia acabó otorgándole un nombre: Vulcano. Durante varias décadas, a finales del siglo XIX, mucho antes de que se descubriese Plutón, fue el noveno planeta del Sistema Solar. El noveno en el orden cronológico de los descubrimientos, pero el primero de la lista por su proximidad al Sol. Duró poco: Vulcano forjó una hipnosis colectiva que llevó a numerosos astrónomos a observarlo en las inmediaciones del Sol, pero luego desapareció del cielo y la ciencia lo desterró de su memoria. El enigma por descifrar es si los astrónomos del siglo XIX observaron Vulcano cierta o supuestamente. Un hermoso atributo de la astronomía es que, a diferencia de otras ciencias, es capaz de crear leyendas, y en Vulcano encontramos una de las más sugestivas escrita gracias a los telescopios. Muy pocos investigadores creen actualmente que exista algún planeta entre el Sol y la órbita de Mercurio, pero Vulcano fue, en muchos aspectos, la consecuencia ulterior de uno de los episodios más bellos de la historia de la astronomía: el descubrimiento de Neptuno. Transcurridos más de dos siglos desde que Galileo anotara en sus observaciones el puntito luminoso cuya naturaleza no supo identificar, los astrónomos europeos buscaban con denuedo un octavo planeta. La órbita de Urano, el séptimo, descubierto por Herschel en 1781, mostraba vaivenes que sugerían el efecto gravitatorio de otro planeta más lejano. Urbain Jean Joseph Le Verrier en Francia y John Couch Adams en Inglaterra protagonizaron independientemente, en 1845, uno de los capítulos más conmovedores de la astronomía predictiva, ya que coincidieron en sus cálculos sobre la posición del nuevo planeta, que fue localizado un año después por el alemán Johann Galle en el Observatorio de Berlín. El descubrimiento de Neptuno supuso para Le Verrier un gran triunfo, pero para Adams fue la mayor odisea de su vida. Ambos hicieron los mismos cálculos por separado, pero el astrónomo inglés fue despreciado por el Observatorio Real de Greenwich, donde no le hicieron el menor caso tras recibir su informe sobre la posición del nuevo planeta. Aunque a Le Verrier le ocurrió algo parecido en Francia, donde nadie se mostraba dispuesto a buscar un nuevo mundo con los telescopios, finalmente envió su informe al Observatorio de Berlín, donde Johann Galle avistó el planeta el 23 de septiembre de 1846, tan sólo un día después de recibir los datos de su posición. Los laureles fueron, de esta forma, para el francés Le Verrier, pero tras conocerse lo ocurrido en Inglaterra, se hizo partícipe del logro a John Couch Adams y en la actualidad se considera a ambos como los autores de las investigaciones que condujeron al descubrimiento de Neptuno. El mismo año en que predijo la existencia de Neptuno, Le Verrier también pronosticó que había otro planeta muy próximo al Sol. De la misma forma que calculó la posición de Neptuno a raíz de las alteraciones gravitatorias sobre Urano, el astrónomo francés fundamentaba su creencia en un planeta junto al Sol en las anomalías observadas en la órbita de Mercurio, cuyo perihelio —su posición más próxima al Sol— se desplazaba unos 43 segundos de arco cada siglo. De 1845 a 1877, el año de su muerte, Le Verrier dedicó su vida a la búsqueda del misterioso planeta intramercuriano, al que en 1876 decidió bautizar con el nombre de Vulcano. Aunque en los primeros años sus estudios estaban basados únicamente en las alteraciones detectadas en Mercurio, en 1859 recibió una notificación de un observador, el doctor Edmond Lescarbault, que le aseguraba haber visto un planeta en tránsito por el Sol, es decir, su sombra circular pasando a través del luminoso disco solar. El informe de Lescarbault actuó como un resorte sobre Le Verrier, que movilizó a numerosos astrónomos para la búsqueda del planeta intramercuriano. Sus cálculos daban a entender que se trataba de un planeta muy pequeño, con una masa inferior a la quinceava parte de la de Mercurio y con una distancia media al Sol de apenas 21 millones de kilómetros. Sin embargo, como ocurre con Mercurio, los estudios se vieron extraordinariamente entorpecidos por la presencia del Sol en la zona del cielo que se observaba. No es ninguna casualidad que Mercurio fuera hasta 1974 el planeta del que los astrónomos tenían menos información acerca de su naturaleza, puesto que su observación telescópica es poco menos que imposible a causa de su proximidad al Sol, que impide analizarlo por la noche y limita el tiempo para estudiarlo a poco más de una hora antes del amanecer o después del ocaso. Marte, Júpiter y Saturno se han prestado en la historia a un detallado estudio al ser observables en buenas condiciones durante la mayor parte de la noche, pero el resplandor del Sol mantuvo a Mercurio oculto a la ciencia hasta que la nave espacial Mariner 10 se aproximó a él en 1974 y envió las primeras fotografías, que mostraron una superficie muy parecida a la de la Luna y la práctica ausencia de atmósfera. Le Verrier y los demás astrónomos tuvieron el mismo problema con Vulcano en el siglo XIX. Los telescopios no podían atisbar nada en las inmediaciones del Sol, donde se suponía que estaba el planeta, debido al intenso resplandor. Por esta razón, tras efectuar los oportunos cálculos, Le Verrier confió en poder detectarlo en el transcurso de algunos eclipses de Sol, en los que la Luna tapa por completo el disco solar y la oscuridad envuelve el cielo como si fuera de noche. Precisamente, la observación de Lescarbault se produjo poco antes del eclipse de Sol que tuvo lugar en 1860, por lo que Le Verrier aprovechó la circunstancia y emplazó a una multitud de astrónomos y observadores a que buscaran el planeta durante el fenómeno. La expectación fue máxima y, tras la fama adquirida por el científico francés después de predecir la posición exacta de Neptuno, casi todo el mundo dio por hecho que el nuevo planeta aparecería en el cielo durante la oscuridad del eclipse. Pero Vulcano no estaba allí y nadie pudo encontrarlo. Pese a la decepción, Le Verrier mantuvo su convicción y años después trató de afinar los cálculos acerca de la posición del misterioso astro, para lo cual se sirvió de diversas observaciones similares a las de Lescarbault, efectuadas en los años 1802, 1819, 1839, 1849, 1850 y 1861 y que apuntaban, en todos los casos, a su existencia. Con todos los datos sobre su tamaño y la trayectoria orbital hipotética, Le Verrier hizo un nuevo vaticinio: Vulcano pasaría en tránsito por delante del Sol el día 22 de marzo de 1877, poco después del equinoccio de primavera. Esta vez, la predicción no sólo contagió a los astrónomos franceses, sino también a la mayoría de los observatorios del mundo entero, que prepararon concienzudamente sus instrumentos de observación para la fecha señalada. Llegó el nuevo día y Vulcano tampoco acudió a la cita. Le Verrier falleció ese mismo año, rico en acontecimientos astronómicos, entre ellos el anuncio por parte de Giovanni Virginio Schiaparelli de los canales de Marte y el descubrimiento de las dos lunas de este planeta, Fobos y Deimos, que fue obra del norteamericano Asaph Hall. Aunque todavía se produjeron algunos nuevos testimonios de supuestas observaciones, tras la muerte de Le Verrier la ciencia sumió a Vulcano en el olvido. A lo largo del siglo XX las referencias sobre posibles observaciones han sido muy escasas, pero en 1915 surgió de forma inesperada una posible explicación racional a la leyenda de Vulcano. Ese año, Albert Einstein presentó la Teoría de la Relatividad, que explica que los campos gravitacionales curvan el espacio y, por tanto, el desplazamiento observado en la órbita de Mercurio podría deberse a su proximidad al Sol. Todos los cálculos realizados por Le Verrier en el siglo XIX estaban basados, lógicamente, en las leyes de Isaac Newton, por lo que las observaciones de la órbita de Mercurio no encajaban con los cálculos teóricos sobre sus movimientos. Esto indujo a sospechar que había un planeta perturbador cerca del Sol. Como es evidente, ni Le Verrier ni los demás astrónomos de su época conocían nada acerca de la curvatura del espacio como consecuencia de la gravedad, ya que este fenómeno no había sido descrito por Newton y hubo que esperar a la Teoría General de la Relatividad de Einstein para que se descubriera. Aunque el anuncio de Einstein sobre la curvatura del espacio causó un notable escepticismo, el eclipse total de Sol que se produjo cuatro años más tarde, en mayo de 1919, le consagró como uno de los mayores genios de la ciencia. El eclipse se convirtió en una prueba de fuego para su teoría, ya que era una oportunidad de oro para comprobar si, como él aseguraba, la luz se curvaba a causa de un intenso efecto gravitatorio, en este caso del Sol. El principal aval para Einstein le llegó de la mano de Arthur Eddington, un prestigioso astrónomo británico cuyas contribuciones al conocimiento de la evolución estelar han sido fundamentales, y que se prestó a encabezar una de las expediciones científicas para observar el crucial eclipse. Tal como vaticinaba la Teoría de la Relatividad, se curvó la luz de las estrellas que se hicieron visibles durante la totalidad del eclipse en las inmediaciones del Sol. Los astrónomos británicos comprobaron cómo el desplazamiento de diversas estrellas de la constelación de Tauro no coincidía con el calculado, lo que supuso una prueba de la curvatura espacial que predijo Einstein. La confirmación de la Teoría de la Relatividad fue rápidamente aplicada al caso de Vulcano para explicar el desplazamiento del perihelio de Mercurio a causa de la gravedad del Sol. Antes de las predicciones de Einstein sobre la curvatura del espacio a causa de la gravedad, el astrónomo norteamericano de origen canadiense Simon Newcomb, director del Observatorio Naval de Washington, aportó nuevos cálculos sobre el influjo gravitatorio de los planetas del Sistema Solar que admitían el desplazamiento orbital de Mercurio, ya que sus datos mejoraban notablemente los conocidos en la época. Las ecuaciones de Newcomb y la Teoría de la Relatividad de Einstein se usaron de forma conjunta para explicar las alteraciones en el perihelio de Mercurio, y desde 1919 la mayoría de los astrónomos considera que Vulcano no existe, aunque lo cierto es que su búsqueda no ha tenido continuidad. Además de las dos explicaciones aportadas por Newcomb y Einstein, las dificultades que entraña la localización de un posible planeta intramercuriano son notables por su proximidad al Sol, que impide las observaciones nocturnas. No existen dudas, por otra parte, sobre la credibilidad de algunas de las observaciones del siglo XIX en las que se basó Le Verrier para anunciar la existencia de Vulcano, incluida la de Edmond Lescarbault, quien pese a ser un astrónomo aficionado era respetado en los ámbitos científicos. ¿Qué vieron, pues, Lescarbault y los demás observadores del siglo XIX? La respuesta apunta hacia asteroides que se aproximaron al Sol y que pudieron haber sido observados en el momento en que pasaban por delante del astro rey. Los testimonios de las observaciones concuerdan con esa posibilidad, y en este punto cabe recordar que el propio Le Verrier nunca pensó en Vulcano como un planeta del tamaño de la Tierra, sino más bien en un mundo diminuto, mucho más pequeño incluso que Mercurio, por lo que sus características parecían situarlo a medio camino entre los conceptos de asteroide y de planeta. Teniendo en cuenta lo que actualmente sabemos acerca de Plutón, cuyo diámetro es de únicamente 2 370 kilómetros, no se puede descartar de forma categórica que haya algún cuerpo celeste de tamaño similar entre Mercurio y el Sol. El 19 de noviembre de 1948, durante la totalidad de un eclipse de Sol observado en Arabia y Australia, fue descubierto un espectacular cometa desconocido hasta entonces, con una cola que alcanzó unos 20 grados de longitud en la oscuridad del cielo mientras la Luna ocultaba los rayos solares. Su proximidad al Sol había impedido descubrirlo, pero gracias a su peculiar hallazgo el cometa catalogado como 1948-1 fue bautizado popularmente como «el cometa del eclipse». Tal vez el resplandor de Vulcano se asome algún día entre las sombras de un eclipse para dar la razón a Le Verrier. CAPÍTULO III

Tunguska, el enigma caído del cielo

Cometas y dinosaurios tienen en común la extravagancia de su tamaño, las largas colas y una inquietante nota de terror. Si la gente enloqueció por los cometas, no está menos demente en lo que respecta a los dinosaurios, y afirmar que un cometa mató a los dinosaurios amenaza con combinar las manías. Pero cuando recibí de Berkeley y Ámsterdam unos tétricos manuscritos, me sentí obligado a salir volando y ver por mí mismo el ataúd de los dinosaurios.

NIGEL CALDER

Prisionero en un campo de concentración nazi durante la segunda guerra mundial, Leonid Kulik murió de tifus en abril de 1942 sin poder resolver el mayor enigma cósmico del siglo XX. Tuvo la valentía y el privilegio de ser el primer científico que viajó a la remota cuenca fluvial de Tunguska, en Siberia central, donde el 30 de junio de 1908 un gigantesco cuerpo celeste explotó tras entrar en la atmósfera y abocó a la ciencia a uno de los más intrigantes retos de su historia, que sigue sin superar. Qué ocurrió exactamente en aquel agreste enclave siberiano es algo que continuamos ignorando en la actualidad. Como les ha ocurrido a otros científicos embarcados en la investigación de apasionantes enigmas, Kulik descansa en su tumba sin haber podido resolver el suyo. Aunque después de tres expediciones al lugar del suceso probablemente pensaba que sus estudios le permitirían resolver la cuestión, hoy le cabría el consuelo de que ninguna de las generaciones posteriores de investigadores ha podido desentrañar, todavía, el misterio de Tunguska. La huella de aquella catástrofe está repartida por todo el mundo; numerosos observatorios con instrumentos registradores de precisión que ya funcionaban en 1908 guardan la firma de la explosión en sus sismógrafos o barógrafos. La onda expansiva fue recorriendo el planeta y las estaciones sismográficas y meteorológicas anotaron en sus gráficas el impacto, que además de hacer temblar la Tierra dio varias veces la vuelta al Globo a través de la atmósfera, dejando en los barógrafos el trazo de tinta del violento cambio de presión en el aire. Las hipótesis surgidas sobre el suceso de Tunguska han ido más allá de la astronomía, y hay quien ha planteado, incluso, la posibilidad de que se tratara de la explosión de una nave extraterrestre. Sin embargo, el verdadero debate científico se centra en determinar si el fenómeno fue causado por un cometa o por un asteroide, pero se acepta mayoritariamente que se trató de un cuerpo celeste. Las teorías han experimentado numerosos giros: después de una larga etapa en la que la mayor parte de la comunidad científica había señalado al cometa Encke como culpable de la colisión, en los años 80 y 90 del siglo XX afloraron las tesis a favor de un asteroide. Posteriormente, en el año 2000, se obtuvieron nuevos datos que avalaban la teoría cometaria, aunque con algún otro cometa distinto al Encke como protagonista. Pese a ello, a lo largo de las últimas décadas, la opción de que se trató de un fragmento del Encke ha vuelto a cobrar peso gracias al cúmulo de indicios a su favor. En los días previos al impacto se produjo la lluvia de meteoros de las Beta Táuridas, que tienen como precursor al propio Encke, por lo que esta circunstancia, históricamente, ha jugado a favor de las teorías que relacionan lo ocurrido en Tunguska con la posibilidad de que se desprendiera un gran fragmento de dicho cometa. La clave principal del enigma es que el objeto cósmico no ha podido encontrarse. Como si nunca hubiera estado allí, el meteorito de Tunguska se esfumó tras dibujar el más catastrófico escenario causado por la mecánica celeste sobre la Tierra desde que el hombre busca sus orígenes en las estrellas. El único regalo conseguido hasta ahora por los científicos son pequeñas muestras microscópicas de polvo meteórico y algunos fragmentos, pero el cuerpo principal de aquello parece haberse desintegrado. Hay otras dos claves fundamentales: que la explosión se produjo en la atmósfera —no hubo un choque propiamente dicho contra la superficie terrestre— y la ausencia de cráter que caracteriza la mayoría de los impactos meteoríticos, lo que concuerda, a su vez, con que no se haya encontrado nada bajo la superficie. Los testigos del fenómeno coinciden al describir una inmensa bola de fuego que avanzaba velozmente por la atmósfera y una o varias explosiones posteriores acompañadas de ensordecedores ruidos. Pese a que no se conocen víctimas humanas, muchos de los testigos fueron volteados o derribados por la onda expansiva, y la estela incandescente fue vista a miles de kilómetros, provocando el terror en numerosas ciudades y pueblos de Siberia. En Europa, además de los registros efectuados por los sismógrafos y los barógrafos, el principal efecto del fenómeno fue una inusual luminiscencia nocturna que se produjo a causa del polvo con el que quedó impregnada la atmósfera, que al dispersar la luz permitía leer de madrugada en las calles de numerosas ciudades del continente. En España, este fenómeno tuvo eco en algunos periódicos de la época, como La Vanguardia, que el 3 de julio de 1908 recoge la noticia de que en Londres se ha producido un extraordinario fenómeno celeste «parecido a una aurora boreal», con un gran resplandor de fondo que hizo creer a la población que «se trataba de un incendio». El gobierno de Rusia mostró tal desinterés por lo ocurrido en Tunguska, que nadie se preocupó de enviar a ningún científico tras el suceso. Años después, Leonid Kulik, un geólogo especializado en el estudio de meteoritos en el Instituto Forestal de San Petersburgo, empezó a obtener referencias y decidió organizar un viaje, que no consiguió llevar a cabo hasta la primavera de 1927, en la que él y sus acompañantes se vieron envueltos en una de las mayores aventuras vividas por una expedición científica. Al tratarse de una zona salvaje e inexplorada, en plena taiga, el acceso fue extraordinariamente difícil para un equipo cargado con instrumental científico, pero una vez allí Kulik y sus compañeros de expedición lograron reconocer sobre el terreno los primeros signos de una catástrofe cósmica, la mayor de los últimos siglos. Aunque no hallaron la excavación de un cráter meteorítico, la taiga reveló de forma espectacular los signos de la destrucción pese a que ya habían transcurrido dos decenios desde el suceso. En un radio de decenas de kilómetros los árboles estaban derribados y sus copas miraban en dirección contraria al epicentro, resultando destruidos más de 2 000 kilómetros cuadrados de bosque. Kulik observó también la primera prueba de que la explosión se produjo en la atmósfera y no en el suelo, ya que los árboles aparecieron calcinados en su parte superior, lo que daba a entender que el fuego llegó desde arriba hacia abajo. Tras obtener numerosas fotografías de la zona cero, Kulik emprendió el regreso a los tres meses de iniciar su expedición. En Vanavara, la población más próxima al punto de la catástrofe, el científico entrevistó a numerosos testigos, muchos de los cuales fueron reacios a hablar del asunto al creer que la bola de fuego era un castigo divino. Otros accedieron a conversar con él y confirmaron haber visto cómo un enorme objeto incandescente surcaba la atmósfera y que después se produjo una explosión a la que siguieron ruidos muy fuertes, como truenos. Después de su primera expedición, Leonid Kulik volvió a Tunguska en 1929 y en 1938 para continuar el trabajo más apasionante de su vida: la búsqueda del meteorito o de sus restos. Resulta emocionante leer algunos de sus informes, como el publicado por la Academia de Ciencias de Rusia en 1939, en el que Kulik expone los resultados de su exploración sobre el terreno y pormenoriza los testimonios obtenidos. Explica que las detonaciones producidas por el impacto «se escucharon en un radio de 1 000 kilómetros» y que hasta el agua de los ríos se vio afectada por la onda expansiva. Kulik, en el estremecedor relato del último gran impacto cósmico sufrido por la Tierra, habla de «casas sacudidas, edificios dañados y personas y animales derribados» por la onda de choque, que según él «pasó dos veces por el suelo» y fue detectada por barógrafos y sismógrafos. La segunda guerra mundial no sólo interrumpió sus investigaciones, sino que además le convirtió en prisionero de los nazis durante la invasión alemana de Rusia. En abril de 1942 falleció en un campo de concentración, víctima del tifus y sin haber concluido sus estudios para demostrar que el suceso de Tunguska se debió a la caída de un gigantesco objeto cósmico, cuya masa él estimó en unas 40 000 toneladas. En las décadas siguientes, las investigaciones sobre Tunguska se extendieron a los países occidentales, en los que la colisión con un fragmento cometario se asentó como la teoría más sólida acerca de lo ocurrido, sobre todo a partir de la hipótesis planteada por el británico Francis Whipple. Se relacionó, asimismo, la coincidencia del acontecimiento con una intensa lluvia de meteoros causada por el cometa Encke, cuyo período es el más corto que se conoce, ya que recorre su órbita en sólo 3,3 años y no se aleja del Sol más de 600 millones de kilómetros. Aunque el Halley sea el más famoso, el rápido período orbital del Encke ha hecho de él que sea el cometa más estudiado, y los datos obtenidos al cotejarse la lluvia meteórica de 1908 con el suceso de Tunguska provocaron que la mayoría de los científicos aceptara que un fragmento desprendido de su núcleo, con un tamaño aproximado de 80-100 metros, chocó con la Tierra y produjo una explosión al entrar en la atmósfera. Incluso el popular astrónomo y divulgador Carl Sagan consideró esta teoría como la más creíble para explicar lo sucedido en Siberia el 30 de junio de 1908. Sin embargo, mientras la ciencia occidental hacía sus cábalas, los investigadores soviéticos siguieron trabajando pacientemente sobre Tunguska bajo el manto de silencio del Telón de Acero. Las muestras recogidas por Leonid Kulik se empezaron a analizar en la Academia de Ciencias de Rusia años después de su muerte, y en ellas aparecieron partículas microscópicas que parecían avalar la caída de un meteorito pétreo de unos 50 a 100 metros de diámetro. De la teoría del cometa se pasó a la del asteroide a raíz de los análisis de laboratorio. Asimismo, en 1991, un equipo de investigadores de la universidad italiana de Bolonia organizó una expedición a Tunguska y llegó a la conclusión de que el impacto fue de un asteroide tras efectuar numerosos análisis en los árboles de la zona, en los que se hallaron muestras de los materiales típicos que componen los asteroides. Ochenta y tres años después del impacto, este grupo científico todavía halló numerosas pruebas visuales del suceso, en especial los «postes telegráficos», denominación que se dio a los árboles calcinados por la ardiente onda expansiva y que permanecían en pie completamente desnudos por efecto de la devastación. Cometas y asteroides son restos del Sistema Solar, en algunos casos incluso de la nube primordial de la que se formaron la Tierra y los demás planetas hace unos 4 500 millones de años. Se trata, por tanto, de corpúsculos celestes de pequeño tamaño, aunque existen notables diferencias entre ellos. Los cometas suelen tener un núcleo rocoso de sólo varios kilómetros de diámetro, pero también albergan hielo y elementos volátiles que durante su aproximación al Sol son desprendidos por la energía de éste, formando gigantescas colas de millones de kilómetros de longitud con los materiales arrancados. Estas partículas desprendidas propician, a su vez, las lluvias de meteoros —también conocidos popularmente como estrellas fugaces— cuando la Tierra atraviesa durante su órbita el punto del espacio en el que los cometas han perdido sus elementos volátiles, que se vuelven incandescentes al penetrar en la atmósfera. Los asteroides tienen una composición diferente, ya que suelen estar compuestos íntegramente por materiales rocosos y metálicos. Aunque existe un cinturón principal de asteroides entre Marte y Júpiter, muchos de ellos tienen trayectorias caóticas que los llevan a aproximarse al Sol y a cruzar con frecuencia la órbita de la Tierra, aproximándose peligrosamente a nuestro planeta. Es posible, por otra parte, que muchos asteroides pequeños sean, en realidad, núcleos cometarios difuntos que han perdido sus elementos volátiles. Aunque las investigaciones sobre el suceso de Tunguska mantienen abiertas las dos opciones —impacto con un cometa o con un asteroide—, científicos rusos han aportado una visión del fenómeno que apunta hacia la teoría cometaria. En la segunda mitad del siglo XX se creía mayoritariamente que el cuerpo celeste caído sobre Tunguska en 1908, con independencia de su origen, entró en la atmósfera moviéndose de este a oeste, pero varios grupos de investigadores rusos consideraron esto uno de los principales errores históricos sobre el suceso. Según su análisis, en el momento de la explosión el objeto describía una trayectoria sur-norte, confirmando las teorías que ya fueron postuladas con anterioridad por los profesores Arkady Voznesensky en 1925 y por Ivanov Astapovich en 1958. Por otra parte, pero en concordancia con la teoría del desplazamiento sur- norte, autores como Andrei Zlobin atribuyen la explosión a la entrada en la atmósfera de un fragmento del núcleo de un cometa. Numerosos aspectos de la explosión y de las circunstancias que rodearon el suceso se explicarían, según Zlobin, a causa de la excepcionalmente baja temperatura del helado núcleo del cometa, que él estima en unos –270 °C, es decir, tres grados o, lo que es lo mismo, tan sólo tres grados por encima del cero absoluto. Dentro del escenario descrito, Zlobin y otros investigadores rusos sostienen que el objeto celeste que causó la explosión procedía del espacio interestelar, con una posición inicial en la nube cometaria existente en el Sistema Solar exterior. Esta teoría descartaría, por tanto, al cometa Encke como candidato, ya que su órbita es mucho más pequeña. Este enfoque se basa, entre otros, en el análisis balístico de la trayectoria. El programa «Tunguska 2000», en el que han trabajado algunos de los principales expertos, liderados por Zlobin, logró aportar luz a algunas de las claves que no estaban resueltas, como ocurría respecto a la trayectoria del objeto cósmico, a partir de la cual se establecieron nuevas conclusiones. La propia trayectoria del cuerpo celeste permitió a Zlobin y sus compañeros de investigación postular la procedencia interestelar del fragmento cometario que cayó en Tunguska. Sin duda, Andrei Zlobin es uno de los científicos que más detalladamente ha investigado el suceso de Tunguska en las últimas décadas. Su expedición de 1988 al lugar del impacto le permitió obtener muestras que, según sus propias investigaciones, son fragmentos meteoríticos del cuerpo celeste. Su composición sería compatible con la teoría cometaria, ya que dichos restos procederían del núcleo del cometa. Las investigaciones de Zlobin sobre el suceso de Tunguska han ido mucho más allá y conciernen también a aspectos como el origen de la vida sobre la Tierra. Sus ensayos le han permitido obtener resultados espectaculares sobre la forma en que evolucionaron la materia orgánica y los organismos vivos en el lugar del impacto tras el suceso. El investigador, de la Academia de Ciencias de Rusia, habla en algunos de sus artículos de un proceso en el que se produjo «un ingreso masivo de agua cósmica sobre la Tierra» y en el que parece haber una relación entre la entrada de materia orgánica de origen cósmico y la formación de vida en el lugar del impacto. La tesis de Zlobin concuerda con las teorías sobre la panspermia defendidas por numerosos científicos, que vinculan el origen de la vida sobre la Tierra con los impactos de cometas ocurridos hace millones de años, ya que estos cuerpos celestes habrían traído presumiblemente a nuestro planeta las sustancias precursoras. Históricamente, una de las principales discusiones ha sido la del desplazamiento del cuerpo celeste antes del impacto. Tomando como referencia una trayectoria sur-norte, un equipo integrado por los profesores G. A. Nikolsky, F. O. Shults, M. N. Tsinbal, V. E. Shnitke y Yu. D. Medvedev configuró el esquema fundamental de lo que debió de ocurrir el 30 de junio de 1908. Según ellos, el objeto celeste tenía un radio equivalente a 115 metros y se movió antes de la explosión como un mini satélite de la Tierra, colocándose en órbita alrededor de nuestro planeta y describiendo tres revoluciones y media alrededor de él antes de penetrar en la atmósfera. En esta fase, su trayectoria hiperbólica se transforma en elíptica inicialmente para ser casi circular poco después. A 24 kilómetros de altitud, el radio se reduce a 92 metros y la velocidad es de 6,5 kilómetros por segundo; el cuerpo cósmico principal se disgrega en varios fragmentos y al caer a ocho kilómetros de altitud se produce la explosión principal tras reducirse la velocidad a 2,5 kilómetros por segundo. Se forma un hongo similar al de una bomba nuclear que alcanza una altura de unos 15 kilómetros y una anchura de cinco. A los tres segundos de la explosión, la incandescente onda expansiva alcanza la taiga y derriba los árboles en sentido radial desde el epicentro. En los siguientes 15 segundos, explosiones secundarias producidas por otros fragmentos desprendidos menores provocan más destrozos sobre el bosque siberiano, y al cabo de unos ocho minutos los efectos del cataclismo se traducen en importantes alteraciones magnéticas sobre la ionosfera. Andrei Zlobin plantea como conclusión principal que el cometa llegó desde las nubes cometarias existentes en el espacio interestelar y que, en lugar de caer hacia el Sol como la mayoría, lo hizo sobre la Tierra. Los cálculos efectuados por él y su equipo establecen que durante el próximo milenio puede haber otras dos colisiones similares a la de Tunguska. Esta estimación es la más pesimista de las dos que manejan, mientras que en la más optimista sólo se produciría un impacto al cabo de 10 000 años. En cualquier caso, Zlobin y otros investigadores rusos han puesto sobre la mesa estas conclusiones para avalar una advertencia que numerosos científicos vienen realizando desde hace muchos años: el peligro de impacto de un cometa o un asteroide con la Tierra es real. Las estimaciones de periodicidad que establecen intervalos de centenares o miles de años para un suceso como el de Tunguska, o de millones de años para catástrofes planetarias como las de las extinciones masivas, no garantizan que no se vaya a producir una de ellas en breve: puede ocurrir en cualquier momento. Al margen de su naturaleza, el cuerpo celeste que cayó en 1908 en Tunguska ha supuesto para la ciencia el último ejemplo de las colisiones que periódicamente sacuden la Tierra y que forman parte de la historia del Sistema Solar. Como parte de una civilización vivimos un tanto ajenos a la realidad cósmica, que alberga toda la belleza de las noches estrelladas, pero también un implacable bombardeo meteorítico del que nuestro planeta mantiene numerosos vestigios a pesar de que la mayoría de ellos están ocultos a la vista gracias a la vegetación, los océanos y la acción de la atmósfera. Aun así, resulta sorprendente que a lo largo de la historia le hayamos prestado tan poca atención a este tipo de colisiones teniendo casi todas las noches, frente a nosotros, la evidencia palpable de que somos blanco de los proyectiles potenciales que forman cometas y asteroides, la basura del Sistema Solar: la Luna, llena de cráteres, nos recuerda casi diariamente ese bombardeo. En ella no hay atmósfera, y las huellas de impactos permanecen visibles desde hace miles de millones de años. Sobre la Tierra, un ser vivo que muda su piel y cicatriza sus heridas, existen pocas huellas intactas. La más espectacular es el Meteor Crater de Arizona, también conocido como cráter Barringer. Hasta hace muy poco se creía que tuvo un origen volcánico, pero actualmente se considera demostrada su naturaleza meteorítica. Al hallarse en un área desértica del estado norteamericano de Arizona, el Meteor Crater pervive desnudo desde hace unos 50 000 años, tiempo en el que se data su formación a causa del impacto de un asteroide con un tamaño no muy diferente al que cayó en 1908 sobre Tunguska. La principal diferencia entre ambos es que el de Arizona muestra el cráter perfectamente visible y en Tunguska no se ha encontrado, quizá porque el primero fue formado por un asteroide con elementos metálicos y el segundo por un cometa, en el que el hielo era lo más abundante y se desintegró durante la brutal explosión. Aunque a principios del siglo XX Daniel Barringer relacionó el Meteor Crater de Arizona con la abundante presencia de hierro en sus alrededores, la confirmación de su origen cósmico se debe a Eugene Shoemaker, fallecido en 1997, quien junto a su esposa, Carolyn, formó un equipo científico pionero en el estudio de los cometas y asteroides y sus impactos sobre la Tierra. Shoemaker descubrió conjuntamente con David H. Levy el cometa Shoemaker-Levy, que en julio de 1994 entró en colisión con Júpiter a la luz de los telescopios terrestres, en un acontecimiento astronómico que sirvió para obtener excelentes resultados científicos y mostrar a la humanidad la accidentada naturaleza del Sistema Solar. Si uno de los fragmentos mayores del cometa Shoemaker-Levy hubiese caído sobre la Tierra, con un tamaño de dos kilómetros habría bastado para desencadenar una catástrofe a escala planetaria, con consecuencias devastadoras. Impactos como los de Tunguska y el Meteor Crater, causados por objetos de 50 a 200 metros de diámetro, ocurren en intervalos de varios siglos, mientras que los de asteroides o cometas de varios kilómetros pueden darse cada medio millón de años o cada varios millones. Analizado así, la cuestión no resulta preocupante, pero los Shoemaker nunca se han cansado de advertir, junto a otros muchos investigadores, que el peligro es latente y puede transformarse en real sin previo aviso. La próxima amenaza, sin embargo, tiene fecha: el 14 de agosto de 2126, el cometa Swift-Tuttle se acercará de forma peligrosa a la Tierra, tanto que algunos científicos creen que la probabilidad de una colisión es de una entre 10 000. CAPÍTULO IV

Megacriometeoros: misterios de hielo

La Tierra es un lugar encantador y más o menos plácido. Las cosas cambian, pero lentamente. Podemos vivir toda una vida y no presenciar personalmente desastres naturales de violencia superior a una simple tormenta. Y de este modo nos volvemos relajados, complacientes, tranquilos. Pero en la historia de la naturaleza los hechos hablan por sí solos. Ha habido mundos devastados. Incluso nosotros, los hombres, hemos conseguido la dudosa distinción técnica de poder provocar nuestros propios desastres, tanto intencionados como inadvertidos. En los paisajes de otros planetas que han conservado las marcas del pasado, hay pruebas abundantes de grandes catástrofes. Todo depende de la escala temporal. Un acontecimiento que sería impensable en un centenar de años, puede que sea inevitable en un centenar de millones de años. Incluso en la Tierra, incluso en nuestro propio siglo, han ocurrido extraños acontecimientos naturales.

CARL SAGAN

Si los aviones ya hubiesen existido en 1829, algunos científicos con escasas ganas de investigar dispondrían de un argumento fácil para explicar lo ocurrido en España durante el mes de enero del año 2000. La misteriosa caída de bloques de hielo de origen desconocido mantiene abierto el debate entre los expertos, pero la investigación ya ha permitido descartar, en los casos autentificados, que procedan del excusado de aeronaves. En otras ocasiones, los desechos de algunos aviones se han precipitado accidentalmente sobre las ciudades después de solidificarse por el frío, pero esta vez el análisis químico revela una composición diferente a la que podría esperarse en tal caso. Exquisita paradoja para la ciencia confundir un aerolito con semejante bolo de desperdicios; sin embargo, aunque pudiese haber sucedido en pleno año 2000, ello jamás explicaría el origen del bloque de hielo que cayó en 1829 en la ciudad de Córdoba, ni los demás casos ocurridos durante el siglo XIX. Entonces no disponíamos de artilugios que surcan el aire para echarles la culpa de nuestra ignorancia. La caída de bloques de hielo, pese al revuelo que originó en España, no es un fenómeno nuevo. Ha ocurrido decenas de veces en numerosos lugares del mundo y, en ocasiones, con espesores superiores a un metro. Amén de descartar su relación con los aviones, las investigaciones efectuadas sobre los bloques caídos en España no amparan tampoco un presumible origen cósmico —como restos cometarios, por ejemplo— y perfilan, en cambio, un fenómeno atribuible a causas atmosféricas y meteorológicas extraordinariamente singulares, en las que parece intervenir la influencia del aumento de aerosoles como consecuencia de la creciente contaminación. La oleada de «aerolitos» en España comenzó el día 8 de enero de 2000 con la caída de un bloque de hielo en la población de Tocina (Sevilla), donde causó notables destrozos en el vehículo de un ciudadano que no podía dar crédito a lo que acababa de ocurrirle. Días después, cuando los científicos no habían hecho más que recoger el extraño objeto helado de Tocina, se produjo una verdadera lluvia de bloques de hielo, con casos como los de L’Alcúdia (Valencia) y Xilxes (Castellón). A partir de aquí, la expectación popular generada por estos sucesos y varios artículos sensacionalistas convirtieron un extraño fenómeno natural en catarsis colectiva; los «aerolitos» se recogían diariamente y los testigos presenciales los entregaban a la policía o los llevaban a los observatorios meteorológicos. Se contaron más de 50 casos, pero mientras se almacenaba la segunda docena resultó evidente que la mayoría eran falsos. La excepcional atención prestada por la sociedad al fenómeno, con el consiguiente reflejo en los medios de información, obligó a algunos expertos a pronunciarse sobre el posible origen sin disponer todavía de resultados científicos. La fiebre de los «aerolitos» tiene notables paralelismos con otros episodios relacionados con el espacio. Cuando en 1877 Giovanni Virginio Schiaparelli habló de los canali que observó sobre Marte, la traducción del término en Estados Unidos fue entendida con un matiz de artificialidad que, rápidamente, enarboló la concepción de una civilización marciana creadora de tales ingenios para transportar agua. En España, el uso de la palabra aerolito para referirse a los bloques de hielo también determinó, de forma inexorable, la suerte del fenómeno, puesto que se dio por sentado el origen extraterrestre de los objetos recogidos. Dado que los aerolitos son la clase más común de meteoritos, el término utilizado descartaba implícitamente su posible origen terrestre y, a los oídos de la gente, establecía su procedencia del espacio exterior, con el lógico revuelo. Incluso uno de los diarios más prudentes con este tipo de cuestiones se vio abocado a destacar en su primera página la excepcionalidad del fenómeno, aunque de la lectura de la información no podía deducirse con claridad si la noticia era la caída de los bloques de hielo o la forma en que respondió la sociedad. Al final, cuando los últimos casos claramente falsos ya habían generalizado las risas entre la multitud, la fiebre de los «aerolitos» remitió y el asunto desapareció de las primeras páginas en medio de una convicción general de fraude. Fue como décadas atrás, durante las oleadas de avistamiento de objetos volantes no identificados: después del primer caso se incrementa de forma espectacular el número de testigos que asegura haberlos visto y, finalmente, cuando el asunto deriva en abducciones y otras fantasías la gente le resta credibilidad y se olvida de ellos. En el fenómeno de los bloques de hielo hay, sin embargo, una palpable diferencia: existen y están ahí, depositados en el laboratorio bajo la atenta mirada de los científicos. Ciertamente, de los más de 50 casos contados, la mayoría fueron fraudulentos, pero nueve están autentificados de forma científica y la investigación ha dado sus frutos aunque la gente se haya olvidado de ellos. Y quizá, a pesar de que la fiebre popular desapareciera, nos encontremos ante un interesante fenómeno por sus implicaciones con los efectos de la actividad humana sobre la naturaleza. Si bien es cierto que el tema sigue abierto, los análisis efectuados por un equipo científico español multidisciplinar apuntan hacia la formación de los bloques de hielo en la alta atmósfera y no en el espacio exterior. Nos encontraríamos, por tanto, ante un fenómeno atmosférico pero no cósmico, porque no se trataría de mini cometas ni de aerolitos. Esta distinción es muy importante, porque conviene aclarar que los aerolitos son meteoritos de tipo pétreo, los más habituales, y su naturaleza es rocosa con pequeñas partes de metal, por lo que se trata de algo radicalmente diferente al hielo casi puro que cayó sobre España en enero del año 2000. Resulta, pues, sorprendente que desde el primer momento, sin atender la advertencia de los científicos, se usara la palabra aerolito pese a que los objetos que estaban a la vista de todo el mundo eran cualquier cosa menos eso. Los bloques de hielo autentificados se hallan bajo la tutela del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que encomendó el estudio de las piezas a un equipo encabezado por el geólogo Jesús Martínez-Frías. Los estudios realizados desde el episodio del año 2000, así como los ejemplares caídos con posterioridad, han permitido sacar algunas conclusiones y bautizar a estas misteriosas bolas congeladas con un nombre consensuado por la ciencia: megacriometeoros. En su mayor parte se trata de trozos que pesan aproximadamente un kilo y cuya composición básica es hielo, sin presencia destacada de otros materiales. Esta circunstancia no concuerda con la composición de fragmentos cometarios, en los que el hielo no es puro, sino que está acompañado de polvo y otros elementos. Por otra parte, las condiciones en las que se han producido los casos auténticos son muy diferentes a las habituales durante la caída de meteoritos, sea cual sea su tipo. Sin duda alguna, en el supuesto de que hubieran procedido del espacio, bloques del tamaño de los recogidos habrían producido una espectacular estela incandescente al entrar en la atmósfera. Es necesario observar que si los bloques fueran restos de cometas, el cuerpo principal debía ser todavía mayor, por lo que su impacto en las altas capas de la atmósfera tendría que haber originado un bólido visible, incluso, a pleno día. Los bólidos, de acuerdo con el concepto astronómico, son las bolas de fuego que producen los meteoros al atravesar la atmósfera, ya que la fricción con el aire produce altísimas temperaturas que, generalmente, acaban por desintegrarlo. Para que se produzca un bólido basta un meteoro del tamaño de una pelota, por lo que los bloques de hielo, de haber sido de origen extraterrestre, no sólo deberían haber entrado en la atmósfera como ardientes bolas, sino que tampoco habrían alcanzado la superficie a causa del calor, que los habría derretido. Las investigaciones apuntan a una condensación de vapor de agua en la alta atmósfera. Nos encontraríamos ante un proceso de formación de pedrisco de enorme tamaño, pero merced a un mecanismo distinto al que forma el granizo durante las tormentas a causa de la convección, ya que en la inmensa mayoría de los casos de megacriometeoros auténticos, lejos de un escenario tormentoso o turbulento, reinaba la estabilidad atmosférica y no había centros de bajas presiones en las proximidades. Asimismo, el estudio de las condiciones en que se desarrolló el fenómeno apunta a anomalías como un enfriamiento de la estratosfera y un descenso del nivel de la tropopausa, el límite que separa la troposfera de la estratosfera. De acuerdo con los informes elaborados por la NASA, en los últimos años se ha producido un notable enfriamiento en la estratosfera, en contraste con el paulatino calentamiento de la baja atmósfera. Las nuevas condiciones estratosféricas podrían estar favoreciendo procesos naturales como el de la formación inusual de grandes bloques de hielo. El grupo español también está teniendo en cuenta en sus análisis los mapas de la NASA sobre distribución de ozono, que muestran la existencia el día 5 de enero de 2000 de un débil chorro de ozono sobre las zonas de España en las que se produjo la caída de bloques de hielo. La oleada de megacriometeoros que se produjo en España en enero de 2000 no es un hecho aislado. La lista de precedentes a lo largo de la historia es amplísima. Además del caso ya mencionado de Córdoba en 1829 —el primero conocido en España—, entre los más destacados figura el de China en 1995, que excavó un cráter de un metro. En Manchester (Inglaterra) se recogió en abril de 1973 un bloque de hielo con un peso de dos kilos, y hay todo un rosario de ejemplos desde el siglo XVIII hasta la actualidad, de los que los más importantes son los siguientes: Seringapatam (India), a finales de 1700; Ord (Escocia), en 1849; New Hampshire (Estados Unidos), en 1851; Dumbarton (Escocia), en 1951; Kempton (Alemania), en 1951; Utah (Estados Unidos), en 1965; Hartford (Estados Unidos), en 1985; West Yorkshire (Inglaterra), en 1991, y Salihli (Turquía), en 1992. Asimismo, desde el año 2000 se han contabilizado más de 50 casos autentificados en todo el mundo, incluyendo los del famoso episodio de España. En todos ellos, se apunta como mecanismos más probables de formación las alteraciones en la tropopausa y el proceso de enfriamiento en la estratosfera, quedando descartada su procedencia de inodoros de aviones, ya que en éstos existen componentes químicos que no aparecen en el análisis de los megacriometeoros. La hipótesis de que alguno de ellos pueda haberse desprendido del fuselaje y no del inodoro de algún avión tampoco parece lógica, puesto que en ningún caso podría explicar los precedentes del siglo XIX, ya que en aquellos tiempos sólo volaban las aves. CAPÍTULO V

La paradoja de la oscuridad del cielo

No hay falacia astronómica más insostenible, y ninguna ha sido apoyada con más pertinacia, que la de la absoluta ilimitación del universo astral. Las razones que sustentan la limitación me parecen a priori irrefutables; pero, para no hablar más de éstas, la observación nos asegura que hay en numerosas direcciones a nuestro alrededor, si no en todas, un límite positivo, o por lo menos no tenemos base alguna para pensar de otra manera. Si la sucesión de estrellas fuera infinita, el fondo del cielo nos presentaría una luminosidad uniforme, como la desplegada por la galaxia, pues no podría haber en todo ese fondo ningún punto en el cual no existiera una estrella.

EDGAR ALLAN POE

El hombre pregunta a las estrellas si el Universo es eterno e infinito y el cielo le responde cada noche. Hasta hace pocas décadas hemos ignorado, sin embargo, esa revelación que nos ofrece el firmamento diariamente, tal vez porque de forma involuntaria la humanidad ha preferido eludir las pruebas que le aporta la observación de los cielos acerca de su lugar en el Cosmos. En el debate cosmológico actual encontramos conceptos complejos y relativamente nuevos como los de los agujeros negros, los cuásares y la materia oscura (tema que se aborda en el capítulo XV y no debe confundirse con el de la oscuridad del cielo que se analiza aquí), pero el camino para entender algunas claves fundamentales del Universo no pasa de forma necesaria por ellos, sino que puede encontrarse cualquier noche al contemplar las estrellas. La ciencia ha tardado más de la cuenta en desterrar la idea de un universo inmutable. La evidencia de que no somos parte de la eternidad se les pasó por alto a genios tan grandes como Newton a pesar de que la tenían ante sus propios ojos. A veces, algo tan práctico como observar la naturaleza resulta mucho más eficaz que las teorías revolucionarias, y a la hora de encontrar una explicación a los dilemas universales, algunos profanos supieron hacerlo mejor que las principales autoridades científicas. Ése es el caso de Edgar Allan Poe, quien en 1847 supo deducir acertadamente las causas por las cuales el cielo nocturno es oscuro. Aunque preguntarse sobre la oscuridad del firmamento puede parecerle una obviedad a mucha gente, en realidad ésta es una de las grandes cuestiones debatidas por la ciencia en los últimos tres siglos, y sólo hace unas cuantas décadas que obtuvimos respuestas. El enigma, al que se denomina Paradoja de Olbers, en honor al científico alemán Heinrich Olbers, se resume en la contradicción entre la oscuridad del cielo y un universo infinito. Si realmente, como la ciencia admitía antes, el Universo fuera así, el cielo debería permanecer totalmente iluminado, y si mirásemos en cualquier dirección, poblado de estrellas. En cambio, como puede observarse cualquier madrugada, el firmamento es negro en los espacios que separan las estrellas visibles. Olbers analizó la cuestión en 1823 con el mayor énfasis, aunque no fue en absoluto el primero en estudiarla, ni tampoco logró descifrar el enigma. Antes que él y que Edgar Allan Poe, varios astrónomos se preguntaron por este misterio, entre ellos Johannes Kepler y Edmund Halley, descubridor del famoso cometa que fue bautizado con su nombre. Kepler, autor de las leyes fundamentales sobre los movimientos planetarios, llegó a suponer que el fenómeno obedecía a que el Universo era finito e imaginó que estaba rodeado, más allá de las estrellas, por un muro oscuro. Sin embargo, formalmente se considera que Jean Philippe Loys de Chesaux fue el primero en plantear la paradoja de forma correcta y exhaustiva, aunque no en resolverla, en el año 1744. Descubridor de varios cometas y jovencísimo astrónomo pionero en Suiza, su país natal, De Chesaux esbozó durante el siglo XVIII sus teorías sobre la oscuridad celeste en un libro con sus observaciones astronómicas que publicó siete años antes de su muerte, ocurrida en 1751 cuando sólo contaba 33 años. Para él, el Universo era infinito y estaba lleno de estrellas, pero sólo recibíamos la luz de una parte de ellas porque la energía de las más distantes se diluía en el espacio. Casi un siglo después, Heinrich Olbers, oftalmólogo alemán y destacado astrónomo aficionado, abordó de lleno el problema. Había descubierto varios cometas, así como Pallas y Vesta —dos de los asteroides más grandes— en 1802 y 1807, respectivamente, lo que le granjeó una gran fama en una época en la que la búsqueda de asteroides se convirtió en una labor casi policial. En 1823 publicó sus conclusiones, que sintetizó en la teoría de que la materia interestelar, como las nebulosas de polvo y gas, impedía la visión de las estrellas al absorber su energía. Sin embargo, como De Chesaux, Olbers creía en un universo sin límites. La paradoja no recibió el nombre de Olbers hasta el siglo XX, cuando en los años 50 la bautizó así el cosmólogo Hermann Bondi, británico de origen austríaco y coautor, junto a Fred Hoyle y Thomas Gold, de la Teoría del Estado Estacionario, un modelo cosmológico rival de la Teoría del Big Bang que, a diferencia de ésta, postula un universo igual en cada lugar e instante y en el que la materia nace continuamente. Bondi, tras asentar la denominación del enigma como Paradoja de Olbers, le aportó sus propias teorías, basadas en la debilitación de la luz de las estrellas más lejanas como consecuencia del desplazamiento espectral hacia el rojo para explicar la oscuridad del cielo. Pero antes de ello ningún científico había sabido sintetizar las claves del enigma como lo hizo Edgar Allan Poe en 1847. Su propia fama como escritor de ficción eclipsó sus contribuciones astronómicas, que permiten hablar de él como un visionario del siglo XIX. Muchas de sus ideas, aunque no eran sino reflexiones personales de un gran erudito, se confirmaron científicamente en su esencia con el paso de las décadas, y si Poe hubiese sido astrónomo profesional, la ciencia le habría reconocido el prestigio que merecía por lo avanzado de su pensamiento. Edgar Allan Poe plasmó sus conocimientos astronómicos en un ensayo titulado Eureka, en el que con una gran clarividencia se atrevió a afirmar sin temor, en pleno siglo XIX, que la explicación de la oscuridad del cielo nocturno se debía a que el Universo no es infinito. Eureka está repleto de pasajes revolucionarios para la astronomía del siglo XIX, pero estas contribuciones del famoso escritor han pasado prácticamente desapercibidas, en parte porque Poe destacó de forma extraordinaria por las narraciones de sus otros libros y en parte, también, porque los libros de astronomía, salvo contadas excepciones, no han hecho referencias sobre él. Afirma Edgar Allan Poe que «la única manera de comprender los vacíos que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones sería suponiendo tan inmensa la distancia entre el fondo invisible y nosotros, que ningún rayo de éste hubiera podido alcanzarnos todavía». Apasionado por la astronomía y el Cosmos, el escritor estaba convencido de que el Universo es finito, pero lo importante es que supo entender claramente la relación entre las distancias cósmicas y el tiempo necesario para que la luz de los astros llegue hasta nosotros. La cita escogida para este inicio de capítulo no tiene desperdicio, sobre todo si se tiene en cuenta que fue escrita por Poe a mediados del siglo XIX: «No hay falacia astronómica más insostenible, y ninguna ha sido apoyada con más pertinacia, que la de la absoluta ilimitación del universo astral. Las razones que sustentan la limitación me parecen a priori irrefutables; pero, para no hablar más de éstas, la observación nos asegura que hay en numerosas direcciones a nuestro alrededor, si no en todas, un límite positivo, o por lo menos no tenemos base alguna para pensar de otra manera. Si la sucesión de estrellas fuera infinita, el fondo del cielo nos presentaría una luminosidad uniforme, como la desplegada por la galaxia, pues no podría haber en todo ese fondo ningún punto en el cual no existiera una estrella». Una visión excesivamente sintética de las reflexiones del famoso narrador permitiría pensar que sólo se trataba de las imaginaciones de un profano, pero Eureka está lleno de teorías que concuerdan mucho más con la cosmología actual que con las creencias universales vigentes en el siglo XIX. Así, uno de los pasajes más impresionantes del ensayo es el que Poe utiliza para hablar de la Vía Láctea y las «mal llamadas nebulosas», en referencia a las demás galaxias observables por los telescopios. Aunque Immanuel Kant ya había postulado en 1755 que las demás nebulosas eran «universos-islas», faltaba casi un siglo para que las observaciones de Edwin Powell Hubble permitieran demostrar, de forma definitiva, la existencia de un universo en expansión repleto de galaxias más allá de la Vía Láctea. El universo en expansión de Hubble, que dio lugar más tarde a la teoría del Big Bang y asentó la construcción del modelo cosmológico mayoritariamente aceptado en la actualidad, sirvió también para aclarar el enigma de la oscuridad del cielo con el paso de las décadas. El Big Bang y las pruebas de que el Universo se expande en todas direcciones revelan que tuvo un principio y dan respuesta a la Paradoja de Olbers. Lo que nosotros vemos al mirar el firmamento nocturno es el pasado del Universo, reciente en unas zonas y remoto en otras: la luz de la Luna, a casi 300 000 kilómetros por segundo, tarda más de un segundo en llegar a la Tierra; la del Sol, unos ocho minutos; la de Alfa Centauri, el sistema estelar más próximo, 4,3 años; la de la galaxia de Andrómeda, 2,5 millones de años, y la de las galaxias más lejanas que se conocen, más de 13 000 millones de años. Por tanto, el hombre observa los astros como eran en el momento en que la luz partió de ellos, y así, podemos considerar actual la imagen de astros tan cercanos como el Sol, la Luna y los planetas, pero no la de las estrellas y galaxias más distantes. Las claves de Hubble constituyen la mejor respuesta a la Paradoja de Olbers: vemos oscuro y medio vacío el firmamento porque hubo un principio cósmico, y aun en el supuesto de que existiesen las estrellas y galaxias necesarias para llenarlo, no ha habido tiempo suficiente para que la luz llegue hasta nosotros. En esos negros huecos interestelares que observamos cada noche pueden haberse formado galaxias y estrellas en un tiempo más reciente, pero no las vemos porque la luz, a 300 000 kilómetros por segundo, necesita miles o millones de años para recorrer la distancia. No sabemos qué ha ocurrido allí porque la luz aún no ha recorrido el camino hasta nosotros. CAPÍTULO VI

La Estrella de Belén

Siendo evidente que dos verdades no pueden contradecirse, el deber de los intérpretes sagaces consiste en esforzarse en demostrar que los verdaderos significados de los textos sagrados concuerdan con las conclusiones naturales, tan pronto como su certeza sea demostrada por el testimonio manifiesto de los sentidos o irrefutables comprobaciones. Diré más: las Escrituras, aunque inspiradas por el Espíritu Santo, admiten en muchos pasajes interpretaciones distantes en su sentido literal, y no pudiendo nosotros mismos asegurar con absoluta certeza que todos sus intérpretes hablen bajo inspiración divina, yo estimaría prudente no permitir a nadie la cita de sentencias de la Escritura y obligar, de algún modo, a sus intérpretes a no garantizar la veracidad de tal conclusión natural, respecto a la cual podría ocurrir que nuestros sentidos o demostraciones inequívocas vinieran a demostrarnos un día todo lo contrario.

GALILEO GALILEI

He aquí un gran desafío para astrónomos e historiadores. Transcurridos dos milenios desde el nacimiento de Jesús, aún no hemos podido averiguar qué fue la Estrella de Belén, aquel «portento celeste» —así lo definió Johannes Kepler— que guió a los Reyes Magos hasta el nuevo rey de los judíos. A lo largo de los últimos 2 000 años, los eruditos han intentado averiguar la verdadera naturaleza del majestuoso acontecimiento astronómico que alumbró una nueva era para nuestra civilización, pero ni siquiera de un episodio fundamental de la historia como la natividad de Jesús ha llegado hasta nosotros la información necesaria. Aunque esto pueda sorprender a muchos, se desconoce la fecha exacta de tan trascendental nacimiento, que nadie pareció encargarse de datar con la suficiente precisión. La actual celebración de la Navidad el día 25 de diciembre no se corresponde con la verdadera fecha en la que nació Jesús, puesto que fue introducida en el siglo IV d. J.C. por el papa Julio I tras la caída de Roma, con el fin de acabar con las tradiciones paganas que desde hacía siglos se celebraban en esa misma época del año, muy próxima al solsticio de invierno. La incertidumbre acerca de la fecha exacta del nacimiento de Jesús ha impedido determinar la naturaleza de la Estrella de Belén, aunque poco a poco sí que se ha podido ir reduciendo el abanico de opciones posibles, lo que ha permitido, a su vez, descartar numerosos fenómenos celestes que se barajaban en otras hipótesis. Entre todas las teorías, la de una conjunción planetaria y la aparición de una nova se han asentado como las más firmes candidatas para explicar el origen de la Estrella de Belén, aunque lamentablemente su base científica es frágil, puesto que, como el resto de las opciones, se basa en numerosas suposiciones y deducciones sobre fechas y hechos históricos de los que no albergamos todos los testimonios necesarios. Los documentos en los que aparecen referencias acerca de la Estrella de Belén son escasos. En la Biblia sólo el apóstol san Mateo habla sobre ella cuando describe los acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesucristo, y las alusiones son tan escasas que apenas ocupan varios versículos. En los pasajes sobre la «Adoración de los magos», el Evangelio de San Mateo narra que «nació Jesús en Belén de Judá. Y unos magos venidos de tierras de oriente llegaron a Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?, pues vimos su estrella en el oriente y venimos a adorarle”». Varios versículos después, Mateo afirma que «Herodes, llamando secretamente a los magos, se informó de ellos sobre el tiempo de la aparición de la estrella», y añade que los magos «después de escuchar al rey partieron. Y la estrella que vieron en el oriente les precedía, hasta que tras llegar a donde estaba el niño se detuvo. Al ver la estrella se llenaron de inmenso gozo». Estos pasajes constituyen las principales referencias bíblicas acerca de la Estrella de Belén. Cualquiera puede comprobar que cada una de las biblias traducidas al castellano aporta sus propios matices a la interpretación de los versículos, de forma que, por ejemplo, en donde aparece escrito «gozo», en otra dice «alegría». Resulta difícil saber, incluso, si cuando los «magos venidos de tierras de oriente» afirman haber visto «la estrella en el oriente» se refieren a que la observaron en el lugar del que partieron o aludían, en cambio, a que la veían en el cielo oriental desde la perspectiva en la que se encontraban. No se trata de un problema de la transcripción al castellano únicamente, ya que esto ocurre con cualquier traducción moderna a otro idioma, sino que en realidad ya existen dudas sobre los propios matices que pudo introducir san Mateo respecto a los textos originales que usó para el suyo, y es que una de las grandes incógnitas de la Estrella de Belén reside en el hecho de que sólo él hiciera referencias sobre ella, mientras que en los demás evangelios no aparece ninguna. Pero la clave del problema está en el siglo VI d. J.C., cuando se abandonó el calendario romano y se adoptó el cristiano merced a las directrices del papa Juan I, que encomendó al monje Dionisio el Exiguo que elaborara el nuevo calendario, y éste decidió basarlo en el nacimiento de Jesús. Dionisio el Exiguo es considerado por los historiadores como uno de los mayores sabios de aquella época, pero se sabe actualmente con certeza que cometió varios errores en sus cálculos sobre las fechas, aunque ni siquiera los expertos saben con exactitud todos los fallos que tuvo, a excepción de los más importantes. Lo que ha ocurrido es que, al comprobarse que hay varios errores importantes en la cadena cronológica, cualquier fecha carece de los necesarios fundamentos para considerarla totalmente fiable. El más garrafal de esos errores fue, sin duda, que pasó por alto el año cero, es decir, que saltó del año 1 a. J.C. al 1 d. J.C., pero también existen notables dudas acerca de sus apreciaciones acerca de la fecha de la muerte del rey Herodes, que es muy importante para datar la del nacimiento de Jesús. Estos errores y otras imprecisiones han trasladado hasta la actualidad un calendario que, pese a arrancar con el nacimiento de Jesús, no coincide verdaderamente con él. Pese a estos fallos, el nuevo calendario de Dionisio el Exiguo fue asimilado siglo tras siglo hasta nuestros días por la Iglesia, de forma que las posibilidades de ajustar la fecha real de la Navidad se fue perdiendo de forma definitiva en el tiempo. Si supiéramos con precisión cuándo nació Jesús, el enigma estaría probablemente resuelto, incluso con un margen de error de un año, porque se conocen muchos de los acontecimientos astronómicos ocurridos entonces. El problema está en saber cuál de ellos fue en realidad la Estrella de Belén. Sin embargo, hechas las oportunas correcciones al calendario de Dionisio, unos estudiosos establecen el año 5 a. J.C. como fecha real del nacimiento, otros hablan del 2 a. J.C. y muchos otros postulan teorías alternativas que van desde el año 12 a. J.C. hasta el 1 d. J.C. Conociendo cuál de ellas es la verdadera, los astrónomos podrían dar una respuesta casi inmediata al origen de la Estrella de Belén, pero dada la falta de acuerdo, lo que se ha hecho es descartar aquellos fenómenos u objetos celestes que no se ajustan al abanico de fechas posibles. Dentro de este esquema, es evidente que uno de los fenómenos más significativos fue una conjunción planetaria protagonizada por Júpiter y Saturno, que unos autores datan en el año 2 a. J.C. y otros en el 7 a. J.C. El científico Mark Kidger, de la Agencia Espacial Europea (ESA), uno de los expertos que ha estudiado más a fondo la cuestión, cree que la opción más probable para la Estrella de Belén es la nova aparecida en la constelación del Águila en el año 5 a. J.C. y de la que existen referencias de los astrónomos chinos de la época. Una nova es una estrella que, tras explotar, cobra un brillo repentino que la hace destacar en el cielo. Si bien no está aclarado si las crónicas chinas describen un cometa o una nova al referirse al astro aparecido en los cielos en el año 5 a. J.C., no cabe duda de que se trató de un fenómeno astronómico lo bastante llamativo para los sabios que observaban el firmamento. Asimismo, Kidger es uno de los investigadores que más tiempo ha dedicado al estudio de este capítulo de la historia de la astronomía, por lo que su tesis es una de las más sólidas. Otra de las hipótesis que se mantiene abierta es que fuera un cometa —no necesariamente el Halley—, a pesar de que la mayoría de los expertos actuales la descarte aduciendo que los astrónomos chinos no observaron ninguno en los años próximos a la natividad, a excepción de la posibilidad mencionada sobre el astro desconocido del año 5 a. J.C. Desechar la opción cometaria simplemente porque no existen testimonios de la antigua y sabia astronomía china es toda una forma de quitarse un problema de encima, porque como bien sabe cualquier astrónomo, los caprichos de la atmósfera se han encargado durante toda la historia de ocultar miles de espectáculos celestes a una parte de la humanidad y de mostrárselos de forma esplendorosa a otra. El retablo La adoración de los Reyes Magos, pintado en 1301 por Giotto, escenifica el portal de Belén atribuyendo a la estrella navideña la forma de un cometa. Respecto al Halley, ha sido un buen candidato a ser la Estrella de Belén durante siglos, pero los cálculos más aproximados sobre la fecha en que nació Cristo parecen descartarlo, porque el paso del cometa se produjo en el año 12 a. J.C., mientras que las estimaciones más recientes consideran esa fecha algo alejada del rango de opciones aceptadas, que se situaría entre los años 2 a. J.C. y 7 a. J.C. como máximo. El famoso cometa, como es conocido, visita la Tierra cada 75-76 años, en una órbita cuya periodicidad fue establecida por Edmund Halley en el siglo XVIII, cuando predijo su regreso para el año 1758. Aunque no vivió para comprobar la veracidad de sus predicciones, el cometa acudió a la cita en la fecha indicada, por lo que se le dio el nombre del científico que supo identificar al Halley como protagonista de numerosos pasos de cometas que estaban documentados históricamente, lo que le permitió comprender que, en realidad, era un mismo cometa que regresaba con un período de 75-76 años. En la actualidad se da por hecho que el cometa que fue observado en el año 12 a. J.C. fue el Halley, ya que coinciden los cálculos sobre su periodicidad con las referencias históricas que hablan de la presencia de un cometa en el cielo en esa fecha. Quizá sea cierto que, tras el refinamiento de los cálculos más actualizados, el año 12 a. J.C. esté algo lejos de la fecha real de la natividad, pero quizá no tanto si tenemos en cuenta la infinidad de incógnitas que envuelven las investigaciones sobre la Estrella de Belén. Por regla general, también se considera improbable que el astro que guió a los Reyes Magos fuera un bólido, es decir, un meteoro o estrella fugaz muy brillante. Algunas citas históricas, en cambio, concuerdan con el fenómeno luminiscente originado con un bólido, porque refieren que hubo un estallido de luz y que se esparcieron fragmentos. Si estas descripciones sólo fueron producto de la concepción poética del magno acontecimiento no habría nada de particular en ellas, pero el estallido y los trozos desprendidos coinciden plenamente con lo que podemos ver durante la caída de muchos bólidos, ya que el meteoro se convierte en una bola de fuego y se fragmenta a causa del extraordinario calor. No dejan de tener razón, no obstante, quienes subrayan que los «magos de oriente» debían ser expertos en cuestiones celestes y, por tanto, difícilmente habrían reparado en un bólido como señal divina. La actual concepción de los Reyes Magos asentada en Occidente nada tiene que ver con los personajes que buscaron a Jesús bajo las estrellas en los albores de la cristiandad, pero todo apunta a que se trataba de sacerdotes babilonios de gran erudición, aunque tampoco está descartada la posibilidad de que procedieran de Persia. En los innumerables estudios científicos sobre la Estrella de Belén es mayoritaria la tesis de que los magos decidieron viajar hacia Belén después de alguna señal en el cielo, y no que partieron de antemano y durante el camino observaron la estrella. Los versículos de san Mateo encajan con esta teoría, así como la creencia de que se trataba de verdaderos especialistas en astronomía. Aunque no sepamos de forma definitiva la respuesta al enigma de la Estrella de Belén, si este supuesto es correcto, la teoría de una conjunción planetaria especialmente llamativa cobra autoridad sobre el resto de los fenómenos celestes alternativos, porque, como se verá, es lógico pensar que los magos tomaron la decisión de viajar centenares o miles de kilómetros tras observar algo anormal en el cielo, pero no algún acontecimiento que, aunque espectacular, fuera conocido por su periodicidad. En este punto cabe recordar que el término griego mágos era usado para definir a los sacerdotes babilonios, que en aquella época figuraban entre los mejores astrónomos de las civilizaciones mediterráneas. Aunque la astronomía babilónica nunca llegó a brillar tanto como la griega, floreció extraordinariamente muchos siglos antes del nacimiento de Jesús y alcanzó los conocimientos suficientes para predecir eclipses. La sabiduría astronómica de los babilonios está reflejada en las tablillas que han llegado hasta nuestra época, y en ellas hay algo que destaca de forma palpable: la importancia que daban al comportamiento de los planetas o «estrellas errantes». La torre de Babilonia levantada en la época de Nabucodonosor es un monumento al Sol, la Luna y los cinco planetas conocidos entonces: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. No hay dudas de que el esplendor de la astronomía babilónica perseveró durante siglos, y ello nos lleva nuevamente a la teoría de que los magos siguieron a la Estrella de Belén en busca de Jesús a causa de algún acontecimiento excepcional en el cielo. Para sabios de una civilización con un importante culto a los cielos, ni siquiera las conjunciones de dos planetas debían de ser algo extraordinario, puesto que incluso en aquella época ya se habían efectuado numerosas observaciones de los extraños movimientos de las cinco «estrellas errantes» que eran los planetas conocidos, y que se desplazaban rápidamente en el firmamento sobre el fondo de «estrellas fijas». Sin embargo, sí que debe considerarse como un hecho excepcional, sobre todo para los astrónomos de hace dos milenios, una conjunción triple, que es lo que ocurrió en el año 7 a. J.C. con Júpiter y Saturno. Ambos planetas, en un fenómeno que sólo se produce de forma muy esporádica, entraron en conjunción tres veces seguidas aquel año, lo que sin duda no debió de pasar desapercibido. Quizá nos encontremos ante lo que los magos interpretaron como la señal inequívoca de que había nacido un nuevo rey, ya que en una época en la que astronomía y astrología eran una misma rama del saber orientada a interpretar los mensajes del cielo, Júpiter y Saturno se reunieron por tres veces en un mismo año. En 1604, durante una conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Ophiuchus, Johannes Kepler observó desde Praga la aparición entre ambos planetas de una supernova, que alcanzó un brillo similar al de Venus y fue visible durante un año. Actualmente sabemos que la explosión de aquella estrella dio origen a la radiofuente 3C 358, que está situada a unos 30 000 años luz del Sol y es considerada como la última supernova que se ha producido en la Vía Láctea. Por ello, Kepler fue el último y afortunado astrónomo en observar una supernova dentro de nuestra propia galaxia, ya que desde entonces no se ha podido observar ninguna más en la Vía Láctea y todas se han producido en otras galaxias. Lo importante, en cualquier caso, es que la supernova de 1604 llevó a Kepler a sumergirse en el estudio de la Estrella de Belén. Pensó que quizá un fenómeno como el que acababa de contemplar fue el hito astronómico que acompañó el nacimiento de Jesús, y para tratar de comprobarlo efectuó una ímproba labor de cálculo. Para Kepler, sin embargo, la clave de lo que habían visto sus ojos estaba en que la stella nova apareció en medio de Júpiter y Saturno, por lo que pensó que el nuevo astro se había formado a causa de la conjunción planetaria. Todo ello le llevó a esbozar su teoría de que la Estrella de Belén fue un fenómeno similar al ocurrido en 1604, y plasmó sus observaciones en su famoso libro titulado De stella nova. Evidentemente, Kepler estaba equivocado al creer que la supernova fue producto de la aproximación de Júpiter y Saturno, pero sus cálculos sobre las conjunciones planetarias anteriores fueron bastante certeros y le permitieron saber que en el año 7 a. J.C. tuvo lugar la conjunción triple entre ambos planetas. Desde Kepler hasta la actualidad, esta conjunción no ha dejado nunca de figurar entre las opciones favoritas de muchos expertos para aclarar el enigma de la Estrella de Belén. Pero hay otra conjunción planetaria que tiene tantos partidarios o más que ésa y que ha recibido importantes apoyos científicos. Se trata de la espectacular aproximación que protagonizaron Venus y Júpiter en el año 2 a. J.C., cuya rareza supera incluso al triple encuentro de Júpiter con Saturno. Efectivamente, en el año 2 a. J.C. Júpiter y Venus se acercaron tanto que para un observador terrestre debieron de forjar una increíble simbiosis planetaria, sumando sus brillos como si se tratara de un mismo objeto celeste. Después de la Luna, Venus es el astro más brillante que puede verse en el cielo y Júpiter le sigue a continuación. Al juntar su luz debieron de crear un extraordinario espectáculo celeste, superior incluso al de la triple conjunción de Júpiter y Saturno del año 7 a. J.C. Esta última, al ocurrir tres veces en un corto período, pudo ser interpretada como una señal del cielo, pero el encuentro de Júpiter y Venus, los dos planetas más brillantes, tuvo que causar un gran impacto. La conjunción Júpiter-Venus recibió un importante apoyo científico al ser confirmada por un equipo de astrónomos del Observatorio Naval de Washington, en Estados Unidos. Aunque este centro no es tan famoso como otros más modernos, pertenece a la constelación de observatorios norteamericanos que durante los siglos XIX y XX aportó descubrimientos decisivos para la astronomía, como el de las dos lunas de Marte, Fobos y Deimos, localizadas por Asaph Hall en 1877. Se trata, por tanto, de un observatorio reconocido mundialmente por sus contribuciones científicas, por lo que la teoría de que la Estrella de Belén fue una conjunción de Júpiter y Venus figura entre las más destacadas en la actualidad. En el año 2065, cuatro después del regreso previsto para el cometa Halley, se repetirá una conjunción Júpiter-Venus como la del año 2 a. J.C., y quizá los afortunados observadores que puedan presenciarla obtengan a través de sus ojos la respuesta al enigma de la Estrella de Belén. Realmente, aunque no sepamos si los Reyes Magos sucumbieron en el año 2 a. J.C. a la mágica luz de esta conjunción o al hipnótico triple encuentro de Júpiter y Saturno durante el año 7 a. J.C., no cabe duda de que el nacimiento de Jesucristo se produjo en una época colmada de belleza en el cielo. Además de ambas conjunciones, el Halley cruzó la bóveda celeste en el año 12 a. J.C., la nova registrada por los chinos irrumpió entre las estrellas el año 5 a. J.C., y en el año 6 a. J.C. Júpiter fue ocultado dos veces por la Luna. La principal conclusión que puede obtenerse después de un enigma que dura más de dos milenios es que, aunque muchos no hayan reparado en ello, cualquiera de las dos respuestas que busca la ciencia conducirá automáticamente a la otra. Si algún día se averigua la fecha exacta de la natividad, sabremos por fin qué fue la Estrella de Belén, y de forma recíproca, si alguien descifra qué astros guiaron a los Reyes Magos hasta Belén, podremos datar correctamente, por fin, cuándo nació Jesús. CAPÍTULO VII

El pálpito de la Luna

La Luna es nuestra compañera en el espacio. Viaja junto a nosotros alrededor del Sol y es el más próximo de todos los cuerpos astronómicos naturales. No es de extrañar que tendamos de manera instintiva a concederle importancia.

PATRICK MOORE

Hsi y Ho, dos astrólogos de la antigua China, no tuvieron tanta suerte como Albert Einstein. Su ignorancia les costó la vida a ambos por no predecir el eclipse total de Sol que se produjo en el año 2137 a. J.C., lo que causó las iras del emperador Tshung-Kong, que ordenó ejecutarlos. Cuatro milenios después, aunque su vida no estaba en juego, el padre de la Teoría de la Relatividad pasó por un decisivo trance con motivo del eclipse total de mayo de 1919, que sirvió para demostrar que eran acertadas sus predicciones sobre la curvatura del espacio (véase el capítulo II). Para Einstein, aquel eclipse fue la prueba de fuego de sus revolucionarias teorías, que abrieron el camino a la moderna cosmología. Y es que la Luna, ese plateado espejo que refleja nuestro mundo por las noches, le ha brindado a la ciencia la oportunidad de descifrar numerosos enigmas cada vez que oculta al Sol durante un eclipse. Si se analiza en detalle la historia podrá comprobarse que la Luna se ha convertido en una maravillosa herramienta para los astrónomos, que han sacado tanto partido científico de los eclipses como belleza han percibido sus afortunados observadores. La Luna es el astro más observado. En la Antigüedad y hasta mediados del siglo XX, los principales astrónomos y los grandes observatorios centraron en ella una parte de sus investigaciones de primera línea, pero lo cierto es que en la actualidad sólo algunos escasos grupos de científicos le prestan atención y el estudio de la compañera de la Tierra se considera ahora materia de trabajo para grupos de observadores aficionados. Los grandes telescopios refractores de los observatorios de París y Lick (Estados Unidos) contribuyeron a principios del siglo XX a cartografiar el hemisferio visible y, a partir de los años 60, las sondas espaciales se encargaron de aportar la información necesaria para completar el mapa lunar con los rasgos de la cara oculta. En 1969, la llegada del hombre a la Luna pareció culminar una etapa de las exploraciones y, así, prácticamente todo el mundo empezó a olvidarse de ella. ¿Alguien podía pensar que quedara algo por descubrir en ese polvoriento satélite de apariencia inerte? La respuesta llegó en 1996 gracias a la sonda Clementine de la NASA, cuyas fotografías dieron un inusitado vuelco a nuestra concepción lunar. La nave aportó pruebas de que en el cráter Aitken, que se halla en el polo sur de la Luna, existe hielo. Esto es, que en el lugar más árido que se conoce del Sistema Solar hay agua; todo un lavado de cara para quienes habían dado carpetazo a las investigaciones lunares. Para muchos científicos, el hallazgo supuso una cura de humildad, puesto que hasta ese momento era abrumadoramente mayoritaria la creencia de que en la Luna no existía ni rastro de agua. Por eso, el descubrimiento conseguido gracias a la Clementine figura entre las grandes sorpresas de la astronomía del último siglo. Por los resultados obtenidos, se cree que la bolsa de hielo encontrada en la Luna se formó gracias al impacto de algún cometa y está mezclada con el regolito —la gruesa capa de polvo que caracteriza la superficie lunar—, permaneciendo escondida en un rincón del cráter al que nunca llega la radiación solar. Se estima que tiene un espesor de más de 300 metros. Además de su enorme importancia científica, la presencia de agua en la Luna nos ha permitido confirmar que en el satélite de la Tierra, pese a lo que pueda parecer, quedan muchas cosas por descubrir. De hecho, la astronomía tiene pendiente allí otro de sus grandes enigmas, como es la naturaleza de los fenómenos transitorios lunares, que se denominan habitualmente con la abreviatura TLP, correspondiente a la descripción inglesa transient lunar phenomenon. Consisten en repentinos cambios de brillo en la superficie o en llamaradas, y se cree que están causados fundamentalmente por erupciones internas que se producen de forma esporádica, en especial en algunos cráteres, aunque hay astrónomos que dudan de su existencia. Sin embargo, se han producido los suficientes testimonios sobre los TLP como para dudar de ellos, aunque otra cuestión es la incertidumbre sobre el origen de los mismos. Además de las erupciones se ha citado también la posibilidad de que sean debidos a terremotos lunares, pero los resplandores más espectaculares observados en la Luna parecen haber sido causados por la colisión de meteoritos. En el verano del año 1178, varios monjes observaron desde la catedral de Canterbury un espectáculo increíble: la Luna, que estaba en fase creciente, comenzó a arder en su borde, que escupió varias llamaradas y chispas enormes. Con toda probabilidad vieron las nubes ígneas de polvo y roca desprendidas por el impacto de un gigantesco meteorito en la cara oculta, desde la que asomó el resplandor producido por la colisión. Esa noche, la Luna tenía pocos días de edad, es decir, que todavía no había llegado al cuarto creciente, y su imagen formaba la clásica estampa que la sabiduría popular ha bautizado como «cuernos de Luna». Se ha sugerido que el impacto de 1178 formó el cráter Giordano Bruno, pero no cabe duda de que la aparentemente mortecina quietud lunar se rompe de forma ocasional por sucesos como éste. El caso más famoso corresponde a los anónimos monjes de Canterbury, pero también encontramos entre los testigos a famosos astrónomos, como el mismísimo William Herschel, descubridor de Urano, que en 1783 creyó ver un repentino destello rojizo en el hemisferio no iluminado de la Luna. Los resplandores rojizos constituyen el aspecto más llamativo de la mayoría de las observaciones de este tipo de fenómenos. El interés por todos los fenómenos lunares transitorios aumentó espectacularmente en 1958 tras una sorprendente observación realizada por el astrónomo ruso Nicolai Kozyrev desde el observatorio de Crimea. La noche del 3 al 4 de noviembre de aquel año, cuando estudiaba la Luna, Kozyrev vio cómo surgía una nube rojiza del interior del cráter Alphonsus. Inicialmente, el científico pensó que se trataba de un problema visual debido a alguna turbulencia o perturbación atmosférica, pero al día siguiente, al revelar las fotografías tomadas la noche anterior, la erupción en el cráter Alphonsus apareció registrada en la película. El astrónomo ruso difundió la noticia entre los observatorios internacionales, en los que se produjo un gran revuelo y se despertó el interés de otros investigadores por el tema. Pero la realidad es que desde que en 1958 Kozyrev vio aquel extraño fogonazo en el cráter Alphonsus hasta hoy los TLP sólo se han visto muy esporádicamente, aunque ello no tiene nada de extraño, puesto que muy pocos científicos observan de forma sistemática la Luna en busca de ellos, y la mayoría de los centros astronómicos, como ya se ha mencionado, tienen otras prioridades en sus primeras líneas de investigación. Las profundidades del espacio, por su importancia para los conocimientos cosmológicos, son en la actualidad materia preferente para la mayoría de los astrónomos. Kozyrev estimó que su TLP en Alphonsus debió de ser un fenómeno de pequeña envergadura, pero quedó convencido de que era una prueba del papel del vulcanismo en los cráteres lunares. Una parte de ellos tiene su origen en la actividad volcánica y otra en los impactos de meteoritos. No hace falta remontarse hasta el año 1178 para buscar pruebas de esas colisiones, ya que la última data de noviembre de 1999, mes que muchos millones de personas recordarán por una hermosa e intensa lluvia de meteoros. Esta lluvia se conoce como la de las Leónidas, porque su radiante —el punto del que parece surgir la mayoría de ellas— se encuentra en la perspectiva de la constelación de Leo, y se produce todos los años durante la misma época, aunque lo normal es que sea muy débil en comparación con otras lluvias de estrellas famosas, como las Perseidas. Sin embargo, cada 33 años aproximadamente ocurre algo asombroso: las Leónidas se intensifican de forma extraordinaria y producen un maravilloso espectáculo al bombardear la atmósfera con miles de meteoros cada minuto; el cielo queda invadido por estelas luminiscentes, como ocurrió en 1966, cuando hubo más de 100 000 en media hora. El artífice del espectáculo de las Leónidas es el cometa Tempel-Tuttle, descubierto en 1865. La corriente de corpúsculos que este objeto celeste va dejando en el espacio al describir su órbita es atravesada todos los años por la Tierra en torno al 16-17 de noviembre, pero cada 33 años el cometa se adentra en la parte interior del Sistema Solar y alcanza su perihelio, lo que da lugar a extraordinarias tormentas de estrellas fugaces, como las que se observaron en 1966 y 1999. Este último año, además de los millones de personas de todo el mundo que presenciaron el mágico acontecimiento, miles de astrónomos hicieron caso de la acertada predicción de una lluvia importante de estrellas fugaces, que probablemente ha sido la mejor estudiada de la historia. Este calificativo se debe, entre otras razones, a que además de investigarse la lluvia meteórica en la Tierra, también se consiguieron, por primera vez, algunos documentos científicos de extraordinario valor sobre la incidencia de las Leónidas en la Luna. Merced a los escasos 384 000 kilómetros de distancia que separan la Tierra de la Luna, puede considerarse que ambas viajan juntas por el espacio y, por tanto, atraviesan al mismo tiempo las corrientes meteóricas que dejan el Tempel-Tuttle y otros cometas. Era evidente que el mes de noviembre de 1999 se presentaba como una magnífica ocasión para analizar la incidencia de las Leónidas en la Luna y, de esta forma, se logró detectar por primera vez los destellos luminosos causados por los impactos de fragmentos del Tempel- Tuttle sobre la superficie lunar. La observación fue realizada por un grupo internacional de científicos del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA), el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) y el centro hispano-alemán de Calar Alto (Almería), en colaboración con la Universidad de Monterrey (México), que publicaron su trabajo en la prestigiosa revista Nature. Tal como revelaron estos investigadores en sus conclusiones, a una velocidad del orden de los 260 000 kilómetros por hora, los meteoritos desprendidos del cometa Tempel-Tuttle abrieron en la Luna cráteres de impacto de cinco a 30 metros de diámetro. Uno de los datos clave que ha permitido confirmar esta observación es que los fragmentos cometarios caídos sobre la Luna no tenían tamaños importantes, ya que se estima su peso entre sólo 100 gramos y cinco kilos. Pese a ello, la Luna está indefensa al no tener atmósfera, por lo que cualquier meteorito produce un impacto sobre su superficie, algo que no ocurre en la Tierra, cuya atmósfera la protege de la mayoría de estos objetos. Por eso, los fragmentos del mismo tamaño que cayeron sobre nuestro planeta durante la lluvia de las Leónidas de 1999 no produjeron más que un magnífico espectáculo visual, mientras que en la Luna han dejado su violenta huella en forma de cráteres de hasta 30 metros de diámetro. Los científicos españoles han logrado observar por primera vez este tipo de impactos, pero además de la importancia científica de su trabajo nos han permitido rememorar algunos de los testimonios visuales históricos sobre este fenómeno, como el de los monjes de Canterbury en 1178. Los impactos meteoríticos en la Luna han sido durante décadas el principal argumento para explicar el enigma de las tectitas, unos misteriosos objetos oscuros de apenas varios centímetros de espesor y de aspecto cristalino que se encuentran repartidos por extensas zonas de la Tierra, aunque Australia tiene la mayor densidad. Hasta hace algunos años, muchos expertos creían que las tectitas llegaron hasta aquí después de haberse formado en los impactos meteoríticos ocurridos en la Luna, donde la velocidad de escape, merced a la baja gravedad, es de sólo 2,5 kilómetros por segundo, muy inferior a la de la Tierra. Las «salpicaduras» de esas colisiones habrían llegado al espacio en primer lugar y, posteriormente, hasta nuestro planeta. Sin embargo, la composición de las tectitas tiene poco que ver con la de los materiales típicos de la Luna, por lo que en la actualidad se considera casi descartada la teoría lunar de su origen. En cambio, las más recientes investigaciones parecen confirmar que las tectitas, aunque no son en absoluto meteoritos, se producen durante los impactos meteoríticos sobre la Tierra. La energía del impacto produjo estos materiales fundidos, que saltaron al espacio a causa de la colisión y posteriormente volvieron a caer, adquiriendo su aspecto cristalino al reentrar en la atmósfera. Las tectitas tienen formas diferentes, desde pequeñas esferas a objetos casi punzantes, y suelen ser de color verde o marrón oscuro, pero siempre con un matiz vidrioso que las caracteriza a todas. La profusión existente ha permitido encontrarlas en lugares tan diferentes como Estados Unidos, Moldavia e Indochina. Su antigüedad se estima en unos 65 millones de años, circunstancia sorprendente que coincide con la edad del presumible impacto de un asteroide o cometa del límite Cretácico-Terciario (véase el capítulo I). Se ha descubierto también en Haití una gruesa capa de tectitas que parece estar relacionada con los efectos de aquel colosal impacto, al que se atribuye la masiva extinción de especies ocurrida hace 65 millones de años. El papel desempeñado por las colisiones meteoríticas en la evolución de la Tierra y de la Luna no ha dejado de sorprender a los científicos desde hace dos décadas, pero la teoría más fascinante es la que ha obtenido una mayoritaria aceptación muy recientemente tras décadas de discusión. Se trata del origen de la Luna como consecuencia de una de las mayores catástrofes cósmicas ocurridas en el Sistema Solar, al chocar contra la Tierra un planetoide de varios miles de kilómetros de diámetro. Esa colisión debió de producirse hace unos 4 500 millones de años, poco después de la formación de la Tierra, y el planetoide intruso, mezclado con la enorme masa de materiales que arrancó del manto terrestre a causa del impacto, acabó transformándose en la Luna con el paso del tiempo. La coincidencia de la composición lunar con los materiales presentes en las capas exteriores de la Tierra concuerda con esta teoría, que es la mejor asentada en la actualidad acerca del nacimiento de la Luna. Antes de asentarse la teoría del impacto de un planetoide se creía que la Tierra y la Luna se formaron por separado y que, en un determinado momento de la evolución del Sistema Solar, nuestro planeta la capturó gravitatoriamente hasta que terminó convirtiéndose en su satélite. El influjo gravitatorio de la Tierra sobre la Luna ha hecho que ésta, al cabo de millones de años, siempre muestre un mismo hemisferio hacia nosotros, razón por la cual desde nuestra perspectiva nunca podemos observar la cara oculta. Pero la sincronización de la atracción gravitatoria de la Tierra con el movimiento lunar pudo producirse también después de que la Luna se formara por mecanismos diferentes a los de la captura. También hay una tercera teoría que sostiene que la Tierra y la Luna nacieron juntas de la nube primordial de la que se formaron los planetas durante la gestación del Sistema Solar. De hecho, en realidad nuestro mundo y su satélite natural, el único que se le conoce, forman un planeta doble. Son el equivalente planetario a las estrellas binarias, en las que dos soles forman parte de un mismo sistema estelar. Un supuesto observador de Venus vería un planeta doble y, al igual que el Lucero del Alba nos ofrece un sugestivo espectáculo cuando brilla poco antes de salir el Sol, desde allí la Tierra y la Luna brillarían juntas de tal forma que su imagen sería la más bella del cielo. Pero además de estar siempre envuelto por una densísima capa de nubes que oculta toda visión, Venus es un infierno en el que la temperatura ambiente se aproxima a los 500 grados, por lo que difícilmente habrá alguien allí para observar la hermosa conjunción planetaria que forman la Tierra y la Luna. Además de los enigmas de origen natural que rodean a la Luna, en las últimas décadas se ha hecho pública una serie de revelaciones en Estados Unidos que han confirmado que las grandes potencias mundiales han tenido en cuenta al satélite de la Tierra en sus planes bélicos. Causaron conmoción las declaraciones efectuadas en mayo del año 2000 a varios periódicos por el físico Leonard Reiffel, quien dio a conocer a la opinión pública que la Fuerza Aérea de Estados Unidos planeó en la década de los 50 lanzar una bomba atómica contra la Luna con el fin de demostrar su poderío militar. En una entrevista con el dominical británico The Observer, el científico hizo declaraciones como éstas: «Estaba claro que el principal objetivo de la explosión era proyectar una imagen de fuerza y mostrar nuestra superioridad militar. La Fuerza Aérea quería que se produjera una nube en forma de hongo —la clásica forma de las explosiones nucleares— lo suficientemente grande para que pudiera verse desde la Tierra». Aquel episodio frustrado se produjo en plena guerra fría, en una época en la que la extinta URSS llevaba la delantera a Estados Unidos en la carrera espacial. Según Reiffel, «lo ideal era que la explosión se produjera en el lado oculto de la Luna, y en teoría, si la bomba hubiese estallado en el polo lunar, el hongo atómico lo habría iluminado el Sol». Su relato fija en el año 1958 la petición que recibió de varios oficiales de la Fuerza Aérea para que hiciera un estudio, lo más rápido posible, acerca de la visibilidad y los efectos de una explosión nuclear en la Luna. Él advirtió que una iniciativa así supondría un precio muy caro para la ciencia, pero los militares sólo parecían interesados en el impacto social y los beneficios estratégicos para su país. Pese a que no reveló con exactitud las características del plan, Leonard Reiffel sí que explicó que llegó a confirmarse la viabilidad del proyecto, ya que los misiles existentes en esas fechas podrían haber alcanzado perfectamente la Luna con una precisión de unos tres kilómetros de margen sobre el punto elegido para la explosión. Al proyecto se le denominó A 119, y en sus entresijos aparece un nombre propio que causó un notable impacto en el mundo de la astronomía. Se trata de Carl Sagan, el famoso divulgador y explorador planetario fallecido en 1996, que llegó a trabajar conjuntamente con Reiffel después de que éste lo contratara en el centro de investigación ahora denominado Instituto de Investigaciones Tecnológicas de Illinois. Allí, Reiffel —según su propio relato— encomendó a Sagan que elaborara un modelo matemático sobre la expansión de un hongo atómico alrededor de la Luna, todo ello con el fin de averiguar si la explosión alcanzaría el tamaño necesario para que pudiera ser observada desde la Tierra. Resulta difícil juzgar las palabras de Reiffel sobre unos hechos tan lejanos para determinar con exactitud cuál fue el papel de Carl Sagan en aquel lamentable episodio de la ciencia que, afortunadamente, no llegó a materializarse. Sin embargo, Sagan ha hecho durante la mayor parte de su vida todo lo contrario, es decir, trabajar a favor de la vida y en busca de ella fuera de la Tierra. Ha habido pocos científicos como él en la historia de las exploraciones espaciales que hayan conseguido tantos logros y que se desvivieran de la misma forma al impulsar proyectos de búsqueda de vida extraterrestre, y todo ello juega a su favor. CAPÍTULO VIII

Lunas misteriosas

Al salir de Júpiter cruzaron un espacio de cien millones de leguas aproximadamente y bordearon el planeta Marte, el cual, como se sabe, es cinco veces menor que nuestro pequeño globo; vieron dos lunas que sirven a este planeta y que han escapado a la mirada de nuestros astrónomos.

VOLTAIRE, Micromegas

Las lunas son el futuro de las exploraciones espaciales. Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, los cuatro gigantes de la familia del Sol, tienen lo que podemos considerar sus propios sistemas planetarios. La Tierra tiene a la Luna, pero Júpiter regenta 67 lunas; Saturno, 200; Urano, 27 y Neptuno, 14. Muchos de esos satélites que giran en torno a los cuatro planetas más grandes del Sistema Solar superan claramente en tamaño a la Luna y se parecen más a un mundo que a un simple satélite natural. Gracias a las sondas espaciales, en especial a las Voyager, desde mediados del siglo XX hasta la actualidad se han descubierto más lunas que en cuatro siglos. En ellas encontramos, además, algunos de los grandes enigmas que la ciencia debe resolver durante el siglo XXI, pero lo cierto es que la historia de las exploraciones en busca de nuevas lunas ha estado rodeada siempre de cierta aureola de misterio. Ni siquiera podemos afirmar hoy con rotundidad que Galileo fuera realmente el descubridor de Ganímedes, Io, Europa y Calisto, las cuatro lunas principales de Júpiter. Se da por hecho que fue él quien las vio por primera vez en 1610 con su diminuto telescopio, pero Simon Marius, un científico alemán desconocido para casi todo el mundo, reclamó ese mérito cuando Galileo anunció el hallazgo de los cuatro famosos satélites. Sea cual sea la verdad, la astronomía le reconoce a Marius el peso científico que avala el descubrimiento de la nebulosa de Andrómeda, la popular galaxia a la que Charles Messier clasificaría después con el número 31 de su catálogo de objetos celestes difusos. La nebulosa ya había sido descrita en el siglo X por astrónomos árabes, pero Marius la descubrió de forma independiente en el año 1612, antes de que lo hiciera nadie en Europa. Al margen de las recriminaciones mutuas entre Galileo y Marius, desde que fueron descubiertas Ganímedes, Io, Europa y Calisto, la astronomía ha tenido en la búsqueda de nuevas lunas algunos de los episodios más fascinantes de su historia. En las casi detectivescas exploraciones de los últimos cuatro siglos han participado los más afamados astrónomos y obtuvieron su recompensa, entre otros, Christian Huygens, Jean Dominique Cassini —también conocido como Giovanni Domenico— y William Herschel. A Huygens le cupo el honor de descubrir Titán, la mayor luna de Saturno, en 1655, tan sólo 45 años después de que Galileo anunciara su hallazgo de los satélites de Júpiter. Las demás grandes lunas de Saturno fueron halladas más tarde por Cassini y por Herschel, que también fue el descubridor de Urano y de dos de sus lunas: Titania y Oberon. Todos ellos pasaron miles de horas observando por el telescopio para encontrarlas, pero también las buscaron en vano alrededor de Mercurio, Venus y Marte. El hallazgo de los cuatro satélites galileanos que giran en torno a Júpiter había permitido a los astrónomos comprender que la Tierra no era el centro alrededor del cual se movía el resto del Universo y que la Luna no era un caso único: los demás planetas también tenían sus lunas. Después de recibir la noticia de que Júpiter albergaba cuatro satélites, el genio de Kepler hizo sus propios cálculos y propuso que el número de lunas de cada planeta debía duplicarse proporcionalmente al orden de distancia. Por tanto, si la Tierra tenía una, Marte debía tener dos, Júpiter las cuatro ya encontradas y Saturno, ocho. Las estimaciones de Kepler no cayeron en saco roto y fueron tomadas como ciertas por muchos astrónomos e, incluso, por escritores clásicos. Fobos y Deimos, las dos lunas de Marte, se mantuvieron envueltas por el misterio hasta 1971, y su leyenda la alimentaron autores como Voltaire y Jonathan Swift. El primero publicó su cuento Micromegas en 1739 y el segundo la famosa obra Los viajes de Gulliver en 1726. En el relato de ambas obras se habla de las «dos lunas de Marte» con un siglo y medio de antelación a su descubrimiento, que logró el astrónomo norteamericano Asaph Hall desde el Observatorio de Washington en 1877. El hecho de que dos escritores tan trascendentales revelaran que Marte tiene dos lunas mucho antes de que se demostrara científicamente forma parte de los grandes mitos de la historia de la astronomía, aunque parece evidente que tanto a Voltaire como a Swift les influyó de alguna forma la convicción de Kepler y otros astrónomos de que ése era el número correcto de satélites que le correspondía tener a Marte. En Micromegas, Voltaire narra el encuentro de dos seres imaginarios, uno de la estrella Sirio y otro de Saturno, y el viaje de ambos por el Sistema Solar. En el relato sobre los dos viajeros siderales de Voltaire, tal como recoge la cita textual que sirve de preámbulo a este capítulo, se afirma que «vieron dos lunas que sirven a este planeta y que han escapado a la mirada de nuestros astrónomos». Además, se hace la siguiente referencia: «Ya sé que el padre Castel —se refiere a un jesuita— escribirá, con bastante gracia incluso, en contra de la existencia de estas dos lunas, pero me remito a los que razonan por analogía. Estos buenos filósofos saben lo difícil que sería que Marte, que está tan lejos del Sol, pudiera contentarse con menos de dos lunas». Pero Jonathan Swift va mucho más lejos que Voltaire. En el capítulo III de la tercera parte de Los viajes de Gulliver, donde se relata la estancia del protagonista en Laputa, se hace una descripción de las lunas de Marte que constituye poco menos que una profecía. Al referirse a las habilidades de los astrónomos del lugar, dice lo siguiente: «Pasan la mayor parte de la vida contemplando los cuerpos celestes, lo que hacen con ayuda de lentes muy superiores a las nuestras en calidad, pues aunque los telescopios más grandes que tienen no llegan al metro, aumentan mucho más que los nuestros de 35, y permiten ver las estrellas con más claridad. Esta ventaja les ha permitido ampliar sus descubrimientos mucho más de lo que lo han hecho nuestros astrónomos en Europa, pues han compilado un catálogo de 10 000 estrellas fijas, mientras que el mayor de los nuestros no contiene más de una tercera parte de ese número. Han descubierto asimismo dos astros menores o satélites [en cursiva en el original] que giran alrededor de Marte, de los cuales el de dentro dista del centro del propio planeta exactamente tres veces su diámetro, y cinco el exterior; el primero da una vuelta completa en 10 horas y el segundo en veintiuna y media, de modo que los cuadrados de sus períodos son casi proporcionales a los cubos de sus distancias del centro de Marte, prueba evidente de que los gobierna la misma ley de la gravedad que actúa sobre los otros cuerpos celestes». La primera edición de la obra de Swift se publicó en 1726, pero los satélites de Marte no se descubrieron hasta 1877 pese a las numerosas observaciones en busca de ellos por parte de varias generaciones de astrónomos. Si ya resulta sorprendente que Los viajes de Gulliver hable de las lunas marcianas con 151 años de antelación, lo más asombroso no es la profecía de Swift, sino lo acertado de alguna de sus descripciones. Aunque en los tamaños existen notables diferencias, los períodos orbitales que describe son muy similares a los reales, ya que Fobos gira alrededor de Marte en 10 horas y Deimos lo hace en unas 30, aproximadamente. Los pasajes literarios de Swift acerca de la capacidad de los telescopios y la calidad de las lentes también tienen matices premonitorios, ya que el descubrimiento de las lunas marcianas y de otros planetas durante el siglo XIX estuvo favorecido por la utilización de los mejores anteojos de la historia, que hoy siguen funcionando todavía a pesar de que otros instrumentos los superan óptica y tecnológicamente en todos los aspectos. Fobos tiene un diámetro mayor de 26 kilómetros y Deimos de 15, por lo que nos hallamos ante dos lunas muy pequeñas, cuyo tamaño y escaso brillo explica por qué no se descubrieron hasta 1877. En agosto de ese año, el astrónomo norteamericano Asaph Hall las localizó en dos noches sucesivas, primero Fobos y luego Deimos, cuando ya estaba a punto de abandonar la búsqueda tras varias jornadas decepcionantes rastreando el cielo. Hall utilizó en su descubrimiento el telescopio refractor de 66 cm de diámetro que se inauguró en 1873, cuatro años antes, en el Observatorio Naval de Washington. Fue éste uno de los primeros instrumentos gigantes pertenecientes a la mejor generación de telescopios refractores que se ha fabricado, obra de la empresa óptica de Cambridge fundada por Alvan Clark, cuyo hijo Alvan Graham descubriría más tarde la estrella compañera de Sirius. No cabe duda alguna de que a la brillantez y perseverancia de Asaph Hall se sumó la capacidad de resolución del refractor Clark, que le permitieron distinguir junto a Marte los dos esquivos puntos de luz de Fobos y Deimos, que hasta entonces no había podido observar nadie. Cabe anotar aquí que 15 años después, en 1892, Edward Emerson Barnard descubrió Amaltea, el quinto satélite de Júpiter, desde el Observatorio de Lick, en el que hacía tres años que se había puesto en servicio un nuevo refractor de la fábrica de Clark, de 91 cm de abertura. A Barnard se le atribuye una extraordinaria agudeza visual, pero contó con la ayuda del telescopio, que actualmente sigue siendo el segundo refractor más grande construido, después del de Yerkes, también obra de Clark e inaugurado en 1897 con un diámetro de 102 cm. Las dos lunas de Marte han sido leyenda durante dos siglos y medio. Swift la inició desde la literatura con Los viajes de Gulliver, pero tras el descubrimiento por parte de Asaph Hall en 1877, los enigmas se trasladaron a la investigación científica al comprobarse que ambos satélites, ya bautizados con los nombres de Fobos (miedo) y Deimos (terror), tenían un comportamiento que difería de forma notable del de las demás lunas conocidas. Su pequeño tamaño, la escasa distancia a la que se hallan de Marte y la evidencia de que Fobos —que en el cielo marciano sale por el oeste y se pone por el este— se estrellará algún día contra el planeta despertaron toda clase de hipótesis, de entre las cuales la más espectacular fue, sin duda alguna, la planteada por el prestigioso físico ruso Iosef Shmuelovich Shklovskii, quien creía que Fobos y Deimos no eran dos lunas naturales, sino dos satélites artificiales presumiblemente creados por alguna civilización avanzada en un pasado remoto de Marte. Shklovskii estudió de forma concienzuda las órbitas de los dos satélites y encontró anomalías entre su movimiento y su masa que le indujeron a proponer que eran huecos, es decir, que se trataba de dos objetos artificiales. El científico ruso publicó su teoría a finales de los años 50 del siglo XX, pero al principio sus cálculos no tuvieron mucho eco en los países occidentales. Años más tarde, Shklovskii llegó a un acuerdo con el famosísimo científico y divulgador Carl Sagan para que éste participara en una segunda edición de su libro titulado Vida inteligente en el Universo, que se difundió por Estados Unidos y Europa. En él, Shklovskii exponía con números bien claros los fundamentos de sus controvertidos cálculos, y la colaboración de Carl Sagan, una de las autoridades astronómicas mundiales, avaló sus teorías de alguna forma. Ciertamente, separados como estaban por el conflicto político que mantuvieron durante décadas Estados Unidos y la antigua URSS, el trabajo conjunto de ambos científicos fue una de las más hermosas contribuciones que ha conocido la historia de la divulgación astronómica. Ambos se olvidaron de las diferencias de sus respectivos países y forjaron un mensaje común en favor de la búsqueda de vida más allá de su conflictivo mundo. Afirmaba Shklovskii en su obra: «La idea de que las lunas de Marte sean satélites artificiales puede parecer fantástica a primera vista. Sin embargo, y en mi opinión, merece considerarse seriamente. Una civilización técnica mucho más avanzada que la nuestra podría, en efecto, construir y lanzar satélites masivos. Como Marte no tiene un satélite natural grande como nuestra Luna, la construcción de satélites artificiales grandes sería de relativa mayor importancia para una civilización marciana en su expansión por el espacio». Pero las predicciones de Shklovskii no se cumplieron. Las naves Mariner en 1971 y las Viking en 1976 consiguieron las primeras fotografías nítidas de Fobos y Deimos —en las imágenes telescópicas los dos satélites sólo aparecían como puntos de luz—, que resultaron ser dos asteroides enanos que Marte capturó gravitatoriamente en un pasado remoto. Los dos mostraron formas muy irregulares, lejos del aspecto esferoidal de los asteroides mayores, y cráteres de violentas colisiones con otros cuerpos celestes, pero no había en ellos nada que permitiera presumir un origen artificial. Las dos lunas, pese a su extraña naturaleza, se revelaron como simples asteroides, despojos del Sistema Solar atrapados por la atracción gravitatoria del planeta rojo. Zanjado el enigma de Fobos y Deimos después de la llegada de las naves Viking a Marte, las sondas Voyager empezaron a aumentar espectacularmente, entre 1979 y 1989, el número de lunas conocidas en el Sistema Solar gracias a sus pasos por Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. En cambio, ni los telescopios ni las sondas espaciales enviadas a Mercurio y Venus han permitido detectar lunas en torno a estos dos planetas, los únicos que están más próximos al Sol que la Tierra. Es creencia generalizada que tanto Mercurio como Venus carecen de satélites, pero a lo largo de la historia se han producido algunas observaciones y hechos que no permiten descartar totalmente esa posibilidad. Mercurio, como se ha visto en el capítulo II, perdió de forma temporal a finales del siglo XIX la consideración de primer planeta del Sistema Solar (en orden de distancia al Sol) en favor de Vulcano. Todas las observaciones que dieron a entender la existencia de Vulcano en aquella época fueron hechas a través del telescopio, pero los interrogantes acerca de una posible luna de Mercurio fueron abiertos en 1974 por la nave Mariner 10, que consiguió para la humanidad las primeras imágenes detalladas del planeta, cerca del cual detectó la presencia de un objeto que mostraba notables anomalías en el espectro. El hallazgo causó un importante revuelo en la NASA durante la misión, pero al final se identificó la presunta luna de Mercurio como una estrella perteneciente a la constelación de Crater, por lo que en realidad no se trataba de un satélite. Sin embargo, las extrañas emisiones en el ultravioleta detectadas en el objeto quedaron por aclarar y se ha llegado a sugerir que la estrella no tenía nada que ver con el objeto del que surgieron inicialmente las radiaciones. Desde entonces, Mercurio sigue siendo un planeta sin luna, como lo era antes. En Venus, en cambio, no se ha resuelto el misterio. Como sabe todo el mundo, este planeta, el más próximo a la Tierra y el más parecido a ésta en tamaño, no tiene satélites conocidos. Sin embargo, lo que muy pocos saben es que durante varios siglos de estudios a través del telescopio, distintos astrónomos de gran renombre creyeron haberle descubierto un satélite a Venus, que entre finales del siglo XVII y finales del XIX protagonizó varios episodios de controvertidas observaciones similares a las de Vulcano. El primer científico que creyó haber encontrado la luna de Venus fue ni más ni menos que Jean Dominique Cassini, descubridor de la división principal de los anillos de Saturno —que en honor suyo lleva su nombre— y de cuatro de los satélites principales de este planeta: Japeto, Rhea, Dione y Tetis. Cassini dedicó varias décadas de su vida a la exploración de los planetas, y entre 1672, año en que descubrió Rhea, y 1686 observó al menos dos veces un extraño objeto próximo a Venus. No se trataba de una estrella, al menos aparentemente, puesto que el ilustre astrónomo creyó percibir que tenía fase, es decir, que sólo una porción de su hemisferio visible estaba iluminada por la luz del Sol. De ser cierto, su tamaño debía de ser notable, al menos lo suficiente para compararlo al de la Luna. La observación de Cassini fue atestiguada por otros observadores, y un siglo después ratificada por Joseph Louis de Lagrange, un prestigioso científico que descubrió el movimiento de libración de la Luna, consistente en un balanceo que desde la perspectiva de la Tierra nos permite observar una porción del hemisferio habitualmente no visible (recuérdese que la Luna, por efecto de la atracción gravitatoria de nuestro planeta, siempre nos muestra la misma cara). Después del testimonio de Lagrange, numerosos documentos mostraron década tras década nuevas confirmaciones de la existencia de una luna en Venus, pero en 1887 la Academia de Ciencias de Bélgica publicó un informe en el que sugería que no se trataba de un satélite del Lucero del Alba, sino de estrellas observadas junto a él. Cinco años más tarde, cuando el asunto parecía olvidado, se produjo algo sorprendente, al intervenir en el debate de forma casi involuntaria el astrónomo con vista de lince que fue Edward Emerson Barnard. En 1892, el mismo año que descubrió Amaltea, la quinta luna de Júpiter, Barnard halló un objeto brillante en las proximidades de Venus, en un punto en el que no estaba catalogada ninguna estrella. La inesperada revelación de Barnard transformó en misterio el enigma de la luna de Venus porque, a pesar de que desde aquel día de finales del siglo XIX no ha vuelto a saberse nada del misterioso objeto, nadie duda de la fiabilidad de las observaciones de este astrónomo, cuya capacidad visual le llevó a encontrar el primer cráter de Marte un siglo antes de su descubrimiento oficial, cuando en 1965 llegó hasta allí la nave Mariner 4. En el caso del cráter, no obstante, Barnard no se atrevió a revelar su hallazgo porque temía que se rieran de él, ya que a finales del siglo XIX existía la convicción social de que Marte era un mundo habitado y cubierto por vegetación. Como se ve, las lunas del Sistema Solar han estado permanentemente rodeadas de incógnitas que no han hecho sino acrecentar la fascinación de los astrónomos por su estudio. Algunas de ellas, como Europa en Júpiter y Titán en Saturno, pueden obsequiarnos con importantes revelaciones en las próximas décadas, tal como se relata en el capítulo X. CAPÍTULO IX

Los oasis de Marte

He estado observando y dibujando la superficie de Marte. Está maravillosamente llena de detalles. Verdaderamente, no hay dudas sobre la existencia de montañas y extensos altiplanos. Pero para salvar mi conciencia no puedo creer en los canales tal como los describe Schiaparelli. Observo detalles que no ha representado y veo detalles donde están algunos de sus canales, pero no son, en absoluto, líneas rectas. Cuando mejor se observan son irregulares y discontinuos. Creo con certeza, tal como he comprobado, que como los describe Schiaparelli son falsos y que así se demostrará antes de que pasen muchas opiniones favorables.

EDWARD EMERSON BARNARD

En 1999 la nave espacial Mars Global Surveyor le abrió a la ciencia un nuevo horizonte en Marte. De alguna forma, modificó la forma en que se afrontaba la búsqueda de vida en aquel planeta, lleno de secretos que sólo ahora, en pleno siglo XXI, empiezan a desvelarse después de muchas décadas de trepidantes debates entre los astrónomos. A finales del siglo XIX y principios del XX, la principal duda consistía en saber si existían realmente los canales que aseguraban ver Giovanni Virginio Schiaparelli, Percival Lowell y William Henry Pickering, o si por el contrario eran una mera suposición alimentada por ilusiones ópticas. Todo parece indicar que los canales nunca existieron, al menos tal como ellos los veían y dibujaban, pero ahora, más de un siglo después, empiezan a disiparse otras dudas históricas acerca de Marte y nos encontramos ante un espectacular escenario para la exploración marciana: la NASA, gracias a las misiones espaciales posteriores a la Mars Global Surveyor, ha confirmado la presencia de agua líquida en Marte, algo que los científicos llevaban décadas tratando de demostrar. Es conocido que el agua líquida es el principal requisito para la vida tal como la conocemos nosotros, y si en el planeta rojo existe ese preciado elixir, como parecen atestiguar las fotografías de la NASA, las posibilidades de que Marte sea un mundo vivo siguen plenamente vigentes. Entre 1965 y 1997 se perdió una gran parte del interés popular por Marte, incluido el afán de investigación de numerosos grupos científicos. Las naves Mariner y Viking desterraron en poco más de un decenio, desde 1964 a 1976, la sugestiva imagen de un mundo parecido a la Tierra, con extensas zonas de agua y vegetación en cuya existencia confiaban los más optimistas. En julio de 1965, la nave Mariner 4 sólo pudo cumplir una parte de su misión, pero se convirtió en el primer ingenio espacial que lograba fotografiar el enigmático planeta. El impacto de sus imágenes fue extraordinario; de golpe, Marte dejó de asemejarse a la Tierra y fue comparado con la Luna a causa de los cráteres de impacto descubiertos por la sonda de la NASA en diversos puntos de la superficie. Para muchos investigadores, los datos obtenidos por la Mariner 4 supusieron el fin de una era y abrieron un nuevo camino hacia la decepción que consolidaron las Mariner 6, 7 y 9 durante el resto de la década de los 60, y las Viking 1 y 2 en 1976. A diferencia de las Mariner, que sólo sobrevolaron el planeta, la Viking 1 fue la primera nave que se posó sobre la superficie marciana, seguida poco después por la Viking 2. En ellas estuvieron depositadas lo que para algunos científicos eran las últimas esperanzas de hallar indicios de vida allí, pero los rastreos efectuados por las dos naves en 1976 en el suelo marciano no sirvieron para encontrar ningún signo de vida. Carl Sagan y otros científicos se apresuraron poco después a advertir que los negativos resultados de las Viking no permitían descartar que hubiese vida en Marte, ya que algunos de los experimentos efectuados eran contradictorios. En Cosmos, la obra que le consagró como divulgador, Sagan explica detalladamente que el tipo de experimentos utilizado en las Viking pudo ser inadecuado para Marte, y revela que el ensayo preparado para buscar microbios por Wolf Vladimir Vishniac fue descartado a última hora por la NASA. En reiteradas ocasiones antes de su muerte, ocurrida en 1996, Sagan insistió en dos hechos incontestables: que los resultados de las Viking sólo daban a entender que no había vida en su lugar de aterrizaje y que existían decenas de lugares del planeta rojo mucho más interesantes que Crise y Utopia, los dos puntos en los que se posaron las Viking 1 y 2, respectivamente. Sin duda, entre los astrónomos más destacados de la historia reciente, Carl Sagan fue quien mantuvo siempre la esperanza en un Marte vivo, aunque su muerte ni siquiera le concedió la oportunidad de asistir a las dos siguientes misiones de la NASA en el planeta rojo, que en contraposición al balance de las Viking reabrieron claramente las esperanzas de hallar vida allí, si no en el presente, tal vez sí en el pasado. En 1976, los experimentos biológicos realizados con las Viking y sus decepcionantes resultados eclipsaron otras importantes contribuciones de esta misión, como fueron las numerosas fotografías obtenidas durante la fase orbital, que aportaban pruebas de que en Marte existen numerosos cañones y cauces por los que antaño había discurrido el agua. En 1997, dos décadas después, la Mars Pathfinder se convirtió en la tercera sonda espacial de la NASA que descendía al suelo marciano, esta vez con el objetivo principal de analizarlo desde el punto de vista geológico. El examen de las rocas marcianas realizado por la Mars Pathfinder y su juguetón vehículo todoterreno Sojourner confirmó lo que ya tenían claro muchos expertos: el agua había pasado por allí, probablemente hace millones de años, tal como revelaban las huellas dejadas por gigantescas corrientes en la zona del aterrizaje. Esta vez la NASA buscó un lugar mejor y la Mars Pathfinder se posó en la cabecera de Ares Vallis, un enorme barranco cuyas rocas hablaron de un pasado remoto en el que el medio ambiente marciano nada tenía que ver con el actual, ya que fue mucho más cálido y húmedo, lo suficiente para permitir el flujo de agua líquida por su superficie, algo que es imposible en la actualidad de forma permanente porque lo impiden las bajas temperaturas y la escasa densidad de la atmósfera. La evidencia de antiguos cauces de agua hizo factible la posibilidad de condiciones aptas para la vida hace millones o miles de millones de años, pero respecto al presente, la Mars Pathfinder sirvió para corroborar lo que ya se sabía, es decir, que la superficie de Marte es un lugar hostil, claramente desfavorable a la presencia de formas de vida por su enrarecida atmósfera y por las bajas temperaturas, que son tanto o más frías que las que se dan en la Antártida, con mínimas comprendidas entre –80 y –100 °C. Pero la historia de las exploraciones espaciales ha demostrado que las naves de la NASA que se limitaron a sobrevolar Marte nos han aportado datos tanto o más espectaculares que las que llegaron a posarse sobre él. Sin duda, el valor científico de las Viking y la Mars Pathfinder es incalculable, pero las Mariner en los años 60 fueron un enorme éxito, y la Mars Global Surveyor lo fue todavía más cuando entró en órbita alrededor del planeta rojo en septiembre de 1997, dos meses después de que la Mars Pathfinder descendiera con éxito en la región de Ares Vallis. Y es que la Mars Global Surveyor, sin necesidad de descender a la superficie, deparó un crucial hallazgo que nos informa sobre un Marte que nada tiene que ver con el planeta muerto en el que muchos pensaban. Las fotografías procesadas por la NASA desde que esta nave llegó allí mostraron las mismas zonas exploradas en su día por los módulos orbitales de las dos Viking, pero con un detalle y resolución óptica extraordinariamente mayores. Merced a ello, se han podido captar escenas que ya forman parte de los grandes descubrimientos de la era espacial, porque en ellas aparecen pruebas de que existe agua líquida en Marte, aunque no nace en su superficie, sino que mana bajo ella. La colección fotográfica de la Mars Global Surveyor está llena de paisajes donde aparecen barranqueras y escorrentías, que han sido formadas por afloramientos de agua desde el subsuelo a la superficie, donde como es sabido no puede permanecer en estado líquido más que de forma temporal. En cambio, sí que es posible que el agua líquida pueda subsistir de forma permanente bajo la protección del suelo marciano, y si existen oasis en el subsuelo no puede descartarse en absoluto que Marte albergue sus propios ecosistemas subterráneos, lejos de las mortíferas radiaciones ultravioleta que llegan desde el Sol y de las que los seres vivos no pueden protegerse en la superficie al no haber una atmósfera lo suficientemente densa. Las siguientes misiones espaciales a Marte no sólo no han desmentido el hallazgo de la Mars Global Surveyor, sino que han aportado nuevas evidencias a favor de la presencia de agua. Lejos de desmentir los esperanzadores hallazgos conseguidos en los últimos años del siglo XX, las sondas espaciales que han explorado el planeta rojo en lo que llevamos del siglo XXI no sólo han confirmado los prometedores descubrimientos, sino que los han ampliado, de forma que la ciencia admite hoy que el agua líquida está presente en el subsuelo marciano y lo hace temporal o estacionalmente en la superficie. Asimismo, hay agua congelada en los casquetes polares. Afortunadamente, en contra de lo que se temió a finales del siglo XX, Marte no ha dejado de ser destino de las misiones espaciales, sino que se mantiene como uno de los primeros objetivos para la NASA y la Agencia Espacial Europea (ESA). En las dos primeras décadas del siglo XXI, las misiones Mars Odyssey, Opportunity y Mars Reconnaissance Orbiter, entre otras, han hecho extraordinarias aportaciones, entre ellas la evidencia de que el planeta rojo pudo ser apto para la vida en el pasado y la confirmación de que el agua sigue teniendo un papel significativo en el presente, a pesar del extraordinario cambio sufrido en las condiciones ambientales, por lo que la ciencia debe mantener abierta la posibilidad de que Marte no sea un mundo muerto. Quizá la idea de un planeta con formas de vida subterráneas parezca algo utópico, pero no lo es tanto. Si se analiza la evolución de Marte, no es descabellado pensar que la vida en aquel planeta surgiera en la superficie, en la que se cree que hubo océanos durante el benigno pasado de hace millones de años, en el que la temperatura era mucho más alta y había una atmósfera densa. Posteriormente, la vida pudo atravesar una fase adaptativa en la que, a medida que las condiciones ambientales se tornaban hostiles, buscó refugio bajo el subsuelo. Todo esto no podemos saberlo en la actualidad y serán necesarias nuevas misiones espaciales que se encarguen de explorar bajo la superficie, lo que presumiblemente conllevará la exigencia de que deba organizarse una expedición científica, es decir, enviar al hombre a Marte. No es algo difícil: la NASA ya tiene identificados los lugares en los que se encuentran muchos potenciales oasis, como Nirgal Vallis y los cráteres Newton y Noachis Terra, entre otros. Allí se han obtenido los signos de agua fluyente, pero aun en el supuesto de que no la hubiera en la actualidad, resulta evidente que Marte debió de parecerse mucho más a la Tierra hace millones de años. Científicos como Sagan y Shklovskii estaban convencidos de que la Tierra y Marte compartieron un pasado muy similar en sus orígenes, por lo que la vida pudo haber nacido al mismo tiempo en ambos, aunque las favorables condiciones de nuestro mundo permitieron que evolucionara de forma extraordinaria, mientras que en el planeta rojo, por causas que todavía desconoce la ciencia, cambiaron drásticamente las condiciones ambientales. Cualquiera, incluso un profano, que observe una de las fotografías obtenidas en 1976 por la nave Viking de la sima Candor o de Ophir Chasma, ambas en el Valles Marineris, tendrá ante sus ojos la prueba de que la historia de Marte no nos habla de un planeta estéril. Valles Marineris es, de hecho, el más complejo entramado de cañones fluviales de todo el Sistema Solar, ya que tiene una longitud de 4 100 kilómetros, una anchura próxima a los 500 y puntos en los que la profundidad es de cuatro kilómetros. Aunque en sus agrestes formas parecen haber intervenido los movimientos internos de la corteza marciana, se da por hecho que fue el agua el verdadero agente que modeló lo que podríamos considerar como uno de los más bellos y extensos «parques nacionales» de todo el Sistema Solar. Nuestros conocimientos actuales acerca del planeta del Sistema Solar que más se asemeja a la Tierra, a pesar de sus notables diferencias, son muy extensos y valiosos, pero nos falta desvelar lo fundamental. Y es que, a pesar de los grandes avances conseguidos durante las exploraciones espaciales, los astrónomos actuales siguen obligados hoy a contestar con un «no lo sé» cuando alguien les pregunta si existe vida en Marte. Esa respuesta no ha cambiado en tres siglos y medio, desde que comenzó la historia de los descubrimientos en Marte cuando Christian Huygens observó por primera vez Syrtis Major —«el gran banco de arena» o «la gran ciénaga»—, la noche del 13 de octubre de 1659. Junto a los casquetes polares, ese lugar es el principal rasgo marciano visible por un telescopio y ha sido observado por millones de astrónomos a lo largo de la historia, ya que es relativamente fácil distinguirlo incluso con anteojos de pequeño tamaño. Se trata de una extensa área oscura que contrasta en la imagen telescópica con el color ocre rojizo general que presenta Marte, y esa tonalidad llevó a pensar a muchos observadores que se trataba de mares, y a otros que era una vasta zona de vegetación. Ahora sabemos, en cambio, que Syrtis Major es un gigantesco depósito de polvo y materiales arrastrados por el viento, que se concentran allí y adquieren ese extraño matiz oscuro que ha intrigado a los astrónomos durante varios siglos. Camille Flammarion, el astrónomo francés que mejor supo divulgar su ciencia, afirmaba en 1873 que «hay nieves en los polos, como en los polos de nuestro globo; nieves que se derriten en verano por la acción del calor y que se agolpan en invierno. En Marte el suelo es rojizo y, sin duda, los vegetales, las praderas y los bosques existen, pero no son verdes como aquí, por lo cual a simple vista este planeta parece más rojo que las estrellas». Pese al desconocimiento sobre su naturaleza, Syrtis Major facilitó a Jean Dominique Cassini los primeros cálculos sobre el tiempo de rotación de Marte, que estimó en 24 horas. Décadas después, el gran William Herschel precisó ese valor y lo fijó en 24 horas y 39 minutos, que sólo se desvía un par de minutos por encima del correcto. Por lo tanto, un día allí dura aproximadamente lo mismo que aquí, aunque el cielo marciano es de color rosa. Todos los astrónomos han estudiado Marte durante las oposiciones, que se producen cada dos años cuando el planeta rojo se sitúa en el lado contrario al Sol y alcanza su mayor brillo y proximidad a la Tierra, lo que equivale a un incremento del tamaño aparente visto por el telescopio, que facilita la percepción de sus principales rasgos superficiales. En algunas oposiciones se da la circunstancia añadida de que Marte está mucho más próximo a la Tierra que en otras y ha sido posible estudiarlo con un gran detalle, aunque también esas oposiciones son las que han servido para desencadenar las principales controversias. Así ocurrió en 1877, cuando Giovanni Virginio Schiaparelli hizo su famoso anuncio de que unas extrañas líneas, a las que llamó canali, cruzaban la superficie del planeta. El astrónomo italiano había descubierto años antes la relación existente entre las lluvias de meteoros —estrellas fugaces— y los rastros de partículas dejados por los cometas al aproximarse al Sol, que la Tierra cruza periódicamente durante su órbita. Por ello y por muchas otras contribuciones, Schiaparelli era una autoridad astronómica en la segunda mitad del siglo XIX, de manera que sus observaciones sobre Marte no fueron cuestionadas y se difundieron por todo el mundo. Hay toda una infinidad de opiniones sobre la forma en que el descubrimiento de Schiaparelli influyó en Percival Lowell, un financiero estadounidense multimillonario que abandonó los negocios como máxima prioridad de su vida y decidió dedicarse a la astronomía pagando de su propio bolsillo un gran observatorio. Optó por el cielo de Arizona, a más de 2 200 metros de altitud, en unas condiciones excelentes para la astronomía por su gran transparencia atmosférica y el alto porcentaje de noches despejadas, muy superior al de los demás observatorios principales de aquella época en Estados Unidos. El Observatorio Lowell se fundó en Flagstaff en 1894, sin duda porque Lowell estaba obsesionado con Marte, pero es evidente que ésa no fue su única ambición en el campo de la astronomía. A pesar de que se le ha criticado ferozmente durante más de un siglo y algunos trataron de minimizar su talla científica con argumentos simplistas como que se dedicó a estudiar Marte cuando Schiaparelli anunció que su deteriorada vista le impedía observar, lo cierto es que Lowell fue uno de los grandes impulsores de la astronomía en la transición del siglo XIX al XX, y a su observatorio no sólo se deben algunos de los grandes descubrimientos de la historia, como el de Plutón —cuya búsqueda promovió él mismo—, sino que en la actualidad sigue formando parte de la élite de centros de investigación del Cosmos en numerosos campos. Para observar Marte, Lowell empezó con varios telescopios de reducida envergadura, pero más tarde compró un telescopio refractor a la famosa empresa óptica fundada por Alvan Clark, aunque con sus 60 cm de abertura era algo más modesto que el del Observatorio de Lick (91 cm) y que el que se instalaría en 1897 en Yerkes (102 cm). Pero jugaba con la ventaja del cielo, ya que a 2 200 metros de altitud, el refractor de Flagstaff operaba en condiciones mucho más favorables que los demás. Trazó numerosos dibujos de los canales de Marte y los incluyó en varios libros en los que revelaba a los lectores su convicción de que aquellas líneas rectas que cruzaban el planeta rojo eran obra de una civilización avanzada que había diseñado una vasta red de irrigación. Las duras réplicas que obtuvo a sus teorías no le hicieron desfallecer y él mismo se encargaba de contestarlas. Le recriminaron que no había tenido en cuenta que los canales, aun en el supuesto de que existieran, no podían tener la anchura suficiente para que los telescopios los detectaran, ya que estaban fuera del alcance de su resolución óptica. Pero él no se conformó con responder que lo que se veía por el telescopio no eran los canales en sí, sino «la tierra fertilizada que los rodea», y demostró con un ensayo que los trazos rectilíneos podían distinguirse a pesar de su escasa anchura si el fondo era muy contrastado. Para ello hizo una prueba óptica con los cables del tendido eléctrico, demostrando que podían apreciarse desde largas distancias de forma equivalente a lo que, según él, ocurría con los canales de Marte. En su opinión, las conducciones servían para transportar el agua desde numerosos «oasis» repartidos por la superficie de un mundo predominantemente desértico. Lowell tuvo leales partidarios como William Henry Pickering y Earl Carl Slipher —hermano de Vesto Slipher—, pero a la larga terminó quedándose solo frente a la avalancha de discrepancias que generaron sus observaciones. Eugène Michel Antoniadi, principal especialista francés en astronomía planetaria a principios del siglo XX, se mantuvo abierto, aunque escéptico, a la existencia de los canales, pero su perfeccionismo le llevó a efectuar varios ensayos que demostraron que lo que observaban Schiaparelli y Lowell eran ilusiones ópticas. Al parecer, el cerebro de ambos unía de forma inconsciente mediante líneas inexistentes —los canales— los diversos accidentes de la superficie marciana. Este proceso involuntario ha sido corroborado más tarde con ensayos científicos, demostrándose que un observador tiende de modo natural a unir mentalmente con una línea imaginaria dos puntos situados en su campo de visión. Lowell y Schiaparelli estaban entre los afectados por esta ilusión óptica, pero otros, como Edward Emerson Barnard, siempre lograron distinguir la realidad que tenían delante de sus ojos de lo que su mente hubiera deseado imaginar. Todas las observaciones que Barnard efectuó de Marte están consideradas como las más fidedignas del siglo XIX, y sus fotografías con el gran refractor de 102 cm de Yerkes están entre las mejores captadas en el pasado a través de un telescopio. Ni en el legado de sus observaciones visuales ni en sus fotografías, Barnard da testimonio de los canales, sino que contradice su existencia. Quizá si Percival Lowell, fallecido en 1916, hubiese vivido 48 años más para ver las fotografías del Mariner 4, se habría llevado una enorme decepción al comprobar que Marte es muy diferente a como él había imaginado. Sin embargo, si también hubiese vivido para ello, se habría deleitado con las imágenes del Valles Marineris obtenidas por la Viking y con las de los paisajes surcados por el agua fotografiados por la Mars Global Surveyor, Mars Odyssey y Opportunity. Gracias a las últimas misiones espaciales, en el año 2015 la NASA obtuvo pruebas de que Marte albergó en un pasado remoto un vasto océano de agua, con un volumen superior al del Ártico, que se mantuvo durante unos 1 500 millones de años. Tal vez Lowell se equivocó sobre la existencia de los canales y en su creencia en una civilización inteligente, pero quizá no lo estuviera en lo más importante, es decir, en su convicción sobre la existencia de vida en Marte. Es algo que no sabemos aún, pero que probablemente no tardaremos mucho tiempo en averiguar. CAPÍTULO X

Europa, Titán y Encélado

La idea de que la vida en el Universo sólo existe en la Tierra es básicamente precopernicana. La experiencia nos ha enseñado de forma repetida que este tipo de pensamiento es probablemente erróneo. ¿Por qué nuestro pequeñísimo asentamiento debe ser único? Al igual que ningún país ha sido el centro de la Tierra, tampoco la Tierra es el centro del Universo.

FRED HOYLE

Los icebergs, esas enormes montañas de hielo desgajado que flotan en el mar y que se hicieron famosas por causar el hundimiento del Titanic, ya no son patrimonio exclusivo de la Tierra. Gracias a la nave espacial Galileo, desde 1997 sabemos que también existen en Europa, uno de los cuatro satélites principales de Júpiter, que con sus 3 122 km de diámetro tiene un tamaño muy similar al de la Luna. Junto a Marte y las lunas de Saturno Titán y Encélado, es el lugar del Sistema Solar sobre el que la ciencia tiene mayores esperanzas de encontrar formas de vida, con el aliciente de que en esta luna joviana ha ocurrido un proceso opuesto al del planeta rojo merced a su exploración. Mientras que los ingenios espaciales enviados por el hombre revelaron que la naturaleza marciana es mucho más hostil para la vida de lo que insinuaban los telescopios, las sondas Voyager y Galileo han encontrado en Europa uno de los mejores candidatos del Sistema Solar para albergar vida extraterrestre. Para los exobiólogos, los científicos que estudian la existencia de vida en otros lugares del Universo, Europa fue la gran revelación de finales del siglo XX, y Titán y Encélado, dos lunas de Saturno, han hecho lo propio en lo que llevamos de siglo XXI gracias a la misión espacial Cassini-Huygens, uno de los grandes éxitos de la NASA y la Agencia Espacial Europea (ESA). En lo concerniente a Europa, pocas fotografías entre las centenares de miles logradas desde que se inició la era espacial han dejado tan atónitos a los científicos como las transmitidas en 1997 por la nave Galileo. Desde 1979 se sospechaba, gracias a las imágenes de la Voyager 2, que la superficie del satélite joviano estaba formada por una sorprendente costra de hielo. Su predecesora, la Voyager 1, llegó al sistema de Júpiter en marzo de ese año, pero no se aproximó lo necesario a Europa, por lo que únicamente envió fotografías que mostraban una corteza en apariencia lisa como una bola de billar surcada por una extraordinaria red de líneas oscuras de naturaleza desconocida. En julio de 1979, pocos meses después, la Voyager 2 obtuvo imágenes más detalladas, que desconcertaron a los científicos porque sugerían que la helada superficie podía ocultar un océano líquido, un paisaje inédito hasta el momento en el Sistema Solar. Pero lo más asombroso aún estaba por ver, y transcurrieron 18 años hasta que una nueva misión espacial les mostró a los científicos que Europa es una luna tan extraordinaria que incluso parece albergar escenarios naturales como los descritos por el famoso escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke en su novela 2010, Odisea dos. En enero de 1997, la NASA presentó una serie de imágenes en las que la helada superficie de Europa aparecía fragmentada en numerosos puntos. La increíble red de líneas oscuras que había mostrado una década antes la nave Voyager apareció en estas imágenes con notable detalle, que permitió ver surcos, cordilleras y, sobre todo, hielos aparentemente flotantes, algo así como la réplica joviana a los icebergs terrestres. Lo más importante de la exploración fotográfica de la nave Galileo sobre Europa en 1996 y 1997 no fue tanto la información obtenida sobre la corteza de hielo, sino sus coherentes perspectivas con la presencia de un océano de agua líquida bajo ella. Todos los estudios efectuados en Europa dan a entender esa posibilidad y demuestran una notable actividad geológica y fuentes internas de calor. Las posibilidades de vida en la superficie de este satélite de Júpiter son prácticamente nulas, puesto que se halla a una distancia media del Sol de unos 800 millones de kilómetros y su temperatura debe ser inferior a los –150 °C. Sin embargo, si bajo la helada corteza existe un océano de agua líquida como cree una gran parte de los investigadores de esta remota luna, nos encontramos ante una de las principales candidatas para la vida en el Sistema Solar. Para deducir que puede haber agua líquida bajo el hielo, los técnicos del Jet Propulsion Laboratory (JPL) de la NASA no se han basado solamente en las fotografías de la nave Galileo. Los hallazgos más importantes han venido de la mano de los sensores de esta sonda espacial, que revelaron que el campo magnético de Europa cambia constantemente de dirección, hecho que sólo puede explicarse si este mundo en miniatura posee elementos conductores muy grandes. Como quiera que el hielo, presente en la corteza, no es un buen conductor, la NASA ha sugerido que esas fluctuaciones del campo magnético de Europa estarían asociadas a la existencia de un océano de agua bajo la superficie. Todas estas pruebas no han servido únicamente para engrosar el álbum fotográfico de la NASA. En agosto de 2000, Margaret Kivelson, Krishan Khurana, Christopher Russell, Martin Volwerk, Raymond Walker y Christopher Zimmer publicaron en la revista Science un excelente trabajo en el que aportaban sus conclusiones a favor de la existencia de agua líquida en Europa, basadas en la necesidad de un elemento conductor que justifique los cambios magnéticos detectados. Para este equipo se trata de la mejor explicación científica que puede obtenerse de acuerdo con el estado actual de las investigaciones. Europa es una de las cuatro lunas de Júpiter que Galileo descubrió en 1610. Las otras tres son Ganímedes, la mayor del Sistema Solar con sus 5 262 km de diámetro; Calisto, de 4 821 km, e Io, de 3 643. En 1979, las dos naves Voyager ofrecieron los primeros retratos de estas cuatro lunas, a las que cabe considerar realmente como pequeños mundos helados en órbita alrededor de un gigante, Júpiter, al que su evolución le dejó a medio camino en el tránsito para transformarse en estrella. Si analizamos este rincón del espacio y observamos el conjunto formado por Júpiter, el mayor planeta de la corte del Sol, y sus 67 lunas, podemos conceptuarlo casi como un pequeño sistema solar, en el que la estrella madre nunca llegó a nacer porque le faltó la energía necesaria. El satélite Io, cuyo tamaño es casi igual al de la Luna, alberga los volcanes más activos del Sistema Solar. Las fotografías de las Voyager lo han inmortalizado vomitando fuego hacia el espacio a centenares de kilómetros y con una superficie repleta de torrentes de lava. En la exploración espacial del sistema de Júpiter, el ambiente infernal de Io ha tenido como contrapunto la enigmática serenidad del hielo de Europa, bajo el cual se esconden los secretos más fascinantes para un exobiólogo. Ni siquiera los supuestos oasis subterráneos de agua líquida en Marte, que sugieren las imágenes de las últimas misiones espaciales, podrían compararse en importancia al descubrimiento de un océano de agua en Europa. Quizá no haya que dejarse llevar por la imaginación, pero incluso algunos de los científicos de la NASA, tras haber visto los icebergs fotografiados por la Galileo, han recordado el emocionante pasaje de 2010, Odisea dos, la novela de Arthur C. Clarke, en el que el profesor Chang lanza a la Tierra un estremecedor grito desde los lejanos abismos del Sistema Solar: «Hay vida en Europa. Repito: Hay vida en Europa». Actualmente la NASA proyecta explorar Europa en una nueva misión espacial a partir del año 2020 mediante la sonda Europa Clipper, cuyo objetivo principal es Júpiter pero también sobrevolará el enigmático satélite. Asimismo, la agencia norteamericana estudia una segunda misión para 2030 o 2031, en este caso con el cometido específico de explorar directamente la helada superficie de esta luna joviana y tomar muestras de lo que hay bajo ella para confirmar la existencia del supuesto océano y su naturaleza. Si esta misión a Europa finalmente se lleva a cabo, será una de las más trascendentales de la historia de la aeronáutica. Lo cierto es que las exploraciones espaciales durante el presente siglo están siendo de lo más prometedor, y buena parte de ello se debe a los excelentes resultados de la misión Cassini y su módulo Huygens en Saturno y su corte de satélites. Proyectada conjuntamente por la NASA y la Agencia Espacial Europea (ESA), esta misión fue bautizada con ambos nombres en honor de dos de los astrónomos pioneros en el descubrimiento de hitos científicos en Saturno. Como se ha explicado antes, Jean Dominique Cassini fue el descubridor de la división principal de los anillos de este planeta, así como de sus satélites Rhea, Japeto, Dione y Thetis. Christian Huygens, a su vez, descubrió Titán en 1655, la luna más grande de Saturno y la segunda — después de Ganímedes— de todo el Sistema Solar. La elección de estos nombres no fue casual. A lo largo de la historia de la astronomía, los científicos más destacados en el estudio del Universo han visto correspondida su labor con la utilización de sus nombres para bautizar cráteres de la Luna y de otros planetas, como Mercurio y Marte, o de los cometas que ellos mismos descubrieron. Pero en esta ocasión, la NASA y la ESA han querido rendir homenaje a Cassini y a Huygens con una de las misiones más importantes con las que arrancó el nuevo siglo. Tras su lanzamiento en 1997, la nave nodriza Cassini inició en 2004 un extraordinario viaje de exploración por Saturno y sus satélites que se ha prolongado hasta el año 2017, con resultados espectaculares. El balance científico de esta misión es uno de los mejores de la historia espacial. Además de descubrir Metone y Palene, dos nuevas lunas, se ha estudiado como nunca Saturno y sus anillos, se ha confirmado la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein y se ha abierto la puerta a la existencia de vida no sólo en Titán, sino también en otro lugar inesperado: la luna Encélado. Una de las fases más importantes y exitosas de la misión fue la entrada del módulo Huygens en Titán, donde tras explorar su atmósfera envió las primeras imágenes de su superficie. Esta luna posee una atmósfera increíble, que supera en densidad a la de la Tierra, algo insólito que ya dejó boquiabiertos a los científicos del Jet Propulsion Laboratory (JPL) de la NASA cuando décadas antes se obtuvieron los primeros datos a través de la Voyager. La presión atmosférica es 1,5 veces la de la Tierra, un hecho sorprendente para su tamaño, puesto que en otros lugares más grandes, como Marte, la gravedad ha sido insuficiente y ha dejado escapar con el paso del tiempo una parte de su atmósfera primigenia. Titán, con 5 150 km de diámetro, es la segunda luna más grande conocida y supera en tamaño a Mercurio, pero en comparación con nuestro planeta es un mundo en miniatura, por lo que resulta excepcional que disponga de una atmósfera tan densa que tapa la superficie a la vista, hasta el punto de que ni siquiera la Voyager pudo fotografiarla. Pero hay otros elementos todavía más sorprendentes en la atmósfera de Titán. Además de tener una gran densidad, su composición básica tiene paralelismos con la de la Tierra, ya que el elemento fundamental, como aquí, es el nitrógeno. El papel que en la Tierra desempeña el oxígeno le corresponde en Titán al metano, que está presente en un 6 % aproximadamente. También se han detectado trazas de hidrógeno. Pero lo más importante es que Huygens ha confirmado que la mayor luna de Saturno es un lugar con posibilidades de albergar vida. La clave reside en el metano, cuya presencia en la atmósfera es significativa, por lo que debe existir una fuente que lo produce, lo que constituye un indicio en favor de la presencia de formas de vida. La temperatura ambiente es cercana a los –180 °C y el papel del metano no se limita a su presencia en la composición de la atmósfera: en Titán las nubes y la lluvia son de metano, que es el elemento que fluye por sus sistemas fluviales y forma sus lagos, con un protagonismo equivalente al del ciclo del agua en la Tierra. De hecho, esta luna es, junto a nuestro planeta, el único lugar conocido del Sistema Solar en el que hay grandes volúmenes de líquido estable en su superficie. La misión Cassini- Huygens, pues, ha confirmado y ampliado las expectativas de que Titán pueda ser apto para la vida, aunque será necesario profundizar en su exploración para descifrar el enigma. Para lo que no estaban preparados los científicos responsables de la misión espacial es para lo que se ha encontrado en Encélado, otra de las lunas de Saturno, mucho más pequeña que Titán, pero con tantas o más opciones en lo relativo a la posibilidad de que haya vida. Entre 2005 y 2008, las imágenes de la Cassini causaron asombro al mostrar la existencia de géiseres por los que este satélite, de sólo 500 kilómetros de diámetro, escupe agua almacenada en grandes depósitos bajo la superficie, que pueden formar parte de un gran océano de decenas de kilómetros de profundidad o bien de enormes pozos de hielo. Los estudios científicos han demostrado, además, que en el agua que eyectan estos géiseres hay compuestos orgánicos. Las eyecciones de agua se producen en unas grandes fisuras halladas en el hemisferio sur, que se han denominado «rayas de tigre». Su longitud supera los 100 kilómetros, estimándose su profundidad en unos 500 metros. Las fotografías de la sonda Cassini que muestran en Encélado géiseres como los terrestres constituyen uno de los iconos de la exploración espacial de principios del siglo XXI. Dado que la temperatura superficial es del orden de los –200 °C, el descubrimiento de sus géiseres y de los grandes depósitos internos de agua ilustra un escenario similar en muchos aspectos al de Europa, la luna de Júpiter, con la que comparte el atributo de que pueda albergar bajo la superficie las condiciones aptas para la presencia de formas de vida. La secuencia histórica de las exploraciones espaciales en los sistemas de Júpiter y Saturno ha supuesto un cambio notable en los planteamientos sobre la búsqueda de vida en el Sistema Solar. Hasta finales del siglo XX era casi unánime en el ámbito científico la percepción de que no era posible encontrar lugares potencialmente habitables tan lejos del Sol, donde las temperaturas se acercan en algunos casos a los –200 °C. Europa, Titán y Encélado han dado un vuelco histórico a esa visión conservadora sobre la vida y, junto a Marte, mantienen abierta la posibilidad de que el hombre encuentre organismos vivos mucho más cerca de lo que se pensaba hace tan sólo unas décadas. CAPÍTULO XI

Plutón y el planeta X

Lo que me importa no es simplemente comunicar al lector lo que tengo que decir, sino, por encima de todo, transmitirle las razones, subterfugios y afortunadas casualidades que me condujeron a mis descubrimientos. Cuando Cristóbal Colón, Magallanes y los portugueses relatan cómo se perdieron más de una vez en sus viajes, no sólo debemos perdonarles, sino agradecerles que nos hayan dejado su narración, porque sin ella nos hubiéramos perdido lo más fundamental e interesante. Así que espero que no se me culpe si, movido por idéntica consideración hacia el lector, sigo el mismo método.

JOHANNES KEPLER

Varias décadas después del descubrimiento de Urano, obra de William Herschel en 1781, la Academia de Ciencias de París decidió revisar las posiciones exactas de los planetas. Alexis Bouvard, el científico encargado de hacer los cálculos, no tuvo problemas con Júpiter y Saturno, pero halló en Urano extrañas anomalías que daban a entender que el planeta no se movía en las posiciones que le correspondían de acuerdo con las leyes gravitatorias. Fue en ese momento, recién entrado el siglo XIX, cuando se forjaron los grandes enigmas que envuelven los confines del Sistema Solar, cuya resolución sigue pendiente en la actualidad. El hallazgo de Urano por parte de Herschel supuso la frontera cronológica que abrió una era científica de más de dos siglos en busca de los extraños y supuestos objetos que presumiblemente habitan las regiones remotas del dominio del Sol, cuya luz y calor no llegan hasta allí más que en una ínfima proporción. El primer episodio del extraordinario abanico de exploraciones iniciadas desde entonces lo protagonizaron el francés Urbain Jean Joseph Le Verrier y el inglés John Couch Adams. Como se ha descrito en el capítulo II, ambos calcularon con acierto, aunque de forma independiente, la posición de Neptuno, el octavo planeta en orden de distancia al Sol, que gracias a ellos fue localizado en 1846 desde el Observatorio de Berlín por Johann Galle. Las propias anomalías observadas en Urano permitieron deducir cómo era el nuevo planeta y en qué parte del cielo debía ser buscado, por lo que Le Verrier y Adams sólo tuvieron que recurrir a su inteligencia para predecir la posición de Neptuno. Como era de esperar, la anotación de Neptuno en el listado de planetas conocidos no hizo sino despertar los ánimos de los astrónomos en busca de nuevos mundos. De la misma forma que Urano mostró anomalías en su movimiento, pronto se comprobó que el fenómeno también afectaba a Neptuno, de forma que se dio por hecho que tenía que haber algún planeta más allá de él que influía gravitatoriamente en su órbita. Y así comenzó, en la segunda mitad del siglo XIX, la búsqueda de un mundo transneptuniano que explicara las alteraciones sobre Urano y Neptuno, una búsqueda que se creyó terminada en 1930 con el descubrimiento de Plutón, pero que en realidad, como se verá a continuación, no ha terminado en la actualidad, puesto que Plutón sólo tiene un diámetro de 2 370 km y, por tanto, su masa no es suficiente para causar las supuestas alteraciones gravitatorias sobre planetas de gran tamaño. Asimismo, recuérdese que desde el año 2006 ya no se considera a Plutón como un planeta, sino como un planeta enano. La leyenda del planeta X nació, antes del descubrimiento de Plutón, con Percival Lowell, fundador del observatorio que lleva su nombre en Flagstaff (Arizona). Nacido en Boston en 1855, dedicó la primera parte de su vida a los negocios y la segunda, hechizado por la astronomía, al estudio de Marte y a la búsqueda del planeta que, según sus convicciones, existía más allá de Neptuno. El Observatorio Lowell se fundó en 1894, y en su etapa inicial operó con telescopios modestos, pero más tarde su fundador encargó a Alvan Clark el famoso refractor de 24 pulgadas (60 cm) con el que dedicó una buena parte de sus observaciones a Marte, fruto de las cuales nacieron sus teorías, ya analizadas en el capítulo IX. Pero para Lowell el planeta X era tanto o más importante que Marte, y las investigaciones que promovió en su busca reportaron importantísimos hallazgos científicos, entre ellos el de Plutón, el día 18 de febrero de 1930, a cargo de Clyde Tombaugh. Las primeras estimaciones concretas de la posición del planeta X fueron hechas por Percival Lowell en 1905, y desde ese año hasta su muerte en 1916 nunca interrumpió su búsqueda, aunque al final era evidente su desánimo. Realmente, el astrónomo norteamericano se vio recompensado con sus observaciones de Marte, sobre el que siempre creyó que estaba habitado, pero no superó el otro reto que se había marcado en su vida y murió decepcionado por ello. Asimismo, Lowell fue blanco de numerosas críticas, tanto en vida como después de su muerte, en especial en relación con su hipótesis de los canales de Marte. La realidad demuestra, sin embargo, que a pesar de que estuviera equivocado en este capítulo de sus observaciones, se ha sido muy injusto con él desde determinados ámbitos de la ciencia. El conjunto de la labor de Percival Lowell ha aportado un valioso patrimonio científico, y no puede olvidarse que el observatorio que él fundó en 1894 ha hecho extraordinarias contribuciones durante más de un siglo y en la actualidad continúa siendo uno de los centros internacionales de primera fila en el estudio del Cosmos. La hipótesis de un planeta transneptuniano fue compartida por numerosos astrónomos contemporáneos de Lowell, entre ellos Camille Flammarion, Thomas Jefferson y los hermanos Edward Charles y William Henry Pickering. En el observatorio que creó en Flagstaff, Lowell tuvo como principal colaborador a William Henry Pickering, que le ayudó en numerosos proyectos y amplió de forma notable las investigaciones. Durante las primeras décadas del siglo XX, barrieron el cielo de sur a norte con los telescopios, analizando miles de placas fotográficas, pero no apareció en ninguna de ellas. Aun así, Pickering publicó en Harvard sus investigaciones y Lowell hizo lo propio con las suyas desde Flagstaff. Paralelamente a las pesquisas en busca del misterioso mundo perdido, los retratos del cielo captados desde diferentes observatorios permitieron descubrir al mismo tiempo centenares de asteroides, estrellas variables y numerosos cometas, pero lo más sorprendente es que, tal como se comprobó años más tarde, en ellas aparecieron dos imágenes de Plutón, que no fue detectado por Lowell ni por sus colaboradores directos en Flagstaff. Edward Charles Pickering, hermano de William Henry y director del Observatorio de Harvard, fue uno de los competidores de Percival Lowell. Elaboró en 1903 el primer mapa fotográfico completo del cielo y se erigió en uno de los principales especialistas en espectros estelares, pero también cedió a la tentación de buscar el misterioso planeta, aunque no lo hizo directamente. Se lo encargó a Milton Humason, un brillante astrónomo que trabajó junto a Edwin Powell Hubble en los estudios sobre galaxias que llevaron a demostrar que el Universo está en expansión. Humason inició su vínculo con la astronomía como arriero durante la construcción del Observatorio de Monte Wilson, en el que después fue conserje y, más tarde, el científico que compartió con Hubble las asombrosas observaciones del espectacular desplazamiento al rojo que sufre el espectro de las galaxias al alejarse. En 1919, Edward Charles Pickering le pidió que rastreara el cielo en busca del planeta X, pero tampoco lo encontró. Fallecido Lowell, Vesto Slipher asumió la dirección del observatorio en Flagstaff, siendo uno de los astrónomos pioneros en el estudio de las galaxias y su velocidad de expansión. Aunque ésta era una de sus líneas de investigación preferidas, Slipher decidió continuar la labor de búsqueda del planeta X emprendida por su antecesor. En 1929, a los 13 años de la muerte de Percival Lowell, se presentó en Flagstaff un joven llamado Clyde Tombaugh dispuesto a trabajar como ayudante en el observatorio. Slipher decidió asignarle la engorrosa tarea de escrutar el cielo tras el rastro del planeta y de analizar numerosas fotografías para comprobar si estaba en ellas, pero Tombaugh no se amilanó y demostró, como hizo hasta su muerte en 1997, que era una persona sumamente minuciosa y perseverante en su trabajo. La técnica de Tombaugh era brillante, pero farragosa. Utilizando un astrógrafo, un telescopio cuya óptica está diseñada para la fotografía en lugar de la observación visual, el novato del Observatorio Lowell seleccionaba las diversas zonas de la bóveda celeste donde se creía que podía estar el planeta X y tomaba placas por pares con intervalos de dos a seis días. Es decir, que tras una primera toma volvía a fotografiar la misma región celeste al cabo de varios días. De esta forma, si en el campo de la imagen había un planeta, éste aparecería movido respecto al fondo de estrellas, que permanece imperturbable. Los días 23 y 29 de enero de 1930, Clyde Tombaugh orientó el telescopio tomando como referencia la estrella Delta Geminorum, en la constelación de los Gemelos (Gemini), y obtuvo su habitual par de fotografías con seis días de intervalo. Varias semanas después, el 18 de febrero, analizó las dos imágenes y comprobó, gracias al comparador fotográfico, que había un puntito de luz perdido entre el fondo estelar que cambiaba de posición entre una placa y otra. El astrónomo comunicó su hallazgo a la dirección del observatorio, y el 13 de marzo de 1930 se anunció el descubrimiento del noveno planeta del Sistema Solar. Como ya había ocurrido anteriormente con Urano y Neptuno, se suscitó el debate popular sobre el nombre que debía otorgarse al nuevo planeta, pero en medio de la discusión de los astrónomos llegó de Oxford (Inglaterra) la propuesta de Venetia Burney, una niña fascinada por las leyendas de la mitología clásica, que sugirió que se llamara Plutón. La propuesta fue muy bien recibida en el Observatorio Lowell porque las dos primeras letras de Plutón coincidían con las iniciales de Percival Lowell, con lo que, de alguna forma, quedaba patente el homenaje al astrónomo que había impulsado la búsqueda del planeta. La búsqueda parecía haber terminado con el logro de Clyde Tombaugh, pero él mismo tardó poco tiempo en darse cuenta de que ése no era el planeta que buscaba Lowell. Plutón no era el planeta X. Por eso siguió rastreando los cielos durante otros 13 años en busca de él, aunque no lo encontró. Fue tan meticuloso que llegó a fotografiar áreas del firmamento muy alejadas de la eclíptica, el plano en el que se mueve aparentemente el Sol, y cerca del cual se halla el resto de los planetas. Pero Plutón ya se desviaba 17 grados respecto a la eclíptica, por lo que Tombaugh pensó que el planeta X podía estar todavía más alejado y que ésa era una de las razones por las que no había podido descubrirse, puesto que la mayoría de los astrónomos, incluido Lowell, lo había buscado en la zona por la que se movían los demás planetas. La búsqueda fue en vano, pero no los resultados científicos, puesto que en esos 13 años, Clyde Tombaugh le aportó a la ciencia, mientras desmenuzaba la bóveda celeste, el descubrimiento de dos cometas, cientos de asteroides, varios cúmulos estelares y decenas de galaxias. En 1946, Tombaugh se trasladó a Nuevo México. Falleció el 19 de enero de 1997, 67 años después de haber descubierto Plutón, pero en todo ese tiempo se mantuvo como un brillante científico y profesor de astronomía en la Universidad Estatal de Nuevo México, colaborando con la NASA y numerosos grupos internacionales de investigación y promoviendo la creación de nuevos observatorios. A lo largo de su vida asistió a la sucesión de nuevos datos sobre Plutón, que le confirmaron lo que él ya sabía desde poco después de su hallazgo. En efecto, el tamaño del planeta acabó reduciéndose recientemente hasta los 2 370 km tras haberse creído, a mediados del siglo XX, que era mucho mayor. El astrónomo Gerard Peter Kuiper estimó en 1950 que el diámetro debía ser de 5 900 km, más del doble del que tiene realmente. Aun así, el cálculo de Kuiper ya dejaba claro que Plutón era bastante pequeño, lo que chocaba con las históricas predicciones de que el planeta X debía de ser un mundo gigante, al menos comparable a Urano o Neptuno, cuyos diámetros respectivos alcanzan los 51 200 y 49 500 km. Resultaba evidente, pues, que a pesar de tratarse en aquella época del noveno planeta del Sistema Solar, Plutón no era el artífice de las alteraciones gravitatorias sobre Urano y Neptuno que dieron origen a la búsqueda del planeta X, que teóricamente debía de ser mucho más masivo. Lo extraño es que desde 1930 nadie se hubiera dado cuenta de que Plutón presentaba un aspecto extraño. Si bien ni siquiera los mayores telescopios terrestres permiten apreciar detalles de su superficie a causa de su pequeño tamaño y su lejanía (su distancia media al Sol es de 5 900 millones de kilómetros), en las fotografías no aparecía circular y así, en 1978, el astrónomo norteamericano James Christy se fijó en una imagen en la que Plutón presentaba una ligera protuberancia, algo imposible en un planeta. El estudio de la anomalía reveló que tenía una luna, a la que se bautizó con el nombre de Caronte. Años después, gracias al Telescopio Espacial Hubble se cifró el diámetro de Caronte en menos de 1 300 kilómetros. Tras largos años de debate, en 2006 la Unión Astronómica Internacional (IAU) acordó para Plutón la nueva denominación de planeta enano, por lo que desde entonces ya no forma parte de la lista oficial de planetas del Sistema Solar. Pese a ello, en el ámbito de la astronomía hay un amplio sector que se opuso a que Plutón dejara de considerarse un planeta, tanto por el reconocimiento a la labor de investigación de numerosos astrónomos, como por la circunstancia de que para la sociedad en general resulta difícil entender el argumento y popularmente se le sigue considerando un planeta. Asimismo, la llegada de la sonda espacial New Horizons en 2015 ha dado un importante vuelco al conocimiento sobre Plutón, limitado históricamente porque los telescopios terrestres apenas aportaban detalles sobre él. Sabemos ahora que este planeta enano comparte con las lunas Europa (Júpiter) y Encélado (Saturno) el atributo de tener bajo su superficie congelada un gran océano de agua. Es a lo que apuntan claramente varios estudios científicos, entre ellos los de James Keane, de la Universidad de Arizona, y Francis Nimmo, de la Universidad de California. Se sospecha que ese océano se encuentra debajo de una vasta cuenca bautizada como Sputnik Planitia, con un volumen de agua comparable al de los océanos terrestres gracias a su enorme profundidad. Como en Europa y Encélado, el océano de Plutón sería apto para la vida. Antes de la misión New Horizons era inconcebible pensar que este diminuto mundo, degradado a la categoría de planeta enano por la Unión Astronómica Internacional (IAU), pueda ser uno de los lugares habitables del Sistema Solar, pero la historia de las exploraciones espaciales está colmada de sorpresas para la ciencia. De haber vivido para verlo, Tombaugh se hubiese sorprendido con esta nueva visión del mundo que él mismo descubrió. En cualquier caso, desde 1930 no se ha interrumpido la búsqueda del planeta X, pero lo cierto es que en la actualidad pocos astrónomos creen en él, otro sector más amplio se limita a no descartar que ande por ahí, perdido en el cielo, y la mayoría piensa que jamás ha existido. Incluso hay científicos que, cuando se les pregunta, responden bromeando que si el planeta X hubiese estado ahí, Clyde Tombaugh lo hubiera encontrado después de haber analizado miles de placas fotográficas en las que tuvo que identificar decenas de millones de estrellas. Uno de los principales problemas para confirmar la certeza de las supuestas alteraciones gravitatorias es que Neptuno tarda 165 años en completar su revolución alrededor del Sol, ya que su distancia media a éste es de 4 500 millones de kilómetros. Por ello, hasta el año 2011 no completó su primera órbita desde el momento en que fue descubierto en 1846 y todavía tardará más en aportar datos directos sobre su comportamiento. Esta circunstancia llevó a algunos investigadores a recurrir a otras referencias para estudiar las anomalías gravitatorias, y esto fue lo que en 1971 reabrió el debate sobre el planeta X. El norteamericano J. L. Brady dedujo que si había un planeta de gran tamaño más allá de Plutón, sus influencias gravitatorias también debían afectar al cometa Halley, que en el afelio —el punto en el que está más alejado del Sol— alcanza la órbita de Neptuno, por lo que decidió analizar los pasos históricos del cometa desde tiempos remotos y cotejar las fechas reales de su observación con las que le correspondían con los cálculos matemáticos sobre su trayectoria. De esa manera, pensó Brady, si había algún elemento perturbador tendría que estar reflejado en desviaciones sobre las fechas correctas. Sus resultados causaron un gran revuelo en 1971 y algunos diarios se apresuraron a anunciar el descubrimiento del planeta X: un mundo gigante, con una masa de 300 veces la de la Tierra —similar, por tanto, a Júpiter—, un período de revolución alrededor del Sol de casi 500 años, y con una distancia media a éste de 9 000 millones de kilómetros, el doble que la de Neptuno. Brady también señaló la posición del cielo en la que debía estar, pero aquí fue donde se produjo el problema, porque el planeta X no apareció. El episodio de Brady marcó una ruptura casi definitiva en la comunidad astronómica. Lo que se había considerado factible desde los tiempos de Lowell empezó a tornarse una quimera permanentemente desmentida por las observaciones; cada vez que alguien anunciaba la posición del planeta, los telescopios se encargaban de demostrar que allí no estaba. Pero eso no fue suficiente para zanjar el asunto, y en 1987 surgieron nuevas propuestas. La primera de ellas se produjo tras un importante acontecimiento para la historia de la aeronáutica. La nave Pioneer 11 se convirtió en el primer ingenio espacial que cruzaba la frontera del Sistema Solar interior, al rebasar la órbita de Plutón, y su hermana, la Pioneer 10, lo hizo poco después. Ambas fueron las primeras sondas de la NASA que llegaron a Júpiter en 1973, y en la actualidad atraviesan lo que ya se considera el medio interestelar. La trayectoria de las dos Pioneer fue estudiada por John Anderson, del Jet Propulsion Laboratory (JPL), para comprobar si había fluctuaciones en su movimiento, y los cálculos le llevaron a sugerir la posibilidad de que existiera el enigmático planeta. Para él, se trataba de un cuerpo con masa cinco veces superior a la de la Tierra, pero con un larguísimo período orbital, de duración comprendida entre 700 y 1 000 años, así como una gran excentricidad e inclinación respecto a la eclíptica. Tales conclusiones determinaban que al menos hasta el año 2600 no podría observarse de forma directa el nuevo planeta. Sin embargo, las estimaciones de Anderson quedaron supeditadas y abiertas a cálculos posteriores sobre las trayectorias de las Voyager 1 y 2. La primera de ambas sólo visitó Júpiter y Saturno, pero la segunda, además de ambos planetas, tomó impulso después hasta llegar a Urano y Neptuno, y logró las primeras fotografías de éstos y de sus lunas. Por eso, el éxito de la misión Voyager 2 y la exactitud de su trayectoria fueron usados con posterioridad por otros científicos del Jet Propulsion Laboratory para asegurar que no existían anomalías. Además de este argumento, desde este laboratorio de la NASA, encargado de las misiones espaciales, se aportaron nuevos datos en 1993 acerca de los movimientos y la masa de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, según los cuales en realidad no se habían producido anomalías gravitatorias pese a la creencia mantenida históricamente, al menos no para justificar la presencia de ningún otro planeta masivo además de los ya conocidos. Con ello, el misterio pareció disolverse, pero en la actualidad sigue habiendo grupos de astrónomos convencidos de que en el Sistema Solar hay importantes anomalías más allá de Neptuno y Plutón. En 1987, el mismo año en que Anderson dio a conocer desde el JPL sus estimaciones acerca del hipotético planeta, Daniel Whitmire y John Matese anunciaron las suyas propias: distancia al Sol de unos 12 000 millones de kilómetros y un período de unos 700 años, con una inclinación orbital de 45 grados. Whitmire sugirió esta hipótesis como alternativa a la existencia de Némesis, la supuesta estrella compañera del Sol cuya búsqueda se analiza en el capítulo I. Como se verá después, en el capítulo XIV, el descubrimiento de las enanas marrones, un cuerpo celeste situado a mitad de camino entre lo que es un planeta y una estrella, podría estar abriendo una nueva perspectiva en el estudio de los extraños fenómenos observados a lo largo de la historia en los confines del Sistema Solar. Pero la historia de la ciencia está repleta de giros, y si durante la segunda mitad del siglo XX pocos astrónomos creían en un gran planeta en los confines del Sistema Solar, desde 2015 el debate se ha reabierto merced a un estudio científico que postula su existencia a partir de las alteraciones observadas en los objetos transneptunianos y que fue publicado en el Astronomical Journal por Michael Brown y Konstantin Batygin, ambos del Instituto Tecnológico de California. Se trataría de un planeta gaseoso gigante, el quinto del Sistema Solar después de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, con una órbita enorme, ya que su distancia al Sol sería del orden de los 30 000 millones de kilómetros. Al haber perdido Plutón su categoría y dejar de ser, desde 2006, el noveno planeta del Sistema Solar, se ha optado por denominar oficialmente planeta 9 y no planeta X al hipotético quinto gigante gaseoso. Al hilo de esta teoría, la NASA ha puesto en marcha una campaña internacional para que los voluntarios que lo deseen participen en la búsqueda del planeta 9 mediante el estudio de imágenes del cielo para detectar en ellas cambios de posición de objetos celestes. Como se ve, más de un siglo después de que Percival Lowell bautizara al misterioso objeto como planeta X, la ciencia mantiene en los confines del Sistema Solar uno de sus retos más apasionantes. CAPÍTULO XII

Sirius

Al igual que el color de noviembre, el del cielo nocturno es obra del arte. La noche del cielo es novembrina todo el año, con su aspecto de grabado en blanco y negro. Las estrellas parpadean en una monocromía de puro cloruro de plata, mostrándose llamativamente incoloras. ¿Lo son en realidad? No se requiere un gran equipo para descubrir que las estrellas no son simples puntos de luz blanca. Es verdad que muchas estrellas son blancas; pero otras tienen tintes rojos, naranjas, amarillos o azules. Se dice que algunas son verdes o moradas. La razón de que las estrellas aparezcan blancas a la mirada impaciente es un accidente de la química del ojo.

CHET RAYMO

El paisaje estelar de la noche es un espejismo. El cielo, aparentemente suspendido sobre nosotros, es una bóveda imaginaria repleta de faros cósmicos que brillan casi por igual y crean formas que el hombre dibuja en su cerebro: la Osa Mayor, Orión —el Gran Cazador—, el Can Mayor, la Cruz del Sur, el Escorpión Son las figuras mitológicas que los grandes sabios de la Antigüedad concibieron para encontrar una explicación racional a lo desconocido y que hoy mantenemos en las 88 constelaciones reconocidas por la Unión Astronómica Internacional para agrupar de forma ordenada las estrellas y los objetos celestes. Cada constelación tiene sus estrellas principales y acoge en su interior galaxias, cúmulos estelares y nebulosas, permitiendo clasificar los astros que conocemos. Pero los abismos cósmicos son tan enormes que nuestros ojos sitúan a la misma distancia aparente a todas las estrellas de una misma constelación, aunque la realidad sea otra. Rigel, en Orión, está a casi 900 años luz de nosotros y Procyon, en Canis Minor, a sólo 11,2 años luz, pero ambas brillan con la misma intensidad porque la distancia compensa sus diferentes tamaños y luminosidades reales. Incluso dentro de una misma constelación hay colosales diferencias: Rigil Kentaurus, la estrella principal del sistema triple de Alfa Centauri, el más cercano a nosotros, está a 4,3 años luz del Sol, pero Hadar (Beta Centauri) se sitúa a 460 años luz. Por tanto, Rigil Kentaurus está mucho más cerca del Sol que de Hadar, aunque ésta sea su compañera de constelación. El color de las estrellas también ha dado pie a ilusiones ópticas, algunas de ellas de trascendencia histórica. En terreno abierto, si seguimos el movimiento aparente de cualquier astro desde que está en lo alto hasta que se pone detrás del horizonte, comprobaremos fácilmente cómo cambia de color y se vuelve más rojizo a medida que desciende. Muchas personas se han preguntado a qué se debe esta transformación, que no es tal, ya que una estrella no cambia de color en horas, sino que para hacerlo requiere millones o miles de millones de años. La vemos de distinto color sobre el horizonte debido a un efecto atmosférico, idéntico al que se origina cuando el Sol enrojece durante el ocaso o al alba. La gruesa capa de aire que atraviesan los rayos luminosos de la estrella, cuando ésta se halla a baja altura, refracta la luz de diferente forma como consecuencia del mayor volumen aéreo que atraviesa y de la presencia de partículas en suspensión, que casi no existen en las capas altas de la atmósfera. A veces, las cosas no son tan sencillas y han determinado enigmas de difícil resolución. ¿Por qué Claudio Ptolomeo, el gran astrónomo greco- egipcio que vivió en el siglo II, describía a Sirius, la estrella más brillante, como un astro rojizo? Vista sobre el horizonte, como cualquier otra, podría tener ese color por las razones anteriormente expuestas, pero en condiciones normales puede apreciarse con claridad que se trata de una estrella blanca o, en todo caso, blanco azulada, tal como corresponde a su clase espectral. Sin embargo, los testimonios históricos demuestran que diversos personajes de la Antigüedad hablaban de ella como si fuera roja, y éste es el caso tanto de Ptolomeo como de Séneca y otros. En multitud de escritos de la Grecia clásica, Sirius, de la que actualmente sabemos que está a 8,6 años luz del Sol, es descrita como una estrella roja para sorpresa de la astronomía moderna, que no ha terminado de discernir si en realidad era ése su color en aquella época o se trataba de una apreciación errónea de quienes la observaban. A mediados del siglo XIX, el enigma que rodeaba a Sirius se acrecentó al comprobarse que su movimiento en el cielo sufría extraños vaivenes. A simple vista, ni siquiera durante el lapso de una vida humana puede observarse un desplazamiento apreciable en las estrellas, que por eso antiguamente fueron llamadas «fijas», ya que mientras los planetas, la Luna y el Sol se desplazaban con rapidez sobre el cielo, las constelaciones mantenían sus formas de una generación a otra. Sin embargo, con el uso del telescopio se fue detectando paulatinamente que, aunque lento, las estrellas tenían movimiento propio. Al analizarse el desplazamiento de Sirius sobre el fondo del cielo se apreciaron oscilaciones extrañas que hicieron pensar a varios astrónomos que podía haber un objeto junto a ella, como un planeta de gran tamaño. En 1844, el excelente astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel observó el movimiento anómalo de Sirius y afirmó que los vaivenes sólo podían deberse a la existencia de otra estrella, esto es, que se trataba de un sistema estelar binario. Bessel murió dos años después de anunciar su teoría y otros astrónomos observaron la estrella para intentar encontrar a la supuesta compañera. En 1862, la fábrica de lentes fundada por Alvan Clark ya era famosa por la calidad de sus telescopios refractores. La noche del 31 de enero de ese año, su hijo, Alvan Graham Clark, efectuaba pruebas con un nuevo telescopio de 47 cm de diámetro, que en ese momento era el mayor refractor del mundo, y dirigió el anteojo hacia Sirius para comprobar la nitidez de su imagen. Aquel ensayo óptico forma parte de la leyenda de la astronomía, porque Clark descubrió gracias a él a la compañera de Sirius, que apareció como un débil punto luminoso junto a la estrella principal. Le ayudó enormemente la resolución del nuevo anteojo que acababan de fabricar, pero también el período orbital de Sirius B, la compañera de Sirius A, que es de 50 años y que en aquel momento hizo que ambas estrellas estuvieran lo bastante separadas para discernirse una de la otra. De hecho, la naturaleza binaria de Sirius no se descubrió hasta entonces porque no existían telescopios con la necesaria resolución y nitidez de imagen, así como por el hecho de que Sirius B sólo puede distinguirse de Sirius A cuando están en su fase de máxima separación. Durante el resto del período se observan como un punto único de luz. El estudio de Sirius B arrojaría resultados sorprendentes con el paso de las décadas, a medida que fueron aportándose datos sobre su naturaleza. Así, se le atribuyó un diámetro del orden de 26 000 kilómetros, es decir, tan sólo el doble del que tiene la Tierra, pero con una masa similar a la del Sol y una temperatura de 30 000 grados. Es pues una estrella muy caliente y con una densidad extraordinaria, y si le pudiéramos extraer un fragmento de materia del tamaño de una pelota, comprobaríamos que pesa más de 100 toneladas. Teniendo en cuenta los conocimientos modernos sobre la evolución estelar, se han barajado diversas hipótesis relacionadas con la existencia de Sirius B para explicar el color rojizo observado en anteriores épocas. Así, se señalaba que antes de haber entrado en su fase actual de enana blanca, Sirius B fue una gigante roja, y eso podría haber motivado que la tonalidad dominante fuera ésta y no la blanca que apreciamos en el presente cuando se observa sin ayuda óptica. Debe tenerse en cuenta que, a ojo desnudo, percibimos un único resplandor formado por la luminosidad conjunta de Sirius A y B, ya que nuestra vista no alcanza la resolución necesaria para separar las dos componentes. Por eso, si esta explicación hubiese sido correcta y Sirius B fue una gigante roja hace miles de años —algo muy improbable, según los conocimientos sobre evolución estelar—, los astrónomos de la Antigüedad pudieron haberla visto con ese matiz rojizo del que hablan en sus textos históricos, ya que la luminosidad dominante habría sido de ese color. Aunque esta teoría no se descarta por completo, es difícilmente asumible que una gigante roja pueda evolucionar en sólo 2 000 años a enana blanca, al menos de acuerdo con las teorías sobre la evolución estelar aceptadas de forma unánime. El enigma no ha sido resuelto, pero la mayoría de los expertos atribuye la rojiza personalidad de Sirius a su protagonismo en el antiguo Egipto y a las condiciones atmosféricas en las que era observada. Como ocurre en la actualidad, la constelación de Canis Major, a la que pertenece esta estrella, no es visible durante el solsticio de junio, al coincidir su posición con la del Sol desde la perspectiva terrestre. En esta época del año, el Sol está delante de Sirius y la oculta con su resplandor diurno. Pocas semanas después, sin embargo, merced al movimiento de la Tierra alrededor del Sol, Sirius comienza a separarse de éste y ya es visible al amanecer avanzado el verano en el hemisferio norte. Se sabe que las culturas asentadas en torno al río Nilo celebraban durante el estío la ascensión helíaca de Sirius, es decir, su primera aparición sobre el horizonte a escasa distancia angular del Sol durante el crepúsculo matutino, después de haber permanecido oculta durante la primera parte de la estación. Sin duda, en estas condiciones, la estrella debía aparecer con tonos rojizos debido a su escaso ángulo de elevación, lo que pudo contribuir a afianzar la creencia de que su color era rojo. Aunque vista a su mayor altura angular sobre el horizonte debía brillar blanca como en la actualidad, durante su salida podía percibirse rojiza a causa de la refracción atmosférica. Ahora, cualquier persona puede comprobar, con Sirius u otra estrella brillante, cómo al surgir tras el horizonte muestra un aspecto centelleante con parpadeos rojizos, lo que únicamente se debe a las alteraciones de la imagen producidas por el aire. Lo cierto es que al ser la estrella nocturna más brillante del cielo, Sirius ha ejercido una poderosa influencia en numerosas civilizaciones, sobre todo al ser visible desde todo el hemisferio austral y una gran parte del boreal. Durante el invierno, el conjunto que forman las constelaciones del Can Mayor, con Sirius destacando sobre el resto de las estrellas, Orión y Tauro — que alberga los cúmulos estelares de las Pléyades y las Híades—, es uno de los más bellos espectáculos que nos ofrece el firmamento, equiparable al de la Vía Láctea durante el verano. Que las diferentes culturas se hayan fijado en la más brillante de las estrellas —excluido el Sol— es perfectamente lógico, pero esa atención se ha traducido en algunos casos en pingües beneficios para algunos editores, que trataron de vender en Occidente la fascinante historia de tribus africanas visitadas por extraterrestres que procedían de Sirius. El caso más conocido es el de los Dogon, en Malí, cuyos rituales en torno a la estrella llamaron la atención de diversos exploradores a mediados del siglo XX. Lo más sobresaliente eran las aparentes dotes astronómicas de este pueblo, cuyo culto a Sirius era muy diferente a los de otras etnias africanas y destacaba por el conocimiento de la existencia de una «compañera negra» que daba vueltas alrededor de la estrella principal. Por las descripciones de los Dogon era evidente que no se trataba de una coincidencia, puesto que según sus ritos la compañera de Sirius daba vueltas alrededor de ella a intervalos de 50 años, justamente el período calculado por los astrónomos. La deducción más fácil, y más rentable en términos periodísticos, fue que una civilización procedente de Sirius había visitado África en un tiempo pretérito, ilustrando a los Dogon acerca de la naturaleza de su Sistema Solar. Nadie podía explicar de otra forma que un pueblo del remoto continente, ajeno al progreso científico, hubiera adquirido información que sólo estaba al alcance de investigadores con conocimientos astronómicos avanzados, ya que Sirius B no se descubrió hasta 1862 y los ritos de los Dogon parecían ancestrales. El enigma, sin embargo, quedó resuelto en la década de los 70 cuando la revista británica The Observatory reveló que los Dogon habían sido visitados durante los años 30 por misiones francesas, cuyos integrantes fueron quienes les pusieron al corriente del descubrimiento de que Sirius tenía una compañera invisible. Con ello se echó por tierra el origen supuestamente extraterreste de la sabiduría astronómica de los Dogon, que no habían hecho otra cosa que manifestar en sus ritos la fascinación por la estrella más brillante de cuantas pueden verse en el cielo. CAPÍTULO XIII

Exoplanetas: mundos más allá del Sol

Quizá no haya nada tan excitante como pensar en la posibilidad de un contacto con civilizaciones extraterrestres. Un contacto de esa naturaleza pondría por primera vez al género humano en comunicación con una forma de vida desarrollada con independencia absoluta de la nuestra y que, probablemente, habría producido individuos, técnica, historia, ideas políticas e ideales de belleza completamente distintos de los que conocemos en nuestro planeta. Si pudiéramos realizar este sueño, tendríamos una idea muchísimo más amplia no sólo de un nuevo mundo, sino también de la situación del hombre dentro de un sistema de lo posible, así como del significado de nuestra vida como seres humanos. Hay un momento de nuestra vida en el que todos nos preguntamos por qué existimos, y el conocimiento del desarrollo de otras civilizaciones podría procurar una respuesta a esta pregunta básica de nuestra existencia, aunque no hay duda de que la respuesta no sería totalmente satisfactoria.

FRANK DRAKE

Después del sistema triple de Alfa Centauri, la estrella de Barnard es la más próxima al Sol. Está a casi seis años luz y es una enana roja de novena magnitud, no observable a simple vista por la debilidad de su brillo. Pertenece a la constelación de Ophiuchus y desde que fue descubierta ha sido objeto de permanente atención para la astronomía por numerosos motivos. El principal de ellos es su extraordinario desplazamiento en el cielo, el más rápido que se conoce, ya que cada año se mueve 10,31 segundos de arco, o lo que es lo mismo, cada 200 años recorre una distancia angular equivalente a la del diámetro de la Luna. Aunque esto puede pasar prácticamente desapercibido para la mayoría de la gente, desde el punto de vista astronómico es un hecho notable, ya que ninguna otra estrella se mueve con tanta rapidez. Incluso cualquier aficionado con un telescopio sencillo, capaz de alcanzar la novena magnitud, puede comprobar de forma anual los cambios de la estrella de Barnard; sólo necesitará un buen atlas estelar que le permita comparar su posición respecto a las estrellas que tiene alrededor. Desde que se supo esa particularidad, a la estrella de Barnard se la denomina «la estrella fugitiva». Su nombre se debe al autor del descubrimiento, Edward Emerson Barnard, que reparó en ella en 1916 a causa, precisamente, de su notable movimiento. Al comparar una placa fotográfica tomada ese año con otra de una década antes, el científico observó el desplazamiento de la estrella, que le sorprendió por su espectacularidad. Pese a la importancia del hallazgo, ése fue sólo uno más de los muchos descubrimientos conseguidos por Barnard, quien trabajó en los observatorios de Lick y Yerkes y aportó a la astronomía, entre otros, el hallazgo de Amaltea, el quinto satélite de Júpiter, 16 cometas y más de una veintena de nebulosas, sobre todo oscuras, que permanecen clasificadas en un catálogo con su nombre. Igualmente, gestó uno de los mayores estudios fotográficos de la historia de la astronomía sobre la Vía Láctea. Pero además de su rápido desplazamiento por el cielo, la estrella de Barnard tenía otras singularidades muy llamativas, ya que a mediados del siglo XX fue la primera más allá del Sol de la que se sospechó que podía tener planetas a su alrededor. Esta enana roja, cuya luminosidad es 2 000 veces menor que la del Sol, se convirtió en el principal blanco de las miradas de astrónomos ansiosos por hallar planetas extrasolares, también denominados exoplanetas, pero hasta hace muy pocos años las investigaciones en este terreno se toparon una y otra vez con las limitaciones de los telescopios, incapaces de atisbar el insignificante resplandor de posibles mundos en órbita alrededor de otras estrellas. Actualmente se descarta que haya exoplanetas grandes en órbita alrededor de la estrella de Barnard, aunque permanece abierta la posibilidad de que pueda haber otros similares a la Tierra en tamaño. En cualquier caso, la estrella de Barnard abrió una era de observaciones en busca de planetas extrasolares que, pese a la decepción de las primeras décadas, en el presente ha abocado a la ciencia a uno de sus retos más prometedores, ya que los resultados han sido sobresalientes y en la actualidad se han descubierto miles de exoplanetas, muchos de ellos con rasgos aptos para la formación teórica de vida por su tamaño y distancia a su estrella progenitora. Hasta el año 2017 se habían detectado del orden de 5 000 exoplanetas, de los cuales están confirmados más de 3 600. Se trata de una progresión extraordinaria, ya que la ciencia despidió el siglo XX presumiendo de que en aquel momento se conocían más planetas fuera del Sistema Solar que dentro de él, aunque sólo se tratara de algunas decenas. Los avances logrados en el siglo XXI han multiplicado los hallazgos, dando un giro formidable tanto en lo que concierne al número de descubrimientos como a su fiabilidad. En 1983, el satélite IRAS (en inglés, Infrared Astronomical Satellite) descubrió que la estrella Beta Pictoris estaba rodeada por un halo de materia que puede ser un disco protoplanetario del que están formándose nuevos mundos. Posteriormente, el IRAS también detectó un disco similar en torno a otras estrellas, como Vega, situada a 26 años luz del Sol y la más brillante de la constelación de Lyra. Ambos hallazgos empujaron a decenas de astrónomos de todo el mundo a volcarse en la búsqueda de nuevos sistemas solares. Pocos investigadores dudan de que muchos de los 150 000 o 200 000 millones de estrellas que alberga la Vía Láctea tengan planetas a su alrededor, pero descubrir su existencia mediante una observación directa es como buscar desde París una vela encendida entre el potente alumbrado de Nueva York. En el espectro visible, es decir, en la ventana óptica que abarcan nuestros ojos, las estrellas tienen una intensidad lumínica 1 000 millones de veces superior a la de sus hipotéticos planetas, puesto que éstos, como le ocurre a la Tierra y a Marte, no tienen energía propia y sólo reflejan la luz que les llega de su estrella madre. Las cosas cambian favorablemente en el infrarrojo, ya que esta longitud de onda es la típica que emiten la mayoría de los planetas, pero aun así, las estrellas los superan un millón de veces en el índice de radiación infrarroja. Estas dificultades han inducido a la mayoría de los especialistas a recurrir a otras técnicas de búsqueda, como la del efecto Doppler (también llamada de velocidad radial), que se generalizó durante la última década del siglo XX. Su uso parte de la evidencia de que las estrellas con planetas masivos en sus proximidades deben sufrir las lógicas alteraciones gravitatorias, traducidas a su vez en los vaivenes de su movimiento en el cielo. Los nuevos métodos permiten detectar en la actualidad cómo ese movimiento, presumiblemente originado por la cercanía de un planeta, produce cambios en el espectro de la estrella, cuya longitud de onda sufre cíclicas oscilaciones desde un extremo a otro. La técnica permite así observar que la estrella emite desde el rojo al azul alternativamente, de forma que revela las anomalías causadas por la proximidad planetaria. Para evitar las limitaciones del método Doppler, las técnicas se han ampliado extraordinariamente en los últimos años. Entre ellas, están aportando grandes resultados las de los tránsitos. Consisten fundamentalmente en el estudio fotométrico de la estrella progenitora con el fin de detectar pequeños cambios en la intensidad de su brillo al pasar por delante de ella (tránsito) uno o varios exoplanetas. Asimismo, una vez localizado un planeta, el análisis de posibles variaciones en el movimiento de su tránsito se puede utilizar para detectar otros compañeros planetarios en el sistema. Hay otros muchos métodos de detección de planetas extrasolares, pero lo fundamental es que en la actualidad ya es posible encontrar hermanos de la Tierra en cuanto a tamaño y situación en zona de habitabilidad en otros sistemas estelares de la Vía Láctea, nuestra galaxia. El ejemplo más espectacular es el sistema de TRAPPIST-1, una enana ultrafría situada a 40 años luz de nosotros con siete planetas similares en tamaño a la Tierra. Tres de ellos, TRAPPIST-1 e, f y g, se encuentran en una situación óptima respecto a la estrella madre, dentro de la llamada zona de habitabilidad, por lo que se cree que podrían tener océanos de agua y otras características aptas para la vida. El hallazgo, anunciado en 2017, es obra de un equipo internacional en el que participan, entre otros, el European Southern Observatory (ESO) y la NASA. Los recientes y espectaculares hallazgos no ocultan décadas de trabajo ímprobo en un campo de investigación tan apasionante como complejo para la astronomía. Después de los hallazgos del satélite IRAS en 1983, el primer descubrimiento de un planeta extrasolar se produjo gracias a los astrónomos Michel Mayor y Didier Queloz, pertenecientes al Observatorio de Ginebra. En octubre de 1995 comprobaron que la estrella 51 Pegasi tenía un claro desplazamiento oscilante hacia el rojo y el azul, de manera que mostraba el cíclico vaivén espectral que puede esperarse en una estrella influida gravitatoriamente por un planeta masivo. Del análisis, Mayor y Queloz dedujeron que el supuesto planeta tenía una masa casi equivalente a la mitad de la de Júpiter, aunque su período es de sólo 4,3 días. Eso supuso una gran sorpresa, puesto que indicaba que la distancia entre el primer planeta extrasolar y su estrella progenitora era inferior a la existente entre Mercurio y el Sol. El descubrimiento dio un vuelco a la astronomía planetaria. Hasta entonces se daba por hecho que el modelo de nuestro Sistema Solar era el que, por lógica, debía esperarse en los demás, pero ese y los sucesivos hallazgos de otros planetas más allá de los de la familia del Sol revelaron dos posibilidades: o las teorías sobre la formación de los planetas se habían quedado cortas de miras o algunos de los descubrimientos de mundos extrasolares debían revisarse de forma contundente. Y es que muchos de los primeros planetas encontrados más allá del Sol constituían la antítesis de lo que tenemos aquí, ya que se trata de cuerpos con masas mucho mayores que la de la Tierra —algunos superan en 10 veces a la de Júpiter—, pero se mueven muy cerca de su estrella madre. Afortunadamente, los avances en las técnicas de detección han permitido un nuevo escenario en el que frecuentemente se descubren exoplanetas de tamaño similar a la Tierra, de forma que hoy podemos afirmar que en la Vía Láctea, y seguramente en el resto de las galaxias, hay millones de sistemas estelares con planetas. Aunque la ciencia no pueda afirmar aún que existe vida fuera de la Tierra, sí que ha demostrado ya algo que fue un gran desafío en el siglo XX: que más allá del Sol hay sistemas planetarios como el nuestro. La cadena de descubrimientos de exoplanetas constituye uno de los episodios más emocionantes de la historia de la ciencia. En agosto del año 2000 se dio a conocer uno de los hallazgos más reconfortantes de entre todos los que se han producido desde 1995. Se trata del planeta detectado junto a Epsilon Eridani, una de las estrellas más próximas al Sol, situada a sólo 10,5 años luz. Es la undécima estrella en orden de distancia a nosotros y no es una estrella muy diferente al Sol, aunque algo más fría, puesto que su clase espectral es la K2. Epsilon Eridani es, además, una estrella observable a simple vista, con una magnitud de 3,7. Pertenece a la constelación de Eridanus, el Río, situada junto a la espectacular Orión. Aunque Eridanus no es una constelación muy llamativa y su presencia queda eclipsada por la magnificencia de Orión, Epsilon Eridani puede localizarse cualquier noche invernal tomando como referencia la estrella Rigel (Beta Orionis), que se halla unos 10 grados al este de ella. Quizá en los recién creados catálogos de planetas extrasolares el de Epsilon Eridani sólo sea uno más entre decenas de ellos, pero como saben los estudiosos de la materia, esta estrella ha sido objeto de atención desde hace muchas décadas por parte de los pioneros científicos de la búsqueda de vida extraterrestre. Carl Sagan y Iosef Shmuelovich Shklovskii ya sostenían en los años 70 que las tres estrellas más próximas de interés biológico potencial son Epsilon Eridani, y Tau Ceti. Para ellos era lógico que cualquier investigación en busca de señales de vida más allá del Sistema Solar comenzara por estos tres soles. Ni Sagan ni Shklovskii, ambos ya fallecidos, se hubieran sorprendido cuando en agosto del año 2000 un equipo de la Universidad de Texas anunció el descubrimiento de un planeta perteneciente al sistema de Epsilon Eridani. Cuando William D. Cochran, miembro de este equipo, explicó las características del nuevo planeta extrasolar, muchos científicos no pudieron evitar la emoción, puesto que además de la importancia de la estrella progenitora, el escenario empezaba a encajar con lo que debe ser un sistema solar parecido al nuestro. Como se ha indicado antes, muchos de los planetas extrasolares descubiertos inicialmente rompieron los moldes de nuestra concepción sobre cómo deben ser los sistemas solares, ya que se trata de mundos muy masivos y cercanos a su estrella madre, alrededor de la cual giran en muy poco tiempo. En cambio, el sistema solar de Epsilon Eridani parece hermano del nuestro: el planeta hallado es un poco más pequeño que Júpiter y está a la distancia correcta que cabría esperar, ya que se encuentra a unos 500 millones de kilómetros de la estrella. Tómese aquí como ejemplo que Marte está, como media, a 228 millones de kilómetros del Sol, y Júpiter a 780. Si trasladáramos aquí al planeta de Epsilon Eridani, ocuparía aproximadamente la posición del Cinturón de Asteroides, una nube de restos planetarios situada entre Marte y Júpiter, en la que se encuentran los mayores asteroides conocidos. Si el caso de Epsilon Eridani se compara con el Sol y su corte planetaria, la deducción es fácil: puede haber planetas como la Tierra entre esta estrella y su planeta descubierto en el año 2000. Aunque no haya sido detectado, debe recordarse que no siempre es posible observar un planeta de tamaño similar al nuestro, pero la estructura del sistema de Epsilon Eridani, de acuerdo con lo que sabemos hasta ahora, se asemeja en muchos aspectos al del Sol. Por esta razón, se trata de uno de los más importantes logros conseguidos por los astrónomos en la búsqueda de otros planetas externos al Sistema Solar. Tau Ceti, en la constelación de la Ballena (Cetus), es una estrella muy parecida a nuestro Sol. Tiene una clase espectral G8 —la del Sol es G2— y un tamaño ligeramente inferior. Después de Alfa Centauri A es una de las estrellas que más se parecen al Sol, por lo que, como ya subrayaron en su día Sagan y Shklovskii, se trata de una firme candidata a albergar planetas con condiciones aptas para la vida. Si hay allí algún planeta que esté a la distancia adecuada, como lo está la Tierra, puede haber desarrollado un escenario natural propicio para la existencia de seres vivos. Desde luego, Tau Ceti y Epsilon Eridani son dos de las estrellas favoritas de los mayores expertos en la búsqueda de vida extraterrestre. En 1960, Tau Ceti fue el objetivo del proyecto OZMA, dirigido por el radioastrónomo norteamericano Frank Drake. Este fascinante proyecto, pionero en el mundo en la búsqueda de vida inteligente más allá de la Tierra, surgió ante la evidente conclusión de que si existen en la Vía Láctea, nuestra galaxia, otras civilizaciones avanzadas, su actividad también tendría que ser la suficiente para detectar desde aquí las ondas electromagnéticas que producen. Drake y sus compañeros iniciaron aquel año una búsqueda de señales de radio procedentes de otras estrellas que continúa en la actualidad, aunque no ha dado resultados. En el Observatorio de Green Bank, en el estado norteamericano de Virginia, Frank Drake orientó el radiotelescopio hacia Tau Ceti, pero no se captó ninguna señal que pudiera entenderse como una emisión artificial. Sin embargo, el radioastrónomo eligió después Epsilon Eridani, y hubo sorpresa, aunque duró muy poco tiempo. Se recibieron unas extrañas señales de radio que mostraban un misterioso intervalo: se producían cada 10 días; después, silencio. Pero enseguida se comprobó que las emisiones radiofónicas no llegaban desde Epsilon Eridani, sino desde la Tierra, puesto que se trataba de una interferencia. Desde que Drake abordó en 1960 el proyecto OZMA se han realizado decenas de proyectos para escuchar las señales de radio de potenciales civilizaciones de otras estrellas. Incluso el propio Drake y Carl Sagan utilizaron el gigantesco radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, para estudiar varias galaxias. El resultado ha sido siempre negativo, pero quizá algún día ocurra algo y encontremos la huella radiofónica de otra civilización para confirmarnos que no estamos solos en el Universo. Ciertamente, la simple observación del firmamento desmiente de modo natural la hipótesis de que el hombre sea un caso aislado en el Cosmos. Existen en la Vía Láctea entre 150 000 y 200 000 millones de estrellas, y hay, a su vez, miles de millones de galaxias además de la nuestra. Creer que sólo la Tierra alberga la vida es la mejor invitación al error y a la decepción que puede cometer la ciencia, a pesar de que aún no tengamos la prueba de su existencia en otros lugares del Universo. Es muy posible que los científicos no hayan aprendido todavía a buscarla correctamente, o que no sepamos traducir e interpretar las señales de radio que nos llegan. O también puede haber ocurrido que las señales que nos enviaron hace 1 000 o 15 millones de años no hayan llegado todavía hasta nosotros, puesto que las ondas electromagnéticas se desplazan, como la luz, a velocidades próximas a los 300 000 kilómetros por segundo. Aunque ese valor es vertiginoso, en las distancias cósmicas exige mucho tiempo, y las señales de una hipotética civilización tardarían más de cuatro años en llegarnos desde Alfa Centauri, el sistema estelar más próximo. De forma recíproca, las señales radiofónicas del hombre, que son muy recientes, únicamente han llegado hasta estrellas que se hallan a menos de 100 años luz de aquí. Si hay alguien escuchando en un planeta cerca de Polaris, la estrella polar del norte, aún tendrá que esperar más de 50 años, y en Canopus, la estrella más brillante de Carina (la Quilla del Navío), a 1 100 años luz de nosotros, aún tardarán un milenio. En cambio, las pruebas de nuestra existencia en forma de radiación electromagnética todavía tardarán 2,5 millones de años en llegar a la galaxia de Andrómeda (M 31), la más próxima a nosotros. Cuando lleguen hasta allí quizá seamos muy diferentes, o tal vez hayamos evolucionado lo necesario para llegar antes allá por algún atajo desconocido del espacio y el tiempo que nos permita desplazarnos más rápidos que la luz. La labor de Frank Drake excede con mucho el campo de la radioastronomía. Obsesionado por la búsqueda de vida inteligente extraterrestre, es autor de la famosa Ecuación de Drake, que creó después de molestarse en realizar cálculos a los que muy pocos científicos estuvieron dispuestos a dedicarles el tiempo necesario. Pero él analizó, de acuerdo con datos objetivos basados en los conocimientos astronómicos actuales, toda la cadena de condicionantes necesarios para que pueda haber vida en otros lugares del Cosmos: el número de estrellas de la Vía Láctea; la proporción de ellas que, por sus características, es candidata a albergar sistemas planetarios como el nuestro; los planetas que, dentro de esos sistemas, podrían acoger formas de vida; el número de dichas formas de vida que puede desarrollar la inteligencia y que, además, querría enviar mensajes al espacio para comunicarse con otros seres inteligentes, y otros factores que concurren en el prototipo de civilización tecnológicamente avanzada. Los cálculos de Drake son lo bastante rigurosos como para no caer en el error de tratar de establecer cifras concretas, y por ello habla sólo de un abanico de posibilidades, desde las más optimistas a las más pesimistas. Dentro de ello, el propio Drake cree que en la Vía Láctea pueden existir miles de civilizaciones con la tecnología y el conocimiento necesarios para comunicarse con nosotros, aunque es posible que haya muchísimas más, incluso millones de ellas. Debemos fijarnos en que los primeros cálculos cifraban la población estelar de nuestra galaxia, la Vía Láctea, en unos 100 000 millones, pero las estimaciones más recientes han incrementado el número de estrellas hasta los 150 000 o 200 000 millones. Suponiendo que sólo una de cada 10 estrellas tenga planetas similares al nuestro a su alrededor, el número de lugares aptos para la vida tal como la conocemos sería de 15 000 a 20 000 millones. Saber cuáles de ellos albergan vida inteligente y capaz de comunicarse con nosotros es muy complejo: estamos buscando entre miles de millones, y ello puede explicar que hasta ahora no hayamos escuchado por radio ningún mensaje desde las estrellas, porque no sabemos dónde hay que dirigir exactamente el radiotelescopio. Para ampliar la búsqueda, el programa SETI (en inglés, Search for Extraterrestrial Intelligence) cuenta en la actualidad con millones de anónimos colaboradores, cuyos ordenadores analizan de forma automática determinadas señales de radio que se les envían por Internet con el fin de determinar si son o no de origen artificial. Puede que la era de Internet nos lleve a enterarnos por correo electrónico de quiénes son nuestros vecinos galácticos, pero resulta fascinante que millones de ordenadores de todo el planeta trabajen al mismo tiempo para descifrar el enigma más apasionante que los astrónomos tienen en sus manos. CAPÍTULO XIV

Caprichos cósmicos

El concepto de vecindad es relativo e indefinido. Su valor puede variar según sean las distintas medidas de celeridad de los medios habituales de comunicación y según sea la extensión dentro de la cual sirva como medida de relación. Con el empleo de la expresión «vecina» va siempre implícita o sugerida la idea de que existe una región que no es vecina. La vecina persistente de la Tierra es la Luna; los cometas son sólo visitantes ocasionales. Podemos considerar vecinas del Sol a las estrellas situadas a una distancia comprendida entre los 50 y los 100 años luz, dejando excluidos a los miles de millones de estrellas de la Vía Láctea. Los planetas y los cometas no son vecinos del Sol, sino miembros de su familia, y los bólidos serían una especie de parásitos cósmicos.

HARLOW SHAPLEY

Cerca de la famosa estrella Rigel (Beta Orionis), la débil constelación de Lepus (la Liebre) es escenario cada 14 meses de un prodigio de la evolución estelar: R Leporis, la estrella Carmesí, cobra vida y regala a los astrónomos toda su belleza al encender en la oscuridad del cielo el resplandor de color rojo más acentuado que puede observarse a través de un telescopio. John Russell Hind, astrónomo inglés, la encontró en 1845 y dijo de ella, estupefacto, que era como «una gota de sangre». Desde aquel día, el espectáculo celeste se repite periódicamente cada año y dos meses, cuando R Leporis abandona la oscuridad y resplandece como un candil en un área del firmamento casi vacía de estrellas que contrasta con el fulgor de los soles azules que forman la constelación de Orión. R Leporis es una estrella de carbono y constituye uno de los caprichos cósmicos que ha permitido al hombre percibir la magia de los cielos y buscar en ellos la belleza de sus orígenes. La ausencia de colores intensos de la que adolece el firmamento se rompe aquí para deleite del observador nocturno, que asiste a un acontecimiento de la naturaleza extensivo a miles de millones de estrellas y que en el siglo XVII asombró al científico alemán Johannes Hevelius. A diferencia del Sol y las estrellas de su clase, que permanecen estables, el brillo de una gran parte de la población estelar es variable, y en algunos casos su ciclo hace oscilar espectacularmente su intensidad lumínica ante nuestros ojos. En R Leporis, más que sus cambios de brillo, la faceta más hermosa es su tonalidad roja, una de las más intensas que puede observarse en todo el cielo, pero otras variables tienen un ciclo que las hace apagarse y encenderse como si fuesen faros en la Vía Láctea. Es el caso de Mira, a la que Hevelius llamó «la estrella maravillosa» después de que apareciera en el cielo como por arte de magia. Mira es el nombre propio que Hevelius le puso a esta estrella, cuya denominación original en el catálogo de Johann Bayer, basado en el alfabeto griego, era Omicron Ceti, es decir, la estrella omicron de la constelación de Cetus, la Ballena. Su variabilidad fue descubierta en 1596 por David Fabricius, pero Hevelius se sintió tan atraído por ella que le dedicó un libro, que tituló Historia de la estrella maravillosa. Realmente lo es; el brillo de Mira disminuye hasta la magnitud 11, invisible a ojo desnudo y sólo observable con telescopios como un débil punto de luz, pero al cabo de un tiempo su gigantesca máquina nuclear la hincha vertiginosamente y se convierte en una estrella de segunda magnitud, alcanzando un brillo notable, similar al de la estrella polar. Por eso, cuando está en la parte inferior del ciclo, Mira no puede verse sin ayuda óptica, pero después surge entre las demás estrellas de su constelación, como si se hubiera encendido de repente. Mira pertenece a la clase espectral M, la misma que Antares (Alfa Scorpii) y Betelgeuse (Alfa Orionis). Las tres son estrellas muy frías en comparación con el Sol, ya que su temperatura ronda los 3 000 grados. Sin embargo, Mira, Betelgeuse y Antares son decenas de miles de veces más luminosas que el Sol, puesto que figuran entre las estrellas más grandes conocidas, alcanzando diámetros de unos 800 millones de kilómetros, equivalentes a la distancia a la que se halla Júpiter del Sol. Estas tres gigantes, sin embargo, comparten sus atributos relativos a la clase espectral con las estrellas representativas del polo opuesto: las enanas rojas, como la estrella de Barnard y Próxima Centauri. Todas se muestran ante nosotros con un bello color rojizo, pero la supergigante Betelgeuse es una estrella inestable a la que los astrónomos consideran una de las mejores candidatas de la Vía Láctea para estallar en cualquier momento en forma de supernova. Puede ocurrir mañana o dentro de 1 000 años, pero Betelgeuse está destinada a un final cataclísmico que se observará alguna vez. En cambio, Barnard y Próxima, dos diminutos soles rojos, viven en la eternidad; al ser tan frías y pequeñas podrían permanecer en sus condiciones actuales en torno a 200 000 millones de años, de acuerdo con las teorías aceptadas sobre la evolución estelar. Seguramente, nadie ha sabido ver mejor los colores de las estrellas como la astrónoma norteamericana Annie Jump Cannon. Entre finales del siglo XIX y principios del XX catalogó el espectro de más de 250 000 estrellas, creando el mejor sistema de clasificación de acuerdo con su color, tan útil que se sigue usando en la actualidad. Cannon formó parte del grupo de astrónomas del Observatorio del Harvard College a las que se llamó «las computadoras» por su minucioso y anónimo trabajo en la catalogación de cientos de miles de estrellas. Además de Cannon, a aquel grupo pertenecieron Henrietta Swan Leavitt, Antonia Maury y Williamina Paton Fleming, entre otras. Su labor permitió construir el gran Catálogo de Henry Draper, que elaboraron en el anonimato en unos tiempos en los que el trabajo científico de las mujeres era silenciado por los observatorios astronómicos. Para crear su clasificación espectral, Annie Jump Cannon revisó los trabajos y sistemas previos de sus compañeras Maury y Fleming, que eran más complejos de usar. Ella optó por el color como elemento fundamental, clasificando las estrellas desde las más calientes a las más frías con las letras O, B, A, F, G, K y M. Las estrellas del tipo O son azules, las más calientes, con temperaturas superficiales superiores a los 30 000 grados, mientras que las del tipo M son las más frías, de color rojo y temperaturas inferiores a los 3 000 grados. El Sol, de color amarillo, pertenece a la clase G, con rangos térmicos de 4 600 a 5 700 grados. El sistema de Cannon permitió reunificar los anteriores y ha demostrado históricamente su utilidad. El reconocimiento de la ciencia a Cannon llegó con demora, como le sucedió a muchas de sus compañeras en una época en la que las mujeres astrónomas vieron silenciado su trabajo. La autora de la clasificación espectral de las estrellas, no obstante, fue en 1925 la primera mujer que obtuvo un doctorado honorífico en la Universidad de Oxford, y actualmente se la considera una de las grandes astrónomas del siglo XX. Mucho antes de que John Russell Hind descubriera la estrella Carmesí y Johannes Hevelius quedara fascinado por Mira, la estrella maravillosa, los astrónomos árabes se fijaron en una estrella de la constelación de Perseo que cambiaba de brillo cada tres días, con una pauta muy regular y acentuada. Los árabes escribieron una de las escasas páginas destacadas de la astronomía medieval, paliando de alguna manera la importante decadencia que sufrió esta ciencia en Europa y el Mediterráneo en el período comprendido entre Ptolomeo y Copérnico, que duró un milenio y medio. En 1603, Johann Bayer clasificó a Algol como Beta Persei en Uranometria, el primer atlas estelar que abarcaba la totalidad del cielo. Bayer, como se ha subrayado antes, recurrió a las letras griegas para ordenar las estrellas de cada constelación según su brillo. Así, otorgó la letra alfa a la más brillante, beta a la segunda, etcétera. En Perseus, la estrella Mirfak es la más brillante, por lo que la denominó Alfa Persei, y Algol es la segunda, de ahí que Bayer le asignara la letra beta. Lo extraño es que el minucioso astrónomo alemán, cuyo sistema de denominaciones todavía se utiliza —entre otros muchos—, no se percatara de los cambios de brillo de Algol, pese a que cada 2,8 días aproximadamente pierde su magnitud habitual de 2,1 y baja a 3,4 durante varias horas, tras las cuales recupera la normalidad. Este hecho que pasó desapercibido para Bayer, sí que fue anotado por los árabes, que llamaron a la estrella con ese nombre porque vieron en ella algo demoníaco por sus inexplicables cambios de brillo, y es que Algol quiere decir, precisamente, diablo. Pese a las observaciones de los árabes, nadie hasta 1668 se dio cuenta en Europa de lo que le sucedía a la misteriosa estrella. Ese año, Geminiano Montanari descubrió su extraño comportamiento y Beta Persei (Algol para los árabes) se convirtió, después de Mira, en la segunda estrella de brillo variable que se descubría. Sin embargo, tuvo que transcurrir un siglo más hasta que se descubrió la causa de las oscilaciones de Algol, que es muy diferente a la de Mira. Efectivamente, en 1782, John Goodricke, un observador inglés que se volcó con pasión en la astronomía a pesar de su sordomudez, calculó con exactitud el período de Algol y llegó a la conclusión de que perdía brillo porque tenía una estrella compañera que la eclipsaba. Actualmente sabemos muchas más cosas que entonces, pero Goodricke descubrió lo fundamental: que Algol es una estrella variable de tipo eclipsante, un prototipo que ha servido y servirá de patrón durante muchos siglos para el estudio de la danza cósmica que las estrellas binarias describen cada noche en los cielos. La confirmación de la teoría de Goodricke la obtuvo su compatriota Carl Hermann Vogel en 1889 al analizar el espectro de Algol, que reveló la presencia de una compañera invisible que cada 2,8 días eclipsaba a la estrella principal. Hoy Algol continúa con su rito y cualquier observador puede asistir a sus eclipses. Esa faceta la convirtió en el arquetipo de las binarias eclipsantes, un tipo de variable en el que, a diferencia de Mira, los cambios de brillo no se producen en la estrella, sino debido a que queda eclipsada por su compañera. En cambio, Mira es variable por sí misma y también es prototipo, en este caso de las variables de largo período. Existen otras muchas clases de estrellas variables, pero además de las eclipsantes y las de tipo Mira, sin duda las cefeidas han requerido la mayor atención por parte de los astrónomos. Deben su denominación a que su estrella prototipo es Delta Cephei, de la constelación septentrional de Cepheus, muy próxima al polo celeste boreal. Las cefeidas, al igual que las de tipo Mira —variables rojas de largo período—, son estrellas pulsantes. Sus peculiares características y sus ciclos fueron estudiados en profundidad a principios del siglo XX por la astrónoma Henrietta Swan Leavitt en el Observatorio del Harvard College, donde descubrió 2 400 de ellas, fundamentalmente en fotografías del cielo austral con estrellas invisibles desde el hemisferio norte. Se centró, de forma especial, en las Nubes de Magallanes, dos pequeñas galaxias irregulares que hoy sabemos que son satélites de la Vía Láctea. Después de analizar miles de enormes placas fotográficas de las que se usaban a finales del siglo XIX y principios del XX, Henrietta Swan Leavitt se erigió en una de las astrónomas más destacadas del siglo XX, al establecer la relación entre la luminosidad de las cefeidas y el período con el que cambian de brillo. Descubrió que cuanto mayor era el brillo, más lentamente oscilaban; las más luminosas tenían períodos que superaban los 50 días, pero las más débiles podían hacerlo en sólo uno o dos días. Este hallazgo, logrado por Leavitt en 1912, no sólo fue trascendental en el estudio de la naturaleza de las estrellas; también despejó el tortuoso camino hacia la comprensión de las verdaderas escalas cósmicas. Con el patrón establecido de la relación entre el período y la luminosidad, los astrónomos dispusieron de uno de los primeros métodos de cálculo efectivos para estudiar la distancia de estrellas muy lejanas, para las que el método de paralaje era insuficiente. Con éste, el movimiento de la Tierra alrededor del Sol nos permite comprobar el desplazamiento angular de una estrella próxima sobre el fondo del cielo, ya que nuestro planeta se separa unos 300 millones de kilómetros entre un extremo y otro de su órbita. Sin embargo, para los objetos más lejanos el margen es demasiado estrecho. En la última década de siglo XIX, el Observatorio del Harvard College estableció en Perú una estación austral para fotografiar las constelaciones que no podían estudiarse desde la sede de Cambridge, en Massachusetts. Con el telescopio Bruce, el mismo que usó Edward Emerson Barnard para su atlas de la Vía Láctea, se fotografiaron extensas áreas de los cielos australes, en especial las Nubes de Magallanes, cuyos estudios eran prácticamente inexistentes hasta ese momento por la circunstancia de que la mayoría de los astrónomos avanzados vivía en el hemisferio norte. Como afirmó Harlow Shapley en su día, «esperaba al refractor de Bruce abundante labor», pero después de la exploración de las Nubes de Magallanes con este instrumento «pasaron muchos años sin que las placas fotográficas nos ofrecieran más datos que los anotados así: “Gran cantidad de cúmulos de estrellas y de nebulosidades gaseosas que confirman las observaciones visuales anteriores de sir John Herschel y otros”, o también: “La extraordinaria riqueza de estrellas, que no se cuentan por centenares, sino por decenas de miles”». Pero Shapley añadía que «se habían estado mirando las Nubes de Magallanes durante 400 años, pero empezaron a verse a principios del siglo XX». Y ese logro fue obra de Henrietta Swan Leavitt, quien «sentada ante una mesa de trabajo en Cambridge estudiaba con su lente una confusa aglomeración de puntos negros sobre la placa de vidrio». Shapley relata con fervor estos pasajes de la historia de la astronomía porque la labor de Leavitt le permitió a él efectuar los primeros cálculos que revelaron que la Vía Láctea era considerablemente más grande de lo que se pensaba en la época, así como la distancia del Sol al centro de la galaxia. Aunque se excedió en sus estimaciones, Shapley fue uno de los mayores protagonistas del Gran Debate de 1920 en Washington, en el que se enfrentó de forma abierta con Heber Curtis, quien sostenía que las nebulosas espirales, como la de Andrómeda (M 31) y el Torbellino (M 51), eran galaxias exteriores que no formaban parte de la Vía Láctea. Cuando más tarde Edwin Powell Hubble pudo confirmar la certeza de las suposiciones de Curtis al detectar variables cefeidas en M 31, Shapley no sólo admitió su error en este aspecto, sino que se consolidó como uno de los grandes expertos en galaxias y elaboró un extenso catálogo en el que se especificaba su distribución en el Universo, así como la existencia de cúmulos de galaxias. Aunque Shapley y Hubble fueron rivales en muchos aspectos, ambos contribuyeron a asentar independientemente, sirviéndose de los estudios sobre estrellas variables de Henrietta Swan Leavitt, los moldes de la concepción moderna del Universo, que llevarían después al actual modelo cosmológico aceptado de forma mayoritaria entre los astrónomos, basado en el Big Bang. Como pudieron comprobar Leavitt, Shapley y Hubble, en las estrellas están muchas de las respuestas a los enigmas universales. La astronomía ha sabido aprovechar en este tiempo las pistas cosmológicas que le han ofrecido los otros soles, desde R Leporis y las variables cefeidas, hasta las estrellas hipergigantes UY Scutii y NML Cygni, que son de las más grandes que se conocen, ya que su radio supera más de 1 500 veces el del Sol. En poco más de un siglo, los científicos han tenido que asimilar descubrimientos como el de Sirius B, la primera de las enanas blancas, cuya extraordinaria densidad resulta difícilmente comprensible; las estrellas de neutrones o púlsares, radiofaros que nos envían a velocidades vertiginosas las señales inequívocas de la muerte estelar, y los agujeros negros, el sumidero por el que se escapa de nuestra realidad todo lo imaginable, incluida la luz, merced al implacable destino que la gravedad le ha escrito a la materia. De la misma forma que los físicos de altas energías viven desde mediados del siglo XX un continuo y apasionante descubrimiento de nuevas partículas elementales de la materia, los astrofísicos han tenido que ceder a la evidencia y admitir que ni siquiera en algo tan estudiado como la naturaleza de las estrellas estaba todo descubierto. Resultaba difícil imaginar que el Cosmos era lo suficientemente caprichoso en sus formas para no establecer una frontera clara entre algo en apariencia tan distinto como un planeta y una estrella. Pero como ambos nacieron de la misma nube primordial, ahora hemos descubierto que hay más hermanos, y es posible que la familia se amplíe en el futuro. Sabíamos que Júpiter se quedó en planeta porque no alcanzó la energía suficiente para arder como estrella, pero desconocíamos la existencia de objetos subestelares que tampoco son planetas, y que el Telescopio Espacial Hubble nos presentó en 1995 al encontrar la primera enana marrón de la historia. Aunque su existencia se sospechaba desde hacía años, el Hubble detectó en 1995 una compañera oscura de la enana roja Gliese 229. El objeto descubierto era todavía más pequeño que esa estrella, de forma que los astrónomos encontraron su primer ejemplar de enana marrón. Su hallazgo fue muy importante, porque gracias a las enanas marrones podría explicarse una pequeña parte de la masa oculta del Universo (la llamada materia oscura, véase capítulo XV), del que sólo se puede observar entre un 10 y un 20 % aproximadamente. El resto es oscuro. Los astrónomos españoles han desempeñado un destacado papel en la sucesión de importantes descubrimientos de enanas marrones. En 1992, Rafael Rebolo, Eduardo L. Martín y Antonio Magazzu, del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), establecieron un método fundamental para la detección de estos objetos subestelares, cuya masa es como máximo 0,08 veces la del Sol. Se trata del test de litio, un elemento cuya presencia permite distinguir a los objetos subestelares de las estrellas. Una buena parte de los equipos internacionales que buscan enanas marrones ha tomado este método como la piedra angular de su búsqueda, con resultados espectaculares. El propio grupo del IAC ha obtenido revelaciones sorprendentes en el cúmulo estelar de las Pléyades, una mágica agrupación de soles muy jóvenes, casi todos ellos de color azul y muy calientes, que se halla a unos 415 años luz de nosotros, en la constelación de Tauro. Las Pléyades son el cúmulo más famoso, una visión mágica a través del telescopio que nos muestra centenares de estrellas arracimadas en el cielo como si fueran las perlas de un collar. Las estrellas principales, como muestran los telescopios potentes y las fotografías de larga exposición, están rodeadas de hermosas nebulosas azules. Pero no todo es azul en las Pléyades. Tal como ha descubierto el grupo de Rebolo, junto a las nueve estrellas más brillantes del cúmulo —Alcyone, Electra, Taygete, Merope, Celeno, Maia, Asterope, Atlas y Pleione— hay enanas marrones, astros a mitad de camino entre un planeta y una estrella cuya masa oscila entre 35 y 70 veces la de Júpiter. Su edad, como la del cúmulo, es de sólo 120 millones de años, una tierna infancia si la comparamos con los 4 500 o 5 000 millones que tiene el Sol. Una de ellas, descubierta por un equipo integrado por Rafael Rebolo y María Rosa Zapatero, es Teide 1, la primera enana marrón confirmada en la historia de la astronomía en el año 1995. Las enanas marrones fueron uno de los descubrimientos más importantes de la astrofísica a finales del siglo XX. No se trata de un acontecimiento concreto, como la aparición de una supernova, sino que estamos ante una nueva «especie» cósmica cuya existencia desconocíamos. Las enanas marrones son la mejor prueba de que la astronomía y la astrofísica deben recuperar una parte de la actividad observacional que habían perdido gracias a la comodidad de los modelos teóricos. Se calcula que puede haber una enana marrón por cada grado cuadrado de la bóveda celeste, y la más próxima de ellas anda a unos 15 años luz del Sol. Pero eso no significa que no pueda haber otras más próximas, como tampoco puede descartarse la teoría de Daniel Whitmire (véase capítulo I) de que hay una enana marrón deambulando por los confines del Sistema Solar. CAPÍTULO XV

El universo perdido: de los agujeros negros a la materia oscura

El investigador teórico tiene poco de envidiable, porque la naturaleza o, mejor dicho, la experimentación es juez inexorable y poco amigable de su obra. Nunca dice «sí» a una teoría. En el mejor de los casos dice «quizá», y en la enorme mayoría de las veces dice simplemente «no». Si un experimento concuerda con una teoría, significa un «quizá» y si no concuerda es «no». Es probable que a cada teoría le llegue un día su «no», y para la mayoría de ellas, muy pronto después de haber sido concebidas.

ALBERT EINSTEIN

Que el universo que conocemos tuvo un principio ha dejado de formar parte de las discusiones de los cosmólogos. La luz del violento debate entre los partidarios de la teoría del Big Bang y los defensores de un universo en estado estacionario se apagó con el paso del siglo XX al XXI, justamente en la misma proporción en la que se obtuvieron pruebas concluyentes de la gran explosión que dio origen al Cosmos en expansión que conocemos. El vestigio de aquel instante primordial está presente por todas partes en el espacio en forma de eco; es la radiación cósmica de fondo, un zumbido que puede detectarse con los radiotelescopios y que fue descubierto en 1965 por Arno Penzias y Robert Wilson. Durante la década de los 90, algunos experimentos internacionales aportaron evidencias irrefutables sobre este fondo cósmico de microondas, que supone uno de los apoyos fundamentales del Big Bang. Alexander Friedmann desde una perspectiva matemática del universo en expansión y Georges Lemaître y George Gamow con una perspectiva cosmológica son considerados los principales precursores de los modelos teóricos del Big Bang, que establecen un principio, hace unos 13 800 millones de años, en el que el Universo se creó a partir de una explosión y desde entonces se halla en expansión. El hallazgo de radiación cósmica de fondo hizo crecer exponencialmente el número de cosmólogos que respalda esta teoría, mientras que los que siguen manteniendo una visión estacionaria del Universo, que ya estaban en desventaja desde mediados del siglo XX, se han quedado en franca minoría. La paradoja de la victoria del Big Bang sobre la Teoría del Estado Estacionario consiste en que entre los partidarios de ésta figuraban algunos de los astrofísicos más destacados de la historia. El triunvirato integrado por Fred Hoyle, Hermann Bondi y Thomas Gold, precursores del modelo estacionario y principales detractores del Big Bang, no admite comparación en la historia reciente, porque se trata de tres científicos cuya autoridad no sólo está fuera de toda duda, sino que aportaron conocimientos esenciales en numerosos capítulos de la astrofísica. Resulta un tanto inquietante pensar que tres de los cosmólogos más brillantes de la historia se equivocaran, como parecen indicar las evidencias, pero lo más sorprendente es que incluso Hoyle fue autor de importantes hallazgos sobre la naturaleza estelar cuyas conclusiones parecen conducir al Big Bang. La historia de la concepción del modelo estacionario es famosa. Hoyle, Bondi y Gold la forjaron en los años 50 tras una noche juntos en el cine, pero lo más gracioso es que el término «Big Bang» lo acuñó el propio Hoyle tratando de menospreciar una teoría que le parecía absurda. En esencia, la Teoría del Estado Estacionario no discute que el Universo esté en expansión, pero sí que tuviera un principio, como postula la del Big Bang. Por contra, Hoyle y sus amigos sostenían que los huecos dejados por la expansión de las galaxias se llenan gracias a la creación continua de materia que se produce. Según ello, el Cosmos es armónico e igual en todas partes. Hoyle, Gold y Bondi, en cualquier caso, no perdieron su tiempo en discusiones baldías y a lo largo de su trayectoria hicieron muchísimas más cosas que cuestionar el Big Bang. Gold, por ejemplo, contribuyó enormemente al estudio de los púlsares, y Hoyle extendió tanto su actividad a otros campos que incluso se dedicó a la ciencia ficción con obras como La nube negra. En otra obra, de título mucho más sugestivo, La nube de la vida, Fred Hoyle se mostró evocador y revolucionario a la vez al postular que la vida surgió en las hermosas nebulosas interestelares y llegó hasta la Tierra transportada por objetos celestes como los cometas. El papel de los cometas como semilla de la vida en la Tierra es juzgado de forma escéptica por muchos científicos, que lo consideran una extravagancia. Sin embargo, además de Hoyle, pensaban de esa forma bioquímicos como el español Joan Oró, perfecto conocedor de los mecanismos fundamentales para la formación de la vida. No obstante, todavía estamos bastante lejos de saber cómo surgió exactamente la vida en la Tierra, aunque quizá obtengamos información de primera mano el día en que encontremos otras formas de vida, aunque sean primitivas, en otros lugares; tal vez en Marte o en Europa, el satélite de Júpiter. Sin duda, los agujeros negros han supuesto un descubrimiento científico de primera magnitud en el siglo XX. Además de la conmoción que supone conocer la existencia de fenómenos tan increíbles, el estudio de los agujeros negros está sugiriendo a los científicos que su papel en la evolución del Cosmos es sumamente importante. John Michell, un astrónomo inglés del siglo XVIII experto en sistemas binarios, imaginó que podía haber estrellas tan masivas que su intensa gravedad ni siquiera dejaría escapar la luz. Aunque él no llegó a conocer lo que sabemos hoy, su idea sintetiza a la perfección el concepto de lo que es un agujero negro: un lugar del Universo donde la fuerza gravitatoria es de tal magnitud que el espacio y el tiempo se curvan y todo queda absorbido por la vorágine central, incluida la luz. El camino del descubrimiento de los agujeros negros está íntimamente relacionado con el de hallazgos decisivos sobre la evolución estelar. Cuando en 1983 el astrofísico Subrahmanyan Chandrasekhar obtuvo el Premio Nobel se hizo, por fin, el reconocimiento que la ciencia tenía pendiente desde los años 30 con un visionario que rompió, con el máximo rigor científico, algunos de los dogmas de la astronomía. Aunque más tarde se nacionalizó estadounidense, Chandrasekhar nació en la India en 1910, y su interés por las investigaciones estelares le movió a conseguir una beca en Inglaterra después de publicar varios trabajos brillantes. En 1931, después de su llegada a la famosa Universidad de Cambridge, el astrofísico indio llenó de estupor a los astrónomos británicos al publicar un artículo en la prestigiosa revista Astrophysical Journal en el que demostraba con cálculos propios que las estrellas de masa superior a 1,4 veces la del Sol que ya hubiesen agotado su combustible nuclear entrarían en colapso gravitatorio. Las réplicas a su osadía fueron tan contundentes que el investigador indio se vio obligado a abandonar sus líneas de investigación, aunque nunca se retractó de sus conclusiones científicas. Arthur Eddington, máxima figura de la astronomía inglesa en la época, llegó a ridiculizarle en un papel indigno de un científico de su talla, que había tenido el privilegio de corroborar la certeza de la Teoría de la Relatividad de Einstein al comprobar, en el famoso eclipse de Sol de 1919, que la gravedad curvaba la luz de las estrellas. Lógicamente, los científicos apoyaron a Eddington, por lo que Chandrasekhar tuvo poco margen de maniobra. Sin embargo, con el paso de las décadas, los acontecimientos fueron quitando la razón a Eddington y otorgándosela al astrofísico indio, en cuyo honor se bautizó al umbral del colapso —situado en 1,4 masas solares— como Límite de Chandrasekhar. Lo que establece ese límite atañe de forma directa a las estrellas moribundas, es decir, a aquellas que ya han agotado la reserva de combustible nuclear que les ha permitido durante millones o miles de millones de años mantenerse estables al lograr un equilibrio entre la fuerza de su energía y la gravedad. Cuando una estrella poco masiva deja de arder y se comprime por efecto de la gravedad, puede terminar sus días convertida en una enana negra, el destino que espera a la mayoría de los soles, incluido el nuestro. No obstante, si la masa supera el Límite de Chandrasekhar, el final es muy diferente y se produce un colapso que puede conducir a la formación de un agujero negro o de una estrella de neutrones tras pasar por la etapa de enana blanca. El Premio Nobel que se le concedió en 1983, doce años antes de su muerte en 1995, llegó tarde, pero llegó. Algunos creen que el ilustre astrónomo nunca superó los sinsabores que le produjeron las feroces críticas de Eddington, su propio maestro en Cambridge, pero como en todo, la verdad también se abre camino en la ciencia y el legado de Chandrasekhar ha sido algo fundamental para el estudio del Cosmos. Chandrasekhar desarrolló su modelo sin saber la existencia de las estrellas de neutrones, que se descubrieron después. En julio de 1967, la astrónoma irlandesa Jocelyn Bell Burnell captó una señal de radio anormal en la constelación de Vulpecula cuando trabajaba con un nuevo radiotelescopio en Cambridge. Se trataba de un pulso regular que se recibía cada segundo, aproximadamente, lo que le hizo sospechar, junto a su director de tesis, Antony Hewish, que podía provenir de una civilización extraterrestre, ya que no se conocía nada parecido. Por esa razón dieron a la señal una denominación en clave: LGM1, las iniciales de Little Green Men (Hombrecillo verde). Más tarde, al comprobarse que existían radiofuentes similares en otras zonas del cielo quedó claro que el origen no era artificial y se terminó identificando el primer púlsar, una estrella de neutrones en rápida rotación que emite señales de radio con pulsos regulares. El púlsar descubierto por Jocelyn Bell se denominó inicialmente CP 1919, aunque una vez conocida su verdadera naturaleza se modificó por PSR B1919+21. A su identificación como fuente originada por una estrella de neutrones contribuyeron decisivamente Fred Hoyle y Thomas Gold. El descubrimiento del primer púlsar acabaría dando origen a una controversia científica años después, cuando en 1974 Antony Hewish y Martin Ryle recibieron el Premio Nobel de Física, del que fue excluida Jocelyn Bell a pesar de que ella fue la protagonista principal del hallazgo. La astrónoma, sin embargo, siempre ha restado importancia a aquel hecho y, pese a no recibir el Nobel, sí que ha obtenido numerosos reconocimientos, tanto por su gran descubrimiento como por su extraordinaria trayectoria científica. Púlsares, supernovas y agujeros negros son escenarios que aguardan a las estrellas masivas en el final de su existencia. Además del de Chandrasekhar, existe otro umbral determinante para las estrellas masivas: se trata del Límite de Tolman-Oppenheimer-Volkoff, establecido por los científicos Julius R. Oppenheimer y George M. Volkoff a partir de los estudios previos de Richard C. Tolman. Lo que establece este límite es que a partir de unas tres masas solares, una estrella de neutrones puede convertirse en un agujero negro, un objeto tan masivo que su fuerza gravitatoria retiene también la luz, por lo que no es observable ópticamente. La imposibilidad de que nos llegue luz desde un agujero negro impide que podamos observarlos, pero actualmente hay tantas pruebas abrumadoras de su presencia en numerosos puntos del Cosmos, que casi nadie duda de su existencia. El primer sospechoso de ser un agujero negro fue X-1, un complejo sistema estelar binario situado a 8 000 años luz de nosotros, que es una intensa fuente de emisiones de rayos X. La estrella principal es una supergigante azul a la que una compañera invisible con una masa unas 15 veces superior a la del Sol succiona implacablemente violentos chorros de gas. La enorme atracción gravitatoria de la compañera invisible ha hecho suponer a los astrónomos que se trata de un agujero negro. El número de candidatos a agujero negro ha aumentado de forma notable. Se sospecha, además, que la Vía Láctea y las demás galaxias tienen en su centro un gigantesco agujero negro. Aunque la luz no pueda escapar de ellos, la agitación gravitatoria de sus alrededores delata a los agujeros negros, ya que en su entorno sí que se produce radiación electromagnética. Con ellos ocurre algo similar a los tornados: aunque no puede verse el ojo, podemos observarlos por el remolino de objetos que arrastran hacia el interior del vórtice. El «ojo» de un agujero negro permanece así como un misterio para nosotros, porque no podemos ver nada más allá del horizonte de sucesos, la línea cósmica que separa, a modo de frontera, el punto a partir del cual la velocidad de escape es superior a la de la luz. Dentro del agujero negro, la singularidad es el punto en el que se alcanza una densidad infinita. Singularidad y horizonte de sucesos son dos términos que se hicieron famosos gracias a Stephen Hawking, el astrofísico inglés al que una esclerosis lateral multiforme no le ha impedido convertirse en el heredero de la responsabilidad que asumieron en otros tiempos Isaac Newton y Albert Einstein. Nadie como él ha sabido explicar mejor a la gente lo que es un agujero negro, aunque quizá fuera mejor decir cómo podemos imaginarlo. Su enfermedad le impide hablar, moverse y otras funciones básicas, pero su cerebro continúa siendo uno de los más lúcidos de la historia de la cosmología, y desde su silla de ruedas se embarcó hace tiempo en el reto de encontrar una teoría unificada del Universo, el sueño que no pudo cumplir Albert Einstein y que debe conciliar las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza: la gravedad, la radiación electromagnética, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil. Hawking no sólo no cree en un universo estacionario, sino que ha postulado que el Big Bang fue producto de una singularidad, es decir, de un lugar de densidad infinita del que nació el Cosmos y ahora está expandiéndose. En su obra Historia del tiempo dice lo siguiente: «Si el universo entero se colapsara de nuevo tendría que haber otro estado de densidad infinita en el futuro, el Big Crunch, que constituiría el final del tiempo. Incluso si no se colapsase de nuevo, habría singularidades en algunas regiones localizadas que se colapsarían para formar agujeros negros. Estas singularidades constituirían el final del tiempo para cualquiera que cayese en el agujero negro. En el Big Bang y en las otras singularidades, todas las leyes habrían fallado, de modo que Dios aún habría tenido completa libertad para decidir lo que sucedió y cómo comenzó el Universo». Convencido de que puede elaborarse una teoría unitaria, Hawking sostiene que «cuando combinamos la mecánica cuántica con la relatividad general parece haber una nueva posibilidad que no surgió antes: el espacio y el tiempo juntos podrían formar un espacio de cuatro dimensiones finito, sin singularidades ni fronteras, como la superficie de la Tierra pero con más dimensiones. Parece que esta idea podría explicar muchas de las características observadas en el Universo, tales como su uniformidad a gran escala y también las desviaciones de la homogeneidad a más pequeña escala, como las galaxias, las estrellas e, incluso, los seres humanos». La concepción de un universo poblado de agujeros negros fue un reto difícil de asumir. Y mientras la ciencia aún digería la certeza de que la Vía Láctea y las demás galaxias deben tener un agujero negro en su centro, otras ecuaciones cósmicas empezaron a desmoronarse a finales del siglo XX. Todo empezó cuando la astrónoma estadounidense Vera Rubin demostró que, en contra de lo que debía esperarse, las estrellas que pueblan los brazos exteriores de las galaxias orbitan a la misma velocidad que las más cercanas al centro. Sus observaciones fueron cuestionadas durante años, pero pasado un tiempo la astrofísica tuvo que admitir la principal evidencia de que la mayor parte de la masa del Universo permanece oculta. Así nació el concepto de la materia oscura, que actualmente constituye el principal enigma cósmico, en cuya resolución están comprometidos numerosos centros de investigación y observatorios astronómicos. Han surgido diferentes hipótesis, pero la realidad patente es que la ciencia desconoce hoy la verdadera naturaleza de un 70 o un 80 % de la masa del Universo, que es invisible y no puede observarse ni escucharse, ya que no emite radiaciones electromagnéticas. Se cree que la mayor parte de ella forma grandes halos exteriores en cada galaxia, pero en este capítulo está todo por resolver. La primera persona que sospechó la existencia de materia no visible que actuaba gravitatoriamente en las galaxias fue Fritz Zwicky en los años 30 del siglo XX. Sus cálculos para explicar el movimiento de las galaxias y la fuerza gravitatoria que conseguía mantener unidas a sus estrellas daban a entender que era necesaria mucha más masa de la que podía observarse por los telescopios. Pero la clave ineludible llegó con Vera Rubin cuando demostró que, en contra de lo que debía suceder, las galaxias giran a la misma velocidad en las proximidades del centro que en los brazos exteriores. Hoy, algunas teorías hablan de un 70 % y otras del 80 o el 90 % de materia invisible, que no debe confundirse con la energía oscura, ya que ésta es, según se cree, la que produce la fuerza repulsiva que está acelerando el universo en expansión, dando lugar a lo que los astrofísicos denominan una expansión acelerada. La naturaleza de la materia oscura constituye el principal reto actual de la astrofísica. Entre las hipótesis para explicarla se mencionan partículas elementales o cuerpos celestes como los MACHO, objetos masivos de halo, cuyo acrónimo deriva de la denominación en inglés: Massive astrophysical compact halo object, entre los que se incluyen las enanas marrones, grandes planetas y otros objetos celestes con escasa o nula radiación electromagnétca. Sin embargo, no parece que los objetos MACHO puedan ser suficiente para justificar el desequilibrio entre la masa visible y la no observable, por lo que la astrofísica tiene como principal asignatura pendiente la resolución de la verdadera naturaleza de ese universo que mayoritariamente permanece oculto a nuestros ojos. Aceptada la teoría de que el Universo tuvo su origen en el Big Bang y asumido que el animal cósmico que son los agujeros negros habita el centro de las galaxias, los dos grandes enigmas astronómicos que comparten el reto científico del siglo XXI son los de la materia oscura y la confirmación de que la vida no es patrimonio exclusivo de la Tierra. No sabemos cuál de los dos se descifrará antes, aunque en lo que concierne a la vida extraterrestre es probable que el ser humano deba cambiar su visión histórica. Ya sabíamos que para encontrar otras civilizaciones avanzadas será necesario buscar en otras estrellas, más allá del Sistema Solar, pero si algo fundamental han aportado las últimas misiones espaciales a Marte, Júpiter, Saturno y Plutón son las claves para entender que, en contra de lo que creíamos, la vida no es algo excepcional y, tal vez, esté presente en lugares que la ciencia nunca pensó que fueran habitables. La constatación de que organismos extremófilos viven y se aclimatan sin problemas en enclaves tan contaminados como el río Tinto o en las fumarolas submarinas de nuestro planeta invita a valorar con amplitud de miras la posibilidad de que también haya vida en el océano del inhóspito Plutón o en las remotas lunas Europa, Titán y Encélado. Aunque parezca muy difícil, probablemente la ciencia encuentre antes su respuesta a la pregunta de si estamos solos en el Universo que al dilema de saber lo que hubo antes del Big Bang. A esto último, el gran Stephen Hawking responde sabiamente que esta cuestión equivale a plantearse «qué hay al norte del Polo Norte». Tablas

TABLA 1

PRINCIPALES SATÉLITES DEL SISTEMA SOLAR distancia diámetro planeta al planeta mayor y satélite (en km) (en km) descubridor año TIERRA Luna 384 000 3 476

MARTE Fobos 9 378 27 Asaph Hall 1877 Deimos 23 459 16 Asaph Hall 1877

JÚPITER Ganímedes 1 070 000 5 262 Galileo 1610 Io 422 000 3 643 Galileo 1610 Europa 671 000 3 122 Galileo 1610 Calisto 1 883 000 4 821 Galileo 1610 Amaltea 181 000 262 E. E. Barnard 1892 Himalia 11 480 000 170 C. D. Perrine 1904 Tebe 122 000 110 Nave Voyager 1979 Elara 11 737 000 86 C. D. Perrine 1905 Pasiphae 23 500 000 60 Melotte 1908 Carme 22 600 000 46 Nicholson 1938 Metis 128 000 43 Nave Voyager 1979 Sinope 23 700 000 38 Nicholson 1914 Lysithea 11 720 000 36 Nicholson 1938 Ananke 21 200 000 28 Nicholson 1951 distancia diámetro planeta al planeta mayor y satélite (en km) (en km) descubridor año JÚPITER (cont.) Adrastea 129 000 26 Nave Voyager 1979 Leda 11 094 000 20 Kowal 1974

SATURNO Titán 1 222 000 5 150 C. Huygens 1655 Rhea 527 000 1 528 J. D. Cassini 1672 Japeto 356 100 1 436 J. D. Cassini 1671 Dione 377 000 1 118 J. D. Cassini 1684 Tethys 295 000 1 046 J. D. Cassini 1684 Encélado 238 000 500 William Herschel 1789 Mimas 186 000 415 William Herschel 1789 Hyperion 148 100 360 William C. Bond 1848 Febe 129 520 230 W. H. Pickering 1898 Epymetheus 151 000 194 Nave Voyager 1980 Jano 151 000 138 A. C. Dolfus 1966 Pandora 141 700 110 Nave Voyager 1980 Prometeo 139 350 100 Nave Voyager 1980 Atlas 137 670 37 Nave Voyager 1980 Helene 377 000 36 Nave Voyager 1980 Siarnaq 17 500 000 32 B. J. Gladman 2000 Telesto 295 000 30 Nave Voyager 1980 Calypso 295 000 30 Nave Voyager 1980 Albiorix 16 182 000 26 Holman/Spahr 2000 Pan 134 000 20 Nave Voyager 1990 Paaliaq 15 200 000 20 B. J. Gladman 2000

URANO Titania 436 000 1 578 William Herschel 1787 Oberon 583 000 1 523 William Herschel 1787

Umbriel 266 000 1 169 William Lassell 1851 Ariel 191 000 1 158 William Lassell 1851 Miranda 130 000 472 Gerard P. Kuiper 1948 Sycorax 1 221 300 190 Nicholson 1997 Puck 86 000 162 Nave Voyager 1985 Porcia 66 000 136 Nave Voyager 1986 Caliban 71 690 98 Gladman 1997 Julieta 64 000 94 Nave Voyager 1986 Belinda 75 000 81 Nave Voyager 1986 distancia diámetro planeta al planeta mayor y satélite (en km) (en km) descubridor año URANO (cont.) Cresida 62 000 80 Nave Voyager 1986 Perdita 76 000 80 Karkoschka 1999 Rosalinda 70 000 72 Nave Voyager 1986 Desdémona 63 000 64 Nave Voyager 1986 Bianca 59 000 51 Nave Voyager 1986 Ofelia 54 000 43 Nave Voyager 1986 Cordelia 50 000 40 Nave Voyager 1986 Próspero 16 568 000 30 Holman 1999 Setebos 17 681 000 30 Kavelaars 1999 Stefano 79 480 20 Gladman 1999

NEPTUNO Tritón 355 000 2 707 William Lassell 1846 Proteo 118 000 418 Nave Voyager 1989 Nereida 5 509 000 340 Gerard P. Kuiper 1949 Larisa 74 000 216 Nave Voyager 1989 Galatea 62 000 204 Nave Voyager 1989 Despina 53 000 190 Nave Voyager 1989 Thalassa 50 000 108 Nave Voyager 1989 Naiad 48 000 96 Nave Voyager 1989 Halimede 16 611 000 62 M. J. Holman 2002 Neso 48 000 000 60 Holman/Gladman 2002 Sao 22 400 000 48 M. J. Holman 2002 Laomedeia 23 571 000 42 M. J. Holman 2002 Psamathe 46 695 000 28 Sheppard/Jewitt 2003

PLUTÓN Caronte 19 600 1 207 James W. Christy 1978 Hidra 67 800 55 Telescopio Hubble 2005 Cerbero 59 000 34 Telescopio Hubble 2011 Estigia 42 000 25 M. R. Showalter 2012

En Júpiter, Saturno y Urano la lista sólo incluye los satélites con diámetro igual o mayor de 20 kilómetros. FUENTES: NASA/Jet Propulsion Laboratory (JPL) y Unión Astronómica Internacional (IAU).

TABLA 2

PLANETAS EXTRASOLARES POTENCIALMENTE HABITABLES distancia al Sol clase masa radio período nombre (años luz) estrella (Tierra=1) (Tierra=1) (días) Próxima Centauri b 4,2 M 1,3 1,1 11,2 TRAPPIST-1 e 39 M 0,6 0,9 6,1 Kepler-442 b 1 115 K 2,3 1,3 112,3 GJ 667 C c 22 M 3,8 1,5 28,1 GJ 667 C f* 22 M 2,7 1,4 39,0 Kepler-1229 b 769 M 2,7 1,4 86,8 TRAPPIST-1 f 39 M 0,7 1,0 9,2 LHS 1140 b 41 M 6,6 1,4 24,7 * 13 M 4,8 1,6 48,6 Kepler-62 f 1 200 K 2,8 1,4 267,3 Kepler-186 F 561 M 1,5 1,2 129,9 GJ 667 C e* 22 M 2,7 1,4 62,2 TRAPPIST-1 g 39 M 1,3 1,1 12,4

* Exoplanetas candidatos pendientes de confirmación. FUENTE: Planetary Habitability Laboratory (PHL)/Universidad de Puerto Rico.

TABLA 3

LAS 20 ESTRELLAS MÁS CERCANAS AL SOL magnitud magnitud tipo distancia nombre aparente1 absoluta2 espectral (años luz) Próxima Centauri 11,0 15,5 M5 4,2 Alfa Centauri3 0,0 4,4 G2 4,4 Estrella de Barnard 9,5 13,2 M4 6,0 Wolf 359 13,4 16,6 M6 7,8 Lalande 21185 7,5 10,4 M2 8,3 Sirius –1,5 1,4 A1 8,6 Luyten 726-8 12,5 15,4 M5 8,7 Ross 154 10,4 13,1 M3 9,7 Ross 248 12,3 14,8 M5 10,3 Epsilon Eridani 3,7 6,2 K2 10,5 7,3 9,8 M0 10,7 Ross 128 11,1 13,5 M4 10,9 EZ Aquarii 13,3 15,6 M5 11,1 Procyon 0,4 2,7 F5 11,4 5,2 7,5 K3 11,4 Struve 2398 8,9 11,2 M3 11,5 Groombridge 34 8,1 10,3 M1 11,6 Epsilon Indi 4,7 6,9 K5 11,8 DX Cancri 14,8 17,0 M6 11,8 Tau Ceti 3,5 5,7 G8 11,9

1. La magnitud aparente corresponde al brillo tal como se observa. 2. La magnitud absoluta corresponde al brillo que tendría la estrella a una distancia de 10 (32,6 años luz). 3. Los datos de Alfa Centauri corresponden a la estrella Rigil Kentaurus (Alfa Centauri A), la componente principal del sistema. FUENTES: Research Consortium of Nearby y NASA.

TABLA 4

SISTEMAS ESTELARES BINARIOS magnitud magnitud aparente aparente separación de la estrella de la estrella separación angular nombre principal secundaria (en millones km)1 (en segundos) Alfa Centauri 0,0 1,4 3 500 19,7 Sirius –1,5 8,5 3 000 4,5 Castor 2,0 2,8 11 400 2,7 Eta Cassiopeiae 3,5 7,2 9 700 12,0 Porrima 3,5 3,5 6 800 3,6 Mizar 2,3 4,0 42,5 14,5 Beta Capricorni 3,2 6,2 375 205 Dubhe 1,9 4,9 4 300 0,7 Eta C. Borealis 5,6 5,9 1 900 1,0 2,9 6,3 16 000 7,4

1. Como referencia para comparar la separación de las estrellas de esta tabla pueden tomarse la distancia entre el Sol y la Tierra, que es de 150 millones de km, y la del Sol a Plutón, que es de 5 900 millones de km.

TABLA 5

PRINCIPALES CRÁTERES DE IMPACTO EN LA TIERRA diámetro antigüedad nombre y lugar latitud longitud (en km) (en años) Chicxulub Yucatán (México) 21o 20′ N 89o 30′ O 180 65 000 000 Manicouagan Quebec (Canadá) 51o 23′ N 68o 42′ O 100 212 000 000 Lago Karakul (Tayikistán) 38o 57′ N 73o 24′ E 45 10 000 000 Lago Mitastin Labrador (Canadá) 55o 53′ N 63o 18′ O 28 38 000 000 Gosses Bluff Territorio Norte (Australia) 23o 50′ S 132o 19′ E 22 143 000 000 Deep Bay Saskatchewan (Canadá)1 56o 24′ N 102o 59′ O 13 100 000 000 Bosumtwi (Ghana) 06o 32′ N 01o 25′ O 11 1 300 000 Roter Kamm (Namibia) 27o 46′ S 16o 18′ E 2,5 5 000 000 Meteor Crater Arizona (Estados Unidos) 35o 02′ N 111o 01′ O 1,2 49 000 Wolfe Creek (Australia) 19o 18′ 127o 46′ E 0,9 300 000

1. Antigüedad incierta, con un margen de error de 50 millones de años. Todas las cifras de antigüedad son aproximadas. Bibliografía comentada

Alfonseca, Manuel, Diccionario Espasa. 1000 grandes científicos, Espasa Calpe, Madrid, 1996. Una impagable recopilación con las síntesis biográficas del millar de científicos más destacado de la historia, con una nutridísima representación de astrónomos y cosmólogos de todos los tiempos. Alvarez, Walter, Tyrannosaurus rex y el cráter de la muerte, Crítica, Barcelona, 1997. El descubrimiento del impacto cósmico de hace 65 millones de años, contado paso a paso por su propio artífice. Incluye referencias a la teoría de Némesis y los ciclos de extinción en la Tierra. Anguita, Francisco, Historia de Marte, Planeta, Barcelona, 1998. Publicado tras la llegada de la nave Mars Pathfinder a Marte en 1997, este libro es una de las mejores obras sobre el planeta rojo. Se analiza en detalle la función del agua en la naturaleza marciana. Arago, Francisco, Grandes astrónomos anteriores a Newton, Espasa Calpe, Madrid, 1962. Una buena referencia para comprender la evolución de los conceptos sobre el Universo en la Antigüedad, con protagonistas tan importantes como Johannes Kepler y Nicolás Copérnico. El prólogo, casi tan interesante como la obra, es de Alexander von Humboldt. —, Grandes astrónomos. De Newton a Laplace, Espasa Calpe, Madrid, 1968. Menos interesante que el anterior, pero sólo por la importancia de Newton merece la pena leerlo. Arcimís, Augusto T., Astronomía Popular, Montaner y Simón, Barcelona, 1901. Versión en dos tomos de la obra El telescopio moderno, del mismo autor. No tiene la calidad de otros libros de la época, como los de Comas Solá, pero es un buen título de la astronomía española de principios del siglo XX. Asimov, Isaac, El Universo, Alianza Editorial, Madrid, 1971. La enorme nube de descubrimientos cosmológicos de las últimas décadas ha dejado algo anticuada esta obra, pero sigue mereciendo la pena porque describe perfectamente la evolución de las principales teorías. —, Alpha Centauri, la estrella más próxima, Alianza Editorial, Madrid, 1976. Un fascinante libro de bolsillo que recrea la similitud con el Sol de ésta y otras estrellas cercanas. Su profusión de tablas informativas no tiene desperdicio. Aupí, Vicente, Atlas del firmamento, Planeta, Barcelona, 2007. Battaner López, Eduardo, Planetas, Alianza Editorial, Madrid, 1991. Una de las escasas obras en las que un divulgador español desmenuza uno a uno a los miembros del Sistema Solar y no evita la referencia a Vulcano. Bertin, Leon, La tierra, nuestro planeta, Labor, Barcelona, 1965. Sólo se encuentra en librerías antiguas, ya que forma parte de la excelente colección divulgativa de Labor. Todas las ciencias de la Tierra confluyen aquí en una de las mejores obras globales sobre nuestro planeta, en la que destacan las perspectivas geológica y astronómica. Booth, Nicholas, El espacio en los próximos 100 años, Planeta, Barcelona, 1991. Obra de referencia para los interesados en la aeronáutica y la exploración espacial. Todas las misiones espaciales de la historia aparecen descritas, y las del futuro, también. Bullón, Joan Manuel, Nuevo Catálogo Messier, Marcombo, Barcelona, 2017. Uno de los mejores observadores del cielo nos lleva de viaje por los objetos celestes más asequibles para el entusiasta del cielo profundo, que encontrará aquí una guía del siglo XXI para el catálogo más famoso de todos los tiempos. Bürgel, Bruno H., Los mundos lejanos, Labor, Barcelona, 1942. El contenido está a la altura del sugestivo título, que lo dice todo sobre el pensamiento del autor. Una visión del Universo a caballo entre la ciencia y la poesía. Calder, Nigel, ¡Que viene el cometa!, Salvat Editores, Barcelona, 1985. Lo escribió con motivo del regreso del Halley en 1986, pero su texto es tan brillante y divertido que hace comprender al lector actual el pánico visceral del hombre a los astros errantes con cabellera y cola. Clube, Victor, y Bill Napier, El invierno cósmico, Alianza Editorial, Madrid, 1995. Memorándum de las catástrofes por impactos de meteoritos a lo largo de la historia. Comas Solá, José, El cielo, Casa Editorial Seguí, Barcelona, 1929. Puede que sea el libro de astronomía más bello que se ha editado en España durante el siglo XX. Los textos de Comas Solá quedan eclipsados a veces por las maravillosas ilustraciones. Comellas, José Luis, Guía del Firmamento, Rialp, Madrid, 2013. Una de las obras españolas con mayor volumen de datos para explorar el cielo con telescopio. El autor se ha preocupado de actualizar su amplio contenido. Cooper, Henry S. F., Jr., La imagen de Saturno, Editorial Juventud, Barcelona, 1981. Una narración en directo de la llegada de la nave Voyager a Saturno, a cargo de un testigo directo en la NASA. Cornelius, Geoffrey, Manual de los cielos y sus mitos, Blume, Barcelona, 1998. Constelación por constelación, astro por astro, Cornelius habla de la magia y los misterios del cielo con la certeza de que en él quedan muchas cosas por descubrir. Desonie, Dana, Colisiones cósmicas, Omega, Barcelona, 1996. Una visión realista del riesgo de impactos de asteroides y cometas con la Tierra y de las huellas dejadas por ambos a lo largo de la historia. El prólogo lo escribieron a medias David H. Levy y el matrimonio formado por Carolyn y Eugene Shoemaker. Einstein, Albert, Sobre la Teoría de la Relatividad Especial y General, Editorial Debate, Madrid, 1998. Una introducción escrita en 1916 por el mayor genio del siglo XX. Las fórmulas matemáticas sólo aparecen donde resulta inevitable. Fernández Castro, Telmo, La construcción de los cielos, Espasa Calpe, Madrid, 2000. Su título lo dice todo: los pasos del hombre para construir su modelo cosmológico, desde el principio de los tiempos a los agujeros negros. Flammarion, Camille, Astronomía Popular, Montaner y Simón, Barcelona, 1963. Existen numerosas ediciones de esta fabulosa obra, una de las más difundidas en Europa durante el siglo XX. Cualquiera de ellas es una invitación a mirar hacia las estrellas. —, La atmósfera, Montaner y Simón, Barcelona, 1902. Una joya de la divulgación científica en dos tomos. No habla sólo del clima, sino que también hay numerosas referencias a acontecimientos celestes como las estrellas fugaces. Galadí-Enríquez, David, A ras de cielo, Ediciones B, Barcelona, 1998. Un libro inédito para aprender a ser sabios de la astronomía sin telescopio; sólo observando el cielo con nuestros propios ojos y tratando de comprender los mensajes de las estrellas y los planetas. Galilei, Galileo, y Johannes Kepler, El mensaje y el mensajero sideral, Alianza Editorial, Madrid, 1984. La correspondencia y los escritos de Galileo y Kepler nos ofrecen pistas sobre el distinto talante con el que ambos estudiaban el Cosmos y las sensaciones que les producía la observación de cada astro. Hathaway, Nancy, El Universo para curiosos, Crítica, Barcelona, 1996. Sin duda, uno de los libros de divulgación astronómica mejor escritos. Hechiza desde la primera página y emociona cuando narra las peripecias de los protagonistas de la historia de la astronomía. Hawking, Stephen, Historia del tiempo, Crítica, Barcelona, 1988. Los agujeros negros y el destino del Universo explicados por el científico que mejor los entiende. Hoyle, Fred, Iniciación a la astronomía, Blume, Madrid, 1975. Quizá demasiado sintético, pero sólo por la autoridad de su autor es aconsejable leerlo. Contiene algunas fotografías memorables. —, La nube de la vida, Crítica, Barcelona, 1978. Escrito junto a N. C. Wickramasinghe, este libro contiene las creencias de Hoyle acerca del papel de las nebulosas interestelares en la formación de la vida. Es posible que el tiempo le dé la razón. Kidger, Mark, The of Bethlehem: An Astronomer’s View, Princeton University Press, Trenton, Nueva Jersey, 1999. Una de las aproximaciones más rigurosas al misterio de la Estrella de Belén. Koestler, Arthur, Kepler, Salvat Editores, Barcelona, 1987. La mejor biografía del genio que estableció las leyes que rigen los movimientos de los planetas. Levy, David H., Observar el cielo, Planeta, Barcelona, 1995. Excelente introducción a la astronomía de uno de los descubridores del cometa que se precipitó contra Júpiter en 1994. Su formato y la infinidad de ilustraciones de su interior lo hacen de lo más sugestivo. Lopesino, Jordi, Aprender astronomía con 100 ejercicios prácticos, Marcombo, Barcelona, 2013. El enfoque eminentemente práctico de esta obra no sólo ayudará a conocer el cielo, sino también a manejar los instrumentos para observarlo, como los prismáticos y el telescopio, y recursos tan básicos como el planisferio. Marfeld, A. F., El Universo y nosotros, Labor, Barcelona, 1959. El «nosotros» es tan importante en esta obra como el «Universo», de ahí que el texto trate de explicar la evolución sobre la Tierra en el contexto de los conocimientos sobre el Cosmos. Martínez, V. J.; Miralles, J. A.; Marco, Enric; Galadí-Enriquez, D., Astronomía fundamental, Universidad de Valencia, Valencia, 2005. Una introducción a la astronomía especialmente útil para estudiantes y quienes quieran iniciarse profesionalmente algún día en el estudio del Universo. De la mano de reconocidos investigadores. Mataix Loma, Carmen, Newton (1642-1726), Ediciones del Orto, Madrid, 1995. Una pequeña biografía de 87 páginas con la descripción básica de las teorías de Isaac Newton. Menzel, Donald H., y Jay M. Pasachoff, Guía de campo de las estrellas y los planetas, Omega, Barcelona, 1985. Las lagunas de la traducción al castellano no empañan esta completa guía de observación que creó Menzel en los años 50 y ha encontrado un digno sucesor en Pasachoff. Moore, Patrick, El Atlas del Universo, Labor, Barcelona, 1970. Por su gigantesco formato sigue siendo una de las obras astronómicas más grandes y mejor editadas, pero es necesario buscarlo en librerías de lance. Editado en pleno programa Apolo, contiene numerosas fotografías de la Tierra vista desde el espacio y de los primeros pasos de Neil Armstrong y Buzz Aldrin en la Luna. —, La Luna, Blume, Madrid, 1986. Sólo tiene 96 páginas, pero la información sobre la Luna es muy completa. Incluye toda la cartografía y la relación completa de cráteres y principales accidentes lunares clasificados por coordenadas. También habla de los Fenómenos Transitorios Lunares (TLP). Muchnik, Mario, Albert Einstein, Editorial Lumen, Barcelona, 1989. Una biografía sucinta del autor de la Teoría de la Relatividad. Recoge numerosos pasajes inéditos de la vida del genio. Nicolson, Iain, El Sol, Blume, Madrid, 1982. Para conocer por dentro la estrella que nos alumbra cada día. Es de la misma colección que La Luna, de Patrick Moore. Parker, Barry, El sueño de Einstein, Ediciones Cátedra, Madrid, 1994. Una conmovedora obra que nos cuenta los infructuosos intentos de Einstein para encontrar una teoría unificada del Universo. Poe, Edgar Allan, Eureka, Alianza Editorial, Madrid, 1972. Una de las obras menos conocidas del famoso autor de libros de misterio. Sus párrafos contienen el primer planteamiento acertado sobre la Paradoja de Olbers para explicar por qué el cielo es oscuro por la noche. Raymo, Chet, El alma de la noche, Progensa, Sevilla, 1989. Preguntas y respuestas bajo las estrellas de la mano de un magnífico escritor-científico. Ridpath, Ian (ed.), Diccionario de Astronomía, Oxford-Complutense, Madrid, 1998. Imprescindible como obra de consulta sobre personas, hechos y conceptos. Rodés, Luis, El firmamento, Salvat Editores, Barcelona, 1941. El director del Observatorio del Ebro, en Tortosa, se erigió con esta obra en el gran divulgador español de la astronomía junto a José Comas Solá. La edición reducida se encuentra fácilmente en las librerías de lance, pero la obra completa, una auténtica maravilla, es más esquiva. Rudaux, Lucien, y Gerard de Vaucoleurs, Astronomía. Los astros, el Universo, Labor, Barcelona, 1962. Un extraordinario libro que no envejece por la magnitud de sus contenidos, que inició Rudaux poco antes de su muerte y tuvo que concluir Vaucoleurs. El capítulo sobre astronáutica es de los tiempos del Sputnik. Ruiz de Gopegui, Luis, Rumbo al cosmos, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1999. Testigo directo de las misiones espaciales de la NASA, el profesor Ruiz de Gopegui hace una brillante incursión en los conocimientos actuales sobre el Universo. Sagan, Carl, Cosmos, Planeta, Barcelona, 2004. La obra cumbre del mayor divulgador de la astronomía y las teorías sobre el Universo. Las 21 ediciones de este libro hablan por sí solas de su interés. —, Un punto azul pálido, Planeta, Barcelona, 1995. Menos interesante que Cosmos pero con capítulos sobre la exploración del Sistema Solar que valen la pena. Sagan, Carl, e I. S. Shklovskii, Vida inteligente en el Universo, Reverté, Barcelona, 1982. El mejor libro de la historia acerca de la búsqueda de vida extraterrestre. Sagan y Shklovskii lo escribieron a medias después de que éste publicara en la URSS la primera edición. No tiene desperdicio. Schiaparelli, Giovanni Virginio, La astronomía en el Antiguo Testamento, Espasa Calpe, Madrid, 1969. Describe los conocimientos de la antigua astronomía árabe y del pueblo hebreo. De la misma colección que los libros de astronomía antigua de Arago. Sérsic, José Luis, La exploración de Marte, Labor, Barcelona, 1976. Escrito poco antes del aterrizaje de la primera Viking en Marte. Un ensayo encomiable que recopila todos los conocimientos sobre Marte tras el vuelco producido por las sondas Mariner en la concepción del planeta rojo. Shapley, Harlow, Galaxias, Editorial Pleamar, Buenos Aires, 1947. Todavía pueden encontrarse en las librerías antiguas de España ejemplares de este tesoro de la historia de la astronomía. Rival de Hubble, Shapley nos narra aquí la sucesión de observaciones que a él y a otros astrónomos de principios del siglo XX les revelaron la expansión del Universo y las verdaderas escalas cósmicas. Láminas

EL ATAÚD DE LOS DINOSAURIOS. Esta ilustración recrea los instantes previos a la catástrofe cósmica que debió de producirse hace 65 millones de años con la caída de un gigantesco meteorito sobre la Tierra. El científico Nigel Calder, experto en cometas y en el clima de la Tierra, define este episodio como «el ataúd de los dinosaurios». Lo cierto es que desde 1979 se han sucedido abrumadoramente las pruebas de un impacto que acabó con la vida de tan imponentes seres. (Ilustración de Patricia Iranzo.)

LUIS Y WALTER ALVAREZ. El descubrimiento del choque de un meteorito de gran tamaño con la Tierra hace 65 millones de años se debe al geólogo Walter Alvarez y a su padre, Luis Alvarez, ambos de la Universidad de Berkeley. Walter detectó que en los estratos de la corteza terrestre hay una anormal presencia de iridio en el paso del período Cretácico al Terciario. La prueba más importante del impacto fue la aparición del cráter de Chicxulub, en la península de Yucatán, la fosa abierta por el gigantesco cuerpo celeste cuya colisión hizo desaparecer a los dinosaurios de la faz de la Tierra. Padre e hijo posan aquí en Gubbio (Italia), uno de los lugares clave de sus investigaciones. (Lawrence Berkeley Laboratory.)

EL CRÁTER DE CHICXULUB. Las investigaciones de Walter Alvarez y Luis Alvarez han servido para encontrar numerosas pruebas de un impacto meteorítico sobre la Tierra. Cuando sus estudios ya contaban con abrumadoras pruebas, llegó la mayor de todas: el descubrimiento del cráter de Chicxulub, con un diámetro próximo a los 180-200 km. Walter Alvarez y sus compañeros lo llamaron «la pistola humeante». (Fuente: NASA.)

LOS CICLOS DE LAS EXTINCIONES. La teoría sobre la existencia de Némesis nace tras los estudios de los paleontólogos David Raup y Jack Sepkoski, que encontraron en el registro fósil la prueba de que la vida en la Tierra no se extingue de forma aleatoria en el tiempo, sino que está marcada por ciclos cuya periodicidad podría oscilar entre 26 y 32 millones de años. Este gráfico marca el ciclo de extinciones hallado por Raup y Sepkoski desde hace 250 millones de años hasta la actualidad. (Fuentes: David Raup-Jack Sepkoski y Richard A. Muller.)

ASTROS ENTRE LAS SOMBRAS. La sonda espacial Clementine captó esta espectacular imagen en 1994, cuando pasó por detrás de la Luna y ésta ocultó al Sol como si se tratara de un eclipse. Al apagarse el fulgor del astro rey, tras la sombra de la Luna surgió la corona solar y Venus, que se hallaba en la misma perspectiva pero momentos antes permanecía eclipsado por la intensa luz. Esta foto ilustra las condiciones en las que Urbain Jean Joseph Le Verrier y otros astrónomos buscaron en el siglo XIX el planeta Vulcano aprovechando las escasas sombras que les brindaban los eclipses solares. (NASA/JPL/ U. S. Geological Survey.)

AGUA CONGELADA EN MERCURIO. La nave espacial Messenger entró en órbita alrededor de Mercurio en 2011, aportando las mejores imágenes de la historia del planeta más cercano al Sol. Como en otras misiones recientes, también hubo sorpresas, como el hallazgo de hielo formado por agua. Los depósitos de hielo se resaltan en color amarillo en esta imagen del planeta, el de mayor apariencia lunar de todo el Sistema Solar. (NASA/Johns Hopkins University Applied Physics Laboratory/Carnegie Institution of Washington.)

SIMON NEWCOMB. Desde la dirección del Observatorio Naval de Washington, Simon Newcomb aportó las primeras ecuaciones que explicaban las alteraciones gravitatorias mutuas entre los planetas del Sistema Solar. Con ellas, el fantasma de Vulcano, el planeta que se creyó en el siglo XIX que existía entre el Sol y Mercurio, empezó a disiparse. Si bien no se ha podido descartar totalmente su existencia, los cálculos de Newcomb sugerían que los extraños movimientos de Mercurio no necesariamente se debían al influjo de otro planeta en sus proximidades. (Mary Lea Shane Archives/Observatorio de Lick/Universidad de California.)

NEPTUNO AZUL. Urbain Jean Joseph Le Verrier y John Couch Adams se habrían sobrecogido con esta imagen de Neptuno conseguida en 1989 por la nave espacial Voyager 2. A ellos se debe el descubrimiento de este planeta, realizado en 1846 por Johann Galle gracias a los cálculos sobre su posición que hicieron ambos. Sin embargo, en su época los telescopios únicamente mostraban de Neptuno una diminuta imagen, una bola pequeña sin rasgos para el observador. El acierto de sus predicciones para localizarlo movió a Le Verrier a trasladar sus estudios a la búsqueda de Vulcano entre Mercurio y el Sol, pero en este caso no se cumplió su sueño. (NASA/JPL.)

LOS EFECTOS DEL FENÓMENO TUNGUSKA. El 30 de junio de 1908 se produjo una colisión cósmica en la región del río Tunguska, en la Siberia central. Los barógrafos detectaron el súbito cambio de presión atmosférica originado por el paso de la onda de choque, que dio la vuelta a la Tierra varias veces, y los sismógrafos marcaron el momento del impacto. Este mapa señala el área geográfica en la que se observaron fenómenos luminosos y la visibilidad fue anómala después del suceso. El polvo presente en la atmósfera a causa del choque iluminaba las calles de muchas ciudades europeas para sorpresa de sus habitantes. (Fuente: Programa Tunguska 2000.)

TUNGUSKA, ZONA CERO. El científico Andrei Zlobin, de la Academia de Ciencias de Rusia, trabajando y tomando muestras en la llamada zona cero, la región central de impacto en Tunguska, donde un cuerpo celeste chocó con la Tierra el 30 de junio de 1908. La imagen corresponde a la misión científica de 1988 y en ella aún se observan, 80 años después del suceso, los signos de la devastación en la taiga siberiana. (Andrei Zlobin.)

FRAGMENTOS DEL METEORITO DE TUNGUSKA. Estas tres muestras recogidas en la zona de impacto de Tunguska parecen ser fragmentos del cuerpo celeste que entró en colisión con nuestro planeta en junio de 1908. Así lo postula el científico Andrei Zlobin, responsable de la expedición de 1988 al lugar del suceso, que él atribuye a un cometa. Pese a este hallazgo, no existe cráter ni se han encontrado restos de gran tamaño. (Andrei Zlobin.)

EL HURACÁN CÓSMICO DE TUNGUSKA. Esta fotografía muestra los efectos de la devastación causada por el objeto celeste que cayó cerca del río Tunguska. La fotografía fue tomada por la expedición de Leonid Kulik. En un radio de casi 100 kilómetros desde el denominado «punto 0», todos los árboles aparecieron derribados en dirección opuesta a causa de la devastadora onda causada por la explosión, que se produjo a unos ocho kilómetros de altura. Se trata, sin duda, del impacto de un objeto celeste más importante de los últimos siglos. (Leonid Kulik.)

CRÁTERES DE YAKUTIA. Las cicatrices de impactos cósmicos están repartidas por toda la Tierra, pero es muy difícil encontrarlas porque el paso del tiempo las ha ido borrando con la acción del agua, la erosión y la vegetación. Estos cráteres, sin embargo, han permanecido visibles en la región siberiana de Yakutia. Era habitual atribuir el origen de la mayor parte de los cráteres terrestres a la actividad de antiguos volcanes, pero la evidencia de que se trata de impactos de objetos celestes ha ido imponiéndose y ahora es la aceptada de forma mayoritaria. (Archivo Histórico de la Agencia Novosti.)

LA MISTERIOSA CAÍDA DE BLOQUES DE HIELO. En enero de 2000 cayeron sobre diversos lugares de España bloques de hielo de gran tamaño de naturaleza desconocida, a los que popularmente se llamó «aerolitos», aunque después se demostró que no eran tales. En total se produjeron más de 50 casos, pero sólo en nueve de ellos pudo confirmarse su autenticidad, como en éste, que fue recogido en la población de Xilxes (Castellón). (Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Mariano Franco.)

ENIGMAS CLIMÁTICOS. Tras el episodio de la caída de bloques de hielo, el grupo de científicos que coordina Jesús Martínez-Frías (CSIC) estudió su relación con los posibles cambios detectados en las condiciones de la alta atmósfera, en la que parecen haberse formado. Como muestra este gráfico, la estratosfera atraviesa una etapa más fría que hace varias décadas. Si el clima de la Tierra está sometido a un cambio influido por la actividad humana, no es descartable que los bloques de hielo sean uno de sus síntomas. (Fuente: CSIC.)

¿UNA PRUEBA DEL CAMBIO CLIMÁTICO? Las investigaciones sobre el episodio ocurrido en España sugieren una relación con el paso de un chorro de ozono por España el día 5 de enero y el enfriamiento detectado desde hace varias décadas en la estratosfera como contrapunto al paulatino calentamiento global de la baja atmósfera. (Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Mariano Franco.)

PANORÁMICA DE LA VÍA LÁCTEA. La galaxia espiral que habitamos alberga entre 150 000 y 200 000 millones de estrellas. Esta perspectiva fue tomada con la cúpula del telescopio de 3,6 metros de La Silla (Chile) en primer término. Las zonas de mayor densidad estelar corresponden al centro de la Vía Láctea, en la constelación de Sagitario. (Serge Brunier/ESO.)

LA PARADOJA DE OLBERS. Aunque él no fue el primero en percatarse de la aparente contradicción, el énfasis con el que abordó su estudio terminó acuñando esa denominación, que hoy seguimos utilizando. Esta paradoja pone sobre la mesa el contrasentido teórico que supone que el cielo sea oscuro frente a la existencia de un universo eterno e infinito — como se creía hasta el siglo XX—. Los astrónomos, a partir de Kepler, se plantearon este dilema bajo el argumento de que si el Cosmos era infinito, no debían existir espacios oscuros entre las luces de las estrellas. Olbers atribuyó el problema a la existencia de gas y polvo interestelares que ocultaban el resplandor de fondo, pero el primer visionario que dio con la clave del asunto fue el escritor Edgar Allan Poe, que postuló que el Universo no es eterno, por lo que una gran parte de la luz de los astros lejanos no ha tenido tiempo de llegar hasta nosotros. (Mary Lea Shane Archives /Observatorio de Lick/Universidad de California.)

POLO SUR DE JÚPITER. La nave espacial Juno fotografió por primera vez el polo sur de Júpiter en 2017. En esta extraordinaria imagen, que fue captada desde una distancia de 52 000 km, se observan numerosos vórtices ciclónicos, algunos de ellos con diámetros que alcanzan los 1 000 km. (NASA/JPL-Caltech/SwRI/MSSS/Betsy Asher Hall/Gervasio Robles.)

TRAS LA ESTRELLA DE BELÉN. Se cuentan por decenas las teorías sobre la naturaleza del astro que guió a los Reyes Magos. Incluso el cometa Halley figura en alguna de ellas, pero la opinión mayoritaria en la actualidad es que debió de tratarse de una conjunción planetaria. Astrónomos del Observatorio Naval de Washington consideran que esa conjunción la protagonizaron Júpiter y Venus, que se aproximaron tanto en el cielo que sumaron sus resplandores, lo que debió de llamar la atención de los sabios astrónomos de Babilonia. Quizá en su periplo rumbo a Belén hubo escenas tan hermosas como ésta. (Ilustración de Patricia Iranzo.)

EL COMETA HALE-BOPP. Si la Estrella de Belén fue un cometa, algo que parece improbable, la imagen que vieron los Reyes Magos no debía de ser muy diferente de ésta, en la que el Hale-Bopp brilla en 1997 junto a la constelación de Cassiopeia sobre el horizonte este. (Vicente Aupí.)

FORMACIÓN DE CRÁTERES EN LA LUNA. Esta secuencia de imágenes representa la manera en que se forman algunos cráteres en la Luna durante la caída de meteoritos como la que se produjo en la lluvia de las Leónidas de noviembre de 1999, observada por un grupo español de científicos cuya investigación se publicó en la revista Nature. Los meteoritos que chocaron contra la Luna tenían masas de 5 a 100 kilos, y llegaron prácticamente intactos hasta la superficie, ya que la atmósfera lunar es casi nula, mientras que en la Tierra su notable densidad desintegra los meteoritos de menor tamaño. Por esta razón, objetos muy pequeños son capaces de formar cráteres en la Luna, que carece de protección atmosférica. (Gabriel Pérez Díaz/Servicio Multimedia del IAC.)

FUEGO EN LA LUNA. Verano de 1178. Cerca de la catedral de Canterbury, unos monjes observan admirados los hermosos «cuernos de Luna» al anochecer sobre el horizonte oeste cuando, repentinamente, el hemisferio oscuro se enciende y saltan llamaradas hacia el cielo. Esta crónica medieval, lejos de ser una invención, constituye la observación directa más fidedigna de la historia sobre el impacto de un meteorito de gran tamaño en la Luna. Se ha sugerido que la colisión abrió el cráter bautizado después con el nombre de Giordano Bruno. (Ilustración de Patricia Iranzo.)

LOS MISTERIOS DEL CRÁTER ALPHONSUS. El cráter que aparece en el centro de la imagen, con un pico que sobresale del interior del circo, es Alphonsus. En él observó Nicolai Kozyrev en 1958 el más famoso fenómeno transitorio lunar de tiempos recientes. Desde entonces, muchos aficionados vigilan éste y otros cráteres de la Luna, como Aristarchus, pero los resultados sólo se consiguen muy esporádicamente. Esta imagen pertenece al atlas fotográfico digital de la Luna elaborado a partir de las tomas efectuadas por las sondas Lunar Orbiter de la NASA. (Lunar and Planetary Institute.)

NICOLAI KOZYREV. La noche del 3 al 4 de noviembre de 1958, el astrónomo ruso Nicolai Kozyrev descubrió un extraño resplandor rojizo en el cráter Alphonsus mientras contemplaba la Luna en el observatorio de Crimea. Terremotos, erupciones e impactos de meteoritos conforman las principales causas de los luminosos fenómenos que de forma ocasional se detectan en la superficie lunar. Kozyrev divulgó su hallazgo poco después, despertando un notable interés, pero la suya sigue siendo una de las escasas observaciones directas de un fenómeno de este tipo. (V. V. Nassonov.)

CATÁSTROFES CÓSMICAS. La mayor parte de los cráteres lunares fueron formados por la colisión de fragmentos de asteroides y cometas, que a lo largo de miles de millones de años han moldeado el aspecto de la Luna. La mayor parte de los circos lunares que aparecen en esta imagen fueron abiertos por meteoritos mucho más grandes que los de la lluvia de las Leónidas de 1999. (Vicente Aupí.)

IMPACTOS DE LAS LEÓNIDAS. El cometa Tempel-Tuttle origina todos los años la lluvia de meteoros —o estrellas fugaces— de las Leónidas, que puede observarse durante el mes de noviembre. Cada 33 años, la Tierra cruza en su órbita alrededor del Sol una zona del espacio en la que los restos cometarios tienen una mayor densidad, de forma que producen auténticas tormentas de estrellas fugaces. Muchos de los meteoros de esta lluvia fueron a parar a la Luna, abriendo cráteres de hasta 30 metros de diámetro. Todo ello pudo ser observado por primera vez por un equipo de los institutos españoles de astrofísica de Canarias y de Andalucía, en colaboración con la Universidad de Monterrey (México). Esta infografía muestra cómo se formó uno de los cráteres. (Gabriel Pérez Díaz/Servicio Multimedia del IAC.)

LA ÓRBITA DEL COMETA TEMPEL-TUTTLE. Además de la lluvia periódica de meteoros de las Leónidas, el cometa Tempel-Tuttle es famoso porque algunos científicos no descartan que en un futuro no muy lejano pueda chocar contra la Tierra. En el año 2126 existe una probabilidad entre 10 000 de que eso ocurra, según varias hipótesis, aunque la mayor parte de los astrónomos cree que tales cálculos no son correctos. Este esquema muestra las órbitas del cometa y la Tierra durante la lluvia de las Leónidas de noviembre de 1999. (Gabriel Pérez Díaz/Servicio Multimedia del IAC.)

CRÁTER WARGENTIN. Entre las sorpresas que guarda la Luna para los astrónomos está la de este cráter, que debe su nombre al científico Perl Vilhelm Wargentin. Su circo, lleno de lava, puede observarse con casi todos los telescopios en buenas condiciones atmosféricas. Wargentin es una prueba de que la superficie lunar es más diversa de lo que parece tras un primer vistazo por el telescopio, y el reciente hallazgo de agua en el cráter Aitkin, junto al polo sur, habla por sí solo de los secretos que esconde la Luna. Esta imagen pertenece al atlas fotográfico digital del Lunar Orbiter. (Lunar and Planetary Institute.)

CUERNOS DE LUNA. La posibilidad de observar fenómenos luminosos en la Luna es mayor cuando una gran parte de su hemisferio visible permanece en la oscuridad, como en el pequeño creciente de esta fotografía, en la que el satélite de la Tierra forma la clásica imagen de «cuernos de Luna». Durante la Luna llena, en cambio, el exceso de iluminación entorpece la visión de cualquier acontecimiento. (Vicente Aupí.)

EDWARD EMERSON BARNARD (1857-1923). El método de trabajo de este ilustre astrónomo sería impensable en la actualidad. Para fotografiar la Vía Láctea con las placas fotográficas disponibles en su época, tuvo que realizar una exposición de casi nueve horas en dos noches sucesivas, lo que le obligaba a cerrar el obturador durante el día y volver a abrirlo para continuar la toma al caer la oscuridad. También dedicó miles de horas a la observación, que le reportaron extraordinarios descubrimientos, como los de 16 cometas y numerosas nebulosas oscuras que forman parte del catálogo que lleva su nombre. También fue testigo de la controversia sobre algunos enigmas, como el de la posible existencia de una luna en Venus, a raíz del misterioso objeto que él mismo observó en las proximidades del planeta. (Observatorio de Yerkes.)

TORMENTA EN JÚPITER. La nave espacial Juno fotografió en marzo de 2017 esta increíble tormenta en Júpiter, cuando se encontraba a una distancia de unos 20 000 kilómetros del mayor planeta del Sistema Solar. Pese a la espectacularidad del vórtice, en realidad el gigante gaseoso está lleno de sistemas tormentosos de miles de kilómetros de envergadura. Al igual que Cassini en Saturno, la misión Juno ha sido uno de los grandes éxitos espaciales del siglo XXI. (NASA/JPL-Caltech/SwRI/MSSS/Jason Major.)

ASAPH HALL. Numerosos observatorios astronómicos buscaban desde hacía más de un siglo las lunas de Marte. Kepler predijo que a este planeta le correspondían dos satélites, ya que la Tierra sólo tenía uno y Júpiter cuatro, pues en éste sólo se conocían entonces Ganímedes, Io, Europa y Calisto. En 1877, Asaph Hall utilizó el gran refractor del Observatorio Naval de Washington para rastrear las proximidades de Marte en busca de las lunas. Hall logró descubrirlas tras dos jornadas agotadoras, en las que detectó dos diminutos puntos luminosos a los que los científicos bautizarían después con los nombres de Fobos y Deimos. (Observatorio Naval de Washington.)

LA SUPERFICIE DE VENUS. Entre los mayores éxitos de la aeronáutica soviética hay que destacar el de las naves Venera, que fueron enviadas a Venus entre 1967 y 1983, y que aportaron valiosísimas informaciones sobre este planeta. La sonda número 7 de la serie fue el primer ingenio humano que logró aterrizar sobre la infernal superficie de Venus, donde la temperatura se aproxima a los 500 grados a causa del intensísimo efecto invernadero. Esta fotografía fue tomada por la Venera 14 en marzo de 1982, poco antes de resultar destruida por las hostiles condiciones atmosféricas. (Archivo Histórico de la Agencia Novosti.)

VENUS, TAN PARECIDO Y TAN DIFERENTE. La nave Pioneer tomó estas fotografías durante su aproximación a Venus. Los astrónomos no han podido observar de él con los telescopios más que pequeños cambios en su cobertura nubosa y la fase —la porción del hemisferio iluminada por el Sol— en la que se encuentra en cada época. (NASA/JPL.)

EL PLANETA ROJO. Pese a las difíciles condiciones climáticas, los experimentos biológicos efectuados por la nave Viking dieron resultados contradictorios, de forma que a pesar de no hallarse ningún ser vivo mantienen abierta la posibilidad de vida, quizá bajo la superficie o en otras zonas a salvo de la intensa radiación ultravioleta. En esta fotografía global de Marte destacan, arriba, la masa de hielo carbónico del polo norte y en el sector inferior la impresionante fractura transversal del Valles Marineris, el cañón más grande del Sistema Solar, que tiene una longitud de más de 4 000 kilómetros y por el que antaño fluían enormes caudales de agua. (NASA/JPL/Caltech.)

LA NAVE MARS GLOBAL SURVEYOR. La NASA ha hecho esta fotocomposición con una imagen de su nave Mars Global Surveyor y otra de Marte en la que sobresale el Olympus Mons, el volcán más grande que existe en todo el Sistema Solar. Esta misión espacial ha obtenido pruebas de la presencia de agua líquida en Marte, donde podrían existir afloramientos subterráneos. Aunque el Olympus Mons está apagado, algunos científicos creen que todavía hay vulcanismo activo en el interior de Marte. (NASA/JPL/Malin Space Science Systems.)

PRIMAVERA EN EL POLO NORTE DE MARTE. Éste es el aspecto que mostraba el polo norte marciano el día 12 de septiembre de 1998. Tanto el casquete polar norte como el sur sufren espectaculares retrocesos cuando llegan la primavera y el verano a cada uno de ambos hemisferios. La imagen fue captada por la sonda espacial Mars Global Surveyor. (NASA/JPL/Malin Space Science Systems.)

RETRATOS DE MARTE. Estas dos secuencias de fotografías fueron obtenidas en 1909 por Edward Emerson Barnard con el telescopio refractor de 102 cm de Yerkes. Gracias a este instrumento, las imágenes planetarias pudieron mejorarse extraordinariamente, y a pesar de su antigüedad, estos retratos de Marte figuran todavía entre los mejores de la historia por la resolución de imagen lograda. Sólo el Telescopio Espacial Hubble, gracias a su privilegiada perspectiva fuera de la atmósfera, ha obtenido fotografías mucho mejores que éstas. (Edward Emerson Barnard/Observatorio de Yerkes.)

MARTE Y SU ATMÓSFERA. Cuatro fotografías de Edward Emerson Barnard con el refractor de Yerkes. En 1938 y los años sucesivos, Bernard Lyot y otros astrónomos franceses consiguieron resultados similares con el refractor de 38 cm del Observatorio de Pic du Midi, en los Pirineos de Francia, a 2 877 metros de altitud. En sus imágenes, como se ve, no aparece ninguno de los canales de Marte que creyeron observar Percival Lowell y Giovanni V. Schiaparelli. (Edward Emerson Barnard/Observatorio de Yerkes.)

AGUA LÍQUIDA EN MARTE. La nave Mars Global Surveyor, que entró en órbita en 1997, ha aportado un trascendental hallazgo en la historia de las exploraciones de Marte: las primeras pruebas de que existe agua líquida, el elixir fundamental de la vida. Esta fotografía de la zona de Gorgonum Chaos y otras muchas de diversas regiones marcianas muestran huellas aparentes dejadas por afloramientos de agua líquida en la superficie, a la que probablemente llega desde el subsuelo, donde podrían existir lagos subterráneos. (NASA/JPL/Malin Space Science Systems.)

NOACHIS TERRA. Algunos científicos ya creyeron observar el rastro del agua líquida en las imágenes de Marte que enviaron en 1976 los módulos orbitales Viking 1 y 2, pero entre 1997 y el año 2000, la Mars Global Surveyor ha conseguido fotografiar en alta resolución las mismas zonas, aportando detalles que en las fotos de los Viking eran invisibles. De esta forma se han podido obtener documentos como el de esta fotografía, captado en el cráter Noachis Terra, donde los científicos de la NASA ven huellas de agua líquida. (NASA/JPL/Malin Space Science Systems.)

OPHIR CHASMA. El gigantesco cañón de Valles Marineris tiene en su interior una red de canales naturales —que nada tienen que ver con los de Schiaparelli y Lowell— de extraordinaria belleza, entre los que destaca Ophir Chasma, que en esta fotografía nos muestra uno de los paisajes más impresionantes del planeta. Esta ilustración es un mosaico de imágenes construido por la NASA a partir de fotografías tomadas en vuelo por el Viking Orbiter, cuyo módulo de aterrizaje fue el primero en posarse, en 1976, sobre la superficie de Marte. (NASA/JPL/Caltech.)

LOS SECRETOS DE EUROPA. Esta infografía fue elaborada por la NASA basándose en las teorías sobre las características de Europa, y explica cómo es su estructura. Se cree que el océano bajo la superficie helada podría tener una profundidad del orden de los 100 kilómetros, mucho mayor que la de cualquier océano de la Tierra. También sospechan que en el océano de Europa existen componentes salados, como el sulfato de magnesio. (NASA/JPL/SETI Institute.)

TRIMERA FOTOGRAFÍA DE LA SUPERFICIE DE TITÁN. Impactante fotografía del módulo Huygens de la misión espacial Cassini que muestra la superficie de Titán, la mayor luna de Saturno y uno de los lugares en los que se pueden dar condiciones para la presencia de formas de vida extraterrestre. Pese al árido aspecto del paisaje, la misión ha permitido saber que, junto a la Tierra, Titán es el único lugar del Sistema Solar con grandes masas de líquidos estables en su superficie, en este caso ríos y lagos de metano. (ESA/NASA/JPL/University of Arizona.)

ICEBERGS JUNTO A JÚPITER. Esta imagen causó en 1997 una enorme conmoción entre los científicos de la NASA. La corteza de hielo que envuelve a Europa aparece aquí hecha añicos, dando lugar a fragmentos de hielo que podemos comparar a los icebergs terrestres, puesto que todos los estudios posteriores confirman que bajo la costra helada debe de haber un océano. Los científicos creen que Europa posee mecanismos internos de calor que producen las fracturas de la superficie y mantienen la temperatura necesaria para que haya un océano bajo ella. (NASA/JPL/Arizona State University.)

DESCENSO A TITÁN. Este aspecto mostraban la atmósfera y el paisaje de Titán durante el descenso del módulo Huygens a la superficie de la mayor luna de Saturno en el año 2005. La atmósfera es de color anaranjado y marrón, y está formada en su mayor parte por nitrógeno, aunque el metano es el elemento que determina las condiciones ambientales, ya que forma nubes y se precipita en forma de lluvia, de la misma manera que en la Tierra lo hace el agua. El descenso de este módulo, desprendido de la nave nodriza, se considera uno de los grandes éxitos de la misión espacial Cassini-Huygens, llevada a cabo conjuntamente por la NASA y la Agencia Espacial Europea. (ESA/NASA/JPL/University of Arizona.)

LA LUNA DE HIELO. Europa, una de las cuatro lunas principales de Júpiter descubiertas por Galileo en 1610, es la principal baza de los exobiólogos en la búsqueda de otras formas de vida dentro del Sistema Solar. Con un diámetro de 3 138 km, Europa es ligeramente más pequeña que la Luna, pero sus especiales características nos permiten concebirla como un mundo en miniatura. La imagen de la izquierda nos muestra a Europa en su color natural, mientras que la de la derecha está realizada en colores falsos con el fin de obtener el contraste necesario para apreciar mejor las fracturas de hielo. Ambas tomas pertenecen a la misión Galileo y se obtuvieron en 1996. (NASA/JPL.)

WILLIAM HENRY PICKERING. Fue compañero infatigable de Percival Lowell en las labores que hicieron posible el nacimiento del observatorio de Flagstaff, así como en la observación de Marte y en la búsqueda del planeta X, sobre el cual llegó a publicar en Harvard sus propias investigaciones, que incluyen decenas de placas fotográficas. En una de ellas, sin saberlo, fotografió Plutón. Aunque en los primeros años compartió con Lowell la creencia en los canales de Marte, posteriormente se distanció de él y llegó a discrepar de sus teorías. Su hermano mayor, Edward Charles Pickering, fue director del Observatorio del Harvard College y consiguió más prestigio que él como astrónomo. (Mary Lea Shane Archives/Observatorio de Lick/Universidad de California.)

EL DESCUBRIMIENTO DE PLUTÓN. Para buscar el planeta X, Clyde Tombaugh utilizaba un comparador de imágenes en el que se cotejaban dos fotografías tomadas con un intervalo de varios días. Si en el campo celeste fotografiado todo estaba en orden, el comparador no detectaba movimiento alguno, pero si cualquier astro más cercano se desplazaba sobre el fondo estelar, el instrumento lo revelaba inmediatamente. Estas dos históricas fotografías corresponden al descubrimiento de Plutón. La imagen de la izquierda fue captada el 23 de enero de 1930 y la de la derecha, el 29 del mismo mes. El astrónomo comprobó sorprendido la presencia de un punto de luz que se movía en el comparador, tal como señalan las flechas. Descartada la posibilidad de que fuera un asteroide, se anunció el descubrimiento del noveno planeta del Sistema Solar el 13 de marzo de 1930. (Observatorio Lowell.)

CLYDE TOMBAUGH. Llegó como novato al Observatorio Lowell, donde Vesto Slipher le encargó la pesada tarea de barrer fotográficamente el firmamento en busca del planeta X. Al cabo de un año de su llegada descubrió Plutón. Más tarde, sin que ello empañara el brillante descubrimiento, se comprobó que Plutón no podía ser el planeta buscado, porque su tamaño era inferior al de la Tierra y, por tanto, no justificaba las alteraciones gravitatorias sobre Urano y Neptuno. El propio Tombaugh se dio cuenta de ello y continuó buscando al planeta X, pero nunca lo encontró. Falleció en enero de 1997. (Observatorio Lowell.)

PERCIVAL LOWELL. Esta fotografía es casi una leyenda de la astronomía. Sentado ante el refractor Clark de 60 cm de abertura en el observatorio que él mismo fundó en 1894 en Flagstaff (Arizona), Percival Lowell dedicó miles de horas a la observación de Marte y a la búsqueda de un planeta transneptuniano, al que denominó planeta X. A Lowell, como al italiano Giovanni Virginio Schiaparelli, se le atribuyen ilusiones ópticas que le llevaron a imaginar la existencia de canales artificiales en Marte. (Observatorio Lowell.)

NUEVOS OJOS PARA OBSERVAR EL CIELO. De la fábrica de telescopios fundada por Alvan Clark salieron a finales del siglo XIX los mejores y más grandes refractores del mundo. En Yerkes se inauguró en 1897 el mayor refractor de la historia, con un diámetro de su lente de 102 cm y una longitud de 19 m para el tubo óptico. Actualmente, todos ellos mantienen intactas sus virtudes, aunque lógicamente, los grandes telescopios reflectores de las actuales generaciones los superan en capacidad óptica. En la foto, Alvan Clark, fundador de la empresa, y Carl Lundin miman la lente del refractor de 102 cm de Yerkes durante su instalación. (Observatorio de Yerkes.)

ENANAS BLANCAS. Sirius B, descubierta en 1862 por Alvan Graham Clark, supuso un hallazgo similar en importancia al de las recientes enanas marrones. Los astrónomos desconocían la existencia de las enanas blancas, cuyas características resultaron asombrosas: estrellas superdensas de pequeño tamaño. Poco a poco se fue comprobando que Sirius B no era nada excepcional y que las enanas blancas estaban repartidas por todo el cielo. En esta fotografía aparece una de ellas, retratada por el Hubble en el cúmulo estelar NGC 1818, en la Gran Nube de Magallanes. (La esquina superior izquierda aparece negra debido a que la imagen es una reconstrucción de diversos fragmentos.) (Rebecca Elson/Richard Sword/NASA.)

ESCUCHANDO EL UNIVERSO. Antenas del proyecto astronómico ALMA, uno de los mayores del mundo, ubicado en el desierto de Atacama (Chile). Con ellas se han obtenido resultados científicos extraordinarios en la observación de longitudes de onda milimétricas y submilimétricas, como el descubrimiento de moléculas orgánicas en el disco protoplanetario de la estrella joven MWC 480. (ESO/José Francisco Salgado.)

VIGILANTES DEL ESPACIO. Los telescopios terrestres se ven limitados ópticamente por la atmósfera, por ello, se ha recurrido a técnicas fuera de la ventana óptica, como la del efecto Doppler, o los telescopios espaciales, como el Hubble. En la imagen, el observatorio del Instituto de Astrofísica de Kazajstán, en una fotografía tomada cuando todavía existía la URSS y la actividad de estos centros de investigación era casi desconocida en los países occidentales. (Archivo Histórico de la Agencia Novosti.)

COLINAS EN EL PLANETA ROJO. Panorámica del entorno del cráter Gale en Marte, tal como la captó el vehículo todoterreno que forma parte de la misión Curiosity, otro gran éxito de las exploraciones espaciales recientes. Los científicos buscan moléculas orgánicas en este paisaje marciano jalonado de colinas, ya que se considera que pudieron ser habitables en el pasado. Los montículos pueden aportar pistas también sobre el ciclo moderno del agua en el planeta rojo. (NASA/JPL-Caltech/University of Arizona.)

GÉISERES EN ENCÉLADO. La misión espacial Cassini hizo uno de sus descubrimientos más extraordinarios en Encélado, una luna de Saturno con un diámetro de sólo 500 km. Los resplandores que aparecen en el borde superior son géiseres que expulsan agua al exterior, de la misma forma que sucede en la Tierra. Las eyecciones se producen cerca del polo sur, en las fracturas bautizadas como Alejandría, El Cairo, Bagdad y Damasco. Este satélite es uno de los lugares más prometedores para hallar vida extraterrestre en el Sistema Solar. (NASA/JPL/Space Science Institute.)

CANAL DAMASCUS SULCUS. Por esta gran brecha de Encélado, la enigmática luna de Saturno, afloran extraordinarios géiseres. Los astrónomos bautizaron con el nombre Damascus Sulcus a este canal, cuyas crestas a ambos lados tienen alturas de 100-150 metros. No obstante, la peculiar forma que tiene ha hecho que se le conozca coloquialmente con el apodo «rayas de tigre». La longitud del canal es de unos 5 kilómetros. (NASA/JPL/Space Science Institute/Universities Space Research Association / Lunar & Planetary Institute.)

CÚMULOS EN LA GRAN NUBE DE MAGALLANES. El Telescopio Espacial Hubble fotografió en 1994 estos dos cúmulos estelares en la Gran Nube de Magallanes, a 166 000 años luz. Las estrellas que los forman han aportado importantes datos sobre la evolución estelar y las fases iniciales de la formación del Universo. Se encuentra en la constelación de Doradus, visible únicamente desde el hemisferio sur. (La esquina superior izquierda aparece negra debido a que la imagen es una reconstrucción de diversos fragmentos.) (Nino Panagia/NASA.)

LOS SECRETOS DE LA ESTRELLA MARAVILLOSA. Omicron Ceti, en la constelación de la Ballena (Cetus), es el prototipo de estrella variable de largo período. Cada diez meses alcanza un brillo similar al de Polaris, en un fenómeno que indujo a Hevelius, en el siglo XVII, a llamarla «estrella maravillosa». Ahora sabemos que tiene una estrella compañera, una enana blanca que succiona materia estelar de la componente principal, y que están a una distancia de unas 70 veces la que separa la Tierra del Sol. (Ben Zellner/Peter Thomas/NASA.)

LA ATMÓSFERA DE BETELGEUSE. Esta imagen fue obtenida el 3 de marzo de 1995 con el Hubble y es la primera de la historia en la que se consigue fotografiar con detalle —no sólo con su aspecto puntual— una estrella diferente al Sol. La protagonista es Betelgeuse (Alfa Orionis), una supergigante roja que tiene una enigmática mancha caliente en su superficie cuya temperatura es 2 000 grados superior a la del resto de su superficie. La estrella es considerada una firme candidata a supernova, por lo que podría explotar en cualquier momento, dando lugar a la primera supernova de la Vía Láctea desde que Kepler observó la última en 1604. (Andrea Dupree/Ronald Gilliland/NASA/ESA.)

GALAXIA M 100. Aunque es posible observarla con telescopios pequeños, esta galaxia perteneciente al cúmulo de Virgo aparece aquí con un extraordinario detalle gracias al Telescopio Espacial Hubble. Se cree que M 100 y nuestra galaxia son parecidas, por lo que el espectáculo de la Vía Láctea vista desde allí debe de ser similar. Para la NASA, esta fotografía tiene una importancia especial, porque sirvió para confirmar los buenos resultados de las correcciones ópticas introducidas en el Hubble después de su lanzamiento al espacio. (NASA.)

UNA SUPERNOVA EN LA GALAXIA DEL TORBELLINO. Situada a 20 millones de años luz de nosotros, la galaxia del Torbellino (M 51), en la constelación de Canes Venatici (Perros de Caza), fue escenario en 1994 de la explosión de una supernova, que descubrieron astrónomos aficionados. El Hubble fue utilizado posteriormente para fotografiar y estudiar este violento suceso, que muestra esta imagen elaborada por un equipo de la Universidad de Harvard. (Robert P. Kirshner/NASA.)

BETA PICTORIS. En esta estrella de la constelación del Caballete del Pintor (Pictor), el satélite IRAS descubrió en los años 80 la existencia de un disco de materia al observar sus inmediaciones en el infrarrojo. El Telescopio Espacial Hubble ha podido confirmar que Beta Pictoris tiene un misterioso anillo elíptico a su alrededor, como muestra la fotografía. Los astrónomos creen que puede haber allí un sistema planetario en fase de formación. (STSCI/AURA/NASA.)

ENANAS MARRONES EN EL TRAPECIO DE ORIÓN. Desde hace siglos, el Trapecio ha sido para los astrónomos uno de los lugares más fascinantes del cielo. Está situado en el corazón de la Nebulosa de Orión (M 42) y es un sistema estelar múltiple, con cuatro estrellas principales nacidas de la nebulosa y varios componentes más débiles. El Telescopio Espacial Hubble ha permitido averiguar que en el corazón de la nebulosa M 42 están naciendo decenas de enanas marrones. Con esta imagen, la cámara infrarroja del famoso telescopio detectó 50 de ellas, situadas a unos 1 500 años luz de nosotros. (STSCI/AURA/NASA.)

LA TIERRA Y LA LUNA. Vistas desde el espacio, la Tierra y la Luna forman un espectáculo único, y los hipotéticos observadores de otros lugares del Sistema Solar verían en ellas un sistema planetario doble. Desde la perspectiva de Venus o Marte, brillan juntas en el cielo. La concepción como un sistema planetario doble no evita que entre ambas haya radicales diferencias, entre ellas la presencia de una densa atmósfera en la Tierra. (NASA/JPL.)

PLUTÓN: UN SUBMUNDO CON OCÉANO. Impresionante vista de Plutón captada en 2015 por la nave espacial New Horizons, la primera que llega a este submundo situado a 5 900 millones de kilómetros, al que los científicos denominan ahora planeta enano. Los sorprendentes datos aportados por esta misión apuntan a que bajo la costra helada existe un océano de agua líquida de unos 100 km de profundidad, con una salinidad similar a la del mar Muerto. (NASA/Johns Hopkins University Applied Physics Laboratory/Southwest Research Institute.)

UN MUNDO JUNTO A PRÓXIMA CENTAURI. Visión artística del exoplaneta Próxima b, descubierto junto a la enana roja Próxima Centauri, la estrella más cercana al Sol, ya que se halla a 4,22 años luz. En la imagen también aparecen las otras dos componentes de este sistema estelar múltiple: Alfa Centauri A y B. (ESO/M. Kornmesser.)

EXOPLANETAS EN TRAPPIST-1. Recreación artística del sistema de TRAPPIST-1, en el que un equipo internacional del que forman parte el European Southern Observatory, la NASA y otros centros astronómicos ha descubierto exoplanetas similares a la Tierra, en los que se considera que pueden darse condiciones aptas para la vida por su tamaño y distancia a su estrella madre. (NASA/R. Hurt/T. Pyle.)

PLANETAS EN TORNO A GLIESE 581. Recreación virtual del sistema planetario en torno a la estrella enana roja Gliese 581. Los tres exoplanetas tienen masas de 5, 8 y 15 veces la de la Tierra, con órbitas de 5, 13 y 84 días de duración. Se cree que el planeta dibujado en azul en esta visión artística puede ser similar a Neptuno. Fueron descubiertos con el telescopio de 3,6 metros del European Southern Observatory. (ESO.)

LA EXPLORACIÓN DE LAS NUBES DE MAGALLANES. El Telescopio Bruce fue utilizado entre finales del siglo XIX y principios del XX para fotografiar los inexplorados cielos australes. Para ello fue trasladado a la estación astronómica establecida en Perú por el Observatorio del Harvard College, cuya sede principal estaba en Cambridge, cerca de Boston. Las numerosas placas fotográficas obtenidas de las Nubes de Magallanes sirvieron a Henrietta Swan Leavitt para establecer la relación entre la luminosidad y el período de las estrellas variables, un descubrimiento fundamental para calcular las distancias cósmicas. (Observatorio de Yerkes.)

NEBULOSA NORTEAMÉRICA Y NEBULOSA DEL PELÍCANO. Estas dos nebulosas de emisión se encuentran en la constelación del Cisne. La de Norteamérica (NGC 7000), a la izquierda, recibe ese nombre porque su forma recuerda a la de dicho continente. La del Pelícano (IC 5070) cubre el área derecha de la imagen, obtenida con el T80 del Observatorio Astrofísico de Javalambre. (Centro de Estudios de Física del Cosmos de Aragón-CEFCA.)

ILUSIONES ÓPTICAS DESDE EL UNIVERSO LEJANO. El cúmulo de galaxias Abell 2218 constituye un espectacular ejemplo de lente gravitacional. La curvatura del espacio se hace realidad aquí para darle la razón a Albert Einstein y nos ofrece una visión ficticia de un remoto rincón del Universo, donde las galaxias nos envían varias imágenes de sí mismas a causa del intenso campo gravitatorio. Este cúmulo lleva el número 2218 del catálogo elaborado en 1958 por George Abell, que se basó en los trabajos fotográficos realizados desde el Observatorio de Monte Palomar. El catálogo reúne solamente cúmulos en los que hay más de 50 galaxias. El Telescopio Espacial Hubble le ha ofrecido a la ciencia una nueva visión del Abell 2218. (W. Couch/R. Ellis/NASA.)

EL AGUJERO NEGRO DE NGC 4261. Esta fotografía revela la presencia de un agujero negro oculto en la galaxia NGC 4261, en la constelación de Virgo. Aunque no deja escapar la luz e impide, por tanto, su observación, lo delata el enorme remolino de materia espacial que se precipita hacia él. Los astrónomos creen que la espiral de materia que está absorbiendo de forma inexorable tiene un diámetro de unos 800 años luz y que el agujero negro tiene en su centro una masa que es 1 200 veces superior a la del Sol, pero con una enorme densidad. El disco exterior contiene la masa de unas 100 000 estrellas que están atrapadas en su campo gravitatorio. (H. Ford/L. Ferrarese/J. Gitlin/NASA.)

NEBULOSA ANULAR DE LYRA (m 57). Esta nebulosa planetaria está compuesta por los restos escindidos de una estrella moribunda que brilla débilmente en su centro. Conocida como Nebulosa del Anillo o Nebulosa Anular de Lyra, es uno de los objetos celestes más populares entre los astrónomos aficionados por su facilidad de observación. Arriba a su derecha aparece la galaxia espiral IC 1296. (V. Peris-OAUV, J. L. Lamadrid-CEFCA, J. Harvey-SSRO, S. Mazlin-SSRO, A. Guijarro-CAHA.)

NUEVOS DATOS SOBRE LA MATERIA OSCURA. Cúpulas del Observatorio Astrofísico de Javalambre, en Teruel (España). Este centro, que trabaja en un ambicioso proyecto para cartografiar el cielo, tiene entre sus principales objetivos aportar nuevos datos sobre la materia oscura, uno de los grandes enigmas cosmológicos pendientes de resolución, ya que entre un 80 y un 90 % de la masa del Universo no puede observarse. (Centro de Estudios de Física del Cosmos de Aragón/Augusto Llácer.)

GALAXIA NGC 7331. Se cree que en el centro de esta galaxia sita en la constelación de Pegaso hay un gigantesco agujero negro, con una masa equivalente a cientos de millones la del Sol. La concentración de estructuras azules en su parte inferior parece delatar un efecto de marea. (V. Peris-OAUV, G. Bergond-CAHA.)

GALAXIA DEL TORBELLINO (m 51). Situada en la constelación de Canes Venatici (Perros de Caza), es una de las galaxias más bellas por la perfección de su forma espiral. La imagen fue captada desde el Observatorio de Calar Alto, en Almería (España), por un equipo internacional liderado por el astrofotógrafo español Vicent Peris y premiada por la NASA en 2010.

GALAXIA DEL TRIÁNGULO (m 33). Imagen captada con el telescopio T80 del Observatorio Astrofísico de Javalambre (OAJ), en Teruel (España). La galaxia M 33, situada en la constelación del Triángulo, es una de las más brillantes y puede observarse con facilidad con pequeños telescopios al alcance del aficionado. (Centro de Estudios de Física del Cosmos de Aragón-CEFCA.)

Los enigmas del cosmos Vicente Aupí

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

© 2018, Vicente Aupí

Derechos exclusivos de edición en español: © 2018: Editorial Planeta, S. A. Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona Editorial Ariel es un sello editorial de Planeta, S. A. www.ariel.es

Diseño de la portada: Ángel Sanz

Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2018

ISBN: 978-84-344-2762-4 (epub)

Conversión a libro electrónico: El Taller del Llibre, S. L. www.eltallerdelllibre.com