MODELOS PARA GOBERNAR UN IMPERIO ENTRE DOS MUNDOS: CULTURA POLÍTICA, AUTORIDAD LETRADA Y SOBERANÍAS ANDINAS EN EL PERÚ COLONIAL, 1723-1790

A Dissertation submitted to the Faculty of the Graduate School of Arts and Sciences of Georgetown University in partial fulfillment of the requirements for the degree of Doctor of Philosophy in Spanish

By

Jose Eduardo Cornelio, M.A.

Washington, DC

August 4 th , 2016

Copyright 2016 by Jose Eduardo Cornelio All Rights Reserved

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MODELOS PARA GOBERNAR UN IMPERIO ENTRE DOS MUNDOS: CULTURA POLÍTICA, AUTORIDAD LETRADA Y SOBERANÍAS ANDINAS EN EL PERÚ COLONIAL, 1723-1790

Jose Eduardo Cornelio, M.A. Thesis Advisor: Verónica Salles-Reese, Ph.D.

ABSTRACT

This work explores a set of discursive practices throughout the eighteenth century in which indigenous nobility, in colonial Peru, produce cultural texts that are crucial in understanding Andean subjectivity in its relationship to imperial politics. My research examines those texts that describe official celebrations (fiestas oficiales ) honoring the King of

Spain in which, after 1722, indigenous participation was an important part of its development.

In these rituals of colonial power, the indigenous nobility performed dressed as Incas to renew the pacts of loyalty with the King and to consolidate the imperial hegemony. My dissertation also explores the writing of the by the creole letrado Pedro de Peralta y

Barnuevo, included in Júbilos de Lima (1723), one of the first texts that describe the presence of indigenous noblemen in fiestas oficiales . Reading Inca Garcilaso’s Royal Commentaries and following the Ciceronian topic of Historia Magistra Vitae , Peralta uses the history of the Incas as a pedagogical device to offer to the Spanish King a lesson in the art of ruling and good governance. Thus, I argue that both the history of the Incas by Peralta and the indigenous intervention in the fiesta itself are decisive in the genealogy of the Inca nationalism during this time.

Finally, I explore the writing of indigenous memoriales to observe the gradual constitution of a political subject that advances the common interests of the República de

Indios . This political subject forges a sense of community that might make possible collective claims against abusive colonial authorities (such as Corregidores ) or the lack of access to the

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High Clergy or higher education (such as Colegios Mayores ). In this dramatic trajectory, indigenous subjects imagine a way to escape from the colonial condition: that the Pope send a

‘Patriarch of the Indies’ with the power to appoint bishops and patriarchs among indigenous nobility, without any intervention of the Spanish crown. My dissertation proposes that these discourses of the indigenous nobility constitute an agency, because through them indigenous subjects seek to intervene in the domain of sovereignty.

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AGRADECIMIENTOS

Este trabajo sólo ha sido posible gracias al invaluable apoyo intelectual y humano de

Verónica Salles-Reese y Gwen Kirkpatrick. A Verónica le voy a estar siempre agradecido por las oportunidades que me ha brindado; por el diálogo intelectual que hemos mantenido como maestra y estudiante a lo largo de todos estos años (y que ahora iniciaremos como colegas en los nuevos rumbos por los que seguiremos transitando); por todo lo que he aprendido de ella dentro y fueras de las aulas; por la complicidad fundada en una amistad a prueba de todo, y por el cariño. Siempre por el cariño. A Gwen, por su generosidad y su buena disposición para enseñarme a ser un mejor estudiante y profesional; por sus clases (en las que siempre puse mucho empeño y dedicación); por alcanzarme siempre un libro o una lectura importantes no sólo para esta tesis, sino para el aprendizaje constante. A las dos les agradezco el esfuerzo puesto en la revisión de este trabajo, que espero esté a la altura de sus expectativas.

Quiero agradecer también al Dr. José Jouve- Martín por la generosa y buena disposición de leer esta tesis en una de sus versiones finales. A Joanne Rappaport y Alejandro Cañeque, quienes leyeron y ofrecieron agudos comentarios sobre los dos primeros capítulos de este trabajo en el TePaske Seminar, organizado en Georgetown University en febrero de 2015.

Asimismo, mi eterno agradecimiento a mis profesores del Departamento de Español y

Portugués de Georgetown University. Soy muy consciente que el entrenamiento intelectual al que cada uno de ellos me puso a prueba, ha sido crucial para mi formación en los estudios del campo literario y del orden de la cultura: Joanne Rappaport (una vez más), Vivaldo Santos,

Alejandro Yarza, Roberto Brodsky (CLAS), Cristina Sanz, Michael Ferreira, Tania Gentic,

Adam Lifshey y Emily Francomano. Mi agradecimiento va también al Center for Latin

American Studies de Georgetown University, que me otorgó una beca de investigación en el verano de 2012, y que fue del todo crucial para empezar el trabajo de investigación que ha

v implicado la escritura de esta tesis doctoral. Desde luego, mi profundo agradecimiento al

Departamento de Español y Portugués por la beca que ha hecho posible mis estudios doctorales.

En el Perú, a mis profesores de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad

Nacional Mayor de San Marcos, porque pusieron la semilla en mi formación académica y profesional: Jaime Mariazza, Martha Barriga, Nanda Leonardini, Martín Fabbri, Hilda

Barentxen, Adela Pino, Ricardo Estabridis. A todos ellos, mi profundo agradecimiento.

Durante el tiempo que llevo viviendo en los Estados Unidos, he establecido vínculos amicales con personas maravillosas que van a durar toda mi vida. Entre Washington, DC,

Filadelfia y Bethlehem (en Pensilvania) agradezco especialmente a Mercedes López, Gabriel

Villarroel, Yoel Castillo, Matthew Bush, Leticia Robles, Bárbara Zepeda, Rubén Lorenzo,

Gabriela y Ángel Díaz-Dávalos. De todos ellos he aprendido que, como decía Roberto Bolaño, los amigos son raros: son como los dinosaurios o como las sombras de los dinosaurios. A todos ellos les agradezco el afecto y la complicidad. En Georgetown University, a mis compañeros en el frente de batalla: Bohumira Smidakova, Ana María Ferreira, María José Navia, Laura

Vilardell, Mercedes Ontoria, Sandra Pires, Daniel Riggs, Mónica Simorangkir, Maisha

Mitchell, Carolina Rodríguez, Álvaro Baquero, Zaya Rustamova, Julio Torres, Patricia Soler,

Nohora Arrieta, Allison Caras, Jorge Méndez Seijas, y a todos aquellos con quienes compartí dentro y fuera de las aulas de clase.

Entre el Perú y los Estados Unidos, a los amigos de siempre, a los amigos que quedan: a Enrique Cortez, por la aventura constante y la complicidad entre Lima, Washington, DC,

Filadelfia y Portland; a Carlos Yushimito del Valle, por las palabras y el cariño que supera la arbitrariedad del vínculo sanguíneo; a Marco Grados, por el amor fraterno que nos une siempre; a Jaime Vargas Luna, por la conversación que empezó en nuestras tardes en la librería Mosca

Azul y que se van a prolongar hasta el final; a Juan de la Serna, el mejor jefe del mundo y maestro en el arte de la tolerancia de quien aprendí, entre muchas otras cosas, a escuchar a Tom

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Waits, a Nick Cave, a Leonard Cohen; a Gemma Ballesteros, por su fe en mí y por las oportunidades ofrecidas que siempre me abrieron otras puertas. Agradezco de manera especial a Michael Fernández, Henry Iglesias (Mr. Frencho Risin’ ), Ricardo Matías y Omar Manrique:

La hermandad del sueño eterno , en Tarma, con quienes aprendí importantes lecciones sobre la amistad, la solidaridad y la familia. Entre ellos incluyo a César Noa, compañero de ruta en la búsqueda de Apus por los peruanos. A mi madre Sabina Rosa, cuyo enorme esfuerzo y sacrificio me han puesto en el lugar en el que estoy hoy en día; a mis hermanas Jeanette y

Danitza; a mi sobrina Melania. A ellas todo mi amor, todo mi cariño, todo mi esfuerzo.

Finalmente, todo mi agradecimiento a Eunice Cortez, compañera eterna en las rutas de la vida, la amistad y el amor. Gracias a su apoyo incondicional, a su generosidad, a sus abrazos, a los sueños compartidos, al diálogo constante, he llegado a este punto final de una etapa que nos permite ingresar a otra completamente distinta, mejor. Gracias a ella también por esperarme cada día en el viaje de retorno al hogar a lo largo de todos estos años.

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Assi acabó, a manos de si misma, aun antes de su cayda, esta

Prosapia. Mejoró el Imperio de dueño, y aseguró la eternidad.

Propagaban aquel los Incas con la Religion (…) Assi estos reglados

Barbaros, que compensaban con la grandeza la ignorancia, y amaban la virtud sin conocerla, se hizieron capaces de corregir aquel

defecto, y de lograr esta ventaja .

PEDRO DE PERALTA Y BARNUEVO

Abran, pues vuestras mercedes los ojos y miren con reflexión lo que tanto les importa; pues aunque yo me prive de ver a mis parientes, me quedaré en esta Corte de Madrid, para correr con sus dependencias,

porque vuestras mercedes logren el verse libres de la tiranía y la

esclavitud que padecen .

FRAY CALIXTO DE SAN JOSÉ TÚPAC INCA (carta al de

Caciques de la Ciudad de los Reyes)

A divisible sovereignty is no longer a sovereignty, a sovereignty

worthy of the name, i.e. pure and unconditional .

JACQUES DERRIDA

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TABLA DE CONTENIDOS

Introducción…………………………………………………………………………….……. 1

Capítulo I: «Viva el Inca Católico»: afecto, subalternidad y performatividades festivas en el siglo XVIII peruano……………………………………………………………. 19

1.1.- La ciudad (barroca), fiestas reales y textualidades festivas…………...... 23

1.2.- El preludio criollo: afecto, fiesta y fidelidad en la coronación de Felipe V….... 33

1.3.- Las nupcias de Luis I y la intervención indígena en la fiesta oficial limeña de 1722………………………………………………………………………….... 39

1. 4.- “Viva el Inca Católico”: genealogía y proyección de un discurso andino colonial en la ciudad letrada en el siglo XVIII...……………………………………... 56

1.5.- Conclusiones…………………………………………………………………... 69

Capítulo II: Pedro de Peralta y Barnuevo: una escritura de la historia de los Incas…... 72

2.1.- Don Pedro de Peralta y Barnuevo: el oceánico saber del archivo criollo…...… 75

2.2.- Lima en Madrid y el Rey en Lima: las mediaciones de la fidelidad…………... 79

2.3.- Archivos criollos: apropiaciones del pasado indígena……………………...…. 83

2.4.- (Re) escribir una historia del antiguo Perú…………………………………….. 88

2.5.- Una escritura de la historia de los Incas……………………………………….. 96

2.6.- Los Incas como “espejos morales”.………………………………………….. 106

2.7.- Conclusiones.………………………………………………………………… 117

Capítulo III: Hacia la constitución de un sujeto político andino: memoriales, escritura, historia y nación étnica en la “república de indios” peruana, siglo XVIII………...…... 120

3.1.- Construir una “nación étnica”: Memoriales, memoria, agencia e identidad indígena en el siglo XVIII…...……….………………………………………………… 123 3.2.- La “nación indiana” como sujeto político andino: Fray Calixto de San José Túpac Inca y su Representación verdadera (1749)………..………………………… 143 3.3.- Conclusión…...……………………………………………………………….. 166

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Capítulo IV: Por una soberanía andina: escritura, afecto y agencia indígena en la segunda mitad del siglo XVIII peruano.…….….…………………………………………... 169 4.1.- El Planctus Indorum en la tradición de escritura indígena/andina del siglo XVIII en el Perú colonial...…...………………………………………………...... 173 4.2.- Autor, datación, textualidad y propósito detrás del Planctus Indorum ………. 182 4.3.- Maquiavelismo hispano y crítica de la conquista……………………………. 190 4.4.- Retóricas del afecto y nación indiana: la diferencia colonial desde la otra orilla……………………………………………………………………………...… 200 4.5.- “¡ ay de nosotros maldecidos en toda nuestra tierra, que ya no es nuestra !”: Una soberanía andina dentro del orbe católico a mediados del siglo XVIII…..………... 215 4.6.- Conclusiones: ¿Un texto anticolonial? ………………………………………. 224 Conclusiones……………………………………………………………………...... 229

Bibliografía…………………………………………………………….…………………... 239

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INTRODUCCIÓN

En la lectura de la novela El jinete insomne (1977) de Manuel Scorza pude constatar una dimensión de la experiencia colonial en relación con el sujeto andino que resuena como un eco del futuro a lo largo de las páginas de este trabajo. Se trata de la historia de Raymundo

Herrera, presidente de la comunidad de Yanacocha, en la región central andina peruana, cuyo insomnio no lo va a dejar dormir hasta que consigue recuperar el título de propiedad de las tierras de la comunidad expedidas en 1705 por el rey de España. 1 Esa recuperación de un documento del archivo colonial pone a prueba la necesidad de un orden letrado —de un régimen legal construido sobre el poder de la palabra escrita— al que accede esta comunidad indígena y a cuya autoridad apelan para proteger sus tierras frente al expolio de una compañía minera transnacional. La desesperada búsqueda de ese documento emprendida por Raymundo

Herrera, el jinete insomne, para garantizar la victoria en una lucha legal entablada con el estado peruano, pone a prueba la enorme voluntad de toda una comunidad para defenderse frente a un poder omnímodo, que busca usurparles tanto su propiedad como sus derechos. Junto con ello revela tres aspectos de gran importancia que aparecen como menos evidentes. En principio, la presencia crucial de la autoridad letrada en la articulación de la agencia indígena, lo que motiva que Herrera y los miembros de su comunidad depositen su fe en la justicia sólo si consiguen demostrar, mediante un nuevo plano catastral que emplea como referente el título de propiedad de 1705, los límites reales e históricos de las tierras que les pertenecen. Luego, la constitución de una subjetividad política que reconoce en el poder del discurso un régimen de verdad fundado, en este caso específico, en la escritura legal, en la escritura en tanto tecnología del poder. Si el mundo no estuviera regido por ese orden arbitrario de las palabras, ¿por qué

1 Evidentemente, se trata del Rey Felipe V: el “Inca Católico” que fue alabado por la nobleza indígena en una fiesta oficial celebrada en Lima en 1722, como veremos más adelante.

1 entonces apelar a su autoridad, a su plena potestad, en la búsqueda de justicia social para la transformación de un segmento de ese mundo? Por último, la emergencia de la memoria en la misma intersección en la que se instaura también una subjetividad política indígena que pone en marcha una serie de estrategias entre las que la práctica letrada resulta del todo capital. Esa compleja amalgama de elementos da forma a la constitución de un sujeto específico en la novela de Scorza que reconoce, desde el recuerdo inmemorial, una batalla dentro del orden de los signos que afecta, de manera ineludible, su propia experiencia. En efecto, mientras la comunidad recuerda las múltiples vicisitudes enfrentadas desde 1705 para proteger sus títulos de propiedad (como, por ejemplo, lo que ocurrió en un episodio durante la guerra con ), el insomne Raymundo Herrera refiere:

Esa noche tampoco dormí. Me acordé de un de indios que conocí en

Ancash, un tal Atusparia, quien también padecía por sus ojos abiertos. Lo

envenenaron quienes debían custodiarlo. Creo que así murió. Muerto ya, en

vano quisieron coserle los párpados. Sus rebeldes ojos no se rindieron. ¿Qué

estará mirando, ahora, debajo de la tierra? ¿Qué miraré yo cuando de mí solo

queden mis ojos, estos ojos que no se hartan de mirar —generación tras

generación— los mismos reclamos, los mismos quebrantos, los mismos abusos,

los mismos engaños, los mismos desalientos? … El río Pucush, ahora extinto,

cambió muchas veces de curso. ¡Lo único que no cambia de curso son nuestras

penas! (169)

Esa mención de la rebelión de Pedro Pablo Atusparia, de 1885, se inserta en una serie de eventos que la comunidad no deja de recordar como parte de una memoria colectiva que, más allá de los propios límites de sus demarcaciones territoriales, asimila una experiencia común por otros agentes en tiempos y lugares distintos. Así, Atusparia y Herrera, puestos en una misma línea de tiempo, más allá del espacio y las circunstancias específicas que

2 desencadenan sus agenciamientos, se convierten en los hitos que subsumen la experiencia de la colonialidad que las poblaciones indígenas han enfrentado desde el cataclismo que supuso su encuentro traumático con la cultura occidental. Esa experiencia, precisamente, da forma a esa enunciación en la que el recuerdo de la violencia y la lucha contra el abuso va de la mano con la propia conmiseración. A diferencia de Atusparia, sin embargo, el jinete insomne deposita toda su fe en un título de propiedad, en un documento de archivo que le otorga poder y autoridad en la defensa de los intereses de su propia comunidad. Mientras que Atusparia recurre a las armas para transformar ese orden injusto, Herrera se rinde ante el poder de los signos para hacer que historia y memoria efectúen un cambio en el orden del mundo.

La reverencia al poder del signo, a su autoridad, a su capacidad de transformación del universo social, forma parte de lo que propongo en esta tesis: el orden letrado asumido plenamente por el sujeto andino colonial a lo largo del siglo XVIII para intervenir con la autoridad que ese orden le otorga dentro del campo de la política imperial. Esta aventura, no obstante, tiene su propia trayectoria. Una que es del todo compleja y que aquí se propone en términos de una genealogía del sujeto político andino; de su agencia a partir de la puesta en escena de la escritura; de la producción de un discurso que, más allá del deseo de un buen gobierno, busca intervenir a su favor en el seno mismo del ámbito soberano.

1.- Un esbozo para la comprensión de la cultura política indiana del siglo XVIII.

El siglo XVIII llega a nosotros como uno de los periodos más interesantes en la historia cultural de la América hispana, en general, y del Perú, en particular. En primer lugar, por el drástico cambio que supuso el traslado del poder, en la corte peninsular, de la casa de

Habsburgo a la de los Borbones. Este viraje en el poder tuvo una serie de efectos en los dominios de ultramar, debido a la progresiva aplicación de un conjunto de políticas reformadoras que buscaron orientar la administración colonial hacia una mayor eficacia,

3 especialmente en lo que concernía a los ámbitos administrativo y económico. Más allá de las reformas y de los consensos que se tuvieron que enfrentar para hacerlas efectivas, el siglo XVIII ostenta también, en el caso peruano, la marca de las rebeliones indígenas que han caracterizado este tumultuoso periodo, y en el que la más importante de todas, la rebelión de Túpac Amaru

II, define un antes y un después de acuerdo con la historiografía que la ha estudiado. Un antes y un después toda vez que anuncia, como una prefiguración del destino latinoamericano, la independencia americana respecto del poder hispano. Un hito crucial en esa trayectoria hacia la liberación de los súbditos hispanoamericanos y la instauración de un orden republicano más acorde con las transformaciones que acarreaba el proceso de modernización y la inserción de las excolonias americanas dentro de un nuevo orden mundial definido por el imperio del capital. Asimismo, desde una perspectiva más bien local, la rebelión del cacique cusqueño marca también un momento específico en cuanto al propio destino de las poblaciones indígenas. De acuerdo con John Rowe (1976), con este evento se da inicio al final del poder de los caciques y, en consecuencia, a la posibilidad de continuar con la constitución de un nacionalismo inca, que hiciera posible la inclusión de la población indígena dentro del proyecto republicano peruano.

En 1790, no obstante, la nación indiana celebraba en Lima la llegada al trono del rey

Carlos IV, apelando a un dispositivo simbólico que se remonta a la segunda década de ese mismo siglo, y que fue decisivo para la constitución de una cultura política entre los miembros de la élite indígena. Como en las fiestas oficiales de 1722 o 1725 (tal como veremos más adelante, en las páginas que dan forma a este trabajo), en ésta se celebraba la llegada de “un nuevo Emperador , Rey de dos Mundos ”, ante cuya distante figura se postraban los indios naturales del Cercado y el Rímac para rendirle culto y obediencia, así como para renovar los pactos de la hegemonía colonial mediante la performance política que se ponía en marcha en este crucial ritual del poder hispano:

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… a quien hoy rendida, y obediente

la Índica Nación muy gratamente,

aplaude de placer tan revestida,

que en Carlos funda, su consuelo, y vida;

y pues no alcanza su lenguaje Índico,

para que exprese encomios el fiel Indio

Natural del País, con eco llano

desempéñelo en metro Castellano ( El sol en el medio día f.s.p.)

Rendida y obediente, la nación indiana (o índica , como aparece en este texto en particular) deposita una vez más una fidelidad plena para con el nuevo monarca, de tal modo que resulten renovados también los lineamientos del buen gobierno orientados hacia la inclusión y protección de la población indígena. De ahí, pues, que “funden” en el nuevo monarca, como en una sólida base, su “consuelo” y su propia “vida”, lo cual revela el carácter decisivo puesto en juego en este tipo de escenificaciones de una cultura política que buscaba conseguir una mejor administración del poder para crear un ambiente de bienestar colectivo, tal como recomendaban los tratadistas políticos de la época como el jesuita Francisco Suárez.

En la educación del príncipe cristiano, entonces, se ponía el bien colectivo por encima del beneficio personal del monarca, y ese es uno de los aspectos más recurrentes en la producción discursiva de los Andes coloniales durante esa centuria. Debido a esa condición previa, que garantizaba el buen gobierno por encima de cualquier cosa, los indios del Cercado y el Rímac declaraban que “en obsequio de Carlos Soberano, hasta el Indio Gentil se hace Christiano” ( El sol en el medio día f.s.p.), pues era importante el reconocimiento del imperio de la religión cristiana para hacer de los indios verdaderos súbditos de una monarquía erigida bajo ese precepto moral e ideológico. Es así que páginas más adelante, haciendo un ejercicio de

5 memoria histórica, el sujeto de escritura refiere que los indios han abrazado la religión cristiana desde la conquista española, que es vista como un verdadero logro del imperio:

¿De qué le aprovechara a infiel Monarca

el tesoro sin par de Caxamarca?

¿De qué pues a el famoso Huascar Inga ,

que entre todos los suyos se distinga,

si con tanta riqueza, y tanto oro

perdió sin duda el principal Tesoro? ( El sol en el medio día f.s.p.)

El episodio de la conquista aparece reformulado en clave política para renovar una lealtad que conjuga una particular escritura de la historia y la conversión a la religión cristiana.

De acuerdo con esto, el Rey y el Inca aparecen ubicados en un horizonte histórico en el que el cristianismo resulta triunfador. Y de ese modo hay que entender que el principal tesoro que pierden los Incas no fue ni el oro ni la plata, sino la propia nación indiana , que se ofrece fiel ante el nuevo rey católico. La posibilidad de una verdadera república cristiana enunciada por los indios peruanos, una idea que estuvo presente a lo largo del periodo colonial, 2 hace del acto performativo y del texto una muestra clara de fidelidad hacia el rey español, a quien en 1722 los mismos miembros de la élite indígena denominaban “Inca católico”: un pacto subjectionis

—en los términos del jesuita Francisco Suárez— que intentaba hacer viable la soberanía hispana durante este momento de tránsito del poder en la corte española.

Precisamente, uno de los aspectos fundamentales que exploro en mi tesis es el rol de las fiestas oficiales, aquellas dedicadas a celebrar algún episodio crucial de la vida del rey, especialmente el de su coronación. En ese espacio de intercambio de signos que se organiza de

2 Una idea que aparece incluso en las versiones de la presencia del cristianismo en los Andes antes de la llegada de los españoles, como en Calancha o Ramos Gavilán, para trazar un nuevo orden moral americano en los “anales del mundo cristiano” (Salles-Reese 149). En el caso de Ramos Gavilán, el relato de la Virgen de Copacabana en el lago Titicaca historiza una continuidad de la presencia del cristianismo que justifica la acción evangelizadora y anuncia la constitución de un mundo católico de acuerdo con el modelo de la ciudad de Dios agustiniano. Véase: Salles-Reese, 2008: 132-164.

6 acuerdo con una lógica ritual del poder imperial, resulta del todo decisivo la acumulación de un capital cultural que le permite a la nobleza indígena moverse por determinados circuitos oficiales de la ciudad letrada para subvertir, progresivamente, ese orden de signos en los que buscan ubicarse con una plena autoridad. Primero a través de la muestra de una veneración para con los monarcas españoles, que renueva el pacto colonial entre el rey y sus súbditos en las dos orillas del mundo hispano. En la constitución de ese tiempo-espacio simultáneo y en gran medida virtual (como señala Alejandra Osorio), el rey español es imaginado, en términos políticos e históricos, por la nobleza indígena como un “Inca católico”. Es decir, como una figura del poder en la que la versión más autorizada del pasado prehispánico andino y el presente colonial se combinan, para dar forma a una imagen que traduce un aspecto de la subjetividad andina colonial en su relación y fricción con la hegemonía imperial. La posibilidad de enunciar ese discurso en un evento público, con la presencia de las autoridades del estado colonial y eclesiástico, así como de los representantes de la nobleza criolla, pone de manifiesto un punto de quiebre, un momento inusual dentro de las prácticas de la fiesta barroca que merece una mayor atención para comprender su proyección dentro del campo simbólico de su momento. En ese sentido, la presencia indígena en las fiestas oficiales —una presencia que no era habitual hasta antes de 1722— canaliza no sólo un deseo de los representantes de la república de indios en su participación en un decisivo ritual del poder, sino que anuncia una temprana colaboración interétnica, debido a que esta inclusión debía contar con la autorización del virrey (en este caso, el virrey obispo Diego de Morcillo) y la generosa inclusión de este grupo como un pilar más dentro de la república hispana en la escritura criolla encargada de la descripción de esas fiestas, que debía llegar a manos del mismo rey y su corte. En este caso, la escritura del polígrafo criollo Pedro de Peralta y Barnuevo pone de manifiesto una determinada filiación hacia la historia y la presencia indígena en la cultura colonial. Algo que supera incluso ese “indigenismo de ayer” (Mazzotti 1998) que comienza a enunciarse en el discurso criollo,

7 pues aquí aparecen los mismos indígenas representándose a sí mismos y a sus antepasados los

Incas, esos otrora “reyes del Perú”.

Asimismo, la fiesta oficial, en la que la presencia indígena se prolonga a lo largo del siglo XVIII, se constituye en un espacio significativo de producción discursiva que debe ser considerado para re-pensar el rol del nacionalismo inca de este siglo en particular. Si, como ha sugerido la historiografía que ha tratado el tema, la ideología del nacionalismo inca se inicia con las re-lecturas de los Comentarios reales del Inca Garcilaso, tras la reedición de 1723 por

González Barcia en España, y se prolonga hasta la rebelión de Túpac Amaru II, ¿cómo se explica la permanencia de la presencia indígena en la fiesta oficial de 1790? Tal vez no se ha tomado muy en cuenta la importancia del rol indígena en ese tipo de eventos simbólicos, que en la semiosis colonial marcan también hitos de gran importancia en la producción de un discurso de nación étnica en la que historia, memoria y política se combinan no sólo para una demanda de buen gobierno, sino, ante todo, para dar forma a una identidad indígena y andina cada vez más consciente de su rol en la historia del mundo colonial.

En este contexto, la figura del letrado criollo Pedro de Peralta y Barnuevo adquiere una gran importancia no sólo por describir la presencia indígena en la fiesta oficial de 1722 —que se publica en 1723 bajo el título Júbilos de Lima — sino además por adscribirse a una causa identitaria que rebasa los límites de su propia identidad, de su propio lugar de enunciación. En su descripción de este evento político, Peralta no duda en incluir la expresión “Inca católico”, como se designa al Rey Felipe V en la voz de un representante de la nobleza indígena vestido como un Inca, con lo cual inserta la formación de un discurso de las élites andinas que proviene de fines del siglo XVII, y proyecta la visión garcilasista de un imperio mestizo que los propios

Incas trasladan desde el hasta Madrid. Junto con ello, la escritura de una historia de los

Incas, que Peralta incluye en su texto descriptivo, nos pone frente a un artefacto que lleva el signo de una diferencia que rompe con la finalidad monótona a la que nos tienen acostumbrados

8 este tipo de textos coloniales. En esa escritura, el criollo sigue en gran medida la autoridad histórica del Inca Garcilaso de la Vega y propone, desde la ambigüedad que marca la subjetividad criolla, que los Incas son modelos de gobierno que pueden servir de “espejos morales” tanto al Rey como a los príncipes. El espejo de la historia, que debe servir como reflejo de enseñanza a los monarcas sobre el arte del gobierno, se traslada al Nuevo Mundo y hace de la historia de los Incas, en la pluma del criollo, un muestrario ideal para un buen gobierno que anteponga el bien común entre los súbditos, tal como lo hicieron entre los indios del Perú esos monarcas de la antigüedad. Peralta propone, entonces, una nueva poética que explique la presencia indígena, la presencia de los Incas y la importancia de esa presencia en la fiesta colonial. Un colaborador autorizado al interior de la ciudad letrada para permitir el ingreso de la nobleza indígena en un importante ritual del poder, en el que la historia de los

Incas adquiere una relevancia en la consideración de la hegemonía imperial hispana en esa parte de América (la América peruana , como la nombran posteriormente un grupo de letrados andinos que busca transformar el orden colonial). Así, esta tesis busca demostrar la importancia de la fiesta oficial en cuanto espacio de producción simbólica, asociado con el poder imperial y la constitución de un sujeto andino que emerge en la intersección de cultura y política.

2.- La autoridad letrada andina colonial más allá de la ciudad letrada .

Esta tesis también busca ahondar en algunos aspectos de la enunciación del discurso andino tal como lo plantea Carlos García-Bedoya en su trabajo pionero sobre la producción discursiva del periodo colonial en el Perú. Se emplea, entonces, el vocablo “andino” considerando una formulación que no se restringe a una distinción étnica o geográfica precisa, sino a la concepción de un lugar de enunciación desde el que se produce un discurso cultural atravesado por ciertas características comunes. Así, por ejemplo, de acuerdo con García-

Bedoya, los elementos que alinean en una misma genealogía textual a la Nueva corónica de

9 inicios del XVII con la Representación verdadera de mediados del XVIII son “una misma visión del pasado prehispánico (el incario como sociedad modélica), de la conquista española

(cuya violencia antiandina se considera injustificable), y del orden colonial (juzgado como opresivo para el indígena)” ( La literatura peruana 164). En esa misma vía, Alcira Dueñas emplea el término “andino” sin hacer referencia a su sentido geográfico, sino más bien propiamente cultural. En esa distinción, la historiadora observa que se trata de describir a un grupo de nativos y sus descendientes mestizos, con quienes comparten tanto un pasado prehispánico como un presente colonial que está señalado por un estatus subordinado. En ese sentido, afirma Dueñas, es posible también incluir dentro de la categoría de andino a los sujetos criollos que comparten una cultura y una agenda comunes en favor de los sujetos andinos

(Indians and Mestizos 3).

Dentro del proceso de producción discursiva andina, hay una serie de aspectos que deben considerarse con una mayor amplitud. Así, por ejemplo, la formación de un discurso cultural que reivindica a las figuras de los Incas en la medida en que éstas aceptan el traslado del poder del Tawantinsuyo a la corte de Madrid, adquiere una importancia no sólo por la inscripción de una singular manera de imaginar la configuración del orden colonial, sino además porque revela sintomáticamente un horizonte de lecturas y referentes culturales que definen a esa formación discursiva. En la enunciación de esa traslación del poder hay una consciencia identitaria que articula a los Andes dentro del mundo hispánico bajo una nueva mirada: no hay poder español sin el consenso y el pacto político establecido entre indios (o andinos) y españoles. Ese reconocimiento es uno de los motivos más recurrentes de la escritura andina colonial y pone al descubierto uno de los ejes medulares de la subjetividad andina a lo largo de dos siglos.

Es importante, entonces, identificar los espacios de producción simbólica desde los que se articula el sujeto andino colonial, y que sirven de plataforma para sus enunciaciones ya sean

10 de consenso, de reivindicación o de búsqueda de buen gobierno. Y aquí es necesario definir también el espacio de producción simbólica al que corresponden estas textualidades. Rappaport y Cummins, por ejemplo, muestran algunos reparos en el uso la noción de ciudad letrada , acuñada por Ángel Rama, pues corresponde a una figura teórica que define un sujeto cultural específico, que se encuentra inserto dentro del entramado del poder imperial. No hay letra sin poder durante el periodo colonial, y el sujeto cultural que surge de esa ciudad constituida por los signos de la palabra escrita obedece a un imperativo pragmático: letrado y poder son parte de un binomio indivisible en el mantenimiento del orden colonial (saber y poder, en su formulación original foucaultiana). Si bien es cierto que la cuestión teórica del sujeto demuestra que una coherente unidad en la constitución de la subjetividad es imposible, y que más bien el sujeto está atravesado por una fractura constitutiva y fundacional, no debe dejarse de lado las estrategias pragmáticas de toda racionalidad política, que también definen el orden del sujeto, son siempre un producto de la interpelación ideológica (Smith 40). En ese reconocimiento debe establecerse, dentro de esos mismos límites, un compromiso respecto a su adecuación o su resistencia frente al estatuto ideológico.

En ese sentido, Rappaport y Cummins observan que en el caso andino colonial en su relación con la escritura hay un más allá de la ciudad letrada , pues la escritura se difiere de un sujeto indígena que habla (que enuncia un discurso desde la oralidad) hacia un sujeto de escritura que traslada al orden de los signos y ordena esa oralidad para insertarla en el régimen legal de la cultura colonial. Los investigadores observan esta situación sobre todo en documentos legales del archivo colonial en los que la ausencia de una alfabetización completa en el idioma castellano es uno de los aspectos más representativos de la producción letrada indígena. Una ciudad letrada indígena , que incluye también la incorporación de regímenes de visualidad que pueden leerse y definen formas alternativas del registro oral en sociedades no occidentales, como la andina. La apuesta por un más allá , sin embargo, resulta insuficiente

11 cuando se observan casos como el de la Representación verdadera o el Planctus Indorum , en los que la pericia en el dominio de los signos y los saberes van de la mano con una identidad indígena y andina, que no se encuentra al margen de las murallas de esa ciudad arbitraria erigida sobre el binomio saber/poder. No quiero entrar a explorar en detalle esa limitación, pues este no es el espacio para hacerlo, pero me parece que, como sostiene Mark Thurner, todo más allá dentro de la ciudad letrada se vuelve parte de esa ciudad (2013). Es decir, los márgenes mismos de la ciudad letrada son expropiados y reapropiados por ella, absorbidos por su cualidad omnímoda, como cualquier que al crecer va haciendo de los márgenes una nueva parte de la ciudad, pues los límites, los más allá , van apareciendo de modo constante. Surge, entonces, una doble limitación: por un lado, la ciudad letrada misma que, de acuerdo con

Rama, articula el saber letrado y el poder de la corte colonial; por otro, el más allá andino e indígena que no necesariamente implica una marginalidad en términos de apropiación y empleo

(es decir, un agenciamiento) de esos signos que definen una lógica del poder.

Es por esa razón que, adaptada a los propósitos de mi propio trabajo, a la propia exigencia de las especificidades que se analizan, a lo largo de estas páginas se emplea una categoría mucho más flexible: el de campo de producción cultural, propuesta por Pierre

Bourdieu (1993). Es importante notar que García-Bedoya emplea la categoría de “campo literario” para definir un marco específico dentro la producción discursiva del periodo colonial en el Perú. Mi propuesta de salir del término “literario” —reconsiderado por obvias y varias razones— e incorporar de manera más amplia el de “producción cultural”, obedece a la inclusión de una gama heterogénea de artefactos culturales asociados con lo andino dentro de este trabajo. Así, tanto las performances de la historia de los Incas en la plaza mayor de Lima; los discursos que se enuncian en esas performances; las escrituras de la historia en las que se vuelve a narrar la historia de los Incas o la historia de la conquista; los memoriales indígenas; las referencias al escolasticismo tomista; los discursos de orden político asociados al buen

12 gobierno del soberano católico o al recuerdo de los Incas; todos estos elementos forman de este campo en particular. Más aún, de acuerdo con mi apropiación del término, en este campo de producción discursiva tanto los sujetos andinos como los criollos (así el caso de Peralta y

Barnuevo) se ubican en un espacio de enunciación en el que se legitima su propia autoridad cultural y en el que actúan con una relativa autonomía. De esa forma también busco resolver la cuestión del sujeto andino en su progresiva constitución como sujeto político (es decir, como un sujeto de la acción política), pues la intervención y participación activa en este campo en particular garantizan su cualidad de agente. Esta cualidad hace de la producción cultural (de la enunciación del discurso cultural) una agencia en sí misma, toda vez que atraviesa por un proceso de acumulación de autoridad cultural y simbólica. Esa autoridad le otorga legitimidad a la participación de los agentes, hace posible la acción en el orden de la cultura que, como sabemos, interseca siempre con el de la política.

La autoridad del sujeto andino, en consecuencia, se manifiesta en el momento de la enunciación del discurso cultural, en su dominio de los discursos de saber que dan forma a la cultura colonial, como el de la historia y su escritura, o como el de la política y su pedagogía.

En esta experiencia letrada, en su enunciación desde un lugar de la cultura, en la investidura de su autoridad, se proyectan nuevas formas de la política para modificar determinados aspectos del orden colonial. Como afirma Homi Bhabha, autorizando una cita de Hannah Arendt, toda agencia es siempre una enunciación ( Nuevas minorías 36).

3.- Re-pensar el “buen gobierno” como una propuesta de soberanía andina.

Por último, en cuanto a la cuestión de la soberanía, no pretendo orientar esta tesis hacia un debate sobre la gubernamentalidad o la biopolítica como parte de una genealogía del poder en la cultura occidental. Mi interés en el empleo productivo de esta categoría apunta hacia otros

ámbitos. En primer lugar, la cuestión performativa de los rituales políticos activados en la fiesta

13 colonial oficial ponen en evidencia que, desde el lado andino, se buscaba propiciar las condiciones adecuadas que hicieran posible establecer pactos hegemónicos viables entre el rey ausente y la nobleza indígena. En esa puesta en escena pública de la historia de los Incas, el orden soberano era un elemento que se ponía en juego al momento de establecer el pacto colonial: se le recordaba al rey que los Incas habían sido los agentes del traslado del poder de un imperio a otro, que habían preparado el terreno para la llegada del cristianismo (siguiendo en ambos casos una lectura garcilasista), y que sus descendientes coloniales habían asumido plenamente el nuevo orden imperial y, sobre todo, habían abrazado con fervor la nueva fe religiosa. La expresión “Inca católico”, precisamente, ofrece un sentido de la política que está ligado con el buen gobierno, pues el Rey de España debe actuar como un Inca, siguiendo los preceptos morales del catolicismo, para con sus fieles súbditos de la república de indios .

En segundo lugar, en ese contexto festivo y ritual, una escritura de la historia de los

Incas como la que ofrece Peralta y Barnuevo no sólo busca justificar el porqué de la presencia indígena, sino que se instaura como un “espejo moral” en el que los Reyes hispanos puedan reflejarse y aprender a ser mejores gobernantes a través de esa enseñanza que la historia del

Nuevo Mundo provee. Propone, así, un modelo de gobierno, una experiencia política que desde los Andes surge como una posibilidad de administrar de otra manera el ámbito humano de los súbditos americanos, tanto criollos como indígenas.

En tercer lugar, es evidente que la escritura propiamente andina del siglo XVIII canaliza una voluntad política de las élites indígenas para la transformación de un orden social y político que los mantenía en una posición subalterna. Este esfuerzo, que se inicia a mediados del siglo

XVII, encuentra sus puntos máximos de formulación en el Manifiesto de los agravios (1732) de Vicente Mora Chimo y la Representación verdadera (1749) de Fray Calixto de San Jose

Túpac Inca. Se trata en ambos casos de denuncias de orden colectivo que además contienen fórmulas para modificar aspectos puntuales del gobierno de los súbditos desde una perspectiva

14 andina (en el primer caso, vinculada además con la formación de una liga indígena que estaba políticamente activa en Lima entre 1722 y 1732). 3 Una forma de intervención autorizada por la escritura y por su inserción en un régimen legal que garantiza su validez como discurso de verdad. Así, en esas denuncias no hay sólo denuncia ni únicamente testimonio: hay asimismo un deseo de buen gobierno; y, como en el caso de la Representación verdadera , también hay propuestas de gobierno.

En cuarto lugar, dentro de esa órbita de artefactos culturales que emergen del campo de producción cultural de este turbulento periodo, el Planctus Indorum (1754-58) propone una visión del gobierno de los súbditos que se aleja por completo de la monarquía hispana y apela a la autoridad del Pontífice romano con el prospecto de creación de un nuevo imperio, andino católico. Esa posibilidad, que aparece en el texto como una argumentación coherente y afectiva del problema del gobierno de la nación indiana , anuncia una reforma del poder que se concibe como un gobierno de Dios, del Papa y de los hombres, vaticinando de manera significativa la idea benjaminiana de que la soberanía pertenece al orden de lo divino y una vez aceptada esta condición del gobierno, es posible enfrentar toda soberanía humana: el orden terrenal de la soberanía es, por excelencia, el lugar de toda resistencia (Martel, 2010).

Si toda crítica supone una teoría, como refiere Walter Mignolo, la cuestión soberana andina, en consecuencia, propone una reflexión sobre el gobierno en su relación con la nación indiana . En ese sentido, no nos pone frente a un estado de excepción en el que se juega la capacidad de decisión del verdadero soberano (Schmitt, 2005), ni tampoco nos pone ante la consideración de una biopolítica que se encuentra, en estado inmanente, en el origen de la política occidental (Karmy Bolton, 2012). Aunque podría decirse que, en gran medida, la intervención del sujeto político andino en el orden del poder soberano es también una intervención biopolítica, ya que pretende transformar el ámbito de administración de la vida y

3 Sobre la formación de la liga indígena en la capital del virreinato peruano, véase: Glave, 2011.

15 los cuerpos de los súbditos indígenas que “se desangran por su rey”. Lo importante, en mi aproximación, es re-pensar el discurso andino colonial para observar esos detalles sobre el gobierno que contribuyan a trazar una genealogía de la soberanía desde una perspectiva andina, y ampliar, de esta manera, las fronteras de su propia subjetividad más allá de los discursos de la historia y la ley. De esta forma, mi tesis recupera distintas aristas en la constitución de un paradigma político sustentado en la escritura de la historia, el retorno al archivo colonial, la constitución de una subjetividad política, la dimensión teológica y las revisiones históricas de la conquista, con el firme propósito de poner a la nobleza andina en el ámbito soberano del gobierno de los hombres de la América peruana. En más de un sentido, y parafraseando a

Gaston Bachelard, todo mi trabajo es un caso particular de lo posible, en el que, además de lo que se ha referido en esta breve e incompleta introducción, se intenta pensar la dominación colonial bajo la lógica de una “hegemonía no absoluta” (Bhabha, Nuevas minorías 15). En ese reconocimiento, que es un axioma del trabajo teórico en situaciones coloniales, se pone a prueba el orden de la cultura, pues ahí se insertan las agencias indígenas, en ese lugar que tal vez hace posible una mejor comprensión de la experiencia colonial.

En cada uno de esos estadios de intervención política que emergen desde el lugar de la cultura, se puede observar una instancia afectiva que forma parte inherente de la acción política, un recurso que más allá de toda retórica se encuentra en el centro mismo de su práctica. Ya sea a través de la performance pública de la nobleza indígena en ese simulacro del poder que los pone ante la imagen del Rey, o bien en la misma escritura con la que se pretende orientar por nuevas sendas el gobierno de los hombres en los dominios americanos, la cuestión afectiva se convierte en una piedra angular del discurso cultural. Su presencia constante, su uso recurrente en las retóricas que dan forma a los artefactos culturales que se analizan en este trabajo, reclaman una lectura que permita ubicar su exacta dimensión en la esfera letrada de su momento para entender, fuera de todo anacronismo, el propósito de su función en el orden del

16 discurso. Esa orientación, que aparece como una novedad de la crítica cultural contemporánea, era carta común de la cultura política colonial hispanoamericana, y se origina en un ámbito del discurso sobre el gobierno de los reyes y el buen gobierno: una economía de los afectos que, como observa Alejandro Cañeque, estaba instituida en la tratadística política de la época para sentar ciertos principios gubernamentales en los que el amor prodigado entre el rey y sus vasallos era el fundamento mismo del buen gobierno de la república (“The Emotions of Power”

92-93). A ese principio soberano apelan de manera constante los sujetos de la enunciación de los distintos textos que se exploran aquí, para hacer del poder del amor el dispositivo que transforme el gobierno de los súbditos americanos.

De acuerdo con todo lo previo, en el primer capítulo exploro la fiesta oficial de 1722 a través del registro escrito de Pedro de Peralta y Barnuevo en sus Júbilos de Lima (1723). En este capítulo lo importante es la participación de la nobleza indígena, que hace su ingreso en la ciudad letrada a través de la performance de la historia de los Incas y un temprano reconocimiento de la condición mestiza del imperio hispano. En el segundo capítulo me detengo en el mismo texto para analizar la escritura de la historia de los Incas del letrado criollo.

En esa sección rescato, sobre todo, el valor de esa historia y su inserción en la práctica de escritura conocida como “espejos de príncipes” Su inclusión como parte del análisis obedece no sólo a que se encuentra en el texto en el que se describe la participación de la nobleza indígena en una fiesta que no solía caracterizarse precisamente por su presencia. Obedece también a su relevancia para re-pensar una vez más la producción discursiva del nacionalismo inca del siglo XVIII. En el tercer capítulo exploro la constitución de un sujeto político andino cuya trayectoria oscila entre el reclamo individual o de pequeños grupos de la elite andina hacia la constitución de un discurso de nación étnica en el que la nobleza asume la representación de toda la nación indiana . En el cuarto capítulo se analiza el Planctus Indorum (1754-58) en el

17 marco del discurso andino colonial y se extrapola del texto sobre todo las ideas relacionadas con el gobierno y la posibilidad de un poder soberano viable desde el mundo andino.

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CAPÍTULO I «Viva el Inca Católico»: Afecto, subalternidad y performatividades festivas en el siglo XVIII peruano

La fiesta barroca fue un evento de gran importancia dentro de la dinámica cultural en la América hispana a lo largo del periodo colonial. Su forma más conocida fue la fiesta religiosa y esta contribuyó a la diseminación del barroco contrarreformista, alineado con el proyecto evangelizador que legitimaba la posesión de las colonias americanas. Eso hizo posible que la fiesta barroca se consolidase durante el siglo XVII como una política cultural eficaz para la propagación de la ideología imperial que hacía posible el control del orden social en los dominios de ultramar. No puede asegurarse categóricamente, sin embargo, que esta máquina de producción de sentidos fuese del todo transparente en la transmisión unidireccional del mensaje imperial hispano y católico, pues a través de la fiesta también se canalizaban determinadas demandas locales y se afianzaban las propias identidades criollas o indígenas. La consideración de este aspecto en la constitución misma de la cultura colonial (de naturaleza sustancialmente barroca) es del todo relevante, pues como señala Mabel Moraña el barroco fue un “paradigma dinámico y mutante” que pudo incorporar la “materialidad americana” y redefinir —en el proceso de apropiación y producción cultural— la funcionalidad de los modelos recibidos de la metrópoli para adecuarlos a las “urgencias y conflictos” de los agentes culturales del Nuevo Mundo ( Viaje al silencio 14). En otras palabras, esta cualidad dúctil permitió la progresiva transformación de los modelos metropolitanos en nuevas formas e identidades culturales que se adecuaron a los deseos de sus agentes, fueran estos criollos, mestizos o incluso indígenas, dentro de ese espacio de producción simbólica que se ha denominado unánimemente como la ciudad letrada .

Desde esta perspectiva se han abordado en años recientes los artefactos culturales del periodo colonial, esto es, atendiendo a su capacidad de producir discursos bifrontes en los que

19 conviven formas visibles de lealtad hacia el poder hispano e intervenciones ambiguas que canalizan sus propias demandas. En esta encrucijada sitúo mi propio trabajo. Así, en este capítulo intento mostrar la magnitud de un evento cultural como la fiesta real que se ejecuta en las calles de la ciudad barroca limeña con el fin de celebrar dos aspectos significativos en la vida de la corte peninsular: la boda real y la llegada del rey al trono. Para ello, siguiendo en gran medida a Michel Foucault, propongo trazar una genealogía que, como se sabe, no significa volver al origen ni mucho menos elaborar desarrollos lineales. Es más bien todo lo contrario.

Es decir, registrar la singularidad de los eventos más allá de sus monótonas finalidades, puesto que toda genealogía debe observar con cuidado sus recurrencias no para trazar un proceso evolutivo, sino para aislar aquellos episodios que cumplen funciones diferentes o específicas dentro de la regularidad de sus desenvolvimientos (“Nietzsche, Genealogy, History” 139-140).

En mi lectura, la genealogía de estos eventos culturales, atravesados de una impronta que interseca el campo político, conlleva una serie de prácticas discursivas que revelan los agenciamientos de la nobleza indígena en sus intentos por acercarse al poder imperial a través de la producción simbólica.

En los primeros meses de 1722 se ejecuta en Lima una gran celebración con motivo de las bodas reales del príncipe Luis I con la princesa Luisa Isabel de Orleans, y la infanta María

Victoria con Luis XV de Francia. Este evento se describe de manera amplia en el texto Júbilos de Lima (1723) del polígrafo criollo Pedro de Peralta y Barnuevo, en el cual centraré mi análisis porque es el primero de los textos del siglo XVIII peruano que describe la inclusión de la nobleza indígena en este tipo de festividades. Esta inclusión presenta, además, un aspecto del todo singular: la nobleza nativa realizó una performance de la historia de los Incas, lo cual motivó a Peralta a incluir una extensa sección con la historia de las hazañas de los Incas para informar a los lectores reales. Aun cuando la presencia de la nobleza indígena en la fiesta religiosa barroca fue del todo activa (el Corpus Christi es un caso ejemplar), aquélla no fue

20 usual en las fiestas oficiales, las que se asignaban de manera exclusiva a los miembros de la nobleza criolla, los altos representantes del clero, los miembros del Cabildo y la administración virreinal. De acuerdo con Juan Carlos Estenssoro, la última aparición de los “monarcas Ingas” representados en una celebración pública fue en Potosí, en 1551, de acuerdo con una referencia que proviene de la famosa historia de Arzánz de Orsúa y Vela. Por otra parte, en la fiesta oficial celebrada en la misma ciudad en 1701, con motivo de la llegada al trono de Felipe V, no se incluye a la nobleza indígena y sólo participan los miembros de la nobleza criolla, la administración colonial y el alto clero (“Construyendo la memoria” 133). En ese sentido, esta presencia indígena marca una ruptura en la puesta en marcha de la maquinaria festiva oficial y encierra a su vez una serie de incógnitas sobre el rol de su participación en este tipo de ceremonias. 4

A lo largo del capítulo sostengo que esta celebración es importante no sólo porque marca el inicio de la participación indígena en una serie de fiestas oficiales a lo largo del XVIII en la capital del virreinato peruano. También propongo pensar su proyección en el campo de producción cultural como un evento que no puede dejar de vincularse con el “movimiento nacional Inca”. En primer lugar, por su inmediata visibilidad en un marco ceremonial de carácter público y abierto, que apuntaba a renovar una alianza entre los súbditos y el lejano rey.

Esto nos lleva, a su vez, a reconocer su evidente carácter visual (la visualidad de la performance festiva). De acuerdo con esto, me parece necesario considerar, siguiendo a Roland Barthes, que

“toda imagen deviene escritura a partir del momento en que es significativa” ( Mitologías 201).

Eso implica, por una parte, pensar que la presencia indígena lleva el signo de su propia

4 Para una descripción más precisa, empleo aquí los términos “fiesta oficial” o “fiesta real” debido a la naturaleza de su institución, originada como una demanda de gloria hacia la figura del monarca hispano. Richard Parra Ortiz las denomina “fiestas políticas”, pero creo que los términos más apropiados son “oficial” o “real”, pues su activación depende de la orden enviada desde España en la forma concreta de una cédula real. Además, la palabra “política” encierra un campo semántico tan amplio que podría poner en duda su propósito de precisión. Véase: Parra Ortiz, Richard. “Máscaras, armonía e imperio: Las fiestas de “naturales”, Lima (siglo XVIII)”, 2009.

21 diferencia; esto es, aparece bajo el signo del otro americano. Por otra parte, disemina un discurso específico: el de la historia de los Incas. Es interesante, en ese sentido, que el registro escrito de esta historia haya estado a cargo de Peralta, un criollo que pone en circulación su propia lectura de los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega (como veremos en el siguiente capítulo). Esto indica no sólo una re-lectura anterior a la edición de los Comentarios de 1723 (que la historiografía de este movimiento considera como un punto de referencia), sino además una puesta en circulación de esa fuente del archivo colonial de una manera mucho más efectiva, pues se instala en las calles mismas de la ciudad colonial. Así, dentro de este marco de sentido cultural ubico la relación entre esta fiesta oficial y el nacionalismo Inca del XVIII peruano.

Por último, la magnitud de un evento cultural como éste debe medirse no sólo por la imposición del deseo real para que estas celebraciones se ejecuten en las posesiones de ultramar, sino también por la apertura de una serie de circuitos de producción discursiva que canalizan las “urgencias” de los agentes culturales que participan en ella. Al proponer algunas trayectorias útiles para dotar de historicidad a estos eventos festivos que lidian en gran medida con el poder imperial y con la cuestión de la diferencia americana (sean estas indígenas o criollas), en este capítulo intento pensar en una agencia indígena que emerge como una posibilidad desde la glorificación del poder. 5 Para ello, el recurso de una retórica afectiva, que va de la mano con el gesto reverencial, será fundamental en el propósito de interpelar a la lejana figura real. Esta dinámica da forma a una economía del afecto que emerge del discurso de la celebración, que circula como un intercambio simbólico entre dos partes (de las voces de los súbditos a los oídos del rey); y que se articula también bajo la forma del deseo de un buen gobierno.

5 En ese sentido, también resulta interesante observar cómo la biografía íntima de la corte española —esto es, su carácter familiar— donde el rey ocupa la cabeza ( déspotes ), se proyecta hacia el otro lado del Atlántico bajo el doble signo de aquello que Giorgio Agamben denomina una “economía del poder”, la cual consiste en esa intersección del gobierno de la familia con la política (que es el gobierno de la polis ). Véase: Agamben, 2008.

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1.1.- La ciudad (barroca), fiestas reales y textualidades festivas.

En un texto fundamental en los estudios coloniales y latinoamericanistas, Ángel Rama refiere que la ciudad colonial se construye sobre el orden de los signos; un “parto de la inteligencia” que transfiere las formas jerárquicas de la organización social dentro de la disposición geométrica de los planos urbanos, otorgándole a la palabra (y a su clase sacerdotal, los letrados) un imperio absoluto. Esta circunstancia decisiva hizo posible el establecimiento de un orden en la ciudad que hizo de ella un espacio de control; reflejo de una jerarquía que se organiza en torno al poder y que busca mantener la estabilidad de las estructuras socioeconómicas y culturales que garantizaban la existencia de ese poder. De ahí que la ciudad ordenada sea, de acuerdo con Rama, una entidad que se origina en los sueños de la razón, pues busca prever el desorden y evitar, en consecuencia, su descontrol (Rama 1-20). Precisamente, esa es una de las principales características de la ciudad barroca: espacio ordenado en cuyo centro —la plaza— palpita el poder absoluto del lejano rey y desde el cual irradian las tramas invisibles a las que están sujetos sus súbditos. Es en la plaza y en sus alrededores donde se concentra el poder fáctico del imperio español, cuya hegemonía se disemina a través de sus calles y trastoca la violencia del orden colonial en las formas consensuadas (y cotidianas) de la dominación.

Por su parte, y de manera puntual, Alejandra Osorio ha señalado la importancia del espacio urbano en la imaginación del poder de la nobleza criolla limeña y el intercambio de lealtades que desde ese espacio cultural se establecía con el poder imperial. Así, por ejemplo, la denominación de Lima como “cabeza de los reinos del Perú”, lo que la convertía en una de las ciudades más importantes del Nuevo Mundo, era mucho más que un simple título en reconocimiento de su constitución como centro urbano: reflejaba, en el fondo, una serie de ideas sobre la ciudad y la producción de cultura, sobre el gobierno y la civilidad que permitían

23 la vida urbana. 6 En efecto, en el siglo XVII la civitas era la máxima expresión de la vida civil en el seno de la cultura occidental; y desde los “reinos” de ultramar la nobleza criolla hizo grandes esfuerzos por reclamar ese título, pues garantizaba el prestigio simbólico de todo lo que provenía de esta parte del orbe. Al mismo tiempo, la condición de ciudad que se le otorgaba marcaba una diferencia respecto de aquello que representaba la barbarie del Nuevo Mundo.

Este deseo de obtener la categoría de ciudad en los espacios habitados en las colonias ultramarinas llegó incluso a una disputa entre los nobles criollos de Lima y Cuzco por el título de “cabeza de los reinos del Perú”. Este epígrafe ponía en circulación un determinado prestigio simbólico que canalizaba una serie de sentidos que no apuntaban a la existencia de una infraestructura urbana, sino a la constitución de una nobleza y un cuerpo administrativo requerido para la gestión de la urbe. En otras palabras, los nobles y los funcionarios de la administración virreinal conformaban un aspecto fundamental en la concepción de la ciudad

—según las ideas de Giovanni Botero— porque eran ellos quienes se encargaban de educar a la plebe a través del efecto que se producía del contacto cotidiano en cuanto a las buenas maneras de vestir y hablar ( Inventing Lima 6-12).

Orden, civilidad y poder son los tres puntos de apoyo de la ciudad colonial. También son los puntos de fuga que constituyen el horizonte hacia el cual se proyecta la escritura durante todo el periodo de dominio español. De esta forma, la ciudad es el locus por excelencia desde el que se enuncia el discurso letrado y debido a esta preeminencia del signo sobre las cosas emergió una otra ciudad: la ciudad letrada , constituida de signos, imperio de la palabra escrita, superpuesta a la ciudad fáctica y desde la cual el imperio hispano pudo ejercer su poder (Rama

23-39). De ahí que la trascendencia de la ciudad letrada como noción teórica radique en su enorme capacidad de hacer visible la máquina de la escritura como una tecnología decisiva en

6 Osorio refiere que muchas de estas ideas provienen de Giovanni Botero, cuyo libro Le cause della grandezza e magnificenza della citta , publicado en 1588, tuvo un gran impacto en el desarrollo de las ideas de la ciudad barroca. Muchas de estas ideas, sostiene Osorio, se pusieron en práctica en el Nuevo Mundo para dar forma y definir apropiadamente a la ciudad. Véase: Osorio, 2008: 4 y ss. 24 el mantenimiento del poder hispano, pues hizo posible la creación de una amplia red de comunicación escrita que conectaba a Madrid con sus colonias americanas. Esta red hizo posible la administración efectiva de los dominios de ultramar, la puesta en práctica del proyecto evangelizador de la iglesia católica y la formación de una élite intelectual criolla americana. Pero no es menos cierto que los principales beneficiarios de esta tecnología fueron, de modo predominante, aquéllos miembros de los sectores criollos (y, progresivamente, mestizos) con acceso al saber letrado, con lo cual se dejaba de lado a amplios sectores de la población indígena. Esto no fue, sin embargo, un impedimento para que más allá de los límites de la ciudad letrada las poblaciones indígenas, en condición subalterna, no hicieran de la palabra escrita una agencia para sus propios intereses. Pues aun cuando en su mayoría se tratase de sectores iletrados, estos creyeron con fervor en la fe que sólo la escritura garantizaba como testigo y garantía de verdad, como refieren Rappaport y Cummins (2012). La ciudad letrada funciona, en consecuencia, como un mecanismo que subordina y ubica en sus límites o más allá de ellos a quienes no poseen la agencia que la escritura permite.

Esa administración de las colonias americanas no fue, sin embargo, un acto de escritura que se circunscribió a un estricto régimen legal. Si bien es cierto que el orden legal fue fundamental tanto en el periodo colonial como en el republicano (escribanos, letrados en leyes, burócratas), no es menos cierto que hubo una ingente producción letrada que rebasó ese ámbito protocolar. Asimismo, Rama comenta la importancia de los letrados en la formación de las

élites, aspecto de gran importancia para los sectores de la nobleza indígena, pues ésta pudo formarse en espacios destinados para tal propósito como el Colegio del Príncipe o el Colegio

San Francisco de Borja, fundados en el primer cuarto del siglo XVII en Lima y Cusco, respectivamente. Esto hizo posible que los nobles indígenas, guiados por las enseñanzas de los jesuitas, obtuvieran a lo largo de los siglos XVII y XVIII una sólida formación letrada. Esa misma condición también permitió que a través del saber teológico adquirido empezaran a

25 cuestionar “the legal and religious grounds of colonial power” (Dueñas 2). Es decir, y tal como señala el propio Rama, la escritura es además el escenario de la libertad humana, pues sólo desde ahí, desde el interior de sus murallas, se puede luchar contra el poder o negociar con éste para conseguir una posición más favorable (Rama 50-58).

Desde esas dos ciudades —la real y la de los signos— se puso en práctica una de las actividades más importantes del universo cultural hispanoamericano: la fiesta barroca

(religiosa o secular), cuya magnificencia nos ha llegado gracias a una gran cantidad de textos que registraban y describían su funcionamiento dentro de la lógica cultural del barroco hispanoamericano. Así, entre el carácter efímero de la fiesta y su puesta en marcha media la escritura que la registra, testigo único que da cuenta de su esplendor, del protocolo ceremonial, de sus actores, de su parafernalia, de sus múltiples detalles. Considerando el aspecto testimonial de la escritura histórica, Michel de Certeau propone pensar en los textos de Heródoto un doble estatuto: como representación del otro y como testigo del otro . Es decir, la escritura histórica herodotiana construye su propia autoridad para representar al otro a partir de la cualidad de testigo del sujeto de escritura (Heterologies 68-79).7 Salvando las enormes distancias, esta idea me sugiere pensar en las textualidades festivas del periodo que propongo analizar como un dispositivo que representa y da testimonio de la otredad representada. Si, como he referido, a lo largo del siglo XVIII veremos aparecer a los nobles indígenas en estas fiestas oficiales que renuevan las alianzas entre el Rey y sus súbditos, debemos considerar que la escritura descriptiva de la fiesta se enfrenta también con la cuestión de la representación de estos agentes que participan en las celebraciones. En el caso específico de Peralta y Barnuevo, la narración de la fiesta afronta además la escritura de la historia de los Incas, lo que hace del texto un espacio de representación de una otredad histórica que se manifiesta como vigente en sus

7 Aun cuando de Certeau se refiere a los textos de Heródoto, me parece que su aproximación resulta del todo útil para el caso que quiero analizar en estas páginas.

26 descendientes coloniales. A través del uso de lo que Rama llama la “lengua pública oficial” de la ciudad letrada , Peralta consigue representar la heterogeneidad constitutiva de la sociedad colonial.

Entre la ingente cantidad de libros dedicados a describir la fiesta colonial secular y oficial destacan: 1) los que describen las fiestas en que se celebra la coronación o proclamación del rey; 2) los que describen las exequias reales; 3) los que describen las bodas reales o reales himeneos; y 4) los que describen el recibimiento del nuevo virrey, verdadero alter ego 8 del rey español en sus dominios americanos. Este tipo de textos —cuyo potencial lector era el mismo rey o los miembros de su corte— adquieren ese carácter oficial debido a que su producción se originaba desde el mandato de una cédula real, demandado desde la corte peninsular como un acto que debía ser obedecido y puesto en práctica para garantizar las formas de sumisión de los súbditos hacia sus gobernantes. En su magnífico libro sobre Rabelais, Mijail Bajtin refiere que las fiestas oficiales en la Edad Media, a diferencia de la performance carnavalesca, contribuían a “consagrar, sancionar y fortificar el régimen vigente” ( La cultura popular 15). Sin temor a equivocarme, me parece que esta misma observación puede trasladarse para este tipo de celebraciones en el espacio americano durante el periodo colonial. Pero también es necesario considerar la profunda heterogeneidad de la constitución misma de la fiesta colonial, incluso en sus versiones más ceremoniosas debido a su carácter oficial, que, como veremos más adelante, hacia posible la intromisión de elementos que vindicaban la diferencia criolla o indígena dentro de los estrechos límites de su oficialidad.

El último aspecto de este procedimiento era la impresión del libro que describe la ejecución de las fiestas y cuyos ejemplares se enviaban a España y otras cortes virreinales, para

8 En su Política indiana , Solórzano y Pereira refiere que el virrey tenía el privilegio de ser recibido de esa manera por representar a la persona del rey. Véase: Osorio, 2006: 770 y ss. Por otro lado, Osorio también refiere que dos de las fiestas oficiales más importantes del siglo XVII son las exequias y las proclamaciones reales. Para el caso del siglo XVIII, me atrevo a incluir las otras formas oficiales de la fiesta colonial. Véase: Osorio, 2004: 19 y ss.

27 hacer gala de la enorme inversión económica de los distintos miembros de la sociedad colonial en la consolidación simbólica del pacto de fidelidad exigido por el gobernante español (Barbón

2009). En este proceso, el prestigio de la ciudad, así como el de la nobleza criolla, se ponía en juego no sólo para la obtención de un determinado prestigio simbólico, debido al derroche que suponía la ejecución de la fiesta ordenada por el rey. No menos importante, como observa

Barbón, la celebración garantizaba la obtención de favores directos, como títulos de nobleza o ciertos beneficios políticos que favorecían a los miembros del Cabildo; de modo que la escritura descriptiva de la fiesta era la garantía necesaria para ingresar en el sistema de una

‘economía del favor’ que establecía vínculos de lealtad entre el rey, los virreyes y la nobleza criolla (Cañeque 157-183, Barbón 310). En última instancia, el texto sellaba formalmente no sólo el pacto de lealtad establecido entre el lejano rey y sus súbditos ultramarinos, sino que además era una prueba más que suficiente para negociar los privilegios que esa “economía del favor” hacia posible. Así, la obediencia exigida por el rey se ejecutaba con un doble propósito: mostrar una fidelidad a prueba de todo y exigir a cambio una serie de favores para mantener o mejorar la posición social de los agentes implicados.

Más allá de sus aspectos protocolares, la fiesta permitía la creación de una temporalidad diferente en el orden de lo cotidiano, pues durante su celebración ocurrían ciertos eventos inusuales que alteraban el normal desenvolvimiento de la vida diaria. Solange Alberro sugiere que muchos de los aspectos del desarrollo de la fiesta transformaban por algunos días la vida diaria de la ciudad, marcando de este modo una particular experiencia de lo festivo en sus habitantes. Así, por ejemplo, las oscuras noches en la ciudad colonial se veían alteradas por la iluminación proveída por las antorchas y luminarias que en distintos lugares alumbraban (como en las torres o las azoteas de las iglesias), o por los fuegos artificiales que se prendían y provocaban ese efecto en que “la noche parecía día” (846). Asimismo, se modificaba el aspecto regular de la ciudad, caracterizado por sus inmundicias y los malos olores con que los

28 habitantes lidiaban de modo permanente antes de las reformas urbanas influidas por las ideas ilustradas en materia de salubridad pública. De modo que por unos días las calles se limpiaban, las inmundicias se retiraban, se cubrían con mantos y adornos, y se llenaban de olores agradables como el de las flores frescas y los sahumerios de incienso o copal, para combatir la pestilencia citadina durante el tiempo de la fiesta (Alberro 849). 9 Por otra parte, el lujo que se mostraba era un aspecto más dentro de la dinámica de la celebración que, como he mencionado, se registraba en los textos con mucho detalle para poder dar cuenta de la importante inversión que implicaba su ejecución. De esta manera, como sugiere Alberro, la …

… ciudad de todos los días, con sus lacras y sus llagas, sus miasmas,

inmundicias y basuras, su polvo y sus lodos, su noche oscura y su silencio

preñado de temores, esta ciudad sufría una verdadera metamorfosis que la

transformaba por unos días —al menos sus calles y plazas principales— en un

escenario fresco y resplandeciente” (854).

La transformación de la ciudad, su impacto en la alteración de la vida cotidiana, debió haber provocado asimismo una transformación en el ánimo de sus habitantes. Aunque eso no implica necesariamente una conducta carnavalesca que transformase por completo el orden jerárquico del espacio social, pues las fiestas de este periodo están definidas o bien por un carácter religioso o bien por uno oficial.

Bajtin apunta que la celebración de la fiesta oficial en la Edad Media —a diferencia de sus manifestaciones carnavalescas— no contribuía a modificar en lo absoluto el orden social de la vida diaria, pues al estar sostenida en la tradición y en una mirada hacia el pasado, aquélla se encargaba de consagrar ante todo el orden social presente. Su característica fundamental era la incidencia en la plaza pública de las formas sociales vigentes, es decir sus “jerarquías,

9 Incluso en lugares tan áridos, como la villa de Potosí, se llenaban las calles principales con árboles y flores frescas traídas de otras partes, pues en este lugar eran inexistentes debido a su ubicación a 4,000 metros de altura. Véase: Alberro 843 y ss.

29 valores, normas y tabúes religiosos, políticos y morales corrientes” ( La cultura popular 15).

Esta cualidad de la fiesta oficial, tal como la define Bajtin, provee un determinado alcance para la comprensión de la fiesta colonial demandada desde Madrid por una cédula, puesto que se desarrollaba de acuerdo con ese mismo criterio para mantener los vínculos sociales del presente entre los gobernantes reales y sus súbditos americanos, como también ha observado con gran agudeza Alejandra Osorio (2004). A través de sus formas oficiales, la fiesta actuaba como un verdadero dispositivo cultural para legitimar la continuidad de las jerarquías, normas y valores que sostenían al proyecto imperial hispano. Asimismo, fue importante porque hacía que la lejana figura del rey también estuviera presente ante sus súbditos. Aun cuando el desarrollo de la fiesta barroca en los siglos XVII y XVIII permitía una experiencia que rompía el ritmo monótono de lo cotidiano, también es cierto que, como propone Bajtin, la transformación del orden vigente en la plaza pública sólo era posible a través del carnaval (que abolía las relaciones jerárquicas) y su manifestación corporal más representativa, esto es, la risa. En ese sentido, es importante señalar que esta cualidad corporal de lo popular o la forma carnavalesca en el sentido que Bajtin le otorga están del todo ausentes en los textos que describen las fiestas oficiales del periodo colonial. En ellas se observa, por el contrario, un carácter vehemente y, sobre todo, afectivo, que permitía que los vasallos le ofrecieran al rey su lealtad a través de una manifestación constante de amor. Amor en lugar de risa; afecto y reverencia en lugar de carnaval. La canalización del afecto o su manifestación se hace evidente sobre todo en el nivel de las retóricas de la fiesta, es decir, en el espacio de la escritura, y constituía uno de los principales y más recurrentes motivos de las fiestas dedicadas al lejano rey.

Un aspecto singular de las fiestas oficiales dedicadas al rey durante el periodo colonial es la ausencia del soberano. Esta ausencia, sin embargo, sólo era física, pues la figura real se hacía presente como imagen, esto es, como símbolo. De esta manera, la fiesta colonial creaba un espacio y un tiempo virtuales que la historiadora Alejandra Osorio define como un

30 simulacro del poder. Haciendo un paréntesis sobre esta cuestión del todo esencial en la producción cultural del periodo colonial, y siguiendo en este aspecto a Jean Baudrillard, el simulacro es aquello que reemplaza a la realidad, aunque en sus propios términos se trata de un simulacro de la realidad que posee la potencia de crear una hiperrealidad , es decir, “[i]t is a question of substituting the signs of the real for the real” ( Simulacra 2). No es necesario señalar que Baudrillard usa esta noción para explicar un aspecto sustantivo de la cultura posmoderna, pero, salvando las distancias, aquí me interesa, siguiendo en este punto a Osorio, reflexionar sobre un acontecimiento festivo que creaba una simulación de la realidad hasta el punto de reemplazarla. En ese sentido, la imagen del rey ante la cual se postraban todos los súbditos ultramarinos se convertía en un artefacto hiperreal: su representación era absorbida por la simulación, y en cuanto imagen, una de sus fases cruciales era enmascarar “la ausencia de una profunda realidad” ( Simulacra 6).

En varios actos festivos celebrados en la capital del virreinato peruano a lo largo de los siglos XVII y XVIII, los participantes le rendían culto a la imagen del rey como si se tratara del rey en persona. Es decir, se interactuaba con su representación pictórica, como si el lejano monarca se materializara por un momento, en esa circunstancia específica, a través de su imagen. Así, por ejemplo, en la celebración pública en la ciudad de los Reyes con motivo de la entronización de Felipe IV, en 1662, la imagen del rey adquiría un carácter hiperreal en una celebración que reconocía su nuevo mandato: la representación del rey mediada por su imagen, era paseada públicamente en esta parte de los dominios que nunca visitó y esa era una garantía suficiente de su presencia, la única forma de hacer visible a un rey nunca visto (Osorio, El rey en Lima 5-11). En ese sentido, puede decirse que la máquina de la representación que los signos eran capaces de producir tenía efectos que alteraban de modo radical la percepción del mundo.

Como señala Foucault (2006), lo que se observa aquí es todavía una relación opaca entre el signo que representa y la cosa representada. Es decir, una relación que no ha separado del todo

31 las palabras de las cosas. Esta circunstancia hará posible la constitución de pactos verosímiles donde lo que se pone en juego es el conjunto de signos que hablan de la fidelidad de los súbditos, lo que también puede definirse como una forma singular de la política imperial donde la clave de todo radica en la apariencia.

Al registrar todo ese ritual de formas de obediencia y derroche canalizadas en la fiesta, el texto garantizaba el carácter fidelista de las relaciones trasatlánticas. Se convertía, así, en el objeto mismo de un intercambio de signos de sumisión y renovación de pactos de fidelidad.

Con todo, al ser en sí mismo una máquina de producción de sentidos podía sobrepasar su propio origen, sus propios límites, y hacer viable la posibilidad de contravenir a la sumisión completa.

La agencia del texto, entonces, se instala en el proceso de su escritura, aunque dentro de los límites de un orden de dominación interiorizado. Esa celebración retórica que se registra en los textos festivos se nos presenta, así, como los pliegues de la escultura barroca: repleta de formas ocultas, de pliegues y repliegues, de claroscuros que dan forma a volúmenes que no se dejan ver a simple vista, pero que insinúan esas formas ocultas. De esta manera, el texto como artefacto productor de sentidos permitía que esos vasallos, quienes renovaban sus pactos con el rey, pudieran negociar, dentro de los límites mismos de esas relaciones de dominación, sus propios intereses. En este juego de posiciones que los agentes implicados debían asumir dentro del orden de la cultura (no olvidemos que la fiesta sólo es posible de ser ejecutada dentro del campo de producción cultural), el texto constituye un artefacto clave en un marco de negociaciones simbólicas, ya que en esa economía del reconocimiento del valor del súbdito

(que se medía en función de su fidelidad) era necesario un objeto que registrase la inversión de lealtad mostrada al gobernante.

Esa inversión no sólo era material. También era afectiva, pues esta dimensión era privilegiada en la escritura de la fiesta. De este modo, su narración ponía en evidencia el carácter sumiso de sus vasallos, aunque estos textos están marcados con una ambigüedad

32 discursiva que les otorga una densidad de sentidos. En la escritura criollista producida desde los dominios ultramarinos la crítica literaria ha observado una capacidad de introducir un discurso de reivindicación de una identidad criolla, que se ha sido descrito a partir de una ambigüedad inherente: la de obedecer al rey y al mismo tiempo exigirle una mayor consideración para la nobleza americana (esto es, criolla), tantas veces puesta en segundo plano en cuanto a los beneficios políticos dentro del orden colonial (Lavallé 1990, Mazzotti et al.

2000). Precisamente, se ha observado en esta poética de la escritura criolla la articulación de una agencia que operaba en el ámbito del discurso, en el orden de lo simbólico. En ese sentido, si alineamos los textos que describen las celebraciones reales dentro de esa poética (pues se trata de textos criollos), no resulta extraño ni mucho menos descabellado indagar en las estrategias retóricas que canalizan esas agencias. En mi propia lectura, la estrategia del afecto será una de gran importancia en la producción de estos discursos de lealtad que, desde su ambigüedad, marcada por una consciencia cada vez mayor de una diferencia americana (no sólo criolla, sino también indígena), buscan interpelar afectivamente al monarca español.

1.2.- El preludio criollo: afecto, fiesta y fidelidad en la coronación de Felipe V.

En 1701, con motivo de la coronación de Felipe V, se llevó a cabo en Lima una fiesta que estuvo a cargo del virrey Melchor Portocarrero, conde de la Monclova. La cédula real, firmada el 27 de noviembre de 1700 por la reina y sus gobernadores, dirigida al virrey y a los miembros de la de Lima, demandaba el “levantamiento de pendones en nombre del Rey” en todas las ciudades del reino, de la forma en que se acostumbra a hacer, esperando que se cumpla con esta obligación y dando cuenta, apenas sea posible, de la “ejecución de esta orden” ( Cedulario americano 3-4). En la cédula no se especifica de qué forma debía de llevarse a cabo la orden ni mucho menos cuáles son los agentes que debían formar parte en el acto festivo; pero puede asumirse que la forma en que ésta era puesta en práctica dependía de un

33 programa previo realizado en la ciudad donde se ejecutaba la orden real. Eso significa que dependía de los propios agentes locales la forma en que se realizaba la celebración para satisfacer la demanda de la corte peninsular. También pone de manifiesto el deseo de la reina y su corte de hacer posible la “demostración” del afecto y la fidelidad entre los vasallos y su nuevo rey: un ritual del poder que en gran medida sentaba las bases de la gobernabilidad en los reinos de ultramar.

En efecto, en el texto que registra el desarrollo de la celebración se expresa sobre todo la fidelidad y el amor con que los súbditos peruanos saludan al rey. 10 El virrey había recibido la noticia de manera anticipada 11 y las celebraciones por la “real aclamación” se iniciaron el martes 4 de octubre de 1701, con repiques de campana de todas las iglesias y fuegos artificiales en la plaza mayor de la ciudad. Según el anónimo cronista, toda la nobleza criolla, los altos representantes de la administración colonial y la Iglesia sentían la obligación de participar, para luego poner énfasis en el carácter noble de sus ciudadanos y la pureza de su sangre, la cual se reflejaba en sus acciones. En el texto se refiere: “Todos se dieron por obligados (menos algunos que impedidos por actual accidente, o por crecida edad, sintieron no poder salir) que la buena sangre cría hidalgos espíritus, y en las ocasiones sale más fina a las manos, la que discurre noble en las venas” ( Solemne proclamación f. s. p.). No cabe duda en la cita que se hacía referencia al origen cristiano de los miembros encargados de la ejecución de las festividades, de modo que esa nobleza de sangre otorgársele otorga legitimidad al prestigio de la ciudad limeña, capital del virreinato peruano. 12

10 Se trata del libro Solemne proclamación y cabalgata real que el día 5 de octubre de este año de 1701 hizo la muy noble y leal Ciudad de los Reyes Lima, levantando pendones por el rey católico D. Felipe V, de este N. Nuestro Señor (que Dios guarde), fervorizada del celo fiel y amante lealtad del excelentísimo Señor D. Melchor de Portocarrero Conde de la Monclova, Virrey del Perú & C . Imprenta de Joseph de Contreras, 1701. 11 A partir de un rumor que llegó desde Panamá, según se narra en el texto que describe la fiesta. La cédula real llegó cuatro días después de la aclamación pública, en la que se celebró el acto principal en la plaza mayor de la ciudad. 12 Sobre el prestigio de la ciudad en relación con el carácter noble de sus ciudadanos, véase: Osorio, 2006. Sobre la exaltación de Lima, véase también: Lavallé 129 y ss.

34

El quinto día se celebró una misa que congregó a todos los representantes de la administración colonial y del alto clero, y se ejecutó en la catedral un Te Deum para agradecer a Dios por haberle concedido a los reinos de la monarquía española un “rey católico de tan soberanas prendas” como Felipe V. Ese mismo día comenzaron las celebraciones oficiales y, según se registra, se engalanaron con bastante lujo veinticuatro cuadras de la ciudad, por las cuales debía pasar el cortejo oficial que estaba a cargo de la ejecución de la cabalgata. Por la tarde, ingresó a la plaza mayor de la ciudad una de las compañías del batallón de la ciudad de

Lima, compuesta por más de cien infantes armados de mosquetes y arcabuces, dirigidos por el sargento mayor José de Sosaya, de la orden de Santiago. Tras este conjunto seguía la compañía de comercio, conformada también por poco más de cien infantes. Ambas compañías marcharon alrededor de la plaza, haciendo saludos a las personas que se encontraban en las galerías y balcones. Las seguían un conjunto de alrededor de veinte “trompetas o clarines”, y a continuación desfilaban los “capitanes y cabos militares del del callao, de la Armada de este Mar del Sur, del batallón de esta ciudad, y algunos otros caballeros” ( Solemne proclamación f. s. p), conformando una cabalgata constituida en su mayor parte por miembros del ejército real, los que aparecen mencionados en una lista con su nombre y respectivo rango.

Luego de la marcha de los militares, desfilaron de dos en dos los nobles de la ciudad vestidos con “aderezos de Florencia” y “trajes de corte”; y a estos los seguían los miembros del Cabildo, los señores de la Real Audiencia y, finalmente, el virrey Conde de la Monclova.

El desfile de los nobles es descrito bajo una metáfora que resalta el fulgor de toda la riqueza con la que vestían, incomparable incluso con las mismas “estrellas” desmontadas de los

“celestes orbes”. Y la figura del virrey, que lideraba la marcha del grupo de burócratas y oficiales de la administración imperial, inspiraba “fervor de lealtad amante a toda la Ciudad” al demostrar en la pública manifestación que era un “apasionado galán de la adoración de su

Rey”. Detrás de estos, aparecían los miembros de su corte y cerraba la real cabalgata la

35 compañía de gentiles hombres lanzas. Todos los grupos daban la vuelta alrededor de la plaza mayor para saludar a la esposa e hija del virrey, así como al arzobispo de la ciudad de Lima; pero sobre todo porque este espacio público, que permitía la congregación de todos los habitantes de la ciudad, era concebido como el “principal teatro de la función”. Con todo, el acto central aún estaba por realizarse. Una vez que el virrey llegó al tablado que estaba frente a la galería de su palacio, se desmontó del caballo, y junto con el oidor más antiguo del cabildo, el alférez real (quien portaba el pendón real), los dos ordinarios, los cuatro reyes de armas, el alguacil mayor y el teniente de escribano mayor que dio fe del solemne acto, subió al escenario principal especialmente montado para la ceremonia. Desde ahí, quitándose el sombrero y tomando el pendón con el escudo de armas real, el virrey dijo con voz alta y clara:

“Castilla y las Indias, Castilla y las Indias, Castilla y las Indias por el REY Católico D. FELIPO

V, de este nombre N. Señor, que Dios guarde” ( Solemne proclamación f. s. p.). Luego de pronunciadas estas palabras, todos repitieron tres veces ¡Viva!, “desde la ínfima plebe hasta lo regio de los tribunales”, mientras el virrey “encendía el alborozo de toda la Ciudad para que vitoreasen el nombre augusto de su Rey” ( Solemne proclamación f. s. p.). Lo que sigue en la narración es de gran importancia para entender la lógica afectiva que la maquinaria festiva ponía en funcionamiento para estrechar vínculos entre el rey y sus súbditos:

El gozo era visible y el interior regocijo de los corazones se dejaba sentir en

el general aplauso, con que a demostraciones de alegría declaraban su fina

y ardiente lealtad . Al mismo tiempo hicieron salva las Compañías de Infantería

y batieron las banderas, sonó el alegrísimo repique de la Catedral, a quien

siguieron todas las iglesias de Lima. El excelentísimo Señor Arzobispo arrojó

desde sus balcones al pueblo muchas monedas de plata, galantería que a su

imitación hizo también el venerable Deán y Cabildo. Arrojábanse por el aire los

sombreros y de los balcones flores y divisas. Semejante regocijo no cabe en

36

la explicación de las voces; unos a otros se daban los plácemes de la misma

aclamación y todos a Dios las gracias por el gran Rey, que para la felicísima

paz de toda la Monarquía les había dado (Solemne proclamación f. s. p.;

énfasis mío).

Hay dos aspectos importantes de esta cita que salen a la luz. En primer lugar, la interiorización del gozo que produce en los habitantes de la capital del virreinato peruano la demostración pública de lealtad hacia su gobernante. Este detalle no debería pasar desapercibido, pues revela un sentido específico dentro del marco de producción cultural: el de los afectos en la intersección entre cultura y política, así como los signos del poder inscritos en el cuerpo de los vasallos. Aparece, así, como la exteriorización del afecto dirigido hacia un monarca que jamás han visto y que jamás habrán de ver. Más aún, es el momento exacto en el que los súbditos asumen una posición subordinada dentro de ese ámbito de producción simbólica. Una posición surgida del consenso, desde luego, que hace viable la instauración de una nueva alianza entre el rey y sus vasallos dentro del espacio festivo. En segundo lugar, no deja de llamarme la atención la manera en que esta forma del consenso, que surge desde el campo de producción cultural, se convierte en una experiencia del todo afectiva. Se observa aquí un hecho cultural que se instala en el centro mismo de la política y que no deja de tener repercusiones que afectan la experiencia misma de los sujetos. Por último, las “voces” que no consiguen enunciar la felicidad que los súbditos van acompañadas de los “plácemes” que complementan la experiencia afectiva que surge desde la aclamación real. Es decir, las palabras dichas (escritas) de quienes aclaman a su nuevo emperador sólo adquieren pleno sentido cuando van acompañadas de un conjunto de acciones que se definen desde una intervención concreta, cuya resonancia simbólica afecta el orden de lo político.

Una vez realizado el acto principal en la plaza mayor, todos los conjuntos se dirigieron a la plazuela de La Merced (donde se encontraba la iglesia de la orden mercedaria) y repitieron

37 el acto “en la misma forma que la primera”. Luego volvían a la plaza mayor para enrumbarse, primero, a la plazuela de Santa Ana y, desde ahí, hacia la de la Inquisición, espacios de la ciudad amurallada en los que volvía a repetirse toda la ceremonia. El libro cierra la narración de las festividades con la descripción de un “bellísimo retrato” de Felipe V que mandó a pintar el virrey sobre la base de varios lienzos y estampas grabadas, para lo cual él mismo asistió al pintor con el fin de conseguir una copia “muy al vivo” de la imagen real. El retrato del rey fue puesto debajo de un dosel, el mismo día de su aclamación, en un salón del edificio de la Real

Audiencia, para que todos los súbditos “conociesen y adorasen a su rey”. De esta manera, concluye el anónimo cronista, el rey Felipe V podía sentirse correspondido por la fidelidad y el celo que demostraron los “cuatro principales brazos de esta república: Tribunales, Milicia,

Nobleza y Pueblo”, los cuales al unísono aclamaron a su rey “conformes, amantes y gozosos”.

Estas líneas finales revelan de modo magistral la posición criolla en este evento al proponer que estos cuatro agentes (los poderes administrativo y militar; la nobleza indiana, en este caso limeña; y el pueblo, es decir, ‘la plebe’) constituyen no sólo un cuerpo político, sino también, y quizá por encima de todo, una fuerza que se suma al poder imperial. Estas fuerzas de la república (en su sentido pre-ilustrado) se ofrecen al nuevo rey como la garantía más visible en la renovación de una lealtad virtual que surge desde un espacio concreto dentro del campo de producción cultural. A su vez, para los súbditos constituye una experiencia que se vive de manera afectiva, pues éstos “gozan” y “aman” a su rey transmutado en una imagen, presencia hiperreal —como apunta Osorio— que desde su doble estatuto de signo y cosa opera como si pudiera verlos y oírlos. Más allá de este aspecto primordial, ese cuerpo social y político que se subordina ante el nuevo monarca convoca de manera tácita el favor real, pues el juego hiperreal producido en esa práctica cultural se inserta en un proceso de intercambio simbólico que siempre tiene dos lados. El texto escrito, que es el objeto que garantiza el cumplimiento de esa

38 demanda de gloria desde la orilla americana, adquiere ese valor de intercambio que es medida de la recompensa.13

1.3.- Las nupcias de Luis I y la intervención indígena en la fiesta oficial limeña de 1722.

En 1725 la Ciudad de los Reyes celebraba la llegada al trono del rey Luis I, legítimo sucesor de Felipe V al trono español. Como era de esperarse, desde Madrid se envió una cédula real que demandaba la celebración de un evento tan crucial como el de la sucesión del imperio.

El poder, así, reclamaba una vez más la gloria a través del homenaje que debían rendir sus súbditos americanos. Pero en este caso, esa celebración de la gloria del imperio hispano presentaba una singular diferencia con respecto a la de 1701: en ella aparecía representada la república de indios a través de algunos de los miembros del cuerpo de su nobleza. Este giro inesperado, no obstante, no fue el primero en su especie dentro del primer cuarto del siglo

XVIII peruano. Ya en una ceremonia previa, con motivo del matrimonio de Luis Fernando

(futuro Luis I) con la princesa Luisa Isabel de Orleans, la nobleza indígena hizo su aparición de una manera reverencial junto con la nobleza criolla y los altos funcionarios de la administración virreinal y el alto clero.

Esta inclusión no deja de provocar una serie de incógnitas sobre su propósito último, y a pesar de ello una respuesta única no resulta del todo suficiente. Jerry Williams ha ubicado una importante cédula real en el archivo del Rosenbach Museum de la Free Library of

13 Ese mismo año, aunque algunos meses antes, se celebró también en la villa imperial de Potosí la llegada al trono de Felipe V con un despliegue bastante similar al de Lima. Luego de alabar al nuevo rey y hacer referencia a la riqueza con que el cerro de Potosí provee al mundo, Bartolomé Arzáns reseña parte del discurso pronunciado en la fiesta por los representantes de la villa (es decir, los representantes de la urbe, esto es, los nobles): “”Y tú, oh Imperial villa”, decían sus naturales, “siempre ilustre, magnánima, liberal, caritativa y sumamente devota, si hasta aquí has gemido tantas injusticias, daños y molestias que te han hecho los que te han gobernado de entrambos estados, alégrate ahora pues tienes un rey que aunque distante de ti poco menos de 3,000 leguas, representando tus quejas por escrito sabrá remediar tus daños y juntamente premiar tus grandes servicios y lealtades . No se dude que así fuera si este gran monarca gozara de la paz que totalmente se carece en sus reinos, cosa por cierto digna de llorarse con lágrimas de sangre el ver cuán a lo largo van las guerras, traiciones y desdichas de su monarquía”.” (Arzáns 405, énfasis mío). De esta cita resalta sobre todo la parte afectiva con que se apela al favor real en la resolución de los problemas que enfrenta la famosa villa.

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Philadelphia , en la cual se exigen las celebraciones debidas por el nacimiento del príncipe Luis

Fernando. Este documento oficial, con fecha del 20 de mayo de 1708, está dirigido al Cabildo de la ciudad de Huamanga, en el virreinato peruano, y junto con los usuales requisitos para celebrar un evento de esta magnitud, se exige que participen en ella…

… los indios originarios de ambas parroquias de mi señora doña Ana Santa

María Magdalena , de ella cada dicha parroquia hágase un día de fiesta en la

plaza mayor de esta dicha ciudad con las invenciones y máscaras y los demás

lucimientos que han acostumbrado en semejantes casos sin dar lugar a que

sean obligados en rigor de justicia, que en los inobedientes, así españoles

como indios, se harán las demás pasiones que sean pesarías [sic]… (Peralta

Barnuevo and the Art of Propaganda 85; énfasis mío)

Según esta cédula, junto con la orden de celebrar el nacimiento del príncipe se pide que participen los “indios originarios” de las parroquias de Santa Ana y Santa María Magdalena, que eran las parroquias indígenas de la ciudad de Huamanga. Además, se le otorga a cada parroquia un día específico para celebrar el real nacimiento en la plaza mayor de la ciudad con las “máscaras” e “invenciones” que se acostumbran hacer. De mayor importancia es el precepto de no obligarlos a participar, pues esto puede provocar una pesadumbre que tiene sus orígenes no en la orden real, sino en pasiones previas que luego podrían generar una confusión con respecto a la raíz de ese malestar. El hallazgo del documento contribuye a ubicar una fecha para trazar una genealogía de la participación indígena en estas ceremonias oficiales y de alguna forma da noticia sobre el deseo real de observa la recepción afectiva que produce el mandato.

Retomando el caso de las fiestas reales de 1722, el libro que las describe fue escrito por el famoso letrado criollo Pedro de Peralta y Barnuevo y lleva por título Júbilos de Lima

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(1723). 14 Peralta relata que el virrey y obispo Diego de Morcillo recibió la cédula real fechada el 18 de diciembre de 1721 y realizó de inmediato las disposiciones necesarias para su ejecución. Lo primero fue mandar que todas las iglesias hicieran sonar sus campanas y disponer que se iluminase por tres noches consecutivas la ciudad entera. El “aparato de las fiestas y su distribución” fue encomendada al Cabildo y a los alcaldes ordinarios Melchor Malo de Molina y Spinola, Marqués de Monterrico, y Juan Joseph de Aliaga Sotomayor y Oyague. Se eligió como Comisarios de le celebración a Henrique Lobatón y Hazaña y a Diego Carrillo de la

Presa, Escribano Mayor del Mar del Sur, quienes fueron los encargados de señalar en los gremios a “los subalternos, que en cada uno habían de cuidar de la especie de Pompa y

Regocijos que ofreciesen” ( Júbilos de Lima f. s. p.). La fiesta misma, sin embargo, fue suspendida hasta el final de la Cuaresma, tras la cual se empezó su ejecución con una serie de corridas de toros y fuegos artificiales que duraron un mes entero, según refiere el mismo

Peralta.

De esta manera, la noche del 11 de abril de 1722, día en el que comenzaron formalmente las fiestas, se prendieron cuatro “máquinas de fuegos” y se colocaron antorchas tanto en la fachada y las torres de la catedral como en los balcones de los edificios circundantes a la plaza mayor, que iluminaron de modo inusual la noche limeña al punto de que parecía “que las estrellas se habían venido a estar entre nosotros” ( Júbilos de Lima f. s. p.), como apunta Peralta.

Al día siguiente, el Cabildo dio la orden para el inicio de las corridas de toros y hubo una concurrencia masiva no sólo de todos los representantes oficiales —incluyendo a quienes provenían de la Real Universidad de San Marcos, los Colegios Mayores y el Tribunal del Santo

14 El texto, publicado en 1723, lleva por título completo el siguiente: Júbilos de Lima y fiestas reales, que hizo esta muy noble y leal ciudad, capital y emporio de la América Austral, en celebración de los augustos casamientos del serenísimo señor don Luis Fernando, príncipe de las Asturias, N. señor, con la serenísima señora princesa de Orleans, y del señor rey cristianísimo Luis Décimo Quinto con la serenísima señora doña María Ana Victoria, infanta de España, ordenadas y dirigidas por el Excmo. Sor. D. Fr. Diego Morcillo Rubio de Auñon, […] obispo de la Plata, virrey, gobernador, y capitán general de los Reinos del Perú, Tierra-firme, y Chile .

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Oficio—, sino además de la población en general. Y así continuaron tanto los fuegos nocturnos como las corridas de toros hasta el 23 de abril, para luego dar inicio a las “pompas triunfales”, episodio central de la fiesta en el que “los paseos de máscaras” constituían el momento más importante.

Esta parte del desarrollo festivo inició con el paseo o desfile de cuarenta personas

“magníficamente adornadas, a caballo, representando cada una un Reino, Estado, Provincia o

Ciudad Capital de la Española Monarquía” ( Júbilos de Lima f. s. p.) alrededor de la plaza mayor, luego de haberse concluido con las fiestas previas organizadas por los distintos gremios de la ciudad. Es en este punto preciso del desarrollo de la fiesta en el que aparece en la narración del evento “las festivas demostraciones que ejecutó el rendido celo de los Originarios

Naturales, que de los antiguos moradores de este Reino habitaban en esta ciudad y en sus contornos” ( Júbilos de Lima f. s. p.). Peralta explica también que el virrey Morcillo ordenó que se separara al conjunto de “naturales” del resto de gremios, “entre los cuales se hallaba mezclada la más florida parte de ellos”, con el propósito de unirlos en un solo cuerpo para hacer

“más vigorosos los esmeros” en la manifestación de sus afectos hacia el Rey y el príncipe. Así también al parecer lo requería este grupo de representantes de la república de indios , quienes buscaban con firme deseo “no confundir su amor con el de otros afectos” creando, así, una suerte de “gloriosa avaricia que los hacía más profusos” en la demostración de su fidelidad y amor hacia sus soberanos. Lo que sigue en el texto es una extensa digresión en la que Peralta glosa y comenta (al estilo del Inca Garcilaso) la historia y serie de los Incas, para que los gobernantes españoles pudieran entender de una manera más precisa las distintas representaciones de “los Reyes que dominaron este Reino antiguamente”, que el cuerpo de naturales representó como parte del paseo de máscaras dentro del evento festivo. 15 Sin lugar a

15 Una amplia discusión sobre la sección con el “Compendio de la historia y serie de los Incas” que introduce Peralta y Barnuevo en su texto será el tema principal del siguiente capítulo de este trabajo.

42 dudas, un acto de intervención erudito que hace de Peralta un historiador autorizado en el manejo de las fuentes del archivo colonial, como veremos en el siguiente capítulo.

Tras registrar su “Compendio del origen y serie de los Incas”, Peralta vuelve al relato de las fiestas y en la primera de las “reales máscaras”, en la que “discurrió el amor de esta fidelísima nación en celebración de sus Augustos príncipes” ( Júbilos de Lima f. s. p.), aparecieron los Incas representados mediante el artificio del disfraz, el adorno y la pompa.

Luego de que el Corregidor de Indios, Don Melchor de la Pena y Lillo, y el Maestre de Campo del Regimiento de los Naturales de Lima, Don Salvador Puycón, pidieran permiso al virrey para iniciar con la celebración que habían preparado los naturales, Peralta describe el ingreso de los Incas, lujosamente vestidos, a la plaza mayor:

Todo este adorno era pompa debida a la grandeza de los más poderosos y

más benignos Monarcas que tuvo un Nuevo Mundo, esto es, a los Césares

Incas, que juntos salían a formar una ofrenda de la fidelidad y afecto, con

que sus post[r]eros aclamaban mejor dueño . Es verdad que no usaron en sus

siglos mucha parte del aparato que traían, no habiendo tenido caballos, ni sedas,

pues sólo eran llevados en andas de oro sobre los hombros de sus caballeros;

pero se unió de [tal] suerte a la materia de las estofas la forma de los trajes, y

la hermosura de la edad moderna a las propiedades de su antigüedad , que

parecía más proporcionada la majestad allí donde iba más diverso el uso

(Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío).

Un aspecto importante que resalta en esta cita es, evidentemente, la equiparación de los

Incas con los emperadores romanos, cuya referencia al Inca Garcilaso no hace sino corroborar lo que José Antonio Mazzotti denomina una “estrategia de la invención nacional criolla”, que se sustenta en la manipulación que hace Peralta de la obra garcilasista para definir los contornos

43 del imaginario nacional pre-ilustrado criollo (2002). Pero a diferencia de Mazzotti, tengo la impresión que el criollo opera algo mucho más complejo. Al enfrentar el texto con su propio marco de producción, se observa que los indígenas reales (y no sólo las figuras históricas) constituyen un elemento que interfiere en la transmisión de un mensaje unívoco y transparente asociado exclusivamente a la subjetividad criolla. No menos importante es el sustrato colonial de estas representaciones que, en gran medida, afectan el sentido que ellas producen en la construcción de una memoria y una identidad indígenas dentro del campo de producción cultural, en el que se inscribe también la fiesta misma. En ese sentido, no debe dejarse de lado la cuestión performativa de un “nosotros” indígena (Inca) que se diferencia del resto de agentes que participan en el desarrollo de la fiesta real, ya que esa doble marca antigua y actual define la identidad misma de los sujetos indígenas que participan en la celebración real.

Precedía al conjunto de los Incas un grupo de doce indios danzantes, que representaban

“ser vasallos del Gran Chimo, rey que, como se ha dicho, fue de grande parte de estos valles”

(Júbilos de Lima f. s. p.). Tras estos, el “emperador Huáscar Inca, el Dócil” iba acompañado de un séquito de doce “señores de la real sangre (…) que tenían la “insignia de las orejeras de oro”. Estos ceñían en la frente el llauto negro, adornado de hilos trenzados de perlas y piedras preciosas. Vestían mantas y uncos “de un tejido finísimo de lana carmesí, que llaman cumbi , sembrado de diversas flores” ( Júbilos de Lima f. s. p.). El Inca Huáscar, que iba montado a caballo, llevaba el llauto real adornado con diamantes, esmeraldas y perlas. Le pendía sobre la frente la borla carmesí, sobre la cual había una pluma dorada en cuyos lados había dos serpientes que mordían los extremos de un arco iris. Iba vestido con una manta rosada de “rico brocado, orlada de preciosa franja, con borlas también de oro” en las esquinas, camiseta lisa blanca con detalles de oro y plata, y mangas voladas “de finísimos nevados” ( Júbilos de Lima f. s. p.). Le rodeaba el cuello el “regio sipe ” hecho de cintas de varios colores y en el pecho brillaba un solo de oro cuya cadena estaba compuesta de joyas preciosas. En los hombros y las

44 rodillas llevaba mascarones de oro con forma de puma; los pies y piernas “a la romana” con calzadura de ojotas ; con preciosos anillos y adornos en los brazos. En la mano derecha llevaba el champi de oro, que era el “cetro de los Incas” ( Júbilos de Lima f. s. p.). Huáscar fue representado por el cacique del valle de Pachacamac, Don Francisco Taulli Chumbi Saba, descendiente de Don Alonso Saba, de Cuismanco y del rey Chimo. En la máscara, Huáscar iba acompañado de Cuismanco y el rey Chimo, es decir, que el cacique Taulli Chumbi Saba aparecía junto con sus propios descendientes. He aquí de nuevo una manipulación colonial de la historia pre-hispánica, pues si se revisan con cierto cuidado las crónicas, resulta un poco extraño ubicar a estos dos gobernantes del pasado pre-hispánico junto con Huáscar. En todo caso tendría más sentido ubicarlos con el Inca Pachacutec o con Cápac Yupanqui, que fueron quienes los conquistaron e hicieron de sus reinos parte del imperio de los Incas. 16 Pero si consideramos por un momento la posibilidad de que en esta organización, en su adecuación para la performance festiva, hay una lectura garcilasista, tendría algo más de coherencia esta superposición. Pues fue en el reino de Cuismanco donde se encontraba el santuario de

Pachacamac; y en la narración del Inca Garcilaso, antes de comenzar a contar los requerimientos de la rendición de Cuismanco ante los Incas, se cuenta cómo “los Incas reyes del Perú, con la lumbre natural que Dios les dio, alcanzaron que había un Hacedor de todas las cosas, al cual llamaron Pachacamac, que quiere decir el Hacedor y sustentador del universo”

(Comentarios reales 233). Garcilaso refiere que esa creencia “salió primero de los Incas y se derramó por todos sus reinos antes y después de conquistados” ( Comentarios reales 233). Y mucho antes de ser conquistados por los Incas, los predecesores del rey Cuismanco habían aceptado esta doctrina y construyeron el templo de Pachacamac para veneración de esa divinidad omnipresente. Ahora bien, en una presentación pública donde lo que se quiere resaltar es la legitimidad de estos gobernantes antiguos no resulta extraño poner cierto énfasis

16 Véase, por ejemplo: Garcilaso de la Vega, 1960 [1609]; y Cieza de León, 2000 [1880].

45 en el hecho de que los Incas pudieron intuir al dios católico y cristiano, aspecto que destaca también el propio Peralta en su escritura de la historia de los Incas para los lectores de la corte borbónica.

Así fueron apareciendo los demás Incas. Huayna Cápac, “el Grande”, por ejemplo, estaba acompañado de doces Incas, además del general Quisquiz, y los “valerosos capitanes”

Calcochima y Rumiñawi. El propio Huayna Cápac, representando por Don Francisco Inquill

Túpac, noble principal del Cusco, iba montado a caballo, llevaba puesto el llauto y la borla de color blanco y carmesí, además del “adorno de perlas y diamantes que requería la majestad de tal monarca” ( Júbilos de Lima f. s. p.). Túpac Yupanqui, “el Ínclito”, iba acompañado de ocho

Incas; Pachacutec Inca Yupanqui (sic), “el Hazañoso”, acompañado de los diez curacas de las naciones que había conquistado; Viracocha, “el Invencible”, acompañado de ocho Incas;

Yahuar Huaca, “el Ominoso”, acompañado de ocho señores vestidos con “mantas y camisetas negras finamente bordadas”; Inca Roca, “el Sabio”, iba precedido de su alférez mayor y ocho

Incas; Inca Cápac Yupanqui, “el Valeroso”, también acompañado de la misma manera que el anterior; Mayta Cápac, “el Melancólico”, acompañado de ocho señores; Lloque Yupanqui, “el

Afamado”, acompañado de su escudero y ocho señores; Sinchi Roca, “el Pacífico”, cuyo séquito era igual en número al anterior; y, finalmente, Manco Cápac, “el Sabio” (representado por Don Ventura Sonco Cusi Huallpa, noble principal del Cusco), quien cerraba la marcha, estaba acompañado de doce capitanes. Todos los Incas juntos, a caballo, se acercaron frente a la galería donde se encontraba el virrey Morcillo y ejecutaron una corta carrera que terminó con la “majestuosa cortesía” de besar e inclinar el “regio cetro por tres veces” ( Júbilos de Lima f. s. p.).

No obstante, este primer acto para “lucir su afecto” no fue del todo suficiente, pues los

“originarios naturales” volvieron a desfilar en una segunda fiesta, programada en un día distinto, ante el virrey Morcillo y los miembros de la Real Audiencia y el Tribunal de Cuentas

46 de la ciudad de Lima. En esta segunda ocasión salieron, montados a caballo, “los dos alcaldes de esta nación, decorosamente vestidos de golilla, con joyas en sombreros y pecho, y cabos o mangas de tela”, los cuales iban seguidos de una compañía de sesenta hombres que estaba regida por Don Lorenzo de Avendaño, noble natural, que estaba vestido “con rica gala de terciopelo azul, preciosa joya y airosa pluma blanca en el sombrero” ( Júbilos de Lima f. s. p.).

Luego de despejar la plaza, Avendaño

… se retiró, subiendo a asistir al lado de S. Exc., cuya benignidad y aceptación

franquearon a esta nación las honras de ejecutar estas funciones, con las

prerrogativas y el estilo con que las hace la española (Júbilos de Lima f. s.

p.; énfasis mío).

No deja de llamarme la atención este encuentro público entre un representante de la república de indios y el virrey, que se origina en la intersección de producción cultural y ejercicio del poder. Más allá de las posibles repercusiones que estos gestos dentro del acto festivo pudieron haber tenido en la economía simbólica de la cultura colonial, la intervención del virrey Morcillo como gestor oficial de esa participación de los nobles indígenas fue decisiva, según relata Peralta. Este detalle no debe pasar desapercibido como una nimiedad: al ser el virrey la figura que representa al mismo Felipe V, lo que se observa aquí es el encuentro armónico, en la esfera del poder, entre la nobleza indígena colonial y el poder imperial hispano.

De ahí el énfasis de Peralta en resaltar la igualdad de trato entre naturales y españoles en el contexto de la celebración. Al tomar con un grado mayor de seriedad este detalle, se comprueba la importancia decisiva de los rituales del poder y del poder de los rituales, como observa con agudeza Alejandro Cañeque, para quien “[p]omp and pageantry, spectacle, and splendor are treated as integral parts of the political process and the structure of colonial power” ( The King’s

Living Image 119).

Sin embargo, lo más esperado aún estaba por venir: una segunda máscara o pompa

47 triunfal en la que volvieron a desfilar los nobles naturales representando a los reyes Incas, seguidos de varios carros con imágenes alegóricas. A pesar de ello, se realizaron también una serie de variantes en la ejecución de la marcha. Una de ellas, por ejemplo, es la batalla entre los vasallos del rey Chimo y el Inca Pachacutec, escena que se realizó ante la galería donde se encontraba el virrey y que, en palabras de Peralta, fue “la primera vez que pareció la rebelión agrado” ( Júbilos de Lima f. s. p.). He aquí, sin lugar a dudas, la explicación de la presencia del rey Chimo en la primera de las máscaras. De acuerdo con el Inca Garcilaso, en la conquista de las regiones de la costa cercanas a Pachacamac realizadas bajo el gobierno de Pachacutec

(aunque fue su hijo, Inca Yupanqui, quien se encargó de anexar estos territorios al

Tahuantinsuyo), la del reino de Chimo fue la que ofreció mayor resistencia por su acentuada soberbia y altivez, pues en principio no aceptó los términos del requerimiento pacífico con el que los Incas ofrecían una conquista sin derramamiento de sangre ( Comentarios reales 237).

Al darse cuenta que no era una empresa fácil vencer a los ejércitos del Inca, el rey Chimo se reunió con sus parientes principales, quienes le “dijeron que no durase su obstinación hasta la total destrucción de los suyos”. Luego de rendirse, sus propios capitanes “le osaron decir resolutamente que era muy justo obedecer y tener por señor a un príncipe tan piadoso y clemente como el Inca, que aun teniéndolos casi rendidos, los convidaba con su amistad”

(Comentarios reales 239). La piedad del Inca, su capacidad de perdonar incluso al más soberbio, su benevolencia y, sobre todo, su amistad; ¿no resulta acaso una forma legítima de representar la posibilidad de un modelo de gobierno que se sustenta en las lecciones de la historia? Si volvemos por un momento al primer desfile, encontramos en las figuras del Inca,

Cuismanco y Chimo tres formas alegóricas que representan el poder real sustentado en tres aspectos fundamentales: 1) en la ley natural, 2) la religión de los naturales que prefigura la llegada del catolicismo y, principalmente, 3) el buen gobierno de un sabio monarca.

Hay un evento singular que resalta en esta segunda performance: luego de que hubiesen

48 desfilado los Incas que lo precedían, Lloque Yupanqui, 17 acompañado de cuatro príncipes

Incas, se dispuso a ofrecer a los príncipes españoles “una alfombra de precioso cumbe” y “doce acémilas que, con magnífico aparato, cargaban cada una dos grandes barras de acendrada plata”

(Júbilos de Lima f. s. p.). Lo crucial de este momento radica en lo siguiente: al acercarse al virrey Diego de Morcillo, y tras ofrecer los generosos regalos,

… esparció al aire número copioso de monedas, y con más preciosa profusión

estas gloriosas voces: Viva el Inca Católico, Monarca de dos mundos . Viva el

invicto D. Felipe Quinto Nuestro Señor (que Dios prospere) y vivan los

serenísimos príncipes de Asturias, nuestros señores” ( Júbilos de Lima f. s. p.;

énfasis mío).

Por obvias razones, esta singular enunciación del Inca Lloque Yupanqui descrita por

Peralta nos enfrenta a una serie de incógnitas que abren espacios de reflexión sobre el lugar desde el que se legitima a los Incas al compararlos con Felipe V, para lo cual es necesario considerar ese sustrato discursivo propiciado por la historiografía toledana que los marcaba como el estigma de “tiranos” (Millones-Figueroa, 1998), y que sólo a partir del Inca Garcilaso se intentó refutar como una equivocada escritura de la historia (Brading, 1986). Del mismo modo, la idea de que el rey español es un Inca para los indígenas peruanos, así como su incuestionable aceptación por parte de los miembros de la administración virreinal, la iglesia y la nobleza criolla en el marco de una ceremonia pública, no deja de producir dudas sobre los efectos de su recepción. Lo anterior me lleva, por último, a la cuestión fundamental señalada por Jacques Rancière de que el mal de la política, su desorden, es en primera instancia un mal de las palabras, un desorden del saber ( Los nombres de la historia 29-32). Esta idea no hace sino sugerir que Peralta articula un nuevo orden en la política imperial como posible solución

17 Peralta refiere que fue Lloque Yupanqui el primero de los Incas en comenzar la expansión del imperio y su riqueza. El Inca Garcilaso refiere que fue este Inca quien conquistó la región del Collasuyo.

49 a sus malestares, pues más allá de la enunciación de esta expresión por parte de los indígenas nobles en su representación de la historia incaica, lo que cuenta aquí es su escritura, el traslado de su efímera existencia al texto. Este registro no antagoniza con el poder hispano, sino todo lo contrario, pues supone un orden sustentado en el armónico traslado del imperio de los Incas a manos del rey Felipe V (translatio imperii ). De esta manera, la confluencia política entre las dos repúblicas a través de las palabras “Inca católico” articula una nueva forma de pensar la política, esto es, desde una armonía del poder que legitima la presencia hispana y que no niega el dominio histórico de los Incas. En ese sentido, resulta interesante que esta fórmula sea registrada por un letrado criollo, pues no sólo se trata de la representación de una imaginación histórica alejada del mundo indígena. Aquí están los indígenas, son una presencia real y son ellos quienes formulan la expresión. El rol de Peralta es registrar, narrar un evento desde sus momentos más singulares. Si, como sugiere Roland Barthes (1991), la cuestión del sujeto debe pensarse desde su dispersión, quizá lo que se observa aquí es una dispersión de la subjetividad criolla. Una que trasunta más allá de la ambigüedad criolla, que hace viable el ingreso de lo indígena de una manera inusual al equipararse su trascendencia histórica con la de España.

Lo que sigue es el desfile de los carros alegóricos, entre los que destacan dos en los que se representó a los cerros de Carabaya y Potosí, “inmensas arcas de la riqueza del Perú, graneros del sol y de la luna (…) y más útiles que el Parnaso y el Helicón (…) pues verdaderamente sostienen el mundo en sus tesoros, y los preside el Sol con sus influjos” ( Júbilos de Lima f. s. p.). A estos siguió el carro triunfal en el que se encontraban las “regias imágenes de los mayores príncipes del universo”, acompañadas de una compleja parafernalia simbólica entre las que destaca una divisa, ubicada en la parte derecha de la popa, con la siguiente inscripción:

“EXTREMOS LATE DOMINANTE PER INDOS”. Bajo esta inscripción aparecían

… delineados doce Astros y en el horizonte un sol que nacía con estas letras:

SOLEM QVE SUUM SVA SIDERA NORVNT

50

Hoy de los Incas Peruanos

El fiel culto se mejora ,

Pues el esplendor adora

De soles más soberanos ( Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío).

En la parte izquierda de la popa del mismo carro se ubicaba otra divisa con la inscripción: “DVCIT INSIGNI DOMITOS TRIVMPHO INCLITVS INDOS”, debajo de la cual

… se veían las armas de Lima, que en lugar de la estrella ostentaban cuatro

lucientes soles, con este mote:

ET SOLES MELIVS NITENT

Y esta letra:

Logra hoy de Lima el anhelo

Ser celeste maravilla ,

Pues con muchos soles brilla,

Como no pudiera el cielo ( Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío).

En primer lugar, la idea del culto mejorado de los Incas (cuya adoración al monarca católico surge de su propio esplendor histórico y político) va de la mano con el esplendor de

Lima, creando un doble cuerpo político que desde el virreinato peruano muestra su fidelidad al rey y los príncipes. En segundo lugar, la imagen del pendón en el que se representa a los doce astros y el sol que nace del horizonte encierra una serie de sentidos de gran importancia en este marco de producción cultural. En principio, resulta claro el mensaje en este contexto sobre el significado de los astros y el sol: se trata del rey Felipe V y los doce Incas formando un conjunto de astros que brillan en el mismo firmamento. Parafraseando la cartela en latín que aparece junto con la imagen en el pendón, un sol que brilla con sus propias estrellas en el cielo imperial.

En la fiesta, como hemos visto, se representan sólo doce Incas, pues, al parecer, las fuentes

51 empleadas por el grupo de nobles indígenas corresponden a aquellas en las que surge la confusión de identidad entre Pachacutec y su hijo Inca Yupanqui. Es por eso que, en el desfile de las máscaras, Pachacutec aparece como Pachacutec Inca Yupanqui. Peralta observa el error en el desfile y lo corrige en su “Compendio y serie de los Incas” citando al Inca Garcilaso, quien refiere que a “estos dos reyes, padre e hijo, confunden los historiadores españoles, dando los nombres de ambos a uno solo. El padre se llamó Pachacutec, fue su nombre propio”

(Comentarios reales 241). En gran medida, esto constituye una muestra del uso de dos fuentes disímiles en la construcción de la narrativa histórica de los Incas o, en todo caso, muestra que quien sigue con mayor fidelidad al cronista mestizo es el letrado criollo y no los nobles indígenas que participaron en la fiesta real.

Es bastante sugerente, asimismo, poner a los Incas en una misma imagen con el rey, pues marca un significativo precedente (a pesar de su esquematismo) para las imágenes que luego aparecen representando las genealogías de los Incas y los reyes de España en una misma secuencia (imagen 1). Por último, la triple articulación de la riqueza peruana (que sustenta el poder de todo el imperio español), la fidelidad de los Incas peruanos y el brillo de Lima (sol que brilla más entre los soles) en esta fiesta, que es, en el fondo, el brillo de la nobleza criolla y su cuerpo administrativo (Osorio, 2008), producen un peculiar discurso con la idea de un cuerpo político hasta entonces inusual en el ámbito de la ciudad letrada. De manera sintomática, en este espacio de producción simbólica se enuncia una posibilidad: la de una sola nación (pre- ilustrada) compuesta por las repúblicas de indios y españoles , que en una misma máquina festiva se ubican una al lado de la otra, acompañando a esa presencia hiperreal del rey y los príncipes. El impacto de este desfile, en términos simbólicos, tuvo que haber provocado algún efecto entre la nobleza indígena, pues el apoyo del mismo virrey Morcillo y de los criollos para su participación en un ritual del poder de esta magnitud no debió de haber pasado desapercibido.

52

Genealogía de los Incas con los monarcas hispanos como sus legítimos sucesores imperiales . Siglo XVIII. Convento de Copacabana, Lima (Imagen tomada del blog con licencia de Creative Commons Los reinos de las Indias , https://losreinosdelasindias.hypotheses.org/tag/historia-del- arte).

Los investigadores suelen abordar las situaciones de cada “república” separada de acuerdo a intereses que no consiguen conciliar posiciones en común: o indios o criollos.

Aunque en años recientes ha habido una cierta apertura para reconocer esos encuentros entre criollos e indígenas registrados en algunos de los documentos del amplio archivo colonial, como, por ejemplo, el notable esfuerzo revisionista de Scarlett O’Phelan en torno al

“movimiento nacional Inca”. La investigadora observa una red de alianzas entre criollos, indígenas y mestizos al interior de algunos movimientos indígenas rebeldes del XVIII. Pero junto con ello señala las diferencias ideológicas, determinadas por el lugar que ocupaban dentro del estamento colonial, entre los indios de la nobleza y los indios del común; es decir, entre indígenas con títulos de nobleza refrendados por la Corona y aquéllos curacas que no pudieron obtener tales títulos, frustrando así sus proyectos personales de ostentar una prosapia que los vinculara con los Incas (O’Phelan 1999, 2013). En esa misma vía, y desde un enfoque más

53 cercano al que este capítulo intenta proponer, Alcira Dueñas sostiene que entre mediados del siglo XVII y el primer del XVIII hubo un acercamiento de parte de los criollos hacia “la causa andina” en la medida en que ellos necesitaban aliarse con la nobleza indígena “to confront the power of the Spanish authorities or to play off of the rivalry between elite factions”

(Indians and Mestizos 131). Sin embargo, Dueñas reconoce que estos esfuerzos comunes para crear alianzas y confrontar al poder de los peninsulares ocurren sobre todo en áreas rurales, donde los límites borrosos entre los “nobles Incas” y los “criollos locales” hicieron posible estas alianzas políticas ( Indians and Mestizos 137). En ambos casos se analizan contextos de producción discursiva muy específicos vinculados o bien a rebeliones indígenas o bien a demandas legales concretas que buscaban modificar la deplorable situación indígena, generada por determinadas instituciones opresivas (como la mita minera o el servicio personal indígena), el expolio de las tierras indígenas o el abuso de los curas doctrineros (lo cual además conllevaba la consecuencia de un adecuado adoctrinamiento de los indios).

Aquí, por el contrario, tenemos una celebración pública de carácter oficial que se produce en el campo cultural, y en la que tanto criollos como indígenas se agrupan en torno a un interés común: presentarse ante el rey y reafirmar su condición subordinada y obediente para continuar con el orden colonial. En este ritual del poder que afianza la hegemonía imperial no hay reclamos ni fricciones ante la amplia problemática que enfrentaba la república de indios .

Se podría argumentar, por otra parte, que no se trata más que de una estrategia para crear la ilusión de un cambio (o de su posibilidad) a través de la inclusión indígena en una ceremonia sin precedentes. Pero esta ilusión no dejar de tener una importante secuela: moviliza a un conjunto de agentes indígenas dentro de un campo específico del espacio colonial y les garantiza la acumulación de un determinado prestigio cultural que afecta su propia condición social. Sea como fuere, en este evento, por lo demás complejo, se crean vínculos concretos entre criollos y nobles indígenas, que desde lo simbólico actúa como una alianza política

54 interétnica que también cruza los límites estamentales impuestos por el orden colonial. 18

Al confrontar la noción aristotélica de un zoon politikon (que cifra una esencia de lo político), Hannah Arendt propone pensar la política como algo que surge entre-los-hombres

(¿Qué es la política? 46). Es decir, algo que sólo se produce desde la interacción de los sujetos en el espacio social que, como refiere Bourdieu, es siempre virtual, pues las posiciones de los agentes, en la distribución de los distintos capitales, nunca es algo fijo, sino que siempre es algo por hacerse. 19 Doble virtualidad que hace de la política un proceso siempre abierto, algo que nunca está del todo hecho, algo que está por hacerse. En ese espacio virtual donde se pone en práctica una determinada cultura de lo festivo, en el siglo XVIII peruano, emerge una particular formación de lo político: una que articula el poder imperial con sus dominios ultramarinos desde la pública demostración de reverencia y amor hacia el rey. En un mismo lugar, aunque en tiempos diferentes, se congregan los vasallos (indígenas, criollos y españoles) ante el rey para renovar un pacto gubernamental a través de un evento cultural que se impone como una demanda de gloria. De su puesta en práctica, de su obediente ejecución, emerge una economía del afecto que satisface plenamente la gloria exigida por el rey; y a la que apelan también los vasallos con el doble propósito de enunciar esa lealtad requerida y convocar la idea de una continuidad del poder entre los Incas y los reyes españoles. Esta especificidad del evento celebratorio y panegírico no debe dejarse de lado como un detalle significativo en la performance de los rituales del poder, y que es la marca de diferencia de esta fiesta en relación

18 Como los que observa Dueñas a mediados del siglo XVII, con el caso del criollo Juan de Padilla, alcalde del crimen de la Real Audiencia de Lima, que escribe un “Parecer” sobre el estado de injusticias y maltrato hacia los indígenas producidos por la mita de Potosí, especialmente la denominada “mita de faltriquera”. Padilla recibió el amplio apoyo de un grupo de caciques que en 1662 enviaron un Memorial al rey en el que le expresan su entera confianza como funcionario real. Asimismo, en 1730, en Oruro, un intento de rebelión puso en la misma trinchera a un grupo de nobles indígenas, mestizos y criollos, dirigidos, entre otros, por el criollo Juan Vélez de Córdoba. Este grupo rebelde buscaba eliminar la mita, los repartos, los tributos y restituir la monarquía de los Incas, creando alianzas políticas interétnicas e inter-estamentales dentro del espacio social de la colonia (132- 137). 19 Véase: Bourdieu: 2011, 35 y ss.

55 con la de 1701 y con otras más que iremos viendo a lo largo de este trabajo.

1.4.- “Viva el Inca Católico”: genealogía y proyección de un discurso andino colonial en la ciudad letrada en el siglo XVIII.

La enunciación pública de la expresión “Inca católico” en el contexto colonial americano y peruano, más específicamente, no deja de llamar la atención. En primer lugar, porque quienes la enuncian son los mismos descendientes coloniales de aquellos históricos gobernantes prehispánicos. La historiadora Scarlett O’Phelan los define como “mestizos reales” para incidir en las mezclas biológicas y culturales que se producen desde muy temprano en la sociedad colonial y derivan en los procesos de “hispanización” y “cristianización” de los sectores indígenas ( Mestizos reales 5-12). Esta condición heterogénea que se produce en el espacio social explica en gran medida la concepción de un Inca que es al mismo tiempo hispano y católico, pero este sentido se restringe para quienes consiguen probar ser sus descendientes.

Mientras que, por otra parte, designar o referirse al rey de España como un “Inca católico” resulta no sólo inusual, sino que en su propio momento pudo haberse considerado como una verdadera ofensa, debido a la impronta tiránica con que la historiografía toledana representó a los Incas reyes del Perú luego del proceso de la conquista hispana en el siglo XVI. Frente a esa vertiente historiográfica surgieron los Comentarios reales (1609) del Inca Garcilaso de la Vega.

Sobre la base de una autoridad constituida por el parentesco inca, su cualidad de testigo y una particular visión de la escritura de la historia, se buscaba revertir la imagen tiránica de los reyes

Incas con que el virrey Toledo intentó justificar la conquista y el dominio hispano en el territorio peruano. Como sabemos, el proyecto garcilasista es, precisamente, un esfuerzo letrado para cuestionar la legitimidad de la historiografía toledana e ir a contracorriente de ella.

En ese sentido, la escritura de la historia del Inca Garcilaso provee de una visión completamente opuesta sobre los Incas y sus logros, con los se sitúa en un horizonte hasta entonces inusual

56 dentro de las narrativas sobre la historia de los Incas en los XVI y XVII (Brading, 1986).

A fines del siglo XVII dos clérigos de origen indígena se encontraban en la corte española con el propósito de obtener beneficios personales y conseguir que la corona española reivindicara “a la nobleza indígena americana y dentro de ella a la estirpe inca” (Macera, El

Inca colonial 9). Se trata de Bernardo Inga y Juan Núñez Vela de Ribera (este último se había proclamado descendiente legitimo del Inca Sinchi Roca), de quienes existe un expediente en el

Archivo de Indias con dos cartas y cinco imágenes: dos escudos, un retrato de Felipe V, un retrato de un Inca cuya identidad es desconocida, y un retrato del rey Carlos II con una cartela que lo describe como “Católico Inga del Reino de las Indias”. Cada una de estas imágenes buscaba sustentar, sin lugar a dudas, el pedido de reivindicar a la nobleza inca. Sin embargo, más allá de ese proyecto, la imagen de mayor interés es aquella en la que se representa a Carlos

II, reconocido como un Inca por la nobleza indígena peruana: un rey católico que continúa el buen gobierno de los antiguos reyes peruanos. Precisamente, la carta que Núñez Vela de Ribera envía a los “caballeros indios, provenientes de la estirpe regia de los Monarcas del Perú, y a todos los indios y mestizos sus parientes y amigos”, pone énfasis en la idea de una “monarquía mestiza” compuesta de indios y españoles, que se origina con la llegada del imperio español al

Nuevo Mundo (Macera 27). He ahí una idea que atraviesa el campo cultural de este periodo hasta haber madurado en un acto concreto como el de la fiesta oficial de 1722. Una idea que procede tanto de la tradición oral como de los textos y los discursos culturales que constituían la ciudad letrada. En ese sentido, el historiador Pablo Macera señala que las fuentes que emplean estos clérigos van desde los Comentarios del Inca Garcilaso (texto al que no se restringen de manera exclusiva) hasta el Memorial de las historias del Nuevo Mundo Pirú

(1630) de Fray Buenaventura de Salinas, cuya lectura parece haberse privilegiado por sobre todas las demás. Además, observa varias coincidencias del texto de Nuñez Vela con algunos aspectos de la Nueva corónica de Guamán Poma “a pesar de la distancia de cien años entre

57 ambos autores” (Macera 12), con lo cual se evidenciaría la fluida diseminación de determinados relatos orales sobre la historia del antiguo Perú. De estos dos personajes se sabe, como apunta el propio Macera, apenas lo que ellos mismos refieren en sus cartas. Desde esa perspectiva, resulta más importante el propósito mismo de las cartas que la cuestión biográfica de sus autores: en ambos casos se busca poner énfasis en la idea de una monarquía mestiza en la que lo español y lo inca aparecen no sólo mezclados, sino que en esa mixtura existe una solución de continuidad. La carta que Bernardo Inga escribe a Nuñez Vela de Ribera, por ejemplo, constituye una extensa genealogía para demostrar los vínculos entre las noblezas inca y peninsular desde el matrimonio de Martín de Loyola con Beatriz Clara Coya, momento fundacional que señala el traslado de los “poderosísimos monarcas del Perú” hacia el continente europeo. Con esta genealogía mestiza se buscaba sustentar “la limpieza de sangre por la misericordia de Dios” para que los nobles indígenas pudieran acceder a los colegios mayores, así como para “hacer merced de veinticuatro hábitos de las órdenes militares de

Castilla, las doce para caballeros Ingas y caciques, y las otras doce para caballeros españoles que han mezclado su sangre con la noble de los Ingas del Perú; dos monasterios reales para niñas indias, y que se erija en Lima un colegio mayor, debajo de su real protección, para indios nobles…” (Macera s/p.). De esta forma, la construcción de una genealogía mestiza apunta a solucionar un problema de acceso a determinados espacios de privilegio social para los miembros de la nobleza indígena. Es evidente, en consecuencia, el sustrato político que anima este esfuerzo colectivo: uno en el que la construcción de una identidad específica —en este caso mestiza— se sustenta sobre una plataforma con la cual la elite indígena buscaba negociar su posición en el espacio social.

Por su parte, la carta de Nuñez Vela de Ribera, que va dirigida a los “caballeros indios, provenientes de la estirpe regia de los monarcas del Perú, y a todos los indios y mestizos”, es una enumeración de la dinastía incaica, así como de los distintos logros y méritos que definía

58 a cada uno de los gobernantes del Tawantinsuyo. Desde el principio, la carta pone un énfasis especial a la cuestión cristiana, señalando que, a diferencia de otras naciones, la “nación india” ha abrazado el cristianismo con una gran devoción en un periodo de tiempo relativamente corto.

Así, Nuñez Vela se refiere a la “república de indios” peruana como “Nuestra limpísima, muy católica y nobilísima nación”, de modo que los epítetos empleados no pongan en duda la fe de quienes fueron acusados, por largo tiempo, de ser infieles. Precisamente, a partir de esa constatación de la naturaleza cristiana de la nación india peruana, el autor se permite criticar las acciones de aquellos Incas que se salieron de las normas del catolicismo. Así, por ejemplo, al referirse al Inca Pachacutec, señala:

Príncipe de aviesas y depravadas costumbres, muy dado a la glotonería y

ebriedad; y en el tiempo de su reinado cometieron nuestros ascendientes

idólatras abominables delitos de torpeza; y en pena de tan execrable culpa,

permitió Dios que en siete años no lloviese, y así hubo hambres

extraordinarias, y pestilentes corrupciones, hallándose el reino muy

afligido… (Macera s/p)

En primer lugar, la representación que hace del Inca Pachacutec no sólo señala una abierta posición ante el paganismo de los gobernantes cusqueños, sino además una distancia con aquellas fuentes que reivindicaban a las figuras históricas de los Incas (como el Inca

Garcilaso). 20 Podría imaginarse que estas fuentes eran autorizadas plenamente por los indígenas o mestizos letrados, pero aquí más bien se observa una cierta autorización de la historiografía toledana, que aún persiste en la imaginación del imperio incaico como una monarquía definida por su infidelidad. Por otra parte, tampoco se sigue aquí la estrategia que

20 A diferencia del texto de Nuñez Vela, el Inca Garcilaso refiere que el Inca Pachacutec “renovó su imperio en todo (…) como en las costumbres y vida moral con nuevas leyes y pragmáticas, prohibiendo muchos abusos y costumbres bárbaras que los indios tenían antes de su reinado” (240).

59 dos décadas después empleará Pedro de Peralta para escribir su propia historia de los Incas, esto es, acusarlos de haber ignorado la religión cristiana, pero sin dejar de mencionar sus grandes logros para el mantenimiento del buen gobierno. De acuerdo con Nuñez Vela,

Pachacutec es acusado de acciones reprobables y es, además, la causa de un castigo divino. En otras palabras, se observa en el texto una serie de contradicciones que no afectan, sin embargo, la construcción de un sujeto político indígena que se sostiene sobre su linaje incaico (que le otorga nobleza y lo legitima en términos sociales) y su plena conversión al cristianismo (que lo legitima en términos morales).

En este mismo texto, Nuñez Vela de Ribera llama al rey Carlos II “nuestro INGA D.

Carlos Segundo”, y explica cuál es el motivo por el que decide ponerle ese epíteto en lugar del acostumbrado de “rey”. Nuñez Vela refiere:

Ya dije a Vs. Ms. cómo algunos que se contentan con muy cortas

noticias de las Crónicas Americanas padecen singular displicencia, cuando en

mis escritos llamo INGA al Rey nuestro señor D. Carlos II, diciendo que no me

falte otra cosa, sino afirmar que el Rey de España es INDIO, y ponerle una

camiseta ; y todo esto proviene de la poca o ninguna aplicación que tienen a la

lección histórica, que si tuvieran alguna, no fuera tan manifiesta y perniciosa su

ignorancia, porque sabrían que esta voz Inga , en el dialecto peruano, comprende

a todos sus monarcas y señores naturales, así gentiles como católicos ; y que

aquéllos, aunque tuvieron sus nombres peculiares correspondientes al sujeto,

conservaron simultáneamente el de Inga , conveniente a su dignidad y regia

prelación, a la manera que los argivos llamaron a sus reyes Abantiades ;21 los

egipcios, Faraones o Tolomeos ; los latinos, Murranos [sic]; los albanos, Silvios ;

21 En el texto original aparece “Abanciades”, pero he corregido la escritura para que resulte claro que se trata de los legendarios Abantiades, esto es, los reyes de Argos. Para esta referencia, véase: Chompre, 1783: 26.

60

los asirios, Antiocos ; los árabes, Arabarcas ; los tebanos, Labdacidas; y los

romanos, Emperadores , Césares o Augustos , como lo dice Rabisio Textor en su

Officina , tom. I, pág. 151. Y pues he suscitado la especie de llamar INGA a

nuestro católico monarca, no puedo excusarme de poner a su majestad y a sus

augustísimos abuelos en la real serie de los Ingas gentiles, señores naturales del

opulentísimo reino del Perú… (Macera s/p)

Resulta claro, en primera instancia, que la razón principal es el deseo de convertir el vocablo “Inca” en un término que puede designar de manera adecuada la realeza de los monarcas hispanos. Es por ello que Nuñez Vela, revelando al mismo tiempo una amplia formación humanista, recurre a términos similares empleados a lo largo de la historia por otras culturas de importancia como los egipcios, los árabes o los romanos. Así, el campo semántico del vocablo “Inca” opera como una equivalencia de “rey”, de modo tal que denominar “Inca” a Carlos II no debería producir ningún tipo de malestar o extrañeza, pues es lo mismo que decirle “rey”. Esa re-significación del vocablo “Inca” no está exento de una evidente política del significado, pues ese nuevo sentido reubica a una figura histórica del pasado andino prehispánico en el panteón real de la monarquía española. Se trata, al mismo tiempo, de una particular construcción de la historia local (es decir, de una importante parte de la historia andina de aquel entonces) que se inserta en el circuito de la historia universal, ya que su autor ubica en el mismo panteón a Incas y a Césares. Si bien es cierto esa operación ya había sido empleada por el más famoso de los mestizos coloniales, el Inca Garcilaso de la Vega, aquí se busca definir una dimensión de mayor alcance: en esa inclusión de los Incas dentro de las narrativas históricas de la antigüedad, se intenta no sólo conseguir una legitimidad que había sido negada. Asimismo, se busca equiparar los reinos de España y Perú, convirtiéndolos en una sola monarquía bajo una historia común desde el momento preciso en que el poder se traslada de Cusco a Madrid. Es por eso que la serie genealógica no se quiebra con la muerte del último

61 de los Incas, sino que continúa con el gobierno de los reyes españoles y católicos que deben seguir cuidando a los indios peruanos, tal como sus reyes gentiles lo hicieron en el pasado.

Desde esa misma perspectiva, Buntinx y Wuffarden refieren que al dar forma una imagen del Inca como Pater Rex o “padre protector”, Nuñez Vela define como una exigencia la relación de reciprocidad entre el rey español y los indios principales (“Incas y reyes españoles” 165). Es aquí donde la genealogía que va de los Incas hasta los reyes católicos encuentra su sentido más importante: en esa relación de reciprocidad, fundamento último sobre el que debería erigirse el buen gobierno entre el monarca y sus súbditos. Si el Inca Garcilaso consigue salvar de la ignominia a las figuras históricas de los Incas al sostener que fueron legítimos monarcas del Perú, Nuñez Vela opera en sentido contrario: son los reyes de España los que deben ser legitimados ante los indios nobles peruanos, y la única vía posible es hacer de ellos Incas, volverlos aliados desde su propio frente. He ahí también la posibilidad de un nuevo sujeto político; uno que pueda moverse entre ambos mundos, entre ambas repúblicas, entre ambas monarquías, siempre de un lado hacia el otro. También es posible observar aquí un proyecto político corporativo en el que la cuestión de la identidad asume del todo un rol fundamental, pues se construye desde múltiples niveles una identidad indígena/mestiza que busca alinear dos órdenes del poder en términos de igualdad: lo español y lo inca. Aun así, el carácter defensivo o de justificación del término “Inca” como sinónimo de “Rey” muestra, a su vez, una lucha que se canaliza en el lenguaje empleado para nombrar al monarca hispano; y este hecho en sí mismo no consigue armonizar del todo esos dos órdenes. Es decir, ese proyecto corporativo de la nobleza indígena adolece de una falla que genera esas tensiones en el lenguaje de la política imperial. 22

22 Aquí empleo, como aproximación teórica, la sugerente idea de Zizek, Laclau y Butler (2000) sobre la importancia de reconocer la cuestión de la identidad como un aspecto central de los nuevos movimientos sociales, pero que la identidad misma nunca está completamente constituida. En otras palabras, el carácter incompleto y abierto de las identidades en cualquier plataforma política es una condición necesaria de la

62

Este significativo antecedente, que a su vez pone en evidencia la circulación de una idea política originada en el seno de la nobleza indígena, verá su momento más elaborado poco más de tres décadas después. En la fiesta real de 1723 descrita por el criollo Pedro de Peralta

Barnuevo, un sector de la nobleza indígena saluda públicamente a Felipe V como “Inca católico”, con la venia de las autoridades de la administración imperial y los altos representantes del clero, sentando un precedente que definía mejor dentro del orden de la ciudad letrada la idea de una “monarquía mestiza”. Un año después, se realizaba en la misma

Ciudad de los Reyes una fiesta para celebrar la llegada al trono del príncipe Luis Fernando I.

La fiesta fue narrada por Gerónimo Fernández de Castro y Bocángel, 23 letrado asociado a la corte del virrey Marqués de Castelfuerte (Millones, “Las ropas del Inca” 52); y del mismo modo que en la anterior, se incluyó a la nobleza indígena en el desarrollo de las festividades.

La celebración comenzó, el 2 de diciembre, con los habituales fuegos artificiales. Al día siguiente se ofició una misa en la catedral que estuvo a cargo de Fray Diego Morcillo, a la que asistieron los representantes del cabildo y el virrey de turno. Ese mismo día, a las tres de la tarde, empezaron las cabalgatas. Iniciaron el desfile los capitanes de infantería de número y comercio de la ciudad ante el virrey, los miembros de la Real Audiencia y el alto clero, haciendo gala de una riqueza deslumbradora, aunque del todo propicia para una ocasión tan especial como la llegada al trono del nuevo monarca. A su vez, este derroche de opulencia mostrado en los desfiles forma parte de una tropología recurrente en la narración de este tipo

hegemonía, pues no puede haber negociación en el ámbito de la democracia con identidades bien definidas y del todo cerradas. 23 El texto lleva por título: Elisio peruano. Solemnidades heroicas y festivas demostraciones de júbilos que se han logrado en la muy noble y muy leal Ciudad de los Reyes Lima, Cabeza de la América Austral, y Corte del Perú, en la aclamación del excelso nombre del muy alto, muy poderoso, siempre augusto, católico monarca de las Españas y emperador de la América DON LUIS PRIMERO N.S. (que Dios guarde), inspiradas y dirigidas por el Excelentísimo Señor Marques de Castelfuerte, Caballero del Orden de Santiago, Comendador de Montizon y Chiclana, Teniente Coronel del Regimiento de Guardias de Españoles del Consejo de S. M. Virrey, lugarteniente, gobernador y capitán general del Perú, Tierra Firme y Chile & c . Y las resume Don Gerónimo Fernández de Castro y Bocángel, del Consejo de su majestad, su secretario, Doctor en ambos Derechos, y caballerizo mayor de S.E. En Lima: Por Francisco Sobrino, Impresor del Santo Oficio, en el Portal de los Escribanos, Año de 1725.

63 de eventos, que instala en el orden del discurso la ostentosa riqueza americana. Aquí, sin embargo, se establece un sugerente contrapunto entre la nobleza criolla y la indígena con respecto a la opulencia mostrada como un signo de lealtad al rey, posicionando una vez más en el espacio de la ciudad letrada a los descendientes de los antiguos monarcas peruanos. En el texto se refiere que “sólo Lima, en donde la riqueza es suma” es posible llegar a tanta ostentación, “que a no ser el asunto tan soberano, parecerían defectos de la razón los extremos a que pasaba la alegría” ( Elisio peruano f. s. p.). En efecto, los excesos de la fidelidad aparecen como una de las muestras más visibles del afecto de los súbditos para con su rey. Y a diferencia de la fiesta anterior, aquí Luis I aparece representado no como una imagen, sino mediante la personificación de un “bellísimo joven, cuya hermosura, gala y seriedad se acercaba todo lo posible a ser representación de la augusta majestad del rey, nuestro señor” ( Elisio peruano f. s. p.). Ante este muchacho, que encarnaba a la persona del rey, rindieron sus muestras de fidelidad los miembros de la administración colonial, el clero, los nobles criollos y los representantes de la república de indios .

Así, del 26 al 28 de enero de 1725 desfiló “la índica nación de los originarios peruanos” por las calles de la capital del virreinato. Quienes se hicieron cargo de la organización de esta sección de la ceremonia fueron los miembros del reino del norte del soberano Chimo Capac; y también fueron ellos quienes representaron a los Incas del Cusco. Primero aparecieron los dos alcaldes de los naturales “vestidos a la española con ricas magas de tisúes, montados en sendos caballos adornados “con ricos aderezos bordados, y guarnecidos de oro y plata” ( Elisio peruano f. s. p.). El séquito que venía detrás de ellos “era muy correspondiente a los personajes y a la función” (f. s. p.), lo cual implica que su presencia en la ceremonia equiparaba en aderezos y gallardía a la de aquéllos. Durante el desfile, uno de los momentos más cruciales fue la aparición de Tunupa, que es descrito como “embajador e intérprete de los Incas”, el cual venía montado sobre un caballo “con costoso aderezo bordado de oro”. Tunupa estaba vestido con

64 un hermoso uncu …

… o camiseta de tela celeste y oro, guarnecida de encajes y galones muy

primorosos, y en los hombros pendientes la rica manta de tisú de oro sobre color

de rosa a que acompañaba la regia Muceta o Sype imperial (…) en medio del

pecho resplandecía en bruñidos rayos un Sol, cuyo centro ocupaba transparente

hermosa piedra roja, cuya magnitud sola la desmentía rubí encendido. Coronaba

sus sienes el Llauto real, en que expresándose el diadema o insignia de

soberanía, y en la izquierda pendiendo una borla carmesí, conocida de los

nuestros con este nombre, y de los naturales con el de Mascapaiccha [sic],

insignia que ya en medio como en los monarcas o sobre la sien como en los que

gozaban de la sangre real, fue estimable carácter de la fundación del Imperio de

los Incas ( Elisio peruano f. s. p.).

La ropa, los adornos, los bienes mostrados ante el público, la parafernalia simbólica del

Tawantinsuyo constituían una serie de elementos centrales que mostraban la permanencia de un aspecto de la tradición inca, ya sea canalizado a través de fuentes orales o escritas (el principal quizá sea el Inca Garcilaso). Al mismo tiempo, actuaba como un signo de un determinado capital simbólico, pues la riqueza mostrada no sólo señalaba la opulencia americana; también remarcaba, de modo superlativo, la propia riqueza de la nobleza indígena.

Este aspecto alcanza un momento importante en el desarrollo de la ceremonia cuando tras recorrer la plaza mayor y acercarse al virrey, Tunupa le entrega un quipu de seda como un obsequio de la “nación india”. Esa entrega va precedida, según registra el cronista de la ceremonia, de la enunciación de un “breve y conceptuoso poema” que daba cuenta de su nombre y el propósito de su embajada, remarcando la autoridad con la que estaba investido para poder hablar dentro del espacio institucionalizado de la fiesta real.

65

Luego de este episodio, ingresan los Incas a caballo para desfilar alrededor de la plaza mayor. El primero en aparecer fue el Inca Huáscar, acompañado de Chimo Cápac (“soberano de los valles de Trujillo), Atun Apu Cuismanco (“señor de Pachacamac”) y Tunupa. Cada uno de ellos se encontraba ricamente vestido y adornado a la usanza cusqueña, pues era precisa esa ostentación del conjunto para “distinguir su soberanía. Además, en la comitiva de Huáscar se encontraban “el gran justicia del reino, Incap Rantin Rimac ; el protector del pueblo, Ruma

Yanapac ; el secretario de estado, Incap Quipocnin ; el gran cronista, Quipo Camayo ; y el capitán de la guardia inmediata a la persona, Acolla Tupa ” ( Elisio peruano f. s. p.). Es interesante observar, por otra parte, la gran similitud entre este pasaje del texto de Castro y

Bocángel y un pasaje de la Nueva corónica de Guamán Poma, en la que se describe a las autoridades —que representaban instituciones del poder— creadas por el décimo Inca Túpac

Inca Yupanqui:

… el que comenzó a mandar que aderezasen todos los caminos reales y

puentes y puso correones hatunchasqui, churochasqui y mesones, y

mandó que hubiese corregidores tocricoc, alguaciles uatacamayoc,

oidores, presidente, consejo de estos reinos Tauantinsuyo camachic, y

tuvo asesor incaprantin rimac, procurador y protector runa yanapac,

secretario yncap quipocninc, escribano Tauantinsuyoquipoc, contador

huchaquipoc, y puso otros oficios (Nueva corónica 82)

Considerando que este texto no había circulado con la misma suerte que otros provenientes del archivo colonial, no deja de llamar la atención esa similitud en el uso de los términos y el lugar de coexistencia que, además, ocupan en el texto. Por otra parte, Huáscar fue el único de los monarcas andinos que iba acompañado por estos oficiales del estado inca.

Así fueron apareciendo los demás reyes peruanos, vestidos con mucha opulencia y

66 acompañados de un séquito que emulaba también la riqueza de los monarcas de antaño, hasta el momento en el que volvía a repetirse la escena de 1723:

Fueron dando vuelta a la plaza todas las lucidísimas comitivas, y a al

llegar al balcón de S. E. hacían alto los guardias: las danzas ejecutaban

sus últimas agilidades, y los que representaban a los monarcas llegaban

a la cercanía posible, donde hacían sus reverencias pronunciando alegres

y obsequiosos (después de algún breve poema) Viva el gran Inca DON

LUIS PRIMERO esparcían al aire y a la plebe copia de monedas de plata,

acción que repetía delante del balcón del excelentísimo Señor Arzobispo

y de los Tribunales de Inquisición y Cruzada ( Elisio peruano f. s. p.).

En este caso, es el conjunto de la nobleza indígena, transmutada en los antiguos Incas, los que enuncian al unísono “Viva el Inca Católico”. Se trata de un sujeto colectivo que ha podido enunciar una vez más no sólo una idea política que cifra las concepciones de una monarquía mestiza (la cual, como hemos visto, ha estado circulando en el campo cultural desde fines del XVII). Ese mismo sujeto ha conseguido, a su vez, la autoridad suficiente para ingresar al circuito de producción cultural, cuyos estrechos vínculos con el campo político definen lo que Ángel Rama denomina ciudad letrada , esto es, un espacio de producción discursiva que estructura las prácticas del poder y reproduce su lógica en el espacio social. Ese ingreso, asimismo, está determinado por su capacidad de enunciar un discurso que se valida desde las instituciones del poder cultural y político. En este punto quizá resulte importante pensar en la pregunta que propone Pierre Bourdieu sobre los usos sociales del lenguaje: ¿Qué significa hablar? Para el sociólogo francés, el lenguaje autorizado, el poder de las palabras 24 no es sino

24 Bourdieu se contrapone a la postura ontológica sobre el lenguaje de J. L. Austin, que propone que el poder de las palabras radica en el lenguaje mismo. Bourdieu propone repensar esa afirmación desde las prácticas del uso del lenguaje que siempre son prácticas sociales.

67 el poder con que se inviste a un portavoz autorizado, cuya capacidad en el uso de la lengua oficial está determinada al mismo tiempo por el lugar que ocupa en el espacio social. Así, retomando la referencia homérica del skeptron que se da al orador que va a hacer uso de la palabra, Bourdieu sostiene que “el uso del lenguaje, es decir, tanto la forma como la materia del discurso, depende de la posición social del locutor que determina el acceso que pueda tener con la lengua institucional, con la palabra oficial, ortodoxa, legítima (…) El portavoz es un impostor provisto de skeptron (...) [E]l portavoz autorizado sólo puede actuar a través de las palabras sobre otros agentes y, por medio de su trabajo, sobre las cosas mismas, porque su palabra concentra el capital simbólico acumulado por el grupo que le ha otorgado ese mandato y de cuyo poder esta investido ” (Bourdieu, ¿Qué significa hablar? 87-89). Hablar en público, ser el portavoz, enunciar un discurso oficial, compromete una serie de instancias sociales que se articulan desde afuera, como propone Bourdieu, que determinan la investidura de la presencia del que habla en público, del que está autorizado para decir algo. De esta manera, enunciar una vez más que el rey de España es como un Inca ante los miembros que representan el poder imperial no es tan sólo un artificio escénico gratuito. Señala un aspecto de la cultura colonial que quizá no hemos visto con claridad: un momento específico en el que los indígenas adquieren una capacidad de intervención que no se reduce a la sumisión y al silencio, aun cuando su presencia está determinada por la performatividad de un episodio del pasado andino y, por extensión, americano.

Es evidente, entonces, que la presencia indígena en estas fiestas muestra una serie compleja de interacciones simbólicas que desde el espacio social se trasladan al campo cultural: la ubicación de la nobleza indígena en la jerarquía colonial, su uso adecuado de la lengua imperial, su formación letrada y una conciencia identitaria cada vez más sólida que determina posiciones específicas en el campo político. Al no ser gratuita ni su presencia ni la enunciación pública de la equiparación del rey católico como un Inca más en la secuencia histórica del

68 imperio del Tawantinsuyo, resulta necesario considerar una historicidad sincrónica que ubique este evento en un horizonte de interpretación distinto. En otras palabras, un horizonte que proyecte una mejor comprensión de las múltiples dinámicas del campo cultural, de sus intersecciones con el campo político, de sus producciones discursivas. Después de todo, y como veremos más adelante, esta participación activa en el campo cultural no se restringe a la performance en contextos festivos específicos. La escritura también se convertirá en el bastión desde el que la agencia indígena intervendrá en el espacio letrado, demostrando una enorme capacidad para articular sus propios intereses con los del imperio hispano o la propia iglesia católica.

1.5.- Conclusiones.

La concepción histórica de los reyes de España como los sucesores legítimos de los

Incas en el discurso cultural del siglo XVIII pone sobre el tapete una serie de instancias políticas, que empiezan a fraguarse a fines del siglo anterior entre algunos miembros de la nobleza indígena. Una de esas instancias se define como un imperativo identitario que apunta a la necesidad de reescribir la historia de los Incas y hacer del imperio español una continuación legítima del Tawantinsuyo, de modo que la nobleza indígena pueda ocupar, una vez más, un lugar privilegiado en cualquiera de los estratos del poder. Sin lugar a dudas, ese imperativo está sostenido por una pulsión garcilasista, ya que la idea de una sucesión del imperio del

Tawantinsuyo hacia la monarquía española aparece en su primera formulación en Los comentarios reales del Inca Garcilaso, con lo cual se dejaban sentadas las bases para esa genealogía del poder que se traslada del Cusco a Madrid. Es posible considerar, así, que a lo largo del siglo XVII esta idea continuara en circulación en determinados ámbitos de producción discursiva al interior de la ciudad letrada, hasta su aparición en los papeles del clérigo mestizo

Juan Nuñez Vela de Ribera.

69

Ya entrado el siglo XVII, el tránsito performativo de este revisionismo histórico al espacio de las fiestas oficiales, su traslado del discurso a la acción, obedece no sólo a un consenso entre la nobleza indígena y las autoridades virreinales, la nobleza criolla y la clase letrada encargada del registro escrito de estos eventos festivos. Hay detrás de este evento en particular, de este dato inusual que no debe pasar inadvertido, una conciencia identitaria que enuncia su propia versión de la historia: un horizonte de discurso donde la conquista es reescrita y empieza a concebirse como el origen necesario e inevitable de una “monarquía mestiza”. Una especie de teleología andina de la historia que cifra una gama de posiciones alineadas en torno al poder del imperio hispano; una manipulación del discurso de la historia de los Incas que busca jugar a favor de la nobleza indígena, que recurre a las estrategias autorizadas para ingresar por la puerta grande del poder colonial. Su fracaso hará viable otro tipo de estrategias, permitirá el surgimiento de otras lógicas para la acción política. En este estadio, en el que la performatividad de la fiesta los autoriza a reconstituir simbólicamente una memoria histórica, se mezclan los propios intereses de la heterogénea nobleza indígena como comunidad y una fidelidad para con el monarca hispano que debe demostrarse a través del afecto en el terreno político.

En el Elisio Peruano , Castro y Bocángel escribe luego del apoteósico desfile de los

Incas de la antigüedad peruana, representados por los “naturales”, que el “artífice de los proyectos era el amor” (f. s. p.). Su ubicación estratégica en el texto parece avalar el exceso de la ostentación de la riqueza peruana, empero además produce la impresión de que esa línea pretendiera justificar la presencia indígena. Una presencia necesaria en el desarrollo de la celebración, que le demuestra de la manera más fastuosa todo su amor y lealtad al monarca recién investido con el poder de la corona española. Los pactos de lealtad, después de todo, eran cruciales en este tipo de eventos y provenían de una tradición afianzada en el marco cultural del barroco americano a lo largo del XVII (Osorio, 2004). En este caso, la inclusión de

70 la nobleza indígena constituye una significativa modificación de esa tradición barroca, que hará posible la constitución de un sujeto político indígena que se articula dentro de los límites de una hegemonía hispana y cuyo propósito consiste en una silenciosa revolución del orden jerárquico social, donde este sector de la república de indios pueda hallar su justo lugar.

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CAPÍTULO II Don Pedro Peralta y Barnuevo: una escritura de la historia de los Incas

Los cuerpos textuales y reales de los Incas aparecen otra vez como un significativo punto de referencia en el campo cultural limeño durante el primer cuarto del siglo XVIII. 25 Esta afirmación se verifica de manera precisa en el ámbito letrado criollo, donde el interés por la historia de los Incas, o lo que estas figuras podrían representar en la imaginación histórica indiana, sobrepasa los límites del texto y se instala en las calles mismas de la ciudad colonial.

Ello se explica a partir de la inclusión de estas figuras históricas en la celebración de las fiestas oficiales dedicadas por lo general a la coronación de los nuevos gobernantes reales, en las cuales ocupan un lugar de no poca importancia. 26 En el presente capítulo propongo trazar algunas direcciones en la exploración de un tipo textual propio de estas celebraciones, en el que empieza a formarse un discurso vindicativo, de tono garcilasista, de las figuras históricas de los Incas reyes del Perú. 27 De manera precisa, voy a centrar mi análisis en Júbilos de Lima

(1723), del letrado criollo Pedro de Peralta y Barnuevo, pues es el primero de los textos que describe la participación de la nobleza indígena o —como O’Phelan sugiere para describirlos con mayor propiedad— los “mestizos reales”28 en la celebración de las bodas reales del príncipe Luis I con la princesa Luisa Isabel de Orleans, y la infanta María Victoria con Luis

XV. A lo largo de las páginas que Peralta le dedica a la descripción de la fiesta oficial, el lector no sólo encuentra las consabidas demostraciones de fidelidad hacia el Rey (en este caso Felipe

25 Véase: Perissat: 2000, Mazzotti: 2002, Macchi: 2009, Parra: 2009. 26 En efecto, las representaciones de los Incas en la fiesta oficial colonial fue un aspecto nuevo en la ejecución de esta durante el siglo XVIII. Pero aún más relevante, como pronto veremos, es el espacio que se le brinda a la nobleza indígena en estas fiestas demandadas por el rey o la reina. Fueron los miembros de la nobleza indígena, precisamente, quienes se encargaron de representar a las figuras de los reyes Incas del Perú. De hecho, esta participación fue denominada, en algunos de los textos que las describen, como “fiestas de los naturales”. 27 Empleo el término “Incas reyes del Perú” tal como aparece en la escritura del Inca Garcilaso. Los ribetes políticos de esta expresión resultan del todo atractivos y es por ello que recurro a su uso en estas páginas. 28 Véase: O’Phelan, 2013: 13 y ss.

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V) o las ambigüedades propias del discurso criollo, exploradas con amplitud por un sector de la crítica latinoamericanista. También se observa un deseo de reivindicar la historia de los Incas como parte de un singular proyecto de escritura de la historia y para el cual Peralta evoca la obra capital del Inca Garcilaso de la Vega, la primera parte de los Comentarios Reales . En ese sentido, una de las direcciones que exploro en este capítulo es la del letrado criollo como historiador, importante en su proyecto intelectual toda vez que ofrece una versión local, de apropiación criollista, de un episodio de la historia de los reyes (tema muy común en la historiografía pre-ilustrada). Esta faceta del polígrafo de San Marcos no resulta nueva, puesto que ha sido explorada con excelencia por Mark Thurner en un reciente libro que ha aparecido, en su versión en español, bajo el título El nombre del abismo. Meditaciones sobre la historia de la historia (2012).29 Es preciso señalar, sin embargo, que Los júbilos no ha sido incluido en el notable balance que propone Thurner, lo cual deja de lado una reflexión sobre la escritura de la historia del Perú que es, a mi juicio, una pieza clave en el proyecto de Peralta. En ese sentido, es necesario ampliar la lectura de Thurner para, a su vez, tener una mejor comprensión de las vertientes del discurso criollo peruano del dieciocho. 30

Siendo Júbilos de Lima un libro cuya narrativa se remite a la descripción de una fiesta oficial, la historia de los Incas se presenta como una escritura que se aparta del relato principal

—esto es, la serie de acontecimientos para la celebración de las bodas de los herederos reales—

, y adquiere la función de una digresión que a su vez inaugura lecturas del Inca Garcilaso. En esta re-lectura de la obra capital del cronista mestizo la escritura de la historia adquiere una dimensión pedagógica 31 , ya que un texto como los Comentarios se inscribe en la tradición del

29 Originalmente publicado en inglés con el título Peru’s History: The Poetics of Colonial and Postcolonial Historiography en el año 2011. 30 Aunque Thurner sugiere muchas entradas útiles en el proyecto histórico de Peralta que aquí solo se amplían y comentan. 31 Pedagogía en el sentido estricto de la palabra, pues esta sección no solo está dirigida al rey sino también a los jóvenes príncipes, futuros soberanos del imperio español.

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“libro de los reyes” o, más precisamente, del género de “espejo de reyes”, como propone

Thurner ( El nombre del abismo 55). Y es desde ahí, desde esta poética de la escritura de la historia, que se constituye también la propia historia de Peralta; de manera que su propósito, su función en cuanto digresión, consiste en aconsejar al soberano (así como a los futuros soberanos) y enseñarle con el ejemplo de los reyes Incas del Perú el modo de llevar las riendas del reino, siguiendo así el principio ciceroniano de historia magistra vitae .

En gran medida, este horizonte de lectura sustancialmente garcilasista hará posible, a su vez, el reclamo criollo de carácter ambiguo que recomienda una mejor posición para la clase letrada en alguno de los espacios políticos dentro del orden imperial,32 puesto que ellos son los más calificados para contribuir de una manera decisiva en las formas del buen gobierno.

Aunque es importante señalar que esta cualidad de la subjetividad criolla no agota del todo la lectura de un texto histórico que aparenta ser muy superficial en sus aproximaciones a la historia del imperio inca.

Asimismo, es necesario precisar también que este horizonte de lectura garcilasista sólo es posible dentro de los límites de una revisión de la historia que se sostiene en prácticas discursivas previas. Es necesario reconocer que, aunque la historia de los Incas de Peralta no aporta nada nuevo a la historiografía de su momento, no puede decirse lo mismo de las fuentes y los momentos de la historia que el letrado elige del archivo colonial. A través de ellos, propone una nueva manera de escribir la historia de la antigüedad peruana y sus gobernantes naturales. Peralta, en ese sentido, no deja de sorprender al lector, pues hace de una aparente digresión una pedagogía política que busca proponer desde esta parte del Nuevo Mundo modelos para una adecuada gobernabilidad.

32 Es evidente el sustrato criollista que da forma también a la escritura de Peralta. Para entender mejor este deseo político en la subjetividad criolla, véase: Mazzotti, 2000 (especialmente el artículo de José Rodríguez- Garrido); Lavallé, 1993.

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2.1.- Don Pedro de Peralta y Barnuevo: el oceánico saber del archivo criollo.

En el amplio espectro de la cultura letrada criolla del periodo colonial peruano, el nombre de Pedro de Peralta y Barnuevo (1664-1743) adquiere un lugar preponderante. Y no sólo desde una perspectiva actual, en cuyo balance crítico destaca aquella imagen que describe a esta figura de la ciudad letrada criolla como un ‘océano de saberes’, 33 y cuya vigencia sólo se mide desde el aun incompleto balance del conjunto de su obra. Ya en su propia época fue celebrado como una eminencia del saber tanto por propios como por ajenos. Así, por ejemplo, sobre este erudito limeño escribió el benedictino español Benito Jerónimo Feijóo, en su Teatro crítico universal (1726-40):

En Lima reside Don Pedro de Peralta y Barnuevo, Catedrático de Prima de

Matemáticas, Ingeniero y Cosmógrafo Mayor de aquel Reyno; sujeto de quien

no se puede hablar sin admiración; porque apenas (ni aún apenas) se hallará en

toda Europa hombre alguno de superiores talentos y erudición. Sabe con

perfección ochos Lenguas y en todas las ocho versifica con notable elegancia.

(…) Es historiador consumado tanto en lo antiguo como en lo moderno; de

modo que sin recurrir a más libros que los que tiene impresos en la

Biblioteca de su memoria, satisface prontamente a cuantas preguntas se le

hacen en materia de Historia . Sabe con perfección (…) la Filosofía, la

Química, la Botánica, la Anatomía y la Medicina. (…) Una erudición tan vasta,

acompañada de una crítica exquisita, de un juicio exactísimo, de una agilidad y

claridad en concebir y expresarse admirables. Todo este cúmulo de dotes

excelentes resplandecen y tienen perfecto uso en la edad casi septuagenaria de

este esclarecido Criollo (Tomo IV: 111-112; énfasis mío).

33 La imagen de Peralta como el “doctor Océano” fue acuñada por Luis Alberto Sánchez en el más importante de los libros que abordaron, de manera relativamente amplia, su biografía y obra dentro de la crítica literaria peruana del siglo XX. Véase: Sánchez, 1967.

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La cita es extensa, pero vale la pena considerarla debido al balance que el español propone sobre su par americano. En principio, porque se reconoce el vasto conocimiento que

Peralta alcanzó en su época, hasta el punto que Feijóo sostiene que no podría hallarse en la mismísima Europa a otro del calibre intelectual del criollo limeño. Luego, porque me interesa el énfasis en su trabajo como historiador, que desde entonces tenía ya carta pública entre los letrados no sólo del mundo americano sino además del peninsular, lo cual pone en evidencia a su vez las redes trasatlánticas de intercambio del saber letrado. Pero volvamos a la parte del historiador. Peralta es un “historiador consumado”, cuyo archivo personal (mental) le permite resolver con solvencia cualquier duda de orden histórico, ya sea del pasado o de su propio presente. Es precisamente esta faceta la que me interesa resaltar y no sólo desde una lectura actual, sino desde una apreciación que se sitúa en su propio momento: ante la mirada erudita de Feijóo, Peralta posee las herramientas intelectuales necesarias para cualquier empresa de escritura histórica que decida realizar. Esto no es un halago cualquiera, particularmente en este momento en el que el discurso de la diferencia americana se está consolidando, como refiere

David Brading, en una verdadera tradición intelectual (cit. por Vitulli y Solodkow 45). Y si se compara la situación de vacío de saber ante la falta de proyectos historiográficos en la corte española (con su “versión gubernativa” de la historia) durante el reinado de Felipe V (Stiffoni,

1984), Peralta ingresa como un historiador autorizado, a pesar de su origen marginal, en el proyecto de corte ilustrado de Feijóo (recordemos, además, que Feijoó y Peralta mantuvieron un intercambio epistolar a lo largo de varios años).34

Ese reconocimiento peninsular se lee en el Perú, pues algunos años después un autor como Alonso Carrió de la Vandera (Concolorcorvo) describía al criollo como un “monstruo” del saber, de esos “tan raros que apenas en un siglo se ven dos, como el gran Peralta, limeño

34 Para entender la naturaleza ilustrada del proyecto de Feijoo y su interés por América, véase: Tudisco, 1956. Sobre la relación intelectual y epistolar entre Peralta y Feijoó, véase: Campos-Muñóz, 2015.

76 bien conocido en toda la Europa, a quien celebró tanto la más hermosa y crítica pluma que produjo Galicia en el presente siglo” ( El lazarillo de ciegos 325). 35 Aunque también es necesario referir que este mismo autor hizo una crítica de la producción historiográfica de

Peralta en los siguientes términos:

Si el tiempo y la erudición que gastó el gran Peralta en su Lima

fundada y España vindicada , lo hubiera aplicado a escribir la historia civil

y natural de este reino, no dudo hubiera adquirido más fama, dando lustre

y esplendor a toda la monarquía ; pero la mayor parte de los hombres se

inclinan a saber con antelación los sucesos de los países más distantes,

descuidándose enteramente de los que pasan en los suyos. No por esto quiero

decir que Peralta no supiese la historia de este reino, y solo culpo su elección

por lo que oí a hombres sabios ( El lazarillo de ciegos 26; énfasis mío).

Este breve, pero significativo balance fronteras adentro —realizado poco más de treinta años después de la muerte del criollo— nos ubica de alguna manera en el marco que propone este capítulo. Aun cuando la erudición de Peralta es alabada por sus conocimientos oceánicos,

éste no pudo ofrecer en su época una representación histórica 36 del reino del Perú. Y esta carencia en su producción intelectual se convierte en un límite que de alguna forma lo enajena de su propio entorno. Otro aspecto importante aquí es la consideración del trabajo como historiador sobre la base de apenas un par de libros dentro de su haber: Historia de España vindicada (1730) y la famosa Lima fundada o conquista del Perú (1732). Por último, esta apreciación crítica, aunque fuera del marco textual apropiado para realizarla, demuestra muy bien que la capacidad de Peralta como historiador se reduce simplemente a una escritura del

35 Evidentemente, la mención que hace Concolorcorvo a la hermosa pluma de Galicia se refiere a Feijóo. 36 Utilizo aquí el término “representación histórica” para comprender mejor que la escritura de la historia “can only be discerned if we see the historical text as a representation of the past in much the same way that the work of art is a representation of what depicts”. Véase: Ankersmit: 2001, 80 y ss.

77 imperio español en la cual la conquista del Perú es la cúspide de la gloria de la corte peninsular, desde sus propios orígenes hasta ese evento fundacional de la historia peruana. Pero como señala Thurner, publicar la historia de España antes que la propia, tiene mucho sentido en términos políticos e intelectuales, toda vez que presenta “la unión de dos imperios en uno” ( El nombre del abismo 103). Con todo, en este proyecto intelectual todavía se encuentra ausente la historia del propio lugar que es el Perú. ¿Pero no es acaso la historia de la Conquista una parte fundamental de la historia peruana? ¿A qué se refiere, entonces, el autor de El lazarillo al decir que Peralta pudo haberle dado mayor gloria a la monarquía si hubiera escrito una historia “civil y natural de este reino”? ¿Se refiere acaso a una inclusión de la historia de los

Incas reyes del Perú, como lo hiciera, por ejemplo, el Inca Garcilaso?

Rotunda por el juicio de valor que establece, la observación de Carrió nos ubica en un momento en el que las relaciones entre el imperio y sus colonias americanas empiezan a resquebrajarse, produciendo desde el campo cultural un cuestionamiento a las nuevas políticas instauradas bajo las reformas borbónicas. Precisamente, el autor de El Lazarillo construye un sujeto de escritura que enuncia desde el espacio americano una dura crítica al imperio español, insertándose en lo que Ralph Bauer denomina un “amplio contexto de debate hemisférico sobre el rol del Imperio” ( The Cultural Geography 208). Desde ese horizonte crítico también puede interpretarse el reclamo que se le hace a Peralta, pues la escritura de una historia del imperio español frente a la ausencia de una que correspondería a la del propio espacio americano (y en

éste, el peruano, específicamente), no hace sino desequilibrar las relaciones entre las colonias y la metrópoli. En este desequilibrio son los mismos criollos los agentes de su propia ruina. Si pensamos, asimismo, que el sujeto de escritura de El Lazarrillo no es sino un mestizo descendiente de los Incas, no cabe duda alguna de que el reclamo parece apuntar a la ausencia de una historia natural (tal vez en el sentido ilustrado de la propia época) y una historia de los

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Incas, proponiendo así un horizonte de sentido en la escritura de la historia que oscila entre el jesuita Acosta y el Inca Garcilaso.

2.2.- Lima en Madrid y el Rey en Lima: las mediaciones de la fidelidad.

Lo cierto es que Peralta llegó a escribir una breve historia de los Incas reyes del Perú en un texto que no tenía nada que ver con la escritura de la historia, pero cuya naturaleza política no deja de ser del todo reveladora. En el marco de la fiesta celebrada en 1722 por la boda real de los herederos de Felipe V, Luis Fernando y María Victoria con la princesa de

Orleans y Luis XV, respectivamente, Peralta y Barnuevo introduce una extensa sección dedicada a la historia de los Incas (“Compendio del origen y serie de los Incas”) debido a que la representación de estos reyes del antiguo Perú en la celebración pudiera parecer extraña a los futuros soberanos. En ese sentido, el propósito de esta digresión dentro del texto, según el propio Peralta, es adelantar un breve diseño de su historia para “no quebrar con ellas la serie de su descripción” ( Júbilos de Lima f. s. p.), ya que, en el marco de la festividad celebrada en las calles de Lima, los Incas aparecieron públicamente luego de mucho tiempo. 37

En primer lugar, la descripción de las fiestas (propósito principal del texto) ubica con precisión un lugar de enunciación desde el que se consagran las celebraciones y, sobre todo, se pone en marcha la maquinaria afectiva para que los gobernantes reales satisfagan ese imperativo de fidelidad ultramarina exigido, como hemos visto en el primer capítulo, desde una formalidad burocrática. Este lugar es la noble ciudad de Lima, “capital y emporio de estos amplísimos dominios” ( Júbilos de Lima f. s. p.), que también adquiere la imagen de corazón

37 Según Estenssoro, la última aparición de los “monarcas Ingas” en una celebración pública fue en Potosí, en 1551, de acuerdo con una referencia que proviene de la famosa historia de Martínez Arzánz y Vela. Véase: Estenssoro, 133.

79 mismo del reino del Perú por su cualidad urbana. 38 Aun cuando desde el principio el texto describe al Perú como un lugar de la opulencia, caracterizado por la benevolencia de sus climas y la belleza de sus paisajes (haciendo una clara referencia al error en que incurren las diatribas europeas contra las maravillas americanas), la ciudad de Lima se convierte en el centro providencial que administra la riqueza de esta parte del Nuevo Mundo. Así, el reino del Perú es representado como un paraíso y fuente mineral del mundo, superando en demasía las maravillas conocidas antes del descubrimiento de América, pues como señala Peralta al parecer se han trasladado a estas regiones “quanto producían en sus venas el Oriente, y el Ophir, y cuanto contenían en sus cauces el Tajo y el Pactolo” ( Júbilos de Lima f. s. p.). 39

Pero esta constante producción de riqueza no sólo es un mérito de la feracidad americana, en general, y peruana, en particular, ya que se necesita un agente determinado que se encargue de una adecuada administración de estas riquezas para engrandecer al imperio. Y en la elocuente escritura de Peralta uno de eso agentes es el virrey Diego de Morcillo, dos veces virrey del Perú, y principal gestor de la fiesta celebrada en nombre de los reales himeneos de los príncipes españoles. Peralta representa al virrey fraile como el gran restaurador de la ruina producida en esta parte de sus dominios debido a la decadencia de la metrópoli, luego de que esta enfrentara la guerra de sucesión contra Cataluña, así como la pérdida de los territorios españoles en Italia y los Países Bajos tras la firma del Tratado de Utrech de 1713. Junto a este representante del rey —alabado en la pluma del criollo—, aparece la ciudad de Lima, cuya lealtad se suma al noble esfuerzo de Morcillo hasta el punto de hacerse comparable con Madrid:

Lima (…) a cuya fidelidad añadía el ejemplo de su Governador otro

fervor, se transformó en Madrid, con tal perfección que, hasta la distancia, que

38 Hemos visto, en el capítulo anterior, al reseñar el texto de Alejandra Osorio, la importancia del reconocimiento de la categoría de civitas para adquirir un estatus de prestigio, razón por la que las ciudades de Lima y Cuzco entraron en franca disputa por la adquisición de tal título. 39 Sobre la identidad del Perú como Ofir, véase: Brading, 2011: 71 y ss.

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le di[s]minuía la igualdad en la dicha, le aumentaba el exceso en la fineza. Era

su regocijo un júbilo de fe, que hacia crecer su mérito sin la posesión. Era su

alcance, como el de aquellas visuales máquinas, esto es, los grandes

Telescopios, que, hechos para la mayor distancia, sirven en ella más activos

(Júbilos de Lima f. s. p.).

Esta Madrid de América, como se observa, resplandece aún más que la verdadera, porque en ella la lealtad, así como las finas muestras de afecto de su nobleza (a estas alturas no es necesario señalar que Lima actúa en la escritura del criollo como una metonimia de la nobleza limeña) hacia su soberano crean un efecto visual provocado por la distancia. Un efecto que la hace ver más nítida, que de alguna manera la ubica en España sin que esté necesariamente ahí. Es decir, se trata de una mediación simbólica que el letrado criollo intenta poner ante los ojos del rey, y que le permite autorizar en su escritura el sentido verdadero de la lealtad criolla.

Esta sugerente mediación también permite, por otra parte, una aproximación a uno de los dispositivos simbólicos más cruciales de la cultura colonial hispanoamericana: aquel que hacía posible la efectiva presencia del rey en los dominios de ultramar a través de sus representaciones. Por eso no debería resultar nada extraño que luego de estas líneas dedicadas a la urbe limeña, Peralta escriba lo siguiente:

Es verdad, que hay Príncipes, que no necesitan de la presencia para la adoración:

pónese [sic] en el altar la Fama, y forma el bulto. La de nuestro Príncipe es una

Fama, que nace, y ya es adulta; una Fama, que tiene ya las cualidades por

acciones, y las esperanzas por hazañas ( Júbilos de Lima f. s. p.).

Lo que intenta Peralta al poner estas dos ideas una al lado de la otra es poner en evidencia que la distancia no disminuye la lealtad de Lima, así como a causa de esta misma el rey no deja de estar presente en sus dominios americanos. De manera que en este pasaje del

81 texto se pone en relieve la preponderancia del símbolo dentro de una densa trama, que opera en el campo de la cultura colonial con una significación de alcance político, toda vez que permite y garantiza las distantes alianzas que se establecen entre dominantes y dominados. Pero esta relación no debe entenderse de una manera monolítica, pues estamos ante una de las prácticas más decisivas de la cultura colonial, en la cual los dominados pueden representarse desde una ambigüedad que hace viable una serie de enunciaciones políticas, de corte reivindicativo, en este tipo de ceremonias. Es decir, permite una apertura hacia un espacio de intervención política —como el de la celebración pública en nombre del rey o de su representante el virrey— desde el cual se puede enunciar un discurso cargado con un sentido de diferencia. 40 Y en este momento en particular, de alguna forma, esta enunciación adelanta un esfuerzo por proponer un proyecto común mucho más creativo que el que se dará después de los procesos de Independencia. 41 Como sostienen Vitulli y Solodkow, a lo largo del siglo

XVIII —que para estos investigadores constituye una ‘tercera serie’ en la formación discursiva del criollismo americano— se observa la constitución de “contradictorios marcos” desde los que irá emergiendo un nacionalismo criollo cuyas voces no sólo definen un singular espacio americano, sino que también contribuyen, tal vez de manera inédita, a ampliar el archivo del saber criollo , como veremos en el caso del propio Peralta ( Poéticas de lo criollo 43-46).

De esta forma, lo que importa resaltar en esta escritura inicial es la posibilidad de observar una mediación del discurso y el acto de fidelidad que asumen los vasallos americanos

40 Véase, por ejemplo, el notable artículo de José Antonio Rodríguez Garrido sobre las relaciones entre poesía y poder a inicios del siglo XVIII, en la ceremonia de bienvenida de la Pontificia y Real Universidad de San Marcos al virrey Marques de Castell dos Rius. En: Mazzotti, 2000: 249-265. 41 Es interesante observar, como veremos más adelante, que desde el espacio de la “ciudad letrada” comienza a crearse un tipo de nacionalismo que supera la cuestión étnica, pues al reunirse indígenas y criollos en las renovaciones de fidelidad hacia el rey, se pone en juego otro tipo de mecanismos que van más allá del origen común y de alguna forma adelanta un proyecto mucho más creativo de liberación política. En gran medida, en estos espacios festivos de amplio alcance comienza a ensayarse un tipo de nacionalismo social, que, a diferencia del étnico, supera el carácter excluyente del origen étnico. Para entender mejor los conceptos de ‘nacionalismo étnico’ y ‘nacionalismo social’, véase: Kellas 65 y ss.

82 ante el rey y los príncipes de España, poniendo en funcionamiento un mecanismo cultural que se interseca con lo político, y que se encontraba muy arraigado en las prácticas festivas oficiales de las colonias hispanoamericanas. Al menos, ese parece ser el efecto que el texto busca producir, pues al medir el alcance de la riqueza peruana y la nobleza limeña en el concierto imperial, Peralta le dice al rey que sus aliados americanos y, en particular, la nobleza peruana, se encuentran de su lado, contribuyendo en el mantenimiento de su poder en la corte española.

Y, en efecto, algunas páginas más adelante, el letrado criollo le recuerda al soberano que “el fidelísimo amor” de Lima y el Nuevo Mundo hacen valer más el imperio español que cuando estaba “acompañado de estraños Estados”, en clara referencia a la pérdida de los territorios en

Italia y los Países Bajos como consecuencia de la guerra de sucesión española. Por esa misma razón, tal vez, le recomienda dirigir el imperio con la “benignidad de un padre” y la

“moderación de un compatriota”, las cuales guiadas bajo la virtud católica le permitirán ganarse el amor de sus súbditos americanos.

2.3.- Archivos criollos: apropiaciones del pasado indígena.

Pero el momento decisivo de esta escritura criolla es la descripción de las fiestas mismas. Y sobre todo la amplia digresión que se permite su autor para explicar al rey y a los príncipes la historia de los incas, debido a la representación que de estos antiguos gobernantes peruanos hicieron los nobles indígenas en la celebración de los esponsales reales. Como si buscara educar a una familia real no familiarizada con la historia americana, a causa de su ascendencia francesa; o como si intentara recordarles que en sus dominios ultramarinos también hubo una nobleza antes de la llegada de los españoles, lo cierto es que la escritura de

Peralta se sitúa, en gran medida, en un lugar inédito desde el que busca una legitimidad del reino peruano a través de la apropiación de la historia andina. Una historia que debe volver a escribirse para los nuevos gobernantes borbones, pues esta señala las continuidades de la

83 nobleza peruana en el espacio americano desde los Incas hasta el presente colonial; un presente en el que la nobleza criolla también adquiere un rol decisivo en la sustentación del poder imperial de la Magnae Hispaniae .42 Aún más, como veremos luego, para Peralta existe una continuidad entre el poder de los reyes Incas y el de los reyes de España. O, lo que es lo mismo, un legítimo translatio imperii , esto es, un traslado del poder de un imperio a otro. 43

Con todo, esta es una idea que circulaba en el campo cultural de este periodo y al parecer no era exclusiva de los sectores indígenas, como normalmente se ha creído, pues precisamente la intervención de Peralta abre la posibilidad de pensar también en una contribución desde los sectores letrados criollos en la instauración de este discurso que se ha asumido como exclusivo del nacionalismo inca. Ya en un sobresaliente artículo en el que se enfatiza la necesidad de repensar el movimiento nacional inca, la historiadora Scarlett O’Phelan ha referido que hubo una participación decisiva de los criollos y mestizos educados en los movimientos rebeldes, como el de Túpac Amaru II; y que no todos los indígenas constituían un cuerpo rebelde contra

España, pues hubo algunos nobles, como los Tito Atauchi o los Sahuaraura, que fueron fieles a la corona y se opusieron a estas rebeliones (O’Phelan, 1999).

Esta precisión también puede extenderse al campo cultural de ese momento, pues la figura de Peralta no es insular en esta reivindicación criolla de lo indígena. Al parecer el virrey fray Diego Morcillo, quien fue arzobispo de La Plata, Charcas, también veía con buenos ojos la presencia de los sectores indígenas en las celebraciones públicas. Y no sólo porque es el virrey que da la venia para que los nobles indígenas participen en la fiesta que describe Peralta.

En la descripción de su entrada a Potosí en 1716, tras su nombramiento como virrey del Perú,

42 El término Magnae Hispanie , citado en Pagden, hace referencia al sentido de pertenencia de los dominios americanos dentro del imperio español, precisando que el término “colonia” no fue de uso común bajo el dominio de los Habsburgo. De modo que, aún a pesar de su condición periférica, América, y dentro de ella el virreinato peruano, formaban parte del extenso territorio español “no different, whatever the realities of their legalo status, from Aragon, Naples, or the Netherlands” ( Spanish Imperialism 91). 43 Esta idea se refleja claramente en las genealogías pictóricas que muestra a los reyes incas seguidos, en esas series, por los reyes de España desde los Habsburgo hasta los Borbones.

84 y del que incluso existe una versión pictórica, 44 aparecen representados los Incas como parte de las “máscaras” que constituyeron la celebración.45 Asimismo, se sabe que el letrado criollo

José Eusebio de Llano Zapata fue un “constante apreciador de los indígenas”, en palabras de

Mendiburu, lo cual permite pensar, y creo que de manera inequívoca, en una inédita formación discursiva en la cual lo indígena goza de un nuevo prestigio. 46 O al menos aparece vista tanto por españoles como por criollos bajo un nuevo lente, lo que permitió que los nobles indígenas tuvieran un margen de movimiento en el espacio social y se posicionaran de modo favorable en el campo de producción cultural del dieciocho peruano, como se observa ejemplarmente en esta serie de intervenciones colectivas dentro del marco de las fiestas oficiales. 47

De acuerdo con Anthony Pagden, el intento de los criollos por crear un vínculo con el lejano pasado de los indígenas —y demostrar que aquéllos son los verdaderos herederos del imperio de éstos— tuvo una temprana visibilidad en el caso mexicano. Así lo muestra, por lo menos, al observar el caso del letrado criollo Carlos de Sigüenza y Góngora, quien se encargó de realizar un programa iconográfico para un arco triunfal, erigido en 1680, con motivo de la entrada del virrey Tomás Antonio de la Cerdá y Aragón, Marqués de la Laguna. Este tipo de arcos, señala Pagden, formaba parte de una tradición celebratoria en la que el virrey era, literalmente, “the king’s royal body in another place” ( Spanish Imperialism 92); y sus programas iconográficos, por lo general, representaban fábulas mitológicas de la antigüedad

44 Véase: Querejazu Escobari, 2011. 45 Véase: Aclamación de la muy noble imperial Villa de Potosí, en la dignísima promoción del Excmo. Señor Maestro Don Fray Diego Morzillo, Rubio y Auñon, Obispo de Nicaragua, y de la Paz, Arzobispo de las Charcas, al gobierno de estos reynos del Perú, por su virrey … (1716). 46 Véase la introducción a las Memorias Histórico-Físicas-Apologéticas de la América Meridional , edición de 1904, en la cual Ricardo Palma reproduce la nota biográfica incluida en el diccionario biográfico de Manuel de Mendiburu. 47 La historiografía de este periodo ha mostrado, por ejemplo, la necesidad de la nobleza indígena peruana de obtener títulos de nobleza. Véase, por ejemplo: O’Phelan, 1999; Cahill y Tovias, 2003; Garrett, 2005 (especialmente el capítulo 3); Alaperrine-Bouyer, 2007 (sobre todo, los capítulos 8 y 11).

85 clásica, para comparar a los antiguos héroes con los reyes españoles. 48 Pero Sigüenza propone algo completamente distinto, pues decora este arco con las proezas de los doce emperadores aztecas, constituyendo así “a radical departure from tradition” y, a su vez, definiendo un lugar de enunciación que tiene como denominador común la idea de una “nación criolla” (Pagden

93).

Ya muy entrado el siglo XVIII, si nos remitimos una vez más al ámbito mexicano, encontramos asimismo proyectos letrados de amplio alcance, como los que examina Antony

Higgins en los casos de los letrados criollos novohispanos Juan José de Eguiara y Eguren y

Rafel Landívar. Tomando como referencia la Bibliotheca Mexicana de Eguiara y Eguren, por ejemplo, Higgins sostiene que antes que convertirse en el lugar de enunciación de un incipiente proto-nacionalismo mexicano, la Bibliotheca configura un archivo que se articula sobre la idea de una “monarquía universal”, un pan-hispanismo de amplio alcance en cuyo centro se encontraría la corona española y que incluye a sus propios dominios americanos (30). Pero esta idea de articular un archivo americano surge también como una respuesta específica a la diatriba del humanista alicantino Manuel Martí. Éste, en su Epistolarum Libri Duodecim

(1735), había sostenido que, en el Nuevo Mundo, el que imaginaba como un lugar lleno de indios, no había ni cultura ni producción letrada, ya que no existían ni bibliotecas ni sabios y todos profesaban un profundo aborrecimiento hacia las letras (Higgins 24-25). Entre las varias respuestas que se escribieron para responder a esta injuria, la de Eguiara y Eguren es, sin lugar a dudas, la más sistemática. En uno de los prólogos de su Bibliotheca incluye una sección explicativa sobre los archivos aztecas y tlaxcaltecas, que compara por su importancia con aquellos textos que provienen de la antigüedad clásica, sentando un modelo de autoridad criolla que se construye no sólo en el reconocimiento de la existencia y el valor de los registros del

48 Los reyes como héroes fue un tópico común en las iconografías efímeras del periodo colonial que acompañaban las distintas festividades, incluidas las luctuosas. Al respecto, véase: Mariazza 47-52.

86 saber prehispánico, sino también en su correcta interpretación. Pero lo fundamental aquí, de acuerdo con Higgins, es la construcción de un sujeto de conocimiento indígena que está anclado fundamentalmente en el pasado. Es decir, que el sujeto de conocimiento indígena que construye el criollo novohispano en su texto es uno histórico, prehispánico, de espaldas al presente indígena de aquel entonces en el virreinato de la Nueva España. Así, la inclusión de la historia indígena en este archivo criollo responde sobre todo a la creación de una tradición intelectual americana, que lejos de reivindicar la imagen indígena como una parte del espacio social y cultural del Nuevo Mundo, ubica al sujeto criollo del conocimiento en una posición privilegiada, pues apunta a demostrar que las afrentas de los detractores europeos se fundan en la ignorancia y el desconocimiento.

Se puede sostener, entonces, que esta inclusión de la historia indígena en las prácticas letradas del criollismo americano forma parte de una corriente extendida por los circuitos culturales de la ciudad letrada durante el siglo XVIII, aunque cada una de ellas presenta sus propias características y especificidades, que dependen de contextos de enunciación bastante precisos. Por otra parte, un rasgo común que podría ayudar a comprender estas iniciativas desde el lado criollo podría ser, como apunta Higgins, la necesidad de constituir un archivo americano en el cual los letrados criollos adquieren un pleno dominio en su manejo y, por ende, en la producción de una historiografía americana que permita una representación histórica mucho más precisa del Nuevo Mundo. Y son los criollos, como Sigüenza y Góngora o Eguiara y

Eguren, quienes adquieren una función importante en esta empresa letrada, pues al construir su propia autoridad sobre la base del conocimiento de este archivo consiguen convertirse al mismo tiempo en sus archivistas. Este es un aspecto de no poca importancia, pues se trata de construir una autoridad criolla que se diferencia de la europea en un manejo del repertorio de dos archivos profundamente disímiles (el occidental y el americano), aunque siguiendo un mismo modelo de aproximación: el de la escritura de la historia pre-ilustrada. Les permite,

87 asimismo, usar fuentes inéditas, saberes exclusivos, que, al contraponerse con las fuentes clásicas, consiguen equipararse a ellas o incluso superarlas.

Este último aspecto resulta medular en la historia de los Incas de Peralta, pues el criollo propone la historia de los Incas como un referente fundamental para una escritura del libro de reyes, convirtiéndolos en los gobernantes modelo para llevar las riendas del imperio. Los Incas aparecen, de esta manera, como guías de un arte del reinar posible, que desde el reino del Perú podrían ser una solución más eficiente, e incluso una apuesta por una alternativa que se circunscribe desde una perspectiva local, para el futuro rey del imperio hispano en relación con sus dominios ultramarinos.

2.4.- (Re) escribir una historia del antiguo Perú.

En el caso peruano, esta apropiación criolla de la historia de los Incas presente en la obra de Peralta y Barnuevo tiene sus propias marcas de singularidad. Luego de alabar las riquezas peruanas —como ya lo mencionamos páginas atrás— y describir las celebraciones iniciales, el oceánico letrado debe lidiar con la circunstancia de explicar al rey y a los príncipes quiénes son estos antiguos gobernantes peruanos, que también se hicieron presentes en la celebración por los reales himeneos. En principio, en tanto sujeto de escritura, Peralta debe lidiar con la cuestión básica de cómo ingresar una escritura de la historia de la periferia dentro de los canales de producción cultural de la metrópoli, pues aquí entra en juego esa

“contradictoria pulsión” de la que habla Mabel Moraña al referirse a la oscilación de la cultura criolla entre “la voluntad de pertenencia y participación en los discursos metropolitanos y la definición de una identidad —criolla, americana— diferenciada de la peninsular” en su lucha por la hegemonía cultural ( Viaje al silencio 295). Pero al mismo tiempo la participación activa de una nobleza indígena leal al imperio español nos pone en una situación que hace inestable al texto si pensamos de modo exclusivo en la cuestión criolla como su eje hermenéutico

88 principal. Incluso como escenario etnográfico, la problemática presencia de los nobles indígenas más allá del texto genera una serie de incógnitas al respecto, ya que el sujeto de escritura criollo decide inscribir una historia de los gobernantes del Tawantinsuyo no para demostrar exclusivamente su vasta erudición, sino para presentar a sus potenciales lectores a estos reyes de la antigüedad peruana desde una perspectiva histórica, de modo su participación y presencia como una de las piezas clave dentro de la maquinaria festiva que tenga pleno sentido.

¿Cómo aproximarnos, entonces, a un texto que se constituye no sólo desde las tesituras de la escritura criolla si consideramos que esta canaliza una conciencia identitaria que va más allá de los límites de su propio sentido corporativo? En otras palabras, ¿cómo llegar a un texto que se sitúa en una ambigüedad mucho mayor si aquí “lo indígena” opera junto con su efectiva presencia y no sólo a través de la representación histórica de las legendarias figuras del pasado andino? Si bien es cierto que existe una diferencia entre los indígenas de la nobleza y los del común, es importante considerar aquí, siguiendo a Spalding, que la condición subalterna del indígena en la jerarquía social colonial los ubica de modo ineludible en una posición inferior. 49

Aunque no es menos cierto tampoco que bajo el dominio colonial se abrieron espacios de movilidad social, permitiendo a diversos sectores indígenas acceder a determinados espacios de poder y obtener ciertos privilegios que de acuerdo con las formas culturales de la jerarquía social prehispánica no hubiesen conseguido (“Social Climbers” 648). En ese juego constante de posiciones dentro de la jerarquía social colonial, algunos sectores indígenas pudieron moverse entre los intersticios del poder y asegurarse un lugar privilegiado, aun bajo la

49 En su artículo “Social Climbers: Changing Patterns of Mobility among the Indians of Colonial Peru”, Karen Spalding refiere lo siguiente: “Despite such variations of wealth and legal rank, however, an individual who was known to be Indian was generally regarded as socially inferior to his Spanish counterpart. This discrimination increased from the seventeenth century and was applied at all levels. In the eighteenth century Jorge Juan and Antonio Ulloa complained that the sons of Indian nobles were treated with disdain by Spanish and even mestizo children; and the Spanish-American aristocracy steadfastly refused to admit members of the Indian nobility to certain professions regarded as the perquisites of Spanish descendants” (648).

89 consideración de su propia inferioridad social frente a los españoles de un rango más alto.

Como sostiene Spalding, esta dinámica en la movilidad indígena, como resultado de las nuevas reglas de juego de la sociedad colonial, se hizo mucho más restringida a fines del XVII. De este modo, puede sugerirse que la élite indígena del XVIII pudo mantenerse dentro de las tramas del poder político, a pesar de las dificultades asociadas con el progresivo estancamiento de su capacidad de movilidad en el espacio social.

Precisamente, esta aparición de la nobleza indígena peruana como un sector social con determinados privilegios 50 en la celebración de las bodas de los príncipes de España y Francia se encuentra estrechamente vinculada con la escritura de este texto. De modo que no puede disociarse de este dato específico de su propio marco de producción cultural. Así, la cuestión de la subjetividad criolla, que podría servir de plantilla hermenéutica para explicar en el texto esta historia de los Incas, presenta la dificultad de obviar un aspecto fundamental que se ubica más allá de los límites de la escritura. Más allá incluso de la poética de estos textos que suelen describir estas celebraciones oficiales y que apuntan también a constituir esa economía del afecto que emerge de la oficialidad de una cédula real, haciendo de este un texto aún más complejo y heterogéneo. Y si bien es cierto que en gran parte de la teoría literaria se prescinde de estos datos circunstanciales de los que el texto está obligado a desligarse —para hacer posible una “ontología de la interpretación” si pensamos, por ejemplo, en la hermenéutica textual de Paul Ricoeur—, no parece posible comprender este texto que se inserta en la densidad cultural de lo que Mignolo denomina una “semiosis colonial”. En efecto, es en esta semiosis en donde interactúan estos distintos modos de producción discursiva que no sólo se restringen al modelo occidental del texto y su textualidad, pues aquí intervienen también los múltiples mecanismos políticos de la maquinaria festiva junto con las performatividades

50 Algo también inusual, por cierto, si lo comparamos con los dos siglos anteriores. Como vimos en una nota anterior, la última aparición pública de una representación de los Incas en una de estas fiestas oficiales fue a mediados del siglo XVI.

90 públicas de la fiesta. Y es desde esta misma semiosis que se constituye la historia de los Incas de Peralta como un texto cuya densidad no podemos aprehender del todo, porque hay una serie de signos que desde aquí y ahora nos resultan difíciles de comprender en su dimensión fáctica.

Es por eso que, desde mi lectura, apelar de manera exclusiva al marco interpretativo la subjetividad criolla como el único modelo de este texto no es suficiente. En otras palabras, leer este texto únicamente desde una aproximación criollista, afecta el sentido del propio texto. No debe dejarse de lado, entonces, que la presencia de lo indígena afecta en gran medida la producción del texto.

Peralta abre su escritura de la historia con una reflexión sobre el lugar de los Incas en la historia universal:

Si hubiese un arte para los descubrimientos de los siglos, como le ha

habido para los de las tierras, no estuvieran tan incógnitos aquellos aun después

de pasados, cuando estas no se hallan tan ignoradas aún antes de inquiridas:

confusión, que es un segundo caos, en que quedan los países después de

poblados. Por esto si hay alguna nación, de cuyo origen no se halle cierta o

probable noticia, es la de los habitadores de estas grandes regiones, que aún no

tuvieran nombre, si no se le debieran al accidente, o al arbitrio. Con que sino

frisa con el Diluvio su principio, cualquiera otro de los que le señalan, es tan

dudoso, que aún es más apreciable su ignorancia. Y así suponiendo que aquí se

trasladaron algunos de aquellos primitivos universales fundadores de la

prosapia de Noé, descubridores sin conquista, dirigidos en aquellas segundas

arcas de sus naves, por la aguja de la divina Providencia; y dejando aquellos

fragmentos de historia que con grandes desiertos de noticia se derivan en una

incierta tradición por cuatro Edades, de que fueron cabezas Huari Viracocha,

primer ascendiente, Huari, Purun y Auca (todos con el apellido de Runa , que en

91

su idioma significa hombre) hasta Manco Inca, origen de sus últimos

monarcas… ( Júbilos de Lima f. s. p.)

La extensa cita abre una serie de aspectos cruciales: 1) ¿cómo escribir la historia de quienes no la escribieron por no tener los códigos de escritura occidentales (¿por qué repetir el mismo gesto?), 2) el aspecto fundamental de nombrar los lugares de la historia, 3) la inserción de la historia de la monarquía peruana en la historia bíblica, y 4) la inclusión de la versión local de la historia de los Incas en el sistema de la historia universal. Cada uno de estos puntos merece una atención particular para comprender las estrategias de nuestro historiador. En primer lugar, la cuestión de una escritura de la historia en la que los indígenas se representen a sí mismos.

Esta situación problemática, que se ha explorado con amplitud en los estudios postcoloniales y subalternos, parece ser crucial aquí también, pues Peralta asume que los habitantes de estas regiones no tuvieron una historia. En gran medida, el criollo pone en evidencia sus lecturas de las crónicas indianas, las cuales inician por lo general con la aclaración de la falta de una historia general escrita por los mismos naturales del Nuevo Mundo. Si tomamos como ejemplo el “Proemio al lector” de la Historia natural del jesuita Joseph de Acosta, observaremos esta precisión que aún después de varios años de la vertiginosa eclosión de las crónicas escritas sobre el Nuevo Mundo sigue articulando el discurso de las nuevas historias. 51 En ese sentido, no resulta extraño que Peralta apele al mismo recurso retórico, toda vez que le permite introducir la necesidad de volver a narrar una historia de los Incas que sea legible para sus lectores. A su vez crea su propio lugar para “hacer historia”, 52 es decir, para autorizar una escritura que también se propone como una historia política: la historia imperial en su versión

51 Señala Acosta lo siguiente: “Mas hasta agora no he visto autor que trate de declarar las causas y razón de tales novedades y extrañezas de naturaleza, ni que haga discurso e inquisición en esta parte, ni tampoco he topado libro cuyo argumento sea los hechos e historia de los mismos indios antiguos y naturales habitadores del Nuevo Orbe” (13). 52 Para comprender la producción de un “lugar de la escritura” a partir de la relación entre historia y política, véase la sección “Historia y política: un lugar” en: Certeau, 2006: 20-25.

92 local y cuya importancia radica en ser predecesora de la española. En otras palabras, Peralta escribe su historia y crea un lugar de continuidad del poder, el lugar en el que se hace posible un translatio imperii que legitima una política del dominio. Y en este respecto, su escritura de la historia se adecúa a la del Inca Garcilaso.

Por otra parte, nombrar, otorgar una identidad a un lugar, producir, en última instancia, un sujeto de la historia, no es algo menos importante. Y aquí la referencia al Inca Garcilaso es inevitable. Mark Thurner ha destacado la importancia de crear un lugar de la historia mediante el uso del nombre “Perú”, que no existía antes del siglo XVI y que señala “el nacimiento colonial de la era moderna” ( El nombre del abismo 22). Así, pues, nominar, crear un sujeto maestro de la historia como “el Perú” o “América”, tal cual señala Thurner, siguiendo al gran historiador mexicano Edmundo O’Gorman, muestra la “proyección del deseo del colonizador de crear a su imagen y semejanza” ( El nombre del abismo 25). En otras palabras, la necesidad de poner un nombre propio obedece a una pulsión que crea un sujeto de la historia ahí donde no lo hay ( El nombre del abismo 26-52). Pero al mismo tiempo se establece una relación colonial, porque aquello que no tiene nombre es un “abismo” o un “vacío” que al adquirirlo ingresa en el horizonte de la historia y recibe, a su vez, una marca que hace posible el trabajo del historiador. Esa huella que deja el nombre, de acuerdo con Thurner, es el signo de un acontecimiento fundacional que, en este caso, no puede desligarse del origen colonial de la historia del Nuevo Mundo, pues el vocablo “Perú” como tal jamás existió en la lengua franca

—el quechua— de los Incas ( El nombre del abismo 19-35). Y en la explicación de ese origen, de esa aparición del Perú como sujeto en la historia universal, el Inca Garcilaso inaugura un episodio hasta entonces inédito, pues será quien articule una crítica “cosmocolonial” (es decir, cosmopolita y al mismo tiempo colonial) de la historia de un nombre que ha cambiado la historia del mundo al ser la fuente de la riqueza española. Thurner ubica además la dimensión geopolítica de la crítica del nombre del Perú en la escritura garcilasista y observa cómo esta

93 prosigue a la explicación de las antípodas, poniendo en duda así el sistema de conocimiento occidental, ya que el cronista mestizo es un sujeto de las antípodas que escribe en ese momento en el Viejo Mundo. Es, en consecuencia, un sujeto “antipodal” cuya historia de los Incas no solo emerge desde la metrópoli, sino que además cuestiona esa epistemología del saber occidental mediante un acto de enunciación cultural bifronte (mestizo, si se prefiere): anclado en la “periferia antípoda” y con los pies puestos en esa parte del orbe de donde irradia el poder imperial ( El nombre del abismo 36-38). Y es en esta vía que Peralta inserta, en apenas unas líneas, una intervención de orden garcilasista al sugerir un dilema que se encuentra en la fundación misma de la historia del Perú: el nombre de los pobladores de “estas regiones” se debe o bien al “accidente” o al “arbitrio”. Sea como fuese, pues Peralta deja estas opciones abiertas, el criollo reconoce que ese nombre propio se impone como el acto colonizador por antonomasia. Es decir, como el acto fundador que desconoce o desoye por completo la historia de estos pobladores y se impone como el único nombre autorizado por la escritura de una historia colonial que se origina también en el “accidente” o el “arbitrio”.

Por último, dos aspectos estrechamente relacionados debido a la forma en que Peralta organiza el sistema de la escritura histórica —informada desde luego por sus lecturas del archivo colonial—, y en el que ingresa la historia peruana: el origen de los indios americanos tras el Diluvio bíblico integra, como lo había propuesto José de Acosta en su Historia Natural y Moral ,53 esta parte del mundo en la creación divina, aunque no se supiera de su existencia hasta el momento de su “descubrimiento”. Esta integración permite constituir una nueva realidad ecuménica que articula la historia de los Incas dentro de la historia bíblica, de manera que, como sugiere O’Gorman al referirse a la obra de Acosta, esta inclusión del “Nuevo

53 Véase el capítulo 20 del “Libro primero” en el que, tras intentar dar varias explicaciones sobre la llegada de los indios a esta parte del orbe en los capítulos previos, Acosta debe explicar cómo llegaron los animales que habitan el Nuevo Mundo. Y ahí es donde la única explicación posible, que no contradiga las Sagradas Escrituras, es la del Arca de Noé.

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Mundo” implicaba la desaparición de la historia autóctona americana, “dotándola de una significación derivada de una forma de vida histórica ajena (la europea), previamente postulada como historia universal o, si se prefiere, como la única verdaderamente significativa”

(“Prólogo” LXIII). Para efectos de mostrar la importancia de la inserción de la historia peruana dentro de la historia (universal) bíblica, la cita de O’Gorman resulta contundente y hace aún más visible el giro que realiza Peralta al continuar con la explicación de las “cuatro edades”, pues el criollo inserta la versión autóctona de una historia dentro de la máquina histórica de la escritura bíblica. Estas son Huari Viracocha Runa, Huari Runa, Purun Runa y Auca Runa, y proceden del Memorial del Nuevo Mundo de Fray Buenaventura de Salinas, una de las principales fuentes empleadas por el erudito criollo a lo largo de esta digresión histórica. 54

Al hacer circular de nuevo la historia andina por los canales de la ciudad letrada, esta escritura debe lidiar no sólo con sus fuentes para conseguir la autoridad suficiente en su elaboración, sino además con los problemas implícitos en el acto de escribir desde “las antípodas”. Incluso para la época del propio Peralta, en la que América y los americanos son considerados con desdén por sus pares europeos, este marco discursivo no debería dejarse de lado, como propone Higgins para el caso mexicano, en todo análisis de la enunciación criolla, pues su diferencia se define también a partir de esa crucial circunstancia. Se trata, así, de una enunciación que busca su propio lugar en el campo cultural, su plena autoridad, y para ello recurre al dominio tanto de la historia universal como de la andina, algo que desconocen quienes escriben desde el otro lado, desde esa Europa que tiene bien puestos los pies en la tierra.

54 Esta división de la historia de los antiguos peruanos en cuatro edades sólo fue registrada por dos cronistas: Guamán Poma de Ayala y el referido Buenaventura de Salinas. Es evidente que por razones de impresión la fuente que emplea Peralta es la crónica de Buenaventura de Salinas. Por otra parte, José Antonio Mazzotti refiere que para la escritura de esta historia de los Incas el criollo emplea dos fuentes principales: la referida crónica del fraile y Los Comentarios del Inca Garcilaso.

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2.5.- Una escritura de la historia de los Incas.

Pero el momento decisivo de esta escritura es la amplia digresión que se permite su autor para explicar al rey y a los príncipes la historia de los Incas, debido a la representación que de estos antiguos monarcas andinos hicieron los nobles indígenas en la celebración de los esponsales reales. Más allá de un deseo explícito que probablemente buscaba educar a una familia real no habituada con esta sección de la historia americana —a causa de su ascendencia francesa—, lo cierto es que la escritura de Peralta se sitúa, en gran medida, en un lugar inédito desde el que busca una legitimidad del reino peruano a través de la apropiación de la historia andina. Una historia que debe volver a escribirse para los nuevos gobernantes borbones, pues esta señala en gran medida las continuidades de la nobleza peruana en el espacio americano desde los Incas hasta el presente colonial; un presente en el que la nobleza criolla también adquiere un rol decisivo en la sustentación del poder imperial de la Gran España.

Así, y como hemos visto líneas arriba, tras la brevísima introducción constituida por una trama de referencias eruditas, el lector se enfrenta a la secuencia de los reyes Incas que inicia con Manco Cápac, el primero de los gobernantes de la estirpe real del Tawantinsuyo.

Algunas de las observaciones de Peralta se tornan a su vez ambiguas, inquisidoras, como para no dejar de lado los juicios de valor que posicionan a los Incas en el lugar de una herejía producida por la ignorancia del verdadero evangelio. Esta estrategia retórica, por lo general, es la pauta por la que se mueve el criollo al poner de nuevo en valor la historia de los Incas para los nuevos gobernantes del imperio hispano. Es por eso quizá que para José Antonio Mazzotti,

Peralta busca construir en esta narrativa histórica un discurso atravesado por un marcado nacionalismo criollo, que pone a Lima como cabeza de la riqueza española y se enfrenta, como consecuencia de ese mismo nacionalismo, “al centro de poder peninsular y a la amenaza paralela de la “«patria» cusqueña” (60). Y aun cuando la observación de Mazzotti es acertada en gran medida, me parece que hay una extrema sospecha en su aproximación a esta escritura

96 histórica, debido tal vez a la ubicación de este texto en la encrucijada de la historiografía peruanista sobre el discurso criollo, por un lado, y el movimiento nacional inca del siglo XVIII, por otro. En el primer caso, la consideración de que toda enunciación criolla se construye desde un lugar que busca constituir su propia diferencia en contraposición con la peninsular aparece como el aspecto más sobresaliente, pues esa ha sido la vertiente principal de la exploración de la producción discursiva criolla en la crítica cultural latinoamericanista. Pero a su vez, y como parte de esta misma tendencia, se ha observado que las subjetividades criollas también se distinguen del universo indígena debido a esa separación de dos repúblicas que crearon ámbitos diferenciados dentro del espacio social colonial. Si bien esta doble vertiente es del todo acertada en la observación de las subjetividades criollas, en este caso en particular la propia escritura de

Peralta ofrece una serie de indicios que parecen demostrar cierta resistencia a definir estos espacios en términos tan categóricos. Aquí las fronteras discursivas aparecen difusas y marcadas por esa ambigüedad que define al criollismo americano. Consideremos una vez más, por ejemplo, que la decisión de incluir la enunciación de “Inca católico” en la voz indígena no es algo casual, ni mucho menos inocente. No hay inocencia en el lenguaje y, como refiere

Barthes, la escritura no es, de ninguna forma, un instrumento de comunicación: la escritura es, en el mejor de los casos, un desorden que siempre está más allá del lenguaje ( El grado cero de la escritura 27). Es por ello que la ambigüedad que atraviesa la escritura criolla de Peralta se duplica, se triplica, se cuadruplica, pues tanto las figuras de los Incas (lo que incluye a sus textualidades) como la nobleza indígena circulan en el espacio de la ciudad letrada con una licencia que hasta ese preciso momento no se les había otorgado con anterioridad. Un desorden de los signos y de su autorización para circular dentro de las murallas de la ciudad. ¿Qué está ocurriendo exactamente aquí, en este evento en particular? ¿Cuál es la lógica de esta aventura cultural cuyos efectos parecen demostrar cierta apertura a una mayor participación del sector indígena en la esfera de producción simbólica?

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Tal vez, por esa razón, sea importante iniciar con la siguiente pregunta: ¿Qué quiero decir con esta ambigüedad llevada al extremo por parte de Peralta y con la difusa precisión de las fronteras discursivas entre criollos e indígenas, con el desorden de su escritura? Por una parte, que no encuentro tan fácil decidir si Peralta está creando un espacio textual en el que se distingue de modo tajante del universo indígena que propone con su historia de los reyes peruanos. Y esta indefinición se acentúa aún más si consideramos que el pretexto de esta escritura histórica precede a la descripción de una ceremonia oficial en la que los nobles naturales representan a los Incas para honrar, con su performance , no sólo las bodas reales de los jóvenes príncipes, sino además la gloria del imperio hispano. Por otra parte, que mi propia sospecha me lleva a dudar de la equiparación de las agencias o las representaciones del orden cultural con la lógica con que los sujetos operan en el campo social, pues aquí debería proponerse un cuestionamiento de orden teórico para analizar un evento como este y pensar mejor su lugar en cultura colonial.

Me parece necesario insistir también en ese axioma post-estructuralista sobre el lenguaje que incide en su falta de claridad, en su enorme capacidad de aparecer oscuro, nada evidente, pues encierra en sí “la naturaleza esencialmente inestable de la significación” (Selden et al. 186). Considerando este aspecto capital, quisiera precisar que no pretendo situar mi propia lectura en el extremo opuesto de un nihilismo lingüístico, que apele a la oscuridad de la significación y asuma que nada tiene sentido. Como señala Jonathan Culler, una de las características fundamentales sobre el sentido y el lenguaje es que “el significado se funda en la diferencia” ( Breve introducción 72). Es precisamente ahí, en la búsqueda de una diferencia del significado del texto, donde encuentro algunas dificultades para definir los espacios precisos en los que se mueve Peralta, pues esta consideración puede aparecer como un molde que no problematiza los múltiples niveles de significación de una escritura que no ha sido bien comprendida o, en el mejor de los casos, no ha sido comprendida del todo. ¿Cómo explicar,

98 por ejemplo, la repentina puesta en marcha de una escritura de la historia de los Incas que se sale del libreto establecido para estos textos oficiales, semi-burocráticos, que deben describir ante todo la sucesión de acciones en este tipo de celebraciones? ¿Cuál es el sentido de su diferencia no sólo respecto de otros textos del mismo género sino dentro de sus propios límites textuales? ¿Es suficiente asumir que debido a su naturaleza criolla este texto constituye su diferencia tanto respecto de lo peninsular como de lo indígena sin ningún tipo de matices?

Volvamos al texto para explorar estos aspectos centrales en la argumentación de este capítulo. Consideremos por un momento, siguiendo a Mazzotti, las fuentes que emplea Peralta para el diseño de su historia de los Incas. Estas son, en lo fundamental, los Comentarios reales (1609) del Inca Garcilaso, y el Memorial de historias del Nuevo Mundo Perú (1630), de

Buenaventura de Salinas. 55 También aparecen, aunque en menor medida, la Historia Natural y

Moral de las Indias , del jesuita Joseph de Acosta; La historia del descubrimiento de las Indias , de Agustín de Zarate; Las Décadas , de Antonio de Herrera; La crónica moralizada de la orden de San Agustín , de Antonio de la Calancha; y Las repúblicas del mundo , de Jerónimo Román.

Estas elecciones historiográficas dentro del archivo colonial responden a un criterio de compulsa de fuentes que se sustenta también en una epistemología bastante definida en la construcción de la autoridad del historiador. Criterio que define la autoridad histórica desde un particular énfasis en la importancia del testigo que ve y escucha, por encima de los historiadores que escriben usando fuentes o recursos de segunda mano y omiten este método. 56 Esto se observa con claridad en un pasaje en el que Peralta discute el origen de los Incas y compara

55 De Buenaventura de Salinas dice Mazzotti: “interesa extrapolar dos intertextos que revelan otra vez la manipulación criollista de Peralta: por un lado, la presentación de las edades preincaicas en los mismos términos de las cuatro edades Huari Uiracocha, Huari Runa, Purun Runa, y Auca Runa hasta Manco Cápac, «origen de sus vltimos Monarcas (desde quien procede entero el Real Tronco que cortò la voluntad del Cielo)» (f. s. n.). Se contará, entonces, «el pryncipio y succession» de los incas, porque «ay memoria mas segura» (ibid.)” (63). 56 De acuerdo con Donald Kelley, este criterio que “emphasized the importance of eyewitness testimony over the seconhand fabrications of armchair historians” es de origen ciceroniano y circula nuevamente dentro de la historiografía del Nuevo Mundo en la escritura de Las Casas. Véase: Kelley, 1998: 158.

99 distintas versiones sobre su mitohistoria 57 , los motivos de su encumbramiento como monarcas y las formas de sucesión del poder monárquico. Así, en primer lugar, refiere que…

… la belleza del rostro, y la forma del traje, extraordinaria en el País, fueron

todos testimonios bastantes a la credulidad, para pasarse a Religión, y hacer

punto de fe la obediencia con que le aclamaron Monarca de su Imperio,

venerándole verdadero hijo del Sol. Menos razón tuvieron para creer a Hércules

hijo de Júpiter, a Eneas de Venus, a Rómulo de Marte, y del mismo Sol al sabio

Orpheo de los Antiguos ( Júbilos de Lima f. s. p.)

Junto con la estrategia de comparar la historia andina con la de la antigüedad clásica, que se puede identificar con mucha facilidad en este pasaje, aparece también la referencia a una serie de aspectos decisivos que forman parte de la escritura de la historia formada en la tradición renacentista, desde cuyo humanismo se considera la historia como una historia de la cultura, esto es, como una historia que conduce a los hombres de la barbarie a la instauración de leyes, la producción intelectual y artística, la organización de un aparato estatal, entre otros aspectos, todo lo cual conduce en última instancia a la búsqueda de la “verdadera sabiduría”

(vera sapientia ), que para los historiadores Marsilio Ficino o Pico della Mirandola consistía en la plena consecución de la “filosofía cristiana” (Kelley 152-156).

Luego compara las distintas versiones del origen mítico de los Incas, así como las referencias al modo de sucesión del trono, de modo que concluye:

Pero siendo entre todas la más recibida, la que en primer lugar se ha dicho, la

seguimos, contentándonos con la uniformidad con que todas concuerdan,

señalando por principio de esta estirpe al referido Manco Capac, y por lugar

57 Cabe anotar que, según observa Kelley, entre los siglos XVI y XVII algunos historiadores como Vossius consideraban que “history began with “mythistory”” (192). Peralta tiene una plantilla muy bien definida en cuanto a la escritura de la historia formada en un amplio conocimiento de la tradición humanista de su momento.

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primero de su salida el de la cueva de Pacarictambo; principalmente las que dan

dos Historiadores, los cuales deben preferirse el uno por la recomendación del

materno origen (…), y el otro por la de haber seguido la información, que por

Real orden se hizo inmediatamente a la Conquista de los históricos sucesos de

estas Indias ( Júbilos de Lima f. s. p.).

Evidentemente, la autoridad construida sobre la base del “materno origen” es la que corresponde al Inca Garcilaso, quien obtiene ese beneficio por su condición mestiza, en la que el linaje materno indígena garantiza un carácter fiable en la escritura del historiador cusqueño.

El otro historiador autorizado por Peralta es nada menos que el jesuita Joseph de Acosta, admirador de “las civilizaciones mexicana y peruana”, como apunta Edmundo O’Gorman

(“Prólogo”, XXXIV). No considero que este uso de fuentes específicas, que el propio Peralta se encarga de autorizar, sea una pura casualidad. Tenemos a dos cronistas extraídos del archivo colonial que se alinean bajo una característica principal: una visible admiración hacia la civilización Inca y su consiguiente legitimación a pesar de todos sus errores. Así, por ejemplo,

Acosta refiere que los Incas (y los Aztecas) constituyen el nivel más elevado y complejo de gobierno en el Nuevo Mundo, que es el de “reino o monarquía”, en comparación con los otros dos órdenes de organización del gobierno que son las “behetrías o comunidades” y el gobierno totalmente “bárbaro” ( Historia natural 340-341). Eso significa que los únicos portadores de civilización fueron los Incas, como también apuntase el Inca Garcilaso, por ejemplo, en el capítulo XXI, del libro primero, de la primera parte de los Comentarios reales , en el que pone

énfasis en las enseñanzas de Manco Cápac, primero de esa estirpe real en instruir a los naturales en “urbanidad, compañía y hermandad que unos a otros se habían de hacer, conforme a lo que la razón y ley natural les enseñaba, persuadiéndoles con mucha eficacia que, para que entre ellos hubiese perpetua paz y concordia y no naciesen enojos y pasiones, hiciesen con todos lo que quisieran que todos hicieran con ellos, porque no se permitía querer una ley para sí y otra

101 para los otros” ( Comentarios reales 48). Es decir, los Incas fueron quienes construyeron un modelo de vida urbana, colectivo y comunitario, el cual de acuerdo con un cuerpo de leyes garantizaba la convivencia armónica y pacífica. El mismo Peralta escribe líneas más adelante, de acuerdo con esta estrategia de escritura, que los Incas aseguraron “a sus pueblos la religión con templos, y la corona a sus descendientes con sus leyes” ( Júbilos de Lima f. s. p.), estableciendo en términos garcilasistas uno de los mayores logros del imperio de los reyes andinos: el de haber preparado el terreno para la llegada de los españoles. Pero quizá aún más importante es que ante la mirada erudita de nuestro historiador tanto el Inca Garcilaso (a quien se refiere en algún momento como “ilustre y patrio Autor”) como Acosta se convierten en fuentes de una verdad histórica que ilumina con corrección el pasado de los Incas, y en razón de esa cualidad de suma importancia en la obra de estos cronistas es que resultan autorizados en la escritura del criollo.

Esta importancia del conocimiento del archivo, en el caso de Peralta, también ha sido observado por Jesús Pérez-Magallón, quien además relaciona a nuestro historiador con la tendencia historiográfica española de los novatores de los siglos XVII y XVIII

(particularmente, Nicolás Antonio y Gaspar Mendoza Ibáñez de Segovia, marqués de Modéjar) para explicar la escritura de su monumental Historia de España vindicada (“Reconstrucción de la historia” 135-136). Es precisamente esa influencia, cuyo énfasis en la erudición del manejo de fuentes se proponía como parte de un método en la búsqueda de una verdad histórica sobre la base del hecho documentado, la que va a permitir a nuestro erudito autorizar al Inca

Garcilaso y a Acosta, debido a su cualidad de testigos y recolectores de los archivos orales indígenas. El mismo Peralta apuntaba que “[n]o haber discurrido personalmente el país de que se trata para su descripción y sus sucesos, no haber reconocido lo archivos, son defectos que desde luego se pasan del accidente del lugar a la sustancia de la obra. ¿Quién puede delinear un cuerpo que no ha visto? ¿Quién erige una fábrica sin los materiales que requiere, ni quien

102 funda una acción sin los instrumentos que la prueban?” ( Historia de España vindicada 31).

Este aspecto, como se desprende de la cita, es de una importancia decisiva en la escritura de la historia, ya que modifica por completo la naturaleza de la obra y define la autoridad de quien la escribe. Y aun cuando la escritura de Peralta no constituye un verdadero aporte historiográfico sobre una sección de la historia andina (razón por la cual quizá nadie le ha prestado demasiado interés), su historia de los Incas se inscribe en una lógica erudita y humanista que ordena los hechos sobre la base de una compulsa de fuentes, pues la historia se concibe, si seguimos a Paul Hazard, como “una escuela de moral, un tribunal soberano, un teatro para los buenos príncipes, un cadalso para los malvados” (Cit. por Pérez-Magallón

137). 58

Considerando, entonces, la forma en que Peralta se aproxima y hace uso del archivo colonial (y de las fuentes que autoriza, desde luego), volvamos a la secuencia de la genealogía real andina, pues tras Manco Cápac, los elogiados son los reyes Incas Sinchi Roca, de quien dice que fue “dotado de todo aquel talento, y valor” que el naciente imperio “necesitaba para su firmeza y extensión”; y también Lloque Yupanqui, cuya importancia en la escritura del criollo radica por haber sido el que inició el modelo de conquista que seguirán sus sucesores:

Los laureles militares, aunque no todas veces son legítimas pruebas de la

excelencia de un soberano, porque los suele arrancar violenta la injusticia,

cuando los cultiva magnánimo el valor, son los mejores testimonios de su gloria.

Así, los que obtuvo este rey en las grandes conquistas que hizo de grandes

provincias, lo califican de hazañoso. Eran los principales caracteres de estos

Monarcas la religión y la benignida d: con que en todas sus empresas era

58 La cita original, incluida en el artículo de Pérez-Magallón, es: “l’histoire est une école de morale, un tribunal souverain, un théâtre pour les bons princes, un échafaud pour les mauvais”. La traducción es mía.

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unos oradores armados, que comenzaban con la razón, lo que amenazaban

con la fuerza (Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío)

Fiel a su formación humanista y al amplio conocimiento de las corrientes historiográficas de su época, Peralta reconoce que en la escritura histórica no basta el registro de los meros logros militares, sino que es de suma importancia incluir una perspectiva moral, formada en ese humanismo de corte renacentista, que separa a los hombres civilizados de los bárbaros. Y por ello establece ese vínculo indisoluble que debe existir entre el éxito militar y las virtudes magnánimas de un buen gobernante, como ocurre en el caso de Lloque Yupanqui.

Pero esa magnanimidad se canaliza a través de una virtud muy precisa: la invocación de la palabra, esto es, el prestigio de la capacidad oratoria o, mejor aún, el uso adecuado de la persuasión a través del discurso en el orden de lo político. Pues de acuerdo con Peralta, los

Incas fueron antes oradores que conquistadores, a cuya cualidad se suma la bondad que los caracterizaba y su deseo generoso de imponer la religión. Es interesante observar también que junto con esta apología de los Incas, la importancia del uso de la razón y la palabra (dos cualidades que definen a la clase letrada) traen a colación la idea retórica de la “voz de las repúblicas”, que el mismo Peralta enunció en el certamen poético con el que fue recibido el virrey Marqués de Castell dos Rius en la Pontificia Universidad de San Marcos, en 1707; y que de acuerdo con Rodríguez-Garrido hace uso de la metáfora de la república como cuerpo, “pero en lugar de resaltar la cabeza como un todo que gobierna el cuerpo y de asociarla al monarca o al gobernante, como era convencional, Peralta subraya el dominio del lenguaje como expresión del entendimiento humano y, en términos políticos, asocia éste a las universidades”

(253-254). La universidad es el espacio natural, por antonomasia, de los letrados; y a pesar de que la universidad no es aquí el pretexto del reclamo por la palabra en su función del mantenimiento del poder, hay una cierta reminiscencia que no puede dejar de asociarse en el

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énfasis que pone Peralta en las figuras de los Incas, emperadores que anteponen el dominio del lenguaje a la fuerza militar o el recurso de la violencia. 59

Algunas líneas más adelante, la apología de Peralta retoma el mismo aspecto crucial abordado por el cronista mestizo poco más de un siglo antes, a saber, el de la religión entre los

Incas. Peralta escribe:

Adoraban en lo interior una Suprema Causa, a quien sin imagen alguna daban

superior y más íntima veneración y llamaban alma o el que anima al mundo

(que esto dice el nombre de Pachacamac que le daban […]), pero ignorantes

mezclaron el esplendor y las tinieblas. No usaron los sangrientos sacrificios

humanos, de que algunos los culpan, porque antes los desterraron en cuanto

conquistaban. (…) En fin, hace gran lástima ver toda la bondad de una ley

natural malograda con solo un error (Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío).

No puede dejar de observarse en este pasaje que el criollo también defiende ese encuentro intuitivo de los Incas con el Dios de la religión cristiana, con el “verdadero Dios

Nuestro Señor”, como escribe el propio Inca Garcilaso. De acuerdo con el cronista mestizo, a cuya autoridad recurre constantemente el criollo, “los reyes Incas, y sus amautas , que eran los filósofos, rastrearon al verdadero sumo Dios y Señor Nuestro que crió el cielo y la tierra (…) al cual llamaron Pachacamac; es nombre compuesto de pacha , que es mundo universo, y de camac , que es animar; (…) Pachacamac quiere decir el que da ánima al mundo universo, en toda su propia y entera significación, quiere decir el que hace con el universo lo que el ánima con el cuerpo” ( Comentarios reales 43). Garcilaso propone definir el vocablo Pachacamac como alma que anima el universo y así lo sugiere también Peralta, quien además termina por

59 Renee Gutiérrez observa también que en el poema épico Lima fundada , Peralta “rewrites the identity of the martial Pizarro into that of an accomplished diplomat who only resorts to military action when politics fail. The Spanish becomes a man-of-letters who battles with his intellect more than his sword. This new pacifist hero exemplifies Francis Bacon’s conceptualization of the philosopher-conqueror whose daring feats were to control new knowledge” (307).

105 reconocer que a pesar de esa gran intuición de la divinidad cristiana que los Incas tuvieron, no pudieron llegar a ella y he ahí el error mayúsculo de toda su gloria. Si bien es cierto que no hay novedad en esta escritura, no puede dejarse de lado el acto de reivindicación que, de acuerdo con una epistemología precisa sobre cómo llegar a la verdad histórica, propone el erudito criollo: dentro del conjunto de logros históricos de los antiguos reyes peruanos, amparados en una serie de hechos corroborados desde el amplio archivo colonial, se les juzga de modo desfavorable por uno solo. Reparar la falla que en su origen contiene el juicio moral de esa consideración parece ser también una de las obligaciones de la escritura de la historia.

2.6.- Los Incas como espejos morales .

La historia de los Incas de Peralta no es de ninguna manera “afectación retórica”, para usar una expresión de Riva Agüero, o vano ejercicio para hacer gala de una erudición barroca cortesana. Tampoco es un agregado textual carente de sentido, vacío, que acompaña de modo superficial a los Incas que aparecen en la celebración. Esos Incas representados por primera vez en una fiesta oficial y a los que Aurelio Miró-Quesada considera simples “figuras decorativas y exóticas” (“Ideas peruanas en Peralta” 147). Y no sólo por los ejemplos que se han ido mostrando y que desarticulan incluso posiciones críticas más recientes con respecto a un texto que a pesar de su carácter menor, no deja de iluminar varios detalles sobre las interacciones y la lógica de producción simbólica del campo cultural de este momento en la

Lima colonial. En ese sentido, y a pesar de la lucidez de su propio trabajo crítico y del aporte mayúsculo que ha realizado en los estudios sobre el discurso criollo, no puedo estar de acuerdo con Mazzotti cuando sostiene que Peralta extrae del Inca “sobre todo testimonios del esplendor material de los incas, mientras que poco o mal se aceptará la abundante cornucopia de virtudes con que el autor de los Comentarios baña a sus paradigmáticos y casi atemporales gobernantes cuzqueños” (63). Especialmente, luego de revisar con cierto cuidado los detalles de una

106 escritura que resulta más compleja de que lo que aparenta, y en la que los Incas no sólo son reivindicados desde una poética precisa de la escritura de la historia, sino que además son susceptibles de aparecer como modelos de virtudes, esto es, y para usar con propiedad una expresión común durante este periodo, como “espejos de príncipes”.

Para repensar la lectura que propone Mazzotti en cuanto a la representación histórica de los Incas en el texto del criollo (caracterizada, según apunta, por una negación de sus virtudes), quiero volver brevemente a la obra del Inca Garcilaso y leer a partir de ella la historia de los Incas del propio Peralta. El historiador Mark Thurner (2012) ha propuesto que los

Comentarios reales deben ser leídos como un libro escrito siguiendo las pautas del género de escritura del “libro de reyes”. De acuerdo con esta observación, el propósito de incluir las biografías y hazañas de los Incas sigue el tópico ciceroniano de la historia como maestra de la vida ( historia magistra vitae ) que, como también asegura Margarita Zamora, busca

“representar lo ejemplar y motiva al lector —en este caso el rey— a la acción, imitando el ejemplo” (cit. por Thurner 68). Así, las biografías de los Incas no son más que “espejos de príncipes”, esto es, un género de escritura en boga durante el periodo renacentista (aunque de origen medieval), que opera como un “espejo moral” al mostrar las virtudes de estos reyes andinos para oponerse, a su vez, de manera radical a la historiografía oficial, promovida por el virrey Toledo, que consideraba a estos gobernantes como tiranos y, por lo tanto, como ilegítimos emperadores. 60 Por otra parte, Thurner también propone pensar las historias dinásticas coloniales, entre las que incluye la Historia de España vindicada (1730) y Lima fundada o conquista del Perú (1732) del mismo Peralta, como “cartas al rey” que proponen desde su enunciación la presencia atenta de los oídos del rey, es decir “ como si el oído del lejano rey estuviera suficientemente cerca como para escuchar su voz” ( El nombre del abismo

60 Asimismo, en la estrategia retórica que emplea el cronista mestizo para la escritura de la historia de los Incas es posible observar la justificación en la transferencia de la soberanía a partir de la ejecución del Inca , que no aparece como un regicidio, sino como “el cumplimiento de la justicia real en favor de los intereses de los “tronos” del Cuzco y de Castilla, así como los intereses más amplios de la fe” (Thurner 77).

107

90). Estas dos precisiones me permiten considerar la historia de los Incas de Peralta bajo una narrativa histórica —asumiendo, desde luego, que se trata también de una historia dinástica— que busca educar al rey borbón y a los príncipes a través de una mediación textual, que los dirige hacia el archivo peruano. Un archivo al que Peralta recurre para rescatar y autorizar a la figura del Inca Garcilaso, pues se ajusta a la medida de su propia noción de la escritura histórica. Desde ese rescate, Peralta lee la propia historia de Garcilaso bajo la mirada erudita de su época y consigue entender las tesituras y giros textuales del cusqueño para hacer de su propia representación histórica una glosa de la del Inca, donde lo crucial es proponerse también como un espejo moral en el que pueden reflejarse tanto Felipe V como los príncipes. Además, si consideramos el como si en la propuesta de Thurner, esta peculiar representación histórica busca los oídos del rey y los del príncipe Luis Fernando, para guiarlos a través del ejemplo de los antiguos reyes peruanos —siguiendo la propuesta garcilasista— y mostrarles la mejor manera de gobernar aprendiendo del buen gobierno de aquéllos.

Peralta es muy sutil en la forma de poner a estos reyes como espejos de virtudes, pues no deja de señalar al mismo tiempo muchos de sus errores. Con todo, eso no consigue afectar ni mucho menos disminuir el hecho histórico de que los Incas fueron poseedores de virtudes políticas que, siguiendo las mismas pautas de escritura que Garcilaso, los reyes de España podrían emular. Así, por ejemplo, a pesar de las contradicciones que se encuentran en el origen de Manco Cápac, y en la posible relación incestuosa con su madre o hermana Mama Huaco,

Peralta pone énfasis en dos logros civilizadores de este primer gobernante andino: el haber fundado la ciudad del Cuzco 61 y el haberse valido de su origen solar para unificar el culto bajo una sola deidad principal. Lo mismo ocurre cuando se refiere a Inca Roca, hábil conquistador que anteponía la bondad y la misericordia para hacer de los nuevos súbditos verdaderos

61 Señala Millones-Figueroa que la ciudad ( polis ) es el elemento fundamental de la civilización occidental, y que esa condición le permitió al cronista Cieza de León considerar la “misión civilizadora” de los Incas en el mundo andino. El Inca Garcilaso, y a través de él, Pedro de Peralta, sigue esa tradición historiográfica que Cieza en gran medida inaugura. Véase: Millones-Figueroa, 1998.

108 servidores del imperio de los Incas, y que por esa misma virtud se le entregaban sin necesidad de llegar a usar las armas:

Más nobles se le acabaron de entregar los Charcas: gente que por parte del sur

se extiende dilatada; en quien, aunque fuerte y valerosa, el conocimiento de la

virtud de la nación conquistadora, y el respeto de su religión, hicieron todo

el triunfo que hubiera sido difícil a sus armas . Recibieron al rey con cánticos

de bendición, haciendo himnos de adoración los que pudieran ser llantos de

ruina. Así se entrega la libertad, cuando se ve que se mejora . Fue Inca Roca

sabio hasta fundar escuelas públicas, en que sus Amautas o Filósofos enseñasen

lo que alcanzaban de las ciencias ( Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío)

Peralta no deja de ocultar su admiración por los Incas, como se observa en la cita, y tampoco deja de ser concesivo en el reconocimiento de sus distintos éxitos, entre los que destaca esa forma peculiar de conquista que apela a la persuasión retórica para conquistar de una manera pacífica. Y este caso es aún más interesante porque son los mismos Charcas quienes se entregan como vasallos no por haber sido persuadidos por los Incas, sino porque saben de las leyes y el buen gobierno de esos generosos reyes, puesto que, como refiere Garcilaso, “a los vasallos trataban como a propios hijos, y no como a súbditos” ( Comentarios reales 201).

De ahí que Peralta sugiera que el sacrificio de la libertad sólo es aceptable cuando el trato que se va a recibir por parte del nuevo soberano es el de un padre para con sus hijos. En ese mismo parágrafo, y junto con la conquista militar pacífica de los Charcas, el reconocimiento de las virtudes de Inca Roca como héroe cultural no es casual: Peralta también parece insinuar que no hay buen gobierno sin una promoción del saber, esto es, sin el auxilio de los letrados que, como él, constituyen la fundación misma de todo imperio. La imagen del conquistador/orador de los Incas, que toma de Garcilaso, se ajusta con precisión a la medida de sus propios (y sutiles) reclamos.

109

Uno de los momentos cruciales de esta sucesión de biografías ejemplares es el que corresponde, sin lugar a dudas, al octavo Inca Viracocha. Tras contar los infortunios producidos por la guerra contra los rencorosos Chancas, y el vacío de poder que genera la deserción de su padre Yahuar Huaca, Viracocha no sólo sale triunfador de esa épica batalla, sino además adquiere una capacidad de benevolencia que le permitirá perdonar a sus enemigos sin ningún tipo de represalias. Y si bien es cierto que en algunas de las biografías anteriores a Viracocha

(como las de Cápac Yupanqui o Lloque Yupanqui, por ejemplo), Peralta se muestra ambiguo al escribir desde los intersticios que lo ubican entre la historia oficial y un peculiar revisionismo amparado en su lectura del Inca Garcilaso, en este caso se atreverá a sostener categóricamente de todos los Incas:

No despreciaban estos Reyes a los que se rendían voluntarios, (…) siendo quien

a estos pueblos los obligaba a sujetarse no el temor de la fuerza, sino el

amor a la virtud (Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío).

La cita es clara en un aspecto capital del género de escritura del “espejo de reyes”: es el amor al gobernante el que produce el deseo de vasallaje, no el temor ni mucho menos la fuerza. En otras palabras, una lección que desde el legendario reino del Perú se propone como un modelo de gobernabilidad, en el que el afecto que debe producir el monarca en sus súbditos resulta un aspecto decisivo para el buen gobierno. De este modo, la presencia de los Incas en el discurso cultural no sólo es asumida por quienes presumen formar parte de la nobleza indígena, sino también por algunos representantes de los sectores criollos que vuelven a leer al

Inca Garcilaso (como Peralta) y que permiten estas representaciones históricas en el orden público de la oficialidad hispana.

En ese sentido, Peralta es muy explícito en su elección, pues reconoce en la figura del historiador mestizo un modelo de escritura cuya autoridad se construye sobre dos fundamentos precisos: su incuestionable origen indígena y la forma de organizar las distintas fuentes de que

110 dispone para cotejarlas con la información que recibió de sus propios familiares. Así, cuando el criollo aborda la biografía de Pachacutec, compara las distintas fuentes en las que la construcción del personaje histórico es sencillamente contradictoria. Mientras fray Antonio de la Calancha o Buenaventura de Salinas señalan que este gobernante andino fue un sodomita, siguiendo la tradición historiográfica toledana, el Inca Garcilaso lo muestra “digno de fama por sus hazañas y sus prendas”, además de haber sido quien prohibió ese tipo de prácticas sexuales.

Ante esta contradictoria representación histórica, Peralta concluye que prefiere “entre estos

[historiadores] al que no sólo heredó con la sangre las noticias, sino que las maneja individuales” ( Júbilos de Lima f. s. p.).

Peralta recurre a esa autoridad en aspectos clave dentro del desarrollo de su propia escritura para convertirla a su vez en un dispositivo de crítica moral y política sobre cómo tratar a los súbditos; punto crucial que opera desde múltiples niveles de enunciación, entre los que también se encuentra el de la propia agencia criolla. Junto con la ejecución de la misión civilizadora y su intuición del verdadero Dios a través de la presencia de Pachacamac en su panteón divino, los Incas hacen de su imperio una plétora de virtudes de las que puede aprender cualquier gobernante. Como cuando Pachacutec perdona a los indios Chimú luego de vencerlos, “siendo esta [la piedad] en los ilustres Incas una benignidad guerrera, que parece que sólo vencía para perdonar”, pues “[r]endían, como la razón, para instruir” ( Júbilos de Lima f. s. p.). Rendir para instruir, siguiendo los preceptos de la razón, no sólo hace referencia a una maquinaria gubernamental dirigida por una razón de estado que busca perdonar para avasallar del todo, sino quizá por encima de todo alude a una política del saber que se constituye en una poética del buen gobierno. Política del saber en la medida en que uno se rinde a la razón como a un buen rey, pues ambos educan en el afecto civil y en la política. Para lograr esta condición, el rey debe ser él mismo un letrado o estar rodeado de una corte de letrados que lo instruya en las artes de gobernar. Y aquí nuevamente aparece esa temprana referencia a “la voz de las

111 repúblicas”, en la que los letrados (metonimia de la universidad criolla) constituyen el elemento decisivo para gobernar bien. Es decir, su participación en la estructura estatal del imperio hispano es necesaria para un hacer buen gobierno (de ahí su sentido de poética ), como lo fueron también los amautas en el caso de los reyes Incas del Perú. Sólo así es posible explicar el amplio dominio retórico de estos sabios gobernantes, los cuales hicieron del saber de la persuasión el dispositivo más efectivo para la constitución del poder imperial.

A su vez, Peralta asume el proyecto garcilasista de revertir la imagen de tiranos que los

Incas adquirieron dentro de la historiografía toledana 62 (como, por ejemplo, en la Historia

General llamada Índica de Pedro de Sarmiento y Gamboa), la cual había sido diseñada estratégicamente para justificar la conquista hispana y someter a los indios naturales dentro de un modelo de gobernabilidad que emulaba la tiranía que se le atribuía a los Incas, como sostiene

Lewis Mumford (2011). No cabe duda alguna que el criollo maneja con pericia el archivo colonial y no sólo en el sentido de depósito de documentos y de documentos en sí mismos, ya que junto con esa autorización (y con ella, la omisión) de las fuentes que emplea para escribir su propia historia, aparece algo menos evidente, pero no por ello de menor trascendencia: ese cúmulo de fuentes que selecciona desde una autoridad histórica que el mismo construye es, a su vez, un conjunto de enunciados que le permiten emitir un discurso de la historia (de los

Incas) bastante específico, dotado de una serie de leyes que sustentan esa verdad por la cual apuesta su misma autoridad.

Como refiere Agamben, reflexionando sobre la idea foucaultiana del archivo, este es

“thus the mass of the non-semantic inscribed in every meaningful discourse as a function of its enunciation; it is the dark margin encircling and limiting every concrete act of speech” (cit. por

Merewether 38). Y el propio Foucault señala que el archivo es “la ley de lo que puede ser dicho

(…) no es lo que salvaguarda, a pesar de su huida inmediata, el acontecimiento del enunciado

62 Para el caso de la posición garcilasista con respecto a la historiografía toledana, véase: Brading, 1986.

112 y conserva, para las memorias futuras, su estado civil de evadido; es lo que en la raíz misma del enunciado-acontecimiento, y en el cuerpo en que se da, define desde el comienzo el sistema de su enuncialibilidad ” ( La arqueología del saber 170). En otras palabras, la historia de los

Incas de Pedro de Peralta inscribe también todo lo no dicho, esa parte de la historiografía omitida que construye una imagen negativa de los reyes naturales del Perú y que le permiten definir una escritura en la que, como si, en efecto, se tratara de un marco oscuro, se circunscribe con precisión el discurso de la historia que le es permitido volver a enunciar. Si bien es cierto que el polígrafo criollo no aporta nada nuevo en términos historiográficos, de acuerdo con la tradición de los novatores , como sugiere Pérez-Magallón, no puede decirse lo mismo de las elecciones que hace de aquellos textos que forman parte del archivo colonial. Aun cuando

Foucault define los discursos como entidades que no dependen de los autores, sino que se rigen por leyes intrínsecas que permiten su enunciabilidad, creo que en este caso es importante reconocer la agencia de Peralta al decidir escribir una historia de los Incas en un texto donde no le correspondía aparecer. En esa misma vía, rescato también sus propias elecciones historiográficas, que definen su postura sobre la discusión de la tiranía de los antiguos monarcas cusqueños y, en consecuencia, sobre la validez de la conquista española.

Casi al final de esta digresión histórica que Peralta exhibe al mismo tiempo como un ejercicio de erudición humanista, la narración debe seguir con el desarrollo lógico del traslado del poder de los Incas a los reyes de España, estableciendo, así, por segunda vez, una idea garcilasista, aunque asumida esta vez plenamente por el criollo. La idea de translatio imperii en la escritura del limeño sigue en lo sustancial la historia del Inca Garcilaso sobre el último deseo del Inca Huayna Cápac, quien antes de morir confesó el vaticinio del dios Sol sobre el final el gobierno de los reyes Incas cuando estos llegasen a doce (siendo él mismo, en efecto, el duodécimo gobernante), y el consiguiente arribo de los españoles (“gente nueva y desconocida en estas partes”, según pone Garcilaso en las palabras del monarca andino) que

113 debía ser aceptada y que los “recibiesen obedientes, como hombres en todo ventajosos”, según apunta Peralta. Esta fue la razón, prosigue el criollo, por la que los naturales peruanos se rindieron ante los españoles, pues la veneración que tuvieron por Huayna Cápac fue el motivo más eficaz que dispuso “los ánimos de los peruanos para su rendimiento”; de modo tal que sólo a partir de esta condición se “pudo hacer sucesión de la conquista” ( Júbilos de Lima f. s. p.).

Es por eso que quizá el momento más importante en el texto de Peralta en relación con la idea de translatio corresponde al siguiente pasaje, que además concluye con la relación de la genealogía de los reyes andinos dentro de la descripción de los reales esponsales:

Así acabaron aquellos Monarcas; de cuya mano paso a España, por orden

aun del más grande de ellos mismos [es decir, de Huayna Cápac] , su Imperio;

tan glorioso, que su virtud y buen gobierno (testificado aun por los mismos

(…) que lo conquistaron) hacen creer, si se atiende a lo eterno, que no fue

castigo, sino premio; no pérdida, sino adelantamiento su mudanza . Así

fenecieron sus heroicas vidas: pero para restituirse a mayor fama, parece que

han querido, lo que no pudieron ofrecer presentes, consagrar pasados, porque

ningún quedase sin parte de esta gloria. Todos juntos va[n] ahora a verse como

formaron una Pompa, en que fueron a un tiempo los triunfantes y rendidos ;

tan magníficos, que pudieron los originales, que animan la verdad

histórica, quedar envidiosos de las copias, que adornaron las festivas

muestras . Dedicaron así al heredero del Grande Inca Español , y al hijo del

más Augusto Sol, el mayor homenaje de su júbilo , y las mejores víctimas de

su adoración ( Júbilos de Lima f. s. p.; énfasis mío)

Fue el deseo de los propios Incas lo que hizo posible la conquista y el imperio español en la América peruana, y no la superioridad de las armas, ni las estrategias militares de los conquistadores, ni mucho menos el poderío imperial hispano. La sucesión aquí es una legítima

114 traslación ordenada por Huayna Cápac debido al reconocimiento de la superioridad moral de los españoles, lo cual se remite en lo fundamental al conjunto de sus leyes y a la religión católico-cristiana. Al rememorar las conversaciones con su tío (“aquel Inca viejo”), el Inca

Garcilaso pone en boca de su tío el siguiente testimonio: “Estas palabras que nuestro Inca nos dijo (…) fueron más poderosas para nos sujetar y quitar nuestro imperio que no las armas que tu padre y sus compañeros trajeron a esta tierra” (Comentarios reales 355). En efecto, esta es la idea que Peralta inscribe en su propia narrativa para enfatizar el deseo propio de estos antiguos reyes de ser sometidos para engrandecer el imperio de sus antepasados. Se trata, así, de una lección que la historia muestra a los gobernantes borbones y articula, en gran medida, desde esa pedagogía, una crítica velada al imperio español, pues si estos antiguos monarcas pusieron en sus manos el grandioso imperio que el criollo elogia, a pesar de su falta de conocimiento de la religión cristiana, son ellos, los reyes de España, quienes deben hacer justicia a ese acto de magnanimidad que Huayna Cápac realizó al pedir el sometimiento pacífico a sus propios súbditos.

La fiesta real constituye, ciertamente, ese espacio ideal de renovación de los pactos de fidelidad entre unos y otros; entre peruanos (criollos e indios nobles) y españoles, desde ambas orillas del orbe, pues sólo así se entiende esta digresión que vuelve a poner en valor —desde una epistemología precisa que indaga en la verdad de la historia— el ejemplar buen gobierno, las obras motivadas en el bienestar público y la puesta en práctica de un conjunto de leyes motivadas por el imperio de la razón, de quienes fueron los reyes naturales del Perú. Eso explica a su vez la presencia de esos reyes del pasado, que se rinden triunfantes ante el “Gran Inca

Español” Felipe V y sus descendientes, pues desde los canales de producción simbólica de la ciudad colonial se pretende enunciar una vez más la estrecha conexión que hay entre el Perú y

España. Es decir, entre dos imperios que ahora son uno, y que el rey Felipe V debe reconocer como base de su poder económico y, por encima de todo, político. En esa proyección que desde

115 el campo de producción cultural une tanto a criollos como a indígenas de la nobleza, Peralta asume plenamente una idea de translatio imperii que, como se ha visto en el primer capítulo, convierte al rey de España también en un “Inca español” o en un “Inca católico”.

Esta equiparación revela un aspecto sintomático de las múltiples contribuciones que hicieron posible la producción de una práctica discursiva que asimilaba al rey con un Inca, y que legitimaba, desde ese símil, el carácter noble y justo de los antiguos reyes peruanos. Esa equiparación también es una exigencia política que emerge como una enseñanza de la historia: el rey de España actuar como un Inca, esto es, como un gobernante que actúa de acuerdo con las leyes que deben poner en primer orden el buen gobierno. Para conseguirlo, el Rey debe apelar al amor de sus súbditos, pues como recuerda el propio Peralta sólo la desunión (que se encuentra en el orden de lo bárbaro) debilita el poder. Y en el simulacro de la celebración, finalmente, donde los Incas de la verdad histórica y las copias representadas en los indios de la nobleza crean una ilusión de inmediación 63 (immediacy ) que hace posible la transmisión del mensaje de ofrenda, de veneración, de sumisión y sujeción ante el mismo rey de España (quien también, por efecto de esa misma inmediación, como veremos en el siguiente capítulo, está presente en ese momento, en el momento exacto de la celebración). En última instancia, hace posible la performance simbólica de la traslación del poder, de modo que ahora el reino del

Perú no es sólo reflejo de su poder, es su poder mismo trasladado a esta parte del Nuevo Mundo, es Madrid en Lima o Lima en Madrid, como refiere el mismo Peralta en las páginas iniciales de la descripción de las festividades. En esta mimesis colonial (en el sentido que la da Homi

Bhabha al término) es el rey de España se ve impelido a actuar con la sabiduría de los Incas, esos reyes que a pesar de no haber conocido el cristianismo fueron, sin embargo, monarcas

63 En la página web de “Theories of Medias”, de The University of Chicago, Ariane Weisel define immediacy en los siguientes términos: “While a medium is often depicted as a window onto a vision or an experience, immediacy is the absence of that window and is instead the presence of the viewer within the vision or experience itself. Yet the 'disappearance' of the medium not only affects the viewer, but the producer as well. In fact, the change in emphasis from the immediacy of the experience on the part of the viewer to that of the producer is a key shift in the conception of media over the last hundred years.”

116 notables que “compensaban con la grandeza la ignorancia y amaban la virtud sin conocerla”, como asegura el historiador criollo ( Júbilos de Lima f. s. p.).

2.7.- Conclusiones.

Autorizado plenamente por Peralta, la presencia constante del Inca Garcilaso en su propio texto le permitirá convertir a estos gobernantes en los cuerpos simbólicos en los que pueden reflejarse —desde esa ejemplaridad histórica acotada por el mestizo y suscrita por el criollo— tanto el rey Felipe V como los príncipes borbones. Al mismo tiempo son los artefactos retóricos de una enunciación criolla que se apropia de la historia andina y constituye un locus de enunciación donde el Perú, desde la perspectiva de un nacionalismo pre-ilustrado que conjuga lo hispano y lo indígena, contiene también una serie de lecciones dirigidas al monarca español sobre el buen gobierno, que podrían contribuir a una mejor administración del imperio hispano. Y no sólo en relación con los territorios, sino ante todo con respecto a los súbditos, ya que, de lo contrario, como sostiene Juan Ginés de Sepúlveda en su Del reino y los deberes del rey , se convierte el reino en una tiranía y el rey en un tirano a quien define como un “enemigo público”, que en está en constante “guerra con sus súbditos” (cit. por Millones-Figueroa 95).

Podría pensarse aquí que esa conjugación criolla con un episodio de la historia andina forma parte de esa tendencia de apropiación discursiva que ciertos sectores criollos hicieron con respecto a lo indígena, como refieren Pagden o Higgins, dejando fuera, sin embargo, a los indígenas reales de carne y hueso, un poco al estilo de lo que poco más de un siglo después harán los criollos peruanos dentro del contexto republicano: “Incas sí, indios no”. Tengo cierta sospecha en relación con ese carácter irreconciliable que se asume casi categóricamente en la subjetividad criolla respecto de sus relaciones con el universo indígena, pues si nos remitimos al propio texto encontramos una serie de indicios que parecen mostrar un episodio inusual dentro de la constitución de esa subjetividad. Al menos durante este momento y de manera

117 concreta en el ámbito limeño. Se trata de una apertura dentro de la ciudad letrada que hace posible el ingreso de los Incas del pasado y se permite al mismo tiempo que los indígenas de la nobleza (o los “mestizos reales”, si seguimos a O’Phelan) manifiesten su presencia dentro de determinados espacios de producción simbólica.

Si nos remitimos de modo exclusivo a la historia de los Incas de Peralta (que nos pone en el centro mismo de la subjetividad criolla), podría argumentarse que el polígrafo sanmarquino no compromete su escritura en la defensa de ninguna causa indígena, que no forma parte de esa tendencia cultural que se ha denominado “nacionalismo inca”, que no se puede demostrar ningún vínculo concreto entre los intereses de Peralta y los intereses de la nobleza indígena, pues aquél ha sido asociado en lo sustancial por la crítica literaria y la historiografía peruana del dieciocho con los intereses criollos e hispanos, razón por la cual se le ha criticado la ausencia de una reflexión más amplia sobre la historia peruana o “la profunda vocación adulona y fidelista” (Mazzotti, “La invención criolla” 65). Sin embargo, aun cuando el peso de estas objeciones podría caer sobre mi propio intento de volver a leer este texto a través de una descripción algo más densa, y mediante la cual he tratado de mostrar que Peralta usa a los Incas como “espejos de príncipes”, reivindicando sobre todo sus virtudes gubernamentales. En ese sentido, me parece necesario mirar hacia otro texto donde el clamor en la defensa de los indígenas por parte de Peralta es mucho más evidente.

En un ya clásico artículo sobre el “Doctor Océano”, Aurelio Miró-Quesada muestra que

Peralta es autor de la Relación de Gobierno o Memoria64 del virrey Don Jose de Armendáriz,

Marques de Castelfuerte (virrey del Perú entre 1724 y 1735) para proponer una lectura sobre las “ideas peruanas” que despliega en este texto inusual dentro de su haber. De manera específica en relación con los indígenas, Miró-Quesada refiere que de “todos estos pobladores,

64 Miró-Quesada hace uso de un dato que Guillermo Lohmann Villena recoge del manuscrito original ubicado en la Biblioteca Nacional de Madrid, y en cuya “Advertencia” preliminar se señala que el virrey encargó ese trabajo “al sabio e incomparable Doctor Don Pedro de Peralta y Barnuevo” (147).

118 quienes sustentan en verdad el edificio económico del Reino son los indios; ya que —como dice la Memoria — no hubiera españoles o clase dirigente «sin riqueza, riqueza sin minas, ni minas sin indios que las trabajasen»” (“Ideas peruanas en Peralta” 149). Y aun cuando se muestra reticente a reconocer que uno de las dificultades indígenas más urgentes reside en la

“mita minera”, sí reconoce, por el contrario, que el problema más serio es el de la “dominación política” originada en “el traspaso que hacen los conquistadores del mundo, de la estimación, de la riqueza, de la abundancia y lozanía a la nación conquistadora” (“Ideas peruanas en

Peralta” 149).

De cualquier forma, esta situación hace aún más compleja la lectura de la historia de los Incas de Peralta, así como su ubicación precisa en un contexto de producción cultural, puesto que no sólo concilia su enorme erudición con la escritura de una historia que vuelve a posicionar a los monarcas andinos en el lugar de lo ejemplar. Al mismo tiempo, su escritura contraviene a la historiografía toledana cuyo impacto fue notable no sólo en las maneras de escribir la historia de los señores naturales del Perú, sino, además, en las formas de hacer política dentro del espacio social de la colonia. Formas de hacer política que concibieron en la tiranía un modelo de dominación necesario para el control total de la masa indígena (Mumford

61). En contra de esa política que llegó a emular la tiranía contra los sectores indígenas parece alzarse la voz de Peralta, brillando, en consecuencia, dentro de las letras criollas del siglo XVIII peruano bajo una nueva luz.

119

CAPÍTULO III Hacia la constitución de un sujeto político andino: memoriales, escritura, historia y nación étnica en la “república de indios” peruana, siglo XVIII

La presencia de la nobleza indígena en las fiestas oficiales hizo posible su ingreso dentro de los circuitos de producción cultural de la ciudad letrada , aunque sensu stricto no formaba parte de ella. Rappaport y Cummins (2012) observan, desde la indagación en los archivos notariales, que los indígenas se integran en el ámbito letrado desde un “más allá”, pues junto con la agencia de la escritura en cuestiones pertinentes dentro del ámbito legal, las poblaciones indígenas coloniales concebían las tecnologías del registro de la memoria (como la lectura o la escritura) de una manera mucho más compleja. Esa complejidad obedece a una consideración de la importancia de la visualidad dentro de las múltiples posibilidades de registro que tenían las poblaciones indígenas, para lo cual usaban soportes del todo diversos como los textiles, los diseños abstractos inscritos en los textiles o los keros , esos vasos ceremoniales cuya continuidad se prolonga desde el periodo incaico hasta la época colonial.

Precisamente, esa importancia de la visualidad andina hace de las performances de la historia de los Incas en la fiesta colonial una manera de crear memoria, un modo de diseminar saberes contenidos en textos y en los recuerdos de su gentílica monarquía, una forma de registrar en el tejido cultural andino la importancia de sus pactos de fidelidad con los lejanos reyes de España.

Así, esa presencia legitimada dentro del orden oficial de las figuras históricas de los Incas, transmutada en sus descendientes, en los indígenas de la nobleza colonial, vuelve a poner en circulación una serie de ideas, de textos, de discursos sedimentados en el campo de producción cultural de los Andes del Perú colonial. Es por eso que, desde mi perspectiva, la participación indígena en la fiesta oficial resulta clave en el proceso de configuración del “movimiento nacional inca” de este periodo, el que no puede restringirse de manera exclusiva a la nueva circulación de los Comentarios reales del Inca Garcilaso o a ese conjunto de pinturas coloniales

120 con los retratos de la nobleza indígena (Rowe, 1976; Macchi, 2011). En efecto, el ingreso exclusivo y excluyente de la nobleza indígena en los circuitos de producción cultural del siglo

XVIII fue decisivo, porque hizo posible también la acumulación de un capital cultural necesario para emprender proyectos paralelos o simultáneos, de carácter mucho más amplio, como los que veremos en esta sección, y en los que la escritura fue del todo fundamental.

En el presente capítulo intento explorar las trayectorias en la constitución de un sujeto político andino necesario para la articulación de una serie de demandas que buscan llamar la atención del monarca español, de modo tal que se pudieran generar cambios en el espacio social en favor de la nobleza indígena y los indios en general. Esta idea de comunidad, en la que nobles e indios del común conforman un solo cuerpo, no surge como algo dado, sino que es parte de un proceso que se va constituyendo de modo progresivo en la escritura de los memoriales indígenas, entre los que destacan, por su complejidad en la elaboración de un

‘nosotros’ andino, el Manifiesto de los agravios, bexaciones y molestias que padecen los indios del Reyno del Perú (1732) de Vicente Mora Chimo y Representación verdadera y exclamación rendida y lamentable que toda la Nación Indiana hace (1749) de Fray Calixto de San Jose

Túpac Inca. Sostengo, así, que mientras los esfuerzos anteriores al siglo XVIII inciden en reivindicar a pequeños grupos de la nobleza descendiente de los Incas en detrimento de la mayoría indígena, sólo a partir del siglo XVIII es posible observar un sujeto político que, a pesar de sus múltiples contradicciones, constitutivas de una subjetividad que emerge desde la mímesis colonial (Bhabha, 2002), consigue enunciar una voz que representa a la nación indiana. Esa voz, que canaliza primero el reclamo y que luego se propone como una intervención en la dimensión soberana, se dirige a los oídos del lejano monarca en la otra orilla del Atlántico.

En esta genealogía del sujeto político andino colonial también observo una formación discursiva que, desde los Andes coloniales, muestra la circulación y vigencia de un conjunto

121 de ideas relacionadas con una crítica al orden colonial, tal como aparecen planteadas en autores como Bartolomé de las Casas, el Inca Garcilaso y Guamán Poma de Ayala. 65 Esta consideración hace posible pensar en un campo de producción simbólica cuya dinámica otorgaba la autoridad cultural necesaria para los posicionamientos de sus agentes respecto a la presencia hispana en los Andes peruanos. Y esto fue de gran importancia para la articulación de sus reclamos y agencias políticas, puesto que daba forma a una serie de discursos en los que se trasladaba una subjetividad que inscribía a su vez la experiencia colonial andina.

En ese proceso, que va constituyendo un discurso de unidad corporativa, la importancia que la escritura adquiere entre la nobleza indígena aparece como un signo de su propio prestigio dentro del orden colonial. Esto proviene de la educación que estas élites indígenas comenzaron a recibir a lo largo del siglo XVII a pesar del rechazo de españoles y criollos, y también a pesar de que las perspectivas sobre la educación para los nobles indígenas y para el Rey eran completamente diferentes. Mientras que para el Rey se trataba de un descargo de conciencia o un modo de agilizar la extirpación de idolatrías, las élites andinas buscaban equipararse con las

élites dominantes y hacer viable el sueño garcilasista de un reino mestizo en el que las dos

élites gobernaran en armonía, como apunta Alaperrine-Bouyer (La educación de las elites indígenas 296-297). Es importante observar, entonces, en la escritura no sólo la posibilidad de otorgar autoridad cultural, sino de hacer posible una agencia que contribuyera a transformar, con ese prestigio adquirido, las condiciones sociales de sus mismos agentes. La escritura en tanto tecnología del poder (esa condición del orden colonial mismo, fundamento de la ciudad letrada ) fue una herramienta que la nobleza indígena empleó con eficacia para ubicarse de manera legítima en espacios desde los cuales habría de reclamar por los avatares de su

65 El caso de Guamán Poma es interesante porque la Nueva corónica , el objeto, el libro, no circuló del mismo modo que los Comentarios reales o la Brevísima relación de la destrucción de las Indias . Sin embargo, es digno de observarse muchos puntos de encuentro entre las ideas y referencias políticas de los memoriales y aquellas que se encuentran en ese texto en particular. Por otro lado, esto también ha sido observado en este mismo trabajo en relación con la carta de Juan Núñez Vela de Ribera de fines del siglo XVII.

122 condición colonial. Una estrategia que señala también las urgencias puestas en práctica por una nobleza indígena consciente del poder de la letra para obtener determinados beneficios reales.

En gran medida, se trata de una revolución silenciosa que paralelamente a las rebeliones indígenas —que empezaban a canalizar el malestar de otros sectores de la “república de indios”

— se muestra como una posibilidad legítima dentro del orden imperial y católico.

3.1.- Construir una “nación étnica”: Memoriales, memoria, agencia e identidad indígena en el siglo XVIII. Luego de un periplo de varios meses, que se hizo del todo complicado debido a las dificultades que tenían los súbditos ultramarinos para ir a España (especialmente los que tenían ascendencia indígena), el 23 de agosto de 1750 Fray Calixto de San José Túpac Inca fue en busca del rey Fernando VI para entregarle un documento en el que se registraban una serie de reclamos contra el abuso de los españoles hacia los indígenas. Fray Calixto cuenta en una carta todas las dificultades que él y su acompañante, fray Isidoro de Cala y Ortega, enfrentaron desde su salida del Cusco el 25 de setiembre de 1749 hasta la llegada a la corte de Madrid un año después. Según palabras del propio fray Calixto esto fue lo que pasó:

Habiendo llegado, procuramos con todo empeño el entregarle a Su Majestad,

en mano propia, la “Exclamación” que traíamos a favor de la Nación ; y en

cumplimiento de nuestro deseo, aquella misma noche pasamos al Palacio, y nos

aseguraron que era imposible de poder ver a Su Majestad, sino tales y tales

días, y eso pasando primero por el Consejo, que es lo que nosotros no

queríamos . El día siguiente 23 [de agosto] nos salimos al campo, donde iba Su

Majestad a divertirse en la caza. Y aunque nos habían ponderado mucho la

dificultad que había en ver al Rey y poderle hablar; no obstante, a costa de

riesgos y peligros, aun de la propia vida , le salimos al encuentro, metiéndonos

por entre la chusma de soldados, y le entregamos a Su Majestad (es de advertir

123

que no paró la carroza de Su Majestad, solo sacó la cabeza por dos veces)

nuestro escrito, dicho día 23. Y el día siguiente nos fuimos al Palacio , y fue

con tanta fortuna, que [nos] encontramos con el Señor Secretario de Cámara

de Su Majestad, a quien preguntamos que si sabía algo del dicho escrito; a

que nos respondió que Su Majestad lo había leído y los Señores Ministros

que lo acompañaban, y les había causado gran novedad (Loayza 53; énfasis

mío).

No deja de llamar la atención en la cita la referencia al título del documento entregado al Rey. La “Exclamación”, como refiere fray Calixto, corresponde al subtítulo del documento:

“Exclamación de los indios americanos, usando para ella la misma que hizo el profeta Jeremías a Dios en el capítulo 5 y último de sus lamentaciones”. De modo que el documento entregado al rey no sólo es una enumeración de los males que aquejan a los indios del virreinato peruano, sino que es también una voz que busca ser escuchada por el rey, un grito cuyo fin último es afectar las emociones del monarca español con el sufrimiento real de los indios peruanos. En ese sentido, la referencia al Libro de Jeremías no es gratuita, pues la idea de un lamento por la destrucción de la “nación indiana”, tal como ocurre en el caso de Jeremías con relación a

Jerusalén, no deja de resonar como una letanía que también se proyectará, como veremos más adelante, en el Planctus Indorum. Asimismo, resulta del todo relevante la forma colectiva que adopta esa “exclamación”, pues se trata de la voz de la “nación” que clama por su salvación y que es asumida plenamente por fray Calixto. De hecho, a lo largo de la carta en la que cuenta cómo consiguió entregarle la “exclamación” al rey, el fraile refiere de manera constante sobre la importancia de esta diligencia para beneficio de los indios, para que él pueda verlos (y que ellos se vean a sí mismos) “libres de la tiranía y la esclavitud que padecen” (Loayza 56). Este acto de diligencia que fray Calixto lleva a cabo como un proyecto personal, aun cuando se trata de un asunto vital para una comunidad entera, es ante todo un acto afectivo: el mismo fraile

124 refiere que a pesar de todas las vicisitudes, aun a riesgo de su propia vida, hizo todo lo posible por llegar a las manos y los oídos de rey Fernando VI por “el amor que tengo a nuestra Nación”

(Loayza 56). La resolución de este asunto, entonces, trasciende la esfera de lo individual y canaliza un interés colectivo a través de una voz que al unísono exclama desde ultramar para llamar la atención del monarca hispano. Esta construcción de un sujeto de escritura (la “nación indiana”, como aparece en la portada del documento) no deja al descubierto las múltiples diferencias que, de hecho, formaban parte constitutiva de la república de indios en el virreinato peruano. 66 No obstante, lo relevante aquí es tanto su posibilidad como las estrategias discursivas a las que se recurre para dar forma a una identidad que es necesaria para exigir cambios en conjunto dentro le esfera de lo político, pues las demandas individuales tuvieron poco o ningún efecto. 67 Por último, no deja de llamar la naturaleza de la anécdota y su relación con la agencia indígena: el viaje desde América hasta España como una irrupción inopinada, que toma por sorpresa al Rey, para contarle sobre la lamentable situación que afectaba a toda la república de indios . Tal vez por ello, por esa particularidad de la anécdota, el Rey y su corte hayan mostrado ese interés por la lectura del documento; precisamente, por su carácter de

“novedad”. Es evidente que a pesar de que los abusos de los españoles contra los indios eran conocidos desde la época de Las Casas, la distancia de la corte con respecto a sus dominios de ultramar era una verdadera barrera que impedía una autoridad plena del Rey, pues las Leyes de

66 En la carta, Fray Calixto menciona las discrepancias entre algunos miembros de la nobleza indígena que es necesario resaltar. Así, menciona que entre agosto y noviembre de 1748 hizo un viaje a Jauja y Cusco para mostrar a “nuestros parientes, caciques y nobles” la “Exclamación”, de modo que pudieran contribuir con la causa común de llevarla hasta España. Desafortunadamente, refiere que su trabajo fue en vano, pues “ninguno quiso concurrir” (Loayza 49) 67 Fray Calixto menciona en su carta que los emisarios particulares enviados por algunos nobles indígenas no hicieron lo necesario para velar por los intereses de la nación y que sólo se habían dedicado a cobrar el dinero de aquéllos miembros de la élite andina que les habían encargado resolver sus asuntos en la corte de Madrid. Por ello, Fray Calixto, con tono de reprimenda, apunta lo siguiente: “Lo cierto es, señores míos, que si yo hubiera traído los poderes de vuestras mercedes, muchos pasos hubiera dado ya a favor de nuestra Nación; mas lo que tengo visto es que vuestras mercedes saben remitir poderes para los extraños, que no procuran su bien y alivio, sino la propia conveniencia y utilidad de ellos mismos” (Loayza 54-55). Sintomáticamente, hay una clara semejanza en la construcción de la subjetividad de Fray Calixto con la de Don Vicente Mora Chimo.

125

Indias, que protegían a los “naturales” del Nuevo Mundo, eran desobedecidas de manera constante. Si la fuerza de la ley es, en última instancia, la fuerza de la autoridad, como refiere

Jacques Derrida ( Fuerza de ley 29), entonces la “novedad” provocada en el rey Fernando VI y su corte tras leer la “exclamación” obedece quizá al reconocimiento de que las leyes destinadas a proteger a los “naturales” no eran efectivas en sus dominios americanos debido a esa ausencia de la autoridad real.

Poco después, en esa misma carta, Fray Calixto refiere que por mandato del Rey su acompañante Fray Isidoro de Cala y Ortega fue llevado a la corte para declarar sobre los agravios y abusos que los españoles cometían contra los indios del virreinato peruano. Cala y

Ortega declara y confirma la acusación del documento entregado al Rey en dos ocasiones, una ante el Consejero de Indias y otra ante el Fiscal del Consejo de Indias. El hecho de que no fuera parte de la “nación indiana” garantizaba en gran medida la veracidad de las acusaciones formuladas en el documento y ponían al descubierto el incumplimiento de las leyes dadas para proteger a los indios. Por este acto pleno de solidaridad, Fray Calixto refiere el agradecimiento hacia su colaborador, “pues no siendo de nuestra Nación ha dado más crédito a mis razones que los mismos de nuestra Nación, quienes han discurrido que yo les engañaba, por cuyo motivo no han querido concurrir con dinero alguno para facilitar nuestra pretensión” (Loayza

54). Más allá del dato anecdótico de la falta de apoyo económico para la empresa del fraile mestizo, esta confesión epistolar pone sobre la mesa la cuestión fundamental de que la “nación indiana” está atravesada de múltiples conflictos, de diferencias, de heterogeneidades tal vez irreconciliables, y este es un aspecto importante para volver a pensar la cuestión de la resistencia indígena en el siglo XVIII como un único proyecto común y hablar, en cambio, de múltiples modos de resistencia que deben ser observados con mayor detalle.

De cualquier modo, junto con la exploración del detalle, de los pequeños datos que contrastan con las grandes líneas narrativas, también es necesario observar la articulación de

126 las identidades detrás de esos proyectos, que en gran medida dan forma a un nacionalismo

étnico como plataforma política para el reclamo colectivo. Precisamente, ese es uno de los aspectos más importantes de la “Exclamación” de Fray Calixto, pues se trata de un memorial que supera las posiciones individuales o la diferencia de grupos con privilegios de parentesco al interior de la república de indios . En 1582, por ejemplo, un grupo de curacas envía un

Memorial al Rey quejándose contra las reformas del virrey Francisco de Toledo que han afectado seriamente su propio estatus social, pues estas han transformado “la estructura del poder político originario” (“El Memorial de Charcas” 26). El documento fue firmado por veinticuatro curacas, entre los que destaca la figura de Fernando Ayavire y Velasco, quien reclamaba por la legítima sucesión del repartimiento de Sacaca que había estado en poder de su padre Alonso Ayavire (“El Memorial de Charcas” 26). Además, entre el pliego de reclamos incluido en el Memorial, Fernando Ayavire exigía el reconocimiento oficial de su cacicazgo de Sacaca, un salario apropiado de acuerdo a su estatus social, quince indios de servicio, entre otras cosas. De hecho, hay un punto muy interesante en este Memorial que apuntala mi argumento sobre la cuestión fundamental del nacionalismo étnico y sobre la cuestión identitaria como un factor necesario para la puesta en escena de una política de interés indígena en la

“Exclamación”. Este se refiere a la diferencia entre los caciques como un sector de la población indígena completamente distinto de los indios del común, quienes era los únicos a los que debía gravarse con los impuestos:

… y que lo mismo les encargue Vuestra Majestad a los tales corregidores y a

los demás justicias de Vuestra Majestad que tengan cuenta con los principales

de los naturales de vasallos que antes de los ingas y después dellos fuimos ,

porque el día de hoy no nos tratan conforme a la calidad de nuestras personas

especialmente a los señores naturales de vasallos de a diez mil indios y a los

demás caciques y señores referidos en estos nuestros Capítulos , y que seamos

127

concedidos todos los privilegios, gracias, franquezas y libertades que a los

hijodalgo se le deuen concedidas por los católicos reyes de España (“El

Memorial de Charcas” 31; énfasis mío).

Como se observa, se trata de una posición de antes que de la construcción de un reclamo colectivo que agrupe a la diversidad de indios afectados por la imposición colonial y las reformas toledanas. Si bien es cierto que en gran parte del documento también se pone

énfasis en la necesidad de evangelizar a los indios del común (para lo cual se piden cambios en el sistema de reducciones) y se pide que se reconsidere una mejora en el tributo indígena en general (por ejemplo, el sistema de tributación a través del trabajo obligatorio en la mina de

Potosí, que había generado mucha muerte entre los naturales), no puede dejar de señalarse que detrás de este Memorial se halla un grupo de curacas que actúa de manera corporativa para exigir un adecuado reconocimiento de su condición social ante el poder imperial, pues esto implicaba en lo sustancial realizar transacciones económicas sin permiso de las autoridades coloniales (De la Puente Brunke 460), la exoneración de la mita minera o el pago de tributos, cuya tasa anual oscilaba entre los cinco y seis pesos, y que era significativamente más alto que los montos recolectados en México (Andrien 51).

A mediados del siglo XVII las quejas sobre el maltrato o las injusticias que recibían los indígenas en el virreinato peruano se restringían en lo sustancial a la nobleza indígena. En 1657, por ejemplo, los curacas Luis Macas y Felipe Carua Mango envían desde Lima una carta al

Rey de España para recordarle que habían sido enviados una serie de documentos al Consejo de Indias que manifestaban los distintos “agravios” sufridos por la nobleza. En la carta, sin embargo, estos curacas se quejaban de manera puntual contra la administración jesuita del

Colegio del Príncipe en el barrio del Cercado de Lima (De la Puente Bunke 465). Este Colegio, fundado en 1618 por el virrey Príncipe de Esquilache con el fin de educar a la élite indígena, presentaba el problema de haber empezado a recibir a hijos de españoles, con lo cual empezó

128 a relegarse de manera progresiva a los hijos de los caciques. Así lo manifestaban en la carta:

Este Colegio lo han convertido de españoles, echando a los hijos de los caciques

a una sala muy apartada del Colegio, muy indecente y de poca comodidad,

ocupando la sala principal de los caciques a los españoles, con que los

miserables no tan solamente no estudian, sino que por ser los estudiantes

españoles hijos de caballeros y mercaderes, los maltratan, de suerte que están

ahuyentados, y solamente y apenas les enseñan a leer y escribir (Cit. por De la

Puente 466).

Más allá de la cuestión crucial del deseo de los caciques de ver a sus hijos recibiendo una adecuada educación para adaptarse al orden social colonial y ser mediadores solventes

“entre la administración colonial y la población andina” (De la Puente Brunke 466), lo fundamental aquí es una vez más ese reclamo corporativo que exige el trato pactado mediante para estos nobles indígenas dentro de la sociedad colonial. Por otro lado, la cuestión educativa y su contraparte letrada articulan un interés muy preciso, esto es, el acceso a un determinado orden del saber legitimado como tal en esta época y en este lugar, lo que resulta a todas luces primordial para este sector noble de la república de indios . Es por eso que, dentro del pliego de reclamos de la nobleza indígena, éste se considera un motivo suficiente para escribir una carta dirigida al Rey y pedirle que abogue por ellos y defienda este privilegio por encima de los demás. Esto pone en evidencia, asimismo, que el acceso pleno al orden letrado fue un aspecto capital para la nobleza indígena; y es precisamente por eso que, para ellos, tal como se desprende de la cita, no era suficiente apenas leer y escribir.

José de la Puente Brunke sugiere que este problema con los jesuitas parece haber sido uno de tipo económico, pues los hijos de los españoles pagaban una pensión de 100 pesos anuales (466). Además, considera que tal vez se trataba de una estrategia de los propios jesuitas para que hubiera una mayor interacción entre los nobles indígenas y españoles, lo cual podría

129 haber sido muy beneficioso para los primeros. Según un testimonio de la época, esto se sugería como posible medida para que los indígenas pudieran vencer la “pusilanimidad” y, además, “la cortedad y encogimiento de sus genios” (De la Puente Brunke 467). Todo esto se encuentra dirigido, desde luego, a dudar de alguna trama oscura de parte de los jesuitas, pues fueron ellos mismos quienes en la década de 1630, cuando algunas autoridades españolas pensaban que la formación letrada de los nobles indígenas era potencialmente dañina, se dirigieron al virrey conde de Chinchón para asegurarle que solo a través de esta vía se conseguía de manera efectiva acabar con las idolatrías y conseguir que los curacas se convirtieran en funcionarios que actuarían “con cristiandad y policía” (De la Puente Brunke 467).

Este mismo historiador agrega un dato interesante: en la carta de los dos caciques se sugiere que, en lugar de tener a los hijos de los españoles, el Colegio del Príncipe debería abrir sus puertas “a cualquier muchacho indio que tenga sujeto capacidad para el estudio, que irá adelante en el conocimiento de la fe” (De la Puente Brunke 468). Me parece necesario resaltar ese viraje de un interés corporativo, esto es, de un sector específico de la nobleza indígena que buscaba hacer prevalecer sus derechos, hacia uno de carácter más amplio, en el que la república de indios se ubica en el centro mismo de la propuesta. Esta se sustenta, como es evidente, en un aspecto crucial del orden colonial: el conocimiento adecuado de la fe cristiana y católica, requisito necesario para adaptarse al mismo, pues como ha sostenido Serge Gruzinski (1991) fue precisamente ese orden de saber que a través de la escritura transformó la experiencia indígena y pudo hacer que se adecuase al dominio hispano mediante la colonización del imaginario. En otras palabras, la transformación epistemológica de su forma de ver el mundo, la interiorización de un orden de saber y poder que se refleja en su deseo de ingresar al orden letrado señala una aculturación para la cual un retorno al origen es imposible. Sea como fuere, la propuesta de incluir a toda una comunidad en lugar de hacer el reclamo por el acceso al

Colegio del Príncipe una cuestión corporativa aparece como el signo de una modificación en

130 la genealogía discursiva del reclamo indígena.

En una carta del 1 de setiembre de 1669 dirigida también al monarca hispano, un grupo de curacas se quejaba del maltrato de los corregidores, quienes los trataban “peores que a esclavos, de que se seguía con grandísimo menoscabo la disminución de los indios, y despoblación de nuestros lugares, porque sus habitadores, huyendo de la esclavitud y malos tratamientos, se han retirado en gran número a vivir como fieras en las cavernas y montes más incultos, teniéndolo por mejor que el vivir entre cristianos” (De la Puente Brunke 470). Los curacas no dejan de manifestar su adhesión plena al cristianismo, desde luego, pero lo relevante en este pasaje es el giro adoptado por esa metonimia que hace del sufrimiento de los indios maltratados, de los indios en general, esos que terminan huyendo hacia los “montes incultos” y que no son iguales a los curacas, parte del motivo principal de la carta. A través del recurso textual que ese tropo hacía posible, el discurso del maltrato asume una forma colectiva que incluso en términos retóricos podría tener un mayor impacto, pues no es lo mismo el malestar de quince curacas que el de toda una nación étnica que también forman parte del imperio español, que también son súbditos del Rey. Es por ello quizá que luego se enfatice que la toda riqueza del imperio hispano está sustentada en el doble trabajo de los curacas y los indios, pues

depende de nuestro sudor, y los vasallos se desentrañan por su rey, cuando ven

que sus ministros los tratan con amor, y los defienden y amparan (De la Puente

Brunke 472)

Junto con la construcción de una subjetividad colectiva, la cuestión afectiva para interpelar al lector (el Rey) es algo que se irá tornando del todo común en este tipo de textos cuyo propósito es del todo político.

Como ocurría en las monarquías europeas de la era pre-moderna (como, por ejemplo, en la sociedad del Antiguo Régimen francés), el reino no era imaginado como una estructura política en la que el poder se centralizaba, como ocurre en los actuales estados-nación

131 modernos. Todo lo contrario, pues si bien el Rey encabezaba esa estructura de poder, el reino se organizaba como una agrupación de corporaciones denominada bajo el término república de repúblicas (Carrillo Ureta 10). Estas corporaciones se vinculaban entre sí en base a pactos de lealtad y eran reconocidas como órganos del cuerpo de la república con funciones específicas para lo cual era necesario que tuvieran una autonomía funcional. Es decir, cada cuerpo político dentro del reino debía tener autoridades y funcionarios con el propósito de gobernarlos y representarlos. La figura del rey, como cabeza del cuerpo del reino, se encargaba de ejercer sobre estas corporaciones la justicia, lo que significaba que debía mantener la jurisdicción “de cada uno de los cuerpos políticos que conformaban la república, regulando las relaciones entre estos y dándole a cada cual lo que le correspondía, respetando y haciendo respetar sus estatutos y privilegios” (Carrillo Ureta 11). Este era, precisamente, el principal problema que enfrentaba la república de indios en el virreinato peruano, ya que no tenía forma alguna de ingresar al cuerpo imperial debido a que no consiguieron tener una plena representación corporativa o una autonomía funcional que hubiera permitido una mayor capacidad de gestión colectiva. Si bien es cierto que existía un mecanismo de representación como el alferazgo real de los Incas del Cusco, cargo al que se llegaba a través de la elección efectuada por un grupo de veinticuatro electores, los cuales debían ser “verdaderos descendientes incas” (Amado Gonzáles 57), no puede dejar de señalarse que era una corporación exclusiva y excluyente que restringía este privilegio a los descendientes de los incas y las ocho parroquias cusqueñas (Carrillo Ureta, 13). En otras palabras, su capacidad de representar intereses de mayor alcance, esto es, que abarcasen a la “república de indios” en su conjunto, era bastante limitada. Y es por eso tal vez que fue necesario modificar la estrategia frente a las demandas personales o restringidas a pequeños grupos divididos dentro de la comunidad indígena colonial.

Bajo esta consideración es necesario observar también a la figura del cacique del valle

132 de Chicama, en la costa norte del Perú, don Vicente Mora Chimo Cápac o Vicente Morachimo, quien se encuentra en España desde 1722 en la corte real de Madrid para efectuar una serie de gestiones como Procurador General de los indios de sus pueblos Santiago de Cao, Magdalena de Cao, Chocope y San Esteban, los que constituían parte de la jurisdicción de su cacicazgo en el referido valle costeño. Su presencia en la corte española fue fundamental, pues empieza a gestionar los memoriales pendientes de otros nobles indígenas y hace posible que la corte de

Madrid comenzase a prestar atención a los asuntos indígenas que esperaban ser resueltos en el virreinato peruano. De esta forma, y a partir de las noticias que se tienen en el Perú de sus gestiones para resolver los asuntos de sus pares indígenas, un grupo de caciques le otorga poderes para que Mora Chimo pudiera representarlos y lo nombran “Diputado General” ante la corte real (Mathis 206).

En una interesante carta fechada en 1733 que Mora Chimo envía desde Madrid a su primo Domingo Chayhuac, intermediario en Lima ante los caciques de distintos lugares en el virreinato peruano, le anuncia que el Manifiesto ya ha sido acabado y le solicita dinero para mantenerse y continuar realizando sus gestiones a favor de su “Nación”. La carta refiere:

Estimaré que Vmd los aliente que con ese fin remiti los manifiestos para que

viese Vmd y todos que cumplo mi obligación pues me he visto tan apretado que

solo por decir de eso de Procurador General y Diputado de todo un Reyno

no me he puesto una librea para servir por tener que comer y casa en que

vivir, pues ha llegado a tanta mi necesidad, y asi Primo mío aga Vmd con esos

señores del Callao, Guamanga, Cusco, Azangaro en que no desmayen y que

bean por su punto que todo consiste en tener a su Procurador y Diputado General

en esta Corte que de otro modo no se puede conseguir nada y conforme vieren

en esta Corte la estimación y porte de el Procurador General asi aran

aprecio de nuestra Nacion (cit. por Mathis 202)

133

Sophie Mathis sugiere que la estrechez material en la que vivía Mora Chimo en España casi lo conduce a vestir el hábito de criado para estar al servicio de algún protector, pero que debido a la consciencia de su condición de “Procurador y Diputado General” tenía que adoptar un “disfraz” para circular con mayor seguridad entre la corte real. Es decir, como apunta

Mathis, asumir una “lógica de desdoblamiento” (202) que le permita moverse como un noble entre nobles. Tengo la impresión que este acto de apariencia no sólo opera en el ámbito de la corte. En efecto, lo que he venido observando en los capítulos anteriores es la progresiva acumulación de un capital cultural entre las élites indígenas que va de la mano con una formación discursiva que se proyecta en el campo cultural de este momento para legitimar a la nación étnica indígena. En otras palabras, era importante mostrar el estatus social de noble para moverse entre la corte, las autoridades coloniales y sus propios pares, pues lo crucial aquí es la autoridad no sólo que el título de “diputado” o “procurador” otorga, sino tal vez, por encima de todo, la autoridad cultural sobre la que se construye Mora Chimo como sujeto político.

Esta autoridad cultural se ve reflejada de manera contundente en el Manifiesto de los agravios, bexaciones y molestias, que padecen los indios del Reyno del Peru dedicado a los

Señores de el Real y Supremo Consejo, y Camara de Indias presentado al fiscal del Consejo de

Indias en 1732 para su publicación. Alineado en la tradición de los memoriales indígenas, este texto difiere de sus anteriores versiones en el acento puesto en el sujeto político que se construye en el horizonte hegemónico del imperio hispano. Como bien observa Mathis, este

Memorial tenía como objetivo no sólo reivindicar los intereses indígenas particulares, sino, además, y es preciso resaltar este aspecto, advertir al Monarca sobre la posibilidad de un

“deterioro del pacto colonial”, pues “se pone en peligro la fidelidad de los indígenas y caciques al Rey y, por lo tanto, la prosperidad económica de la Corona” (207). Hay que advertir el giro en la construcción discursiva del sujeto político del Memorial que ha pasado de ser aquel cuya voz enunciaba los intereses de una pequeña corporación desvinculada de la comunidad

134 indígena en su conjunto a la de una cuyo lugar de enunciación es la república de indios . Con todo, lo crucial son las múltiples estrategias en la producción del texto, pues de estas depende la autoridad cultural de su autor.

En efecto, Mathis observa la constante presencia de citas de Séneca, de San Pablo, de

Aristóteles, que apuntalan la argumentación sobre la justicia; el uso competente del saber legal de su época; el amplio conocimiento de la retórica cristiana para articular un doble registro en el que ley y religión encuentran su punto de confluencia en la figura del Rey, el “Defensor de la Santa Fe” (208). De manera menos evidente, porque no se le cita textualmente, la figura de

Bartolomé Las Casas parece también haber dado forma a esta denuncia de casos que se suceden como un agravio tras otro, en distintos tiempos y lugares, contra los indios del reino del Perú.

Evidentemente, ese amplio conocimiento letrado del que se hace gala Mora Chimo actúa como una agencia, esto es, como un acto de autoridad cultural cargado de significación política. Se trata de una transculturación (una mímesis colonial , si pensamos en Bhabha) que comienza a ser empleada por la nobleza indígena andina como plataforma para un agenciamiento de mayor alcance, puesto que buscaba transformar su situación social a través de la acumulación de capital cultural. Mi argumento, precisamente, es que mediante la acumulación de este capital se pretendía mostrar la capacidad de la nobleza indígena de ingresar como un órgano más dentro del cuerpo político del imperio hispano, de modo que la agencia que permitía la práctica letrada fue del todo decisiva. Una mímesis colonial que opera como un espejo en el que pudieran reflejarse tanto el rey como sus funcionarios, dado que el reflejo que proyectaban estos nobles indígenas letrados, autorizados con el prestigio del saber de su época, era la imagen de aquéllos mismos. No obstante, lo fundamental aquí es observar cómo en los intersticios de esa mimesis opera un agenciamiento en el orden cultural en su intersección con los campos político y social. Es así que esta fue una agencia decisiva, qué duda cabe, debido a que el cacique Mora Chimo sentó un precedente no sólo en términos de jurisprudencia (Mathis 205),

135 sino además con respecto a la constitución de una agencia que trascendiera lo individual y se conectara con los intereses de la comunidad indígena, de una “nación” (en su sentido pre- ilustrado) en la que los vínculos étnicos comenzaban a estrecharse de una manera distinta.

Todos estos esfuerzos colectivos hacen de la escritura de este tipo de textos dispositivos de identidad que operaban a su vez como artefactos culturales cargados de una profunda significación política. Junto con el despliegue de citas que provienen de un profundo conocimiento del saber autorizado de su época, se encuentran también el manejo del repertorio legal, una adecuada solvencia en su interpretación de las lecturas bíblicas, el desarrollo de una sólida retórica en la que la dimensión afectiva busca estremecer a sus lectores en la corte real.

Pero también se observan las lecturas provenientes de autores del archivo colonial como Las

Casas, el Inca Garcilaso, José de Acosta, Fray Buenaventura de Salinas, entre otros, que fueron cruciales para el apuntalamiento en la construcción de una memoria colectiva del antiguo reino del Perú. Estas narrativas de la memoria pasan por una re-lectura de estos autores para volver a escribir la historia de los Incas, pues en la rearticulación de las tradiciones andinas el único pasado viable y necesario para dar forma a un sentido de comunidad fue el de los Incas. Incluso un letrado criollo como Pedro de Peralta y Barnuevo queda seducido por ese pasado y por la visión de sus herederos, revestidos con las ropas de los Incas, desfilando con la gloria de antaño por las calles de la ciudad colonial. Semejante espectáculo no sólo debe haber causado esa impresión entre los criollos y los españoles, sino también entre los miembros de la “república de indios”, quienes pudieron intuir el alto potencial simbólico de esa imagen de los “naturales del Perú” transmutada en las figuras de los Incas, quienes se convirtieron en ese bastión simbólico 68 necesario para la construcción de un discurso que otorgara identidad a la “nación

68 Se convirtieron en el “paradigma”, refiere Luis Miguel Glave. Aunque también se crearon memorias locales mochicas y chimú. Véase: Glave, 2011: 7.

136 indiana” del Perú colonial en el siglo XVIII. 69

La cuestión de la memoria, entonces, fue sustantiva en la confección de los memoriales del siglo XVIII. Luis Miguel Glave observa con pertinencia los procedimientos de esta confección y los fines pragmáticos en términos de acción política para los representantes de la nobleza indígena que se embarcaron en esos proyectos de escritura. En primera instancia, esta formación de una nación étnica que consiguiera consolidar la construcción de una nueva memoria pasaba también por la cuestión social de los linajes y los vínculos que se establecían entre las distintas redes cacicales como la plataforma social que haría posible la progresiva constitución de estos discursos de identidad. Apunta Glave:

Esto significó una serie de alianzas cacicales , a través de los matrimonios

entre miembros de linajes distintos y propendiendo las más de las veces a

incorporar algún ancestro que los vinculara con los incas . Así, los linajes de

caciques se tradujeron en una forma de creación de una nueva colectividad

india , una nueva memoria política, una etnogénesis que a la vez vinculaba de

nuevas maneras a los grupos culturales que existieron antes de la imposición

colonial (7; énfasis mío).

No dejemos de lado el espectro social en el que este tipo de interacciones ocurrían y señalaban en gran medida cambios importantes al interior de la “república de indios”. Con todo, esto no deja de señalar las heterogeneidades internas, las diferencias de posición que variaban en función de los lugares sociales que se iban ocupando, de las alianzas que se iban estableciendo, de las relaciones de parentesco que se iban conformando. En ese sentido, siguiendo a Gruzinski en cuanto a la colonización de lo imaginario , no debe dejarse de lado que la tradición indígena colonial se construye desde una re-escritura de la propia historia bajo

69 En efecto, la cuestión del “movimiento nacional inca” es un lugar en la historiografía peruana y peruanista que todavía requiere de una adecuada cartografía para trazar las múltiples trayectorias de su desarrollo.

137 el lente de la cultura hispana. Es decir, desde una doble apropiación de la escritura y de la escritura de la historia. No es menos importante señalar, por último, que la constitución de esa nueva tradición “indiana” o “índica” durante este momento en el Perú colonial fue posible gracias a este tipo de transformaciones que empezaban a cambiar la situación indígena en el espacio social. Hicieron viable este giro, asimismo, estas prácticas letradas y la producción de este tipo de artefactos culturales.

En el campo político, que es en el que se cruzan estas pulsiones letradas, los nobles indígenas empiezan a organizarse de manera colectiva, a establecer redes de cooperación entre distintas regiones, a asumir cargos militares oficiales para acumular prestigio, a agruparse en la forma de cabildo y regimiento de indios en las zonas rurales que actuaban de manera paralela al cabildo español y criollo citadino, y comenzaron a adquirir consciencia de la necesidad de construir una comunidad y un discurso acorde que hiciera posible legitimarla. En ese sentido,

Glave refiere:

En los tribunales de la Audiencia de Lima, en las salas de los acuerdos

económicos y de justicia que presidía el virrey, por pleitos civiles y criminales

o por simples tratos mercantiles, se manifestó la presencia de un grupo de indios

cabildantes que fue tejiendo un nuevo modo de actividad política colonial.

Transformaron los jirones de la antigua aristocracia india de la zona de la ciudad

y se vincularon con las familias cacicales de los valles que formaban su entorno.

Recibieron a nobles de diversas regiones y particularmente de la región norteña

de la costa. Se comunicaron con los jefes de la sierra central y sur central, con

los del sur y con los del altiplano del Collao. Se convirtieron en procuradores

permanentes y representantes de los indios del reino. Se acogieron a

nombramientos de cargos militares acreditados por la autoridad real para crear

una suerte de jerarquía noble complementaria. Se agruparon finalmente también

138

en la forma de cabildo y regimiento indio, paralelo al de los criollos españoles

de la ciudad. Cuando fue necesario, enviaron emisarios a la misma corte del rey

en España. Al principio fueron gestiones casi personales que adquirieron la

forma de agencia india, pero luego se fue casi institucionalizando, hasta el

nombramiento de don Vicente Morachimo como procurador general de los

indios del Perú en España a inicios del siglo XVIII (7).

Como se observa, la elección de Don Vicente Mora Chimo es parte de ese proceso de creación de comunidad (de “nación étnica” en su sentido pre-moderno) y los esfuerzos de Fray

Calixto de San José Túpac Inca serán una continuidad, un reparo de la ruptura de esa marcha hacia la consecución de un reconocimiento de la nación indígena como una parte fundamental del imperio hispano. Esa consciencia, ese deseo de comunidad para resolver problemas de largo alcance, no sólo provienen de una mayor capacidad organizativa. Se fundaban también en la experiencia y en la memoria, en el recuerdo de vanos y varios intentos para resolver su legitimidad como órgano corporativo dentro de un orden que había puesto su mundo al revés.

Una vez más, Glave pone el acento preciso en esta cuestión:

Eran expresiones de una experiencia acumulada y un pozo de memoria. Se trató

de agencias ante las que se destacaron algunos representantes de los indios.

Incluso, las demandas que algunos llevaron delante de manera individual tenían

un cada vez más notorio contenido colectivo y “nacional”. El punto culminante

de este largo proceso de representación colectiva andina fue el que tuvo como

protagonista en la metrópoli a don Vicente de Morachimo Capac y como cátodo

local en Lima a don Joseph Chimo Capac Parral Ligua” (8)

En efecto, como la fórmula individual o de pequeños grupos que no articulaban sus intereses con los de la comunidad indígena en general no había funcionado, comenzó a gestarse en el primer tercio del XVIII una “liga indígena” que canalizaba esfuerzos comunes para la

139 reivindicación colectiva. Esa liga subsumía intereses diversos encaminados hacia el reconocimiento de los privilegios de los indios de la nobleza y los mestizos reales que formaban parte de la república de indios . Más allá de los esfuerzos de la liga indígena, que de acuerdo con Glave estuvo operativa entre 1722 y 1732, hay una proyección de su formación discursiva en el campo de producción cultural que va desde Vicente Mora Chimo hasta Fray Calixto de

San Jose Túpac, como veremos más adelante.

Un antecedente de gran interés en la constitución de esta “liga indígena” es una carta que envían desde Lima al Rey “los naturales de este reino” en 1710. En ella se apelaba a la generosidad del monarca para con sus sufridos vasallos y ordenase el cumplimiento de una

“cédula de honores” gestionada por Juan Núñez Vela de Ribera en 1697, 70 y en la que se

“reconocía e igualaba a los nobles indios con los hijodalgo castellanos y los declaraba hábiles para el desempeño de los más honoríficos oficios de la república, tanto civiles como eclesiásticos” (Glave 9). Hay que resaltar la presencia de Núñez Vela en este proceso de conformación de una nación étnica indígena, pues esto corrobora mi argumento de que su presencia (junto con la de Bernardo Inga) en la corte de Madrid tuvo un gran impacto en el campo cultural y, como se aprecia en este caso concreto, también en el campo político. Ese agenciamiento del que fue capaz Núñez Vela fue decisivo para preparar el terreno en la imaginación indígena de una monarquía mestiza cristiana (muy en la línea del propio Inca

Garcilaso de la Vega), que luego veremos transmutada en su versión radical en el Planctus

Indorum . No obstante, es preciso señalar que esta agencia de Núñez Vela y Bernardo Inga no implica la ubicación de una figura específica o un origen concreto en la genealogía de esa formación discursiva. Todo lo contrario, ya que se trata del resultado de una maduración discursiva que obedece a una serie de lecturas (como el Inca Garcilaso), a una sedimentación cultural (pues, como señalamos en el primer capítulo, hay ecos de Guamán Poma en la carta

70 Para el caso de la “cédula de honores”, véase también: Dueñas, 2010: 157 y ss.

140 de Núñez Vela), a una acumulación de experiencias y formas de concebir la construcción de una memoria que hicieran posible modificar su posición subalterna en el espacio social y en el

ámbito del imperio hispano. En todo caso, lo fundamental en las cartas de los clérigos mestizos es la manera de imaginar una “nación indiana”, una comunidad que, a pesar de sus distintas heterogeneidades y múltiples contradicciones, se mantiene como un cuerpo cohesivo que contribuye al sostenimiento de ese imperio que los oprimía.

En efecto, esa consideración será uno de los motivos más recurrentes dentro de este tipo de textos. Es decir, una textualidad que marca una diferencia con respecto a esfuerzos discursivos anteriores al siglo XVIII. En un memorial dirigido al virrey en octubre de 1711, una vez más, los “caciques de Lima” exigen la publicación de “la cédula de honores” de 1697, pues la carta que había sido enviada por ese grupo de “naturales de este reino” un año antes había recibido una respuesta favorable del Consejo de Indias (Glave 9-10). Este memorial, firmado por varios miembros de la nobleza indígena que se denominaban a sí mismos

“descendientes de los emperadores ingas, señores que fueron de estos reinos” (Glave 10), presenta, entre otras cosas, la siguiente consideración sobre el aporte de la “nación índica” al imperio español, y de manera específica al mismísimo Rey, a través de

sus tributos y en sus tandas personales, uno de los más útiles servicios a su

corona, pues a la continuación de su trabajo y obediencia con que se actúan en

sus mitas, se trabajan las minas, se labran los tesoros que este reino fructifica,

se cultivan los sembrados y son en todo para todo los que más sirven, razón y

trabajo tan atendido que no hay tan repetido encargo como el del alivio que los

muchos y reales despachos manifiestan, pues, conociendo esta verdad el

piadosísimo y católico rey don Felipe Cuarto (que está en gloria) en carta que

escribió a los gobernadores de estas Indias, su fecha trece de julio de mil

seiscientos y veinte y ocho, puso en estos renglones llenos de católica caridad

141

de su real mano y letra, cuyas reales palabras dicen más que las cláusulas de la

pluma: Quiero (dice) que me deis satisfacción a mi y al mundo del modo de

tratar a esos mis vasallos, y de no hacerlo con que en respuesta de esta carta

vea yo ejecutados exemplares castigos en los que hubieren excedido en esta

parte me daré por deservido y aseguraos que aunque no lo remedieis, lo tengo

de remediar y mandaros hacer cargo de las más leves omiciones en esta, por

ser contra Dios y contra mi y en total destrucción y ruina de estos reinos, cuyos

naturales estimo y quiero sean tratados como lo merecen vasallos que tanto

sirven a la Monarquía y tanto la han engrandecido e ilustrado (cit. por Glave

11; cursivas en el texto original).

Esa consciencia de sí mismos desde una perspectiva material pone en relieve el trabajo indígena en la manutención del reino entero y es algo que observaremos más adelante en la

Representación verdadera de Fray Calixto. Debe precisarse que, en este caso, se trata del trabajo colectivo de los caciques y los mitayos, de quienes tributan de manera directa y de quienes se encargan de hacer que esos tributos lleguen a las arcas reales (ese era, precisamente, el trabajo de los caciques). Más importante aún, la propia autoridad del rey Felipe IV —quien reconoce el valor de ese esfuerzo puesto en el engrandecimiento del imperio hispano— se impone para exigir la protección de los indígenas, pues el maltrato de que son objeto atenta contra todas las leyes de la religión cristiana. Esa autoridad a la que se apela debía de ser una de las garantías para la protección de los indígenas, aunque en la práctica no siempre se conseguían los efectos deseados. Una y otra vez se volverá a recurrir a la autoridad real, hasta que, debido a la lejanía y a la falta de un acceso directo a ella, quede completamente vacía de sentido para la acción política entre los agentes indígenas. Sin autoridad no hay leyes, apuntaba

Montaigne (cit por Derrida, Fuerza de ley 29) y ese era, en efecto, el problema que debían enfrentar los miembros de la élite andina que buscaba defenderse, a través de esa distante

142 autoridad, del abuso español. Cuando esto ocurra, es decir, cuando la autoridad real deje de ser usada como una estrategia para el cambio, la nación indiana volverá el rostro para mirar a una figura de poder distinta, como veremos en el caso del Planctus Indorum .

Queda en gran medida claro, entonces, el esfuerzo puesto desde muchos frentes para imaginar nuevas formas de acción política que permitieran cambiar la condición subalterna de la república de indios en el seno mismo de la sociedad colonial. Tales esfuerzos implicaron modificar la construcción del sujeto político que se representaba en esos textos de denuncia contra la opresión de las autoridades coloniales ante el monarca español. Y la primera condición en la construcción de ese sujeto fue la configuración de un discurso de comunidad, de “nación” étnica, para obtener el estatus corporativo dentro del cuerpo de la república, esto es, del imperio hispano. Lo siguiente será poner un mayor énfasis en la cuestión cristiana, en el aspecto de la fe católica abrazada por los indígenas como la única y verdadera fe.

3.2.- La “nación indiana” como sujeto político andino: Fray Calixto de San José Túpac Inca y su Representación verdadera (1749). Sabemos ya del periplo de Fray Calixto de San José y su acompañante Fray Isidoro de

Cala hacia España para hacerle llegar al rey Fernando VI el Memorial que en nombre de la

“nación indiana” había sido escrito para denunciar, una vez más, el incumplimiento de aquellas leyes que habían sido dadas por el Rey para proteger a los indios del reino del Perú. Asimismo, se buscaba garantizar el reconocimiento del estatus de privilegio de una nobleza que, por descender de los Incas, antiguos reyes del Perú, merecía un lugar especial en el orden colonial. 71

Aquí encontramos un esfuerzo mayor para presentar ante el Rey un texto cuya denuncia abarca la totalidad de voces indígenas en toda su compleja pluralidad. Se trata o bien de la

71 El propio Fray Calixto aseguraba ser descendiente del décimo primer Inca llamado Túpac Inca Yupanqui. Aun así, resulta interesante ver esa transformación en la escritura de este Memorial, en el cual el motivo privado y personal que solía sustentar la escritura de este tipo de textos se ha convertido en el reclamo de toda una “nación”. Véase: Dueñas, 2010: 65.

143

“nación indiana” o bien de los “indios americanos”, es decir, de un sujeto de escritura múltiple cuya voz narrativa explora las posibilidades retóricas del plural de la primera persona. Ese

“nosotros” que designa a todos los indios en su conjunto, a esa “nación” específica dentro del orbe americano, aparece, precisamente, como un giro en la confección de estos documentos de denuncia. Asimismo, dentro de la lógica del texto, esta fórmula narrativa adquiere una función bastante concreta: oponer el “nosotros” frente al “ellos”; es decir, nosotros los indios frente a ellos, los españoles. Así, por ejemplo, inicia la Representación verdadera :

¡Oh, Señor! ¡Oh, Monarca Católico! ¡Oh, Emperador de las Indias piadoso,

muy católico y muy cristiano! ¡Oh, Señor, acordaos ya de lo que nos ha sucedido

en más de dos siglos de oprobios! (…) Y nuestro pueblo cristiano, indiano, os

clama llorando, y os dice su lamento (…) Señor, nosotros los indios en este

Nuevo Orbe somos vuestros vasallos; y así somos vuestra herencia, somos

vuestra casa, en que el Padre Universal os constituyó heredero de este

patrimonio máximo (…) Esta, pues, casa y herencia vuestra está en poder de

extranjeros y de extraños; porque los españoles (que de nosotros viven

segregados, separados y distinguidos) sólo son los que ocupan todos los pueblos,

dignidades, judicaturas, así eclesiásticas como seculares, así clericales como

religiosas; y se han extrañado de nosotros, teniéndonos por extraños, siendo

naturales vuestros (Loayza 7).

Desde el principio se apuntala en el texto la voz narrativa con que se irá tejiendo la serie de agravios sufridos por los indios del Perú. Como se observa, ya no se trata de agravios circunstanciales (otro aspecto que caracterizaba los memoriales anteriores, incluido el propio

Manifiesto de Vicente Mora Chimo), que buscaban una resolución inmediata para cambiar situaciones momentáneas. Todo lo contrario, pues aquí se plantea como problema un agravio histórico y, por lo tanto, se apela a la voluntad del Rey, a su regia facultad de impartir justicia

144 para resolver una situación que proviene desde el inicio de la conquista, desde la instauración misma del dominio hispano, desde que llegaron los españoles y transformaron por completo el propio derrotero del mundo andino. Este horizonte crítico desde el que se busca una mejor comprensión del problema de los indios —y que aquí se formula de manera incipiente— será también una parte importante de la estructura argumentativa del Planctus Indorum . Junto con ello, una visión del reino y de los vasallos indígenas a través de la metáfora de la casa con lo que pone al Rey en la situación de pater familias , esto es, del único con capacidad para administrar los asuntos de la casa. Giorgio Agamben propone pensar esta imagen como el principio de la relación entre el gobierno de los cielos y el gobierno de los hombres, que desde su sentido doméstico es desplazado por la teología hacia el orden divino (Agamben, 2008).

Tengo la fuerte impresión de que esta metáfora no es casual y obedece a un profundo conocimiento de aspectos teológicos relacionados en lo sustantivo con el reino y el poder. Sólo así se explicaría por qué Fray Calixto de San José Túpac Inca decide emplear esta imagen del gobierno de la casa —que Agamben cifra en la noción de oikonomía , esto es, un gobierno de los hombres—, la casa que son sus vasallos indios y la cual debe ser administrada como un reflejo del gobierno de los cielos, ya que esos vasallos, esa casa, constituyen un bien heredado de Dios. Y como aseguraba Diego de Saavedra Fajardo, los príncipes y, en consecuencia, los reyes “no tienen a otros superiores, sino a Dios” (140). 72 Esta resonancia teológica no deja de llamar la atención, pues al parecer Fray Calixto está intentando articular un gobierno en la tierra como reflejo del cielo, buscando superar, en consecuencia, esa ruptura en la idea de los dos cuerpos del Rey que se cifran en la expresión “el rey reina, pero no gobierna” (Kantorowicz,

1997). Bajo el riesgo de simplificar esta serie compleja de ideas relacionadas con el reino y el

72 La cita de Saavedra Fajardo en toda su extensión continúa así: “… no tienen a otros superiores, sino a Dios y a la fama que los obliga a obrar bien por temor a la pena, y a la infamia; y asi mas temen a los historiadores, que a sus enemigos; mas a la pluma, que al acero” (140). La escritura, como se observa, es un arma poderosa a la que los monarcas le temen. De ahí tal vez esa conciencia plena de las elites indígenas de recurrir a esta tecnología para aclamar por justicia.

145 gobierno, me parece fundamental observar una primera propuesta gubernamental: es el mismo

Rey quien debe poner orden en casa, gestionar las quejas a favor de sus vasallos indios, pues sólo así se acabará ese doloroso lamento que ya ha durado dos siglos. Por último, la cuestión de que los españoles son extraños y han convertido en extraños a los indios, quienes son los naturales de esas regiones, propone pensar en un tajante “nosotros” y “ellos”, donde todo encuentro o diálogo parece imposible. La justicia del Rey es requerida para poner orden en la casa y hacer que los verdaderos hijos de esas tierras reciban su justo lugar dentro de ella.

Este reclamo inicial, que abre el cuerpo del texto y prepara el terreno para una cartografía de la subjetividad política indígena, encuentra un sólido sustento en el conjunto de leyes ordenadas por los monarcas hispanos para proteger a los indios americanos. Una vez más, el pater familias , que es el mismísimo Rey, debe mandar que se cumplan esas leyes que organizan el orden doméstico y hagan posible una mejor convivencia entre indios y españoles en esa gran casa que es el reino del Perú. En estos términos se señala en el manifiesto:

… pues no hay otra cosa en los archivos y leyes y cédulas, con que nos han

favorecido, tan inmensa y copiosamente, vuestros gloriosísimos

progenitores , Monarcas y Señores de las Indias, desde el máximo Emperador

Don Carlos Quinto, hasta el grande y santo Don Felipe Quinto, de gloriosa

memoria vuestro padre (…) Somos pupilos y huérfanos sin padre . Señor, ¿no

es así? Si sois vos, Señor, nuestro padre, ¿dónde está la honra para vuestros

hijos, y tales hijos obedientes, rendidos, mansos y humildes? No parece que

tenemos padre tal; pues tal nos maltratan los cristianos españoles, siendo

los indios cristianos . Los cristianos, dice el apóstol San Pedro, son una

generación real y sacerdotal. ¿Cómo, pues, vuestros hijos y vasallos, los indios

cristianos, están desterrados de la honra regia y sacerdotal en la Iglesia y

Religiones y en las dignidades seculares?

146

Señor, nuestro padre sois, por eso como padre nuestro cuidasteis que se

nos diese el pan de la Doctrina en las ciencias y letras ; para lo cual dispusieron

y mandaron los Señores, nuestros reyes de España, que fuésemos admitidos y

aulas literarias; pero estamos en ayunas de este pan, porque nuestro padre el Rey

no sabe si se nos reparte. Nuestro padre sois, Señor, ¿y será razón que

vuestros hijos parezcan [sic] de hambre, como si no os tuvieran por padre ?

(Loayza 8-9; énfasis mío)

Una vez más, la imagen del rey como padre resulta clave en la formulación de la denuncia, pues esa interpelación adquiere un fuerte componente afectivo que busca remecer la conciencia moral de ese padre que ha abandonado a sus hijos. No se trata de los afectos como pasiones, tal como se entendía en la época, sino de trasladar una queja colectiva que hiciera mella en la lectura, que pudiera generar una impresión del sufrimiento de los indios americanos y es por ello que se recurre a una imagen negativa de la paternidad, pues en ella la situación de abandono resuena, en principio, como un reclamo de amor antes que de gobierno. Pero una cosa no excluye a la otra. En efecto, una vez más Saavedra Fajardo nos recuerda que “[n]o nacieron los súbditos para el Rey, sino el Rey para los súbditos (…) Y si los súbditos no experimentan en el Príncipe la solicitud, y amor de padre, no le obedecerán como hijos” (180-

181). Esta era una imagen muy común sobre el gobierno de la república y los tratados sobre cómo debía ser un verdadero monarca, como el de Saavedra Fajardo, que se debe a sus súbditos y es un padre para ellos. De ahí que puede afirmarse que Fray Calixto tenía un dominio preciso sobre los matices y peculiaridades del discurso político de su época y no resulta casual la imagen del pater familias , la metáfora de la casa cuya oikonomía precisaba de la intervención del Rey. En ese sentido, la demanda de volver a mirar el archivo colonial para hacer cumplir las leyes dadas por sus antepasados es algo necesario para ese gobierno de la casa (en su sentido metafórico). Por último, la afirmación del cristianismo indígena también es otro aspecto

147 importante en la elaboración retórica de la Representación verdadera , pues canaliza la idea de que los indios, luego de dos siglos, ya no se encuentran alejados del verdadero evangelio. Todo lo contrario, pues el cristianismo en ellos los ha hecho verdaderos hombres, contraponiéndose a la imagen infantilizadora implementada por los evangelizadores en los Andes (Dean,

“Familiarizando el catolicismo” 173). Es por eso que se afirma de manera categórica que los indios son cristianos.

Este último es uno de los argumentos centrales de esta Representación verdadera y lo será también, pocos años después, del mismo Planctus Indorum . No es extraña esta elección, pues David Garrett ha mostrado el rol decisivo de la iglesia católica para la nobleza indígena del Cusco, durante el siglo XVIII, como el lugar cuyo “capital material y simbólico” fue necesario para la construcción de sus identidades dentro de los límites de la subjetividad colonial (“La iglesia y el poder social” 296). Así, la cuestión de definir y diseminar una identidad católica tuvo una serie de aspectos importantes para crear una imagen social que estuviera de acuerdo con la acumulación de un capital simbólico alineado con los saberes y prácticas del cristianismo católico. Así, por ejemplo, la nobleza indígena cusqueña patrocinaba la construcción y decoración de sus templos, formaba parte de las distintas cofradías que había en las iglesias, asumía mayordomías dentro de las mismas cofradías como una manera de garantizar el prestigio social, patrocinaban fiestas y procesiones del calendario cristiano (“La iglesia y el poder social” 298-299). En otras palabras, un agenciamiento que la Iglesia permitía

“para reafirmar su posición privilegiada tanto ante los ojos de los españoles como ante los ojos de los indígenas mismos” (“La iglesia y el poder social” 300).

En ese sentido, no resulta ajeno la constante presencia y consideración de esa identidad católica como un leit motiv en la Representación verdadera . Uno de los aspectos cruciales, por ejemplo, es la necesidad de construir monasterios específicos para las mujeres indias y permitir el ingreso de frailes indios al alto clero, algo que, en doscientos años, según aparece en el texto,

148 no ha hecho sino causar una “vergüenza más [que] indecorosa para nuestra Nación, o para vuestra Corona” (Loayza 14). En este contexto, la comparación con los reyes Incas, siguiendo esa filiación garcilasista, resulta inevitable:

¡Señor, mirad por vuestra fe y honra y la de Dios; ayudad a salvar a los indios

e indias, haciendo se abran las puertas de las Religiones que la tiranía ha cerrado!

... ¿Es posible que las que en la gentilidad ciega, fueran y permanecieran

vírgenes; porque los antiguos Reyes, Incas, erigieron muchas casas de escogidas

doncellas, dentro de la Iglesia Católica, y en la obediencia de un católico

Monarca, han de perecer en el Siglo, expuestas a los peligros que ofrece la vida

libre a las doncellas? (Loayza 15)

Como el Inca Garcilaso hiciera en su momento, la comparación entre el gobierno y gentilidad de los Incas y el imperio católico adquiere una connotación de superioridad gubernamental frente a las decisiones de los reyes hispanos, pues aquéllos tenían instituciones y prácticas parecidas a las cristianas 73 (como las vírgenes o acllas ), mientras que los españoles dificultan la diseminación del cristianismo impidiendo la incorporación de los indígenas en la estructura de la Iglesia Católica. Por lo menos esos son los términos del reclamo en el

Memorial, puesto que los reyes de España no han podido extender el brazo de su justicia para otorgarles la infraestructura necesaria en la empresa política de hacer del mundo no sólo un imperio católico, sino un verdadero “planeta católico”, tal como lo imaginaba Baltasar

Campuzano en su tratado sobre la conversión al catolicismo de los indios Moxos y, por extensión, de todos los naturales americanos para acercarlos a la verdadera fe. 74 Frente a la tiranía de los españoles que habitan como extraños en el reino del Perú, la necesidad de revertir

73 Sobre los matices en torno a la misión civilizadora de los Incas y su relación con el cristianismo, con la preparación para su llegada, véase: Salles-Reese 97-124. 74 Véase: Campuzano Sotomayor, Baltasar. Planeta Catholico sobre el Salmo diez y ocho , 1646. Para entender mejor la importancia del texto de Campuzano en los derroteros simbólicos del barroco americano, a pesar de su poca circulación por los canales oficiales de la ciudad letrada , véase: De la Flor, 2015.

149 esa situación a favor de los indios americanos y la religión misma resulta apremiante.

Los obstáculos para la profesión religiosa de los indígenas van de la mano con la falta de acceso para los hijos de los nobles indígenas a los Colegios Mayores o la Universidades, lo cual se plantea no sólo como una importante exigencia para hacer de los indios súbditos más fieles, sino además para evitar los levantamientos o intentos de rebelión llevados a cabo por ciertos sectores de la comunidad indígena que consideraban urgente tomar vías más radicales.

Así, por ejemplo, se incluye un pasaje para reflexionar sobre el levantamiento de Juan Santos

Atahualpa entre 1742 y 1755, en las reducciones de Tarma, Jauja y Huánuco, que resulta del todo esclarecedor para observar las contradicciones internas en la “república de indios” y las agencias disímiles por las que optaron distintos sectores. Según refiere Fray Calixto de San

José Túpac, este levantamiento rebelde fue razón suficiente para que los españoles se pusieran en contra de todos los indios y recelaran de ellos, algo que nuestro autor rechaza completamente. La explicación que Fray Calixto provee al lector sobre este evento es como sigue:

Y llegado a ver lo que es, no es otra cosa que unos indios recién convertidos, de

vida bestial, sin conocimiento racional de lo que hacían; fastidiados de las

molestias de los corregidores, o de las instancias de los conversores a vivir como

racionales, se remontaron a lo más escabroso de las breñas; y queriéndolos sacar

los Padres y españoles, como experimentados y amedrentados de sus rigores, se

resistieron y, por fin, mataron a algunos y se ocultaron en lo más interno de los

bosques, a donde les ocurrió el Indio, o mestizo, llamado Santos Huaina Cápac,

diciéndoles ser el descendiente de sus Incas, y que él los defendería (…) Y no

habiendo entre millones de indios y mestizos, que hay en el Reino y Sierra,

ningún levantado, ni movido un dedo para apoyar esta Rebelión, ni ausentados

ni idos a fomentar en compañía al Rebelde… (Loayza 18)

150

A todas luces, esta referencia a la rebelión de Juan Santos Atahualpa (en un oficio que envía Fray José de San Antonio, en junio de 1750, al Rey, se le nombra “Juan Santos Atahualpa,

Apu Inca, Huayna Cápac”, y Fray Calixto está al tanto del nombre dado al rebelde) 75 tiene como propósito aminorar el impacto de las noticias sobre el proceso de enfrentamiento de las huestes rebeldes contra la administración colonial. Más allá de la cuestión misma de diferenciar entre estos indios y la gran mayoría que no apoya de ninguna forma el levantamiento de Santos

Atahualpa, no deja de llamar la atención la representación del acto mismo como una empresa llevada a cabo por indios de carácter hosco, completamente iletrados o apenas educados, pues se refiere que se trata de “indios recién convertidos” que actúan de manera irracional debido a la “vida bestial” que al parecer solían llevar. No obstante, el posible origen de esa serie de acciones irracionales no se explica por el hecho de que esos indios mal evangelizados sean violentos o dados a la agresividad contra los españoles. Se trata, en todo caso, de la nefasta intervención de los corregidores y los curas doctrineros que estaban a cargo de la evangelización en las zonas alejadas, y que constituyen la verdadera causa del levantamiento.

En esa misma línea, poco más adelante escribe sobre este azote contra la población indígena que son estos funcionarios de la administración colonial y la Iglesia, los españoles en general:

Los indios niños, nuestros hijos y vasallos vuestros ¡oh, Señor! abren los ojos

inocentes, y lo primero que ven es el azote y el palo del español, Corregidor,

Juez, hacendado y del Cura eclesiástico y beneficiado en los pueblos de Indias

de toda la América. Y si fuera este azote y este palo para introducir la Doctrina

Cristiana, la noticia de las ciencias, en el saber leer, escribir y rezar, fuera

disciplina de paz para nosotros; y si el palo fuera para crucificar el vicio, fuera

pan de vida para el alma. Mas no es para eso, sino para que desde el vientre y

75 Véase: Lienhard, 2008: 51.

151

cuna, seamos prácticamente siervos de los españoles, quienes abusan de nuestra

inocente simplicidad, para usar de nuestros hijos e hijas, como de esclavos y

esclavas; cayendo, desde niños, los indios en el duro cautiverio, que el español

les impone con el leño del rigor (Loayza 21).

Esa crueldad con que los españoles tratan a los indios es la base sobre la que surgían todas las rencillas entre ambas “repúblicas” y formaban parte integral del propósito de la rebelión de Santos Atahualpa. Según declaración de dos negros que tuvieron contacto con el mítico rebelde, Congo y Francisco, que fueron entrevistados por el fraile franciscano Domingo

García para saber con precisión quién era aquel fantasmagórico rebelde, “su ánimo es (.,.) cobrar la corona que le quitó Pizarro y los demás españoles, matando a su padre y enviando su cabeza a España”, y que a los españoles “se les acabó su tiempo, y [que] a él le llegó el suyo

(…); [que] ya se acabaron los obrajes, panaderías y esclavitud” (cit. por Lienhard, Disidentes

56). Aunque Fray Calixto disminuya la empresa rebelde de Santos Atahualpa a un acto de indios iletrados e irracionales, lo cierto es que hay una consonancia discursiva en su representación de los españoles como crueles tiranos. En ese sentido, es posible articular una construcción discursiva bastante similar sobre la problemática indígena que tiene en los españoles su principal causa. Considerando, además, que la imagen concreta de Juan Santos

Atahualpa no ha podido ser aprehendida en su real dimensión por la historiografía que ha abordado el asunto, y que más bien se le considere una fantasmagoría antes que una persona real, 76 resulta muy sugerente la constitución de un horizonte crítico en el que ambas enunciaciones —la de Fray Calixto y los testimonios de quienes dicen haber escuchado a

76 Martín Lienhard sugiere que Santos Atahualpa es más un espejismo que una persona real, de carne y hueso, que emerge como personaje sólo a partir de testimonios de vista y oído. A esta fantasmagoría insurgente contribuye el hecho de que no se haya podido ubicar hasta ahora ni sus partidas de nacimiento o bautismo, ni su acta de defunción. Es importante resaltar, asimismo, que contra lo que sugiere Fray Calixto de San José, los testimonios señalan a Juan Santos Atahualpa como un indio cristiano del Cusco, descendiente legítimo de los Incas, que había estudiado en el Colegio de San Francisco de Borja para los hijos de la nobleza indígena. Véase: Lienhard, 2008: 51-61.

152

Santos Atahualpa— sean del todo similares, a pesar de que los lugares desde los que emergen esa enunciaciones sean más bien disímiles. Lo mismo ocurre con las vías para acabar con el problema o para buscar una solución efectiva a ese malestar. En esta diferencia —tengo la fuerte impresión— subyace no sólo una fe depositada en la agencia letrada, sino, por encima de todo, una firme vehemencia en las enormes implicancias del prestigio cultural como un factor decisivo en el juego de posiciones al interior del campo simbólico y por el que estaba apostando un sector de la élite indígena andina. En ese sentido, y para ampliar la observación de Garrett sobre la importancia de la Iglesia como un factor importante en la construcción de la identidad de la nobleza indígena cusqueña, la escritura y el saber letrado, su dominio y su pericia, la plena conciencia del alcance de sus efectos en tanto tecnología del poder, fueron también un factor decisivo tanto para la constitución de una identidad colectiva (“la nación indiana”, “la nación indica”, “los indios americanos”) como para la construcción de una subjetividad intersticial que circulaba por ciertos canales oficiales del orden colonial en busca de espacios de emergencia. 77 Esta subjetividad hizo posible a su vez la progresiva constitución de un sujeto político que se articulaba en gran medida con coherencia en las textualidades indígenas de este periodo, lo cual fue crucial para canalizar una serie de reclamos colectivos, de carácter erudito y con pleno dominio de los saberes oficiales del momento, que contribuyeran a legitimar la posición social de “la república de indios” como una comunidad

étnica en todo su conjunto.

Esa conciencia corporativa de amplio alcance (esto es, ya no un pequeño grupo de caciques, sino “la nación”), que hizo posible la constitución de un sujeto andino (García-

Bedoya, 1996), se va definiendo desde la producción discursiva, es decir desde los mecanismos internos de la tecnología letrada que implican, en gran medida, los de la escritura. En ese

77 La fiesta oficial, como vimos en los capítulos anteriores, y la escritura propiamente indígena, como se observa en este caso.

153 sentido, el propósito de mostrar este agenciamiento que pasa por el orden de la cultura es el de abrir una vez más un intersticio dentro del complejo bloque de la cultura colonial hispanoamericana y observar una vez más algunos aspectos de la acción política desde el espacio de producción simbólica. Ahí se establece una serie de vínculos con el campo político para otorgar a la producción discursiva ese horizonte de sentido que contribuya a comprender las razones que hay detrás del acto de escribir y enunciar desde ese lugar específico denominado “nación indiana” y cuáles son las significaciones políticas que estos actos desencadenan.

No es necesario insistir, además, en la consideración harto conocida de que el campo cultural colonial es en sí mismo un espacio cargado de prácticas simbólicas y rituales en consonancia con el ejercicio del poder. La cultura barroca hispanoamericana, sobre la que tanto se ha escrito con extrema lucidez, fue una constante producción de pliegues y repliegues, de significantes y significados que emergían no sólo desde los límites entre géneros artísticos, o desde las fronteras entre el arte y la vida, sino además desde los intersticios entre la estética y la política. Esa naturaleza bifronte —como la denomina Mabel Moraña— explicaría no sólo estas impurezas que se originan en la eliminación de los límites precisos entre los artefactos culturales del Barroco, sino además desde los lugares en los que se sitúa el sujeto hispanoamericano (como ocurre en el caso particular del sujeto criollo).

Esa tendencia en la tradición cultural del periodo colonial, que tiene en el Barroco de

Indias su laboratorio de experimentación por excelencia, no es ajena a la producción cultural de las élites indígenas andinas. Es posible observar también esta condición bifronte en el sujeto andino colonial que da forma a una cultura barroca específica, aquello que Carlos García-

Bedoya (2000) denomina el “barroco andino”. García-Bedoya propone pensar la constitución de un sujeto andino que emerge desde una serie de textos cuya unidad da forma a una subjetividad andina particular dentro del orden colonial en el virreinato peruano. Esa

154 subjetividad, en mi propuesta, no sólo se muestra constitutivamente escindida, puesto que se articula desde los límites del orden colonial y una emancipación corporativa dentro de ese mismo orden. Por encima de eso, se constituye desde los pliegues de una razón política que busca diferenciarse de cualquier manifestación violenta que atente contra el orden colonial. Su apuesta es la inclusión de la república de indios dentro de ese orden con los mismos privilegios que gozan los españoles y es por ello que se marca una distancia definitiva con respecto a la rebelión de Juan Santos Atahualpa. En ese sentido, mi propuesta apunta hacia otro horizonte de lectura, pues a diferencia de García-Bedoya no creo que el impulso que hay detrás de las rebeliones indígenas y este conjunto de textos andinos que apelan al Rey como lector (si se prefiere, para usar una vez más la fórmula de Mark Thurner, a los oídos del Rey, “como si”

éste pudiera escucharlos) sean parte de una misma subjetividad a pesar de corresponder a un espacio de producción cultural común. Es decir, no creo, como sostiene el investigador, que la constitución del sujeto andino sea una larga trayectoria que empiece con la producción textual del siglo XVII y termine, o llegue a su cúspide, con la rebelión de Túpac Amaru II a fines del

XVIII. En el mejor de los casos, se trata de agencias que recorren de manera paralela el campo político de su momento y obedecen a propósitos disímiles, lo cual revela una heterogeneidad más compleja dentro de las comunidades indígenas andinas del periodo colonial. En principio, porque este esfuerzo letrado circula en el campo político de acuerdo con las pautas instituidas dentro del orden colonial, esto es, apelando a una autoridad cultural (letrada) que busca legitimar la posición indígena dentro de ese mismo orden. Eso explica de manera contundente, una vez más, la necesidad de establecer una distancia que separe a la “nación indiana” de los rebeldes liderados por Juan Santos Atahualpa, tal como se aprecia en la Representación verdadera . Aun considerando que Santos Atahualpa sea designado por sus testigos como un indio cusqueño, cristiano, educado en el Colegio de San Borja, y de legitima ascendencia inca, la opción rebelde va siempre en contravía de los esfuerzos letrados que recurren a la escritura

155 en cuanto tecnología del poder tales como los de Juan Núñez Vela de Ribera, Vicente Mora

Chimo o Fray Calixto de San José Túpac Inca.

Si retomamos por un momento uno de los argumentos de los capítulos anteriores, el de la circulación del prestigio de la historia de los Incas a través de los canales de producción simbólica de la fiesta oficial, observaremos mejor la importancia de esos eventos en la construcción de una memoria política indígena, así como la importancia decisiva de la intervención de las élites indígenas andinas en el campo de producción cultural del siglo XVIII.

En un singular pasaje de la Representación verdadera , y tras haber marcado distancia con la rebelión de Juan Santos Atahualpa, se registra lo siguiente:

Señor, esta lealtad se probó, segunda vez, en el año de 1748, en las

plausibles fiestas que en la Ciudad de los Reyes, Corte del Perú, hicieron

vuestros indios, en los días 21 y 22 de Febrero; y habiéndoles cabido en ellas

el último lugar (como siempre les cabe en todo) no obstante se llevaron el

primer lugar en la pública aclamación no vulgar y popular sólo, sino muy

cierta, discreta y crítica ; de que (en medio de lo calamitoso del tiempo, y estar

en la Ciudad tan desolada e incómoda por la devastación que padeció en el

espantoso terremoto, y terremotos que por más de un año y medio la molestaron)

fueron las más plausibles, lucidas, alegres, grandes, majestuosas, augustas,

reales, pomposas, heroicas, suntuosas y magníficas que se han visto en estos dos

siglos; y que quedaron atrasadas no sólo las pasadas y presente que vuestros

vasallos los españoles han hecho, y ni aún en lo[s] antiguos tiempos romanos, y

de todas las naciones (Loayza 19; énfasis mío).

Esa lealtad a la que se hace referencia no es otra sino la que la “nación indiana” le rindió al rey Fernando VI en la proclamación real que, por su ascenso al trono, y bajo la dirección del

156 virrey Manso de Velasco, se celebró en Lima el año de 1748. 78 La primera cuestión que surge de esa cita es la consideración de la fiesta oficial no sólo como un ritual, sino ante todo como un dispositivo inscrito en el campo político para establecer alianzas concretas entre el monarca español y sus súbditos indígenas. El recuerdo de ese pacto con el Rey trasunta en la memoria de la colectividad indígena, puesto que define (o debería definir) un resultado específico en el complejo entramado simbólico de la semiosis colonial : una lealtad demostrada ante el monarca hispano (ante su imagen que se encuentra en las orillas de dos mundos) que al mismo tiempo define una hegemonía en la cual la nobleza indígena se convierte en un órgano político más dentro del cuerpo imperial. Ese recuerdo, que se inscribe en el texto como un signo de lealtad y prestigio, marca un punto de inflexión, un más allá del texto que apunta a un evento del pasado para volver a ponerlo frente a los ojos (y los oídos) del Rey como una prueba de fidelidad que merece reciprocidad.

Me parece importante mencionar, por otro lado, que, en la fiesta de 1748, el autor anónimo recuerda las fiestas anteriores en las que también había participado la nobleza indígena. Así, refiere que a instancias del corregidor Casimiro de Beytia, los nobles indígenas de Lima y sus alrededores intervinieron en las festividades, pues hace

mas de veinte años havian ofrecido al Publico en igual Regia Celebridad, porque

aun era todavía un encarecimiento continuo de la ponderación en la memoria de

los que lo gozaron. Y asi abrazando este dictamen, decretaron a aquella fiesta,

que se reducia a una Comparsa, que siendo una especie de Mascara, solo le

distinguia en no ser personada, y era una Representacion, a que redujeron la

Historia de la Serie y Sucesion de sus Antiguos conocidos Reyes, que

Triunfantes de rendidos venían en Magnifica Pompa a sacrificar al Inca de dos

78 Se trata del libro de autor anónimo, que se encuentra en la Biblioteca Nacional de España: El Dia de Lima. Proclamacion Real, Que de el Nombre Augusto de el Supremo Señor D. Fernando el VI. Rey Catholico de las Españas, y Emperador de las Indias (…) Hizo la muy Noble, y muy Leal Ciudad de los Reyes Lima … (1748).

157

Mundos, a quien reconocían por Dueño ( El Dia de Lima 239).

Ese recuerdo de los nobles de la élite indígena representando a los Incas en un desfile festivo en honor de la figura real ostenta una impronta de prestigio cultural que hizo posible la aparición de los Incas en las calles de la capital del virreinato peruano en la celebración a

Fernando VI. Desde Huáscar hasta Manco Cápac, los doce Incas 79 aparecieron una vez más con toda la pompa y los símbolos distintivos de su antiguo poder, mantenidos en la memoria de sus descendientes coloniales; aunque en esta ocasión la aclamación pública no puso al Rey

Fernando VI como un Inca, sino simplemente como “CATHOLICO MONARCA (...) REY DE

ESPANA Y EMPERADOR DE LAS INDIAS” ( El Dia de Lima 259). Un recuerdo que estaba en circulación tanto entre los miembros de la élite andina como entre aquellos que formaban parte del estado colonial, de eclesiástico y de la nobleza criolla. Es por ello que Fray Calixto rememora esa imagen pública de la nobleza indígena actuando en ese ritual, para recordarle a

Fernando VI sobre esas alianzas políticas (el simulacro de un pacto para la hegemonía imperial) establecidas desde el lado americano.

Por último, un aspecto fundamental de la Representación verdadera es aquel que corresponde al orden de las propuestas para un cambio efectivo en el ámbito de la soberanía.

Es decir, un intento por reorganizar el buen gobierno a favor de los indios y evitar así la proliferación de una política maquiavélica llevada por los españoles, 80 que sólo ha generado a lo largo de dos siglos “discordia, desunión y cisma” (Loayza 38). Esa consideración de un

79 Una vez más también repitiendo ese error historiográfico que Pedro de Peralta corrige a través de la lectura de los Comentarios reales del Inca Garcilaso. Véase el capítulo II de este mismo trabajo. 80 Sobre el maquiavelismo de los españoles, que en la Representación verdadera aparece en su formulación incipiente, Fray Calixto señala: “Y si Maquiavelo ensena que no hagan beneficios y mercedes de golpe sino a gotas, no hay para el Indio otro beneficio que golpes e injurias; que se fomenten facciones (dice el malvado sectario Maquiavelo) entre los mismo súbditos y vasallos de un Príncipe; y en estas Indias lo primero que entablaron los Conquistadores, fueron bandos, parcialidades y facciones, con tantas distinciones, de españoles europeos y criollos, indios y mestizos, entre quienes hay tanta discordia, desunión y cisma…” (38). Como veremos en el siguiente capítulo, esta relación entre crítica de la Conquista y maquiavelismo hispano será explotada con gran amplitud en el Planctus Indorum .

158 maquiavelismo político puesto en marcha por los españoles en el Nuevo Mundo tiene su origen en los propios conquistadores, de modo que se abre un pequeño espacio para una crítica de la conquista española, aspecto que será crucial en el Planctus Indorum . En efecto, esa lectura que hace la nación indiana para explicar su propia situación dentro del orden colonial establece una diferencia entre el Rey hispano y los españoles que habitan la América hispana, pues ellos son la verdadera causa de ese malestar histórico:

… que es la injuria tan grave y tan general a toda una nación, tan limpia, tan

noble, tan dilatada, tan numerosa, tan humilde, tan desinteresada, anticuada por

más de doscientos años, y cerca de trescientos, desde el año 1492, en que el

ínclito Almirante Don Cristóbal Colón descubrió la Isla Española, hasta los

presentes de 1749, en que van doscientos y cincuenta y siete de afrentas,

injurias, oprobios y destrucciones de Indios , y que no tiene comparación con

cautiverio alguno, que han padecido las gentes subyugadas por otras naciones

(Loayza 39; énfasis mío).

La importancia de esta representación histórica en torno a la situación indígena en el

Nuevo Mundo no debe pasar desapercibida; y no sólo por sus efectos retóricos, sino además por esas huellas que señalan una subjetividad que se constituye desde la memoria y la escritura de una historia que representa la historia colonial andina como una historia de afrentas. Como nos recuerda Franz Ankersmit, toda realidad pasada que se historiza en la escritura constituye una representación de ciertas cosas que dan forma a su vez de un evento representado o algo que es representado (80-88). En otras palabras, no hay representación histórica sin lo representado; 81 condición que determina en última instancia una subjetividad concreta: la del

81 Ankersmit cuestiona abiertamente la idea de una “objetividad” en la escritura de la historia y propone desarticular esa epistemología que vincula las cosas con las palabras mediante una consideración del orden del lenguaje, esto es, de la articulación de una nueva epistemología que vincule a las palabras con las palabras. Por eso, en lugar de “narrativa histórica” (es decir, un modo preciso de contar cómo ocurrieron ciertas cosas en el pasado), el término “representación histórica” define un uso del lenguaje que da forma a un evento histórico que surge a través de su misma representación. En ese sentido, el binomio representación/(lo) representado se

159 sujeto que escribe, es decir, la del historiador, con sus valores, sus normas éticas, sus puntos de vista políticos, los que no deja de trasladar en su registro del pasado. De modo que, atendiendo a esta fórmula, y siguiendo a Ankersmit en cuanto que “[h]istorical writing is, so to speak, the experimental garden where we may try out different political and moral values” (Ankersmit

99), se observa en esa representación histórica una particular visión política de la situación de los indios del Nuevo Mundo. Una visión que no deja de ser al mismo tiempo una crítica a la colonización; pero sobre todo una agencia que al dirigirse al Rey (y a su corte) propone una transformación política para calmar los ánimos de esa nación severamente afectada por el dominio hispano. He ahí su potencial carácter subversivo, algo que será llevado al extremo en el Planctus Indorum . El mismo Ankersmit propone que, al nutrirse de los propios valores y juicios políticos y éticos del historiador, la escritura histórica puede ser más revolucionaria si se usa una idea política para darle forma, esto es, para juzgar un determinado evento del pasado desde el uso de una idea política que se quiere reivindicar (99).

A diferencia de Ankersmit, sin embargo, quien sugiere que esa escritura debe ser lo más desapasionada posible, nuestro texto está repleto de pasión y de una enorme carga afectiva que no tiene otro propósito sino el de conmover al Rey y afectar sus sentidos a través de la lectura,

“como si” éste pudiera escuchar ese lamento de los indios americanos desde el otro lado del

Atlántico. Con todo, esa conciencia en la importancia de la historia como maestra de vida no sólo se articula dentro de las fórmulas puestas en marcha por la práctica de la escritura de la historia, sino que además formaba parte de los tratados políticos que buscaban educar con el ejemplo al soberano para llevar de la mejor manera posible las riendas del gobierno. En efecto, un tratadista como Diego de Saavedra Fajardo, escribía en su famoso libro Idea de un principe

corresponde con el de significado/significante. Desde esa forma de concebir la historia como un acto de representación (un acto de lenguaje, como sugieren Rancière o De Certeau), surge también una mayor conciencia sobre el rol de la subjetividad del historiador, quien, como el fotógrafo, escoge qué plano de la realidad representar (bajo qué luz, usando cuáles tipos de filtros, desde primeros planos o alejamientos, componiendo el plano de qué manera, etcétera). Es decir, la escritura de la historia está determinada por los valores y las normas éticas del historiador. Véase: Ankersmit, 2001: 75-103.

160 político christiano , publicado en 1640 (y reeditado en sucesivas ocasiones) lo siguiente:

La historia es maestra de la verdadera política, (…) y quien mejor enseñará

a reynar al Principe, porque en ella está presente la experiencia de todos los

gobiernos pasados, y la prudencia, y juicio de los que fueron. Consejero es, que

a todas horas está con él. De la jurisprudencia tome el Principe aquella que

pertenece al govierno, leyendo las leyes, y constituciones de sus Estados, que

tratan de él, las quales halló la razón de estado, y aprobó el largo uso (42-43).

Esta cita contribuye a explicar en gran medida la importancia del referente histórico en la Representación verdadera , así como la constante referencia a las Leyes de Indias y a las cédulas reales dadas por los monarcas anteriores como Felipe V, quienes favorecieron con su benevolencia a los indios del virreinato peruano y a quien, por eso mismo, se menciona con fervor fidelista en más de una ocasión. Se puede afirmar, en consecuencia, que el sujeto de escritura del Memorial indígena está imbuido por estas referencias discursivas que circulaban por los distintos circuitos de producción letrada de su época. En ese sentido, no resulta extraño que aparezcan señas puntuales, dispersas a lo largo del texto, sobre la relación de los vasallos indios con sus antiguos gobernantes prehispánicos, los Incas, pues desde el espejo de la historia es posible mostrar al Rey cómo debe ser un buen padre y un buen soberano, pues los indios…

… son (…) [su] mayor tesoro, y los que enriquecieron (…) [sus] reales

haberes, y os sudan tesoros en sus tributos , como saben darlo tributando,

sepan entregároslo en España, conduciéndolo en compañía de vuestros vasallos

los españoles, y que a una todos gocemos de vuestra real magnificencia, pues

a una servimos a nuestra real Corona . Y de esa suerte sabiendo los Indios el

que precisamente han de parecer ante su Rey y Señor, también necesariamente

se dispondrán y habilitarán en la literatura y política cortesana, para

presentarse ante los ojos de tanta Majestad . Y esta habilitación, Señor, no

161

puede ser sin colegio, sin estudios y sin maestros, que absolutamente no los

tenemos, aunque no[s] los hayan los Señores, nuestros Reyes, concedido. Así

seremos, Señor, convertidos y vueltos, volviendo en nosotros mismos y por

nuestra honra; porque la esperanza practica de ver que a las generosas

hazañas y servicios hechos a sus Reyes, se premian y gratifican ; despertad la

negligente pereza que detiene y posee a los indios, por ver que nada les ha valido

ni valdrá para con sus Reyes obrar heroicidades. ¿No las hicieron en la

antigüedad? ¿No tuvieron pensamientos nobles? ¿No sirvieron a sus Reyes

Incas, cuando gentiles, y acometieron empresas ilustres? (Loayza 29)

Una vez más, el reclamo se funda en una crítica a la colonización hispana, puesto que el sujeto político que emerge de este texto señala que la riqueza de la corona española es producto del trabajo y del sudor de los indios todos de la América hispana. Una riqueza sustentada en el cuerpo de esa nación vejada históricamente y que se acerca como un solo

órgano político del cuerpo imperial ante el Rey —ese lejano padre que los ha mantenido en el olvido— para demandar una reivindicación de su parte. Asimismo, la exigencia por el acceso a la educación en los Colegios Mayores o las universidades es parte de un pliego de reclamos que aparece de manera consistente y registra sintomáticamente la importancia que los miembros de la élite indígena le otorgaban al acceso a la ciudad letrada como una garantía del prestigio cultural. No es de extrañar, en ese sentido, que nuestro sujeto de escritura demuestre una vasta erudición en la escritura de este Memorial, haciendo gala de un informado manejo de los saberes políticos de su momento, aunque no aparezcan las fuentes citadas de manera directa. Esto revela un nivel consistente en la educación de las elites indígenas en el Perú colonial, que no sólo pudo lidiar con el reto de conseguir espacios de formación letrada, sino que además pudo acceder a una serie de textos que formaban parte del canon letrado de este periodo. Así, por ejemplo, en un inventario de 1767 del Colegio de San Francisco de Borja,

162 creado para la educación de la nobleza indígena cusqueña, se encontraba un total de 257 volúmenes con los más variados títulos, los cuales cubrían materias distintas como teología escolástica y moral (el principal volumen de textos dentro del conjunto), leyes, historia antigua y medicina (Alaperrine-Bouyer, 2005). Dentro de ese amplio catálogo, que da cuenta de un acceso privilegiado a textos que contribuían a la educación de la nobleza indígena, la mayor parte de los libros de teología trataban sobre aspectos de la teología tomista y entre ellos se encontraba los volúmenes dos y tres de la Summae sacrosanctae theologiae , publicadas en

Amberes en 1617 (Alaperrine-Bouyer, “La biblioteca del colegio de yngas” 174). En esa educación de orientación tomista es probable que se haya accedido al texto en el que Santo

Tomás trata sobre el gobierno de los príncipes. 82 En su opúsculo, sugiere que los príncipes y los monarcas, para ser buenos soberanos, deben conseguir el amor de sus súbditos, no gobernar con tiranía, hacer del bien común el propósito del gobierno, y, por encima de todo, el Rey debe ser “para el estado médico, padre, maestro y ayo” (Beuchot 107).

Por último, la consideración del carácter noble de los indígenas, quienes le recuerdan al Rey cómo fueron fieles vasallos de los Incas, a quienes sirvieron con gran diligencia y quienes, a pesar de no haber conocido la fe cristiana, pudieron ejecutar obras dignas de ser rememoradas. En su conjunto, la cita se presenta bajo el halo de un garcilasismo que sitúa la importancia de la educación de la nobleza indígena. Ese puente retórico que se crea entre la urgencia y la necesidad de su acceso a la esfera letrada y el ejemplo histórico de los “Reyes

Incas” parece apuntar a la forma en que sus antiguos gobernantes pudieron crear espacios de producción y diseminación de saberes, como sugería el propio Inca Garcilaso. 83

82 Existe, por ejemplo, una edición de 1625 traducida al castellano, y dedicada al Conde de Olivares, que se publicó en Madrid, en la imprenta de Juan Gonzales. Véase: Tratado del govierno de los príncipes, del Angelico Doctor Santo Tomas de Aquino. Traducido en nuestra lengua castellana por don Alonso Ordonez das Seyjas y Tobar, Senor de Sampayo. Al excelentissimo Senor Don Gaspar de Guzman, Conde de Oliuares, Sumiller de Corps, y Cauallerizo mayor de su Magestad, y de su Consejo de Estado de Guerra, Alcayde perpetuo de los Reales Alcaçares de Seuilla, y gran Canciller de las Indias . En Madrid, por Juan Gonçalez, Año M.DC.XXV. 83 Apunta el Inca Garcilaso: “Tan tasada y tan cortamente como se ha visto sabían los Incas del Perú las ciencias que hemos dicho, aunque si tuvieran letras las pasaran adelante poco a poco, con la herencia de unos a otros,

163

Desde este horizonte crítico sobre la presencia española en el Nuevo Mundo al ámbito de las propuestas políticas hay sólo un paso. Entre el conjunto de “eficaces remedios” propuestos como soluciones inmediatas se encuentran: 1) que se cumplan las leyes de la Iglesia

Católica en relación con los indios; 2) que se pongan en práctica las cédulas reales emitidas a favor de la nación india; 3) que se deroguen las leyes que impiden a los indios el viaje a España;

4) que los dejen poseer bienes, comerciar entre ellos y administrar su propia comunidad; 5) que se eliminen los nuevos tributos (“nueva pensión de alcabalas”) impuestos sobre los indios; 6) que se abran escuelas para que los indios puedan aprender a leer, escribir y contar; 7) que se les permita el ingreso en los colegios reales y seminarios; 8) que se les admita en las órdenes religiosas, tanto a hombres como mujeres; 9) que por sus méritos puedan acceder al alto clero;

10) que se eliminen la mita y el servicio personal de los indios; 11) que se elimine la figura del

“corregidor español” y sean los propios indios quienes se gobiernen bajo la jurisdicción del virrey y el Rey de España; 12) y, finalmente, que se constituya un tribunal dentro de la administración colonial compuesto por indios nobles junto con dos o más obispos y “otras personas nobles que hay en el Reino”, y sean ellos quienes se encarguen de la gestión y ejecución de las leyes reales en lo que se refiere a los asuntos de la “república de indios”

(Loayza 41-46).

La inusual presencia de estas propuestas, entonces, nos pone frente a un texto que va más allá de la consideración de una manera de imaginar la justicia andina bajo el orden colonial.

Alcira Dueñas sostiene que la Representación verdadera “introduces the discussion of the

Andeans’ notion of social justice under colonialism (…), a theological and historical defense of Amerindians’ and mestizos’ right to become Catholic priests, and a proposal for social and

como hicieron los primeros filósofos y astrólogos. Solo en Filosofía moral se extremaron así en la enseñanza de ella cómo en usar las leyes y costumbres que guardaron, no sólo entre los vasallos, cómo se debían tratar unos a otros, conforme a ley natural, mas también cómo debían obedecer, servir y adorar al Rey y a los superiores y cómo debía el Rey gobernar y beneficiar a los curacas y a los demás vasallos y súbditos inferiores.” Véase: Comentarios reales , 117.

164 administrative reform” (68). Asimismo, al seguir la referencia textual y retórica del Libro de las lamentaciones del profeta Jeremías, Dueñas sugiere que la Representación verdadera propone una narrativa en la cual la “nación indiana” se empodera a sí misma al emerger de la escritura como el pueblo elegido, sustituyendo a los hebreos por los andinos y haciendo de

Jeremías el vehículo principal para canalizar la situación de extrema opresión que sufrían tal como los hebreos reclamaban respecto de su propia esclavitud en el libro bíblico de Éxodo

(71). Todo esto no deja de ser preciso en cuanto que se trata de un texto complejo que combina un deseo de justicia —que se le exige al monarca en tanto soberano del imperio hispano y padre de la “nación indiana” — con una retórica bíblica que interpela a la dimensión afectiva de su lector (y sus posteriores lectores) para hacer efectiva esa demanda. No obstante, ese conjunto de propuestas hace del texto un artefacto aún más denso en su misma constitución, pues interviene de manera precisa con una receta que busca resolver el malestar de ese órgano enfermo (la “república de indios”) dentro del cuerpo de la república hispana. En ese sentido, la

Representación verdadera se asemeja bastante a la Nueva corónica y buen gobierno de

Guamán Poma (quien lo envía a Felipe III con propósitos similares), por las múltiples referencias a la idea de un buen gobierno (entre otros detalles) que el Rey debe ejecutar para una mejor administración de esa “casa y herencia” (Loayza 7) conformada por la “nación indiana”. Pero, como refiere García-Bedoya, mientras que Guamán Poma imagina un retorno hacia el pasado para construir el futuro, la Representación verdadera imagina un futuro diferente (“El discurso andino” 211). Ese futuro se imagina desde el presente colonial, desde la posibilidad de crear una convivencia armónica entre españoles e indios. Al menos eso es lo que se desprende del “eficaz remedio” que propone la creación de un tribunal mixto, en el que representantes de la nobleza indígena puedan administrar la justicia y las leyes junto con representantes de la Iglesia y aquellas personas nobles que podrían ser españoles o criollos. He ahí, precisamente, la voluntad conciliadora de esta nación, que a pesar de los agravios no es

165 rencorosa, sino que actúa de acuerdo con las leyes cristianas y espera que el Rey, como recomendaba Santo Tomás de Aquino, pudiera intervenir haciendo caso de estos remedios para garantizar la justicia y el bienestar común de sus súbditos.

3.3.- Conclusiones.

El esfuerzo de las élites andinas por ingresar en la esfera letrada va de la mano con la amplia demostración de una serie de actos de escritura en los que se canalizan el reclamo, el deseo de justicia, la construcción de las identidades indígenas y la conformación de una memoria colectiva que se cruza en el camino también con la escritura de la historia. Ese esfuerzo fue canalizado, principalmente, en la escritura de los Memoriales, textos de carácter heterogéneo en los que la denuncia y la reivindicación legal van de la mano con la construcción de una memoria colectiva que va dando forma a una identidad andina colonial. En ese proceso de construcción de la memoria colectiva trasuntan una serie de discursos y referencias culturales que registran una dinámica de producción simbólica en la que las élites indígenas participan con una autoridad del todo consistente, y que responde a los procesos de adquisición de saberes letrados como parte de la educación que fueron recibiendo en aquellos mínimos espacios en los que su ingreso era permitido. Asimismo, se observa en ellos la progresiva constitución de un sujeto de escritura que construye su autoridad a partir de un amplio dominio de los saberes que circulaban dentro de la ciudad letrada . En este tipo de textos, el sujeto de escritura adquiere al mismo tiempo la consistencia de un sujeto político que fue del todo necesario para lidiar con el poder imperial en la arena política del orden colonial. Si bien es cierto que en un inicio ese sujeto político aparece disgregado y disperso entre las tramas discursivas enunciadas por pequeños grupos o corporaciones excluyentes dentro de la élite andina, muy pronto se observa la constitución de un sujeto político que articula los intereses colectivos de toda la república de indios . En efecto, desde los reclamos de individuos

166 específicos, con intereses particulares dentro de la nobleza indígena, sobre todo de aquellos que reclamaban ser descendientes de los Incas, hasta la exposición de un reclamo colectivo en representación de la “nación indiana” hay una serie de tránsitos que permiten observar de cerca las vicisitudes del sujeto andino colonial.

En el proceso de constitución de un sujeto político andino, dos momentos y dos textos, alineados en la tradición de escritura de los memoriales indígenas, resultan clave: El Manifiesto de los agravios, bexaciones y molestias, que padecen los indios del Reyno del Peru dedicado a los Señores de el Real y Supremo Consejo, y Camara de Indias presentado al fiscal del

Consejo de Indias en 1732 por el cacique Vicente Mora Chimo; y la Representación verdadera y exclamación rendida, y lamentable, que toda la Nacion Indiana hace a la Magestad del Señor

Rey de las Españas (1749), de Fray Calixto de San José Túpac Inca. En el primero de ellos el sujeto político se construye en el horizonte hegemónico del orden colonial, pues su objetivo no sólo era reivindicar los intereses indígenas particulares, sino también advertir al Rey sobre el posible deterioro del pacto colonial entre la “república de indios” y el imperio hispano. Esa advertencia ingresa en el orden de la soberanía como la posibilidad de un desastre ante la falta de buen gobierno del lejano monarca hispano. Es decir, se pone en alerta al soberano sobre la posible emergencia de tumultos y rebeliones (como, en efecto, empezaría a ocurrir de manera constante a lo largo del siglo XVIII) que podrían alterar el orden colonial. En el segundo de los textos, el más importante por su diferencia en ese universo de textualidades, se ofrece un reclamo colectivo en representación de toda una nación étnica: la “nación indiana”. Este aspecto no debe pasar inadvertido, puesto que en el espacio de producción cultural en el que se operaban estas estrategias letradas, los esfuerzos por reclamar y exigir cambios en nombre de todos los indios del Perú colonial no fueron siempre los mismos. En otras palabras, la

Representación verdadera es un texto en el que se incorporan todas las experiencias previas y se resuelven los múltiples obstáculos que implicó el enfrentamiento de estas colectividades

167 inermes contra el poder imperial. Precisamente, su principalía radica en la cuestión fundamental de haber dado forma a un sujeto político andino que encontró en el saber letrado

(y sobre todo en la escritura) una forma de enfrentar su condición subalterna a través de los mecanismos y las tecnologías del poder de la fabulosa maquina imperial.

En esa intersección de los campos cultural y político se ubican estas pulsiones letradas de la nobleza indígena que apostaba por una agencia mucho más efectiva que aquélla que podía permitir una rebelión violenta para la transformación del orden colonial. La escritura y, en consecuencia, el texto en el que se diseminaba la subjetividad subalterna indígena, constituían los espacios de experimentación en los que se ponían a prueba las posibilidades de imaginar nuevos futuros y también nuevas formas de gobierno, es decir, nuevas soberanías. Esa es sin lugar a dudas la intención de la Representación verdadera : mostrar una ruta hacia una nueva soberanía, en la que tanto la república indios como la de españoles puedan convivir y garantizar el bien común a través del reconocimiento y legitimidad de la “nación indiana”. Desde ese horizonte soberano, la “nación indiana” no es más esa comunidad vejada desde el inicio del orden colonial, sino que es un órgano vital y del todo necesario del cuerpo del imperio español, pues era el que se encargaba de producir toda la riqueza que soportaba y mantenía el vasto poder de ese imperio gobernado por el siempre ausente y lejano Rey.

168

CAPÍTULO IV Por una soberanía andina: escritura, afecto y agencia indígena en la segunda mitad del siglo XVIII peruano.

Los esfuerzos de la nobleza indígena puestos en funcionamiento en su participación como parte de las fiestas oficiales o a través de la escritura de memoriales , para registrar los maltratos recibidos por las autoridades coloniales, no siempre coincidían con los intereses de otros sectores de la república de indios , que buscaban cambios a través de medidas más radicales. En 1750, por ejemplo, en la capital del virreinato peruano, un grupo de indígenas dedicados al oficio artesanal de fabricar ollas intentaron una asonada rebelde, que produjo la detención de varios implicados en el acto subversivo y la ejecución pública de algunos de ellos para sentar una lección que evitase intentos similares en el futuro (O’Phelan, 2001). Esto ocurría apenas dos años después de la participación de la élite indígena, afincada en Lima, en la fiesta oficial que había celebrado la llegada al trono de Fernando VI, y en la que no sólo se había puesto en circulación de nuevo a las emblemáticas figuras de los Incas en las calles de la ciudad, sino además en la que se había renovado el pacto colonial mediante ese contundente simulacro del poder imperial. Esto pone en evidencia agencias disímiles que no siempre canalizaban un interés común indígena (la ficción de una comunidad sin diferencias), puesto que, si consideramos los intentos de un sector por ingresar al circuito oficial de producción cultural de este periodo, las constantes rebeliones del siglo XVIII sugieren que otras facciones buscaban cambios a través de medidas mucho más radicales. Más allá de estas discrepancias, que revelan una comunidad heterogénea desde sus agencias mismas, lo cierto es que la opción letrada no dejó de ser una vía que pudiera hacer posible el reconocimiento de la élite indígena como sujeto de privilegios reales de mayor alcance. Entre los privilegios deseados se encuentran de manera insistente el acceso a las universidades o los colegios mayores, o la posibilidad de ingresar en igualdad de condiciones que sus pares españoles a la jerarquía

169 eclesiástica. Esa agencia amparada en la producción cultural, no obstante, tiene una trayectoria compleja que oscila entre las performances de la historia de los Incas en el marco de las fiestas reales y el acto de escribir desde cuyos pliegues va emergiendo una subjetividad andina colonial (García-Bedoya, 2000). Es decir, un sujeto que desde su heterogeneidad y sus contradicciones se desenvuelve de manera múltiple, y construye una identidad que se mimetiza de manera perfecta con el poder imperial y la ideología católica, sin dejar de lado sus propias demandas, sus propias urgencias. Así, este sujeto andino colonial se sincroniza con una serie de acciones que buscaban garantizar una posición con mayores ventajas para los indios peruanos dentro del orden colonial. Y de acuerdo con lo que vengo sosteniendo en los capítulos anteriores, ese conjunto de acciones colectivas, que van definiendo una “nación” que conjuga pasado y futuro con propósitos políticos específicos, se inicia en el primer cuarto del siglo

XVIII. De manera puntual, con la participación de los indios de la nobleza en las fiestas oficiales en honor al monarca español, que hasta ese entonces no era común en este tipo de rituales del poder monárquico. Si bien es cierto que su visibilidad como colectivo en la fiesta oficial fue un evento trascendente ya que en este escenario de carácter público asumían la postura de súbditos fieles, no debe dejarse de lado que también hubo esfuerzos privados que, andando el tiempo, se alejaron de la fidelidad pactada con el rey en ese tipo de actos oficiales.

En otras palabras, las agencias indígenas también apuntaron hacia una serie de acciones que buscaban transformar el orden soberano para modificar el orden social en su esencia misma.

Precisamente, ese el tema central que anima la escritura de estas páginas.

En el presente capítulo centro mi análisis en el Planctus Indorum Christianorum in

America Peruntina , texto publicado de manera clandestina por un grupo de indígenas y mestizos letrados entre 1754 y 1758, y dirigido al Papa Benedicto XIV. 84 Desde mi perspectiva,

84 El texto fue traducido, posteriormente, por Jose María Navarro como Llanto de los Indios Cristianos en la América Peruana , y publicado por el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Catolica del Perú en 2001.

170 su trascendencia radica en su condensación de una serie de aspectos cruciales que permiten observar de cerca no sólo los esfuerzos indígenas ante la posibilidad de una agencia letrada, sino además la plena constitución de una subjetividad que pone de manifiesto una racionalidad política que aparece como una alternativa dentro del orden colonial. Asimismo, y tal vez por encima de todo, es un texto que registra de manera evidente esa enorme fe depositadas tanto en la escritura como en la práctica letrada. Una fe compartida también, en sus respectivas circunstancias, por el Inca Garcilaso de la Vega o Guamán Poma de Ayala, lo cual hizo posible asimismo la aparición de voces alternativas en la producción escrita del amplio archivo colonial. 85 En gran medida, el propio Planctus se alinea en esa tradición de escritura en la que se encuentran los Comentarios reales y la Nueva corónica y buen gobierno , ya que existen intersecciones y diálogos que se cruzan o se sitúan de manera paralela, y que no sólo ofrecen información sobre la construcción de los sujetos de escritura a partir de sus lecturas, sino que también señalan un espacio de producción cultural andino común.

De esta manera, propongo una aproximación a la agencia letrada dentro de lo que podría denominarse la performatividad política de las élites indígenas, 86 del todo necesaria y urgente en este periodo específico para negociar o enfrentarse al poder del orden colonial. Bajo esa luz, intento mostrar que el Planctus Indorum es ante todo un proyecto de gobierno, una clara muestra que constituye en sí misma una racionalidad política que manifiesta un nuevo orden donde el amplio bagaje cultural andino se sitúa en el marco del cristianismo católico. Aun

85 Tomo esta sugerente idea de la fe en la escritura del artículo sobre Guamán Poma de Rocío Quispe-Agnoli (2005). Es interesante observar esa misma fe en el sujeto de escritura del Planctus Indorum , lo que pone de manifiesto una cultura letrada particular dentro de la producción discursiva andina colonial. 86 Empleo aquí el término performatividad en el sentido que le dan Athena Athanasiou y Judith Butler como una “promesa política” que permite una reapropiación de las normas de visibilidad y audibilidad (esto es, hacerse ver y escuchar) para enfrentarse a determinados regímenes discursivos de homogenización y normatividad, como el de nación, machismo o ilegalidad migratoria, a través de prácticas que tienen en el cuerpo a su fuente principal del poder político (140-148). Tal como observo, el siglo XVIII en el Perú colonial se caracteriza por una mayor presencia de la élite andina con el fin de transformar el orden colonial. Esa intervención, a través de las fiestas o de la escritura, le permite a esa élite ‘ser vista y escuchada’.

171 cuando desde una primera lectura se muestra como una denuncia de los indios peruanos contra el maltrato de los españoles, también es posible ver que el texto aparece como una propuesta política concreta, como una solución que se ofrece para salvar la urgencia del conflicto cotidiano entre indígenas y españoles a través de una medida que resulta a todas luces radical para su época. Esta solución consiste en el envío de un patriarca eclesiástico a la “América peruana” y el posicionamiento de indios y mestizos nobles en los altos cargos de la Iglesia, la cual estaría a cargo de la administración de esta parte del orbe sin intervención directa de la

Corona española.

En ese sentido, también es crucial observar los distintos matices en la construcción de un sujeto político que desde los Andes busca constituir una soberanía indígena alineada, en un primer momento, con el poder imperial y, posteriormente, con el poder católico. Este viraje es consecuencia de la falta de atención que algunos sectores de la nobleza indígena perciben luego de los intentos de acercarse al rey y a su corte para hacer que sus demandas sean escuchadas para revertir su posición subalterna en el campo social. Para entender este proceso es necesario ubicar el Planctus dentro de una tradición de escritura de denuncia efectuado por las élites indígenas coloniales a lo largo de este periodo, con el fin de exigir a la Corona española una serie de cambios dramáticos para acabar con el abuso y restituirle sus legítimos derechos. Con ese propósito, como vimos en el capítulo anterior, durante este momento se escribieron y enviaron al Rey una serie de memoriales para denunciar los abusos de parte de los españoles contra los indios, así como para demandar la ejecución de aquellas leyes emitidas para protegerlos de esas prácticas abusivas. En ese flujo incesante de textualidades, el Planctus propone su propio modelo como una solución política que lleva al extremo la cuestión soberana desde una reflexión sobre la historia andina bajo el dominio colonial. Esa propuesta, sin embargo, no pretende un retorno imposible al cada vez más lejano imperio de los Incas, sino que ofrece una reformulación posible del poder en su articulación trasatlántica, pues esta élite

172 andina que busca de manera un posicionamiento a favor de sus intereses no deja de alinearse con el poder eclesiástico romano. En otras palabras, se propone como una solución que permita el ingreso de la nación indiana de la América peruana dentro del orbe católico.

Por último, puede verse también en el Planctus Indorum un primer intento anticolonial que, no obstante, recurre a la iglesia católica romana como una aliada para enfrentarse al poder imperial hispano con cautela, siguiendo de manera plenamente consciente la jerarquía de la soberanía católica que tiene en el rey a su figura más representativa en el orden terrenal. En este respecto, lo crucial es observar las estrategias discursivas empleadas para desautorizar a los españoles y, por extensión, al monarca y su imperio, de modo tal que puedan autorizar su propia queja, es decir, hacer de su lamento uno que justifique semejante pedido ante la máxima autoridad del mundo católico.

4.1.- El Planctus Indorum en la tradición de escritura indígena/andina del siglo XVIII en el Perú colonial. Dentro del amplio conjunto de textos del archivo colonial hispanoamericano, hay uno en particular que aborda los intereses políticos indígenas dentro del espacio social y su relación

(y su fricción) constante con el poder hispano: me refiero al memorial indígena. Se trata de un tipo de texto que emerge bajo el signo de la urgencia, esto es, como una salida viable que apela a la autoridad del soberano para resolver con prontitud la relación conflictiva entre colonizados y colonizadores.

De acuerdo con Alcira Dueñas (2010), la práctica andina de confeccionar memoriales y representaciones tiene su origen en la práctica institucionalizada de informar sobre la situación de las colonias ultramarinas mientras iba progresando el dominio hispano en los

Andes durante el tardío siglo XVI. Pero a diferencia de las autoridades coloniales, los escritores andinos aprovecharon este recurso discursivo para cuestionar la justicia colonial y a los encargados de su administración con el propósito de enfatizar la necesidad de su propia

173 participación política, que podría generar un cambio social viable. Asimismo, agrega la historiadora, estos textos escritos con el alfabeto y la gramática hispanas utilizaron una serie de dispositivos teológicos y retóricos provenientes de la tradición europea, convirtiéndose en artefactos complejos, transculturales y políticos en su misma naturaleza, con lo cual conseguían ajustarse a las inquietudes de los intelectuales ( scholars ) andinos y sus deseos de enunciar discursos de justicia y reforma social (Dueñas 9-10).

Considerando estos textos, los memoriales y las representaciones , desde su propósito de transformación social o desde la premisa de que los intelectuales indígenas eran a su vez

“activistas sociales”, que usaban la escritura como plataforma para la obtención de “justicia social”, como sugiere Dueñas, la cuestión de su poética gravita con una luz particular alrededor de las textualidades andinas. En ese sentido, es fundamental esa característica que señala que se trata de textos que se producen en la tradición oficial de informar al rey sobre los hechos y acontecimientos que afectan a sus dominios más allá de la corte hispana. En otras palabras, llegar a los oídos del rey resulta crucial en este acto de escritura, pues señala también cómo desde una condición de dominación y de su plena asunción, va surgiendo una subjetividad andina colonial que se alinea con la lógica del funcionamiento de la maquinaria imperial hispana y católica. Es decir, el hecho mismo de recurrir a la autoridad del soberano a través de la tecnología letrada pone en evidencia una clara consciencia indígena de la jerarquía del poder, de modo que se accede a los recursos del poder y se hace empleo de las estrategias necesarias para poder modificar su propio estatus dentro del orden colonial. Como sugiere Dueñas, esta escritura busca poner en balance el mundo andino dentro del mundo colonial (9), lo cual afecta también al papel de quienes habitan ese espacio colonizado y quienes se encuentran en situación subalterna y desean con fervor subvertirla. Lo importante, de cualquier forma, es el proceso de adquisición de una conciencia de las estrategias del poder y los intersticios por los que pueden canalizarse esos deseos de reforma.

174

Homi Bhabha describe esta situación como el mimetismo colonial , un proceso en el que la experiencia colonial transforma al colonizado en un Otro deseado, esto es, reformado a imagen y semejanza del colonizador. Sin embargo, como parte de este proceso, la mimesis colonial produce, en su deslizamiento, una diferencia que excede a la imagen del colonizador y, por eso mismo, se vuelve su reverso: una imagen que se ubica en contra el deseo colonial a pesar de su semejanza, pues emerge como la representación de una diferencia, “un sujeto de una diferencia que es casi lo mismo, pero no exactamente” ( El lugar de a cultura 112). El discurso del mimetismo, refiere Bhabha, se construye así sobre una ambivalencia que ubica al sujeto colonial en el lugar de la interdicción , es decir, en el lugar de una encrucijada en la que confluyen lo permisible y aquello que debe mantenerse oculto, prohibido, indecible. En otras palabras, una escisión fundamental que afecta a su vez la producción de los discursos de identidad del sujeto colonial y define también en gran medida los distintos lugares desde los que enuncia y pretende autorizar esos discursos. Si bien es cierto Bhabha define la cuestión del mimetismo o la mímesis colonial desde una perspectiva postiluminista (circunscrita al colonialismo inglés, que surge a su vez con la expansión del capitalismo occidental), me parece necesario considerar esta aproximación para comprender las ambivalencias del sujeto colonial andino que están presentes en los textos que venimos analizando no solo en este capítulo, sino a lo largo del presente trabajo.

Esta cuestión del todo fundamental nos pone frente a la propia ambivalencia de los textos coloniales indígenas, pues estos se articulan dentro de la lógica del poder hispano mediante el recurso de la autoridad letrada para intervenir en el ámbito de la política imperial a su favor. Una diferencia que desde su propia textualidad (colonial y andina) crea una otredad que es casi lo mismo que un español, pero que no lo es exactamente, dado que esa imagen autorizada desde su posición letrada no deja de ser igualmente la máscara necesaria para que el sujeto andino colonial ingrese en la escena de la política colonial. De ahí que sea posible la

175 interpelación al monarca, aspecto decisivo de su propia constitución, pues esa autoridad letrada es el dispositivo más eficaz para moverse por los intersticios de la ciudad letrada que, como sabemos, abarca a su vez el orden legal de la cultura colonial hispana. Considerando, entonces, esta precisión teórica, los memoriales indígenas señalan un proceso de progresiva re- constitución del sujeto colonial andino desde fines del XVI hasta el siglo XVIII en el que la mímesis marca también los procesos de formación identitaria. Tal como se ha intentado mostrar en el capítulo anterior, la cuestión de la enunciación colectiva, que propone pensar en un sujeto múltiple, que intenta hablar una voz en nombre de toda una nación étnica, busca reconstituir una unidad parecida a la república de los españoles, es decir, con las mismas garantías ante la condición de nobleza y con los mismos privilegios en cuanto acceso a cargos públicos, a cargos eclesiásticos y a la educación en los colegios mayores y universidades. Una empresa que no podía realizarse desde la querella individual o reducida a un pequeño grupo con intereses particulares, pues para cualquier efecto la república de indios como unidad diferenciada se encontraba en condición subalterna dentro del espacio social ante las autoridades españolas.

Ese proceso tuvo que pasar primero, en el caso andino, por una asimilación de las tecnologías y estrategias del poder colonial para iniciar una progresiva negociación de su identidad andina y colonial que los llevaría durante el siglo XVIII hacia una mayor capacidad de agencia que los ayudara a sobrellevar su condición subalterna. Y en ese escenario tenemos, sin lugar a dudas, la lucha intensa de los curacas por hacer valer una serie de derechos y privilegios ante las autoridades coloniales, todo lo cual ha quedado registrado en la enorme cantidad de documentos legales producidos a lo largo de este periodo. Así, por ejemplo, el historiador Rafael Varón registra la intervención del curaca don Francisco Taycachin del repartimiento de Guaraz, en el virreinato peruano, en 1643, para conseguir el derecho a custodia de la imagen de San Sebastián, santo patrón de la comunidad (1980). De acuerdo con un

176 documento judicial, los curacas de las guarangas 87 de Ychocguaraz y Allaucaguaraz que se disputaban la custodia de la imagen escultórica (“bulto”, de acuerdo con el documento) de San

Sebastián argumentaban este derecho en función del origen con respecto al lugar. Así, Pedro

González, curaca de Ychocguaraz, defendía el derecho de su guaranga de custodiar la imagen debido a que ellos eran “lejitimamente naturales del dicho pueblo de linea rreta y que los de

Allaucaguaraz eran poblados en este pueblo de diferentes pachacas y ayllos” (cit. por Varón

77). Por su parte, el curaca Francisco Taycachin sostenía que ellos eran parte de la reducción de había fundado el virrey Toledo para que todas las parcialidades se redujesen y viviesen como cristianos “en la union de nuestra santa fe catholica” (cit. por Varón 82). La conclusión a la que llega el historiador es que se puede observar en esta disputa la incorporación colonial del curaca

Taycachin, quien defiende su posición recurriendo a la vigencia del sistema de ordenamiento colonial para invalidar el argumento tradicional y prehispánico de su contrincante. De esta manera, lo crucial aquí es presenciar una mentalidad que asume la validez del sistema legal vigente y recurre a sus mecanismos para defender y conseguir posicionamientos políticos dentro del orden colonial. Una mímesis que, hay que decirlo de igual forma, incluye también al curaca González, pues si bien es cierto que las posiciones que defiende cada uno de los implicados se distingue por el recurso al que apelan, no es menos cierto que más allá de esas posturas lo que está en juego es la autoridad que se quiere obtener para abrazar al cristianismo a través de la custodia de una imagen representativa del panteón católico que se ha vuelto protectora de esa comunidad andina. Por otra parte, esa confluencia de dos órdenes culturales

(prehispánico y colonial) en una misma comunidad andina para resolver, en última instancia, una cuestión de ordenamiento del espacio social resulta un aspecto sintomático del sujeto colonial indígena y será su marca más representativa en el proceso de producción cultural. En

87 Unidad de medida poblacional que abarca a mil personas. Es decir, cada guaranga estaba conformada por mil personas que estaban a cargo de cada curaca. Véase: Medina, 1904: 213.

177 esa misma línea, aunque desde una perspectiva más bien opuesta, Martín Monsalve (2000) aborda la cuestión del enfrentamiento de los curacas frente al abuso de los curas doctrineros a lo largo del siglo XVII, para lo cual aquéllos tuvieron que elaborar una serie de estrategias en las que el prestigio social de su cargo, así como la red de relaciones que establecían al interior de la comunidad indígena y la sociedad colonial, se encontraban entre sus mayores fortalezas para garantizar su supervivencia dentro del orden colonial. El historiador agrega, asimismo, que uno de los mayores retos que enfrentaron los curacas fue mantener el aspecto sagrado de su poder local frente a los miembros de su propia agrupación étnica. Para ello intentaron controlar férreamente los cultos religiosos locales y la administración de las cofradías, de tal forma que pudieran acumular prestigio y garantizar un estrecho vínculo con sus comunidades en las que se ponían en juego también relaciones de reciprocidad. Monsalve hace hincapié en

“la hispanización de los curacas”, en la constitución de su condición colonial. En otras palabras, su adaptación al orden colonial como una decisiva estrategia del camuflaje, que no armoniza con el objeto sobre el que se posa, sino que registra una audacia para pasar inadvertido y moverse sobre un fondo que —parafraseando a Bhabha— se le parece, pero que no es el mismo.

Por esa misma razón, con respecto a esta audacia de los curacas para el camuflaje, para la mímesis , el licenciado Serrano, capellán de Hilave, refiere que “… los caciques y muchos indios son ladinos y saben mucho (…) algunos traen espadas y dagas porque los virreyes y las audiencias les dan licencia para ello y la ben muy bien disparar una escopeta y muchos caciques caminan con mucha autoridad como he dicho y llevan delante de si una y dos alabardas y todo se conciente” (cit. por Monsalve 163). El malestar que expresa el capellán con respecto a los caciques coloniales pone en evidencia que la “hispanización” de los indios era vista no sólo con sorpresa y rechazo, sino además que el deseo metropolitano, como sugiere Bhabha, se desautoriza a sí mismo cuando el Otro se convierte en el fetiche que se le parece.

178

Esa doble marca que instaura una ambivalencia también aparece como la característica más resaltante de la textualidad andina. Martin Lienhard establece una serie de precisiones para distinguir la producción textual desde los Andes durante el periodo colonial. Así, propone que existe una textualidad indígena que se escribe desde adentro y dirigida hacia adentro (es decir, de los indígenas y para los indígenas, que equivale también a su propia “tradición”) y otra que se escribe dirigida “hacia afuera”, una textualidad que produce para los “extraños”, esto es, para sus interlocutores europeos o criollos (Lienhard, “«Nosotros hemos resuelto»” 174). Se trata, en consecuencia, de un tipo de producción discursiva que pone énfasis en el conflicto permanente que emerge desde la situación colonial entre indígenas y españoles o criollos. Por encima de todo, se trata de un recurso que hace uso de las estrategias letradas para autorizar una posición política, para autorizar ese acto de habla que de otra forma no podría ser autorizado. He ahí su ambivalencia, pues la mímesis colonial exige también que guiados por el propósito de su propia defensa recurran al uso de la máscara letrada, como los curacas que se pasean vestidos como españoles para ostentar su propia autoridad política dentro de ese nuevo orden al que están sirviendo. Lienhard propone, asimismo, dos modalidades discursivas dentro de esa producción textual indígena: 1) las que enuncian oralmente los “informantes” indígenas y son escritas por un escribano, ajeno a la comunidad nativa, que da forma al texto; y 2) los que son escritos con o sin ayuda de personas ajenas a su comunidad. Cuando el texto se produce de manera colaborativa, se genera una auténtica cooperación entre quienes emiten el discurso oral y aquellos que asumen la función de la escritura, esto es, sus escribientes (“«Nosotros hemos resuelto»” 174). Dentro de estos dos niveles de producción textual, se ubican cierto tipo de formatos o géneros textuales que tienen la característica de ser los más recurrentes para la producción escrita de marca indígena: los testimonios, las cartas (a las que denomina, “sistema comunicativo de base”) y los discursos insurreccionales (“«Nosotros hemos resuelto»” 175).

Específicamente, sobre las cartas, Lienhard refiere:

179

La situación de inferioridad jerárquica impone, primera regla, una retórica del

respeto, mientras que el movimiento periferia-centro (o desde “dentro” hacia

“afuera”) exige, segunda regla, el empleo de códigos discursivos familiares al

destinatario. Si la primera de estas reglas no se infringe nunca abiertamente, el

grado de entusiasmo puesto en la simulación de los “sentimientos” de respeto

permite medir, hasta cierto punto, la calidad de la adhesión al orden colonial.

En cuanto a la segunda regla, su transgresión —leve o radical— deja suponer,

sin duda, cierta voluntad de resistencia cultural. La propia “forma” de las cartas,

pues, a veces más que su “contenido”, puede constituir un indicador de la

tensión que existe, en un momento y un lugar dados, en el frente étnico-social

(“Prólogo” XXVIII-XXIX).

La “simulación” (el disfraz, el camuflaje) y la “transgresión” (la resistencia cultural) ubican en la ambivalencia esta producción que busca llegar al rey de manera directa o a través de sus representantes autorizados. Asimismo, y a diferencia de los testimonios, en los que el que da el testimonio puede ser de cualquier nivel dentro de la jerarquía social, quienes se encargan de la escritura de estas cartas que buscan el oído del rey pertenecen a la elite indígena

(“nobleza indígena, autoridades tradicionales, cabildos”), pues son ellos quienes están formados para la práctica letrada y, además, están habilitados para negociar de manera efectiva con el poder (XXIX).

Por último, Lienhard ubica algunas etapas en la producción textual indígena, lo que hace posible alinear una serie de textos dentro de momentos específicos de transformación social y política para comprender mejor las tendencias de las distintas textualidades: 1)

Implantación y consolidación del sistema colonial/resistencias indígenas; 2) “Paz” colonial/resistencia cultural y movimientos locales de insubordinación; 3) Reestructuraciones coloniales del siglo XVIII/movimientos insurreccionales; 4) Expansión latifundista/luchas

180 indígenas contra el despojo; y, finalmente, 5) “Modernización dependiente”/movimientos indígenas nuevos (“Prólogo” XIV-XV). De esta forma, es posible ubicar una textualidad específica, una serie de textos que se producen durante el periodo colonial y una periodización que puede contribuir a contextualizar mejor una determinada producción textual a lo largo del periodo colonial y republicano dentro de la historia cultural de los países latinoamericanos con población indígena.

Carlos García-Bedoya (2000), por su parte, ofrece una sistematización de la tradición literaria colonial y ubica ahí, en el campo de producción cultural (lo que el propio García-

Bedoya denomina “campo literario”), dos polaridades extremas: la cultura imperial metropolitana y la cultura indígena. Dentro de estos, hay tres estratos culturales. El primero, el espacio de lo criollo , que se acerca al polo metropolitano y sus sistemas normativos de regulación de esa producción, aunque no por ello se trata de un “simple eco imitativo de la cultura de ultramar” ( La literatura peruana 49). El segundo estrato de producción cultural es el indígena, que recibe el impacto agresivo de la cultura dominante (cultura que, sin embargo, se asimila), pero que no es de ninguna forma un espacio indígena “incontaminado”. El tercer estrato, el del medio, “espacio por excelencia de la transculturación” ( La literatura peruana

49), está marcado por la síntesis y la heterogeneidad, que de acuerdo con García-Bedoya es el andino. La diferencia entre este espacio y el indígena radica en que dentro de este último se encuentran las literaturas orales en lenguas nativas, de las que, además, hay muy pocos testimonios dentro del periodo colonial. Así, en el espacio andino se encuentran las…

… expresiones discursivas que se basan en la tecnología de la escritura, ya en

español (…), ya en quechua, pero que revelan en su organización el impacto de

códigos culturales de filiación indígena, en conflictiva coexistencia con los

códigos provenientes de la tradición literario-discursiva dominante (García-

Bedoya, La literatura peruana 49).

181

En este espacio se encuentran el Inca Garcilaso y Guamán Poma de Ayala, pues en sus textos se registra esa coexistencia de los códigos culturales que provienen de ambos espacios

(el occidental y el indígena), una ambivalencia que además se produce desde el conflicto y la síntesis, como sugiere de manera acertada el propio investigador. De acuerdo con esta perspectiva, lo andino y lo criollo se convierten en las esferas de producción cultural durante el periodo colonial, y desde allí debe leerse la ingente producción escrita que, a lo largo de casi tres siglos de dominio hispano, también implica a la progresiva constitución de un sujeto cultural hispanoamericano bifronte, ambivalente, heterogéneo, cuya complejidad todavía nos resulta en gran medida inaprehensible.

4.2.- Autor, datación, textualidad y propósito detrás del Planctus Indorum .

En este contexto de producción cultural y textual se puede ubicar el Planctus Indorum .

Sin embargo, hay algunas precisiones que deben hacerse al respecto. En primer lugar, se trata de un texto anónimo, escrito originalmente en latín, compuesto por veinte capítulos, impreso de manera clandestina (ya que no presenta la información de imprenta ni cuenta con los permisos reales para su impresión), y dirigido no al rey de turno (como solía hacerse y como suele entenderse en las clasificaciones textuales andinas/indígenas de este periodo), sino al

Papa Benedicto XVI en Roma. Desde su propia materialidad, el Planctus se presenta signado por una heterogeneidad que lo distingue dentro del corpus textual que tanto Lienhard como

García-Bedoya han registrado en sus propios trabajos. Una rareza que gira, sin embargo, dentro de la órbita textual colonial. De esta forma fue comprendido este texto por Jose Toribio Polo, quien también lo califica de “raro” en un temprano artículo de 1879, publicado en la Revista peruana que dirigía Mariano Felipe Paz Soldán. 88 La fecha de publicación que propone el notable bibliógrafo es 1750 y, con más probabilidad, los primeros meses de 1751, basándose

88 Véase: Polo, Jose Toribio. “Un libro raro”. Revista peruana (1879), Vol. I, p. 625-634.

182 en la información que se desprende del propio texto: las referencias a la rebelión de Juan Santos

Atahualpa y, sobre todo, la rebelión indígena de Huarochirí de 1750; una referencia temporal al testamento del conquistador Mancio Sierra de Leguísamo, hecho en 1589, y que se cita en el Planctus Indorum (se menciona de manera precisa que desde entonces han transcurrido 162 años); y, particularmente, un informe secreto que, con motivo de la rebelión indígena de

Huarochirí, el Virrey Manso de Velasco envía al Rey el 24 de setiembre de ese mismo año, y en el cual se refiere:

«Pero principalmente se exasperan (los indios) de no ser admitidos á el

sacerdocio y á todas las dignidades eclesiásticas, oficios y gobiernos seculares

que se proveen en los españoles: hallando patrocinado este sentimiento de dos

religiosos del órden de San Francisco; cuya indiscreta piedad y mal reglado

celo» &c. [sic] «A éste fin sin las debidas licencias han impreso un manifiesto

de agravios para que se presente á V. M. y escrito carta al Sumo Pontífice » (cit.

por Polo 628; comillas y énfasis puestos por Polo).

Polo sugiere que el libro impreso sin las licencias requeridas es el Estado político del reino del Perú (impreso también sin indicar el año y el lugar de impresión), y que la carta impresa al Papa es, sin lugar a dudas, el Planctus Indorum . Este dato, sobre el que volveré más adelante, es crucial para una nueva lectura del texto que nos concierne en estas páginas, pues revela con una mayor precisión el horizonte de producción cultural del que proviene y al que pertenece.

La cuestión de la autoría, de acuerdo con Polo, se restringe a la figura de Fray Antonio

Garro, de la orden franciscana, de quien refiere además que fue natural del Cusco y lector de

Quechua en el Convento de Jesús de Lima desde 1748 (Polo 633). Polo cita, además, una temprana inclusión de este texto en el índice de la biblioteca de la Universidad de San Marcos de Lima en 1815, confeccionado por el bibliotecario José Gregorio Paredes, bajo la siguiente

183 entrada: “GARRO (del Orden de San Francisco) — Planctus Indorum , impreso en Lima furtivamente por el año de 1765” (634). Supone el bibliógrafo que este dato fue suministrado por el Padre Francisco Javier Sánchez, “primer Bibliotecario de dicha Universidad” (634), y franciscano que con seguridad estaba muy enterado de aquellos sucesos y de todos sus detalles.

Aun cuando las fechas de impresión propuestas difieren de manera notable, Polo suscribe la cuestión del autor, señalando que Paredes (y, por ende, Sánchez) acierta en esta información, aunque se equivoca en la datación, asegurando que la suya es mucho más precisa de acuerdo con los criterios propuestos (a los que añade que el Papa Benedicto XIV muere en 1758, de modo que no pudo haber sido impreso en 1765).

Un estudio más reciente del Planctus Indorum , efectuado por José María Navarro, aporta una serie de datos cruciales para definir aún mejor ciertos aspectos formales. Así, por ejemplo, señala que las aproximaciones de Jose Toribio Polo, Rubén Vargas Ugarte (quien atribuye la escritura del Planctus a Fray Isidoro de Cala basándose en una carta que Fray

Calixto de San José Túpac Inca envía desde Madrid al Cabildo de Indios de Lima), Jose Toribio

Medina (quien sigue a Polo en su hipótesis sobre la autoría del Planctus ) y Jorge Bernales

(quien sugiere que Cala sólo se encarga de traducir el texto al latín) son insuficientes. En ese sentido, y argumentando que en gran medida cada personaje mencionado en la documentación manejada para otorgarle una paternidad específica al texto parece tener un rol en su confección,

Navarro propone que podría tratarse de un trabajo conjunto, es decir, de una autoría colectiva conformada por los frailes Calixto de San Jose Túpac Inca, Isidoro de Cala y Antonio Garro

(Navarro, “Estudio preliminar” 38). Esta precisión resulta interesante, pues también forma parte de uno de los argumentos centrales propuestos por Alcira Dueñas, a saber, que la escritura andina sobrepasa los límites de la expresión individual y deviene un producto colectivo

(Dueñas 12), un trabajo que implica una escritura a muchas manos y, como he mostrado en el capítulo anterior, progresivamente, a muchas voces. Por otro lado, en cuanto a la datación del

184 texto, Navarro sugiere que ésta presenta un margen bastante impreciso en las aproximaciones brindadas por investigadores. Acepta la propuesta de Polo de que probablemente se imprimió entre los últimos meses de 1750 y los primeros de 1751, no antes de esas fechas. No obstante, al estar dirigida a “Benedicto XIV (o al Papa que a la sazón haya)”, considera que es posible observar en el paréntesis del propio título una alusión a la posibilidad de que Benedicto XIV no pudiera llegar a leer el Planctus . Esto se debe a que el Papa se encontraba enfermo desde

1754, y es muy probable que, a causa de esa situación, de la cual con seguridad estaban enterados los autores de nuestro texto, se hubiese hecho esa precisión entre paréntesis para garantizar que llegue a las manos del Sumo Pontífice, sea cual fuese en determinado momento.

Considerando que Benedicto XIV muere en 1758, Navarro propone que el Planctus Indorum debió haberse impreso con posterioridad a 1750, aunque ese agregado entre paréntesis (que según él se trata de un destinatario más bien simbólico que real) abre la posibilidad de que el libro se haya imprimido entre 1754 y 1758.

Algo importante que debe ser anotado es la estrecha relación que existe entre el

Planctus Indorum y la Representación verdadera , atribuida también a Fray Calixto de San

José, quien, de acuerdo con Dueñas, trabaja de manera colaborativa con los mismos autores que Navarro atribuye en el caso del Planctus Indorum : los frailes Isidoro de Cala y Antonio

Garro (Dueñas 71-78). Junto con los autores que Dueñas atribuye a la escritura de la

Representación verdadera , el Planctus Indorum comparte con aquél texto sobre todo una serie de aspectos en el nivel formal y en el del contenido; una serie de semejanzas que no pasan desapercibidas una vez que se leen ambos textos de manera comparada. En primer lugar, la naturaleza exclamativa en forma de lamento es común en ambos textos. Jose María Navarro observa que, entre los múltiples recursos literarios provenientes de la tradición bíblica, se encuentran de manera principal en la trama textual del Planctus Indorum la “reprensión y la diatriba”, la “endecha fúnebre”, y las “súplicas o salmos de sufrimiento”, recursos que han sido

185 potenciados en su uso para conseguir un efecto emotivo contundente, una respuesta en el lector que se adecue al propósito explícito del texto. Este propósito es el de ser una plataforma de expresión retórica para la denuncia profética, con lo cual el Planctus se inscribe en una tradición de denuncia profética en favor de los indios americanos que aparece ya en el siglo

XVI en textos como el De unico vocationis modo , de Fray Bartolomé de las Casas, y el De procuranda indorum salute , del jesuita José de Acosta (“Estudio preliminar” 40-44). De esta manera, puede afirmarse también que la Representación verdadera se acerca a esa misma tradición, pues la forma literaria principal que ostenta es también la denuncia profética. En ese sentido, resulta significativo que el recurso textual que aparece como denominador común en ambos impresos proviene del Libro de Jeremías , intertexto de la tradición bíblica que provee una plataforma retórica para denunciar la situación de maltrato y esclavitud que atravesaban los indios peruanos, pues estos se comparan a sí mismos con los hebreos del Antiguo

Testamento. A su vez, esta plataforma intertextual exige a su interlocutor —tal como Jeremías le exige a Jehová, aunque en estos casos la exigencia se dirige primero al Rey y luego al Papa— una intervención que permita la salvación de este pueblo elegido. 89

Una de las lecturas más evidentes realizada en torno a las motivaciones del Planctus es la de la queja contra el abuso de los españoles, su deseo de transformar de una vez por todas esa condición subalterna que los mantiene en la injusticia. Dueñas propone pensar estas escrituras andinas del periodo colonial como parte de una reforma estructural que los intelectuales indígenas proponen con el fin de conseguir justicia social. De modo que, para la historiadora, estos intelectuales (quienes además consiguen configurar redes de colaboración interétnica con criollos y, eventualmente, con españoles) intervienen en la ciudad letrada como

89 Dueñas (2010) propone esta lectura para el caso de la Representación verdadera , pero no la explora del mismo modo para el caso del Planctus , pues éste sólo aparece como una referencia en su propio trabajo toda vez que es un texto asociado con la figura de Fray Calixto de San Jose Túpac. Navarro (2000), por su parte, incluye la referencia al Libro de Jeremías en su estudio sobre el Planctus Indorum , pero explora con mayor profundidad los géneros literarios bíblicos de cuya tradición hace uso aquel texto y entre los que destaca, como se ha referido, la “denuncia profética”.

186

“activistas” con el objetivo de contribuir a la inclusión social de los indígenas. Esta empresa en particular proviene de una larga tradición que se remonta a la etapa de “paz colonial” (si seguimos la periodización de la textualidad indígena propuesta por Lienhard) y en ella se encuentran una serie de letrados de origen andino que incluye a Felipe Guamán Poma de Ayala,

Inca Garcilaso de la Vega, Juan de Cuevas Herrera, Jerónimo Lorenzo Limaylla, Juan Núñez

Vela de Ribera, Vicente Morachimo y Fray Calixto de San Jose Túpac. De acuerdo con lo que plantea Dueñas, este hilo de argumentación que se remonta al primer cuarto del siglo XVII llega hasta los propios escritos del cacique rebelde Túpac Amaru II (Dueñas 141-143). Y aquí, en esta secuencia de producción letrada que surge en los Andes coloniales, encaja también el

Planctus Indorum , aunque se muestra en gran medida distinto, por la propuesta que conlleva, y por alejarse en gran medida de ese diálogo inconcluso entre el sujeto de escritura indígena/andino y el ausente Rey de España. Y esto se debe no sólo a la circunstancia específica de haberse publicado para que el Papa pudiera leerlo, sino también para que interviniese de manera concreta de acuerdo con las propias propuestas que la nación indiana incluía en ese mismo libro. Así, por ejemplo, se registra en un pasaje liminar del texto lo siguiente:

… y este pequeño libro (que representa a todo indio habitante de este mundo,

o Nuevo Mundo, y que viene a la Sede romana para buscar luz como en su

fuente esplendorosa), humildemente se presenta ante las miradas del mismo

Pedro, Vicario de Cristo Señor; y todo indio que habla suplicante en este

suplicante como leproso, golpeado y peregrino herido en el camino por los

ladrones, se ofrece a esa misma luz resplandeciente de Roma para que

dirija los ojos de su poder y piedad a las llagas de él , así como San Pedro

miró hacia aquel cojo que clamaba y que le pedía limosna, al cual concedió la

salud en nombre de Jesucristo Nazareno; así pues, en tal circunstancia, diciendo

el bienaventurado Pedro al cojo: míranos , ¿qué otra cosa enseñó, sino que todos

187

los cojos y hombres enfermos que yacen a la entrada del templo (como los

indios americanos, que aunque sean cristianos católicos, hasta ahora están

yaciendo en las puertas de la Iglesia) deben mirar hacia el Vicario Romano de

Cristo, Jefe, Padre de los padres, para que encuentren la salud, y obtenida ésta,

salgan saltando y caminando y alabando a Dios? Esta salud buscan los indios

en la piscina apostólica romana; con este humilde librito, nuncio de ellos,

en el que se encierra la enfermedad y la medicina , la muerte y la vida y la

salud y el bienestar, las cuales se piden que por el mismo Santísimo Romano

Pontífice Máximo sean otorgadas a los indios abatidos y sea apartado de ellos

el mal de la enfermedad ( Planctus Indorum 145-147; énfasis mío).

La extensa cita, extraída de la “Dedicatoria”, es del todo relevante para comprender una dimensión capital del texto: la del propósito del libro en su transmisión del mensaje al destinatario elegido como ideal. En otras palabras, el texto se muestra desde el principio no sólo como cosa sino también como palabra, pues contiene el clamor de todos los indios americanos y suplica el auxilio del Sumo Pontífice romano, para socorrerlos y curarles las heridas provocadas por los golpes que ese ladrón metafórico les ha dado en el camino de la historia del Nuevo Mundo. En este caso, el libro no sólo busca los oídos del Papa, sino también exige su mirada; y para ello debe representar una verdadera imagen del dolor indígena, de sus heridas, de la lepra que los carcome, de esa enfermedad secular que los tiene postrados en las tinieblas. El Planctus Indorum , entonces, debe convertirse en una écfrasis ( ekphrasis ), debe asumir su estrategia, su retórica, su forma, de modo tal que haga posible esa visibilidad del dolor para persuadir a su lector en Roma. Y la ekphrasis se consigue en el discurso a través de la imagen vívida del dolor, del lamento, del sufrimiento indígena que desde los Andes peruanos se pone ante la mirada del Sumo Pontífice, como si este pudiera presenciar esa desgraciada

188 situación. 90 El libro adquiere, en consecuencia, una función testimonial que lo convierte en el objeto que lleva las lamentables noticias hasta Roma: las palabras de socorro de los indios que llegan a los oídos y los ojos atentos del Papa. Con todo, es interesante observar que junto con esa enfermedad que aqueja a la nación indiana, y que el libro pone ante los ojos del Pontífice, aparece también la cura, la medicina para remediar esos malestares seculares. Enfermedad y medicina en un mismo artefacto. El libro (el Planctus Indorum ) es así el dispositivo que describe la enfermedad y contiene al mismo tiempo el antídoto. El remedio, como se observará más adelante, es en lo sustancial una extirpación del mal.

Considerando estos detalles, me parece preciso referir que la dificultad de identificar no resulta del todo relevante en la examinación del texto. De hecho, la cuestión anónima del

Planctus hace posible poner en relieve la imagen colectiva contenida en su escritura: la voz de toda la nación índica. Si el autor es ante todo una función del texto (Foucault, 1990), la anonimia del Planctus registra su propia clandestinidad, opera como una marca de lo prohibido, configura ese lugar de la interdicción desde el cual el sujeto andino enuncia su malestar y su remedio. Eso no significa que no sea importante identificar un autor, en el caso de que se encuentre algún documento en ese inmenso océano que es el archivo colonial. Ni mucho menos quiere decir que observar su producción colectiva no es un asunto que aporte a su comprensión dentro del marco de las textualidades andinas. En ese sentido, la figura de Fray Calixto de San

José Túpac Inca es una de las más cruciales (y también las más enigmáticas, a pesar de lo que se ha podido investigar sobre su biografía) al momento de considerar la autoría de este texto, más allá incluso de la red de colaboración que estableció con Fray Antonio Garro y con Fray

Isidoro de Cala. Es decir, el nombre y la figura de Fray Calixto no deja de gravitar alrededor de las órbitas de este texto como su autor más plausible debido a su cercanía con la

90 Frank D’Angelo apunta que las dos cualidades más importantes de estilo en la ekphrasis son la cualidad de la claridad y la cualidad de lo vívido, porque apelan a los sentidos y enfatizan la descripción realista o el realismo. Por encima de todo, estas cualidades no sólo deben abrir una ventana para observar un hecho en particular, sino que deben incluir el juicio y las emociones del que describe. Véase: D’Angelo 441.

189

Representación verdadera , así como también debido a su propio signo dentro de la producción letrada andina colonial. Con todo, lo crucial aquí es considerar el valor positivo de la función de la anonimia en el propio texto, así como la declaración del lugar de enunciación como ese lugar de la interdicción , de lo prohibido, sobre el que escribe Bhabha. Dos aspectos que, por otra parte, señalan el carácter subversivo del Planctus Indorum en la tradición de escritura andina colonial.

4.3.- Maquiavelismo hispano y crítica de la conquista.

El Planctus Indorum abre su denuncia señalando que: “EL PRIMER Y MAYOR MAL

FUE y es la discordia” (151). Esta discordia traída por los españoles es a su vez la causa de la resistencia de los indios para su total conversión al catolicismo, pues aquéllos se han preocupado desde el principio sólo en la obtención de las riquezas descubiertas en los reinos del Nuevo Mundo, como México y Perú. De esta manera, desde el principio se somete a consideración que el proceso de conquista del Perú estuvo signado por la codicia, la avaricia y la violencia de los españoles contra los indios y contra ellos mismos. Así, se hace referencia a las luchas entre los conquistadores y Diego de Almagro, a sus trágicas muertes y a la muerte de miles de indios, entre los que se encontraban sus propios reyes, los

Incas, y los miembros de su antigua nobleza. Evidentemente, se intenta trazar una genealogía para entender el problema que afrontaba la nación indiana desde una revisión de la historia del

Nuevo Mundo, revelando también una clara lectura de las crónicas al uso en las que se narraban las guerras entre los conquistadores, y proponiendo un balance sobre el impacto que éstas habían tenido entre la población indígena. Así, desde su llegada al Nuevo Mundo, la presencia hispana, a pesar de su origen cristiano y católico, sólo había generado violencia y destrucción:

… los hombres cristianos y católicos españoles, en lugar de la fe y la caridad

cristiana, establecieron, con la sangre de ellos mismos y de los indios gentiles

190

derramada como agua, a base de la mala discordia, otra monarquía (o más bien,

si se considera el estado del reino) discorde llena de tiranía, y un reino diferente

y contrario de otros reinos recientemente conquistados… ( Planctus Indorum

153).

Hay una cierta resonancia lascasiana en el pasaje citado debido a esa contradicción de los españoles de ser católicos y, sin embargo, haber cometido tantas brutalidades desde su llegada contra los indios americanos. Es por eso que se incide en el aspecto religioso, el que no ha podido realizarse como debía de haber ocurrido, pues lo que hay en el terreno de la historia del Nuevo Mundo es, por el contrario, sangre derramada y una violencia sin precedentes que no ha sido vista en otros reinos, en otras conquistas. Esta violencia fundacional derivó en la implantación de un régimen de gobierno signado por la tiranía, una monarquía paralela a aquella que debió privilegiar la evangelización de los indios por sobre la codicia y la discordia hispanas. Líneas más adelante, se menciona que esta violencia e implantación de la discordia como valor supremo puede explicarse tanto por la rudeza como por la falta de preparación de los españoles en el ámbito de las letras, es decir, por su falta de educación. Una lectura significativa que mucho después, ya acabado el régimen colonial, será empleada en la historiografía peruana en la escritura de la biografía del conquistador Francisco Pizarro. 91

De acuerdo con el Planctus , existen siete tipos de discordias de casta en el seno de esa monarquía tirana que impera en el Nuevo Mundo y, en consecuencia, en los Andes coloniales:

1) entre españoles europeos y criollos; 2) entre españoles europeos y criollos contra los indios cristianos (la “discordia máxima”, según se apunta); 3) entre españoles y mestizos; 4) entre los mestizos y los indios (discordia fomentada por los españoles contra los parientes indios de los propios mestizos); 5) entre los españoles, mestizos e indios contra los negros africanos (aquí se refiere que los esclavos negros, “atrevidos y feroces”, maltratan a los indios tanto como los

91 Véase, por ejemplo: Vega, Juan José. La guerra de los Viracochas . Lima: Populibros peruanos, 1963.

191 españoles y los mestizos); 6) entre los negros africanos y los negros criollos (nacidos fuera de

África); 7) entre los negros africanos y los negros criollos contra los mulatos, zambos, chinos, tercerones, cuarterones y quinterones ( Planctus Indorum 155-157). Estas discordias, a las que se metaforiza con las siete cabezas de la serpiente apocalíptica, afectan la convivencia entre las distintas castas e impiden la consideración de los indios como cristianos legítimos y portadores de la fe católica. Por encima de todo, afectan el imperio católico y su plena instauración en la

América hispana, pues tal fue “la intención de los españoles desde el principio de la conquista y descubrimiento de este nuevo mundo [sic]” ( Planctus Indorum 159). Se propone, entonces, que el origen del mal americano se encuentra en sus fundamentos mismos, esto es, en la presencia hispana y en la distancia del Rey católico que no ha podido administrar la justicia requerida para hacer de este un verdadero imperio católico. Aún más, en el Planctus se refiere específicamente que esas discordias han ocurrido: “…bajo la jurisdicción de un mismo Rey español y católico, de todo lo cual prudentemente puede concluirse: que aunque a primera vista este reino sea considerado como cristiano y católico, sin embargo, en la realidad verdadera, la cristiandad permanece desolada y la fe católica muerta, en América occidental” ( Planctus

Indorum 158).

Esta precisión es importante porque frente al problema congénito de la discordia hispana, se formula una respuesta para explicarla desde un ámbito mucho más amplio. Así, de acuerdo con el texto, todo esto se explica a partir de la “encubierta herejía maquiavélica, [que] aparece como asentada en el Nuevo Mundo por los españoles” ( Planctus Indorum 163). Un giro crucial en la explicación del problema que afrontaba la nación indiana, pues constituye una seria denuncia de herejía contra los españoles no porque profesaran una religión ajena o extraña a la cristiana, sino porque sus valores morales en el ámbito político y social estaban guiados por la razón maquiavélica. Se refiere, así, que todos los españoles, tanto civiles como religiosos, son sospechosos de maquiavelismo, de haberlo puesto en práctica entre los indios

192 americanos, de haber actuado con rapacidad como zorros con piel de oveja, de haber destruido las Indias a causa de su ferviente obsesión por la riqueza. Ese maquiavelismo que da forma al gobierno tirano de los españoles constituye a su vez la única “razón de estado” del imperio hispano. Debido a esto, incluso la acción evangelizadora ha sido afectada por la “razón de

Estado maquiavélica”, puesto que la intervención abusiva de los corregidores y los curas doctrineros genera un profundo malestar entre los indígenas contra todo lo que sea de origen hispano. Si bien es cierto que el Planctus tiene como referente textual inmediato a la

Representación verdadera , no es menos cierto que se aleja bastante en su formulación del problema indígena, para lo cual, junto con el problema del maquiavelismo y la crítica de la conquista hispana en el Nuevo Mundo, como se ha visto hasta ahora, se propone también una revisión de las causas que motivan las rebeliones indígenas.

En efecto, un aspecto fundamental de esa diferencia entre un texto y otro es el relacionado específicamente a la rebelión de Juan Santos Atahualpa. En el capítulo anterior expuse la manera en que el autor (los autores) de la Representación verdadera aborda el problema de la rebelión del líder indígena en la región central de los Andes peruanos a mediados del siglo XVIII. La manera en que se explica el acto insurgente de Santos Atahualpa en ese texto establece una diferencia entre un grupo de indios semisalvajes, iletrados y apenas cristianizados y el resto de miembros de la nación indiana, que no apoyan ese tipo de acciones ni responden a esos criterios. En el Planctus , sin embargo, la explicación difiere completamente de ésta, pues al proponerse un horizonte histórico desde el que se critica la conquista y la instauración del imperio español en el Nuevo Mundo, las motivaciones que hay detrás del acto rebelde (de los actos rebeldes hasta entonces conocidos) adquieren una nueva significación. De acuerdo con esto, se refiere que, a causa de esa razón de estado maquiavélica, los indios cristianos (ya no apenas cristianizados o no cristianos) huyen de los españoles para evitar la tiranía y las crueldades tanto de los corregidores como de los jueces españoles. Y a pesar de

193 eso, los indios que huyen de la tiranía, una vez asentados en sus refugios, buscan el bautismo, requieren de la fe católica, de la presencia de la religión. Esta demanda, sin embargo, no es satisfecha debido a las circunstancias que se describen como el principal problema del reino peruano. Y ante la falta de respuesta, algunos sectores de la nación indiana van a responder frente a esa falta de auxilio así:

Pero el pan no es dado a estos párvulos que piden alimento celestial; porque la

razón de Estado política, como enseñó desde el principio [es decir, desde la

llegada de los españoles a América], hasta el presente enseña: antes está el reino

de España que el Reino de Cristo ; con lo cual ocurrió que en el pasado año de

1741, cierto indio, o mestizo cristiano, desconocido y fugitivo, de nombre Juan

Santos Huayna Capac, en el interior de las regiones de las montañosas reunió

una gran multitud de indios cristianos que huían de la tiranía y de los latrocinios

de cualquier corregidor y juez muy inicuo que perseguía a los indios por

avaricia; y también subyugó numerosa gentilidad de indios que vivían dentro de

aquellos montes, por quienes fue elegido Gran Señor, o Atun Curaca , como

régulo y jefe de ellos; y al haber solicitado este hombre cristiano sacerdotes y

misioneros que apacentaran, custodiaran y convirtieran aquel rebaño de ovejas

de Cristo, sin embargo la política razón de Estado maquiavélica ( porque sonó,

vacío de sentido, el nombre de Rey, divulgado por ignorantes y rudos, fue

llamada la rebelión y crimen de lesa majestad la que fue huida y fuga de la

tiranía, buscando respirar aliento en los montes ), no permitió la entrada de

misioneros, y ordenó salir a los sacerdotes españoles, dejando perecer aquella

cristiandad sin pastores… ( Planctus Indorum 168-170; énfasis mío)

Se explica así la rebelión de Juan Santos Atahualpa a partir de la opresión sistemática del imperio español, que no ha sido otra desde el inicio mismo de la conquista hispana. En esta

194 nueva lectura, el indio rebelde ya no es iletrado, ni semisalvaje, ni mucho menos infiel. Se trata, por el contrario, de un indio o mestizo cristiano que organiza a los indios que están huyendo de la tiranía y el maquiavelismo de los españoles. Es interesante notar la arquitectura argumentativa que se propone en el texto para explicar la rebelión de Juan Santos Atahualpa.

El autor o los autores están acusando a los españoles de una herejía que antepone sus propios intereses por sobre los de la Iglesia, de modo que la evangelización de los indios, misión encargada al reino hispano desde el descubrimiento de América, no constituye la guía moral de quienes tenían que haber asumido la tarea de diseminar el cristianismo para dar forma efectiva a ese planeta católico que imaginaba Baltasar Campuzano y Sotomayor a mediados del siglo XVII. 92 En un sintomático paréntesis, que parece la enunciación de un murmullo, como si le se hablara al Papa al oído, se refiere que para estos indios rebeldes, los que han nombrado Gran Señor a Santos Atahualpa, la palabra “rey” ya no tiene ningún sentido, no representa nada. La imagen y la presencia del rey, mediadas a través de las representaciones y los mecanismos del poder, se encuentran vacías de significado, han perdido del todo su eficacia simbólica. Precisamente, a causa de esa pérdida de sentido del poder simbólico del soberano, se alzan las huestes indígenas cansadas del maltrato de los españoles. Es significativo, entonces, que se sugiera en ese sintomático paréntesis que no hay tal crimen de lesa majestad ahí donde no hay rey, ahí donde no hay monarquía guiada por el imperativo cristiano y católico.

Este giro en la explicación de la rebelión de Juan Santos Atahualpa, en comparación con la Representación verdadera , es un aspecto esencial en la trama del tejido textual. Entre las múltiples motivaciones que podrían estar detrás del origen de la escritura del Planctus

Indorum , José María Navarro propone pensar de manera específica en las condiciones históricas que pudieron impulsar ese deseo y esa empresa letrada. Sin lugar a dudas, uno de los eventos históricos más singulares del momento en que se escribe este texto fue la rebelión de

92 Véase: Campuzano, 1646.

195

Juan Santos Atahualpa. Navarro precisa que si bien este no fue un motivo suficiente para impulsar en sus posibles autores (Fray Calixto de San José, Fray Isidoro de Cala y Fray Antonio

Garro) el impreso clandestino, no puede dejar de considerarse que esas circunstancias les brindaron un ejemplo concreto y verificable en favor de la ordenación sacerdotal de los indios.

En el fondo, la pregunta sobre un motivo específico y único que proporcione una respuesta precisa sobre el origen del Planctus Indorum es algo que está fuera del control de la interpretación histórica y literaria. En ese sentido, es una empresa inútil toda vez que reducir un texto como éste a un único origen que lo que explique de una vez por todas implica dejar de lado las múltiples y complejas interacciones que ocurren no sólo en el campo social o cultural, sino también en el ámbito de las subjetividades. Solamente la falacia del sujeto coherente y racional puede ser la plataforma sobre la que pueda montarse la explicación de un origen único en cuanto a la escritura se refiere. Asimismo, una noción del texto histórico que no considere que el texto es ante todo un despliegue de significantes, y que el acto de leer es la subordinación consciente del lector a la autoridad del sujeto del discurso, como se ha hecho en teoría literaria o en la propia teoría de la historia, parece un despropósito. Precisamente, Navarro critica esa aproximación y somete su interpretación del Planctus al texto mismo, a los datos que aporta el texto ante la falta de documentación que permita una mayor cercanía a la historia de este libro y a su genealogía. Y en función de ese objetivo, observa que la rebelión de Santos Atahualpa constituye un aspecto importante, pero que no puede ser el único motivo (externo) de la escritura del Planctus . Ese también es mi propósito, aunque a diferencia de Navarro, mi interés radica en insertar este texto en el ámbito de las textualidades andinas del siglo XVIII en el Perú colonial. 93

Ante el fracaso de los españoles para promover y llevar a buen término la empresa

93 Para una mayor dilucidación teórica sobre la interpretación de textos históricos, véase: White. Hayden. “The Interpretation of Texts” (1984) [2010].

196 cristiana y católica, lo más acertado era otorgar a los propios indios las facultades necesarias para que ellos mismo se hicieran cargo de esa misión. Navarro sugiere, asimismo, que, en ese contexto, la rebelión de Santos Atahualpa adquiría un “gran valor patético y persuasivo” para sustentar su denuncia profética, pues mostraba que las acciones de los españoles en cuanto a la evangelización de los indios habían sido del todo inadecuadas (“Estudio preliminar” 51). A ello habría que agregar algo que no debe dejarse de lado debido a su relevancia en la genealogía de la producción discursiva del sujeto indígena colonial: al sustentar la rebelión indígena en la inevitable reacción frente a las acciones de discordia y maquiavelismo del orden hispano, no sólo se proveía de un ejemplo concreto para iniciar una nueva evangelización, sino también se justificaba un acto de violencia que, de otra forma, se hubiera considerado una verdadera afrenta a la divinidad, una herejía.

Es sabido que, como parte de la herencia medieval, era común en aquel entonces la equiparación del rey con Cristo, como había sido propuesto por el jurista napolitano Luca de

Penna a mediados del siglo XIV (Kantorowicz 214-216). Esa tradición medieval había sido conservada por la Contrarreforma católica, pero se hizo necesario actualizar las dimensiones del pensamiento escolástico en relación con el gobierno y esa fue una tarea emprendida por teólogos importantes como Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Francisco Suárez y Luis de

Molina, entre otros más. En ese respecto, cabe precisar que las ideas del jesuita Suárez fueron importantes en cuanto a sus implicaciones políticas tanto en España como en América, pues de acuerdo con éstas la unidad del corpus politicum mysticum sólo era posible mediante el libre consentimiento entre el monarca y la comunidad con el fin de la realización del bien común.

Sólo podía desobedecerse la autoridad del príncipe cuando se presentaba la situación del tyrannus a regimine , es decir, cuando el régimen del príncipe se convertía en uno de naturaleza tiránica. En ese caso, se legitimaba la rebelión y la resistencia violenta, puesto que el rey violaba el fin último del bien común (Peralta 69-70). Las ideas de Suárez tuvieron una buena

197 recepción a lo largo del siglo XVII en el virreinato peruano, especialmente aquella referida al pactus translationis , que proponía la instauración de la soberanía popular en caso de que el soberano estuviera en la incapacidad de ejercer el poder. El historiador Víctor Peralta asegura que esta noción propuesta por el teólogo jesuita fue de amplio conocimiento entre los miembros de la Compañía instalados en los territorios americanos y que incluso llegó tanto a las misiones como a los colegios de caciques, de modo que fue interiorizada por los miembros de la joven nobleza indígena (70-71). Hay un evidente correlato entre lo que propone Peralta y la escritura del Planctus Indorum , puesto que ese es uno de sus argumentos centrales: la tiranía de la monarquía española tanto como la incapacidad del rey para gobernar. De ahí que ese susurro entre paréntesis justifique el levantamiento indígena de Santos Atahualpa, pues ante el vacío de significado del símbolo real y el desgobierno provocado por el abuso tiránico, la nación indiana buscaba transformar ese orden de las cosas. Y por eso mismo, dentro de ese dominio del saber teológico, se apela al poder soberano del Papa en tanto que éste es un pontificalis maiestas , y por esa condición terrenal que es reflejo del gobierno celestial, como apunta también Agamben, el único príncipe y verdadero emperador de todo el aparato jerárquico de la Iglesia romana (Kantorowicz 193-194).

Un pasaje importante que refuerza el argumento sobre la conquista como el origen del mal que agobia a los indios americanos aparece casi al final del capítulo II. Se trata de una cita del testamento del conquistador Mancio de Sierra Leguísamo, de 1589, incluida en la Chronica moralizada del Orden de San Agustín en el Perú (1638) de Fray Antonio de la Calancha, a quien el sujeto plural de escritura del Planctus recurre para incluir esa voz española que en el lecho de muerte ofrece un testimonio de la conquista no desde el lado de los vencidos, sino desde el flanco de los vencedores. La cita es extensa y hace referencia al buen gobierno de los

Incas y a la buena disposición de los indios para la convivencia pacífica y la práctica del bien común, que fue posible sólo a partir de las leyes que esos antiguos monarcas habían dispuesto

198 a lo largo y ancho de su imperio. De esta forma, la llegada de los españoles, en el testimonio del conquistador, fue un evento nefasto, que irrumpió de manera violenta en el modo de vida de la población indígena del reino peruano. Así, se refiere:

… que los Ingas eran temidos y obedecidos y respetados de su[s] súbditos

como gente muy capaz y de mucho gobierno; y que lo mismo eran sus

gobernadores y capitanes : y que como en éstos hallamos la fuerza y el mando

y la resistencia, para poderlos sujetar, e oprimir al servicio de Dios N. S., y

quitarles su tierra, y ponerla debajo de la Real Corona, fue necesario quitarles

totalmente el poder y mando, y los bienes, como se los quitamos a fuerzas de

armas; y que mediante haberlo permitido Dios N. S., nos fue posible sujetar este

Reino de tanta multitud de gente y riqueza; y de Señores, los hicimos siervos

tan sujetos como se ve; y que entienda Su Majestad que el intento que me

mueve a hacer esta relación, es por descargo de mi conciencia, y por

hallarme culpado en ello, pues habemos destruido con nuestro mal ejemplo

gente de tanto gobierno, como eran estos naturales , y tan quitados de cometer

delitos ni excesos, así hombres como mujeres… (cit. en el Planctus Indorum

177-178; énfasis mío)

La comparación del buen gobierno de los antiguos monarcas del Perú con el presente hispano es evidentemente una estrategia de escritura, al estilo del Inca Garcilaso, autorizada por la voz del conquistador en la escritura de Calancha. De acuerdo con este testimonio, que se enuncia en el lecho de muerte, los Incas tuvieron un conjunto de leyes que permitieron una buena administración de todo su imperio, y es por eso que fueron muy capaces para el buen gobierno. Desde el silencio de ese testimonio, por el contrario, se remarca que los españoles no han sido lo suficientemente capaces en ese respecto, y por ello no han podido gobernar como lo hicieron aquéllos monarcas de antaño. Es decir, se pone en práctica, una vez más, una

199 revisión histórica sobre el pasado andino prehispánico, que se mira a la distancia, en ese horizonte crítico, como uno glorioso y lleno de ejemplos para el buen gobierno. En tanto testigo y parte del proceso, este conquistador hace su descargo antes de morir para librarse de la culpa que lo consume por la destrucción de los indios (¿acaso un estertor lascasiano?). Y se dirige al

Rey para asumir su responsabilidad por el problema que la presencia hispana ha generado entre sus vasallos indígenas, y tal vez para insinuarle que él también es parte de esa presencia, de ese desastre. En otras palabras, un testimonio que apuntala de manera contundente esa crítica indígena de la Conquista, puesto que incluso entre los españoles arrepentidos es concebido como el origen del mal que afrenta a toda la nación indiana.

No resulta extraño que maquiavelismo y conquista se encuentren habitando en una misma dimensión, aunque en posiciones distintas, como los lados de una misma moneda, pues en ese revisionismo histórico de la conquista se sustenta toda una nueva comprensión de las rebeliones indígenas, como la de Juan Santos Atahualpa. En ella también se funda, como veremos más adelante, la propuesta que el Planctus Indorum ofrece al Sumo Pontífice como remedio para los males que aquejan a los indios de la América peruana.

4.4.- Retóricas del afecto y nación indiana: la diferencia colonial desde la otra orilla.

En este horizonte crítico, donde la lectura de Maquiavelo permite comprender de un modo inusual el evento histórico de la conquista española, se sitúa el sujeto plural de escritura del Planctus Indorum para cuestionar el dominio colonial, apelando a los recursos de un orden de saber que autoriza su enunciación con contundencia. En primer lugar, porque este agenciamiento recurre a la escritura en cuanto tecnología del poder, a pesar de que todos los intentos previos dirigidos al rey español y a su corte no consiguieron cambios estructurales o apenas obtuvieron soluciones temporales para malestares que requerían de una mayor intervención. En segundo lugar, porque esa serie de referencias al saber político de su momento

200 sirve tanto para sostener el argumento del problema indígena como para avalar una mejor posición en ese campo de batalla que es el campo letrado colonial, plataforma desde la que se escribe el Planctus Indorum . En efecto, las referencias, las citas, nos aproximan a una serie de fuentes que provienen de dos archivos distintos (el europeo y el americano), y otorgan una autoridad plena a ese sujeto de escritura plural —esto es, la nación indiana—, que abraza el cristianismo y rechaza la racionalidad maquiavélica hispana, desde un revisionismo crítico que intenta mostrarle a la máxima autoridad católica lo que ha significado la conquista española entre los indios peruanos. De ahí que ese viraje en las lecturas sobre el acto rebelde de Juan

Santos Atahualpa resulte del todo crucial, pues nos coloca sobre todo ante un problema de perspectiva: los indios se rebelan contra el rey porque en ese horizonte histórico, la “razón de estado maquiavélica” de los españoles los sitúa más allá de toda convivencia y de toda redención posible. Es decir, aleja a la nación indiana de toda política. La escritura, en tanto agencia en este caso en particular, tiene como fin situarla de nuevo en ese campo específico.

Por último, porque ese tejido argumentativo que se constituye a partir de esa doble moneda de la historia —el maquiavelismo y la conquista hispanos—contribuye a su vez a enfatizar ese lamento indígena que se yergue doloroso desde el otro lado del Atlántico.

En una de sus tesis sobre qué es la política, Jacques Rancière (2015) propone que la política es un modo de acción puesto en práctica por un sujeto en particular. Usando como referencia una cita de Aristóteles, el filósofo francés asegura que el dominio de la política implica el del ciudadano, esto es, el del sujeto político. El ciudadano, en ese sentido, y siguiendo a Aristóteles, está implicado en el acto de gobernar y en el de ser gobernado. La participación ( partaking /avoir-part ) como un modo de la acción política es fundamental en ese proceso (Dissensus 35-37).94 No es mi intención equiparar desde el anacronismo esta tesis sobre la política de Rancière con los modos de acción política de la nobleza indígena del

94 Véase el capítulo 1, “Ten Thesis On Politics” en: Rancière, Jacques. Dissensus. On Politics and Aesthetics (2015).

201 periodo colonial hispanoamericano ni mucho menos con la cultura política de este singular momento. Sin embargo, encuentro útil que desde la época de la Antigüedad clásica (y ahí la cita de Aristóteles es crucial) la cuestión de la acción y el consenso en relación con el gobierno resultan decisivos en el ámbito de la política. Es decir, no hay política sin ese balance entre gobernar y ser gobernado. Incluso en condiciones desiguales o en situaciones extremas, este acto ocurre con ese objetivo en la mira. Así, la acción política es siempre una agencia de la posibilidad, de lo que es posible conseguir para aceptar el gobierno que ha de gobernarnos.

A partir de esa revisión histórica y su entramado retórico, la nación indiana emerge como un sujeto político que, desde la agencia letrada, apela también al dominio emotivo de su lector para transformar esa condición marginal. En otras palabras, se convierte en sujeto político toda vez que su denuncia abre la posibilidad de una transformación contraria al orden colonial establecido. 95 Junto con ello, esa plétora de ayes y llantos cuyo flujo constante se desborda a lo largo del texto es casi una somatización del dolor indígena en las palabras mismas. Una forma de encarar la acción política mediante la enunciación colectiva y emotiva de quienes sufren el maquiavelismo del imperio español (ese imperio paralelo creado en el

Nuevo Mundo) a través de esa máquina textual que se propone interpelar afectivamente a su poderoso lector, el jefe máximo del corpus mysticum que es la Iglesia y, a su vez, la encarnación terrenal del cuerpo de Cristo. 96 El Planctus , en tanto artefacto cultural y político, se convierte en el vehículo autorizado para narrar el sufrimiento, el malestar, el dolor de la quejumbrosa nación indiana, pero también sus anhelos de cambio que se ofrecen como soluciones concretas.

En las líneas liminares del capítulo IV se refiere, por ejemplo, lo siguiente:

La derogación de algunas leyes en perjuicio de los indios, eficaz remedio. ¡Ay

95 Una vez más Rancière ofrece una tesis iluminadora: lo que es específico de la política es la existencia de un sujeto definido por su participación en la oposición y la contrariedad. La política es una forma de acción paradójica. Véase: Rancière, Jacques. Op. Cit., 37-38. 96 Véase: Kantorowicz: 1981, 194-206.

202

de los que dan leyes inicuas y promulgan la injusticia […], para oprimir en el

tribunal a los pobres! (Is 10, 1)

(…) Muros blanqueados, los blancos españoles abaten a los indios, en contra de

la ley, juzgándolos según leyes que ellos mismos dieron; estas leyes son: I

ordenanza del lib. 1 del título 8, y ley 16 y 17 del libro 6 del título 1 de la

Recopilación de las leyes de Indias ; cuyo primer legislador y autor con

autoridad regia, fue don Francisco de Toledo, quinto virrey en el Reino del Perú

(…) Estas leyes vetan el libro tránsito de los indios a España, de lo cual tiene

origen una gran calamidad de los indios, no curada ( Planctus Indorum 195-196).

Es notorio no sólo el pleno conocimiento del régimen legal que les disminuye la capacidad de participación y gobierno dentro de ese orden opresor que denuncian ante el Sumo

Pontífice, sino además la resolución de pedir que se anulen entradas específicas de las Leyes de Indias, como la que está referida a la prohibición del libre tránsito de los indios desde

América a España. Luego de desautorizar a la figura del virrey Toledo, a quien consideran un verdadero enemigo de los indios, debido a la ejecución del último de los Incas, Túpac Amaru, y al hecho de haber sido el principal agente en el diseño del marco legal para la implantación de la tiranía, se vuelve al problema del tránsito de los indios a España y a esa parte del mundo.

De acuerdo con la formulación del problema, esta ley impuesta de manera injusta afecta tanto su condición de súbditos del imperio hispano como su propia condición de miembros de la

Iglesia romana, puesto que:

Mediante estas leyes hechas de este modo sin ley y contra la ley sagrada y

el derecho natural , a las buenas o a las malas custodiadas inviolablemente por

los españoles en tanto que contrarias a los indios y dadas solamente para utilidad

de los españoles, de modo fácil y expreso se ve y se comprende que se impide

203

a toda la nación cristiana indiana las peregrinaciones a Tierra Santa, y las

visitas a los sagrados nombres apostólicos y a otros lugares piadosos fuera

de América, e incluso toda promesa piadosa ultramarina , para todas las

cuales obras de piedad resultan inhabilitados los indios, aunque sean cristianos

católicos, como si fuesen gentiles, judíos y herejes, a los cuales nunca fueron

cerrados los caminos hacia Jerusalén ni hacia Roma ( Planctus Indorum 201-

202; énfasis mío).

En esta revisión de las injustas leyes españolas y las posibilidades del tránsito de los indios hacia el Viejo Mundo se dejan sentir ciertos ecos de lo que algunos investigadores denominan “la primera globalización” (O’Phelan y Salazar-Soler, 2005), ya que en esa protesta se manifiesta un temprano deseo cosmopolita, aunque vinculado a la experiencia colonial y el fervor católico. Un anhelo de mundo que desde el pasado prefigura el futuro, puesto que se instala en gran medida como un problema del presente; y anuncia y enuncia las dificultades de quienes provienen de las periferias colonizadas. 97 Es decir, que la cuestión del libre tránsito de la nación indiana nos pone ante una situación en la que desde el pasado se actualiza “el problema de la extranjeridad”, como apunta Julia Kristeva, y que aparece a su vez como un síntoma de la colonialidad que da forma a las relaciones desiguales que han caracterizado ese desencuentro entre centro y periferia, entre colonizadores y colonizados, y posteriormente entre el e pluribus unum del sujeto nacional y el “mismo y otro” del sujeto inmigrante/extranjero

(cit. por Bhabha, Nuevas minorías 23-44). Esa promesa ultramarina truncada por el

97 Homi Bhabha refiere que el problema de las “comunidades paradójicas” del presente, esto es, aquellas conformadas por extranjeros en las metrópolis, y que apelan fervientemente a la “política del reconocimiento”, es en lo sustancial un problema de enunciación, un problema de lenguaje. De acuerdo con esto, apunta: “El acto de enunciación es una articulación del lenguaje en curso que siempre supone el intento de capturar el presente en su paso hacia el futuro, y como tal, está íntimamente ligada al aspecto aspiracional de la dialéctica del reconocimiento. El reconocimiento, en el ámbito de las minorías, se traduce por lo general como un reclamo lanzado hacia la autoridad por parte de un sujeto o grupo emergente que busca reafirmar su nueva identidad colectiva.” Véase: Bhabha, Homi: 2013, 27

204 incomprensible rechazo de los españoles hacia la nación indiana se convierte, entonces, en motivo de negociación de esa alteridad en desventaja. En la enunciación del sujeto político andino colonial hay una temprana formulación hacia una “política del reconocimiento”, que, desde ese lugar periférico al otro lado del Atlántico, se alza como una protesta colectiva contra el poder imperial que les ha prohibido toda posibilidad de movimiento, de libre tránsito, de permanencia en el viejo continente si así lo quisieran. Una prohibición que marca el cuerpo mismo de la nación indiana con el objetivo de impedirle moverse por el mundo católico ultramarino y quitarle la legitimidad de pertenencia en tanto sujeto imperial (es decir, un sujeto que pertenece al cuerpo imperial como un órgano corporativo). Hacia eso apunta el deseo de reconocimiento: a la negociación colectiva de la identidad indiana para legitimarse desde la diferencia como un sujeto entre dos mundos —un sujeto liminal—, y situarse desde esa diferencia tanto en Europa como en los Andes. 98 Así también se busca superar el reduccionismo tirano de los españoles que los ha sometido a la ignominia y les ha negado toda posibilidad de hospitalidad.

Una hospitalidad, vale la pena decirlo, que surge desde el fervor cristiano, desde sus propios preceptos. De acuerdo con el Planctus , en ese tránsito incompleto, que viaja en una sola dirección, los europeos y españoles que van al Nuevo Mundo: “viven incólumes y sanos, casi como naturales de esta tierra, encontrando en el Perú todos [sic] aquellas cosas útiles necesarias para la vida; y esto es porque la región indiana es casi hermana de aquella parte de la tierra que se llama Europa” (205). El derecho al tránsito, al movimiento de un lugar a otro es designado sólo para aquellos que, como los españoles, son quienes diseñan esas reglas que los favorecen. La hospitalidad no fluye en doble sentido. Precisamente, para resolver ese flujo hospitalario que va en un único sentido, se apela a la autoridad del Papa, quien, como en el

98 Empleo aquí, reformulada para mis propios fines, la idea de Bhabha sobre la “política del reconocimiento” como la negociación de la alteridad. Véase: Bhabha, 2013: 32 y ss.

205 dueño de una casa, decide quién entra y quién sale. Así, al final del capítulo IV se refiere: “Con certísima y evidentísima consecuencia, se aprende que estas leyes (de las cuales hablamos), que prohíben la salida de los indios de América y su acceso a Europa, son hipócritas, y bajo la apariencia de piedad, tienen intención de lobo y espíritu maquiavélico, al pretender cerrar la puerta a través de la cual temen los magnates y potentados españoles de América que vaya a cruzar la salud espiritual de los indios y su descanso. Ojalá que sea abierta esa puerta por aquel que tiene las llaves de David: el que abre y nadie puede cerrar, el que cierra y nadie puede abrir; para que cantemos al Señor gloriosamente, en la salida de Israel a Egipto ” ( Planctus

Indorum 208; énfasis en el original). En gran medida, esa enunciación colectiva por el reconocimiento define un espacio intermedio entre Europa y América: un espacio intersticial desde el que se constituye un sujeto político liminal que escribe desde los Andes, y se posiciona frente al poder hispano a pesar de su condición subalterna.

En tanto agencia, la escritura del Planctus define sus propias estrategias de acción, construye su propio modelo. 99 En tal sentido, una de las más importantes es el empleo constante de una retórica afectiva cuyo propósito es conmover a su principal lector: el Papa Benedicto

XIV (o quien se encuentre en esa posición de autoridad), que desde Roma debe responder a ese acto de enunciación afectivo. Esa búsqueda de compasión, vinculada a un deseo de transformación política en gran medida radical, se alza como una estrategia de escritura que busca conseguir un cambio moral en el gobierno de la América peruana, pues el afecto, como afirma Eugenie Brinkema, provoca, irrumpe, interrumpe el régimen de lo racional para desordenar y estropear todos los sistemas y todos los sujetos (2014). Ciertamente, la lectura de

99 Aquí empleo la sugerente idea de Roland Barthes de que, dentro del entramado intertextual, cada texto construye su propio modelo. En ese sentido, refiere: Barthes señala: “la literatura misma no es nunca sino un solo texto: el texto único no es acceso (inductivo) a un Modelo, sino entrada a una red con mil entradas; seguir una entrada es vislumbrar a lo lejos no una estructura legal de normas y desvíos, una Ley narrativa o poética, sino una perspectiva (de fragmentos, de voces venidas de otros textos, de otros códigos), cuyo punto de fuga es, sin embargo, incesantemente diferido, misteriosamente abierto: cada texto (único) es la teoría misma (y no el simple ejemplo de) de esta fuga, de esta diferencia que vuelve indefinidamente sin conformarse” ( S/Z 8)

206 un texto como éste debe provocar algún tipo de reacción, una respuesta que asegure una solución efectiva al problema que se plantea desde el otro lado del Atlántico. Para conseguir esa respuesta afectiva y política, los indios lloran: el Planctus Indorum Christianorum es, en su traducción literal, el llanto de los indios cristianos. En el mismo título del texto se somatiza a través del lenguaje una fractura emocional, pues el llanto es la metonimia por excelencia que expresa ese estado de la interioridad (Brinkema 2), el malestar indígena provocado por la injusticia y la tiranía arraigada en el Nuevo Mundo a lo largo de dos siglos de dominio hispano.

El Planctus , el llanto, en consecuencia, debe ser también una máquina sonora que reproduzca ante los oídos del Pontífice los ayes , los lamentos y los llantos de los indios de la América peruana, “porque no hay verdad que hable a los oídos del Sumo Papa y del Rey Católico en favor de los indios que padecen, pues muy en verdad son burlados tanto el Sumo Pontífice como los Reyes Católicos españoles por sus ministros que hablan falsedades delante de ellos por avaricia, y por la política e impía razón de Estado, que se opone a la razón natural y a la verdad” (227-228). Si los indios peruanos no se encuentran en la capacidad de trasladarse hasta

Roma para contarle al Papa sobre las vicisitudes de su existencia bajo la tiranía española, el libro debe ser ese dispositivo de narración de la verdad en el que confluyen una enunciación afectiva y un deseo político. Eso es lo que se sugiere, por lo menos, en el párrafo final del capítulo II:

¿Quién pues, al narrar tales cosas se abstendrá de gemidos, y de

repetidos ¡ay! y ¡ay! llenos de lágrimas, al ver el trigo, respecto al cual el

padre de familias [ pater familias ] sembró grano puro una vez hechas caer las

pajas, ahora sofocado, ahora mancillado y llenísimo , no solamente de las pajas

de los defectos y de las imperfecciones , sino también de malas hierbas y de las

cizañas de los escándalos, de las riñas y de las discordias, que impiden, entre

los indios, un fruto de virtudes séxtuplo y céntuplo ? Pero baste de esto,

207

aunque no haya sido bastante llorado el maquiavelismo reprobado , que,

como, león , es conocido en virtud de esta garra , y porque lo que causa este ¡ay!

lamentable, no es un consejo que haya salido de Dios ( Planctus Indorum 182;

énfasis mío).

La contundente imagen de los indios como el fruto echado a perder, como el cultivo que se pierde por la mala hierba, por la paja imperfecta, por la hiedra que envenena, propone dos entradas para su comprensión. En primer lugar, esa metáfora canaliza la propia conciencia de su pérdida, esa condición de su diferencia desde la que surge esta subjetividad fracturada.

Esa conciencia produce un dolor arraigado en lo que constituye una verdadera herida colonial

(Mignolo, 2007), y es la razón última de las lágrimas y los ayes que buscan la oreja y la mirada atentas de su santidad para encontrar un remedio efectivo. En segundo lugar, ese despliegue de afectos dolientes no sólo busca un remedio inmediato, sino además un nuevo padre: un pater familias que, a diferencia del Rey español, pueda ser un buen administrador de esa casa que es la nación indiana. 100 Esta casa mal gestionada por ese ausente y lejano padre, quien, a pesar de haber realizado el esfuerzo de separar el trigo de la paja, no ha sido capaz de evitar en ese imperio instalado en América el maquiavelismo bestial. Esa imagen, en singular, del imperio hispano maquiavélico como una bestia, como un león cuya garra ha dado el zarpazo mortal a los indios, es sintomática de esa condición animal que, como observaba Jacques Derrida, pone al soberano por fuera de la ley, pues éste se sitúa, como un animal salvaje (o un criminal, según propone Derrida), en el lugar donde toda ley está ausente o donde el orden legal es violado

(The Beast and the Sovereign 39). El soberano, entonces, se ubica fuera de toda virtud y toda justicia, y ese imperio instaurado en el Nuevo Mundo no ha llegado a ser jamás escenario creativo para los indios, es decir, para que éstos pudieran alcanzar una plenitud de fe y de saber.

100 Como hemos visto en el tercer capítulo, la contundente metáfora de la nación indiana como la casa que debe administrar el Rey aparece formulada en la Representación verdadera .

208

Siguiendo ese mismo argumento se concluye el capítulo X asegurando que “como lloraba el profeta Jeremías: nuestra casa ha sido entregada a manos ajenas, nuestra heredad a los extraños: ay de nosotros porque hemos pecado, pero ay de la corona de soberbia ” ( Planctus

Indorum 287). Apelando a la autoridad del profeta para señalar al imperio hispano mediante la imagen de la corona de soberbia, la nación indiana pone énfasis una vez más en esa condición doméstica, que es el marco referencial dentro la tradición teológica desde la que se configura la genealogía del poder soberano.

La retórica afectiva que inunda el Planctus Indorum sobresale como una de sus marcas más representativas y en tanto estrategia de escritura hace viable la posibilidad de una agencia indígena, pues adopta la autoridad del discurso político de su propia época. Esta recuperación de la dimensión afectiva en un texto de este calibre no es un ejercicio anacrónico, puesto que, como sugiere Alejandro Cañeque para el caso hispanoamericano colonial, se trata de situar lo afectivo como un nivel importante de la racionalidad pre-ilustrada que guiaba la voluntad política, y que el pensamiento moderno ha dejado de lado hasta su poco más que reciente recuperación. 101 En ese sentido, Cañeque refiere que las emociones no eran un asunto privado, sino que estaban ligadas con la experiencia pública, esto es, con la interacción entre unos y otros (por ejemplo, el rey y sus súbditos), y que, como refería Aristóteles, estaban constituidas como diferencias de poder no por su exceso, sino por su escasez. Asimismo, para recuperar el vocabulario de la época, señala que antes de mediados del siglo XIX, existía una clara diferencia entre pasiones viciosas y afecciones virtuosas . Esta crucial diferenciación formaba parte de la literatura política, especialmente aquella que estaba dirigida a la educación del

101 Entre la cada vez más amplia literatura sobre el “giro afectivo” en las humanidades y las ciencias sociales se hace referencia a esta presencia de los afectos y las emociones en la tradición literaria occidental, desde los griegos (como Platón y Aristóteles) hasta la época moderna (Descartes, Maquiavelo o Spinoza, por ejemplo). No obstante, la presencia de los afectos en la crítica cultural posmoderna propone una aproximación del todo diferente, pues se ubica dentro de marcos de sentido como la globalización, la economía neoliberal o la ‘guerra contra el terror’ ( The War On Terror , que producen formas y regímenes estéticos del todo ajenos a esa tradición precedente. Véase: Gregg and Seigworth (2010), Thompson and Hoggett (2012), Brinkema (2014).

209 príncipe, como el opúsculo del jesuita Agustín de Castro titulado Conclusiones políticas del

Príncipe (1638), en el que se trataba la relación entre el rey y sus súbditos sobre la base del amor, es decir, una relación de orden afectivo entre el monarca y sus vasallos sustentada en la noción aristotélica de amistad política que garantizara el ejercicio del poder (“The Emotions of Power” 93-94). Se puede sostener, entonces, que el sustrato afectivo del Planctus se encuentra dentro de las coordenadas de la tratadística política pre-ilustrada. En ese sentido, incluso la lectura de El príncipe de Maquiavelo resulta clave para sostener la denuncia de un imperio corrompido por la herejía maquiavélica, en el cual tanto el miedo como la discordia se han convertido en las virtudes que proliferan en una monarquía que ha mantenido a los indios americanos en el oprobio. Más aún, hay una voluntad política sustentada en la mostración del dolor de los indios cristianos desde una interacción que se funda en la lectura, en ese diálogo virtual, simultáneo, que se establece desde ambas orillas del mundo entre el Pontífice y el sujeto de escritura andino.

En ese diálogo virtual y silencioso, cuya plataforma es el Planctus , los afectos fluyen sin detenerse para denunciar el maquiavelismo español y exigir una intervención inmediata que detenga la destrucción de la nación indiana. El texto se encuentra repleto de ejemplos, pero quiero detenerme en dos de ellos, extraídos de los capitulo XIV y XV, respectivamente, para muestra de la confección de lo que Cañeque denomina una economía política de las emociones

(“The Emotions of Power” 92):

Y certísimamente todas las leyes y mandatos que hayan considerado la

disminución de su dominación despótica y absoluta sobre los indios , y que

hayan pretendido liberar y levantar a aquellos míseros cristianos cautivos en su

patria, han sido obtenidas de modo subrepticio, furtivo y con falsedades, y por

lo menos habrá de decirse que no convienen, fingiendo el bien de la paz , la cual

no es otra paz que la paz de los pecadores que tiranizan a todos los pobres

210

indios , cuya cautividad es paz, lucro y bien de los españoles en América y el

Perú. Luego ¿así permanecerán los indios, occisos en occidente, y los

peruanos perecerán en el Perú? Finalmente, ¡Ay de vosotros, los indios que

deseáis aquel día del Señor que no vendrá nunca!; no tendréis luz, sino más

largas tinieblas (Planctus Indorum 329; énfasis mío).

Y luego:

Esta voz que gime y llora un grandísimo estrago, este repetido ¡ay! en

este llanto, ¿de quién puede ser, sino de los indios? Y este llanto en todas las

plazas de ciudades, y fuera en montes, en caseríos, en campos, en ciudadelas,

de quienes permanecen en su tierra y en su lugar cautivos, ¿a los ojos de quiénes

y al corazón de quiénes pertenecerá aquí el gemido y el lloro, sino a los de los

naturales occisos en occidente? Porque no tienen en torno a ellos consolador

de su propia nación y parentela (Planctus Indorum 339).

Un aire de irremediable fatalismo recorre ambas citas. La imagen de las tinieblas, que pone ante la mirada la desolación de los indios, parece el anuncio de una condena ultraterrena a la que han sido aherrojados sin posibilidad de redención alguna. Más allá de la metáfora, esa condena encuentra su correlato en el orden colonial dentro del régimen hispano y algunas de sus instituciones más opresivas, que impedían promover el bienestar físico y espiritual de la población indígena. Se trataba, en efecto, de los corregimientos, del servicio personal, de los repartos, de la mita minera, contra los cuales la población indígena había levantado una serie de protestas empleando los recursos escriturales y legales de la ciudad letrada .102 En sus

102 Ward Stavig refiere, por ejemplo, que la mita minera “was so onerous that virtually all indigenous peoples subject to the labor draft, regardless of ethnicity or class, raised an almost continuous voice of protest from their communities against the mita and its abuses”. Véase: Stavig, Ward, “Continuing the Bleeding of These Pueblos Will Shortly Make Them Cadavers: The Potosí Mita, Cultural Identity, and Communal Survival in Colonial Peru”, 2000: 529 y ss.

211

Noticias secretas de América (1826), Jorge Juan y Antonio Ulloa, enviados en la expedición científica de Charles Marie de La Condamine con la misión secreta de recopilar información sobre el estado general del virreinato peruano, informaban a la corte española sobre la tiranía ejercida por los corregidores en los dominios de ultramar; y lamentaban con profunda tristeza la situación de los indios peruanos, que soportaban el abuso sistemático de aquéllos a través del cobro de tributos y la imposición de los repartimientos. Todo esto ocurría, según apuntan desde su posición de testigos de los hechos, ante la indiferencia de las autoridades encargadas de protegerlos, como los miembros de las Audiencias o el propio virrey. Al empezar la sección en la que tocan este punto específico, que se extiende a lo largo de varias páginas, sostienen que no era “posible detenerse a pensar […] sin dejar de llorar con lástima la miserable, infeliz y desventurada suerte de una nación que sin otro delito que el de la simplicidad, ni más motivo que el de la ignorancia natural, han venido a ser esclavos, y de una esclavitud tan opresiva, que comparadamente pueden llamarse dichosos aquellos africanos…” ( Noticias secretas 181-182).

Asimismo, en su documentado recuento sobre el servicio personal de la población indígena en el virreinato peruano, Silvio Zavala, citando el tomo IV de la Relación histórica del viaje a la

América Meridional de Juan y Ulloa, publicada en Madrid en 1748, refiere que los corregidores eran, en efecto, quienes abusaban principalmente de los indios, pero también incluye en esa lista a los dueños de los obrajes, a los dueños de las estancias y ganados, y a los curas, con la excepción de los jesuitas (Zavala 46-47). 103 No resulta extraño, entonces, entender por qué la repetición de esa queja en torno al régimen colonial sostenido por una serie de leyes destinadas a la pauperización y el ultraje de la nación indiana. Por esa razón, precisamente, gimen y lloran, en busca de consuelo y salvación ante el Pontífice, pues todos los intentos previos dirigidos al monarca español resultaron en un fracaso, a pesar de que existía un conjunto de disposiciones

103 Es interesante notar que, de acuerdo con lo que apunta la historiadora Scarlett O’Phelan, Juan Santos Atahualpa había expulsado a los franciscanos de las zonas que habían sido tomadas por los rebeldes, y pedía a cambio la presencia de padres jesuitas para que ellos se hicieran cargo del adoctrinamiento de los indios. Véase: O’Phelan, 2013: 35.

212 legales destinadas a protegerlos. Junto con aquellas cédulas específicas cuyo fin era proteger a los indios y otorgar las condiciones necesarias para el tratamiento adecuado de la nobleza indígena, recopiladas en las Leyes de Indias a fines del siglo XVII, bajo el mandato del rey

Carlos II, se encontraban algunas figuras del poder encargadas de la protección de los indígenas, como el protector de naturales o, como vimos en el capítulo 3, el procurador general de los indios. 104 Un dato específico e importante al respecto: en 1752, el virrey Manso de

Velasco manda a reimprimir las Leyes de Indias , con puntual referencia a la protección de los indios, y las reparte entre todos los corregidores para que “las tubiesen precisamente, porque en ellas están prevenidos los casos regulares y frecuentes, y observado, además de lo que disponen las leyes que estarán los naturales bien tratados, y gozarán en lo espiritual y temporal la mas justa y equitativa dirección” ( Memorias de los virreyes 88). Sea como fuere, la queja de los indios contra el abuso de los corregidores constituye uno de los motivos más recurrentes tanto en el Planctus Indorum como en los textos indígenas escritos desde el siglo XVII.

Otro punto en común que comparten las dos citas es el que se refiere a la muerte colectiva de los indios y al cautiverio dentro de su propia tierra. En el contexto del Planctus , ambas citas hacen referencia a dos aspectos muy puntuales: 1) la necesidad de ordenar sacerdotes y obispos indígenas, pues debido a la distancia que hay entre el Perú y España o

Roma, los españoles desobedecen las leyes del Rey y del Papa, y quienes se encuentran en esos cargos son también naturales de su nación . Es decir, son españoles entre españoles y eso evita una adecuada impartición de la justicia, la justa protección de los indios, su acceso mismo al consuelo del Papa y el Rey Católico, a quienes “conociéndolos de lejos, por la sola fe, desean ver con sus propios ojos y no con los ojos de los españoles” ( Planctus Indorum 356). 2) Una vez más, su rechazo profundo hacia los corregidores, los ministros y los párrocos españoles, a

104 Véase al respecto, por ejemplo: Mathis, Sophie. “Vicente Mora Chimo, de «Indio principal» a «Procurador General de los Indios del Perú»” (2008); y Bonnett Vélez, Diana. Los protectores de naturales en la Audiencia de , siglos XVII y XVIII (1991).

213 quienes consideran los verdugos de los indios, “viles mayordomos y carniceros más grandes”, que prolongan la muerte metafórica y real de la nación indiana. La parte final de la segunda cita, por último, sugiere algo que escapa a esa narración que busca representar, con esa mezcla de lenguaje bíblico y afectivo, el malestar indígena: la necesidad de tener a alguien de su propia nación y parentela que los consuele, que los proteja, que los cuide de la bestialidad española que los ha reducido a una condición abyecta. ¿Se trata acaso de una rememoración de otrora en la que los indios del Perú podían gobernarse a sí mismos, protegerse a sí mismos, cuando eran los gobernantes naturales de aquella parte de América, esa América peruana cuyos indios claman con los ojos llenos de lágrimas ante el Papa? En esa afirmación que es a su vez una respuesta a la pregunta por el llanto de los indios peruanos, hay también una evocación

(“Porque no tienen en torno a ellos consolador de su propia nación y parentela”). Evocar es traer a la memoria y, como refiere Sara Castro-Klarén, anula toda representación, la difiere fuera del ámbito de la simbolización. 105 Aquí, esa evocación del pasado se proyecta, no obstante, como una posibilidad del futuro: ese agente de la nación indiana, de su propia parentela, debe aliviar, como los reyes Incas de antaño, el sufrimiento de los indios cristianos de la América peruana.

En ambas citas, la fórmula afectiva, que linda con la escritura poética dentro de la tradición de la poesía bíblica (una fórmula que recorre el Planctus y que responde a su relación intertextual con las Lamentaciones de Jeremías), hace que el texto se aleje en cierta medida de toda representación; o que se convierta en el espacio donde temporalidad (historia) y atemporalidad (poesía, evocación, memoria, profecía) confluyen y dan forma a una textualidad híbrida y compleja que delata al mismo tiempo las tensiones del sujeto de escritura. 106 Si por

105 Véase: Castro-Klarén, 1994: 235 y ss. 106 En su análisis del tercer Libro de las Lamentaciones , Hugo Rodolfo Safa observa que el texto de Jeremías se alinea con la tradición de la poesía bíblica en la que tragedia y profecía definen su forma textual. Asimismo, refiere que el abigarramiento de metáforas contribuye al carácter hiperbólico del texto. Precisamente, la

214 definición la “mezcla” cuestiona la coherencia y la unidad del sujeto del discurso colonial, como sugiere Castro-Klarén, y que el discurso de cristiandad, asumido muy tempranamente por el Inca Garcilaso y Guamán Poma de Ayala, es el epítome de la mezcla colonial por excelencia, aquí tenemos un sujeto subalterno que enuncia (y denuncia) que su condición cristiana no ha sido suficiente para crear esa “igualdad” con los súbditos españoles de la

Corona. En ese sentido, el sujeto de escritura (sujeto político, colectivo) no interpela el discurso colonial a partir de la fagocitación del discurso legal, sino de la tradición cristiano-católica. En su comparación con la miseria y el cautiverio del pueblo hebreo, en esa metáfora, el sujeto de escritura del Planctus Indorum —la nación indiana, sometida a la tiranía española— enuncia su propia subalternidad.

4.5.- “¡ ay de nosotros maldecidos en toda nuestra tierra, que ya no es nuestra !”: Una soberanía andina dentro del orbe católico a mediados del siglo XVIII. Entre los capítulos XVI y XVIII del Planctus Indorum se propone desde los Andes un remedio para esos males que aquejan a los indios a través de la institución de un Patriarca o

Primado de las Indias Occidentales, escogido y enviado por el mismísimo Papa para crear un verdadero reino indiano y cristiano en América. Un patriarca que gobernaría de manera conjunta con los indios (de la nobleza, se asume) y que sería la solución más efectiva no sólo para la cuestión cristiana, sino, además, y tal vez por encima de todo, para la cuestión de la soberanía, del buen gobierno, que debe garantizarse como cristiana respuesta para la salvación de toda esta nación. Aquí quiero proponer una serie de elementos para re-pensar la escritura andina colonial no sólo en los clásicos términos de la diferencia, la subalternidad, la heterogeneidad o la colonialidad, que se han explorado de manera amplia dentro de elaboradas y sofisticadas agendas intelectuales. Me interesa resaltar en estas líneas la cuestión del gobierno

hipérbole, debido a su sustrato poético, hace que sea ambiguo y siempre abierto. Me parece que esas características definen también de la textualidad del Planctus Indorum . Véase: Safa, 2008: 562-563.

215 como una posibilidad para el futuro. De una utopía en el mundo colonial, si se prefiere. En ese sentido, el Planctus Indorum , tomando como referencia la Representación verdadera , pero al mismo tiempo alejándose completamente de su propuesta, establece mecanismos legítimos para una autonomía política de los indios americanos, en general, y peruanos, en particular, bajo un régimen católico en el que se reconoce como figura máxima del poder ecuménico al

Pontífice romano. De manera evidente, el sujeto de escritura del Planctus ha asimilado con eficacia el orden de discurso en relación con el poder soberano, que en su momento consideraba el aparato jerárquico de la Iglesia romana como el prototipo perfecto de una monarquía absoluta y racional sobre una base mística (Kantorowicz 193-194). Esto último hace referencia a la división teológica del cuerpo del Señor, según la cual la Iglesia, con sus aspectos institucionales y eclesiásticos, constituye el cuerpo místico de Cristo dentro de la tradición teológica medieval, y cuya vigencia había sido mantenida por la Contrarreforma. 107 En este nivel de elaboración teológica, el concepto litúrgico del corpus mysticum se había desarrollado sobre un complejo entramado de nociones de orden organológico y jurídico, de tal forma que la Iglesia aparecía como una congregación política de los hombres, y el Papa era como un rey en relación con su plenitud de poder. Debido a esa especificidad conceptual, la Iglesia era concebida como una forma de gobierno y administración del todo similar a cualquier otra corporación secular, de modo que incluso la misma noción del corpus mysticum estaba cargada de significación política

(Kantorowicz 203).

Dentro de las distintas formulaciones de la iglesia como corpus mysticum , como el cuerpo de Cristo en el saber teológico, destaca aquella que concibe a Roma como una communis patria , mientras que los reinos cristianos antes del sigo XIII alineados bajo el poder del

Pontífice constituían una patria sua o propia , con lo cual la soberanía de Roma era transferida

107 Kantorowicz refiere que, de acuerdo con la teología cristiana medieval, los dos cuerpos de Cristo el corpus verum , el cuerpo individual ( corpus personale ), que se encontraba en el altar; y el corpus mysticum , el cuerpo colectivo, que estaba constituido por la Iglesia. Esta división del cuerpo de Cristo es el precedente más específico de los dos cuerpos del Rey. Véase: Kantorowicz 198 y ss.

216 a las distintas monarquías seculares, y junto con ella se transfería también la idea de lealtad a

Roma y al imperio universal. De acuerdo con Kantorowicz, esto cambia a lo largo del siglo

XII, pues los reinos nacionales van adquiriendo una mayor autonomía y es ahí, precisamente, cuando se produce el traslado de la idea de los dos cuerpos de Cristo a los dos cuerpos del Rey

(246-249). Aquí me interesa, sin embargo, su formulación medieval, que es la que parece adecuarse a la propuesta político-teológica del Planctus Indorum . En ese sentido, el Papa, en tanto encargado de la administración del imperio universal romano, tenía el estatus, dentro de la jerarquía del poder eclesiástico, de príncipe y emperador verdadero. A esta autoridad máxima, de acuerdo con la tradición teológica medieval, que el sujeto de escritura del Planctus domina plenamente, apelan los indios de la América peruana para que puedan ser salvados y protegidos.

Este giro en la textualidad andina, que es también un giro en las posibilidades de la agencia letrada, revela que ya no era suficiente volver a exponer la transferencia del imperio de los Incas a los Reyes de España ( translatio imperii ), pues esta fórmula discursiva no había servido para hacer que la situación del gobierno en los dominios americanos cambiara a favor de los indios, tanto los de la nobleza como los del común. Tampoco había resultado eficaz la participación y performance de la nobleza indígena en los pactos públicos de lealtad ante el

Rey de España, que eran puestos en funcionamiento en las fiestas oficiales durante la primera mitad del siglo XVIII (pactos que aún se recordaban en la Representación verdadera para apelar a la generosidad del monarca hispano, como se ha mostrado en el capítulo anterior). El

último recurso era, entonces, diseñar una nueva fórmula político-teológica que, amparada en la tradición cristiana medieval y un sólido conocimiento de la historia de la Iglesia, para conseguir que el Papa, en tanto emperador universal del corpus mysticum , interviniera de manera directa para la salvación de los indios cristianos del Perú y América. En efecto, tal era la consigna del proyecto de escritura del Planctus Indorum y guiados bajo ese propósito

217 colectivo, proyectándose hacia el futuro con esa esperanza común, “[t]odos los indios, para este fin , con un solo deseo dirigen los ojos hacia Vos, Beatísimo Padre; todos , vueltos los rostros hacia Roma, rodean con este murmullo vuestros oídos’” (467).

El reconocimiento de la suprema autoridad del Papa —sustentado en el saber teológico de la jerarquía de la Iglesia y la genealogía del gobierno— era razón suficiente para intentar buscar otro remedio. Ante la indiferencia distante del Rey de España, a quien no sólo desautorizaban como mediador para una solución en el conflicto entre indios y españoles, sino, por encima de todo, como figura máxima del poder ecuménico, el sujeto de escritura del

Planctus justificaba su propio proyecto a su destinatario en los siguientes términos:

Por lo tanto, ¡ ay, ah, ah, ah de los indios en su reino del que han sido

expulsados , en la ciudad de la cual están desterrados, aunque sean ciudadanos

nobles ; en el templo del que permanecen arrojados fraudulentamente como

neófitos y herejes; en el pueblo en el que, como sirvientes y esclavos de los

españoles, están cautivos y por todos y en todo lugar son matados! ¿ Quién,

pues, curará este gran mal ? ¿ Quién sino Dios y quien está en la tierra

dirigiendo el lugar de Dios, el Sumo sacerdote y el Pontífice máximo ?

(Planctus Indorum 365; énfasis mío).

La deseada intervención del Papa es un recurso político legítimo dentro de un orden que es imaginado en los términos descritos líneas arriba, esto es, dentro de los límites de una concepción de la Iglesia como imperio universal, en el cual el Pontífice adquiere un poder soberano que sobrepasa la potestad de los reyes y sus monarquías, como sería el caso del rey y la monarquía hispanas. He ahí el centro mismo de todo el proyecto de escritura del Planctus , en la posibilidad real de que, en efecto, el Papa, en tanto representante de Dios, decida organizar la casa que es la nación indiana, es decir, hacer que el Papa se haga cargo de la gestión y administración ( gerens , en el original en latín en el Planctus ) de los súbditos indios de

218

América. 108 Llevando esto a un caso extremo —en el que no quiero profundizar debido a que se aleja del horizonte de lectura que propongo—, el soberano supremo, que es el Papa de acuerdo con el Planctus , tiene toda la potestad de decidir entre la vida o la muerte de la nación indiana. Es un caso de emergencia extrema en la que los indios de la América peruana ponen en juego su propia vida y su futuro.

Con todo, mi interés no radica simplemente en ubicar estas líneas de interpretación que acercan al Planctus con una tradición teológica de origen medieval en la que se establecen criterios específicos sobre el gobierno de los hombres y las cosas, como sería el caso de una genealogía del gobierno desde la perspectiva de la soberanía (tal es el proyecto de Agamben, por ejemplo). Me interesa, sobre todo, ahondar en la heterogeneidad misma de un texto de este calibre, cuyo sujeto de escritura construye su lugar de enunciación en la intersección de la tradición teológica cristiana y la producción discursiva andina colonial. Este sujeto de escritura es a la vez un sujeto político, un sujeto subalterno, que deja sus huellas imborrables a lo largo del texto, y que revelan a su vez las múltiples posiciones que adopta en su trayectoria.

Considerando esta especificidad, que es también la marca de su heterogeneidad discursiva, identitaria, el signo de su propia diferencia colonial, se puede dar el salto político hacia una propuesta de recuperación de la propia tierra, que es también parte de la compleja textura del

Planctus Indorum . La propuesta es:

Para esta obra máxima de curación de la larga enfermedad de los indios y

de reforma de la tiranía de los españoles , todavía no parece haberse proveído

bastante si solamente se hiciera lo que antes se ha dicho; a no ser que la

Santidad de Nuestro Señor el Papa , con la plenitud con que puede, nombre,

ordene y envíe a estas regiones de los indios, y particularmente al Perú, el

108 Si Dios es economía, como afirma Agamben, es decir, es uno y tripartito en tanto que gestiona su creación, y el Papa es su representante en la administración del corpus mysticum que es la Iglesia, entonces el Papa debe asumir la función económica en tanto que gobierno del mundo. Véase: Agamben, 2008: 193-251.

219

varón sabio y prudente que él quisiera , con nombre, y autoridad, y

jurisdicción, y plenitud de potestad; con dignidad de Patriarca , que tal sería,

y de Primado en todo el ámbito de las Indias occidentales ; con instrucciones

de crear y consagrar obispos en todos los lugares donde fuera necesario; que

gobierne todas las iglesias de América , consultando con los otros

metropolitanos y diocesanos sobre la reforma y gobierno de las iglesias, y sobre

la salvación de los indios y sobre su adoctrinamiento e instrucción literaria

a fin de que se hagan capaces para la promoción a las dignidades

eclesiásticas ; y que convoque Concilios nacionales y provinciales, [y] también

haga que otros obispos convoquen Sínodos diocesanos y, conferenciando entre

ellos, establezcan saludables remedios de derecho y leyes con las cuales se

diriman y sepulten las pendencias de las discordias y las disensiones de los

escándalos que existen entre indios y españoles, sembradas desde el

principio, eliminándola de raíz . Sobre todo, el mismo Patriarca o Primado, al

morir algún obispo, presida, con otros obispos provinciales, la elección del

Pastor de aquella iglesia vacante, y la confirme; pero si por la distancia no

pudiese asistir, confirme la elección hecha por los otros obispos, imitando las

costumbres de los antiguos Cánones, sin necesidad de recurrir al Rey

Católico , que elige a todos los obispos de América… (Planctus Indorum 366-

367).

Ubicándose en los márgenes de una soberanía católica, el sujeto de escritura, colectivo, subalterno y político, del Planctus propone el nombramiento y envío de un Patriarca o Primado de las Indias, con plena facultad y poder de gestión en todo el orden eclesiástico americano.

Esa autoridad investida por el mismísimo Pontífice haría posible la administración completa del estado eclesiástico instalado en las Indias Occidentales (y entre cuyas estaría la elección de

220 obispos y autoridades religiosas), lo cual anularía la figura del patronato regio que le otorgaba facultades al monarca español (y, por extensión, a los mismos virreyes y autoridades del estado colonial), y que había sido empleado como una herramienta de gobierno para evitar que el Papa interviniera de manera directa en los asuntos reales en las Indias. 109 En cuanto a la salvación de los indios, se pide su educación religiosa, así como la necesidad de su formación letrada, para que puedan ingresar al cuerpo de la Iglesia en calidad de autoridades eclesiásticas bajo el mando y dirección de este Patriarca o Primado de las Indias. Por último, en cuanto a las discordias entre indios y españoles, se recomienda que este Patriarca instaure un conjunto de medidas legales que anulen y eliminen estas desavenencias que han perjudicado sobre todo a los indios de la América peruana. Un pequeño detalle que por su ambigüedad llama mucho la atención: ese conjunto de leyes y remedios deben enfocarse en el problema de origen, en eliminar el malestar de raíz. ¿A qué se refiere este arrancar el problema de raíz en favor de los indios y su salvación? Hemos visto que, a lo largo de las páginas que dan forma a la heterogénea textualidad del Planctus , un motivo recurrente ha sido el problema del maquiavelismo español que se origina con la conquista de América, en general, y del Perú, en particular. Una y otra vez, hemos visto y escuchado el clamor indígena, las tinieblas que cubren sus días de olvido y maltrato, el cautiverio al que ha sido sometidos, el oprobio que han enfrentado debido a la práctica sistemática de la discordia española, la cual, guiada por la racionalidad hereje del maquiavelismo, no ha hecho más que destruir a los indios. Entonces, ¿cómo leer ese arrancar de raíz el problema entre indios y españoles? Leer el silencio, lo no dicho, lo que se insinúa, es también una tarea que exige ubicar las coordenadas de significación dentro del propio discurso.

Así, tengo la impresión de que en ese sugerente pasaje lo que se pide es una solución efectiva: como la mala hierba que daña el trigo sembrado por el padre, así debe arrancarse el mal español que los indios, en su conjunto, denuncian. ¿Es acaso una propuesta de expulsión de la república

109 Véase: Porras, 1987; y Numhauser, 2013 (específicamente 86 y ss).

221 de españoles del escenario social de esa nueva América peruana que se vislumbra, como una utopía, como una posibilidad futura, si el Pontífice decide ejecutar el poder soberano otorgado por Dios? Arrancar la raíz sembrada desde el principio es no sólo un pasaje ambiguo, sino también oscuro en tanto que su proyección como parte del paquete de propuestas, de su inserción en un régimen legal que haga viable un cambio, exige su interpretación.

En esa vía utópica, en la que el dispositivo soberano que despliega el Planctus enuncia una autonomía de los indios peruanos bajo el poder de la Iglesia romana, emerge una propuesta específica a favor de la nación indiana y, sobre todo, a favor de esa posibilidad:

… que los indios cristianos viejos y los mestizos nobles sean instruidos ; y,

así instruidos, mande que sean ordenados y consagrados obispos,

presbíteros y religiosos , por encima de los cuales (si a su Santidad pareciera

oportuno con el consejo de Dios) constituya alguno o algunos como

Arzobispo de México en Nueva España y de Lima en el Perú (suprimido el

Patriarca que existe sólo de nombre en la Corte del Rey de España), con

honores, privilegios, jurisdicción, potestad y autoridad de Patriarca , que

estén en todas las cosas sujetos inmediatamente a solo el Romano Pontífice, y

tengan facultad para convocar Concilios y Sínodos, y para administrar otros

negocios que son diferidos y rara vez o nunca llegan a la Curia romana, por la

extrema distancia y larga duración [del recorrido]… ( Planctus Indorum 376)

En este pasaje se cifra la autonomía de la propuesta andina: que los indios cristianos viejos (¿los descendientes legítimos de los Incas?) y los mestizos de la nobleza indígena sean ordenados religiosos y tengan acceso al alto clero y que tengan la posibilidad de ser nombrados

Arzobispos tanto del virreinato del Perú como de la Nueva España. Aquí lo crucial es lo referido a ese nivel dentro de la jerarquía eclesiástica en el que ellos puedan obtener la “potestad y autoridad de Patriarca”. En otras palabras, que puedan ejercer el poder soberano siguiendo

222 una fórmula del gobierno de los hombres que se extiende de Dios, a la Iglesia, al Papa y de ahí a la América peruana. Si el Patriarca de Las Indias, como vimos líneas atrás, tiene plena facultad de poder otorgada por el Sumo Pontífice y, junto con ello, no tiene necesidad de recurrir al Rey católico, entonces la propuesta soberana se muestra en toda su claridad. La nación indiana ha lanzado su última carta sobre la mesa y ha pasado del “programa político del

Renacimiento Inca” propuesto en la Representación verdadera (1749) a una legítima reformulación del poder soberano en el que se ha re-posicionado tanto el sujeto del discurso

(andino y colonial) como las piezas que definen la dimensión del poder imperial y católico.

Si bien es cierto que esta propuesta política —cuyo espectro de radicalidad está aún por medirse del todo— se encuentra en las coordenadas de la Iglesia romana y el poder del

Pontífice, no es menos cierto que resulta una verdadera estrategia discursiva y política, por esa conveniencia en términos de un gobierno efectivo, por adscribirse a la ideología cristiana, por constituirse en una enunciación táctica que anula el poder del rey hispano sin eliminar ni su figura ni su presencia dentro del orbe católico. Al asumir plenamente las facultades de gobierno de la Iglesia de Roma y proponer la instauración de una filial del poder soberano del Pontífice que pudiera recaer en los miembros de la nobleza indígena, en los descendientes de los reyes

Incas del Perú, se establece un giro no menos interesante: en esa larga trayectoria discursiva de intentos fallidos de llegar a los oídos y al corazón del Rey, el Planctus pone de manifiesto que los verdaderos Incas católicos son ellos, los miembros nobles de la nación indiana cristianizada.

Tal vez por eso en las páginas finales el sujeto de escritura vuelve una más, para repetir el leit motiv del oprobio de los indios y la herejía hispana, a esa crítica de la conquista española. Pero aquí, para autorizar su propia enunciación, se le sugiere al Sumo Pontífice leer a Bartolomé de las Casas, a Fray Antonio de la Calancha, a Fray Antonio Daza y a todos los cronistas de las

Indias para que pueda enterarse de cómo fue vertida “como agua la sangre de indios inocentes” desde el descubrimiento del Nuevo Mundo ( Planctus Indorum 417). Se le sugiere, en

223 consecuencia, ingresar por la puerta grande del archivo colonial, en el que las voces de los testigos que registran la experiencia americana también enuncian la diferencia colonial de los naturales de esa parte del orbe.

Más allá de todas sus ambigüedades, de sus propias contradicciones, de las múltiples e imborrables huellas 110 que deja en su tránsito el sujeto andino colonial, y que se dispersan en el proceso de enunciación, el Planctus Indorum parece constituirse en un verdadero dispositivo.

Es decir, se trata de una compleja máquina de enunciación que posee su propio régimen de luz, que distribuye de acuerdo con su lógica interna lo visible y lo invisible, y que define también una dimensión del poder en sus coordenadas transatlánticas. 111 En ese sentido, se puede sostener que, en cuanto dispositivo, el Planctus Indorum sobresale por su novedad y no tanto por la originalidad de su enunciación. 112 Ahí radica, precisamente, su posibilidad, su proyección utópica (no en su sentido mesiánico) en el horizonte de producción discursiva del sujeto andino: en el hecho de ser una novedad dentro de los regímenes de discurso de la subalternidad colonial andina.

4.6.- Conclusiones: ¿Un texto anticolonial?

Publicado de manera clandestina entre 1754 y 1758, el Planctus Indorum

Christianorum in America Peruntina constituye un texto dentro del universo discursivo andino colonial cuyo propósito era denunciar ante el Papa Benedicto XIV, en Roma, el maltrato que

110 Empleo aquí, aunque reformulada, la imagen de “texto imborrable” de Rolena Adorno para hacer referencia no sólo a esa múltiple posicionalidad del sujeto colonial o a la condición de palimpsesto del discurso cultural andino, sino a la idea del texto como una huella que se deja en el proceso de la lectura del texto, es decir, de su apropiación. En ese sentido, el Planctus no sólo es un palimpsesto, sino que también es una superficie repleta de huellas de textos apropiados en el acto de leer para autorizar su propia enunciación. Véase: Adorno, Rolena. “Textos imborrables: Posiciones simultaneas y sucesivas del sujeto colonial” (1995). 111 Véase: Deleuze, 1990. 112 Explicando el concepto de dispositivo en Foucault, Deleuze propone pensarlo como un régimen de enunciaciones. Así, se pregunta qué régimen de enunciaciones aparecen en los dispositivos revolución francesa o revolución bolchevique, y responde que en ambos “lo que cuenta es la novedad del régimen, no la originalidad de la enunciación” (1990: 159).

224 los indios del Perú recibían por parte de la nación hispánica . Sus autores: un grupo anónimo de indígenas y mestizos letrados, que buscaban una solución definitiva para los males que los aquejaban dentro del orden colonial, y entre los que figuraba el fraile mestizo franciscano

Calixto de San José Túpac Inca, según se infiere por las trazas textuales que aparecen en un texto similar de 1749 titulado Representación verdadera y exclamación rendida y lamentable que toda la nación indiana hace a la majestad del Señor Rey de las Españas y Emperador de las Indias, el Señor Don Fernando VI .

Haciendo uso de una retórica que pone de relieve el sufrimiento indígena desde una perspectiva histórica (esto es, desde la conquista española en esa parte del Nuevo Mundo), el texto adquiere la forma de un quejumbroso lamento que repite una y otra vez el dolor indígena provocado por el latrocinio español. Una denuncia en tono profético que desde los Andes busca una reparación urgente ante la máxima autoridad del orbe católico para poner fin a lo que en el texto se denomina como “razón de estado maquiavélica”. Poner fin a esa razón de estado implica frenar el abuso hispano que no ha generado sino discordias interétnicas desde su presencia en América, y resolver el problema de la indiferencia del lejano Rey que no ha podido ser un verdadero monarca (y padre) para los indios peruanos.

Este esfuerzo por llegar a los oídos del Papa, como si éste pudiera escucharlos en la otra orilla del Atlántico, pone de manifiesto no sólo un recurso final para resolver una serie de problemas inmediatos que afectaban a la nación indiana en el virreinato peruano. También aparece, y tal vez por encima de todo, como un ejercicio soberano para resolver el problema del buen gobierno entre los súbditos peruanos y, de manera específica, entre aquéllos que formaban parte de la república de indios. En otras palabras, no sólo se trata de un documento de denuncia alineado en la vertiente textual de los “memoriales” indígenas, ya que se ofrece también como una solución que busca transformar, en gran medida, el ámbito soberano de los dominios americanos.

225

En efecto, el sujeto de escritura del Planctus propone como solución y posibilidad que el Pontífice romano nombre un Patriarca de las Indias con plenitud de facultades, sin tener que recurrir a la autoridad del Rey español en todo lo concerniente con los asuntos del estado eclesiástico. De acuerdo con esta propuesta, el Patriarca o Primado nombrado por el Papa tendría la facultad de nombrar obispos, de permitir y facilitar el acceso de los indios y mestizos nobles al alto clero, de nombrar arzobispos indígenas tanto en el Perú como en la Nueva

España, y de eliminar las discordias entre indios y españoles a partir de la implementación de un régimen jurídico que haga posible ese deseo de los indios de la América peruana.

Esta peculiar propuesta, que aleja del poder efectivo sobre los indios al monarca hispano dentro del orden colonial, parece anunciar como un presagio la independencia respecto del poder español. No creo, sin embargo, que pueda hacerse tal afirmación de manera tan tajante sin considerar algunos aspectos del texto y su propuesta. Dentro de la historiografía de las rebeliones andinas del siglo XVIII se ha puesto énfasis en tener cuidado al momento de definir estos eventos como precursores de la Independencia americana toda vez que no responden a una comprensión de sus motivaciones específicas, sino que se explican a partir de una reacción frente al sistema opresor colonial (Golte, 1980). Por su parte, en el texto que precede su compilación sobre Túpac Amaru II, Alberto Flores Galindo refiere que las rebeliones indígenas del siglo XVIII peruano (cuyo punto culminante constituye la rebelión de Túpac Amaru II de

1780) deben ser distinguidas a partir de los nexos que se establecen entre el “acontecimiento” y la “estructura” dentro de la cual ocurren (8-9). Es decir, cómo se relacionan estas acciones con el mantenimiento o continuidad del orden colonial, de qué manera responden a demandas locales o generales, cómo se diseña la visión de mundo que aparece en los manifiestos y las ideologías rebeldes que sustentan la toma de armas.

Considerando estos aspectos, es posible definir en gran medida el alcance del Planctus

Indorum en relación con dos aspectos importantes: 1) Su programa de propuestas, ¿se aleja de

226 la estructura colonial hispana?; y 2) la visión de mundo que construye, ¿responde a una inquietud local o general? Me parece que ambas preguntas, de acuerdo con lo que el presente capítulo propone, pueden responderse con una relativa (y tentativa) seguridad. Es evidente que la anulación de la figura del Rey con el nombramiento de un Patriarca de las Indias, que haría posible la movilidad indígena dentro de los circuitos del poder eclesiástico, aparece como una propuesta radical en la medida en que la soberanía del monarca español sobre los dominios americanos se vería disminuida. Especialmente, porque gran parte de la tributación y la producción económica descansaba sobre el trabajo indígena, sobre todo en las minas y fundiciones, de manera que eso vería afectados de manera directa los campos económico y social (Cornblitt 149-156). Pero también porque la nobleza indígena, que a lo largo del siglo

XVIII se vio inmersa en un proceso de construcción discursiva de una identidad étnica colectiva que articulara intereses comunes al interior de la república de indios , estaría en la capacidad de adquirir una cada vez mayor autonomía al poder llegar a tener la potestad de un

Patriarca o Primado. Esto implica un contragolpe en el centro mismo del poder soberano de la monarquía hispana sin recurrir al levantamiento armado. En otras palabras, construye una nueva visión del orden soberano en las Indias Occidentales desde una perspectiva andina, que se proyecta hacia toda la población indígena americana. Con todo, esta formulación del poder se ubica en las coordenadas del aparato ideológico católico-cristiano, que no constituye una transformación de la episteme en la que se funda esa propuesta liberadora. Se puede afirmar, entonces, que es anticolonial en la medida en que se rechaza abiertamente la lógica del poder hispano, sin alejarse del habitus católico-cristiano que da forma a la subjetividad andina colonial (que se cifra contundentemente en la expresión Inca católico ). Una suerte de revolución silenciosa sustentada en la puesta en marcha de una erudición letrada (teológica, histórica y legal) de sus autores. Es decir, en el funcionamiento de una agencia letrada.

Desde esa perspectiva, y siguiendo a García-Bedoya, si consideramos que el Manifiesto

227 de los agravios (1732) de Vicente Mora Chimo forma parte de los textos del Renacimiento

Inca en su fase temprana, con el Planctus Indorum hemos llegado a un punto culminante dentro del proceso de ese mismo movimiento cultural y discursivo, pues el Planctus condensa un proceso de transformación de sus lineamientos (de su visión de mundo, de su programa ideológico, de sus escrituras de la historia), que empezaron con la recuperación de la memoria histórica del gobierno de los Incas, y llegan a este punto con la visión profética de una Iglesia andina e indígena. Una voluntad política que, transformada en su proceso genealógico, pone en marcha un agenciamiento andino al que se unen una conciencia de la fractura del sujeto de escritura (construida desde el lugar de la diferencia colonial) y una racionalidad afectiva que guía colectivamente a una nación (en su sentido pre-moderno) para cambiar ese orden soberano dentro de los confines de la poderosa maquinaria cristiana y católica. En medio de ese clamor, el deseo de una figura que los consuele, que sea de su propia nación y parentela, como se refiere en el texto, parece anunciar un porvenir, un futuro distinto, a pesar de todo. He ahí su trascendencia y tal vez, al mismo tiempo, su propia limitación.

228

CONCLUSIONES

A lo largo de estas páginas he intentado mostrar algunos aspectos puntuales de la trayectoria discursiva en un conjunto de textos que dan forma a lo que se ha denominado el discurso andino de las élites indígenas del periodo colonial (García-Bedoya, La literatura peruana 163-230). Estos aspectos son varios y diversos: la renovación del pacto colonial a través de la participación indígena en las fiestas oficiales; la enunciación por parte de las elites indígenas de un discurso que enfatiza el mestizaje político del poder imperial; la re-lectura de los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega y su circulación en el campo de producción cultural del Perú colonial, desde fines del siglo XVII hasta mediados del siglo

XVIII; las escrituras de la historia tanto por parte de sujetos de escritura criollos (el caso de

Pedro de Peralta y Barnuevo es singular en este respecto) como indígenas (Fray Calixto de San

José Túpac Inca y sus colaboradores en la escritura del Planctus Indorum ); la constitución de un sujeto político cuyo lugar de enunciación sufre un proceso de progresiva transformación al interior de las subjetividades andinas coloniales; la conformación de un discurso de nación

étnica pre-ilustrada como parte de las estrategias letradas de ciertos sectores de la élite indígena de los Andes coloniales; la enunciación de un discurso de soberanía andina colonial, que buscaba apelar a la figura real para hacer viable un buen gobierno hasta su repentino giro, en el caso del Planctus, hacia una autonomía de gobierno bajo el espectro de poder de la Iglesia romana. Pasaré a revisar cada uno de estos aspectos dentro del balance general de cada capítulo dentro de este trabajo.

Los Júbilos de Lima (1723) de Pedro de Peralta y Barnuevo es el texto que hace posible una aproximación no sólo a la agencia indígena debido a su performance en la fiesta oficial, sino además a la re-escritura de la historia de los Incas del propio Peralta, así como las claves políticas en torno al buen gobierno que activa esa escritura de la historia. Considerando estos

229 puntos preliminares, hay tres aspectos importantes que emergen por la puesta en escena de la fiesta oficial de 1722. Primero, la participación indígena y su performance de la historia de los

Incas produce un acercamiento más consciente al archivo colonial, y a formas textuales que privilegian el afecto como una manera de interpelar al poder imperial. Segundo, la intervención de Peralta es crucial en la lectura de la obra del Inca Garcilaso, de modo que antes de la re- edición de la primera parte de los Comentarios reales llevada a cabo por Andrés González de

Barcia en 1723, Peralta propone volver al archivo colonial y re-leer la obra del Inca para trazar una adecuada escritura de la historia. Tercero, la consideración de que Júbilos de Lima es un texto híbrido, incluso en términos de identidad, pues la clasificación de una escritura criolla es cuestionada por su propio contenido, en el que se privilegia la participación indígena y la historia de los Incas como parte sustancial de un evento decisivo en los pactos coloniales para la legitimidad del poder imperial. Para ello fue necesario dar forma un discurso histórico que concebía el imperio español como una continuación legítima del Tawantinsuyo.

En ese sentido, resulta crucial la concepción histórica de los reyes de España como los sucesores legítimos de los Incas en el discurso cultural del siglo XVIII, lo cual propone re- pensar las agencias políticas de ciertos sectores de la nobleza indígena, cuya genealogía parece remontarse a fines del siglo anterior. De ese modo, la nobleza indígena buscaba ocupar, una vez más, un lugar privilegiado en los estratos del poder. Como he intentado mostrar, ese deseo está sostenido en una aproximación garcilasista, ya que la idea de una sucesión del imperio del

Tawantinsuyo a la monarquía española ( translatio imperii ) aparece en su primera formulación en Los comentarios reales del Inca Garcilaso, con lo cual se establecía una genealogía del poder legitimada con su traslada desde el Cusco a Madrid. Es posible considerar, así, que a lo largo del siglo XVII esta idea garcilasista continuase circulando en determinados ámbitos de producción discursiva al interior de la ciudad letrada , hasta su aparición en los papeles del clérigo mestizo Juan Nuñez Vela de Ribera en la última década de esa misma centuria.

230

En el primer cuarto del siglo XVIII, el tránsito performativo de esta escritura de la historia al espacio de las fiestas oficiales, esto es, su traslado del discurso a la acción, obedece no sólo a un consenso entre la nobleza indígena y las autoridades virreinales, la nobleza criolla y la clase letrada encargada del registro escrito de esos eventos festivos. Hay detrás de este ritual del poder un dato inusual que no debe pasar inadvertido: una conciencia identitaria andina que enuncia su propia versión de la historia, y en cuyo un horizonte discursivo la conquista española se reescribe para concebirse como el origen necesario e inevitable de una “monarquía mestiza”. Una teleología andina de la historia que valida la posesión del poder por parte de la corona española debido a la venia de los Incas, esos antiguos reyes peruanos que hacen posible el pacto colonial y que la nobleza indígena reconoce como legítima. El fracaso de esta puesta en escena de una versión de la historia colonial, que va del Inca Garcilaso hacia el ámbito oficial festivo en el siglo XVIII, hará viable otro tipo de estrategias, permitirá el surgimiento de otras lógicas para la acción política. En este estadio, sin embargo, en el que la performatividad de la fiesta autoriza a la nobleza indígena reconstituir simbólicamente una memoria histórica, se mezclan los propios intereses de la heterogénea república de indios como comunidad y una fidelidad para con el monarca hispano que debe demostrarse a través del afecto en el terreno político.

Es por esa razón que la fiesta oficial de 1722 constituye un evento inusual dentro de la producción cultural de este periodo, pues abre un espacio de intervención simbólica en el que la nobleza indígena se articula como un colectivo que construye su memoria y su propia identidad desde los circuitos oficiales de la ciudad letrada . Una identidad colectiva que cohesiona a estos agentes dentro del campo cultural con un insólito prestigio. Así, por ejemplo, en la celebración de la llegada al trono de Luis I, en 1725, bajo la misma lógica festiva, con los

Incas desfilando por las calles ante la mirada de los funcionarios de la administración virreinal y la nobleza criolla, se aclama al nuevo rey, una vez más, como “Inca católico”. En 1760, diez

231 años después de la conspiración de Lima y el intento rebelde de Huarochirí, los naturales ofrecen su propia versión de la fiesta oficial para celebrar el ascenso al trono del nuevo rey

Carlos III; y el texto que garantiza ese intercambio de lealtades se vuelve del todo autónomo:

Fiesta de los naturales de esta de Lima y sus contornos es el título que consigna su anónimo autor y que se separa del texto principal —generalmente escrito por un criollo— para enviarse bajo ese formato a la corte española. Incluso después de la gran rebelión de Túpac Amaru II — que de acuerdo con algunos historiadores provocó una serie de actos represivos contra la nobleza indígena—, en la capital del virreinato peruano, en 1790, “la nación índica” del

Cercado celebraba la coronación de Carlos IV y mandaba a publicar un extenso libro, separado del texto criollo, que registra un homenaje exclusivo y distinto al que hicieron criollos y españoles. Es decir, en un siglo caracterizado por una serie de constantes revueltas indígenas

(O’Phelan ubica 97 intentos de rebelión indígena entre 1730 y 1787 en distintas regiones del virreinato peruano) 113 , ¿cómo es posible esta continuidad de la participación indígena en una de las más decisivas formas rituales del poder colonial? Con todo, y a pesar de su carácter oficial, este espacio celebratorio no fue suficiente para que el clamor indígena llegara a los oídos del rey como si aquel pudiera escucharlos realmente. Junto con las múltiples rebeliones indígenas (que revelan la heterogeneidad de sus agencias), la necesidad de canalizar las demandas de la “república de indios” por otras vías deriva siempre en la escritura.

Por su parte, la figura de Pedro de Peralta y Barnuevo juega un rol importante en el desenvolvimiento de las agencias letradas andinas en la segunda década del siglo XVIII. Si, como sugiere Alcira Dueñas, la posibilidad de las prácticas letradas indígenas en el proceso de búsqueda de justicia social durante el siglo XVIII fue posible gracias a la colaboración interétnica con criollos y españoles, entonces el caso de Peralta puede incluirse en esa vertiente en una fase temprana ligada a la participación indígena en las fiestas oficiales. Asimismo, es

113 Véase: O’Phelan, 1976.

232 posible ver en Peralta y Barnuevo a un agente fundamental en la re-lectura que se hace de la obra del Inca Garcilaso en este siglo, algo que en gran medida se adelanta a la re-edición de los

Comentarios hecha en España por Andrés González de Barcia y que fue decisiva para el movimiento nacional inca (Rowe, 1976; Macchi, 2009).

La escritura de la historia de los Incas que hace Peralta, como una extensa digresión dentro de un texto de descripción festiva, convierte a estos antiguos gobernantes en los cuerpos simbólicos en los que pueden reflejarse tanto el rey Felipe V como los príncipes borbones, debido a la ejemplaridad histórica mostrada por el Inca Garcilaso y que Peralta autoriza en su propio texto. Marcada con esa ambigüedad característica de la subjetividad criolla, la sutil propuesta de Peralta de la historia de los Incas como “espejos de príncipes” para reivindicar sus virtudes gubernamentales produce una interferencia en la transmisión del mensaje descriptivo de la fiesta colonial, pues su historia sirve para comprender el sentido de la presencia de la nobleza indígena descendiente de los otrora reyes del Perú. De acuerdo con esto, Peralta enfatiza la idea de translatio imperii , de traslado del poder imperial del

Tawantinsuyo a España, como una legítima sucesión que pasa de una dinastía a otra, y que es avalada por los herederos de esos ejemplares monarcas andinos.

En efecto, en la escritura de Peralta, que conjuga lo hispano y lo indígena, se muestran ejemplos dirigidos al monarca español sobre el buen gobierno, que podrían contribuir a una mejor administración de los dominios ultramarinos. Podría sostenerse que esa escritura criolla de un episodio de la historia prehispánica del mundo andino forma parte de la apropiación discursiva que ciertos sectores criollos hicieron con respecto a lo indígena para el diseño de un archivo criollo que autorizara sus propios discursos, como refiere Antony Higgins para el caso novohispano de la Bibliotheca Mexicana de Juan José de Eguiara y Eguren o la Rusticatio

Mexicana de Rafael Landívar (2000). Eso implica, en la lectura de Higgins con respecto al archivo criollo novohispano, que los intelectuales criollos hacían uso de la historia mexicana

233 de origen indígena o bien en términos de utopías ideológicas o bien en términos pragmáticos que sirvieran para legitimar una producción de saber que otorgaba plena autoridad a los letrados criollos. He propuesto mis propias sospechas en relación con ese carácter irreconciliable que se asume en la subjetividad criolla respecto de sus relaciones con el universo indígena más allá de lo discursivo. Con todo, si nos remitimos al propio texto encontramos una serie de indicios que muestran un episodio inusual dentro de la constitución de esa subjetividad durante este momento en el ámbito limeño. Se trata de un intersticio en las murallas de la ciudad letrada que hace posible el ingreso de los Incas y de los indígenas de la nobleza dentro de determinados espacios de producción simbólica. Las fiestas oficiales, dedicadas a honrar la llegada al poder de los reyes, son ese espacio inicial que hace posible la acumulación de autoridad cultural para que los intelectuales indígenas se muevan en determinados ámbitos de la producción cultural del siglo XVIII en el Perú colonial. Tanto en la renovación simbólica del pacto colonial entre la nobleza indígena y el rey español que se articulaba en la fiesta oficial, como en la escritura de la historia de los Incas como espejo de príncipes se manifiesta un verdadero espíritu político, que busca proponer nuevas formas soberanas que desde los dominios de ultramar ponen en relieve el asunto del buen gobierno del monarca para con sus súbditos.

El tercer capítulo pone en evidencia el esfuerzo letrado de las élites andinas a través de una producción textual que canaliza el reclamo y el deseo de justicia, y hace posible al mismo tiempo la construcción de una identidad indígena y una memoria colectivas. En la escritura de los memoriales , precisamente, se observa la progresiva constitución de una identidad andina colonial que conforma un nacionalismo étnico pre-ilustrado (Kellas, 1998). En ese proceso de construcción de la memoria colectiva, en el que las élites andinas participan con una mayor autoridad debido a la adquisición de saberes letrados como parte de la educación que fueron recibiendo, se observa también la constitución de un sujeto de escritura que adquiere a su vez

234 la consistencia de un sujeto político. Esto fue crucial y del todo necesario para lidiar en la arena política contra determinados aspectos del orden colonial que afectaban al conjunto de la república de indios . En un primer momento, ese sujeto político aparece de modo incipiente, disperso en los discursos de pequeños grupos excluyentes dentro de la élite andina; pero luego se va adoptando una voz más plural, que va constituyendo un sujeto político que canaliza los intereses de la nación indiana .

En la genealogía del sujeto político andino colonial, hay dos momentos y dos textos, alineados en la tradición de escritura de los memoriales indígenas, que resultan clave por causar una ruptura con respecto a intentos anteriores: El Manifiesto de los agravios, bexaciones y molestias, que padecen los indios del Reyno del Peru dedicado a los Señores de el Real y

Supremo Consejo, y Camara de Indias presentado al fiscal del Consejo de Indias, en 1732, por el cacique Vicente Mora Chimo; y la Representación verdadera y exclamación rendida, y lamentable, que toda la Nacion Indiana hace a la Magestad del Señor Rey de las Españas

(1749), de Fray Calixto de San José Túpac Inca. En el primero de estos textos, el sujeto político se construye dentro del horizonte hegemónico del orden colonial, pues su propósito apuntaba a consolidar una verdadera reivindicación de los intereses indígenas y advertirle al Rey sobre el posible deterioro del pacto colonial si ese orden de cosas seguía siendo desfavorable para la república de indios . Esa advertencia ingresa en el orden de la soberanía como la posibilidad de una fractura hegemónica ante la falta de buen gobierno del distante monarca hispano. En el caso de la Representación verdadera , se ofrece un reclamo colectivo en representación de toda la nación indiana para exigir cambios concretos en favor de todos los indios del Perú colonial.

Este no sólo es un texto de denuncia, sino también de propuestas que “contiene la mejor formulación discursiva de las propuestas de las élites andinas” (García-Bedoya, “El discurso andino” 213). De acuerdo con lo propuesto en este trabajo, la Representación verdadera incorpora todas las experiencias discursivas previas y (re)diseña una nueva poética de la

235 escritura indígena, andina y colonial para su enfrentamiento contra el poder imperial en un campo de batalla dominado y autorizado por el orden de saber de este momento. Su importancia radica, en ese sentido, en haber constituido un sujeto político andino que encontró en el saber letrado un lugar de enunciación que hizo posible representar y enfrentar su condición subalterna. Un lugar autorizado por regímenes de saber y poder para detenerse ante la fabulosa máquina imperial y enunciar una voz colectiva que ponía a prueba las posibilidades de imaginar nuevos futuros y nuevas soberanías. Ese es, en mi lectura, el propósito último de la

Representación verdadera : señalar una vía hacia una soberanía que garantice el bien común tanto para indios como para españoles, dentro de un espacio de convivencia que reconozca la legitimidad de la nación indiana como un órgano vital dentro del cuerpo de la república.

Esa nueva poética, fundacional en más de un sentido, de la Representación verdadera se lleva al extremo en la escritura clandestina del Planctus Indorum Christianorum in America

Peruntina [Llanto de los indios cristianos en la América peruana ] (ca. 1754-1758). Con el objetivo de denunciar ante el Papa Benedicto XIV, en Roma, el maltrato que los indios del Perú recibían por parte de los tiranos españoles, sus autores (un grupo anónimo de indígenas y mestizos letrados entre los que figuraba Fray Calixto de San José Túpac Inca), buscaban una solución definitiva para los males que enfrentaba la nación indiana dentro del orden colonial.

Mediante el recurso retórico de la denuncia profética, se buscaba una reparación urgente ante la máxima autoridad del orbe católico para poner fin a lo que en el texto se denomina como

“razón de estado maquiavélica” de la monarquía española. Este esfuerzo por llegar al Papa pone de manifiesto no sólo un recurso final para resolver una serie de problemas inmediatos que afectaba a la nación indiana , sino que es además un ejercicio soberano que se ofrece como una solución para transformar el ámbito del poder en los dominios americanos.

Para ello, el sujeto de escritura del Planctus propone como solución efectiva que el

Pontífice romano nombre un Patriarca de las Indias que, sin tener que recurrir a la autoridad

236 del Rey español en todo lo concerniente con los asuntos del estado eclesiástico, pueda nombrar obispos, permitir el acceso de los indios y mestizos nobles al alto clero, y nombrar arzobispos indígenas tanto en el Perú como en la Nueva España. Esta singular propuesta, que hace posible anular el poder efectivo del monarca hispano sobre los indios, parecería anunciar, como una prefiguración, la independencia americana respecto del poder español. Sin embargo, más allá de las fantasías iluministas de un sujeto racional en cuya trayectoria hacia el progreso se vuelve del todo libre, la propuesta del Planctus Indorum permite una movilidad indígena dentro de los circuitos del poder eclesiástico, que es en sí misma una propuesta radical en la medida en que la soberanía del monarca español sobre los dominios americanos se vería disminuida tanto económica como políticamente. Esto debido a que la nobleza indígena, particularmente la que proviene del área andina, estaría en la capacidad de adquirir una mayor autonomía en el caso eventual de obtener la potestad de un Patriarca. Sin recurrir al levantamiento armado ni cometer el terrible crimen de regicidio, el Planctus se alza como un artefacto subversivo que propone un orden soberano desde una perspectiva andina, que se proyecta hacia toda la población indígena americana. No obstante, esta formulación de una nueva soberanía indiana se ubica en las coordenadas ideológicas del catolicismo-cristiano, que no resulta en una transformación radical de la episteme sobre la que se funda esta propuesta liberadora. Así, el Planctus es anticolonial en cuanto que se rechaza la tiranía indiferente del poder hispano, aunque sin alejarse del habitus colonial en el que la religión da forma a la vida cotidiana y, en consecuencia, a la subjetividad andina colonial (la expresión Inca católico en la genealogía de esa subjetividad resulta, en ese sentido, contundente).

En el esfuerzo puesto a lo largo de estas páginas radica un sólido convencimiento de que las élites indígenas del Perú colonial del siglo XVIII no sólo fueron conscientes del enorme poder de la máquina escritural y la agencia que ésta conllevaba, sino también de una cada vez mayor capacidad de agencia vinculada estrechamente con la constitución de un sujeto político.

237

Esta doble articulación pone a la vista un nuevo ámbito de la compleja subjetividad andina colonial —en la que existen momentos previos que se remontan hasta Guamán Poma o el Inca

Garcilaso— y se orienta, desde esa perspectiva, hacia nuevas formas de imaginar el buen gobierno; de promover una efectiva circulación de las élites andinas en los circuitos del poder; de garantizar su consideración como un órgano más dentro de la idea pre-ilustrada de república; y de hacer viable su autonomía dentro de ciertos parámetros del habitus colonial, que es en

última instancia, y de acuerdo con mi lectura, una transformación en el nivel soberano. Tal como afirma Massimo Modonesi, la cuestión de la autonomía en su relación con la idea de emancipación, crucial en toda formación de una subjetividad política, nos pone ante un debate sobre su lugar entre el presente y el futuro, es decir entre el énfasis del valor mismo de las luchas autonómicas del presente y el acento puesto en la autonomía como un futuro social auto- regulado. Este último aspecto, señala Modonesi, no implica necesariamente la existencia de un modelo, “but the acknowledgement of the political role of an abstraction, a myth (…), an echo of the past, as Walter Benjamin would suggest, a horizon of the future and a possible utopia, or the not yet as suggested by Ernst Bloch” (124). Ese reconocimiento es el que quiero resaltar, pero no en términos de una abstracción, propia de la racionalidad política de la subjetividad moderna, sino como un conjunto de estrategias dentro del orden letrado colonial que van emergiendo como posibilidades de buen gobierno y, eventualmente de conseguir un gobierno indígena y andino que, como un eco del pasado , resuena como una posibilidad del futuro y una utopía del futuro.

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239

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240

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