La Almadraba
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Leonardo da Jandra LA ALMADRABA LEONARDO DA JANDRA LA ALMADRABA EDICIÓN CONMEMORATIVA Y DEFINITIVA TRILOGÍA DE LA COSTA Volumen III México 2021/Editorial Avispero Primera edición: 2008, Planeta Edición conmemorativa y definitiva: mayo de 2021, Editorial Avispero © Leonardo da Jandra D.R. © 2021, Editorial Avispero Portada (Delfino con agujones, técnica mixta, 2008) e ilustración de interiores: Raga de San Gabriel Edición: Alejandro Beteta Diseño: Elizabeth Arias Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la Editorial Avispero. Impreso y hecho en México I l 15 de enero de 1998, tres meses después del castigo del hura- Ecán Paulina, el cuidador se enteró que al fin se iba a declarar el Parque Nacional Huatulco. Cuando se lo dijeron estaba terminando los cabezales de la primera hamaca, sin apuros ni preocupaciones, buscándole el modo más armonioso a la vida. La red había estado tirada casi dos meses, semisepultada bajo la arena que había remo- vido el huracán y esperando a que alguien diera el primer paso. Y el que lo dio fue un gandulón que venía a ver si podía saquear algún nido de tortuga en la playa. Con el machete cortó un buen trozo de la red, y cuando el cuidador descubrió el recorte se puso a trabajar. En un par de noches, con ayuda de su mujer y del hijo menor, logró desenterrar un rectángulo de red de más de diez metros de largo por cinco de ancho, después seleccionó la esquina menos maltratada y empezó a darle forma a la hamaca. No había dejado ni una sola malla rota o deshilachada. Con el hilo de seda negra, que compró en la tienda Yamaha de La Cruceci- ta, reconstruyó las discontinuidades producidas por mil mordidas y agarres, y al verla ya terminada a nadie se le ocurriría imaginar los miles de vidas marinas que esa red debía, y mucho menos que la última vida que había cobrado fuera la del buzo más depredador de toda la costa oaxaqueña, desde Corralero hasta Chipehua. Desde antes de empezar ya sabía quien sería el destinatario. Era una deuda moral que había contraído a raíz de una desgracia, y esa hamaca bella y prácticamente indestructible sería un regalo a la me- dida. Una semana después entró en la recepción y preguntó por don Galileo. La nueva secretaria quiso saber el motivo. Nicéforo le dijo que traía un encargo para él. La hamaca venía adentro de un morral, y la secretaria se fijó en el bulto mientras Nicéforo se fijaba en la -se cretaria: tenía el pelo negro recogido en una cola y su tez era blanca, sorpresivamente blanca para los labios carnosos y la nariz achatada. 3 Al levantarse para ir a avisar al jefe, dejó que Nicéforo tomara su tiempo en la contemplación pasmosa de la pilosidad que desbordaba la rotundez de los muslos y de las pantorrillas. No era la primera vez que Nicéforo veía a una mujer peluda; pero conocía de oídas que esas mujeres, que se enorgullecían del piquete de sangre española, tenían también un ardor de natura que era fatal para los hombres. El dueño de la funeraria salió convencido de que la libertad es un tránsito de lo inferior a lo superior. Más que afán de presumir era un don, la conciencia plenamente asumida de que el carácter era cuestión de diferencia y cultivar la diferencia era una tarea mucho más ardua que destripar cadáveres o pronunciar discursos políticos. Era bajo y con el abdomen algo atamborado. Jamás en su vida había hecho más ejercicio que abrir y cerrar cadáveres. Sin embargo, era riguroso con su dieta de pescado hervido y verduras al vapor sal- picadas de aceite de oliva, lo cual, según creía ver en el espejo, era la razón de que tuviera a los cincuenta años esa piel y ese cuerpo que ninguno de sus amigos tenían. Bebía diariamente nueve vodkas con agua de coco, ni uno más ni uno menos, y a veces, si la euforia lo ameritaba, le abría la nariz a un pase de coca. Odiaba por igual la suciedad y la hipocresía, y con la misma impecabilidad bebía que embalsamaba muertos: jamás, en los veintiún años que llevaba bebiendo nueve vodkas al día, había perdido el control o cometido alguna desmesura. Al tenderle la mano a Nicéforo casi lo mareó con sus fragancias exquisitas. ¿Qué te trae de nuevo por aquí?, dijo mientras lo tomaba por el hombro en actitud señoreadora. Aquí nomás; vine a traerle un regalito a ver si le gusta, dijo Nicé- foro sacando la hamaca del morral. Ah, la que me habías prometido la otra vez cuando fuimos a le- vantar a los ahogados. Sí, es de esa red. Pues se te agradece… Pero, ¿no serán molestos para la espalda estos nudos?, inquirió pasando la tersa pulpa de sus dedos sobre la trama rotunda. El cuerpo se acostumbra a todo, alegó Nicéforo complaciente. El mío no, enseguida protesta por la menor incomodidad. 4 Pues ahí usted verá; si no le gusta, a alguien más podrá rega- lársela. Claro que me gusta, reviró el otro pensando en quien se pondría feliz con el regalo. Bueno, pues ya me retiro. Espera un momento, ¿no quieres tomar un refresco, una cer- veza, algo? No, gracias, tengo que ir a comprar el mandado y regresar de volada. Oye, ¿y no te interesa trabajar conmigo? Se lo agradezco, don Galileo, pero ya tengo chamba. Ya te dije que si vienes a ayudarme te pago el doble de lo que te dan. Sí, ya me dijo. ¿Y no te hostiga andar de arriba para abajo entre espinas y ani- males salvajes? Ya me acostumbré. Ni modo; pero no eches en saco roto mi oferta, aquí siempre ten- drás chamba ayudando a hacer lo mismo que hicimos con tu cuñado y los dos ahogados. Sí, gracias, y mientras caminaba hacia la salida repasó alguno de los cadáveres pútridos que había visto en su vida y se afirmó aún más en el rechazo. Saluda mucho a los artistas de mi parte. Sí. Luego titubeó como si su atención estuviera al mismo tiempo en dos partes: ¿Y qué razón me da de don Cirenio y de doña Cata?, dijo echándole una última reojada a la secretaria. Ah, parece que les va muy bien; tienen el mejor antro de La Cru- cecita. Se llama La Tentación, y está a un lado del depósito de la Corona. ¿Sabes dónde es? Creo que sí. Bueno, ahí nos miramos, don Galileo. Y mientras salía pensó que tal vez aún no fuera el momento para llevarles una hamaca hecha con un trozo de la red que inevitablemente les recor- daría a los ahogados. Decir que su vida era metódica era quedarse corto. En su rígida rutina la única novedad eran los muertos, y también el refocile de los 5 domingos con alguna de las putillas que merodeaban al anochecer por el jardín. Se levantaba siempre después de las diez de la mañana y empleaba en su toilette poco más de una hora. Se bañaba diaria- mente con un champú de durazno, que era su fruta favorita, y des- pués de secarse se colocaba una redecilla en el pelo y se afeitaba. Por último, se ponía en la cara una capa sutil de polvos de arroz. Le gus- taban las camisas floridas y estridentes, y los pantalones eran todos del mismo color beige claro y de la misma hechura. Jamás permitía en su vestimenta una mancha o un defecto y, en el círculo de bebedores consuetudinarios que se reunían en la cantina El Penalty, a nadie se le ocurría decirle Galileo Rovirosa, para todos era el Cromo. Desayunaba ritualmente un huevo pasado por agua con una sola tostada que le preparaba su mujer, una sombra silenciosa y agra- decida que sólo vivía para atenderlo. Después del desayuno iba al parque a bolear los zapatos, seguía a la funeraria y de allí a la canti- na. Entre las doce y las tres bebía cinco vodkas, después iba a casa y comía su ración de pescado hervido acompañado de verduras al vapor. De cuatro a cinco dormía. Al despertar se volvía a bañar y, tras repetir la rutina mañanera, iba a la funeraria a despedir a la se- cretaria y supervisar el trabajo de Taurino, el espantajo solitario que era su único ayudante. Era un neto huatulqueño alto y encorvado, con los ojos revirados y la boca grande y dentona como la de un tiburón. Llevaba trabajando con él siete años, y además de manejar la camioneta fúnebre, limpiar y lavar los cadáveres y mover los ataú- des, podía ya encargarse perfectamente de los muertos naturales. Los cuatro vodkas que completaban su ración diaria se los em- buchaba entre las ocho y las diez de la noche, mientras veía la tele- visión. Luego dormía en el sofá hasta la una y se levantaba e iba al balcón a ver la escasa vida viciosa que a esa hora transitaba por el centro de La Crucecita. Al cabo de una hora se metía en su habita- ción y veía en la tele el canal pornográfico, con el que se quedaba dormido. Desde hacía más de quince años los ronquidos de la espo- sa habían sido el pretexto para que cada quien tuviera su habitación y entrara y saliera e hiciera en ella sus caprichos. Odiaba los guaraches y los pantalones cortos y las camisetas lle- nas de leyendas y figuras publicitarias que todos llevaban en el pue- 6 blo.