Muñeca y yo AUTORIDADES DE LA PRESIDENTE UNIVERSIDAD NACIONAL Arq. Gustavo Adolfo Azpiazu DE LA PLATA VICEPRESIDENTE Lic. Raúl Aníbal Perdomo

SECRETARIOGENERAL Arq. Fernando Tauber

SECRETARIA DEASUNTOSECONÓMICO-FINANCIEROS Cdora. Mercedes Molteni

SECRETARIAACADÉMICA Dra. María Mercedes Medina

SECRETARIO DECIENCIA YTÉCNICA Dr. Horacio Alberto Falomir

PROSECRETARIO DEEXTENSIÓNUNIVERSITARIA Arq. Diego Delucchi

DIRECTORA DE LAEDITORIAL(EDULP) Mag. Florencia Saintout Muñeca y yo ULISES CREMONTE Cremonte, Ulises Muñeca y yo - 1a ed. - La Plata: Universidad Nacional de La Plata, 2006. 240 p.; 21x14 cm. ISBN 950-34-0375-8 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863

Fecha de catalogación: 02/08/2006

Muñeca y yo ULISES CREMONTE

Diseño: Paula Romero / Andrea López Osornio Imagen de tapa: Verofa (Verónica Farina)

Editorial de la Universidad Nacional de La Plata Calle 47 Nº 380- La Plata (1900)- Buenos Aires- Argentina Tel/Fax: 54- 221- 4273992 E-mail: [email protected] www.editorialunlp.com.ar La EDULP integra la Red de Editoriales Universitarias (REUN)

1º edición- 2006 ISBN 950-34-0375-8 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 (c)2006- EDULP Impreso en Argentina A la Muñe, aunque hoy su aire esté contra el mío

Entiendo por fanerón la totalidad colectiva de todo aquello que de alguna manera o en algún sentido se presenta a la mente, con total prescindencia del hecho de que corresponda o no a algo real. Logic viewed as Semiotics Charles Sanders Peirce

I

Una mañana de invierno. Kapelusz se fue a trabajar. Estoy sumergido en las arenas movedizas de sá- banas y frazadas. Afuera el frío detiene el aire, mientras el minutero del reloj despertador barre con su delgada aguja los números inscriptos sobre un fondo verde y blanco. A mi lado, dócil, descansa una almohada de grandes curvas. 11 Recorro su cuerpo con la yema de mis dedos, la envuelvo entre muslos y bra- zos y le susurro palabras sucias. Después la tomo de sus caderas y con voz de ga- lán de telenovela colombiana le pido: -Hagámoslo ahora mismo. Olvida tus temores, nada puede pasarte si estás conmigo, chiquilla. Cuando mi jugo se mezcle con tu fuego, te sentirás, por fin, una mujer. La almohada calla y otorga. Nos entregamos el uno al otro, plumas y carne, presos de un ritmo frenético que nos transforma en millones de diapositivas dis- paradas por una ametralladora. Todo se termina cuando ella cae al piso dejando ver entre sus pliegos una sonrisa abierta y generosa. No siempre comienzo el día de esta forma; algunas veces prefiero quedarme en la cama escuchando radio, otras, en cambio, me levanto con vitalidad, prepa- ro un café con leche, unas tostadas con manteca y mermelada y desayuno ojean- do la parte de espectáculos del diario. Pero hoy necesitaba hacer algo que ale- grara mi espíritu. Ayer dejé, como siempre, mi bicicleta en el palier del edificio donde vivo es- condida detrás de un ascensor que no funciona desde hace años. Después de la diez, cuando la fui a atar con el candado, ya no estaba.

Hace un rato bajé a la calle, encontré a Aníbal y le comenté que me habían robado la bicicleta. Se sorprendió y me dijo que cualquier novedad me avisaba. 12 Aníbal es el portero del edificio, pero como todos los de su gremio, prefiere que lo llamen “encargado”. Lleva más de 30 años de casado, tiene dos hijos y una amante mucho más joven que él. Mantenemos un trato cordial, pero me parece una persona desagradable y ventajera.

Después de esa breve charla regresé desilusionado a mi departamento. Fui hasta la cocina y mientras me preparaba un café, di vuelta la tapa de una de las tres pavas que guardo en la repisa. Recuerdo que cuando hice esto por primera vez, hace unos meses, Kapelusz me preguntó intrigada qué significaba y si era una cábala o una superstición. La respuesta que le di fue ambigua: -Secreto de familia. Sólo espero que esta vez el antídoto funcione, aunque sé que ya no depen- de de mí. Voy a extrañar a mi bicicleta. Con “la roji” -así la había bautizado- tuvimos una corta e intensa relación donde desafiamos a lentos peatones y torpes auto- móviles. Pero como siempre sucede, dejo escapar las cosas que me hacen feliz.

Esta nueva pérdida agiganta el recuerdo de otra, mucho más traumática e irreparable. En la silla mecedora de algarrobo que está frente a mí cama, solía sentarse ella, la única, la reina, mi muñeca inflable. También tengo una pava con la tapa dada vuelta por ella y a pesar de que ya pasaron varios meses, todavía confío en que la vieja costumbre de mi abuela, dé sus frutos. -La muñeca es un volcán dormido que descansa en su mente -me explica 13 Mark Enne, quien en estos últimos meses ha demostrado que sus apreciaciones no son tan erróneas como creía cuando recién nos conocíamos. Y creo que esta vez también tiene razón, porque, aunque trate de negarlo, nada ni nadie va a poder reemplazar mi muñeca: ni una almohada, ni una bicicleta, ni Kapelusz, ni ninguna otra persona de carne y hueso. Cada parte de su cuerpo eran palabras de un lenguaje perfecto dictado por un Dios genial y sensible. Era rubia, de pelo lacio y tenía unos ojos celestes que descansaban en la tierna quietud de su mirada. La boca redonda formaba una “o” eterna como el abismo. Compré la muñeca hace exactamente dos años, un miércoles 30 junio de 1999. El azar me había llevado a ella dos semanas antes de esa fecha, cuando fui hasta la galería San Martín, ubicada en el centro comercial de este capricho ur- banístico que es la ciudad de La Plata, para comprar unos cds vírgenes. Como en la puerta del local de artículos de computación encontré un cartelito que decía “Vuelvo en cinco minutos”, decidí recorrer los negocios que se encontraban en el subsuelo. Podría haber sido un paseo insípido, desnudo de toda emoción, de no ser que en mi camino se interpuso la vidriera sobrecargada de un “Porno-shop”. Sus promesas multicolores, alumbradas con luces de neón embrujaron mis per- meables sentidos. Preservativos musicales, aceite corporal o exclusivos naipes eró- 14 ticos rusos... ¡los mejores productos para una vida sexual plena estaban allí! Lo que terminó de cautivarme fue una gran caja amarilla donde aparecía la foto de una provocativa mujer. Estaba de espalda, sentada sobre sus propias ro- dillas, la cabeza girada levemente sobre su hombro derecho, y el cabello rubio enrulado, como un velo; en la parte inferior una inscripción con letras rojas de- cía: “Muñeca inflable”. -Esa mina tiene que estar en mi casa -me dije. Dudé. La vergüenza era más fuerte que el deseo. ¿Cómo debía manejarme? No podía entrar y decir: -Hola, qué tal, deme un par de esposas, un látigo con tres puntas, una oveja de peluche, el traje de Calígula, un vibrador, el video pirata de los camarines de “Chiquititas” y esa muñeca inflable. O quizás sí podía, pero en ese momento no me animé. Traté de consolarme, pensando que ese tipo de artículos eran demasiado caros para mi economía. Excusas, excusas, excusas... El tema estuvo girando en mi cabeza. No podía concentrarme, vivía recor- dando esa foto. Por suerte, como mi trabajo consiste en redactar encuestas para una página Web, manejo mis horarios con bastante flexibilidad. Por lo general le envió a mi jefe un juego de quince encuestas cada dos días. La obsesión por aquella caja me llevó a no poder producir nada durante esas semanas. Empecé a ir al “Porno-shop” todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. Me paraba frente a la vidriera y me ponía a mirar la caja durante más de una hora. Cada minuto que pasaba observándola aumentaba mi fascinación. Me sentía innoble ante ella; había una perfección espantosa en esa imagen con- 15 gelada y también en el marco de cartón que la contenía. Conocía detalles, peque- ños gestos que una mirada superficial pasa por alto. Por ejemplo un pequeño lu- nar entre el cuello y la continuación del hombro o las arrugas que se le forma- ban en la planta del pie derecho que se parecían a las hojas de un libro. Yo sabía todo de ella, y este conocimiento había creado un aura entre nosotros, un víncu- lo que me obligaba a visitarla todos los días. Y entonces llegó el 30 de junio. Como siempre, me planté frente a la vi- driera y me incliné para observarla mejor. Pegué mi rostro a la vidriera y mis ojos trataron de penetrar en el misterio de su cuerpo. Veía muy de cerca la fo- to y los delgados bordes de la caja. Sin transición, sin sorpresa, en vez de la ca- ja vi mi cara contra la vidriera, me vi del otro lado de la vidriera. Esta singular sensación duró un instante, un único instante, enseguida volví a mi cuerpo, y a ver la caja detrás de la vidriera. Comprendí que esa experiencia era un mensa- je y que no había nada de extraño; lo que me pasó tenía que ocurrir. Ya sin te- mores entré al negocio. El local era más pequeño de lo que suponía. Había exhibidores de plástico con toda clase de juguetes eróticos, una repisa con videos triple “x”, ropa inte- rior de leopardo, collares de cuero, cadenas y potes de cremas “íntimas”. Los con- soladores colgaban del techo como si fueran aviones japoneses a escala que ata- caban en picada a la armada norteamericana en la base de Pearl Harbour. Detrás del mostrador se encontraba un hombre cincuentón, con anteojos gruesos, y un 16 bigote tupido que caía sobre sus labios como una cortina. Le pedí la caja de la vidriera y cuando intentó traerme otra caja, una que guardaba en el depósito, le aclaré que era la de la vidriera o nada. Me respondió que era imposible, que “esa” no estaba a la venta. Con cierta prepotencia puse mi medio aguinaldo encima del mostrador y al vendedor no le quedó otra alter- nativa que ceder. Quitó la caja de la vidriera, la colocó en una bolsa de papel madera, contó los billetes con la codicia de un tratante de blancas y los guardó enrollados en una latita que tenía el dibujo de una chica de “Divito”. Tomé la bolsa y salí del negocio sin saludar, orgulloso por mi actitud. Hay si- tuaciones en la que uno debe manejarse con rapidez, como un estadista que en- frenta una crisis profunda. Ya se sabe, el dinero todo lo compra y lo que no, lo inventa. Al llegar al departamento noté que el corazón me latía con violencia. Un im- pulso ciego me había empujado a comprar la caja, estimulado por la imagen de una mujer; sin sacarla de la bolsa, espié la foto. La rubia no era tan espectacular como la recordaba y ese vínculo parecía haberse desvanecido. Quizás mi error ha- bía sido cometer la imprudencia de sacarla de su hábitat natural. Caí en la cuen- ta de que nuestra unión sólo funcionaba mientras estuviera mediatizada por la vidriera. Esta idea me provocó una confusa decepción. Mi molestia aumentó cuando tomé conciencia de que en el interior de la caja me esperaba una muñe- ca inflable de la que no conocía su forma, ni su tamaño, ni el color de su pelo. Me aterraba pensar con qué podía encontrarme. Dejé la bolsa con la caja sobre 17 un mueblecito que está frente a la puerta del baño, sin atreverme a abrirla. II

Sos el espejo de mis vanidades sos la mitad que se vuelve contra mí. “Egocripta” Babasónicos

Con Kapelusz nos conocimos a través del sexo y las mentiras. Trabaja como empleada en una óptica de la calle 7 y creo que le gustaría po- der vivir de sus producciones artísticas en alguna ciudad de Grecia. Gran parte del día lo ocupa en su nueva obra conceptual: transcribir en un cuaderno de hojas ralladas, palabra por palabra, todo el diccionario enciclopédi- 18 co Kapelusz Ilustrado. Lleva un par de meses con esto y va por la página 45:

Acogedor, ra adj. Se aplica a las personas que acogen o reciben con cordia- lidad a la gente y a sus palabras o actitudes: esa mujer tenía una sonrisa acoge- dora. Se aplica en lugares o ambientes gratos para estar en ellos: tuvo un techo acogedor (sinónimo: hospitalario).

Con ella las cosas están bastante claras; tomo de su cuerpo lo que me sirve, lo que necesito y lo demás lo ignoro. Es flaca como el marco de una puerta; tie- ne largas piernas, grandes pechos y dos cachetes que forman un paréntesis en su cara. Para que la pareja no se desgaste tratamos de cumplir con tres pilares bási- cos: mezclar sistemáticamente en todas nuestras conversaciones datos verdade- ros con enmarañadas mentiras, dejar que en la cama las palabras nos lleven por mundos inconfesables y no vernos dos días seguidos. Una de las pocas discusiones que tuvimos fue en año nuevo, cuando me sor- prendió durmiendo con la muñeca. Hasta ese momento Kapelusz creía que la muñeca no era más que un elemento de decoración posmoderna. Pero verme abrazado a mi solcito de plástico la alteró de tal manera que hasta llegó a poner- le un cigarrillo encendido a la altura del torso, cara desencajada, músculos ten- sionados y un grito amenazante: -¡La quemo, te juro que la quemo!. Mis palabras la fueron calmando y por fin pude rescatar a la muñeca, aun- 19 que el precio que tuve que pagar fue demasiado alto: que ella y la muñeca dur- mieran conmigo en la misma cama. Con el tiempo aprendieron a convivir y se aceptaron la una a la otra. Cada una sabía el lugar que ocupaba, ninguna parecía querer ampliar sus derechos y yo disfrutaba de los beneficios de esta especie de bigamia. Era lógico, tenía todo lo que quería: con Kapelusz cubría mis necesidades físicas, y con la muñeca dis- frutaba de la felicidad primaveral del amor. Pero claro, un día, cuando menos lo esperaba, mi paraíso estalló en mil pe- dazos, demostrando que todo lo sólido se desvanece en el aire. La muñeca sobre- pasó el límite de lo que yo podía permitirle, discutimos y ella decidió marcharse. Jamás me hubiese imaginado que su presencia me iba a cambiar la vida. Durante un largo tiempo ella permaneció agazapada dentro de la caja y ni siquiera la saqué de la bolsa que me habían dado cuando la compré en el Porno Shop. Había quedado sobre el mueble que se encuentra frente al baño. Al salir de bañarme, observaba ese monumento a la incertidumbre (en eso se había con- vertido mi adquisición) y más pasaba el tiempo, menos intenciones de abrirla te- nía, el temor a llevarme una desilusión me paralizaba. Por esos días estaba atravesando un período emocionalmente inestable. Desde que me había mudado a este departamento estaba 2 kilos por encima de mi peso normal y no tenía ganas de ver a nadie. Decidí comenzar una dieta de- nominada atogénica, con la cual uno puede comer las cantidades que quiera de 20 alimentos, salvo harinas, alcohol, salsas, frutas, azúcar y leche. Así en tres sema- nas logre adelgazar 4 kilos, y como en una publicidad de esos productos que se venden por teléfono, “recuperé la autoestima perdida”. Para poner mi cuerpo a prueba decidí pasar a visitar a Angélica una ex-com- pañera de secundaria que vive en el cuarto piso de mi edificio. Nos conocemos desde hace más de diez años. Vinimos juntos a estudiar a La Plata en el 92, ella se anotó en Odontología y yo en Periodismo. El primer año nos veíamos casi todos los días, pero después ella se puso de novia y nos distan- ciamos. Durante un tiempo le perdí el rastro, no sabía su teléfono ni dirección, hasta que un día me la encontré en el palier cargando cajas. -¡Qué emoción! -dijo exaltada cuando le comenté que íbamos a ser vecinos. -¡Vamos a estar re-cerquita, mi amor! -agregó Siempre me gustó que me llamara así. Es una mujer de esas a las que se las cataloga como voluptuosas, ideales pa- ra tener como bailarinas en programas de música tropical. En invierno trabaja co- mo vendedora de teléfonos celulares y en diciembre se va tres meses a Pinamar, donde es promotora en un boliche llamado “Principado”. Me gustaba salir con ella y que la gente me viera a su lado. Algunas veces eso me ayudó a que otras mujeres, que nunca se hubiesen fijado en mí, se acer- caran para conocerme. Además es una de las pocas voces que respeto, así que re- sultaba la persona indicada para mostrarle mi nueva figura. 21 -Qué pinta traemos -me recibió. -¿Se notan los 4 kilos menos? -pregunté con ansiedad. -No, no sé, me gusta tu camisa. El problema del hombre es que nunca sabe qué le puede gustar a una mujer. -¿No me ves más flaco? -insistí. -Estás como siempre, muy lindo ¿eso querías escuchar? -me tomó del cuello de la camisa, y acercó su boca, hasta casi rozar la mía. Vamos a tomar una cerveza -propuso susurrando. -Bueno, dale... tengo un barril de cinco litros en la heladera, ¿a qué hora pasás? Se alejó como si escapara de una trampa y preguntó: -¿Y si mejor vamos a un barcito nuevo que está en 9 y 56?, me comentaron que pasan buena música. -Como quieras -contesté con desconsuelo. Nos dimos un frío beso en la mejilla. Cuando me estaba subiendo al ascen- sor recordó cómplice: -No te olvides de traerlo a Marcelo.

En la época que cursábamos juntos quinto año, en el Colegio Nacional de Necochea, todas las mañanas la saludaba de la misma manera: -Che, Angélica... te manda saludos Marcelo... 22 -¿Qué Marcelo? -Agachate y conocelo... Con el tiempo, esto quedó como un código, y Marcelo comenzó a cobrar vida. -Ayer Marcelo -le decía yo- tuvo una batalla campal de cuatro horas... -Miralo vos a Marcelito... un día de estos me lo tenés que presentar...

Fuimos a tomar unas cervezas en el barcito de 9. -Hace mucho que no nos sentamos a charlar tranquilos... ¿no? -reproché. -Es que no soy una mujer fácil -dijo mientras chocaba su vaso con el mío. -Depende el cazador. -Brindemos, entonces, por los buenos cazadores -propuso. ¡Este es el juego de las insinuaciones, donde el objetivo es ver quien no lle- ga primero a la meta! Me resulta interesante escuchar a Angélica hablando sobre los hombres: -Todo lo resuelven en pocas acciones: me pasan a buscar, vamos a un telo, cogemos, nos bañamos, pagan la habitación y me traen a casa. Angélica acompañó sus palabras moviendo sus manos como si fueran abani- cos ebrios.-Yo necesito otra cosa -concluyó. En el camino de regreso al departamento no hablamos, sabiendo que nos es- peraban momentos de decisiones. -¿A qué piso vas? -pregunté en el ascensor. -¿Todavía te queda cerveza? -Sí 23 -Entonces al séptimo -respondió. Tomamos más cerveza y cuando el alcohol inundó nuestras mentes, nos acos- tamos en la cama a mirar El planeta de los simios. -Apagá -ordenó un par de escenas antes de que Charlton Heston descubrie- ra la estatua de la libertad. Sus zapatos cayeron al piso de madera y un instante después me quite mis zapatillas Nike grises. Nuestros dedos, esos repulgues de los pies, se tocaron, unos a otros abara- jándose como naipes. Silencio. La palma de mi mano derecha, se deslizó sobre la palma de su mano izquier- da; apareció otra mano, y otra. Una orgía de huellas digitales, líneas de la vida, nudillos y uñas desparejas. Sólo manos y pies jugando a las escondidas. Todo ad- quirió la tensión de una batalla: las manos se frotaron buscando fuego, los pies se tocaron como un tambor, se sumaron las piernas enlazadas como trenzas, ella colocó su torso sobre el volcán de mi bragueta y mi antebrazo rozó sus pechos encendidos como hornallas. Era el momento. Mis dedos abrieron uno de los bo- tones de la camisa, y pude ver la generosidad de su escote. Me abalancé sobre ella con la desesperación de un preso que vuelve a estar con una mujer después de años de abstinencia. -Pará... ¿qué estás haciendo? -dijo, mientras me empujaba de la cama. 24 -Nada... -respondí con vergüenza- pensé que vos querías. -Sí... no... bueno en realidad no sé -tartamudeo-. Perdoname, no te merecés esto... me tengo que ir -agregó levantándose de la cama. Se puso los zapatos, se ató el pelo, se acomodó la ropa y se paró frente a la puerta. Todo eso en menos de quince segundos. -¿Me abrís?... -preguntó con tono culposo. -Sí. Esperá, que busco plata y bajo a comprar cigarrillos... En la estación de servicio compré un atado de cigarrillos y un paquete de pastillas de menta. Eran las tres de la mañana, y hacía un poco de frío, pero igual me fui a caminar por Plaza San Martín. Los árboles eran montañas de sombras, de las cuales salían un aroma dulzón y algunas risas. Más allá dos chi- cas se mataban a besos y un viejo le pegaba con un palo a su perro. Comencé a acelerar mi andar, un pie se adelantaba al otro en una carrera inútil; necesi- taba descargar la energía contenida. Corrí, corrí, y corrí, hasta que alcancé una tranquilizante sensación de huída. Estaba exhausto, sudado, y con la agobian- te sensación de que los pulmones se habían mudado a la garganta. Las suelas de mis zapatillas quedaron tan delgadas como un papel de calcar, pero Marce- lo aún estaba insatisfecho. Era lógico, la actividad física no había requerido de su participación. Volví al departamento, me di un baño helado, me acosté, pero no pude dor- mirme. Y entonces vi la caja. En realidad debería decir que la recordé, y después fui a ella. La llevé a la cama, la saqué de la bolsa, me desprendí el pantalón y la co- 25 loqué a mi lado. La foto de la rubia parecía un enorme cartel publicitario al cos- tado de una ruta desierta. Mi mano, se atrincheró debajo del calzoncillo. El pene estaba dormido pero dispuesto, y gracias a mis leves movimientos no tardó en adquirir la firmeza de un granadero. Al principio me estimulé con gran suavidad, pero luego fui imprimiendo más rapidez, y más fuerza, alcanzando la velocidad de la luz. Mi respiración se acele- ró como una locomotora y empecé a jadear. Seguí con la marcha, casi hasta aca- lambrarme, pero mi jugo no quería salir. La foto me aburrió y el pene fue cayen- do como una flor marchita; cerré los ojos y traté de reproducir en mi mente las imágenes del encuentro con Angélica. Ahí estábamos, empastados como dos en- granajes de carne, sintiendo las vibraciones de nuestros cuerpos; ella volvió a de- cir “basta” pero esta vez no obedecí. Con violencia le arranque los botones de la blusa y le quité el pantalón. Ella imploró piedad, y eso redobló mi furia. Anudé los pantalones a sus muñecas, y la até al respaldo de la cama, mientras por un costado de su bombacha, mi daga penetraba en su pequeña fortaleza, una y otra vez, hasta naufragar en un océano de miel. El pene pareció reaccionar, y recuperó su coraje. Mi mano descargó sus últi- mas ráfagas de energía, el puño cerrado deslizándose arriba y abajo como las bastoneras de piernas largas y polleras cortas de la “Guardia del Mar”; fue en va- no: no pude eyacular. A la mañana siguiente lo volví a intentar, pero nada. Con- 26 tinué así en los días sucesivos, y siempre ocurría lo mismo: estaba excitado, pero no lograba culminar la tarea. Ese fin de semana, en un hipermercado, encontré el libro que parecía ser la respuesta a mi dificultad. Su título: Técnicas de masturbación. Estaba en la sec- ción “librería”, en los estantes de autoayuda. Decidí comprarlo.

No había fotos del autor, Mark Enne, pero después de leer la introducción lo imaginé con barba, bigotes, pelo canoso y vestido con pulloveres escote “V”, pantalón azul y mocasines. Lo he visto en más de una ocasión. Siempre sonrien- te, dispuesto a brindar sus conocimientos, repitiendo consejos tales como “si no logras quererte a ti mismo, nadie te querrá”. A pesar de que no creo mucho en ese tipo de ideas, leí los primeros capí- tulos. Para él, la mayoría de los hombres carecemos por completo de fantasías, nos masturbamos según reglas inmutables, sin improvisar sobre la marcha. El tema es convencerse de que esto es un juego, que puede resultar muy agradable si se lo practica sin obligaciones. Si uno logra volver a un estado adolescente, todo será más fácil, y se descubrirá un mundo nuevo, sostenido por la gratificante sensa- ción de conducir con destreza una estimulación voluntaria. En mi adolescencia había cultivado mi mente con retazos femeninos toma- dos aquí y allá, un poco al azar y un poco de revistas pornográficas, desde las cui- dadas producciones de Playboy, hasta las explícitas fotonovelas de Destape. Com- pré una buena cantidad de estas publicaciones y pensé que recuperando ese es- 27 píritu juvenil solucionaría el problema sin necesidad de utilizar el libro. Pero fra- casé. -La técnica es irremplazable -anunció el agradable señor Mark Enne. Ese fue su primer consejo, y desde entonces me acompaña con una fidelidad insobornable. -Pero yo hace años que me masturbo, así que manejo la técnica mejor que nadie... ¿Por qué, entonces, no obtengo resultados? -me quejé como un chico. -Nada más misterioso que los caminos de la eyaculación, querido amigo -agregó Mark, acariciando su barba con la falsa calma de un psicólogo. Tomé las revistas y las coloqué en un balde metálico. Cuando estaba por echarle alcohol fino, Mark preguntó: -¿Qué está por hacer? -Quemarlas... -dije sin remordimientos. -No entiende nada, querido amigo, la solución no radica en desprenderse de los problemas, sino superarlos. Juegue con esas fotos, arme su propio ha- rem. La manera de hablarme era tan cálida y respetuosa, que resultó imposible resistirme. Recorté las fotos más interesantes y las colgué con broches en una so- ga que había cruzado de una punta a la otra de mi habitación. Era un ejército de mujeres; “miss marzo”, al lado de la mujer con los “pechos de veinte kilos”, un poco más acá, una famosa actriz quince años más joven y con unas cuantas ciru- gías menos. Tampoco obtuve el resultado deseado. 28 -No se desanime, aún queda mucho por probar -dijo y me llevó a un video club, para alquilar películas XXX.

-Ahora le voy a enseñar cómo disfrutar de la magia del cine. Siéntese en el borde de la silla -pidió, con la paciencia de un maestro-. Separe los muslos hasta que sus testículos queden pendientes en el vacío -después de cada recomenda- ción, vigilaba mis movimientos-. Ahora apriete play -solicitó. Le hice caso. En el televisor apareció el título “Ninfómanas en el espacio”. -Observe las imágenes, descubra cómo el montaje encadena un fotograma con otro -señaló con pasión. Mi sexo despertó como un oso en primavera. -Esto va muy bien -su rostro mostraba tanta felicidad, como la de la señori- ta de la pantalla-. Coloque sus manos, con los dedos pegados unos con otros, a cada lado de la base de su pene y déjese llevar por lo que ve. Así estuve un largo rato sin alcanzar mi objetivo. Después probamos suerte con Un tranvía llamado orgasmo. Al finalizar la película lloré y esas lágrimas, fue- ron las únicas gotas que salieron de mi cuerpo exhausto. Harto de Mark decidí recurrir a una verdadera profesional, que por veinte pesos se ofreció a hacerme una fellatio en el zaguán de una casa, por la zona de la terminal de ómnibus. Eran las tres de la mañana de una noche de septiembre, pero el invierno parecía no querer irse nunca. El resultado: la señorita ni siquie- ra logró que el friolento pito superara el tamaño de una nuez y a los diez minu- tos se fue, argumentando que si no se me paraba no era culpa de ella. 29 -Ese no es el camino -afirmó Mark. Con desprecio le lancé un encendedor que impactó en su cabeza, aunque in- teriormente sabía que él tenía razón: había que buscar nuevos horizontes. Apro- veché que unos primos lejanos arrendaban un campo de 600 hectáreas cerca de Santa Rosa y hacia allí fui en busca de paz, aire puro. Durante el día caminaba y a veces montaba a caballo, por las tardes me jun- taba en rueda de peones a tomar una ginebra. En esas charlas, aseguraban que “eso de tener relaciones con animales son puras habladurías de los porteños”. -La hipocresía del gaucho -murmuró por lo bajo Mark, mientras jugaba con una mulita. Los dichos de los paisanos no me desalentaron. Una noche cuando todos dormían, me interné entre los pastizales, hasta que me topé con un ternero, que descansaba sobre unas flores salvajes. Acaricié su lomo suave como un murmullo y pude ver sus ojos, que se entrecerraron de manera cómplice. Juguetón, quería el afecto que sólo un hombre le puede dar. Se incorporó y movió su cola, como si espantara moscas, y en ese ir y venir, me rozó la entrepierna. No podía resistir tamaña provocación. Bajé mis pantalones y lo tomé por las ancas. La cola siguió su movimiento pendular, y en una de esas vueltas golpeó mi pene, que en ese momento estaba firme como un facón. No tuve fuerza ni para gritar. Permanecí retorcido en el pasto durante un largo rato; por la mañana me despertó la grue- sa lengua de una vaca, lamiéndome la cara. 30 -No quiero ser agresivo con usted, pero me veo en la obligación de hacerle notar que su comportamiento me ha resultado patético -comentó Mark. -Si te molesta, andá a quejarte a Greenpeace... -Es hora de volver a la selva de cemento -sugirió, harto de tener que sopor- tar el calor seco de la pampa.

De nuevo en La Plata decidí que la solución era volver a las fuentes. Recor- dé mi debut sexual: había sido con una mujer que trabajaba en casa. Yo tenía 16, y ella 38. Guardaba en mi memoria ardientes imágenes de aquellas primeras re- laciones, por lo tanto debía tratar de reproducir análogamente esos encuentros contratando una sirvienta. Puse un aviso en el diario y después de varias entrevistas elegí a una joven de 25 años, alta, grandota, pelirroja y con una sonrisa despareja que se abría co- mo el Arco del Triunfo. Pero el atributo que definió mi elección era su tonada dulce, que recordaba a la mujer que me inició. Venía dos veces por semana, los martes y viernes. Ordenaba un poco el de- partamento, lavaba ropa, me preparaba comida para el fin de semana. Claro que yo no la había contratado para limpiar mi casa, sino mi cuerpo. Una mañana, mientras intentaba, subida a una silla, sacar con una escoba las telarañas del te- cho, cacheteé su nalga derecha. -Ay, señor, no me haga esto -dijo, a modo de invitación. La tomé de la cintura, con ambas manos y la bajé con suavidad, como si fue- ra una vedette en el Maipo descendiendo por las escaleras. Le desprendí la cami- 31 sa; mi lengua se internó en la densidad de sus pechos, los pezones aparecieron como el periscopio de un submarino. Mi boca envolvió uno de ellos, y con el de- do índice de mi mano izquierda masajee el otro. Nos tiramos en el piso y con fuerza pero sin rudeza le desprendí el pantalón de jeans. Mi mano buscó su en- trepierna; al principio se perdió en un laberinto de rulos que formaban su vello púbico; por fin encontró el camino al centro del mundo, donde esperaban sua- ves y ardientes humedades. Pero entonces noté que traía una toallita femenina, que como un cancerbero custodiaba la puerta del infierno. -Siga, señor, siga -suplicó ella. Quité la mano, como si me hubiese mordido una serpiente. -Perdoname, no sé que me pasó, te prometo que nunca va a volver a suce- der -me excusé, disimulando mi cara de asco. -No tengo nada que perdonarle, señor -respondió desconcertada. Le expliqué que yo estaba abusando de mi condición de patrón, balbuceé al- go sobre los derechos de la mujer ante el abuso sexual y concluí que sería mejor que no trabajara más en casa. Pagué el doble de lo que correspondía y le regalé algunos comestibles. Antes de irse, me dejó en un papelito arrugado su número de teléfono.

-Espero que después de esta experiencia, querido amigo, asuma el hecho de que el cuerpo de la mujer es un estanque inhóspito -aseguró Mark, con despre- 32 cio. -Ya lo sé -dije, mientras tiraba el número de teléfono a la basura. -Usted debe regresar al paraíso íntimo de la autosatisfacción -recomendó- déjese llevar por la melodía de sus propias manos, sin utilizar ayudas externas. -No creo que exista la solución a este mal que me persigue -exageré. -Intentémoslo otra vez -propuso con entusiasmo. Me llevó a la cama, y me desnudó. -Acuéstese, cierre los ojos -recomendó. Mis párpados cayeron. -Tomarse tiempo para hacer el amor consigo mismo -susurró a mi oído-, to- marse tiempo para masturbarse, he aquí la clave indispensable para alcanzar la verdadera voluptuosidad. Debemos controlar el placer, dirigirlo, canalizarlo, ha- cerlo fluctuar. ¿Cuántos sinónimos más estaba dispuesto a usar? -Si se desconcentra, no sigo -amenazó. Coloque el pulgar sobre el dorso del pene, a mitad de camino entre la zona media y la corona del glande -pidió. Para poder seguirlo necesitaba un mapa. -Los cuatro dedos opuestos -continuó- se disponen en línea separados entre sí, con el índice situado en el frenillo y el meñique en la inserción del escroto, hundiéndose en éste. Mis dedos estaban enredados como tallarines, pero él parecía no darse cuen- ta. -Sólo el pulgar rechaza hacia delante el glande apoyando con fuerza, para 33 arriba y abajo, envolviendo a la corona en forma profunda, lenta y regular. -Estoy acalambrado -grité. Antes de irse Mark se desligó de las responsabilidades de mi fracaso. Según su óptica, una técnica es perfecta hasta que un inútil pretende usarla.

Llegó el mes de noviembre y -como diría mi abuela- el pescado sin vender. Un mediodía pasé por la puerta de un colegio privado y me choqué con una aluvión de chicas de entre 14 y 16 años. Sus muslos vírgenes buscaban fugarse por debajo de los jumpers, y las corbatas se hundían entre los pechos tiesos y abun- dantes. Todas parecían sentirse protegidas por la inmunidad de su edad. Sus caderas se balanceaban para un costado y para otro y con sus miradas decidían cuándo eran mujeres y cuándo niñas. Me quedé un rato observándolas, hasta que un transporte escolar se las llevó. -Ésta es la oportunidad que estábamos esperando -dijo excitado Mark. Su reaparición no me sorprendió. -¿Cuál es tu propuesta? -pregunté con desconfianza. -No hay tiempo que perder, debe ir a masturbarse lo más pronto que pueda. -Pero estoy lejos de mi casa -respondí con desilusión. -Entonces, entre al baño del colegio. -Eso es imposible -contesté con firmeza. -¿Alguna vez lo intentó? 34 -No. -Entonces va a funcionar...

Decidí darle una chance, sólo para demostrarle que estaba equivocado. En la puerta del colegio no había nadie. Entré. Los pasillos estaban vacíos. Caminé a paso seguro, y pronto llegué hasta la puerta de los baños. -No puede haber sido tan fácil -me dije. El baño de mujeres estaba a la izquierda, el de varones a la derecha. Dudé por un segundo y me dirigí a la izquierda. -¿Qué está haciendo? Era Mark otra vez. -Trato de seguir su consejo -me justifiqué. -Querido amigo, a usted le falta sutileza -explicó con soberbia-. No debe abusar de su suerte. Si bien llegó hasta aquí con relativa facilidad, recuerde que está en un colegio. Hágame el favor, métase en el baño de hombres. -Ya no sé por qué venía -agregué desanimado. -Es usted una persona muy impulsiva, la imagen apenas matizada de una bestia primitiva -diagnosticó, mientras nos retirábamos del establecimiento-. La inteligencia debe controlar la voluntad -sentenció- ¡Hay que sacarle fotos a esas radiantes adolescentes! Para que no tuviera ningún tipo de problemas me sugirió alquilar un auto con vidrios espejados. Estacionamos frente a la escuela y cuando salieron las chi- cas, las ametrallé a fotos con mi cámara digital. 35 Pasé las fotos a la computadora y las abrí. Si bien había logrado buenos en- cuadres, las imágenes era algo lejanas. -Debemos obtener planos más cortos -aconsejó Mark. Impulsado por sus recomendaciones, llevamos a cabo una estrategia más osada, pero a la vez mejor estructurada. Tardé un par de días en conseguir todos los elementos que él pidió. No podía faltar nada, ya que, según sus palabras, pa- ra poder manejarnos con tranquilidad no debíamos dejar ningún factor librado al azar. Pusimos en práctica su nuevo plan. A pocos metros del colegio colocamos una silla de lona, una sombrilla y una mesa, con falsos carteles promocionales de una casa de revelados fotográficos. Estuvimos desde la diez de la mañana repar- tiendo volantes, obsequiando gorritos y llaveros del supuesto negocio. A las doce y media, se fueron acercando los alumnos, ávidos de obtener alguno de los rega- los. Rodeado de un buen número de alumnos de ambos sexos, decidí dar el gol- pe final: retratos individuales gratuitos. Uno a uno los fui fotografiando, tanto a chicos, como a chicas, para que nadie sospechara de mis intenciones. Después de más de treinta fotos, di por terminada mi tarea. Bajé en la computadora el nuevo material. Había hecho una muy buena la- bor. La luz era la adecuada, y los primeros planos mostraban distintas partes de sus cuerpos. Pero sucedió algo que no esperaba: la serie era monótona, hombres y mujeres aparecían como iguales. Había realizado la producción desde una sola 36 mirada general, y eso conspiraba con mi propósito de rescatar las particularida- des del universo de las jóvenes adolescentes. -Eso pasa cuando uno no sabe mirar -explicó Mark mientras encendía un lar- go habano. Era el final del juego, habían pasado cuatro meses y yo seguía sin poder eya- cular y hasta Mark estaba desanimado. -Debo asumir que usted es un caso quimérico -exageró-. Voy a pensar nuevas opciones, aunque creo que ya hemos probado casi todos los estímulos conocidos.

Decidí jugar la última ficha: tomé la caja con la foto de la rubia y por pri- mera vez la abrí. Doblada como una camisa, me esperaba una muñeca inflable con una boca roja y sensual. La saqué de la caja, y la desplegué sobre una silla. Fue como una revelación inesperada, como esos milagros que cada tanto acon- tecen en alguna iglesia de un pueblo perdido. Todo pareció oscurecerse -quizás sea el recuerdo que agiganta las cosas- y de la muñeca nació un resplandor de luz blanca. Comenzó a transmitir una energía invisible, que viajaba por el aire y entraba por los poros de mi piel. Sentí una combustión interna que contagiaba cada célula de mi organismo; la sangre fluía a toda velocidad por mis venas y el pene asomó resplandeciente. Bastó con que lo tomara con mi puño, para que expulsara un denso río de semen interminable. A lo lejos se escucharon fuegos artificiales. Una rato después escribí en mi agenda: “19 de noviembre de 1999. La mu- ñeca desinflada, más que una docena de revistas, una chica en jumper, una puta, 37 un ternero, una sirvienta, y un par de videos. Gracias a vos terminó la ley seca.” Sin prestarle atención a mis palabras, Mark se atribuyó los méritos: -Mi labor por fin dio sus frutos, no hay caso que no pueda resolver -gritó exaltado-. La vida sexual masculina es un jeroglífico que sólo yo sé descifrar. Que- rido amigo, cuando requiera ayuda, no dude en llamarme -afirmó, y se marchó victorioso, como si fuera un superhéroe después de salvar a la humanidad de un espeluznante monstruo alienígena. En ese momento creía que la única responsable de mi felicidad era la muñe- ca inflable, y no las arrogantes lecciones de Mark, pero ahora a la distancia, intu- yo que sin su monitoreo no sé si lo podría haber logrado. Más allá de eso, una nueva inquietud aparecía en mi vida: debía averiguar qué cosas sería capaz de hacer con ella cuando la inflara.

38 III

Según Mark, todos mis males se deben a que estoy “enfermo de frustra- ción”. -Usted, querido amigo se encuentra atrapado en medio de un recuerdo, vi- ve en el pasado y eso no le permite poder construir un futuro -me explica como si fuera mi terapeuta. Según él, si quiero llevar una vida digna debo forjarme una 39 sonrisa, ponerme bajo su protección, camuflar mis heridas, aprender por fin a lle- var una máscara. Es fácil decirlo, pero difícil cumplirlo, aunque creo que debo in- tentarlo. Cuando lo conocí Mark me parecía pedante y soberbio, pero con el tiempo me demostró que podía ser un consejero. Hoy sólo él y Carlos Moriconi saben có- mo me siento y me acompañan en el dolor.

Carlos Moriconi vive en el departamento número 12. Siempre tiene puesto el mismo traje que parece estar teñido del color sepia de las fotos viejas, y nun- ca se desprende de su bolso de cuero negro con unos cuadernos azules llenos de anotaciones que, según dice, son sus memorias. Cada vez que lo encuentro, me asegura: “ya está todo listo, en un mes, una importante editorial me aseguró que las publica”. Hace un año y medio que empezamos a tratarnos, y aunque somos muy distintos, alcanzó con un par de encuentros para que sintiéramos que nos conocíamos de toda la vida. Por lo general me cruzaba con él cuando subía a colgar la ropa, pero casi no hablábamos. Nunca le había prestado atención hasta que una mañana de diciem- bre apareció en la terraza. Arrastraba un cuerpo flaco, huesudo y sólo tenía pues- to un calzoncillo bóxer con arabescos búlgaros, el bolsito de cuero negro y las za- patillas grises Nike que yo había tirado tres meses atrás. Si bien yo había decidi- do deshacerme de esas zapatillas después de que gasté sus suelas en aquella co- rrida interminable en Plaza San Martín, sentí que me las había robado. En ese 40 momento no me atreví a decir una palabra. Esa semana lo encontré en el ascensor. Llevaba un traje marrón a rayas, cha- leco, camisa blanca (salvo el cuello y los puños que estaban amarillentos), el in- faltable bolsito de cuero negro y otra vez las zapatillas. Las observé con deteni- miento, como si buscara algo. -Eran mías -afirmé sin levantar la mirada. -¿Sí?... -dudó- ¿Y por qué las tiraste? -preguntó desconfiado. -Pesaban mucho, era como caminar con dos ladrillos. Si las tenía, iba a caer en la tentación de usarlas, así que... -¿Las querés de nuevo? -interrumpió desafiante. -No... quédeselas... ya estaban viejas -respondí con cierta suficiencia. -A mí estas me gustan... son acolchadas y no me pesan tanto como vos decís, pero gustos son gustos. Carlos Moriconi -dijo extendiendo su mano- para servirle... -Sebastián... -respondí.

Desde ese día, cada vez que viene a la terraza toca el timbre y mientras lo ayudo a colgar la ropa, me cuenta alguna anécdota de cuando trabajaba como cronista. A veces, incluso, voy a su departamento. Nos sentamos en las sillas de roble que están en el living, y me obliga a tomar un licor de huevo que él mismo pre- para. Después trae alguno de sus veinte cuadernos azules con anotaciones don- de también guarda fotos y recortes de diarios viejos. Por cada nota periodística tiene una historia. Ver eso es como viajar al pasado. 41 Carlos es muy reservado con su recuerdos. Sé que nació en Dolores, que tie- ne dos hermanas, una hija que cada tanto la viene a visitar y nada más. Sólo cuan- do toma una copita de más, se atreve a confesarme: -Siento que el periodismo me quitó más cosas de las que me dio. En esta pro- fesión no hay horarios ni feriados y eso me terminó dejando solo como loco ma- lo. Si no hubiese sido por culpa de Rodolfo Walsh yo habría seguido jugando al billar y hubiese tenido una vida normal.

El precio de una muñeca inflable oscila entre los 80 y los 500 dólares. Todas cuentan con tres orificios lubricados con gel; sólo las más caras tienen pelo natu- ral, por lo general su cabello es sintético, como el de las Barbies, o en el peor de los casos, pintado sobre el mismo polietileno. Algunas hablan, es decir, repiten el gemido: oh, yes... oh... yes (cuenta la leyenda que en la Torre de Babel todos ge- mían en un sólo idioma, hasta que Dios, envuelto en su propia ira, decidió que en cada piso se empezara a gemir de manera distinta; desde ese momento, un gemido noruego no es igual que, por ejemplo, un gemido en inglés). Según los bocks de venta de artículos eróticos, la mayoría de las muñecas re- sisten 80 kilos de peso, pero es mejor no intentar tirarse encima de ninguna de ellas, porque revientan.

Carlos Moriconi revisa todas las semanas las bolsas de basura de los vecinos 42 que viven en nuestro edificio. Es un viejo vicio que arrastra de sus investigaciones periodísticas. Así encontró mis zapatillas, y descubrió que tenía una muñeca inflable. Una noche pesada y calurosa de diciembre, cerca de las once y media, llamó a mi puerta con pequeños golpecitos y diciendo “Sebastián..., Sebastián...”. Yo estaba acostado, mirando televisión y casi no atiendo, pero insistió tanto que no tuve otra alternativa que abrir. -¿Estabas durmiendo? -preguntó mientras entraba. -Más o menos. -No se puede estar durmiendo más o menos. O se está durmiendo, o no se está durmiendo... -¿Qué querés, Carlos? -pregunté con la voz pastosa. -Hace uno días encontré esto en el cuartito de la basura -relató con la caja de la muñeca en su mano. -Es mía... -reconocí. -¿Tenés una muñeca inflable? -volvió a preguntar, incrédulo. -Sí. Mirá, no lo tomes a mal, pero estaba acostado, tengo calor... pasá maña- na, hablamos tranquilos y te cuento todo. Habían pasado dos semanas desde que había conocido a la muñeca. -No debes inflarla -dijo una pequeña vocecita. ¿Mi ángel de la guarda? No, Mark. Cerré mis ojos, simulando que dormía. No estaba de ánimo para soportar sus sermones, aunque si lo hubiese escuchado no hubiera sufrido tanto. Estuve pensando un largo rato sobre si debía hacerle caso o no, hasta que me quedé 43 dormido.

Moriconi no me dejó descansar demasiado, a las ocho y media lo tenía ins- talado en el living de mi departamento. -Acá está... te presento a mi muñeca inflable -anuncié, mientras le alcanza- ba ese cuerpo de plástico arrugado. -No está inflada -señaló frunciendo la nariz. -No, qué esperabas -dije, mientras juntaba los dedos de mi mano formando una especie de pirámide. -Que estuviera inflada -replicó caprichoso. Esa misma mañana, con un artefacto chino que venía con la muñeca, pare- cido a un tensiómetro, por fin la inflamos. Me sentí como el Doctor Frankestein... de pronto, y aunque la luz que me alumbraba era ya muy débil, pude ver cómo se abrían los ojos de aquella criatu- ra. Respiró profundamente y sus miembros se agitaron con un estremecimiento convulsivo. Había nacido la muñeca, y con ella un torrente de luz sobre las tinie- blas del mundo. Su cuerpo, ahora lleno de vida, era generoso y abierto. Las pestañas se movían como suaves caricias y sus manos abiertas parecían darme la bienveni- da. Un escalofrío corrió por mi espalda. Hubiese preferido quedarme solo con 44 ella, los dos en una isla alejada del mundo. Pero debía soportar la presencia de Moriconi, que como un inspector examinaba con mirada burocrática cada una de sus partes. Permanecimos en silencio un largo rato. -Se parece mucho a Clota -dijo por fin Moriconi. -¿Clota? -pregunté. -La muñeca inflable más famosa de la Argentina... ¿té conté la historia del divorcio del siglo? -No, no la conozco -exclamé impaciente. -Fue en 1986 -dijo mientras sacaba uno sus cuadernos azules del bolso negro de cuero-. Fijate -sugirió- creo que está en la página 33. El arte de odiar

Detr‡s de la puerta principal de cualquier hogar se tejen historias inveros’miles y complejas. Para decirlo de una vez y de la manera m‡s sencilla posible: cada matri- monio hace de esa uni—n un mundo privado y a veces, oscuro. Esto, Eleonara Poggi todav’a no lo sab’a cuando se cas— con Juan Cruz Di Pietro, un joven empresario que hab’a heredado de su padre, recientemente fallecido, una f‡- brica de panificaci—n ubicada en la zona de Munro. Eleonora era una pebeta agraciada de 24 a–os. Morocha, de pelo largo y lacio, ojos marrones y mirada vivaracha, s—lo med’a 1,55, pero pose’a un cuerpo arm—nico y ondulante, a lo que agregaba una simpat’a y frescura natural. Hab’a recibido el t’tulo 45 de perito mercantil, obtenido con las m‡s altas calificaciones en la Escuela Comercial de Mor—n y realizado cursos de dactilograf’a y taquigraf’a en la renombrada ÒAcade- mia PitmanÓ. Estos antecedentes le permitieron ingresar en la panificadora de Di Prieto como secretaria administrativa de la empresa. Como era de esperar, ya que am- bos eran j—venes, al poco tiempo la relaci—n se fue haciendo cada vez m‡s estrecha hasta que comenzaron a verse fuera del trabajo. ƒl qued— prendado de sus curvas y de su personalidad fuerte, pero sobre todo del sentido pr‡ctico que mostraba Eleonora para enfrentar las contingencias de la vida. Ella se enamor— de su equilibrio emocio- nal y su elegancia. Como ambos eran reservados prefirieron mantener el secreto, para evitar los di- mes y diretes del personal. Pero adem‡s Di Prieto viv’a con su madre de 80 a–os, do- –a Clotilde, portadora de una r’gida moral victoriana, o como se dice vulgarmente, una mujer chapada a la antigua. Muy pronto Eleonora qued— embarazada y decidieron casarse. ƒl, entonces, in- form— la nueva a su madre, quien en un principio se opuso al enlace de la pareja, por considerar que la muchachita no estaba a la altura del joven que, adem‡s, era hijo œni- co. Pero ante la fŽrrea decisi—n de ambos, no le qued— otra alternativa que aceptar el derrotero de los enamorados y, finalmente, se casaron por iglesia. La novia luci— un vestido blanco largo, corte evasee que simulaba el incipiente embarazo, y un tocado de flores naturales adornaba su cabeza; mientras el novio visti— traje azul, zapatos ne- gros, camisa blanca y corbata de seda celeste haciendo juego. Eleonora jam‡s hab’a visto un hombre tan elegante, y en lo m‡s profundo de su coraz—n se sinti— la mujer 46 m‡s feliz del mundo. Sin embargo do–a Clotilde impuso dos condiciones. Por un lado, no quer’a una fiesta de bodas, aduciendo que su marido hac’a menos de dos a–os que hab’a falleci- do. Adem‡s, por ser propietaria del 50% de la panificadora, oblig— a Eleonora a firmar un contrato pre-nupcial: en el caso de un posible divorcio a ella no le corresponder’a ningœn resarcimiento de tipo econ—mico, salvo -y esta cl‡usula cambi— la historia- que se comprobara infidelidad por parte de Juan Cruz. Eleonora lo firm—, porque estaba enamorada y pensaba que ese sentimiento tan profundo, al que hac’amos referencia, durar’a para toda la vida. Pero el amor no siem- pre dura eternamente. El amor, con frecuencia, se escapa como hielo entre las manos dej‡ndolas ateridas de fr’o. Enseguida Eleonora conquist— el coraz—n de su suegra. Sigui— trabajando jorna- das de diez horas en la f‡brica; se dio tiempo para atender los menesteres de la casa y los fines de semana acompa–aba a do–a Clotilde a la parroquia, donde ayudaba a or- denar la ropa que la gente de mejores recursos donaba a ÒC‡ritasÓ para repartir entre los pobres. Pero la tragedia, con sus filosas garras, lleg— cuando nadie lo esperaba. A los seis meses de embarazo, Eleonora perdi— el hijo. Los facultativos atribuyeron la desgracia a la falta de descanso y Eleonora cay— en un agudo pozo depresivo. Perdi— interŽs por todo, dej— de trabajar y se recluy— en su casa. Pas— un a–o y nadie pod’a ayudarla. Hasta que por fin una ma–ana se mir— al espejo y dijo: ÒNo puedo seguir as’Ó. Enton- ces, comenz— un curso de cocina con Blanca Cotta, descubri— habilidades culinarias insospechadas y poco a poco fue recuperando la vitalidad perdida. 47 La relaci—n con su esposo mejor—. Ella elaboraba manjares exquisitos que compar- t’an con do–a Clotilde. Pero todo exceso se paga: el marido de Eleonora comenz— a en- gordar. Tres kilos primero, luego cinco, diez. Cuando tomaron conciencia de la situaci—n ya era demasiado tarde: Juan Cruz ten’a un sobrepeso de 30 kilos. En el inter’n, otra vez la tragedia se desencaden— sobre la familia. DespuŽs de un atrac—n con su postre prefe- rido -Selva Negra- do–a Clotilde muri— v’ctima de una pancreatitis fulminante. Eleonora se jurament— no cocinar m‡s en su vida y al tiempo, para sobreponer- se, comenzaron a concurrir a un gimnasio. Pero Juan Cruz abandon— al mes siguien- te, argumentando problemas de horarios. ÒHacŽ lo que quieras -dijo Eleonora-, pero yo voy a seguir con las clases de aer—bicÓ. Dice una vieja frase del imaginario popular que la vida sexual plena de la mu- jer, en realidad empieza a los cuarenta a–os. En el caso de Eleonora comenz— antes. En la clase de aer—bic conoci— a Maximiliano, un muchacho cuatro a–os m‡s joven que ella. Todo comenz— con un juego de miradas y chistes de doble sentido, y sigui— con la visita una vez por semana a un hotel alojamiento que quedaba a dos cuadras del gimnasio. Mientras tanto su marido se hund’a en un drama interminable. La empresa arrastraba altibajos de car‡cter econ—mico y financiero y entonces deb’a dedicar mu- cho tiempo a la panificadora. Su salud -debido al sobrepeso y al estrŽs- se fue deterio- rando. Trat— de reponerse, sin Žxito, apelando a diferentes terapias alternativas, y despuŽs recurri— a la medicina tradicional. Los galenos le indicaron un arsenal de me- 48 dicamentos para dormir. Cuando llegaba a su casa, Juan Cruz com’a, tomaba la me- dicaci—n y se distanciaba cada vez m‡s de su mujer. El matrimonio entr— en una cri- sis terminal. Por su parte, ella deseaba el divorcio, pero se negaba a perder todo. A veces se ilusionaba imaginando que su marido le era infiel. Pero con el aspecto lamentable que ten’a, ÀquiŽn se pod’a fijar en Žl? Con Maximiliano comenzaron a ir a hoteles de Capital Federal. Esta lejan’a les aseguraba nos ser descubiertos. Fue en una habitaci—n de un hotel de Congreso donde Eleonora vio por primera vez en su vida a una mu–eca inflable. Este descubrimiento alumbr— su mente y le per- miti— elaborar el plan para divorciarse de Juan Cruz, sin perder el dinero. El amante compr— en un porno shop de Avellaneda una mu–eca inflable, y esa misma noche Eleonora la acost— en la cama junto a su obeso marido, que dorm’a se- dado por los efectos de la medicaci—n. Entonces, ella sac— una serie de fotograf’as con las que se present— en un estudio jur’dico para iniciar los tr‡mites de divorcio, acusando a Di Prieto de infidelidad y de- pravaci—n. El abogado que se hizo cargo de la causa, un hombre joven y apuesto, logr— que el caso llegara a la televisi—n y all’ present— a Eleonora como una pobre v’ctima, y al marido como un ser deleznable. Los medios juzgaron por adelantado, la justicia rati- fic— esa impresi—n y ella gan— el caso. Ese mismo abogado lograr’a notoriedad a–os despuŽs, repitiendo la misma ma- niobra con operaciones de medios, en otras causas judiciales defendiendo gente per- 49 teneciente a la far‡ndula, el deporte y la pol’tica. Por esos d’as yo trabajaba en un semanario de actualidad, Casos y Cosas, que tu- vo una vida ef’mera. Recuerdo que era la Žpoca en que el ministro de Econom’a, Juan Vital Sourrielle, lanz— el Plan Primavera que tanto da–o le hizo a la sociedad argenti- na. Pero esa es otra historia. Volviendo al caso de Eleonora y Juan Cruz, tuve la fortuna de saber desde el prin- cipio la verdad sobre el sonado esc‡ndalo del caso de la mu–eca inflable. Eso fue gra- cias a una fuente irreprochable muy cercana a la pareja a la que nunca quise involu- crar, por el sagrado apotegma del periodismo que dice que nunca se debe revelar la fuente de informaci—n. Sin embargo, a pesar de que lo conoc’ a Di Prieto, por distin- tos motivos, poco o nada pude hacer por la verdad. A veces esta profesi—n tiene esos sinsabores.

Un a–o despuŽs yo escrib’a art’culos de investigaci—n para una revista mensual dedicada a la actividad agropecuaria que se llamaba Pampa Hœmeda. En Argentina causaba furor una dieta para adelgazar en base a un tr’pode que combinaba la luna en cuarto menguante, un yuyo de origen incaico, llamado incayuyo, y el pan de cen- teno. En la Enciclopedia Brit‡nica -fuente permanente de consulta de todo periodis- ta que se precie de tal- hab’a le’do una teor’a que ten’a al pan de centeno como pro- tagonista. Dicha teor’a, obra de dos hermanos daneses, historiador uno y meteor—logo el 50 otro, de apellido Laudrupp, relacionaron los per’odos de mayores lluvias en los Pa’ses Bajos con las terribles matanzas de la Inquisici—n en el siglo XVII. A travŽs de la teo- r’a -apasionante por cierto- se comprob— que en los a–os inmediatos posteriores a los per’odos de lluvias intensas en esa regi—n, la persecuci—n y matanza de herejes por parte de la Inquisici—n se incrementaba en casi un 52 %. El principal alimento de las clases bajas era el pan de trigo, pero en los a–os de abundantes precipitaciones el trigo se pudr’a bajo el agua y los hombres se ve’an obli- gados, para paliar la hambruna, a elaborar el pan con centeno, cuyos granos eran re- sistentes a la humedad. Pero el centeno viv’a en simbiosis con un hongo par‡sito, llamado ÒcornezueloÓ, que produc’a grav’simos trastornos emocionales cuando era ingerido con el pan. Es- to provocaba que amplios sectores de la poblaci—n llegaban a insospechados grados de locura. Los inquisidores, entonces, confund’an la locura producida por el cornezuelo, con brujer’as y posesiones demon’acas y los desgraciados eran condenados a morir en la hoguera.

Entonces lo llamŽ por telŽfono a Juan Cruz Di Prieto y cuando me record— me in- vit— a pasar por la panificadora de Munro. All’ me atendi— una secretaria de cara avi- nagrada, y despuŽs de esperar un momento me acompa–— a la oficina. El hombre me recibi— con un fuerte apret—n de manos y una sonrisa amplia. Estaba desconocido. Hab’a adelgazado m‡s de 20 kilos y recuperado su elegancia pasada. -Usted, Moriconi, fue una de las pocas personas que desde la prensa trat— aquel 51 desgraciado asunto de la mu–eca inflable con cierta objetividad y siempre le voy a es- tar agradecido -dijo. Prefer’ mantener silencio. Yo hab’a conocido la verdadera historia y siempre sen- t’ un poco de culpa por no asumir frontalmente su defensa, pero las presiones socia- les y los intereses de la revista hab’an sido demasiado fuertes. -Afortunadamente esa historia est‡ enterrada para siempre... incluso me he re- cuperado econ—micamente... pero... ÀquŽ est‡ necesitando Moriconi? -me pregunt— con curiosidad. Le contŽ el asunto del cornezuelo del centeno y despuŽs de un prolongado silen- cio me explic— que, aunque no conoc’a esa historia de la Inquisici—n, estaba seguro de que con el desarrollo tecnol—gico y qu’mico de los plaguicidas y los fŽrreos controles de calidad, ejercidos por las autoridades sanitarias competentes, era pr‡cticamente imposible la supervivencia del hongo par‡sito. Entonces me invit— a recorrer la plan- ta panificadora, mientras me explicaba con orgullo su funcionamiento integral y yo garabateaba en mi libreta de apuntes todos los datos pertinentes. Va a ser una buena nota -pensaba satisfecho. -En este momento, y esto que quede entre usted y yo, Moriconi, -dijo despuŽs de la recorrida- le pido que no publique lo que le voy a decir porque quiero mantener ba- jo perfil: somos la panificadora que m‡s pan de centeno envasado en rodajas est‡ ven- diendo en la Capital Federal. Estamos vendiendo casi la misma cantidad de pan de centeno que pan de trigo. La dieta es un regalo del cielo. 52 Cuando volv’amos a la oficina le pidi— a la secretaria que nos trajera algo para tomar, y enseguida la mujer entr— con una bandeja con cafŽ y unas rodajas de tosta- das de pan de centeno. Mientras beb’amos lentamente, tom— una rodaja, la mastic— y dijo: -Hoy la gente se vuelve loca con otras cosas, Moriconi, no con esto... -afirm— mientras enarbolaba la tostada como un trofeo de guerra- le digo m‡s, a m’ me hace muy bien para mi dieta hipocal—rica. Conversamos un instante m‡s de bueyes perdidos, nos despedimos cordialmen- te y caminŽ hacia la puerta. Entonces la vi. En un rinc—n apartado, sentada en un sill—n de pana gris, estaba la mu–eca. Llevaba puesto un baby doll negro bordado con encaje francŽs y el bretel del lado derecho le ca’a m‡s abajo del hombro. Ten’a las piernas cruzadas y sus ma- nos descansaban sobre el apoyabrazos del sill—n. QuedŽ paralizado. -ÀC—mo se llama? - preguntŽ como para salir del paso. -ÀQuiŽn?. -La mu–eca -dije con un susurro, mientras la se–alaba con el brazo extendido. -Di Prieto gir— la cabeza hacia el rinc—n, la mir— con naturalidad y sin apartar la vista de ella asegur—: -Clotilde, pero yo le digo Clotita -remat—, mientras me hac’a un gui–o de compli- cidad. Tome el picaporte y lo hice girar. Abr’ la puerta sin apuro, sal’, la cerrŽ suave- mente y la secretaria de cara avinagrada me devolvi— el saludo con una voz imperso- nal. LamentŽ no haber llevado un fot—grafo. 53

La nota de investigaci—n apareci— en Pampa Hœmeda y la titulŽ ÒEl Pan de la Lo- curaÓ. Adem‡s, escrib’ otra que se llamaba ÒConfesiones de una Mu–ecaÓ, pero nadie se atrevi— a publicarla. Entonces, la romp’ en mil pedacitos.

Por fin, Moriconi se fue y me quedé, por primera vez desde que la había in- flado, solo con la muñeca. Estaba desnuda; ¿Tendría frío? Corrí al placard y saqué algo de ropa. Le puse una camisa de jeans. Primero pasé una manga, luego la otra y lentamente fui prendiendo, uno a uno los botones. A la altura del pecho pude sentir su calor. Pensé en besarla. Coloqué mi boca, junto a la suya. Sus la- bios eran rojos como los de Liza Minnelli en Cabaret. Pero no pude besarla. Aún no. Terminé de vestirla con un short rojo y unas medias de toalla. -Mirá... por ahora nos arreglamos con esto, pero en cualquier momento, va- mos a algún negocio y compramos lo que te haga falta... ¿te parece? -dije tratan- do de complacerla. -Oh yes... oh yes... oh yes -respondió.

54 IV

Muñeca, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Mu- ñe-ca. Nadie sintió lo que yo siento por ti. Ni siquiera Humbert Humbert por su Lo-li-ta. Repaso una y otra vez esos recuerdos y me pregunto si fue entonces, en aquella tarde que por primera vez la inflé, cuando comencé a disfrutar la vida.

55 El primer mes de convivencia con ella fue tranquilo y silencioso; quizás de- masiado tranquilo. Éramos como dos boxeadores en un primer round, midiendo los golpes, estudiando cada gesto del rival. Por las mañanas, cuando yo trabajaba en mis encuestas, ella permanecía a mi lado, observando el monitor de la computadora. En el almuerzo compartíamos la mesa. La sentaba a mi lado le ponía un cu- chillo en su mano derecha y un tenedor en la izquierda, un plato y una copa va- cía. Cuando yo terminaba de comer, le llevaba la copa a su boca, y la inclinaba, dejando que una bocanada de oxígeno penetrara en su cuerpo. -Tomá un poco de aire, te va a hacer bien -le decía, después le limpiaba la comisura del labio con una servilleta. A la hora de la siesta, le prestaba mi “walkman”, con un gastado casette de “Aqua”. Por las noches mirábamos alguna película juntos. Después de las doce escu- chábamos en la radio el programa de Guillermo Nimo. Esta rutina la repetíamos -con algunas variaciones mínimas- durante la se- mana. Los sábados trataba de recuperar mi independencia. Me iba a correr al bosque, y después visitaba a Moriconi. A la tardecita él cortaba unos pedacitos de queso y abría una cerveza bien helada. Hasta la una y media de la mañana me relataba sus leyendas periodísticas. Los domingos volvía a la vida de pareja. Me levantaba a las diez en punto, me cambiaba, compraba el diario y cuatro medialunas, dos saladas y dos dulces. 56 En el desayuno, yo leía el suplemento de espectáculos, mientras ella hojeaba la revista. Al mediodía, almorzábamos tallarines con una salsa de tomate liviana, sin muchos condimentos. Por la tarde escuchábamos los partidos en la terraza y por la noche cenábamos pizza a la piedra mirando fútbol. Sin darme cuenta en un mes nos parecíamos a un matrimonio con más de cincuenta años de casados.

Esta mañana Moriconi me sorprendió con una extraña certeza. -Aníbal tuvo que ver con la desaparición de tu bicicleta -afirmó cuidando que cada palabra estuviera teñida de misterio. Le agradecí por su preocupación, pero le aclaré que no buscara culpables, que el único responsable de la desaparición de la bicicleta era yo. No escuchó mi explicación y prefirió continuar dándome mayores precisiones sobre lo que él de- nomina su “investigación”. -La bicicleta la dejaste después del mediodía y a las diez de la noche bajaste para atarla con el candado, ¿no?... Aníbal todos los días viene a sacar la basura entre las 7 y las 7 y media de la tarde... fue ahí cuando permitió que el ladrón se llevara tu bicicleta... -Bueno gracias... lo voy a tener en cuenta. Mi exagerada cortesía le dio pie para seguir: -Entiendo el momento por el que estás pasando... primero lo de la muñeca, ahora lo de la bicicleta... Mi olfato periodístico me dice que esto no es casuali- dad, no es casualidad... Hizo una pausa, pero como me mantuve en silencio, aumentó su cuota de 57 dramatismo: -Sos víctima de una gigantesca trampa manejada por Aníbal desde la oscu- ridad. Moriconi exagera. No existe tal complot, ni mi vida es tan valiosa como pa- ra que alguien pierda tiempo en ejecutar un odio calculado.

¿Tuvo la muñeca una precursora?. Sí, claro que la tuvo. En realidad la muñe- ca no hubiera podido existir si un verano no hubiese amado a otra muñeca. Es- toy convencido de que, en cierto modo fatal e inexplicable, todo comenzó con la princesa Leia. Sucedió en unas vacaciones en La Falda, un pequeño pueblo cerca de Córdo- ba. Yo tenía 13 años. Unos amigos de mi abuela nos invitaron a pasar unos días en una casa que a mis ojos parecía una mansión. Tenía dos pisos, seis habitacio- nes, un baño donde podría ducharse un elefante, un living comedor con alfom- bra y varios animales embalsamados en las paredes. Pasaba el día jugando con Maxi, el hijo mayor de la familia. Corríamos carre- ras en bicicleta, sin temor por los autos o juntábamos coquitos y ramas para una precario rancho que estábamos armando en un baldío que lindaba con la casa. Una noche, llegó a nuestras vidas Mariela, una chica de 12 años, que era hi- ja de un amigo del padre de Maxi. Y entonces nuestras vacaciones perdieron inocencia, y empezaron a parecer- 58 se a una batalla. El desafío implícito era comprobar quién de los dos podría con- quistar los territorios inciertos de Mariela. Maxi sabía un truco de magia con cartas españolas, y tomó la delantera. Pe- ro pronto mis papelitos con caricaturas parecieron captar la atención de Mariela. Le regalé uno y me lo agradeció con un beso en la mejilla. Maxi y yo éramos dos monos de circo expertos en piruetas que buscaban obtener un puñado de maníes. Un día fuimos al cine para ver el estreno de “El regreso del Jedi”. Yo no po- día dejar de mirar excitado a la princesa Leia y Maxi aprovechó para tomar a Ma- riela de la mano. Cuando me di cuenta era demasiado tarde: los dos estaban abrazados. A la salida, se sentaron a tomar chocolate a una lechería. Me volví so- lo, y con el corazón partido en mil pedazos. Lloré toda la noche en los brazos de mi abuela que trataba de consolarme con el banal argumento de que el tiempo todo lo borra. Entre lágrimas le pregunté: “Abuela... ¿Por qué la vida no es co- mo en las películas?... ¿Por qué ninguna chica me quiere a mí como la princesa Leia a Han Solo?”. Ella sonrió y me dio un largo beso en la frente. Al otro día, cuando desperté, en la mesita de luz me esperaba un paquete envuelto en papel de regalo azul y rojo. Era el muñequito de la princesa Leia. Estaba hermosa, con su pelo recogido y su vestido blanco. Este obsequio disipó las tormentas. Esa tarde volvimos a salir con Mariela. Yo llevaba en mi mano a la princesa Leia. -Mirá -dijo Maxi con desprecio- el maricón juega con muñecas. -No juego a nada, es mi novia -contesté con los dientes apretados. 59 -¿Tu novia? -preguntó Mariela. Tomamos un helado en una plaza. Pedí chocolate y limón (el gusto preferi- do de la princesa) y después nos tiramos con la muñequita en el pasto, a obser- var las nubes pasar en cámara lenta. Para mi sorpresa, Mariela festejaba todos mis chistes y elogiaba cada frase mía como si realmente fueran ingeniosas. Antes del anochecer, mientras jugába- mos en el patio de la casa, Mariela le pidió a Maxi que nos dejara solos. Él obe- deció, asumiendo la derrota. Nos sentamos en las hamacas. -Seba... -dijo ella- me gustás... -¿Yo?... ¿en serio?... pero ayer en el cine... -Lo que pasó en el cine no fue nada... lo hice para darte celos... Nos dimos un beso en la boca y después nos abrazamos. Estaba feliz, ahora no tenía una sola novia, sino dos. -Me tengo que ir -explicó ella de repente. -Te voy a extrañar... tomá -dije, alcanzándole la princesa- te la presto, para que no te olvides de mí... pero por favor cuidala... -Sí, quedate tranquilo -respondió, mientras la guardaba en un bolsillo de su campera- no tenés por que preocuparte... Al otro día fui a la capital de Córdoba con mi abuela. Cuando regresamos, por la tarde, encontré a Mariela y Maxi tomados de la mano, mirando televisión. 60 -¿Te gusta mi novia? -preguntó Maxi con una sonrisa socarrona. -Mariela, decime que es mentira -imploré. -No... no es mentira -replicó ella, sin mirarme. -Devolveme a mi princesa Leia -De eso también quería hablarte... la perdí... -dijo mientras abría los brazos como Cristo en la cruz. -¿Cómo que la perdiste? -grité. -Sí, la perdí... pero no te preocupes... mirá -dijo, y me señaló una bolsa blan- ca que en el centro tenía inscripto el nombre de una juguetería- mi papá te com- pró esto. Había dos muñequitos. Uno era Skywalker y el otro Chewbacca. Un desengaño perdura en el tiempo y condiciona de modo irreversible ex- periencias futuras. Arrastré el recuerdo de la princesa Leia durante años hasta que en los ojos de mi muñeca encontré aquella chispa juvenil.

No podía permanecer pasivo ante el lento avance de la rutina. Debía hacer algo urgente para rescatar mi relación con la muñeca del estado vegetativo en el que había caído en tan solo un mes. Impulsado por el espíritu de las fiestas, com- prendí que la Navidad era una buena excusa para hacerle un regalo que estimu- lara sus sentidos dormidos. Después de buscar en distintos negocios, encontré en un “Todo por dos pesos” de calle 12 un obsequio que cubría mis pretensiones y se ajustaba a lo que estaba dispuesto a gastar. -Mirá lo que te trajo Papa Noel -anuncié jocoso, segundos después de que 61 dieran las doce. Pude ver la ansiedad en sus ojos. Sin más trámites le di un hermoso Yo-Yo verde con una estrella roja a cada lado. Su rostro era puro desconcierto, ¡nunca en su vida había visto un Yo-Yo! -Te voy a mostrar cómo se usa -afirmé, mientras deslizaba el anillo de hilo del juguete en mi dedo índice. Después lo sujeté ayudado con el pulgar y el anu- lar, gire la mano hacia arriba, quebré mi muñeca, lo dejé caer y antes de que to- cara el suelo elevé mi mano como si quitara la tapa de una cacerola. Este movi- miento, leve, pero preciso, provocó que -desafiando las leyes de la gravedad- el Yo-Yo regresara otra vez a mi palma. -Parece magia, ¿no?... -comenté con suficiencia-. Después de un tiempo de práctica, te va a resultar una pavada... Con delicadeza de enfermera, introduje el hilo en dos de sus dedos (el diá- metro del índice era muy pequeño) y le dije: -Quedate tranquila, yo te voy a avisar cuando debés hacerlo regresar. Soltó el yo-yo con brusquedad y este comenzó su viaje, rotando sobre su propio eje; la estrella se volvió una mancha roja, una bola de fuego, un cometa. -Ahora -anuncié. Pero no me hizo caso. El Yo-Yo impactó contra el piso y estalló en mil peda- zos. ¡Malditos juguetes taiwaneses! La muñeca no tenía consuelo. Lo único que quedaba intacto era el hilo, que 62 para colmo, le ahorcaba sus dedos transformando parte de su mano en una es- pecie de ocho. Se lo saqué y traté de que mis palabras la calmaran: -A mí también me pasó lo mismo la primera vez que me regalaron uno. Mentira, pero en ese momento me pareció la mejor manera de borrar la de- cepción de su rostro. A pesar de que no había salido como esperaba, esta experiencia renovó mi espíritu. Por un lado me había permitido demostrarle mi habilidad con el Yo-Yo, pero sobre todo, sentía que a partir de ese momento nacía una nueva etapa en nuestra relación. Los siguientes dos meses los utilice para afianzar el pequeño vínculo que ha- bíamos establecido a partir de ese incidente. El objetivo principal era que ella se familiarizara con mi cuerpo y que yo pudiera conocer los secretos del suyo... Una tarde de marzo confiando en que había pasado un tiempo prudencial intenté llegar más allá de los besos. -¿Querés hacer el amor? -susurré en su oído. Ella respondió: -Oh, yes... oh yes... -¿Esta noche? Ella volvió a decir: -Oh, yes... oh yes... Me preparé como si fuera mi primera vez. Elegí un pulóver color salmón, un pantalón de vestir azul y zapatos negros. A ella le compré una remera verde agua y una pollera blanca. 63 Pedí pastas a una casa de comidas y coloqué una mesa con caballetes en la terraza. Comimos, a la luz de la luna, con champagne. De un edificio vecino, lle- gaba como una suave brisa, el dulce sonido de una sinfonía clásica. Todo marcha- ba como en las películas románticas. Una vez adentro tomamos un café, mientras mirábamos un canal de video- clips. Por fin nos acostamos. Ella estaba más hermosa que nunca, era una muñe- quita. -¿Preferís hacerlo con la luz prendida o con la luz apagada? -pregunté. -Oh, yes... oh yes. -No entiendo... ¿luz prendida o apagada? -pregunté con desconcierto. -Oh, yes... oh yes... ¿Luz prendida? -insistí. -Oh yes... -¿Luz apagada? -reiteré. -Oh yes... No pudimos hacer el amor. Me faltó fuerzas y convicción. Como dije, necesi- taba conocer sus deseos, pero jamás los sabría escuchando sus respuestas, porque ella estaba condenada a decir sólo “oh yes”. Era una aprobación ejercida sin li- bertad, su destino ya estaba escrito con anterioridad por alguien superior a ella. Sus “oh, yes” eran una reacción hueca, sin una elaboración conciente. Si hubiese 64 seguido con mi propósito, mi acción podría ser entendida como una violación, un ultraje a su privacidad. El acto sexual se hace de a dos (lo reconozco, a veces tam- bién de a tres) y como resultado de un consenso, nunca imponiendo una volun- tad sobre otra, salvo, claro está, que ése sea el juego acordado. Pero en este ca- so necesitaba sentir que sus palabras eran sinceras, y no meras repeticiones auto- máticas. Me asaltó una profunda melancolía. Casi no comía, miraba televisión, saltan- do de un canal a otro sin un rumbo claro y por las noches no podía dormir. Cada dos días escribía algunas encuestas, muchas menos que el número al que estaba acostumbrado, pero las suficientes como para que no tuviera problemas. Murciélagos ruidosos rondaban por mi mente. El fracaso me había vencido y ahora quedaba esperar el final de la película de mi vida. Me entretenía pensar en mi muerte. Algún vecino -quizás Moriconi- vendría a visitarme. Un olor nau- seabundo llamaría su atención. De inmediato llegarían los bomberos, y con el portero entrarían a mi departamento, donde encontrarían mi cadáver, sentado en un sillón, con el control remoto en la mano derecha. Esas cosas pasan, uno las pude leer todos los días en los periódicos.

Habían pasado más de seis meses desde aquella noche con Angélica y en ese tiempo, como era de esperar, nos distanciamos. Si nos encontrábamos por casua- lidad en el palier o el ascensor, susurrábamos un tímido saludo, sin atrevernos a tratar lo sucedido. Una mañana de otoño decidí pasar a saludarla. 65 -¿Molesto? -pregunté cuando abrió la puerta de su departamento. -No, entrá... -dijo sin mucho entusiasmo. El departamento de Angélica tiene un living comedor cálido, decorado con distintos móviles de madera y muebles de algarrobo. -Creo nos debemos una charla... -propuse mientras tomaba un té de ciruelas. -Sí... desde hace unos días estoy por ir a visitarte, pero no tenía coraje... Ten- go algo para decirte, pero no encuentro la manera... -Nos conocemos desde hace mucho tiempo, creo que tenemos confianza... -¿Me prometes que no te vas a enojar? -No, dale, ¿qué pasa?... -Hace unos días me acosté con Aníbal... -¿Aníbal?... ¿El portero? -no salía de mi asombro. -Sí... -afirmó con vergüenza. -Pero está casado... -cualquier argumento era válido para tratar de hacerle entender que estaba en un error. -Sí, por eso me da miedo. No quiero tener quilombos... Después me confesó que lo que le gustaba de Aníbal era que no era como el resto de los “pibes” con los que se había acostado. “Claro, si tiene más años que la mugre” -pensé. -Lo peor de todo es que me parece que me estoy enamorando -remató con vergüenza. 66 “¡De ese viejo decrépito!” -continué pensando. Decidí que lo mejor era irme antes de que mis opiniones la ofendieran. Emi- tir un juicio moral sobre los demás casi siempre es una señal de bajeza. Sólo dio- ses -y con ciertos reparos- tienen derecho a evaluar nuestros actos. De nuevo en mi departamento encontré a la muñeca en su silla mecedora. Me sorprendió verla más arrugada, como si en esos días hubiese envejecido has- ta convertirse en una dulce anciana de las que protagonizan publicidades de ga- lletitas caseras. ¿Cómo no lo había notado antes? A pesar de todo su boca aún mantenía esa forma de “o” exagerada que era una especie de Big Bang en expansión, esa boca que sólo sabía decir “Oh yes”. Esta observación resultó reveladora: debía enseñarle a hablar. Como ocu- rre a menudo, la solución suele estar delante de nuestros ojos, sin que nos de- mos cuenta. Me puse en movimiento. Recordé que en mi biblioteca tenía un libro que podría servirme. Era La historia de mi vida de Helen Keller, una niña sordomuda que de un día para otro aprende a hablar. En las notas suplementarias la señora Sullivan, maestra de Helen, explica la clave: enseñarle a su alumna que cada co- sa tiene un nombre. Todo ocurrió una mañana, después del desayuno: la maes- tra deletreó “a-g-u-a” mientras la pequeña sentía el agua de la canilla caer en sus manos. Así, por primera vez, Helen asoció un fenómeno físico, con signos lingüís- ticos y pudo empezar a hablar. Contado así parecía ser una tarea sencilla. Llevé a la muñeca al lavadero del edificio, puse su mano derecha bajo la ca- nilla y la abrí. Después, al igual que Sullivan, deletree la palabra “agua”. Era un 67 momento crucial, de obtener resultados comenzaría una nueva vida. Incluso la muñeca podría escribir un libro contando su experiencia, y hasta filmar una pelí- cula en donde se relate cómo pasó del mutismo al habla. Pero, para mi decep- ción, la muñeca mantuvo su monotemático “Oh, yes”. ¿En qué había fallado? Conjeturé distintos errores, desde que el agua utilizada no era la adecuada, has- ta si mi manera de pronunciar las vocales era la correcta. Fui hasta la biblioteca de la universidad a consultar en algunos libros de pe- dagogía que me ayuden a educar a mi pequeña. Después de estar una mañana leyendo distintos manuales de “Teoría de la educación”, llegué a identificar dos grandes maneras opuesta de entender a la enseñanza. Por un lado está aquella que la veía como un proceso rígido, donde se debía predecir y controlar las ac- ciones de manera eficiente. El otro modelo, más flexible, planteaba trabajar so- bre la base de principios teóricos generales que orienten las clases, donde lo prin- cipal debía ser el diálogo. Llegué a la conclusión de que si bien me resultaba simpático el segundo mo- delo me recordaba demasiado a las lecciones de autoayuda de Mark. Por un se- gundo, por un solo segundo, temí que regresara con su Manual de técnicas de masturbación masculina y que me alejara de mi muñeca, en nombre de la auto- satisfacción. Pero no apareció. Para obtener resultados concretos, entendí que debía usar el esquema de enseñanza más rígido y eficiente. Para escenificar esa metodología conservadora 68 compré un pizarrón pequeño, unas tizas de colores, borrador, un largo puntero, acondicioné parte del comedor como si fuera una aula y la vestí con un uniforme de escuela. Era como jugar a la maestra. Senté a la muñeca en una silla y comencé mi monólogo pedagógico: -En este espacio, trataré de alumbrarte con mi conocimiento para que salgas de la oscuridad analfabeta en la que te encuentras. -dije en forma solemne. Me sentía un pastor evangelista. -¿Te parece que comencemos? -pregunté con el amor de un docente. Ella asintió con la mirada. -Leamos juntos -continué- la frase que hay en el pizarrón. Mi mamá me mi- ma, mi inflador me infla... Durante dos horas, intenté en vano que la muñeca emitiera algún otro sonido que no fuese “oh, yes”. Supuse que el problema radicaba en que “oh, yes” es una expresión inglesa. Probé diciendo: “My mom spoils me, my inflator inflates me”... pero tampoco obtuve resultados. Agotado, desarmé el aula y comencé a desvestir- la. Mientras le bajaba el cierre del jumper, descubrí con asombro una etiqueta que decía “Made in Uruguay”. Era uruguaya y no estadounidense como decía la caja. Esa noche, aires diurnos, hicieron diabluras con mis sueños. Yo estaba en la terraza del edificio (claro que no se parecía en nada a mi terraza, pero se sabe: en los sueños las apariencias son poco literales) vestido con una túnica blanca y alitas como las de los ángeles. El cielo se abría, y una luz formaba un sendero, o una escalera, por donde aparecía Dios; su rostro era el de una muñeca. Mis pies se deslizaron por el camino de luz, hasta casi alcanzar a Dios. Todas 69 las preguntas y las respuestas estaban en su mente y en la mía que eran una so- la entidad. Entonces dijo: “traeme un termo”. Me quedé mudo. Otra vez se escu- chó: “traeme un termo”. Cada letra parecía tener vida. De nuevo: “traeme un termo”. Abrí los ojos. La muñeca parada junto a mi cama, cubierta por una sábana, dijo: -Traeme un termo. La frase salía una y otra vez de su boca, como un disco rallado. Eran sus pri- meras palabras. Fue un hecho único, sublime, comparable sólo con lo que un padre siente cuando su hija habla por primera vez. Lloré y agradecí a Morfeo por el milagro. -Y... ¿no vas a traer el termo con unos mates? -reclamó ella con impaciencia. Más tranquilo, cuando me recuperé de la emoción, fui hasta la cocina y pre- paré mate. -Ya voy, amor -dije, mientras esperaba que el agua estuviera lista. Lo más extraño es que ella parecía ser la de siempre, como si nada nuevo hu- biese pasado. -Listo -dije, mientras acomodaba a un costado de la cama, la bandeja con el termo, el mate y la azucarera. -¿Te gusta el mate dulce? -interrogué. -No, soy diabética -replicó. Los dos reímos. Necesitábamos un gesto que descomprimiera la situación. 70 -Me da lo mismo dulces o amargos, como tomes vos -aclaró después. Le cebé un mate, y lo sostuve en su boca hasta que lo terminó. -Vamos a tener que comprar una bombilla más grande -pidió, mientras me guiñaba el ojo. Sin poder contener mi curiosidad, al fin, le pregunté: -¿Por qué esperaste tanto para hablar? -¿Qué querías que dijera? ¿Lindo día? -respondió enojada- ¿Cómo andan los chicos, que hace mucho que no los veo? Cuando uno no tiene nada que decir es mejor callar. La muñeca tenía voz, y muy pronto descubrí que la iba a hacer valer. V

Son las tres de la mañana y sigo aún despierto. Voy hasta la cocina y me pre- paro un café bien cargado. -Si lo que desea es volver a los brazos de Morfeo, esto no creo que lo ayude -explica Mark. El café es el mejor estimulante inventado por el hombre. Mantiene mi men- 71 te en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño. En esa trinchera me siento cómodo, no llevo la fatigosa carga de estar despierto, ni tampoco la anarquía subterránea de la soñolencia. Desde que, como dice Mark, el incidente de la bicicleta avivó el recuerdo de la muñeca, paso las noches sumergido en un insomnio crónico. Sólo cuando viene a visitarme Kapelusz logro descansar mejor. Aunque ya no tenemos esas largas y desbordantes orgías de otras épocas, todavía sabemos como obtener placer, sin mucho esfuerzo. Por lo general soy yo quien, mediante suaves caricias en sus pechos y besos discontinuos en el cuello, inicio el juego. Pronto mis dedos se sumergen en su entrepierna y ella se deja llevar, repitiendo a cada instante: “Despacio, Seba, que me duele”. Los dos entendemos que no es un dolor verdadero, sino una invitación. Entonces ella se coloca de espalda, y yo penetro en su castillo como si quisiera derribarlo. Mis manos posan en sus cade- ras, y también ayudan a mantener un movimiento constante. Dejo que se pierda en sus húmedos jadeos, hasta hacerla naufragar. Cuando todo parece terminar anuncia: “ahora yo voy arriba”. Ella se sube a mi pene, sus nalgas besan mis mus- los y todo vuelve a empezar. Durante media hora -ni un minuto más, ni un minu- to menos- mantiene su postura de cowboy hasta dejarme manso como una tor- tuga. Por último se baja de mi cuerpo y de la cama, enciende un cigarrillo y se sienta en una de las sillas del comedor para transcribir el diccionario Kapelusz Ilustrado. A pesar de que sólo trabaja en este proyecto cuando viene de visita a 72 mi departamento, ya avanzó hasta la página 63:

Advertir v.tr. Hacer notar a alguien algo que le conviene tener en cuenta: le advirtieron que corría peligro (sinónimo: avisar); la señal advierte la proximidad del paso a nivel (sinónimo: indicar). Decirle a alguien que haga algo que le con- viene o debe hacer: me advirtió que llevara ropa de abrigo. Fijar en algo la aten- ción o adquirir conocimiento de cierta cosa: advierto que te has reconciliado con tu hermano (sinónimo: notar, observar, reparar).

En esos momentos Kapelusz se olvida del mundo. Me deja solo, desnudo y agotado. Y entonces mi mente vuelve a proyectar irreparables recuerdos. La mañana siguiente de la bendición celestial que fue para mí escuchar ha- blar a la muñeca fui al departamento de Moriconi. -Habla -dije mientras me sentaba en uno de los sillones del living. -¿Quién? -La muñeca... -Y, sí, todas esas cosas dicen algo tipo: “oh Johny, Johny, yes, yes...” -relató, camuflando su voz como si fuera un traductor de películas condicionadas. -Pero ella es diferente -traté de explicar- arma frases coherentes. Ayer, por ejemplo, me pidió un termo. Lo que quiero decir, es que tiene desarrollada la fa- cultad del lenguaje. Moriconi largó una risa pesada, después fue hasta la cocina y trajo uno de sus licores y dos copas. Brindo por “todas las muñecas parlantes del planeta” y 73 cambió de tema. No me creyó. Me retiré ofendido. Ni siquiera probé el licor. Esa tarde lo invité a mi depar- tamento para que lo comprobara él mismo. La muñeca estaba en su silla mecedora y puede adivinar por su rostro que se sentía incómoda. Me acerqué para que me hablara al oído. -Me siento como si fuera una mercancía o un fenómeno raro que la gente paga para ver -me confesó. -Es un minuto nada más, saludalo y listo -le pedí-. No me cree que podés ha- blar... -Problema de él -contestó alterada. -¿Y?... ¿por qué no habla? -preguntó con inquietud Moriconi. -No sé, debe ser un problema de timidez -traté de argumentar. -Decile que se vaya -reclamó ella por lo bajo. -Perdoname, Carlos, pero me pidió que te fueras. -¿Cuándo?... -demandó incrédulo. -Me lo dijo al oído, por eso no lo escuchaste. -Está bien, ¿querés que te crea?, te creo. Vos podés hacer con tu muñeca lo que quieras, y no me voy a meter -explicó con un simulado respeto-. En los años que llevo como periodista me encontré con muchos “bichos raros”, y con el tiem- po aprendí a no juzgarlos. Y por esos casos creo que mis memorias son tan ricas. 74 ¿Te conté que mañana a la tarde me reúno con la representante en la Argentina de una editorial muy importante de España? -preguntó con entusiasmo. -No, no me comentaste nada -respondí con fastidio. -Esta vez se me da. Sí o sí, en un mes o dos tengo publicado mi primer libro. -Perdoname, pero me gustaría quedarme a solas con la muñeca -no estaba de humor para soportar sus espejismos. -Pero dejame que te explique... tomá -dijo, mientras sacaba uno de sus cua- dernos azules del bolso de cuero negro-. Fijate, en la página 63 podés leerle a la muñeca, un caso de una persona que sufrió la incomprensión de la sociedad. El coleccionista de u–as

Los coleccionistas se caracterizan por ser personas muy adictivas. Desde figuri- tas hasta estampillas, autitos de juguete o cajas de cigarrillos, cualquier objeto les sir- ve de excusa para saciar su deseo de acumular cosas. Juan Manuel Jessico era igual a todos ellos, pero a la vez diferente. Su hobby era coleccionar u–as. Juan, como todos, no pod’a contener ese impulso primario que es arrancarse con los dientes las u–as de las manos. Est‡ comprobado que un 80% de la poblaci—n mun- dial realiza esta pr‡ctica al menos una vez cada diez d’as. Pero en el caso de Juan el tema era m‡s grave: Žl no se contentaba s—lo con arran- 75 carlas, sino que tambiŽn se las com’a. Comenz— comiendo las de los dedos de sus manos, pero pronto se aburri— y de- cidi— probar las de los pies. Y as’ estuvo durante un tiempo, hasta que no pudo conte- ner la ansiedad de tener que esperar que sus u–as crezcan. Coloc— un anuncio en un importante diario de Buenos Aires que dec’a: ÒCompro u–as/pies/manos/limpias/sucias/pago por peso/llamar al 81-25400, de tardeÓ. Por esa Žpoca yo trabajaba en un semanario de actualidad, llamado Temas & Cr’- ticas, y el jefe de redacci—n me pidi— que vea de quŽ se trataba ese aviso. HablŽ por telŽfono con Juan, y me explic— que si yo le llevaba diez gramos de u–as en una bolsa de nylon, Žl me pagaba 100 pesos viejos. Juntamos en la redacci—n la mayor cantidad de u–as posibles, y me fui hasta su casa que quedaba en Caballito. Juan me hizo pasar a un peque–o departamento. Me pregunt— quŽ tomaba, le dije que nada, a lo que Žl respondi—: Òmejor, as’ vamos directo a lo nuestroÓ. Me in- vit— a sentarme en la mesa del comedor y trajo una peque–a balanza, muy vieja, co- mo las que hay en las salas de Qu’mica de las escuelas. SaquŽ la bolsa con las u–as y se las di. -ÀSon todas tuyas? -pregunt— mientras tomaba la bolsa. -No, no... -Para el caso es lo mismo... En el plato de la balanza volc— todas las u–as. -Casi diez gramos... -anunci— mientras miraba la aguja de la balanza- -ÀAnda bien esa balanza? -preguntŽ desconfiado- 76 -S’, por su puesto, as’ como la ves, tiene una gran precisi—n... igual quŽdese tran- quilo... como veo que son frescas, te voy a pagar 150... -Est‡ bien, acepto... DespuŽs de que me dio el dinero, le comentŽ que era periodista, y que si me da- ba una entrevista, seguro que en poco tiempo podr’a conseguir muchas m‡s u–as. Se disculp—, y en forma amable, me explic— que por ahora no quer’a prensa, que le dejŽ mi telŽfono y cualquier cosa Žl se comunicaba conmigo. De regreso a la redacci—n me comprŽ con la plata que hab’a ganado, una botella de vino, queso y salame e hicimos una mini picada con la gente de la revista. No supe nada de Žl hasta que cinco a–os despuŽs, paseando por unas librer’as de la calle Corrientes, se me acerca y me dice: -ÀSe acuerda de m’? -No, la verdad que no... -Usted fue a mi casa a venderme una bolsa de u–as... fue mi primera compra... -Ah, s’... Ày c—mo anduvo la cosa? -Bien, pero todav’a no termin— Àsigue en pie la oferta de la entrevista? -No sŽ... la revista para la que trabajaba cerr— hace un tiempo y ahora estoy de corresponsal de unos diarios del interior... -QuŽ pena... Lo vi tan afligido que decid’ ayudarlo. -Mire, le voy a hacer la entrevista, pero no le aseguro que la pueda publicar... ÀTiene tiempo ahora? Nos fuimos a un cafŽ y durante dos horas me enterŽ de su larga traves’a. 77 Durante la charla me cont— que desde la primera compra no hab’a parado de acumular u–as. Com’a s—lo lo necesario para calmar su ansiedad y lo dem‡s lo aho- rraba. Su proyecto era lograr armar la paella de u–as m‡s grande del mundo. En un diario de Mar del Plata consegu’ que me publicaran la entrevista, que cau- s— conmoci—n. Pronto la ÒlevantaronÓ medios nacionales, y durante un par de d’as s—- lo se hablaba del Òcoleccionista de u–asÓ. A un movilero de televisi—n se le ocurri— ha- cer una campa–a solidaria, y todos en las escuelas, en los hospitales, en las comisa- r’as, en los edificios pœblicos comenzaron a juntar u–as. Al terminar esa semana ten’a aproximadamente medio kilo de u–as, m‡s de lo que hab’a juntado en esos a–os. Aho- ra ya pod’a cumplir su sue–o. Ese domingo fue el gran d’a. En Parque Rivadavia prepar— una gran paella. Lle- garon medios de todo el pa’s y distintas personalidades, entre ellas el intendente. Era una fiesta. Tal como Juan Manuel lo hab’a pedido se prepar— una gran paella. Cerca del mediod’a la comida estaba lista. Juan Manuel tom— el micr—fono y comenz— el dis- curso m‡s importante de su vida: ÒHoy siento que comienza una nueva etapa en mi vi- da, he cumplido un sue–o, pero a su vez lo he perdido. Esta odisea comenz— a la som- bra de un vicio, pero hoy se ha transformado en una met‡fora de lo que la humanidad es capaz de hacer cuando trabaja en equipo. Creo que estoy en deuda con todos uste- des. Por eso mi tarea ahora ser‡ serv’rselas para que la disfruten ustedesÓ. Aplausos, una profunda emoci—n, dos se–oras mayores de la alta sociedad porte- –a llorando; Juan Manuel comenz— a servir en unos peque–os recipientes de pl‡stico 78 la paella, a los cuales les agregaba una docena de u–as. El intendente se acerc— y con voz seca pregunt—: -ÀQuŽ est‡ haciendo, amigo? -Sirviendo una paella de u–as -respondi— con naturalidad Juan Manuel. Una de las mujeres no pudo contener su asco: vomit— sobre su tapado de bison- te. Este hecho provoc— una reacci—n en cadena de nauseas interminables. El intendente, que no quer’a que su imagen (ni su traje) se mancharan, se fue sin despedirse, secundado por dos custodias, que por el tono ir—nico de sus murmullos parec’an disfrutar con lo sucedido. Como pudieron, poco a poco, todos se fueron y Žl qued— solo, rodeado por centenares de porciones enfri‡ndose. Me acerquŽ a despedirlo, pero lo œnico que alcanz— a decirme fue: ÒTuve el mundo a mis pies, y ahora ya no tengo ni mis vi- ciosÓ. Unos meses m‡s tarde recib’ en la redacci—n la noticia de que un hombre en su departamento de Caballito se hab’a cortado los dedos de los pies y de las manos. Era Juan Manuel.

Cuando terminaba de leer una de sus historias Moriconi siempre repetía lo mismo: -Qué época esa... ¿Sabés lo que cubrí por esos años? -No -respondí cansado. -El caso de los jugadores de Rugby que se perdieron en la cordillera. Esto nunca lo conté -anuncia bajando el tono de voz, como si no quisiera que nadie 79 lo escuchara- yo fui el que entrevistó por primera vez a la mentalista que ayudó a encontrarlos. -Te felicito -dije, mientras lo llevaba hasta la puerta. -¿Pensás que te miento? -¿Vos me creés que la muñeca habla? -Sí -dice titubeando. -Entonces yo también te creo -afirmé, terminante. Le abrí la puerta y lo eché de la forma más elegante que pude. Esa noche, cuando me acosté con la muñeca, estaba inquieto. La vestí con una remera mía que le quedaba tan larga como un camisón. Estábamos allí, los dos, hombre y muñeca, bajo un cielo de sábanas. Yo no sabía cómo actuar, ni qué decir. Ahora que podía hablar, estaba la posibilidad de que no quisiera hacer el amor. A ella el tema no le preocupaba: -Hoy tomé una decisión -anunció-. Moriconi va a ser el encargado de escri- bir mi biografía. Así era la muñeca: no había pasado un día desde que se había decidido a ha- blar y ya pretendía que un desconocido escribiera su biografía. -¿Y por qué querés una biografía tuya? -me atreví a preguntar con descon- fianza. -Para que el mundo me conozca y sepa quién soy... para que se entere cómo 80 vive y qué siente una muñeca inflable. ¿Te parece poco? -expresó alterada. Entendí que no podía hacer nada para cambiar su decisión, que por otra par- te ya había tomado sin mi aprobación. La muñeca no daría marcha atrás. Sospecho que esa noche podríamos haber hecho el amor. Pero el tema de la biografía cambió mi estado de ánimo. Por otra parte siempre la respeté mucho, quizás demasiado. Antes de dormirnos, me dijo que debíamos salir de compras. Quería tener ropa elegida por ella. La mañana siguiente, después de desayunar, le hice dos pequeños agujeros a una gran bolsa que me habían dado en una casa de artículos para el hogar, cuando compré una aspiradora. La idea era que desde allí adentro la muñeca pudiera espiar durante el pa- seo, sin ser vista por nadie. -¿Me vas a guardar ahí? -preguntó de mala gana. -Sí -respondí con timidez. -¿Qué te creés que soy?... ¿el muñeco de un ventrílocuo? -Tenés razón pero no te puedo llevar bajo el brazo... lo que sí podría hacer es desinflarte y ponerte en un folio... -Eso es peor... ¿sabés lo que me pasa si me desinflan? -desafió. -No... -Pierdo la memoria. ¿No querrás que me pase eso? -¡Te juro que no!. Seguimos conversando un largo rato hasta que por fin entendió que lo mejor 81 era salir en la bolsa, para que nadie intentara agredirla o se rieran de nosotros. -Hay que ir de a poco... Con suavidad fui introduciendo a la muñeca en la bolsa. Tenía miedo de ha- cerle daño o de que se sintiera incómoda. Primero coloqué las piernas. -Voy a tener que doblarlas un poco... ¿te parece? -consulté. -Sí, pero trata de hacerlo despacio -protestó. Seguí con el torso y los brazos, sin grandes inconvenientes. Por último la to- mé del cuello, y acomodé con lentitud la cabeza hasta ubicar los ojos a la altura de los agujeros. -Tenés una novia contorsionista -dijo desde adentro. Las miradas de las personas se clavaban en la bolsa como si la enfocaran con láser. Yo sentía que en mi frente había una inscripción que anunciaba: llevo una muñeca inflable en esta bolsa. Cuando llegamos a la peatonal de la calle 8 me sentí un poco mejor. Mien- tras recorríamos las vidrieras de los distintos negocios comprendí que nuestro amor estaba hecho para no respetar ninguna convención social. -Nosotros somos un amor pirata... -cantó desde la bolsa la muñeca. Los gustos de ella eran refinados, sólo elegía ropa de marca. Después de comprar lo esencial, es decir, prendas que podía usar todos los días, decidimos que el broche de oro sería elegir un vestido en un negocio que fuera un punto 82 medio entre sus pretensiones y mi dinero.

-Señor, en qué lo puedo servir -dijo una vendedora, delgada y con una son- risa impresa en su rostro como un sello. -Busco un vestido -respondí. -¿Para qué talle? -preguntó. -Discúlpeme un momento -me excusé. Abrí la bolsa y me asomé inclinando mi cabeza para poder escuchar a la muñeca. -¿Qué sé yo? -dijo la muñeca con impunidad. -No sé -me excusé, ante la vendedora, tratando de que no viera el interior de la bolsa. -¿Le pasa algo? -intentó averiguar la muchacha- ¿quiere consultarlo en su casa y volver más tarde?. -No... -respondí- tiene que ser ahora. -Mire, señor -aclaró con falsa paciencia- tiene talle 36 para hormiguitas y 40 para arañas -agregó. Sentí que se estaba burlando de mí. Su manera de hablar era similar a la de una conductora de cualquier programa infantil. -¿Tiene libro de quejas? -pregunté ofuscado. -Sí, ¿por qué? -vaciló la vendedora. -36 -susurró la muñeca- -Ya regreso -dije- ¿qué pasa, muñe? -le pregunté en la puerta del local. -Comprame talle 36 -pidió. 83 Volví a entrar al negocio. La vendedora estaba pálida, temiendo que presen- tara alguna queja. -Le muestro los vestidos y usted ve cuál quiere llevar ¿le parece? -propuso desesperada. La amenaza tuvo sus réditos: por haber comprado un vestido de gabardina de seda, me obsequiaron un sombrero rojo y una pañoleta. Volvimos al departamento y disfruté la mejor parte: le probé todas las pren- das que habíamos comprado. Nunca a mis anteriores mujeres, había podido ves- tirlas. Colocaba cada indumentaria, disfrutando del instante, mis movimientos lentos apaciguaban al tiempo. Una remera blanca me invitaba a rozar sus pechos, un pantalón de gimnasia resultaba la excusa perfecta para recorrer sus piernas y una corta pollera, me permitía atenazar su cintura. Utilicé un rollo de veinticua- tro fotos esa tarde, en donde conocí cada parte de su cuerpo. Finalmente nos quedamos dormidos en el piso sepultados por montañas de ropa. A veces me ilusiono con que volverá.

Despertamos después de un par de horas. Levanté la ropa y le hice espacio en mi ropero. -Esta parte es tuya -expliqué, mientras señalaba dos estantes vacíos. Ella observaba sentada en la silla mecedora. 84 -Me encanta el meneo de esta silla -dijo al rato- me ayuda a equilibrar el ai- re del cuerpo. No podía dejar de contemplarla. Iba y venía, como los péndulos de esos re- lojes mágicos que aparecen en cuentos de hadas. El pelo sintético se atormenta- ba en cada movimiento y los párpados subían y bajaban, buscando el cielo y el infierno. Qué afortunado era al haber encontrado a la muñeca de mi vida. ¿Qué sentiría ella? Decidí asumir el riesgo de decirle lo que ella significaba para mí: -Tengo que decirte algo -le dije, mirándola a los ojos- estoy enamorado de vos... -Ya lo sé -respondió con soberbia- soy irresistible. Por un tiempo no me atreví a volver a hablar del tema. Aprovechamos todo ese mes de abril para llenar de palabras el silencio del pasado. Disfrutábamos de la mutua compañía, y nuestro departamento se volvió una especie de bunker aislado de todo. Mi contacto con el mundo exterior se li- mitaba a lo imprescindible. Cada cinco días hacía un pedido telefónico de provi- siones al supermercado y para no perder tiempo en nimiedades le pedí a Morico- ni que se encargara de pagar mis impuestos y el alquiler. Día por medio preparaba unas diez encuestas y se las enviaba por e-mail a mi jefe. Así transcurría el tiempo, sin grandes sobresaltos. Nunca había estado tan feliz, tenía una muñeca inflable con quien podría pasar el resto de mi vida. ¿Qué más podía pedir?

Una noche, después de cenar rabas a la crema y jamón con cerveza, por fin 85 hablamos de sexo. -¿Qué te gusta de las mujeres? -preguntó ella. -No lo sé... -respondí sorprendido- dos buenos pechos, el cabello lacio cayen- do en su espalda, los infinitos rulitos que se forman en la entrepierna... todo... -¿Las extrañás? -No, para nada... no veo por qué debería extrañarlas...

Nunca hasta ese momento me había puesto a pensar en las mujeres de car- ne y hueso. Era como si hubiese anulado esa opción. Cuando uno descubre un nuevo mundo, todo lo anterior desparece. Al menos, eso creí durante un tiempo. -¿Ni siquiera un poquito? -insistió. -No te voy negar que me atrae ver desfiles de modelo por televisión, sobre todo si son jóvenes y si por la calle veo venir a una chica que en apariencia tiene buena cola, me doy vuelta para comprobarlo... pero eso me pasaba también es- tando con novias de “carne y hueso” -expliqué. -Pero ahora es distinto -dijo con voz sensual. -Sí, mejor... -Y entonces... ¿por qué no me hacés el amor? -¿Vos que... querés? -dije tartamudeando. -No... quiero decir... -ella también estaba nerviosa- no te estoy proponiendo que lo hagamos, sólo te pregunto por qué hasta ahora nunca intentaste hacerme el amor... 86 -No es que no intenté... no se dio... -no sabía qué decir- no me gusta forzar las cosas. Junté los platos de la mesa y los lavé. Al rato volví: ¿Vos querés hacerlo? -pregunté con decisión. -Ahora no, pero a lo mejor más tarde sí... Me acerqué a ella y la besé. -Tenés gusto a rabas... -dijo mientras me rechazaba. -¿Te molesta? -Sí, un poco -replicó con frialdad. Me separé de ella y encendí un cigarrillo. Después, mientras observaba có- mo el humo se camuflaba en el aire, afirmé: -Los pies... -¿Qué tienen los pies? -preguntó desconcertada. -Eso extraño de las mujeres: los pies... -¿No te gustan los míos? -su pregunta era un lamento. -No, no entendés... tus pies, para ser los de una muñeca inflable, están bien... pero hay algo que vos no me podés dar. ¿Querés que te explique? -Sí, por favor -pidió con curiosidad. -Hace un par de años salí un tiempo con una chica de 23 años, que parecía de 12. Se llamaba Valeria y todo en ella era pequeño. Sus pies diminutos, del ta- maño de un telefonito celular, me hipnotizaron. Antes no me llamaban la aten- ción, pero los pies de Valeria eran especiales. Prefería besar cada uno de sus de- dos, antes que hacer el amor. Primero el meñique, dulce, juguetón, y después su- 87 bía hasta ese faro soberbio que protege el arco. Mi lengua iniciaba su larga se- sión deteniéndose en las grietas que unen los dedos, entonces la piel se abría con la generosidad de una vagina y ejércitos de falanges abrazaban mi rostro hasta desfigurarlo de placer. Durante el relato la muñeca permaneció petrificada, con una mezcla de ce- los y sorpresa. -Tengo sueño, me voy a dormir -expresó ofendida.

Tardamos mucho en volver a hablar de sexo, pero el tema estaba presente a cada momento. Un gesto o movimiento que alguno de nosotros hacía era toma- do por el otro como parte de una estrategia histérica de seducción. Y eso nos re- sultaba divertido: mirar pero no tocar, probar, pero no tragar.

Por esos días me crucé con Angélica en el palier del edificio. -Lo conseguí -me comentó por lo bajo, en la puerta del edificio. -¿De qué me hablás? -Aníbal se va a separar. -¿Seguro?... -Sí... me dijo que primero tiene que arreglar algunos asuntos de dinero, ha- blar con los hijos... ¡estoy re-emocionada! -Me alegro por vos -hacía un esfuerzo por no decir lo que pensaba. No po- 88 día entender qué le había visto a Aníbal.

Era otro domingo lluvioso. Hacía más de un mes que no salía a la calle. En el departamento no había mucho para hacer. Preparé café utilizando el mismo fil- tro. El resultado: una infusión extraña, cercana en su color al té, pero con sabor a barro. En el comedor encontré a la muñeca observando la televisión, sin volu- men. Allí estaba un Mel Gibson muy joven perseguido por un grupo de mutan- tes en una carretera desierta. Nos quedamos un rato mirando la pantalla. Más tarde jugamos a la batalla naval, pero como nos faltaban “barquitos” la partida se tornó interminable. -No tengo más ganas de jugar -anunció entre bostezos la muñeca. -Yo tampoco -aprobé- ¿Querés comer algo? -¿Algo? -su rostro estaba sepultado por el tedio. -Sí, algo... un sándwich.. no sé... -No, pero dentro de un rato podrías prepararte unos mates -pidió con dul- zura. -¿Querés ahora? -En un rato... Fui a la computadora, leí algunos diarios on line y envié un nuevo paquete de encuestas.

-¿Tenés amigos? -preguntó inquieta la muñeca, cuando media hora después me desconecté de Internet. 89 -Sí, como todo el mundo, me veo con gente conocida con las cuales puedo juntarme a tomar una cerveza o charlar en un bar -expliqué. Me sentía tan incómodo como un chico al que lo obligan a contestar: “¿A quién querés más, a tu papá o a tu mamá? -Voy a arreglar el mate -anuncié, pero ella siguió interrogando. -¿Por qué no salís con ellos? -protestó. -Supongo que no tengo ganas... -dudé un instante- en realidad no sé... -Sos una persona muy solitaria -desafió. -¡Soy feliz así! Sin darme cuenta me estaba justificando. -Yo no quiero vivir entre estas cuatro paredes -reveló. Frases hechas eran sus únicos argumentos cuando discutíamos. -Entonces debés salir a conocer gente; yo no te lo impido -indiqué exaltado. -Sabés que no puedo ir sola -contestó entre lágrimas. Verla llorar me conmovía. Sus gotitas de tristeza deslizándose por su rostro de plástico la transformaban en una pequeña huerfanita. Como no quería dar el brazo a torcer simulé indiferencia. -¿Estás enojado? -preguntó como si estuviera pidiendo perdón. -No, ¿por qué iba a estarlo? -dije casi sin abrir la boca. -No me gusta que discutamos, no nos hace bien... pero es culpa mía, a veces me pongo como si fuera una Barbie caprichosa -reconoció. 90 -No le demos más vuelta al tema. Los dos nos comportamos de manera in- fantil.

Nuestra relación había comenzado viajando a bordo de un temerario carri- to de una montaña rusa y se encontraba, en ese momento, deslizándose en esos insípidos botes a pedal que nisiquiera pueden inquietar a los patos de una lagu- na. Ese día habíamos comprendido que el hecho de seguir aislados se nos iba a volver en contra. Lo veía en sus ojos inmóviles: ella necesitaba nuevas experien- cias. VI

El “operativo socialización” estaba en marcha. No sería tarea sencilla. Si con Moriconi, que era alguien cercano, se había inhibido, cómo reaccionaría con des- conocidos. Por otro lado temía que la gente no estuviera preparada para aceptar una muñeca. Discutimos el tema. Los puntos de vista de cada uno eran opuestos. Ella que- 91 ría una gran fiesta de presentación; alquilar un salón con pista de baile y mesas para que cenen los más de 500 invitados. Tenía pensado llamar a los medios más importante del país e incluso, vender los derechos a un canal de televisión. Su en- trada sería espectacular: bajaría de una interminable escalera blanca, con su ves- tido rojo de raso, gargantillas y zapatos de cristal. Después, bailaría con cada uno de los presentes, y a las doce se marcharía en un carruaje tirado por seis corceles. Era un plan ambicioso, a medio camino entre el kitch y un cuento de hadas. Mi idea era más modesta: presentarla de a una persona por vez, evitar la frontalidad para ir buscando las grietas por donde crear consenso. Traté de que entendiera que la gente es muy conservadora y que a veces lo mejor era acordar algunos puntos, y cuando se pudiera, avanzar. No parecía estar muy convencida, pero tuvo que aceptar. Al fin y al cabo era yo quien debía encargarme de insertarla en la sociedad. Primera prueba: llevé la muñeca a la terraza, eran las siete de la tarde, hora en la cual Aníbal saca la basura. Allí estábamos, ella vestida con un pantalón de gimnasia, y una remera blanca, sentada a mi lado justo frente al cuartito donde se acumulan las bolsas de residuos de todo el edificio. Se la notaba ansiosa, exci- tada. -Todo va a estar bien -le dije tratando de tranquilizarla. Mis palabras la calmaron. Por fin llegó Aníbal. Al principio no nos vio. Esta- ba ocupado cerrando con un doble nudo una bolsa de consorcio negra y apilan- do las botellas en una caja de cartón. Cuando se dio vuelta notó nuestra presen- 92 cia. -Seba... -dijo sorprendido- no te había visto... -agregó mirando a la muñeca. -¿Cómo anda Aníbal? -pregunté con falsa naturalidad. -Bien, todo tranquilo. Está lindo el chiche -dijo con una sonrisa socarrona. -Es mi novia -respondí serio, mientras la muñeca hacía un leve gesto de apro- bación, casi imperceptible para otro que no fuera yo. -¿Puedo verla? -se acercó hasta la muñeca. ¡Qué cara de vicio que tiene!... -A mí no me parece -afirmé terminante. -Si yo tuviera una de estas enseguida la hago plata -fanfarroneó mientras acariciaba el pelo de la muñeca. -Sin tocar, por favor -solicité ofendido, y quité su mano. -Está bien, no te calentés -dijo. Eso sí -advirtió- no la muestres mucho en el edificio... porque acá los rumores vuelan y se te van a quejar al administrador. -Tiene razón, en este edificio corren muchos rumores y es mejor cuidarse... ¿Cómo anda su mujer? -sabía a dónde apuntar mis dardos. El rostro de Aníbal se transformó durante unos segundos, pero enseguida se recompuso y con falsa amabilidad me respondió: -Y tirando, tiene algunos problemitas con la ciática, cosas de la edad. -Los años vienen para todos, ¿no? Aníbal asintió moviendo la cabeza para arriba y para abajo, después tomó las bolsa de consorcio y se fue sin despedirse.

Cuando volvimos al departamento la muñeca lloró. Pero no eran lágrimas de 93 tristeza, sino de impotencia, de bronca. No podía entender cómo el mundo era tan intolerante. -¿Qué somos, al final?... -se preguntó- ¿un pedazo de plástico, al que usan y tiran? Ya van a ver todos los que ahora me discriminan. Disfruten que todavía soy una ignota muñeca, -parecía un político dando un discurso de cierre de campaña- pero cuando sea famosa ya me voy a encargar de hacerles pagar su ingratitud. -Me parece que estás exagerando, muñe -dije con serenidad. Luego traté de explicarle que Aníbal era sólo una prueba y que la gente no estaba preparada para aceptarla, que debíamos hacer un trabajo lento, de hor- migas. -Alcanzame un alfiler, voy a terminar con mi vida -gritó desesperada. Me asusté. Traté de calmarla, de explicarle la situación, de aconsejarle que no debía actuar apresuradamente. Pronto descubrí que tenía una gran tendencia a exagerar, y que además un verdadero suicida no anuncia, sino que actúa. Ahora que no está conmigo, asumo que la perdí debido a mi exceso de confianza. Esa noche no pudimos dormir, pero al menos sirvió para que ella tomara conciencia de que la idea de la fiesta era al menos prematura. Segundo intento: a la mañana decidí llevarla a desayunar a la París, una con- fitería que queda en el centro de La Plata, donde concurre la “gente bien” de la ciudad. Por lo general, el lugar se llena de ancianas con sus tapados de piel, las cejas pintadas, y sus cuellos y manos cargados de joyas, como si fueran faraones. 94 Entré con la muñeca dentro de la misma bolsa con la cual habíamos salido de compras. Allí estábamos ante un nuevo desafío. No había más de diez mesas ocupadas, pero si sumaba la edad de todos los clientes creo que llegaba a tres mil años. Me ubiqué en una mesa junto a la vidriera y coloqué a la muñeca en una si- lla, camuflada. Después de unos minutos el mozo se acercó. Le pedí dos cortados y cuatro medialunas. Me preguntó si traía todo junto, sin poder quitar la vista de la bolsa. Le respondí que sí, que estaba esperando a alguien. -Tranquila muñe -dije por lo bajo- todo marcha bien. El mozo volvió con el pedido, lo colocó en la mesa y se fue sin saber lo que vendría. Me levanté, y saqué a la muñeca de la bolsa. Ella sonrió, con esa sonrisa sin dientes, pero inundada de felicidad. Después le acerqué a su boca un pedazo de medialuna, que cuidadosamente había cortado para ella. -No quiero comer, estoy nerviosa... sentate y actuá en forma natural -me or- denó. Le hice caso. -¿Tenés un cigarrillo? -me preguntó. -Sabés que es peligroso que fumes. -parecía un médico ante un paciente ca- prichoso- ¿Con qué dedos lo sostenes? Si se te cae encima te quemás... además se te llenaría el cuerpo de humo... -Si, es verdad, perdoname. En esos momentos en los que se mostraba tan vulnerable, era imposible no amarla como la amé. Me quedaba hipnotizado, observándola. Me imaginaba to- 95 da una vida juntos, llegando a viejos, pero manteniendo aún la llama del amor encendida. Perdido en mis pensamientos no me percaté de que un fuerte mur- mullo paseaba por el aire. Todos nos miraban, y por lo bajo escuché que alguien decía: “nunca pensé que iba a vivir para ver esto”. -Vamonos de acá -pidió espantada. -No, ni loco. Hasta que no nos echen, nos quedamos -respondí, mientras ar- maba rollitos con los sobrecitos de azúcar. El mozo se acercó y me dijo: -Señor, le voy a tener que pedir que se vaya. -¿Por qué motivo? -pregunté simulando ingenuidad. -Porque en su mesa tiene sentada una muñeca inflable. -Es mi novia -afirmé. Nada podía detenerme. -Mire -insistió el mozo- si no se va por la buenas, se va a tener que ir por las malas. -Flaco -dije tomándolo de un brazo, con un guiño cómplice- yo entiendo que éste es tu laburo, ¿pero sabés que pasa?, estoy haciendo una cámara oculta para un programa de televisión. Mi misión es resistir una hora acá sentado y llevo na- da más que veinticinco minutos. Si cumplo la misión me gano 200 pesos, 100 pue- den ser para vos, ¿no sé si me entendés? -dije con soberbia. -Sí, te entiendo, pero si no te saco de acá ya mismo, pierdo el trabajo y los 96 100 pesos me los tengo que meter en el orto -respondió con fastidio. -Está bien, me voy, pero que la cuenta te la pague alguna de estas viejas frí- gidas... Me levanté de la silla, y tomé a la muñeca del torso. Estaba desnuda, exhi- biendo sus partes íntimas con orgullo. El plástico relucía en la mañana. Me paré frente a la puerta, y me di vuelta. No habría más de treinta personas, que fingían una absoluta indiferencia. -¿Me pueden prestar un segundo su atención? -dije, y todos me miraron. Acá la muñeca me pregunta, si a alguno de ustedes no le sobra un vigilante... Escuché un par de risas, provenía del grupo de personas que estaba junto al mostrador, cerca de la máquina registradora. -Es para una cámara oculta -llegué a escuchar que dijo el mozo. Volvimos a casa con la sensación de que habíamos actuado con dignidad. Al menos eso pensaba yo. -Hay derrotas que no duelen -le dije mientras le cepillaba el pelo sintético con mis manos. -¿Qué te pensás? -reaccionó alterada-. Cómo me vas a decir “hay derrotas que no duelen” -cuando se ponía irónica, su voz se aflautaba mucho más que lo habitual- ¿Qué soy yo, acaso, un jugador de fútbol? Ella tenía su carácter, y con algunas cosas se ponía como un chico. En esos ca- sos era mejor no discutir. La dejé en su silla preferida y me fui a preparar un ju- go de naranja. -¿Querés algo? -le pregunté desde la cocina. 97 -Un té de tilo. -respondió. Los dos reímos. Sabíamos que si lo tomaba, su cuerpo se derretiría. Corrí has- ta ella y la bese como Richard Gere a Julia Roberts en el final de “Mujer Bonita”. -A veces, una nube, nos hace apreciar mejor el cielo -dije en tono romántico. -Dejá de decir boludeces y abrazame...

Días después me crucé en el ascensor con Angélica. La noté preocupada. -Quiero que me ayudes a entender a los hombres -pidió. -Vení a cenar esta noche -propuse- yo también tengo algo que contarte... -¿Estás de novio? -Sí, estoy saliendo con alguien... -¿La conozco? -No, no creo.

-¿Qué quería esa histeriquita? -preguntó la muñeca, ni bien entré al depar- tamento. -¿Cómo supiste que me encontré con ella? -respondí sorprendido. -Estoy en todos lados, querido, así que no te hagas el vivo -advirtió. Le aclaré que Angélica era una amiga de la secundaria, con la cual siempre tuve una muy buena relación, pero nunca había pasado nada. -Es más -expliqué- que te haya sacado de la caja, se lo debo en parte a la 98 “histeriquita” de Angélica. Con Angélica cenamos empanadas con vino tinto en la terraza. No quise mos- trarle a la muñeca muy rápido, por eso preferí comer afuera del departamento. -Creo que este lugar es mi segundo hogar -dije antes de brindar. -¿Cuál? -preguntó desconcertada. -La terraza. Hay días que tengo la sensación de que estoy más tiempo acá que en el departamento. -Lo que pasa es que Aníbal la cuida muy bien. Siempre está limpita, ordenada. -Estás muy enamorada, ¿no? -pregunté, mientras con la mirada señalaba unos papeles de diarios y dos bolsas de residuos que daban vueltas como los far- dos en las calles de las películas del “lejano oeste”. -Quisiera resistirme pero no puedo -confesó ruborizada. Después hablamos de cuestiones generales: de la falta de plata, de cine, de ropa. Cuando ya no quedaba más vino, se atrevió a contarme su problema. Esta- ba preocupada porque sentía que Aníbal no disfrutaba del sexo con ella... -Nunca me había pasado esto, yo siempre era la primera en aburrirme de los hombres, pero en este caso, creo que él se cansó antes que yo -relató casi al bor- de de las lágrimas. -¿Vos cómo sos en la cama? -me atreví a preguntar. -Normal -dijo con vergüenza. -¿Qué es normal? -insistí. -El hombre arriba y la mujer abajo -respondió. 99 -¿Siempre así? -dije extrañado. -Para qué cambiar -respondió con vehemencia. Le comenté que me parecía que debía probar algunos juegos preliminares, antes de realizar el “acto en sí”, más teniendo en cuenta que Aníbal ya no es un adolescente. No quiso escuchar mis consejos. -Pareces un libro de autoayuda -achacó. -Esa etapa ya la pasé -dije, y el recuerdo de Mark volvió a mi mente. -Qué se le va a hacer -suspiró- contame lo tuyo, mejor... -No te lo puedo contar, lo tenés que ver con tus propios ojos. La llevé a la pieza y anuncié con voz de locutor... -Aquí está mi novia... Se quedó en silencio. -¿Una muñeca inflable? -preguntó por fin. Se rió un rato, prendió un cigarrillo y se quedó esperando que terminara la broma. -En serio, es mi novia -reafirmé. -No lo puedo creer. Su rostro se puso pálido. -¿Me estás jodiendo? -insistió. -No. 100 -Al final es lo que yo digo -rezongó-. Todos lo hombres son iguales, no sé qué tienen en la cabeza... -Bueno, no es para tanto -me justifiqué. -Claro, esta muñeca debe ser la mujer ideal para vos, ¿no?... hace lo que tie- ne que hacer y encima después no habla... -gritó. -Por favor, calmate -exigí-. Además, yo no te dije nada cuando te pusiste de novia con Aníbal. -Es distinto, es un hombre de carne y hueso, no un “muñequito de plástico” -agregó con ironía. -Eso se llama discriminación -señalé. Seguimos discutiendo durante media hora. Quería que ella entendiera que estaba enamorado de mi muñeca, y que no hay una única forma de hacer las cosas. -Tenés que darte más libertades... ése es tu problema -critiqué. -Está bien -admitió-. Te reconozco que tengo una manera muy estructurada de ver las cosas, pero esto me superó. Dame tiempo -pidió. La acompañé hasta el ascensor y cuando regresé la muñeca estaba esperán- dome junto a la cama. -Estas mosquitas muertas son las peores, no la invites más -sentenció con rabia. Me acosté y mientras mirábamos en la televisión Pecados Capitales, me aca- rició como si fuera una madre, hasta que me quedé dormido. Por la mañana me despertó Aníbal. Cuando lo vi, me pregunté qué hacía An- 101 gélica con un hombre como él. Le pagué las expensas y como siempre me habló del clima. Antes de irse me preguntó acercando su boca amarillenta a mi oído: -Todavía tenés la muñeca esa... -Sí, ¿por? -repliqué desafiante. -Tengo un negocio que no te podés perder... -¿Qué negocio? -dije dejando de lado mi desconfianza. En ese momento un nuevo ingreso de dinero me venía muy bien porque mantener los gustos de la muñeca era costoso. La idea de Aníbal era usar a la muñeca como prostituta, atendiendo a los clientes en el cuartito donde se guarda la basura. Según él, tenía un montón de gente desesperada por sexo barato, que no le hacía “asco a nada” y para los cua- les una muñeca era un lujo. -No me interesa -respondí con diplomacia. Mi desesperación tenía un límite. -Fijate, qué sé yo, podemos cobrar diez pesos, la media hora... te quedarían cinco mangos... -insistió. -No gracias -repetí. No estaba de ánimo para pelearme. -Podemos arreglar de otra forma: seis pesos a vos, y cuatro para mí -pro- puso. -No es una cuestión de dinero -aclaré terminante. -Igual pensalo, estas oportunidades no se presentan todos los días. Tomá, te dejo mi teléfono -sacó de unos de los bolsillos de su camisa una tarjeta que de- 102 cía “Aníbal Garmacho, encargado de propiedad horizontal, Tel. 4452-92666”. Observé la tarjeta asombrado y cuando leí el número de teléfono, me dije: -666... el número del diablo... -Mi viejo -agregó- siempre decía: “Cocodrilo que se duerme, es cartera...” No alcancé a cerrar la puerta y la muñeca ya estaba gritando ofendida: -Qué se piensa éste, que soy una atorrantita barata, mirá si me voy a reba- jar, acostándome con cualquiera por diez pesos, encima en esa pieza mugrosa. -Perdón -la interrumpí asombrado- no me quedó muy claro... a vos no te mo- lesta prostituirte, sino hacerlo por poca plata... -Y... una no puede ir contra su naturaleza. Tomé esa respuesta como un chiste de mal gusto, y no quise averiguar más. Días más tarde llamó Angélica. A pesar de que vivimos en el mismo edificio, nos gusta hablar por teléfono. Su tono de voz era jovial y divertido. Estaba excitada con su nueva manera de enfrentar algunas situaciones. -Me puse a prueba -comentó. -¿A prueba? -indagué. -SÍ, quiero ver hasta dónde me permito llegar cuando tengo relaciones con Aníbal... por lo pronto, ayer me atreví a... -¿A qué?...-pregunté, tratando de llenar un largo silencio. -Quiero decir, nunca me había animado a usar la boca para... -¿Para? -presioné, a pesar de que sabía lo que quería decir. -Nunca le había chupado el pito a nadie -exclamó terminante. 103 -Ah, era eso -simulé. -Gracias, Seba. -¿Por qué? -ahora no sabía de qué me hablaba. -Por mostrarme otra manera de ver las cosas. -¡Para eso están los amigos! -vitoreé como si fuera una cursi tarjeta-. “¿Para eso están los amigos?” -pensé cuando colgué-. Sentí que debía haberle comenta- do de mi altercado con Aníbal, pero pensé que no ganaba nada con eso. Me da- ba pena que Angélica estuviera enamorada de una persona tan inescrupulosa y mezquina. Por esos días recibí una invitación que creí podía servirme en mi “operativo socialización”. -Hoy vamos a ir a un cumpleaños -dije animado. El rostro de la muñeca se iluminó. -Qué bueno... -manifestó excitada- ¿Dónde va a ser? ¿En un salón de fiestas? -No, no, en la casa de Osvaldo, un ex compañero de facultad... -respondí ex- cusándome. -Qué lástima, tenía ganas de estrenar el vestido... -Lo podes usar si querés -no podía negarle ninguno de sus caprichos. Con mis ex compañeros hacía más de seis años que no nos veíamos. En reali- dad nunca fui de salir mucho con ellos. Hacía poco me había cruzado con Osvaldo, 104 el único al cual cada tanto veía porque trabajaba en una contaduría cerca de casa. -Venite, -me pidió entusiasmado- van a estar todos los muchachos y si tenés, podés traer a tu novia. En el momento respondí que sí por compromiso, pero no tenía interés en verlos. No entendía el por qué de la invitación, ni tampoco sabía cuántas perso- nas abarcaba el término “muchachos”. En realidad no hubiese ido, de no ser por la muñeca. Y ahí estaba, con una botella de cerveza en una mano, un cd en la otra y la muñe colgada de mi espalda como si fuera una mochila. -Mirá quién llegó -anunció Osvaldo cuando abrió la puerta- y parece que veni- mos con compañía -dijo mirando a la muñeca-. ¿Qué es esto, mi regalo? -preguntó. -No, después te cuento -respondí- éste es tu regalo -dije, y le di el cd. -Gracias, no te hubieses molestado -respondió por compromiso. Dejé la cerveza en la cocina y pasé al pequeño living donde había al menos unas quince personas, distribuidas como podían, algunos estaban sentados en unas sillas de mimbre, pero la mayoría parados. Todos, eso sí, con su vaso de plás- tico conteniendo alguna bebida alcohólica. Me quedé a un costado de la mesa, sin quitarme a la muñeca de encima. Osvaldo me sirvió cerveza y me ofreció unos sándwich de miga. -¿De verdad no es para mí la muñeca? -insistió. -No, es mía -afirmé con una sonrisa dibujada. -Está bien, no pregunto más... servite lo que quieras, ahí tenés la fondiu de carne -explicó señalando una olla de cobre- hacé como si estuvieras en tu casa. 105 Muchos rostros me resultaban conocidos, pero no podía recordar sus nom- bres. Ellos tampoco parecían saber nada de mí, aunque no dejaban de mirarme, o de mirar a la muñeca. Cada tanto alguien venía y pinchaba un pedacito de carne, dejaba el pinche menos de un minuto dentro de la olla. Cuando ya estaba cocido, lo retiraban y lo pasaban por alguna de las salsas multicolores esparcidas a lo largo de la mesa. -Tené cuidado con esos tenedorcitos... a ver si me pinchan... -suplicó, por lo bajo, la muñeca. -Quedate tranquila, yo te cuido. Después de un rato, se acercó Osvaldo se atrevió a preguntar: -Perdoname que insista con lo mismo, pero acá los muchachos quieren saber, ¿qué es eso? -Una muñeca... -declaré. -Decí mi novia -ordenó ella. -Es mi novia -me corregí. Todos rieron y entonces recordé otras risas, aquellas burlonas expresiones que como dardos se clavaban en las peores partes de mi personalidad. Hay soni- dos que duelen como cachetadas. -Siempre fuiste medio jeropa -dijo Osvaldo- pero con esto superaste mi ca- pacidad de asombro. Así que ahora te acostás con una muñeca... -Todavía no tuve relaciones con ella -traté de aclarar. 106 -No me digas que ni una muñeca inflable te da bola -remató. Algunos se tiraron al piso, tentados. Las carcajadas crecieron como si un eco las amplificara hasta el infinito. -Entonces -gritó Osvaldo- si vos no la vas a usar, es hora de que la usemos no- sotros... En un movimiento rápido, con la precisión de un carterista, me sacó la mu- ñeca de la espalda y la tiró por el aire. La muñeca pasó de mano en mano como si fuera un globo. -Paren, che -dije- no jodan con ella. Peor. Mientras yo trataba de rescatarla, ellos se la seguían pasando, corean- do: “ole, ole... ole”. No lo soporté más. Es increíble lo que un hombre desesperado es capaz de hacer. Tomé un puñado de tenedores, y comencé a amenazar a cada uno de los pervertidos. -¿Qué haces, idiota? -preguntó Osvaldo, enojado. -Defiendo lo mío -respondí- ¿Muñe, estás bien? -Por poco tiempo -gritó Osvaldo mientras llevaba un cuchillo hasta la yugu- lar de la muñeca-. Despedite de tu juguetito... -anunció provocador. Tomé la olla de aceite hirviendo y la coloqué sobre el radiograbador. -Devolveme a la muñeca -reclamé- o te quemo el aparato... -Pará, que ese equipo es importado -advirtió Osvaldo. -Tranqulizate -pidió uno de sus amigos mientras me devolvían a la muñeca. -Ahora voy a salir -dije. 107 Sostenía la olla como si fuera un revolver. Todos se arrimaron a la pared. Salí despacio, sin dejar de apuntarlos. Cuan- do llegué a la puerta, le pedí a Osvaldo las llaves. Cerré la puerta, dejé la olla, ti- ré las llaves en la vereda y salí corriendo con la muñeca en el hombro. Cuando regresamos a casa, la llevé directo a la bañera y recorrí su cuerpo con pequeños charcos de agua. Mientras la secaba le pedí perdón. -No merecés que te exponga de esa manera. Lejos de enojarse, mostró extraño orgullo: -Actuaste como un hombre -reconoció emocionada-. Así se defiende a una muñe- ca. Vení, mi héroe, haceme el amor -pidió; de fondo se escuchó una melodía romántica. Era la oportunidad que estaba esperando, y creo que nos encontrábamos en el momento justo para tener nuestra primera relación. Recorrí con mi mano su espalda. Estaba hermosa, y dócil. -Me falta el aire -dijo. -Es lógico, los nervios del debut... -puntualicé con suficiencia. -No, bobo, el aire... se me está escapando... -explicó. En medio de lo que fue nuestra rápida salida, no advertimos que alguna go- tita de aceite había caído en su frágil cuerpo de plástico.. -¿A quién llamo?... -no sabía cómo manejarme en estos casos. -A un bicicletero, ¿qué sé yo...? Encontré la solución sin tener que recurrir a ninguna ayuda: fui tapando ca- 108 da uno de los orificios por los que se le escapaba el aire con banditas curativas decoradas con dibujos de Disney. Parecía una momia new age. Ya no tenía más ases en la manga. El operativo socialización había fracasa- do. Durante los últimos días de junio la muñeca estuvo callada. Hablaba sólo lo necesario, como si su mente estuviera en otro lado. -Estuve pensando, y creo saber lo que pasó -dijo por fin y el universo pare- ció rendirse ante ella- Soy la encarnación de los siete pecados capitales -reveló. -¿No estarás exagerando un poco? -indagué con serenidad. -No, querido -así me llamaba cuando no pensaba como ella. Fijate, la vez que fuimos a la confitería, nos echaron esas viejas porque les mostraba lo que no podían ser. La envidia... -Buen punto... un pecado sobre siete -desafié sin creerle una sola pala- bra. -La lista sigue. Cuando Aníbal te ofreció alquilarme junto al cuartito, repre- senta la avaricia -estaba animada, y muy segura de lo que decía-. Después, cuan- do tus amiguitos me manosearon, tenemos la lujuria -ya nada parecía detener su argumentación-. Tu reacción, osada y desmedida, fue producto de la ira -hizo una pausa y recién después de que yo aprobé con la cabeza, siguió. -Caíste en la pereza al no seguir intentando conseguirme amigos. Se la notaba tan segura de sus palabras que decidí ponerla a prueba: -¿Y la gula? -expresé desafiante. -Preguntale a esa histérica de Angélica, si ahora no tiene gula. -Veo que no dejaste ningún cabo suelto, pero aún te falta un pecado: la so- 109 berbia -insinué. -Está tan cerca que no lo ves -respondió-. Que me considere la encarnación de los siete pecados capitales es un acto de soberbia -se jactó-. La soberbia soy yo. La aplaudí con una mezcla de ironía y admiración. En muy poco tiempo había desarrollado una personalidad avasallante y se había transformado en alguien frío y calculador. -Andá a dar una vuelta -me ordenó. Con pudor le pregunté si me quería. -Sabés cuál es tu problema -respondió- pensás que la vida es como en las pe- lículas. Por favor, dejame un rato sola. -Querido amigo -advirtió Mark- yo estaría muy atento a los movimientos de su muñequita ya que no me parece alguien de quien podamos fiarnos. Enceguecido por el amor no le hice caso y lo pagué muy caro.

110 VII

Pasar el rato con Moriconi me hace bien. nos quedamos hasta la madrugada conversando sobre la biografía de la muñeca. Me comentó que está haciendo un muy buen trabajo y que en cuanto termine de escribirla, me la va a pasar para que la corrija. Por ahora sólo me enseñó las primeras líneas: 111

ÒNo tengo coraz—n, pero s’ sentimientos, no tengo sangre, pero por mi cuer- po circula el aire que todos respiran. No sŽ de enfermedades, ni sufro fr’o, y a m’ nunca me duele la cabeza. DespuŽs de todo, s—lo soy una mu–eca in- flable, y Žsta es mi historia.Ó

El proyecto de la biografía surgió como un intento de la muñeca por reivin- dicar sus derechos. Yo sólo apunté unas largas charlas que mantuvimos durante un tiempo, y luego esas anotaciones se las pasé a Carlos para que le diera un for- mato más literario. Espero tener el coraje para poder corregirla, aunque temo que enfrentarme otra vez con sus palabras agudice mi nostalgia. Lo único que me estimula es pensar que editar su biografía sería el mejor homenaje que le podría hacer.

Cerca de las seis de la mañana decidimos ir a observar desde la terraza el pri- mer amanecer de agosto. Hacía frío y mientras un viento suave hamacaba mi pelo tuve la fugaz certeza de que muy pronto volveré a estar con mi solcito de plástico. -Tengo novedades que quisiera compartir con vos -anunció Moriconi y las palabras se escaparon por el aire. -¿Novedades? -Si, estuve hablando con los trapitos... -¿...? 112 -Trapitos son los muchachos que cuidan los autos estacionados en el bule- var... -Ah, se llaman trapitos... -Sí... forman parte de una gran organización, atrás de ellos hay gente muy poderosa que los controla y que también los protege... Para hacerla corta: que- daron en averiguar si Aníbal tuvo que ver con el robo de la bicicleta... -¿Y por qué te van a ayudar?... -Porque para ellos Aníbal es la competencia y cuanto más información ma- nejen de él, mejor para sus intereses... No me opuse a que Moriconi siguiera con su “investigación”, pero interior- mente no creo que llegue a obtener resultados sólidos. -Igual esta semana -aclaró con tono de preocupación- voy a andar un poco complicado... A pesar de que no pregunté por qué él continuó: -Hace un par de días me llamó un empresario de California, que tiene con- tactos con grupos editoriales de distintas ciudades de Estados Unidos. Yo le había pasado mis memorias seis meses atrás, y parece que gustó mucho, sobre todo porque le permite conocer particularidades de una sociedad que para ellos es muy enigmática. No pueden entender cómo un país que estaba llamado a ser una de las principales potencias, terminó en esto que es hoy. El problema es que hay cosas que escribí, imposibles de traducir... -¿Por ejemplo?... -El mate... 113 -¿Por qué? -dije extrañado. -Porque no lo entienden, no comprenden si es una bebida, un aperitivo o un ritual autóctono. Debe tener que ver con la forma de vida que llevan, siempre apurados. ¿Vos viste en alguna película a un norteamericano, parado en la puer- ta de su negocio, sin hacer nada? -No. -Bueno, ahí tenés. Para preparar mate, necesitas tiempo, no es como una la- ta de gaseosa que la abrís y la podés ir tomando mientras que vas caminando... como siempre digo, se habla como se vive. -Puede ser -afirmé vagamente y me detuve a pensar en que si la biografía de la muñeca llegara a ser publicada en otros países no entenderían porqué se la pasaba tomando mate. -¿Sabés con que historia quedaron fascinados? -dijo Moriconi-. Con la del “Chavo” Conet. Mirá, acá la tengo -explicó, mientras sacaba uno de sus cuader- nos azules de la carterita de cuero negra-. Fijate en la página 100... léela y des- pués charlamos -sugirió.

La jugada

En la Repœblica Argentina muchos clubes de fœtbol -que por otra parte, son en- tidades civiles sin fines de lucro- expanden sus l’mites m‡s all‡ de la ubicaci—n geo- 114 gr‡fica que les ha dado origen. Un claro ejemplo de esta situaci—n es el caso de Alma- gro, equipo de la segunda divisi—n del fœtbol argentino, cuya sede social y deportiva est‡ ubicada precisamente en el barrio de Almagro, al oeste de la capital federal, pero su estadio se levanta en Villa Raffo, una localidad de las afueras de Buenos Aires, cer- ca del llamado cord—n industrial. Esta historia ocurri— en el a–o 1975. Recuerdo la fecha porque en aquel entonces yo ejerc’a mi profesi—n como cronista del semanario deportivo Fobal, una publicaci—n de corte netamente populista, que compet’a con El Gr‡fico, decana de las revistas na- cionales dedicadas al deporte. El Gr‡fico cubr’a los eventos de la primera divisi—n de fœtbol de la Argentina y daba prioridad a los llamados equipos grandes, como Boca Juniors o River Plate. Esta situaci—n fue aprovechada por los editores de Fobal, para atraer a la nutrida y amplia franja de lectores y simpatizantes de los distintos temas, por los que El Gr‡fico no se interesaba. Mi tarea consist’a, precisamente, en cubrir la informaci—n relacionada con la Prime- ra Divisi—n B. Ese a–o, Estudiantes de Caseros, cl‡sico rival de Almagro, hab’a logrado en- samblar un equipo s—lido y compacto al que resultaba muy dif’cil convertirle goles. Entre sus integrantes, la posici—n de insider izquierdo era ocupada por un pebete de s—lo 19 a–os, llamado Osvaldo Orsi, Òel pibeÓ para sus seguidores. Habilidoso y p’caro, era uno de esos dibleadores capaces de hacerse del bal—n y eludir rivales hasta llegar al gol, o dejarlo servi- do en bandeja para que un compa–ero impulsara la pelota hasta el fondo de las mallas. En ese campeonato de 1975, al cual hac’a referencia unas l’neas m‡s arriba, Es- tudiantes figuraba entre los aspirantes para ascender de divisi—n: transcurridas siete fechas ocupaba invicto la primera posici—n, con dos puntos de ventaja sobre sus m‡s 115 inmediatos seguidores. La situaci—n de Almagro era distinta. Marchaba dŽcimo, con una seguidilla de cinco empates, dos derrotas y s—lo tres goles a favor. En la octava fecha Almagro y Estudiantes se enfrentaban entre s’ y el panorama no era demasiado alentador para el primero de ellos. Por esos d’as yo concurr’a con cierta asiduidad a Villa Raffo. El motivo de mi pre- sencia reiterada en ese lugar era visitar a mi hermana menor, de nombre Rosa, que explotaba una parrilla ubicada frente a la cancha de Almagro. El marido de mi herma- na, Beto Fontana, era amigo de la infancia, ya que hab’amos estudiado juntos en la es- cuela primaria, hasta que Žl debi— abandonarla para ponerse a trabajar, despuŽs de la repentina muerte de su se–or padre. Me atra’a acercarme a la parrilla al menos una vez por mes, para degustar las mejores mollejas al verdeo, o picotear las incomparables morcillas dulces con pa- sas de uva, que mi cu–ado Beto elaboraba como nadie. No ten’an hijos y consti- tu’an un matrimonio feliz. Sin embargo, poco despuŽs, la parrilla cerrar’a sus puertas debido al plan econ—mico de Celestino Rodrigo, conocido como el ÒRodri- gazoÓ, que dej— a tantos argentinos en la miseria. Pero esa es otra historia que no viene al caso. A la parrilla sol’an acercarse los seguidores de Almagro. All’ conoc’ a don Juli‡n Fern‡ndez, un octogenario memorioso que hab’a presenciado nada menos que aquel triunfo ante Boca Juniors, en el lejano 1936. El hombre, accedi— gustoso a conceder- me una entrevista, que public— Fobal inmediatamente y con la que obtuve una men- 116 ci—n en el rubro reportajes de ese mismo a–o, otorgado por el C’rculo de Periodistas Deportivos de la Capital Federal. El d’a previo a la confrontaci—n -un viernes, para ser m‡s preciso- lleguŽ a la pa- rrilla a la tardecita y el Beto estaba sentado solo en una mesa del fondo. Levant— la vis- ta y cuando me vio hizo un gesto ampuloso con la mano para que me acercara. Me sen- tŽ y enseguida apareci— Rosa con una jarra de vino y un plato de madera con morcilla cortada finita, como a m’ me gustaba.

Aqu’ comienza la historia que -quiero aclarar- tratarŽ de transcribir con el mayor grado de fidelidad posible, a pesar de cierta procacidad y mal gusto en el lenguaje. -Desde tu visi—n de periodista, Àc—mo ves al equipo? -pregunt— Beto. Lo mirŽ fijo a los ojos mientras levantaba con el mondadientes un trocito de mor- cilla. No pod’a mentirle. -Mal -respond’. -Y s’, no nos sobra nada, -reconoci— con cierta resignaci—n-. Casi no hay un solo tipo que puedas decir Òa Žste lo rescatoÓ, no, no hay. Fijate si no tengo raz—n, en el ar- co est‡ la ÒGarzaÓ Antoninni...Ámi Dios!, pobrecito, -exclam— mientras se persignaba- no caza un centro ni con una escopeta del 16 y con dos cartuchos. -Pero no es s—lo el arquero... -susurrŽ en voz baja meneando la cabeza de un la- do para otro. Me daba l‡stima. -Ya sŽ... ya sŽ..., tenŽs raz—n Morico (siempre me dec’a Morico cuando se pon’a 117 nervioso) atr‡s, la l’nea de cuatro es como un muro... -hizo una pausa y tamborill— los dedos sobre la mesa mientras yo levantaba otro pedacito de morcilla y me lo llevaba a la boca-. Te digo m‡s... el muro de los lamentos. Lo observŽ en silencio, llenŽ mi vaso con vino y tomŽ un trago prolongado mien- tras Beto dec’a: -De ocho, lo tenŽs al Chavo Conet... un volante que va y viene... va y viene con una damajuana de vino el muy hijo de puta. El otro d’a lleg— ac‡ a las 7 de la tarde y a las 9 ya se hab’a bajado una de cinco litros. Menos mal que era ese tinto berreta que vendo por chirolas con los choripanes. -À Y...? -Y nada, el tipo segu’a de pie; ni se le notaba... eso s’ que es saber tomar. Pero lo que no sabe es jugar. Beto se levant— y me dijo: esper‡ que voy a mear. Cuando volv’a pas— por la he- ladera y trajo una gaseosa. Limpi— cuidadosamente un vaso con una servilleta de pa- pel y lo llen— hasta el borde. Mientras yo miraba c—mo las burbujas sub’an por el va- so, sigui— hablando. -De cinco, el œnico que tenemos es Acherri, pero Acherri es demasiado livianito para jugar de cinco. Lo œltimo que par— fue un colectivo vac’o. Y de diez est‡ el ca–i- to Fanazzi, pensar que esa camiseta se la puso alguna vez el ÒChiche SosaÓ. ÁDe diez, pobrecito!, si algœn d’a levanta la cabeza seguro que se desnuca. Beto analizaba el fœtbol como quien hace un inventario en una ferreter’a. Co- 118 menzaba a aburrirme el inventario de Beto. Afortunadamente en ese preciso momen- to hizo su entrada el Chavo Conet. -Ven’, ven’... -lo invit— mi cu–ado- sentate con nosotros que estamos hablando del glorioso Almagro -dijo con iron’a y una mueca maliciosa le cruz— la cara. El Chavo se acomod— en la silla y sin pedir permiso me rob— el vaso de vino. Be- to insisti— con su particular manera de entender el fœtbol. Pero no entend’a nada. -Arriba los wines -se volvi— a levantar, camin— hasta el mostrador, tom— dos sa- leros y los coloc— uno a uno en cada extremo de la mesa como si fueran los imagina- rios punteros-. No sŽ por quŽ carajo estos tipos parece que tuvieran los botines cam- biados... debe ser un problema con el utilero, Àno? -pregunt— mientras me codeaba en el est—mago y miraba al chavo, que baj— la vista sin responder. AcerquŽ hacia m’ el plato de madera con los œltimos trozos de morcilla temien- do que el Chavo se abalanzara sobre ellos y los devorŽ con apuro. No era mi estilo, pe- ro el Chavo los hab’a observado con inusitada codicia. -Para colmo -insisti— el Beto-. El punto es el mellizo Spinner... ese muchacho no tiene sangre... si se lo llevan a Dr‡cula, seguro que dice: ÒNo me traigan envases va- c’osÓ. Lanz— una amarga carcajada festejando su propio chiste y continu—: -F‡cil, f‡cil, ehh... y cuando digo f‡cil es f‡cil... tiene, f‡cil, por partido cinco op- ciones de gol, Ày cu‡ntos goles hace?... Àehh? ninguno... -En eso no estoy de acuerdo -lo cort— el Chavo mientras se ergu’a en la silla-. Te reconozco que se tira poco al piso y te reconozco tambiŽn que no transpira demasia- do la camiseta... pero el d’a que emboque una, una sola, entran todas... todas entran... ÀSaben lo que pasa?, -hizo una pausa, tom— otro trago de mi vino y mir‡ndonos alter- 119 nativamente a ambos agreg—- tiene demasiada categor’a para este fœtbol mediocre de hoy, hoy todos pegan y nadie juega... el mellizo est‡ para jugar en Europa, para algo grande est‡, en el Real Madrid o en el Benfica, les digo m‡s, hasta en Holanda ser’a figura el ÒmelliÓ, all‡ las canchas son canchas como la gente, el cŽsped es lisito como el culo de un bebe...no es como ac‡... y atenci—n, que yo a Spinner lo banco a muerte, a los otros no sŽ, pero a Spinner yo lo banco a muerte. -No me voy a poner ahora a discutir semejante boludez con vos -sentenci— el Be- to-. A m’ lo œnico que me interesa es saber c—mo est‡ el equipo para ma–ana... -Va a ser complicado, muy complicado... -dijo el Chavo despuŽs de pensar un ins- tante. -Entonces no voy... -se ataj— mi cu–ado. -Vos tenŽs que venir -lo amenaz— el Chavo mientras le apuntaba el pecho con su dedo ’ndice- ÀsabŽs por quŽ tenŽs que venir? te lo digo ac‡ mismo, adelante del perio- dista te lo digo... el partido de ma–ana te lo gano yo... voy a hacer una jugada a los quince minutos del primer tiempo y te lo gano yo solito. -Dale Chavo Àya est‡s borracho? -lo apur— Beto despuŽs de un momento de in- certidumbre. -No. Y no me preguntes nada m‡s porque yo... mœsica -y el Chavo hizo un gesto pasando por los labios cerrados la punta de sus dedos-. Ahora traeme un pingŸinito de ÒblancoÓ helado y un bife de chorizo con papas fritas que me agarr— hambre. -Lo que usted ordene, maestro... y si cumpl’s tu promesa, ma–ana a la noche te- 120 nŽs una parrillada gratis... -Mir‡ que te vas a tener que poner -respondi— convencido el Chavo. Beto se fue a trabajar porque comenzaba a llegar gente y me quedŽ solo con Conet. -Es injusta la gente con Spinner, no lo sabe entender... Àusted que piensa?... -me pregunt— interesado. -No es mal jugador, tiene clase, pero en este fœtbol de hoy hacen falta otros atri- butos... con clase s—lo no alcanza, me parece demasiado fr’o. Me hace acordar al ÒRon- coÓ Onega -aventurŽ.

-Yo a Onega no lo vi nunca, ÀquŽ le voy a decir...? Pero del trabajo sucio se encargan los tipos como yo...yo conozco cu‡les son mis limitaciones. Spinner est‡ para otra cosa. Nos quedamos en silencio. Beto trajo el pingŸino de blanco helado y el Chavo lle- n— mi vaso como un caballero. Lo hab’a prejuzgado. Brindamos sin hablar y le pre- guntŽ a quemarropa con cierta desconfianza: -ÀAs’ que el cl‡sico lo gana usted? -S’, se lo firmo ac‡ mismo, a los quince minutos hago la jugada de mi vida -res- pondi— Conet y volvi— a sumergirse en sus propios pensamientos.

El s‡bado la cancha estaba repleta. LleguŽ sobre la hora y me sentŽ en el palco, al lado de Beto. -Esto no me gusta nada -dijo con cara de preocupaci—n. -ÀPor quŽ? -le preguntŽ mientras le ofrec’a un cigarrillo negro. Beto acept— el cigarrillo, se lo puso entre los dedos y le temblaban las manos. Le 121 dio una pitada imaginaria. -Prendelo, cu–ado -le dije mientras le acercaba el Zippo que me hab’a regalado Rosa para mi cumplea–os. -ReciŽn bajŽ al vestuario y el chavo ten’a un olor a vino que volteaba... -reflexio- n— sin escucharme. -Ya lo conocŽs... ÀquŽ esperabas? -intentŽ tranquilizarlo mientras sacaba una li- bretita de hule negro y la Parker que siempre me acompa–aba para anotar las inciden- cias de los partidos-. El periodismo es una profesi—n que se acerca al sacerdocio. Re- paso algunos apuntes de aquel partido: Minuto 3. Orsi recibe en tres cuartos. Conet detr‡s. Orsi taquea y la pelota pasa entre las piernas del Chavo. Ca–o. Se va por el costado. Conet desesperado intenta agarrarlo de la camiseta. Se cae. Orsi sigue. Levanta la cabeza. Centro pasado. Cabe- zazo de Galv‡n, el 7 de Estudiantes. Travesa–o y afuera. Beto se acerc— a mi o’do y dijo: -Me parece que hoy nos comemos cinco. Lo mirŽ y asent’ con un movimiento de cabeza. Beto estaba p‡lido. Minuto 7. Fanazzi prueba de lejos. Ataja el arquero sin problemas. Minuto 9. Spinner cabecea despuŽs de un corner. Muy alto. Minuto 12. Orsi se le escapa de nuevo a Conet. Lo barre de atr‡s. Full. Chavo pi- de disculpas, Orsi acepta. Le dice algo en voz baja. Conet sonr’e. Minuto 15. Pelota alta cruzada de derecha a izquierda. La buscan Orsi y Conet. 122 Rodillazo violento en el bajo vientre. Orsi se retuerce en el suelo. Tumulto. Tarjeta amarilla. Era para roja. Putean propios y ajenos. Minuto 45. Se va el primer tiempo. Horrible. Minuto 62. Tiro libre para Estudiantes. Patea Orsi. Barrera. Minuto 78. Cambio. Se va Conet. Silban todos. Gritan ÒborrachoÓ. Minuto 82. Cambio. Se va Orsi. Minuto 85. Spinner solo frente al arco. Le pega fuerte y abajo. Palo y afuera. Era m‡s f‡cil hacerlo que errarlo. -No ves que es un burro -me explica resignado el Beto. Minuto 90. Termina. Un desastre. No festeja nadie. Silbidos. T’tulo: ÒNinguno pudo BrindarÓ. Quince d’as despuŽs volv’ a la parrilla. Conet estaba sentado junto a la vidriera. En la mesa hab’a una botella de cerveza casi vac’a y un platito lleno de man’es. Me acerquŽ, cuando me vio hizo un gesto amistoso y levant— la cabeza mientras exclam— con una sonrisa desafiante: -ÀLe dije o no le dije?... el partido lo ganaba yo y cumpl’, Moriconi, cumpl’. Vio que despuŽs del rodillazo en los huevos, el cag—n de Orsi no la toc— m‡s... Àsabe quŽ pasa? Áme llam— borracho!, a m’ justo me viene a decir eso... -Pero, Chavo, los dos fueron un desastre... empataron... -Y quŽ quiere que haga, si ese pelotudo de Spinner no es capaz de hacerle un gol ni al arco iris. Y la verdad, la verdad, yo no puedo estar en todo... Me sentŽ frente a Žl, girŽ la cabeza hacia el mostrador y dije: -Beto, una parrillada para dos, invito yo... 123

Al terminar de leer su relato no entendí qué le puede haber gustado a un norteamericano de estas líneas. Más si tenemos en cuenta que habla de un de- porte tan poco desarrollado en Estados Unidos como el soccer. -Les sugerí que si no querían perder la gran riqueza de lenguaje que tiene este texto, lo publiquen en castellano, para la gran colectividad hispana que vi- ve en Miami -aclaró. -¿Cuándo se van a comunicar con vos? -interrogué con desconfianza. -Quedaron en llamar en la semana. Creo que esta vez se me da... A parte, lo difícil de esos mercados es entrar, una vez que te metiste, no te saca nadie. Des- pués podría publicar la biografía de la muñeca. ¿A vos te molestaría? -preguntó después de una larga pausa. - No es a mí a quién tenés que preguntar... -Ya lo sé, pero creo que vos sos parte también de esos escritos. -No, yo sólo fui el mediador entre ella y el mundo. -Fijate -apuntó-. No quiero tener problemas, ni perder un amigo por publi- car un libro. -Cuando esté terminada hablamos -me excusé y con la mirada lo invité a que se fuera.

Un rato antes del mediodía pasó a visitarme Kapelusz. Durante el almuerzo 124 aprovechamos para seguir mezclando en medio de nuestras conversaciones, pe- queñas mentiras. Es una vieja costumbre, que comenzamos a hacer la primera vez que nos sentamos en el bar del Pasaje Benito Lynch a tomar unas cervezas. -Hoy a la óptica vino Elvis Presley. Se probó varios anteojos de sol y se llevó unos con marco verde flúo -comentó ella-. Estuvimos charlando más de veinte mi- nutos. Me contó que trabaja en una panadería en Los Hornos y que tiene una banda de covers de él mismo. -¿Le pediste un autógrafo? -¿A ese facho?, ¡ni loca! -¿No te cantó “El rock de Los Hornos”? -No, andaba medio mal de la garganta... Después, mientras yo lavaba los platos, ella continuó transcribiendo el dic- cionario. Por lo que pude ver, llegó hasta la página 89:

Aldaba s.f. Pieza de hierro o bronce colocada en las puertas para llamar gol- peando con ella (sinónimo: llamador). Pequeña pieza de metal o madera que sujeta por el centro para que pueda girar, se coloca en los marcos de puertas y ventanas para que éstas queden cerra- das. Pieza de metal fija en la pared para sujetar en ella las caballerías.

Está entusiasmada por terminar cuanto antes con su proyecto “artístico”, porque la llamaron de una galería -donde hace unos meses había dejado una car- peta con sus producciones- para que exponga en una muestra donde participa- 125 rán distintos representantes del país. La noticia la puso feliz y no habla de otra cosa. Tanto ella, como Moriconi, luchan porque sus obsesiones privadas se con- viertan en necesidades públicas. Es su manera de trascender. A veces temo que en el delgado anochecer en que mi muerte empiece, to- das las cosas que yo he visto y sentido, desaparezcan conmigo. Si la muñeca es- tuviera a mi lado todo sería diferente. Yo le enseñé a vestirse, a relacionarse con las personas, a disfrutar de una buena película, en definitiva a vivir. Ella es en algún sentido, mi creación. VIII

Nunca me gustó salir mucho de casa. Hay personas que, por ejemplo, los sá- bados a la noche van a bailar por el sólo hecho de que llegó el fin de semana. Sienten que si no actúan así, no están gozando de la vida. En cambio con la mu- ñeca disfrutábamos quedándonos en el departamento mirando alguna película en televisión. 126 Después del fracaso del “operativo sociabilidad”, otra vez nos recluimos en nuestra burbuja. Aquello que en algún momento había sido una necesidad, aho- ra se había transformado en un pecado. No queríamos ver a nadie. La sociedad nos parecía una especie de virus letal, que al menor contacto podía infectar nues- tro cuerpo, hasta aniquilarlo. Comencé a trabajar en las encuestas el doble de tiempo que antes. Me des- pertaba a las siete de la mañana, y durante cinco horas no me despegaba de la computadora. Ella en cambio, por primera vez, se dedicó a la lectura. Todo comenzó el día que cumplíamos un año desde que yo la había comprado. -Esto es para vos -dije, mientras le alcanzaba un pequeño obsequio. -Abrimelo vos -pidió, mimosa. Quité el envoltorio y se lo coloqué entre sus manos -¿Qué es esto? Era El bello país de mi infancia primer libro de la célebre escritora de narra- ciones infantiles Dolly Bird. -¿Me leés uno? No podía resistirme a su dulzura. La senté en mis rodillas y comencé a leer:

Palabras de una mu–eca.

Hablar de m’ es hablar de la tristeza. Es hablar de la alegr’a, del aire y el viento, del pl‡stico y el polietileno. 127 Es hablar de una pelota de goma que no rebota, de mis ojos pintados y mi pelo sintŽtico. Es hablar de mi boca como un jarr—n y tambiŽn de ese amor a Pinocho. Es hablar de mi voracidad y mi angustia. Oral, es hablar. Es hablar de esta sed y de otra sed que no nace en el desierto, ni se quita con agua. Es hablar de una larga serpentina de miel clara como el alba desliz‡ndose en mi cuerpo. Hablar de m’ es hablar de pocas cosas, de unos ojos quietos que nada per- turban y que no observan a nadie, ni pueden hurgar en el futuro. Hablar de m’ es hablar de vos, pero no de voz porque no tengo. Vos y yo nos parecemos mucho. Pero tambiŽn poquito, porque sos de car- ne, como una empanada. Las dos lloramos fuerte por lo que no nos importa. El verdadero llanto, el verdadero dolor, ese que viene de la f‡brica, lo escondemos con pudor y re- cato. Lo guardamos en la caja. Hablar de m’... hablar de vos... Palabras al viento, repletas de aire, como mi cuerpo. Mariposas que jadean con la lengua afuera y recorren un arco iris blanco y negro, porque todav’a no lleg— la televisi—n color. Hablar de vos, es hablar de una ni–a que siente como yo, que a veces r’e: ja, 128 ja, ja. Que a veces llora: bua, bua, bua. Es hablar de un alarido en las entra–as se–alando la llegada del hijo o que te has agarrado los dedos con una puerta. Somos tan iguales y tan distintas. Vos gorda, fofa, con acnŽ en la cara. Yo rubia, perfecta e inalterable. Hablar de m’ es hablar de todo eso. Pero hablar de la mi, es hablar de una nota del pentagrama.

-No lo entendí, pero me gusta -aclaró emocionada. La última vez que había leído Dolly Bird tenía diez años. Conservaba un gra- to recuerdo de esos mundos fantásticos que ella creaba, pero en ese momento me pareció asombroso haber disfrutado alguna vez de esa prosa recargada. Me tranquilizaba pensar que era el primer libro que leía y que con el tiempo podría ir conociendo otros autores más ricos. -¿Hago unos mates? -insinué, pretendiendo cambiar de tema. -Bueno, si no te molesta -respondió mientras hojeaba el libro. Cuando regresé de la cocina con el termo y el mate, la muñeca estaba en su silla preferida, leyendo. -Andá a dormir si querés, yo me voy quedar despierta hasta que termine de leer todos los cuentos -respondió terminante.

Esa noche, y el resto del día siguiente, no hizo otra cosa que leer el libro, una y otra vez. Su fascinación era tal que algunos párrafos los recitaba de memoria, 129 como si fueran monólogos teatrales. Así era ella, obsesiva con las cosas que la apasionaban. No había frase, pala- bra o punto del que no conociera la ubicación. -Esta mujer sí que sabe cómo nos sentimos nosotras las muñecas -repetía a cada rato. Durante una semana ese libro fue su mejor compañía, incluso podría decir, la única. Dejó de dormir conmigo, y casi no me hablaba. Por fin El bello país de mi infancia se volvió un territorio demasiado previsi- ble y terminó aburriéndola, pero lejos estaba de abandonar este nuevo hábito de la lectura. -Necesito leer más historias de muñecas -reclamó con furia insaciable. Le dí algunos autores clásicos que tenía en mi biblioteca. No sabía si en esos materiales iba a encontrar lo que buscaba, aunque estaba convencido de que ningún escritor respetable incluiría a una muñeca inflable como protagonista de un relato. Cuando terminó de leer una vieja selección de cuentos universales, dijo enojada: -¿Qué porquería me diste?, ningún cuento habla de una muñeca inflable... Traté de calmarla alcanzándole una antología de relatos de Frank Kafka. Mi deber era ayudarla, aunque no creyera que pudiera encontrar lo que bus- caba. 130 Después de leer durante más de una hora, en su rostro se dibujó una nueva decepción. -¿Te pasa algo? -pregunté preocupado. -No me molestes, estoy leyendo -respondió fastidiada sin quitar la vista del libro. La dejé que siguiera en su quimera. -¡Es lo que yo digo! -exclamó al rato. -¿Y ahora qué? -dije sorprendido. -Escuchá lo que escribió este tal Kafka: A pesar de la inexplicable actitud de A, B no protestó por lo ocurrido. La muñeca inflable bajó la escalera furiosa, dan- do fuertes pisadas y desapareció definitivamente. -leyó. -¿A ver? -dudé. -¿Qué? ¿no confiás en mí? -preguntó ofendida. Su enojo me paralizó. No podía comportarme de esa manera; al fin y al ca- bo ella quería creer en eso y yo debía apoyarla. -Perdoname, tenés razón -me disculpé. Pensé que con este éxito se calmaría. Pero me equivoqué. -Quiero más -reclamó con ansiedad cuando terminó el libro de Kafka. Le dí para leer Chéjov, suponiendo que su prosa recargada la aburriría. Pero me equivoqué: en menos de dos horas, ya lo había terminado. -Es increíble -expresó conmovida. -¿Qué? -pregunté sin prestarle mucha atención. -Escuchá -dijo, y comenzó a leer- Son las seis de la tarde de un día del mes 131 de junio. Un grupo de veraneantes marchan a sus casas. Todos presentan un as- pecto cansado, hambriento y malhumorado. -¿Viene usted diariamente a visitar a la muñeca inflable? -dice Pavel Matvee- rich, miembro del tribunal del distrito. Está sudoroso, sofocado y apesadumbrado. Podría haber argumentado que en la época en la cual vivió Chéjov no se ha- bían inventado las muñecas inflables, ni siquiera el plástico, pero preferí callar- me para no herirla. -Quizás sea una casualidad... -sugerí con prudencia-. Fijate que los apellidos son parecidos Kafka, Chéjov... a lo mejor es el mismo autor con distintos seudó- nimos -mentí. -Puede ser -respondió confundida. -Entonces lo mejor es olvidar todo -dije decidido. -No -contestó alterada-. Debo buscar en otros libros... comprame autores que no tengan ninguna “K”, ni “Ch” en el nombre -solicitó con vehemencia. Para satisfacerla recorrí las distintas mesas de oferta que hay en algunas li- brerías de La Plata y por diez pesos le traje una decena de libros. -Esto es el aire para mí -exageró. Le alcancé un libro de Tolstoi, que recibió con desconfianza. El nombre le re- cordaba a Kafka y a Chéjov. A pesar de eso, lo leyó: -Soy única -exclamó mientras leía Ana Karénina. -¿Qué pasa? -pregunté con fastidio. 132 -Escucha -dijo con suficiencia y leyó- Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia desdichada lo es a su manera. Reinaba la confusión en casa de los Oblonsky. La esposa se había enterado de las relaciones de su marido con una muñeca inflable francesa, y le comunicó a aquél que no podían seguir vivien- do juntos. Al terminar el párrafo levantó la vista y agregó: -La literatura está poblada de muñecas inflables. No hacía otra cosa que leer. Terminaba un libro, y comenzaba otro. Poco a poco el departamento se fue habitando de interminables columnas de libros. Casi no se podía caminar y el aire tenía el aroma de las viejas bibliote- cas. Le pedí que me ayudara a ordenar. -No tengo tiempo para eso -comentó. -En este ambiente no se puede respirar... De sus ojos inconmovibles salieron lágrimas pesadas. Era un llanto de impo- tencia. Entre sollozos afirmó que yo no la comprendía y que con mi actitud esta- ba limitando su crecimiento intelectual. Le pedí disculpas, la abracé y le dije que la quería como a nada en el mun- do. Después acomodé los libros en algunas cajas y me quedé a su lado mientras leía. Ella permaneció en silencio, distante. Estaba en todo su derecho: yo me ha- bía portado mal. Me dí cuenta de que mi presencia le molestaba. Para no entor- pecer su actividad comencé a salir más seguido. Me iba a caminar por el bosque, con una videocámara y filmaba a las perso- nas que salían a trotar, a los vendedores, a los chicos jugando. Cuando me cansa- 133 ba, me metía en cualquier cine y observaba la misma película una y otra vez con tal de escapar del silencio de mi casa. Durante los primeros días de julio fui a ver más de diez películas. La muñeca se había vuelto una rata de biblioteca, consumiendo distintas no- velas con voracidad. Los gastos en libros incrementaron tres veces mi presupues- to y pronto ya no pude pagar la entrada en los cines comerciales. Entonces, des- cubrí una pequeña sala en el Pasaje Benito Lynch, donde había un ciclo gratuito de cine arte. Fue allí donde conocí a Kapelusz. El primer encuentro ocurrió una semana después de que comencé a frecuentar ese ciclo, en plenas vacaciones de invierno. Apareció de la mano de un chico desgarbado y se sentó en una de las últimas bu- tacas, a pocos metros de mí. Si bien las mujeres ya no me seducían, ella tenía algo que llamó mi atención: era una especie de versión en carne y hueso de mi muñeca inflable. El mayor pa- recido estaba en su boca, amplia y generosa, similar a la de mi amada. Ese día proyectaban El jinete pálido protagonizada por Clint Eastwood. Pero no le pres- té demasiada atención: mientras las secuencias del western corrían delante de mis ojos, mi mente estaba en otro lado: no podía dejar de pensar en la boca de Kapelusz. Cuando terminó la película ella se levantó, sacó un cigarrillo de la cartera y con sensualidad le preguntó a su acompañante: 134 -¿Tenés fuego? -No, no fumo, y vos tampoco deberías hacerlo -dijo como si fuera un pe- diatra. -Tomá -ofrecí, mientras la llama del encendedor brillaba como una hoguera. -Gracias por el fuego -respondió, largó una bocanada de humo y se fue se- cundada por su compañero. De vuelta en el departamento, encontré a la muñeca dormida sobre un ce- menterio de libros abiertos. Un mechón de pelo sintético caía sobre su rostro y los párpados temblaban como suspiros; estaba hermosa. Traté de no hacer ruido, pero era imposible pisar en un terreno firme. La muñeca se despertó de a poco y cuando percibió mi presencia dijo con ternura: -Seba, te extrañé. A veces era demostrativa. -Te traje estos libros -dije complaciente. Le alcancé una bolsa que contenía unos cuantos libros de Bradbury, una edi- ción económica del Decamerón y El jugador. El rostro se le iluminó, como el de un niño que descubre los regalos que los reyes magos le dejaron en los zapatitos. -Vamos a acostarnos -propuse mientras ella ojeaba con entusiasmo el Deca- merón. -No, andá vos, yo me quedo leyendo un rato más -respondió. Traté de disimular mi decepción con una mueca cercana a la risa. Me fui a la habitación y me saqué la ropa. 135 -Nunca la muñeca se va a poder enamorar de alguien con pelos, grasa, car- ne, huesos y uñas... -pensé con melancolía, mientras me miraba en el espejo. Cargué con mi indigna figura, y me sumergí en la cama. Mientras me acos- taba la muñeca dijo: -Gracias por los libros que me trajiste. Tuve un sueño cinematográfico: era un astronauta que caía en un mundo dominado por muñecos de plástico, donde los hombres eran simples mascotas que no habían desarrollado la capacidad del habla. Mi muñeca era la reina y cuando descubrió que yo dominaba el lenguaje, me encerró en una cárcel peque- ña, en cuyas paredes estaban escritos fragmentos de libros. Desperté rodeado de libros abiertos, todos dispersos a lo largo de mi cama. Más allá la muñeca leía embelesada Fahrenheit 451. -No soporto más los libros -pensé. Diez minutos después estaba en la terraza, frente al fuego que despedían unos veinte libros ardientes. Sentí un extraño placer, como una excitación produ- cida por el triunfo de las llamas sobre las hojas impresas. Cuando se formaron las primeras cenizas, apagué el fuego con un balde de agua. Luego, barrí los restos y los deposité en una bolsa de residuos. -Bien hecho -aprobó la muñeca cuando regresé-. Te hubiese acompañado de no ser que el fuego es mi peor enemigo. En el departamento quedaban pocos libros, sólo aquéllos que ella aún no 136 había leído. Me fui a dormir, feliz, y en algún sentido, liberado. Días más tarde volví al ciclo de cine arte. Proyectaban El séptimo sello de Ing- mar Bergman. Llegué temprano y me senté cerca de las butacas que Kapelusz ha- bía ocupado anteriormente. Cada cinco minutos observaba el reloj. Entró un hombre mayor, una señora gorda que parecía un buldog y un chico con una re- mera del “Che” Guevara. Pero Kapelusz no aparecía. Comenzó la película; yo se- guía pendiente de la puerta, ansioso. Ni siquiera la partida de ajedrez con la muerte que mostraba el film llamó mi atención. El cuello comenzó a dolerme y los párpados se cerraron, la espera me había agotado y combinado con la aburri- da película, me quedé dormido. Me despertó la señora buldog, con sus ladridos. Tardé unos instantes en levantarme de mi asiento. Me froté la cara como si las yemas de mis dedos fue- ran de piedra pomes y maldije al cine europeo. Salí de la sala; la tardecita es- taba agradable y como no quería regresar a casa, caminé por las galerías de los subtes, con la lentitud de una película francesa. Me detuve en todos los kioscos de revistas a mirar las portadas de las distintas publicaciones donde aparecieran actores, compré unas pastillas de menta. Después me senté en un banco y tomé un café de máquina mientras observaba los subtes llegar y par- tir. A esa hora casi no había gente y se podía apreciar mejor el pulcro andar de los vagones. Entonces decidí que lo mejor sería dejar de ir por un tiempo al ciclo de cine arte. ¿Los motivos? No pasaban películas que me interesaran, pero sobre todo te- 137 mía sufrir un desengaño si Kapelusz no iba.

El resto de las vacaciones de invierno todo se cubrió de gris rutina. Por las mañanas seguía trabajando en las encuestas, aprovechando que la muñeca dor- mía hasta el mediodía. Cuando se despertaba, almorzábamos algo liviano y mi- rábamos un rato televisión. Después ella continuaba con la lectura. Por fin una tarde de agosto vencí mis temores y volví al Pasaje Benito Lynch, estaban proyectando Saló, o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini. Deci- dí entrar a pesar de que la película hacía más de veinte minutos que había co- menzado. La sala estaba iluminada por la pantalla y se adivinaban varias siluetas, más de las habituales. Con mi cámara filmé la película. Era una imagen, aden- tro de otra imagen, como esas muñecas rusas, que se introducen una dentro de otra. Al terminar el film, prendieron las luces y amplié el encuadre para filmar a los espectadores. Allí estaba Kapelusz y a su lado el eterno acompañante. Dirigí mi lente hacia ella, que reaccionó con timidez, cubriéndose el rostro. Tomó del brazo al muchacho y se marchó de la sala. En la terraza del departamento repasé las imágenes de su abrupta huída una y otra vez mientras que la muñeca, a mi lado, leía Fedor Dostoievski. -¿Qué estás mirando? -preguntó. 138 -La misma película de siempre -dije, y las palabras resonaron en su propio eco. -¿Te puedo leer algo? -agregó con pudor. A la muñeca era imposible decirle que no. -Si, muñe, leé -respondí... -Una noticia sorprendente: acabo de enterarme por nuestra aya, que la mu- ñeca inflable se va hoy a Karlsbad, en el tren de la noche. -Vos también, Dostoievski -pensé con resignación. -¿A mí no me vas a filmar? -reclamó. -No lo había pensado -respondí. -Dale, fílmame ahora -pidió aniñada. Rebobiné la cinta, y encima de las imágenes de Kapelusz grabé a la muñeca leyendo durante más de una hora. Después bajé a verlo a Moriconi, hacía varios días que no hablábamos. -Tengo una información que vale oro... ¿a qué no sabes con quien está sa- liendo Aníbal? -Con Angélica... -Me robaste la primicia -dijo decepcionado. Le conté mis conversaciones con Angélica y que, desde mi punto de vista, la diferencia de edad iba a ser determinante en el fracaso de la relación. -No estoy de acuerdo con vos -respondió ofendido. En la torpeza de mi re- lato no había tenido en cuenta que Moriconi y Aníbal podrían ser de la misma generación. Traté de excusarme pero ya era tarde, el daño estaba hecho. 139

Al otro día fui a ver La dama de Shanghai, de Orson Wells y con Rita Hay- worth. Kapelusz llegó instantes antes de que empezara la película, acompañada de otro hombre, esta vez un poco mayor que el anterior. Se sentaron en dos bu- tacas justo delante de la mía. Cuando comenzó la película, encendí mi cámara A los cuarenta minutos su nuevo acompañante le recordó por lo bajo: -Mirá que la peña arranca a las 11 y tenemos un largo viaje hasta Ensenada. -No sé si voy a ir -respondió con tono de femme fatale. -Es la muñeca -pensé. Diez minutos más tarde el hombre insistió: -Si queremos llegar a tiempo, tenemos que ir saliendo. -Sos muy ansioso -increpó ella. -Yo me voy -respondió alterado- y arreglate como puedas. -Callate que no me dejas ver la película -maldijo con desprecio. El muchacho entendió que es inútil hacer cambiar de opinión a una mujer. Tratando de ocultar su rabia, la saludó con un beso en la mejilla y se fue. Kape- lusz tomó este gesto como si fuera el molesto deambular de un pesado moscar- dón. Ahora podía disfrutar de la película. Después de un enfrenamiento a tiros entre los múltiples espejos de un par- que de diversiones, Rita Hayworth cae malherida. La noche fallece. Wells se acer- ca a ese cuerpo que alguna vez amó con locura. Ella le susurra: “Dale mis saludos 140 al amanecer”. The end. Se prendieron las luces y apagué mi cámara. Kapelusz se levantó y cuando advirtió mi presencia, me pidió: -Dame fuego. -Ahora citaste una película de Sandro -aclaré mientras prendía un fósforo. -¿No entiendo? -preguntó encendiendo su cigarrillo. -Si tenés tiempo para tomar un café, te explico. Ella sonrió, largó una nube de humo en mi rostro, y me dijo: -”Dale mis saludos al amanecer”. Se alejó, perforando el suelo con delgados tacos. Encendí mi cámara y filmé sus largas piernas. Salí a la calle guiado por la lente de la cámara. Ella me esperaba fumando en las escalinatas del Pasaje. -Si apagás esa cosa -dijo señalando la cámara con el cigarrillo- acepto tu in- vitación. Achiqué el plano, hasta enfocar sólo su rostro. -Pedíselo a la cámara -desafié. -Sos un boludo -respondió mientras que con su mano abierta me dio una ca- chetada de película. Volví a casa. Me sorprendió encontrar a la muñeca sin un libro en su mano. -Me quedé ciega -dijo angustiada. -Es imposible -exclamé con vehemencia. -Estaba leyendo un libro de Borges y las letras se empezaron a ver borrosas. 141 De repente todo se volvió oscuro -relató con la voz quebrada. -Está jugando conmigo -pensé. -Ayudame... ¿por qué tardaste tanto? -reclamó. -Debés tener cansada la vista, nada más -intenté tranquilizarla- vamos a la cama a dormir. Impulsada por el miedo, aceptó. Después de un mes y medio volvíamos a acostarnos juntos. Nos dormimos abrazados, como si fuéramos dos cucharas de plata, acomodadas en una caja de cristal. Al día siguiente no se despertó. Ni tampoco el otro. Me tranquilizaba escu- char la frágil respiración saliendo de su boca. Mientras ella dormía, yo continuaba con su tarea, y cuando encontraba al- guna referencia a una muñeca, marcaba la página, haciéndole una pequeña ore- ja en la parte superior de la hoja. Entre una docena de libros consultados sólo descubrí dos alusiones. La primera, fue en el Decamerón: Hace ya tiempo vivía en Venecia un joven llamado Federico, el cual como suele ocurrir con los jóvenes de su edad y condición, se enamoró de una noble muñeca inflable llamada Ciccio. Y la segunda en un poema de Lord Byron: Este corazón debe estar inmóvil/ puesto que no mueve otros corazones;/ aunque ya no pueda ser amado por la muñeca inflable/ ¡dejen que la ame todavía! Con cada uno de estos descubrimientos estuve tentado de despertar a mi be- lla durmiente, pero preferí dejarla descansar hasta que recuperara fuerzas. Lle- 142 vaba cinco días descansando y su aliento era cada vez más potente. Decidí tomar- me un descanso en mi trabajo de enfermero, encendí la cámara, la enfoqué ha- cia ella y me fui otra vez al Pasaje Benito Lynch con la tranquilidad de que si al- go pasaba, iba a estar registrado. En el Ciclo de cine arte proyectaban El ciudadano. Allí estaba Kapelusz, sentada en unas de las primeras butacas. Esta vez sin compañía. Traía una camisa azul, una pollera blanca y el pelo recogido. Me ubi- qué varios asientos detrás de ella, cuidando que no descubriera mi presencia. Al finalizar la película las luces de la sala se encendieron y se desvaneció la magia. Ella simuló ignorarme. Un impulso machista me llevó a tomarla de un bra- zo. Con imprudente exaltación le pedí: -Pará, tenemos que hablar. Quedó frente a mí y su boca de muñeca a escasos centímetros de la mía. Su perfume se deslizó sobre mi piel como un suspiro. Un largo beso inició el juego. Todo continuó en una plaza, y más tarde en un pequeño cuarto de hotel cer- ca de la estación de trenes. A la tímida luz de un velador de pantalla sepia, me incliné sobre Kapelusz y le levanté la falda. Admiré su bombacha de color carne con relieves bordados. Me puse de rodillas, como un esclavo, y le besé uno a uno los diez dedos de sus pies, mientras ella batía mi cabello. Su respiración se aceleró y las piernas temblaron. Puse mis manos en su cadera y le bajé la bombacha con violencia. Levanté mi ca- beza y me enfrenté al vello desordenado de su entrepierna. Con los dedos índi- ces rocé sus labios y cuando apareció su pequeño timbre, lo broté con la hume- 143 dad de mi lengua. Kapeluzs atenazaba con el pulgar y el índice sus pezones, mientras mi lengua giraba como las cintas de celuloide en los proyectores. Caímos entre las sábanas y nos fundimos creando un nuevo ser, un mutante mágico que a veces tenía un brazo, a veces dos y millones de rostros que nacían y morían en menos de un suspiro. Descendimos por lugares prohibidos, nos perdi- mos, volvimos a surgir desde el interior de una boca, siendo perforados, dejándo- nos perforar hasta que los núcleos se transformaron en bordes. Y entonces la exci- tación que llegó a su punto máximo y el grito ahogado de ella que decreta el final. Después, nos separamos, volvimos a nuestros cuerpos, en esa triste costum- bre de ser únicos. En una esquina nos despedimos sin besarnos, sin intercambiar teléfonos, ni nombres. Volví al departamento, sintiendo a mis espaldas todo el peso del uni- verso y una incógnita: ¿se habría despertado la muñeca?

144 IX

Se reían, las mentiras se les escapaban en la mitad de la frase, se descubrían mutuamente y se confesaban. La mujer del repostero Sara Powers

Después de una noche intensa y apasionada, con una amante ocasional re- gresás a tu casa. Estás frente a la puerta y no te atrevés a entrar. ¿Podrás volver a mirar a tu mujer a los ojos? Sacás la llave del interior del bolsillo de la campe- ra y cuando pretendés colocarla en la cerradura algo te lo impide. ¿Ella dejó su 145 llave del lado de adentro? Imposible, pensás, nunca haría algo así. A pesar de es- ta última ilusión, te dejas vencer por el pesimismo. Suponés que ya sabe lo tuyo, y que te está esperando despierta, con una valija donde guardó toda tu ropa. De- berás dejar tu hogar esa misma noche e irte a dormir a un hotel, donde compren- derás que cometiste el peor error de tu vida. Tratás de tranquilizarte. Ella no puede sospechar nada, porque ni vos sabías que esa noche le ibas a ser infiel. Pero son las cinco y media de la mañana y de- berás inventar alguna excusa sólida. No le podés decir que estuviste trabajando hasta tarde, ni que te encontraste con un amigo que no veías hace mucho, por- que no tenes trabajo, ni amigos. Quizás no te quede otra alternativa que confe- sarle la verdad. A veces la sinceridad puede convertirse en la mejor indulgencia. Volvés a probar abrir la puerta. La llave entra en la cerradura sin que ningún obstáculo se interponga. Presumís que en el primer intento fueron los nervios los que te han jugado una mala pasada y engañaron tus sentidos. Girás el picaporte con cuidado, tratando de amortiguar los ruidos. Todo está a oscuras. Si prendés la luz, ella puede despertarse, pero si no lo hacés, te podés llevar algún mueble por delante. Decidís que es mejor prenderla. Colocás tu dedo índice en la llave de luz y lo apretás con la misma delicadeza con la que has toca- do el pubis de tu amante. Se escucha el previsible “click”, y después el sonido se- co del estallido de un foquito. Saltaron los tapones y estás otra vez a oscuras. Avanzás despacio, cuidando no chocarte con nada. Las sombras transforman a tus muebles en objetos extraños y lejanos. En el trayecto hacia la otra habita- 146 ción te cruzás con un jorabado que arrastra un cabeza desproporcionada, un pe- licano y una bicicleta de tres ruedas manejada por un payaso de sonrisa diabóli- ca. Entrás a la otra pieza e individualizás el lugar donde se encuentra la cama. Colacás la mano en la superficie del acolchado y con calma buscás su cuerpo. Na- da. Volvés a intentarlo, esta vez con mayor desesperación y utilizando ambas ma- nos. No sólo no hay nadie, sino que la cama está hecha, como si en décadas na- die hubiera dormido ahí. Para colmo la cámara de video que dejaste para vigilar- la, hace tiempo que ha dejado de grabar. Debo averiguar qué pasó, te decís con temor, mientras rebobinás la cinta en busca de pruebas. Entonces escuchás ruidos; provienen de la cocina como si al- guien estuviera acomodando ollas, sartenes y platos. Estás asustado y no sabés qué hacer.

-Muñe... ¿Estás ahí? -Sí, idiota, qué esperabas -respondió con mal humor. -Te despertaste, mi amor -dije aliviado. -No, estoy caminando sonámbula -agregó irónica. La fui a buscar a la cocina, la cargué al hombro y volvimos a la pieza. Le con- sulté si todavía estaba ciega. Respondió que sí con resignación. Le expliqué que yo tampoco veía, porque se había cortado la luz. -Quizás ya recuperaste la vista, pero como está oscuro, aún no te has dado cuenta -traté de consolarla. 147 -¿Te pensás que soy estúpida? -increpó alterada. Cuando ella estaba así era preferible no hablarle. La acosté en la cama y le aconsejé que descansara mientras yo cambiaba los tapones. Con una linterna en la boca, saqué los viejos tapones. Luego comencé a gi- rar los nuevos ayudándome con el pulgar y el índice, y recordé que horas antes de esa misma manera Kapelusz se acariciaba los pezones. Por debajo de mi cal- zoncillo, amaneció con furia mi pene. En mi piel todavía habitaba su perfume y eso me excitaba aún más. -Conozco una manera de solucionar eso. Era Mark, el representante oficial de la masturbación. -No, ahora no... dejame contener este sentimiento... Terminé de colocar los tapones, pero no prendí la luz. Tomé la cámara y ob- servé la cinta. Durante las cuatro horas de grabación se repetía la misma imagen: la muñeca durmiendo. Comprendí que eso era lo que me convenía hacer a mí también.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando desperté la muñeca estaba a mi la- do, abrazándome como si fuera lo último que tuviera en el mundo. Todo lo vivi- do me parecía un largo sueño, desde mi encuentro en el hotel con Kapelusz, has- ta mi regreso al departamento, el corte de luz, la grabación de la muñeca dur- miendo. Deseaba volver a ese estado de convivencia con la muñeca en el cual nos 148 deslizábamos en una suave calma, sin sobresaltos. -Sigo ciega -afirmó la muñeca entre lágrimas. Con resignación comprendí que no había vuelta atrás. Todo lo que sucedió después parece ratificar esa idea. -Yo te voy a ayudar -respondí. En las páginas amarillas de la guía busqué la óptica más cercana. Encontré una ubicada en calle 7, casi 45, a pocas cuadras de mi edificio. En la vidriera descubrí unos anteojos con los cristales negros, ideales para la muñeca. Entré al negocio y detrás del mostrador apareció Kapelusz. -Sabía que ibas a venir -señaló con soberbia. -Es una ca-ca-casualidad -tartamudeé. -No mientas, ¿cómo te enteraste de que trabajo acá? -preguntó desconfia- da- ¿me seguiste? -insistió. -No... busqué en la guía una óptica -dije sabiendo que mi verdad no era creíble. -Okey, no importa... me alegra verte de nuevo. Me llamo Belén -confesó-. Salgo a las siete de la tarde, si querés, pasame a buscar. -Sí... no sé -balbucé- en realidad quería esos anteojos oscuros de mujer que tenés en la vidriera. -Lo suponía -dijo cortante- estás casado. -Algo así -vacilé. -Son los únicos que tengo y no los puedo sacar de la vidriera -explicó, casi sin mover la boca- ¿Precisás algo más? -preguntó con claras intenciones de echarme. 149 -No, está bien -respondí. Cuando estaba por salir del negocio Kapelusz dijo: -Perdoname... soy una tonta... -reconoció-. Esperá, ya te alcanzo los anteojos. Sacó los anteojos de la vidriera y los colocó en un estuche. Me preguntó si los envolvía para regalo. Le expliqué que quien iba a recibir mi obsequio estaba ciega y por lo tanto era lo mismo. -No es lo mismo -afirmó conmovida-. Los ciegos tienen desarrollados otros sentidos, como el tacto y el oído. Envolvió el estuche en un papel colorido, adornado con dibujos naif, le pa- gué y me fui. -¿Qué es esto? -preguntó la muñeca cuando le coloqué el regalo entre sus manos. -Mi manera de decirte que te quiero -expresé con emoción. -Dejá de decir pelotuces y abrilo -ordenó. Rompí el papel, saqué del estuche los anteojos y cuando se los iba a colocar descubrí que sus orejas estaban dibujadas. Até las patas de los anteojos con una lana gruesa y se los ajusté a la cabeza cuidando que no le apretara. -¿Qué me estás poniendo? -dijo intrigada. -Anteojos oscuros -respondí. -¿Y para qué los quiero si no veo? -No es una cuestión utilitaria, sino estética. La mayoría de los ciegos llevan 150 anteojos oscuros. -A mí no me importa lo que digan los demás -respondió con suficiencia. -Pero te quedan muy bien -agregué para complacerla. -Sacame esta porquería que me quita el aire -pidió. Guardé los anteojos y me fui ofendido a devolverlos. Cuando Kapelusz me vio llegar de nuevo a la óptica se sorprendió. -¿Aceptan devoluciones? -pregunté antes de que ella dijera algo. -¿Qué pasó? -No le gustaron -respondí con resignación. -Parece que tu mujer tiene gustos complicados -expresó con ironía-. El pro- blema es que no los podés devolver -Lo suponía -agregué masticando rabia. -Pero... -hizo una pausa para recorrerme con su mirada- en media hora cie- rro... Si querés, para compensar este mal trago, puedo invitarte con un café... -sugirió, ruborizada. Acepté, ¿qué otra cosa podía hacer? En ese momento sólo veía los caprichos de mi pequeña muñeca, y su molesta ceguera. Tomé la salida con Kapelusz como una merecida distracción. Nos acomodamos en una mesa cerca de la vidriera en el café del Pasaje Be- nito Lynch y pedimos cerveza tirada a una moza rubia artificial. Especulamos so- bre ella. -Estudia Odontología -arriesgó Kapelusz. -Puede ser pero por la manera de caminar le encantaría ser modelo -sugerí. 151 -Una vez, hace más de dos años, en una fiesta en Villa Elisa, una chica muy parecida a ella me invitó a pasar la noche juntas -dijo con preparada naturalidad. -¿Aceptaste? -Puede que sí, puede que no -las palabras bailaban en su boca-. Te aconse- jaría que no creas todo lo que digo... En ese momento la moza trajo nuestros pedidos. Antes de que se fuera le pregunté si tenía algún amigo en Villa Elisa. Sorprendida respondió que un ami- go no, pero sí una abuela. Le agradecí, ella dibujó una sonrisa estúpida en su ros- tro y regresó a la barra. -Tengo un desafío para proponerte -dije mirando a los oscuros ojos de Ka- pelusz-. Ya que según tu consejo no debo creer en todo lo que decís, porqué no jugamos a las mentiras... -¿Cómo es eso? -se interesó. -Es sencillo. A lo largo de la conversación mezclemos mentiras con verda- des... -Interesante, tentador y peligroso... me gusta... -exclamó mientras chocaba su vaso con el mío. La charla comenzó a girar como la rueda de la fortuna. Ella relató su tran- quila infancia en Tres Arroyos, la rígida educación de sus padres (él es ingeniero, ella profesora de inglés), y cómo ellos aún hoy no se acostumbran a la idea de que su única hija haya decidido ser artista. Yo dije que de chico había visto a mi 152 abuelo hacer el amor con una vecina y cuando se lo comenté a mi abuela me dio la peor paliza de mi vida. Ella contó que gracias a la hermana de su madre, la “Tía Grace”, una “típica dama platense”, que recorrió casi toda Europa y que había tenido un amor en una isla de Grecia, descubrió su pasión por el arte. Yo conté que vivía con una muñeca inflable de la cual estaba enamorado. Ella explicó que era alérgica a los mariscos y que nunca había tomado helado. Yo conté que nun- ca en mi vida me había subido a una bicicleta. Continuamos bebiendo y cada cosa que decíamos parecía verdad y mentira a la vez. -¿Qué tipo de arte haces? -pregunté. -No sé cómo explicarlo... -Probá con palabras -sugerí. -No, yo no soy escritora -respondió como si esa actividad fuera un delito. -Perdón, no quise ofenderte... Ella dijo, sonriéndose, que no importaba e intentó desarrollar su teoría del arte: -No tomes lo que digo al pie de la letra, pero sería más o menos así... el hom- bre moderno, vos, yo, este hombre creado por el capitalismo, es en sí mismo vul- gar, informe, despreciable... sólo el arte lo puede volver una entidad agradable. Ante mi largo silencio se vio obligada a continuar: -Mi material son los productos de consumo, con ellos trabajo. Los modifico, los doy vuelta. “Descotidianizar” -subrayó esa palabra como si fuera la contrase- ña que abriera todas las puertas-, esa sería la idea central. “Descotidianizar” los 153 objetos, los cuerpos para que el que observe mis obras tome conciencia de que la realidad se puede cambiar. Su concepción del arte no me gustaba para nada. Me parecía muy poco ori- ginal colocar objetos cotidianos en otro contexto. Pero aún había esperanzas: esa teoría podía ser parte de su ejército de mentiras. Más tarde yo le confesé que trabajaba como agente encubierto del gobier- no Noruego y que mi objetivo era robar la fórmula de la viveza criolla para lle- varla a aquel país. Ella recordó que todas las vacaciones de invierno las pasaba en la casa de la “tía Grace” y que gracias a ella conoció un mundo que sus padres no le habían mostrado. -A los doce años ella me leía Homero y yo aprendí a amar esa Grecia de hé- roes y dioses que tenían valores auténticos como la gloria, el honor, y que sus mo- tivaciones estaban basadas en sentimientos, no en la razón. Algún día, cuando termine de juntar plata, me voy a radicar en Grecia. Después dije que mis padres murieron en una accidente automovilístico en la ruta 2 y que fueron mis abuelos los que me criaron. Ella dijo que hacía cinco años que vivía en La Plata. Al principio vivió un tiempo con la “tía Grace”, pero cuando comenzó a trabajar en la óptica, decidió alquilar un departamento. Cuándo le estaba por preguntar si la tía aún vivía, ella miró el reloj y comen- tó alarmada que se le había hecho tardísimo. Antes de despedirnos, ella me pidió el mail. Se lo di junto a mi teléfono y la 154 dirección de mi departamento. -Si los datos que me das son verídicos pronto vas a tener noticias mías -anun- ció y se fue, tal como era su costumbre, sin despedirse con un beso. -Ojalá me llame -pensé.

Al regresar al departamento encontré a la muñeca sentada en el comedor, con las manos sobre un papel de lija. -¿De dónde sacaste eso? -pregunté como si fuera un padre. -Lo encontré por ahí -dijo sin mayores precisiones. -¿Qué estás haciendo? -insistí sin salir de mi rol. -Aprendiendo el sistema braile con esta hoja escrita en árabe. -Muñeca, tenemos que hablar... -No ves que estoy ocupada -replicó. -Pero lo que tengo que decirte es urgente... -Bueno, dale, hablá de una vez -ordenó. -Estoy saliendo con una mujer -dije sin más trámites. -Lo sabía... no hay ningún secreto tuyo que yo no sepa -explicó con simula- da tranquilidad. -¿Desde cuándo lo sabías?... -pregunté alterado-. ¿Y por qué no me dijiste nada? -Porqué quería que lo reconocieras solo, sin que yo te presionara. -¿Cómo te enteraste? -Por el perfume... Al perder la vista agudicé mi olfato -remató. 155 Me acerqué a ella e intenté abrazarla, pero me dio vuelta la cara. -Ahora no -dijo con frialdad. Fui hasta la cocina, llené la pava con agua, encendí un fósforo con la llama del calefón, prendí la hornalla, coloqué la pava encima del fuego y me quedé es- perando a que se calentara el agua. Cuando uno no sabe qué hacer, la realidad se torna más fragmentada. Puse yerba en el mate, con mi mano izquierda tapé la boca del mate y ayudado con la mano derecha lo batí como si fuera una coc- telera. Le eché un poquito de agua tibia, introduje la bombilla y tomé un sorbo, que luego escupí en la pileta de la cocina. Antes de que el agua hierva, la retiré del fuego y la vacié en el termo. -¿Querés unos mates? -pregunté con timidez. -Sí, dejá todo acá, yo me los cebo -respondió casi sin mover la boca. Su indiferencia me conmovió. Ese cambio era el primero de una serie infini- ta y casi microscópica. De cerca, con el barro hasta la cintura, no podía apreciar las dimensiones del terreno, pero al alejarme adquirí una visión satelital de lo vi- vido, que me permitió individualizar esa primera actitud como el comienzo que desembocó en el abrupto final.

156 X

Nuestras primeras semanas con Kapelusz fueron frenéticas, pornográficas, agonizantes. Nos llevábamos muy bien en la cama, como si nos conociéramos de toda la vida, aunque esto no generaba ningún otro sentimiento que no sea pu- ra y exclusivamente sexual. El juego de las mentiras que habíamos comenzado en esa charla de café, continuó sobrevolando a lo largo de nuestra relación, tiñen- 157 do todos nuestros actos con una hermosa neblina. Volví a tener noticias de ella cuando me envió un mail con una invitación:

De: “Belén Demuri” Para: [email protected] Asunto: Hola... Fecha: 19 de agosto de 2000. 01:53 Sebas: ¿Tenés ganas de verme?... ¿Sí?... Bueno entonces anotá: te espero el lunes a las 11 de la noche en la esquina de 5 y 48. P.D. No se suspende por lluvia. Durante el fin de semana estuve ansioso como una virgen. Mi cuerpo la ex- trañaba y nesecitaba verla, estar desnudo con ella en una cama, rozar su piel con la mía, explorar sus secretos pasadizos y hacer todas esas cosas que desean las protagonistas de las novelas de “Corín Tellado”. Producto de ese estado, el lunes llegué a la cita bastante antes de lo acorda- do. Cuando uno espera está en desventaja, es el otro es el que no viene, el que maneja nuestros estados de ánimo y expectativas. Pero esa incertidumbre, ese “¿vendrá o no vendrá?” convierte al instante previo en una condena agradable. Los primeros minutos la mente sobornó al cuerpo enviando falsos mensajes de tranquilidad: “Todavía es temprano”, “las mujeres son impuntuales”, bla, bla, bla... 158 Una primera suposición me inquietó: ¿era este el lugar? Traté de recordar el mail...”De”... “Para”... “Asunto”... “Instrucciones”... “El día Veintiuno” “Agosto”... “23:45”... “5 y 40”. No había dudas era el lugar. Consultaba el reloj a cada segundo, como si creyera que eso pudiera servir de algo. ¿Se acordará que tiene que venir? -esta segunda suposición, un poco más perturbadora que la primera, aumentó mis temores. El mail estaba fechado el sá- bado a la madrugada, así que en esos tres días que habían pasado ella se podría haber olvidado de ese compromiso. Me dije que para Kapelusz yo no represen- taba más que una aventura pasajera, alguien sin importancia y que era mejor no hacerse mala sangre. El tiempo avanzaba, su figura no aparecía y cada vez me desanimaba más. ¿Y si le pasó algo? -ya instalado en un mar de angustias di rienda suelta a creencias apocalípticas: quizás había tenido un accidente o peor aún, cuando ve- nía a mi encuentro la secuestró una nave extraterrestre y la infectó con un virus letal. El propósito de los alienígenas era que ella contagiara al resto de la huma- nidad, y así poder invadir la tierra. Para colmo en esta conspiración están involu- crados los principales gobiernos del mundo, la CIA, la KGB, el FBI... Después de 45 minutos de espera comprendí que mis presunciones no iban a modificar la realidad y decidí volver. Al entrar a mi departamento me invadió una pequeña melancolía. La muñe- ca dormía en su silla mecedora y no me escuchó llegar. Me acosté en la inmensi- dad de mi cama matrimonial, pero tardé en dormirme. 159 -La cita, ¿no será parte de sus mentiras? -este pensamiento lejos de preocu- parme generó una particular excitación. En otro momento hubiese saciado esa necesidad masturbándome pero ha- cer esto hubiese significado una solución insustancial. Intuía que retardando el deseo obtendría más placer. A la mañana siguiente, entre todos los mail que recibí, por suerte, había uno de Kapelusz:

De: “Belén Demuri” Para: [email protected] Asunto: Mil perdones... Fecha: 22 de agosto de 2000. 02:55 Sebas: Perdón y perdón. Se me súper-complicó. Recibí una visita inesperada y tuve que hacer vida familiar... ¿Me esperaste mucho tiempo? ¿Te parece que nos veamos el viernes? Te espero a las 11 de la noche en el hotel León que queda en 42 entre 3 y 4, habitación 10. Si por algún motivo se te complica, avisame, si no todo bien. P.D. Tengo nuevas y fabulosas mentiritas.

Esa semana transcurrió entre mi autoprohibición de masturbarme y una lla- 160 mativa indiferencia de la muñeca. Para el primero de los temas, como era de es- perar apareció Mark: -Su actitud, querido amigo, -explicó con aires catedráticos- puede significar un retroceso caótico hacia etapas que no sería aconsejable volver a vivir. A pesar de sus advertencias, me rehusé a masturbarme, sabía que la absti- nencia me daría a largo plazo beneficios más intensos. El viernes con artificial tranquilidad, decidí ser impuntual: llegué a la cita media hora tarde. El hotel “León” era sombrío. Eso, que a otros hubiese moles- tado, a mí me parecía la mejor virtud del lugar. Todo parecía estar a punto de de- rrumbarse, o incluso ya derrumbado y vuelto a colocar vaya a saber con qué pro- pósito. Esperé en la recepción un largo rato hasta que por fin salió a atenderme un hombre alto, flaco y calvo. Usaba anteojos con un armazón remendado con cin- ta aisladora blanca y hablaba con la respiración entrecortada. Me dijo que me es- taba esperando y que la habitación 10 se encontraba en el segundo piso. Después sacó la llave de tablero de madera y me la entregó. Subí los dos pisos por escale- ra. A medida que avanzaba, todo parecía estar más abandonado. La habitación 10 era pequeña, sin ventanas, ni baño. Recostada sobre un triste y desteñido cubrecama amarillo y con la ropa puesta estaba Kapelusz. Esa noche lo hicimos tres veces, utilizando preservativos que ella había traí- do, y que con excesiva dedicación se encargó tanto de colocármelos como de qui- tármelos. -Los quiero guardar para hacer una obra de arte -me explicó. 161 -Mentirosa -dije. -Quizás, quizás, quizás... Durante las siguientes semanas lo seguimos haciendo en el hotel “León” y con sus preservativos y nuestras mentiras. Sólo nos veíamos los lunes, miércoles y viernes, al principio un poco por casualidad, pero después con la firme intención de no saturarnos. Durante nuestros encuentros hablábamos mucho de cualquier cosa. La men- tira esperaba agazapada detrás de cada palabra. Un miércoles me contó que su madre, días atrás, se había venido de Tres Arroyos, harta de su matrimonio. -Mamá no soporta más los caprichos del hincha pelotas de mi viejo... -dijo y después explicó que ella hace un par de años que no se habla con su padre. Otra noche manifestó que desea comenzar otra vida lejos de todos, en Gre- cia, y por eso dice que todo lo que tiene aquí es pasajero. -En este país estoy de paso. ¿Debía creerle?. Estimulados por la libertad que significaba poder mentir y a medida que nuestros cuerpos se fueron conociendo, nos dejamos contaminar cada vez más por un fuerte matiz pornográfico. Palabras sucias dichas al oído, variadas posicio- nes, intensos revoloteos y la utilización de distintos juguetes estimulantes. Estas prácticas me hicieron sentir raro y a la vez feliz. Estaba sorprendido de todo lo 162 que se podía hacer y no conocía. Yo creía que el sexo era otra cosa, algo más pro- lijo y breve, pero ella se encargó de modificar mi estrecha mirada. Una noche de viernes en el medio de fogosas caricias me sorprendió con una inesperada pregunta: -¿Sabés con quién lo vamos a hacer? -No -respondí desconcertado. -Con un clon mío -propuso sin ruborizarse. -¿En serio? -pregunté entusiasmado-. ¿Y qué me van a hacer? La idea me agradaba. -Te vamos a recorrer por todo tu cuerpo y después nos vamos a frotar los unos a otros, besándonos los tres, confundiendo nuestras bocas. -¿Y las voy a coger a las dos? -sugerí. -Sí, vamos a hacer lo que vos quieras. Todo -o casi todo- estaba permitido en nuestro mundo. Su clon fue la estrella durante casi tres semanas, hasta que, ya sin ningún ti- po de vergüenza, me atreví a invitar a mi clon para que nos entregáramos los cuatro en una orgía de espejos. Seguimos así, con algunas leves modificaciones. A veces eran dos clones míos, otras, dos de ella. Incluso llegamos a ser más de 12 en una cama. Después de un tiempo los dejamos de incluir en nuestros mundos de sába- nas. Habían aparecido sin previo aviso y se fueron en silencio, como un barco fan- tasma que se aleja hacia el más allá, aunque, meses más tarde, ecos subterráneos de estos encuentros, volverían del pasado para actualizarse en nuevas y sombrías 163 fantasías. XI

Por esos días la muñeca me sorprendió con un extraño reclamo: la plata que yo gastaba en hoteles debía utilizarla para hacerle regalos. -Cada vez que te obsequié algo, lo rechazaste -respondí ofendido a su de- manda. -¡Mentís! -exclamó. 164 -Hacé memoria... el yo-yo, los anteojos... -Esas cosas eran una porquería... -¿Qué te tengo que regalar para que estés feliz? ¿Un auto? ¿Un collar de perlas? -El vestido fue un buen regalo, por ejemplo -su tono era sarcástico. Seguimos discutiendo un largo rato. Ella planteó que si quería seguir hacien- do “esas chanchadas inmundas”, que vaya al departamento de Kapelusz. Le acla- ré que era imposible porque en lo de Kapelusz estaba parando la madre. -Traéla acá, entonces -dijo. Me quedé boquiabierto, sin entender si lo que había escuchado era real o imaginario. -No te digo acá -aclaró señalando mi cama con la mirada- pero sí en el cuartito... El cuartito era una habitación pequeña, pegada a la terraza, ideal para guar- dar viejos cachivaches. Ella continuó enumerando las ventajas que tenía ese lugar, hasta que harto de escucharla acepté su propuesta. Aunque reconozco que la idea desde el pun- to de vista práctico no me desagradaba. Corría con la ventaja de que la muñeca no sabía cuánto gastaba en el hotel, así que podría inventarle una cifra mucho menor que la real, sin que ella sospechara nada. Además era la única alternativa que tenía si quería seguir con Kapelusz. Claro que en ese momento no advertí la trama oculta de su proposición. Sin darme cuenta, al tomar esta decisión impru- dente y descabellada, estaba cayendo en una premeditada trampa. 165 Hundido en mi propia alienación, al otro día puse manos a la obra: fui al cuartito, con un balde, guantes de goma, trapo de piso, secador, lavandina y de- sengrasante con aroma a lavanda. Después de limpiar a fondo el piso y amonto- nar mis cosas en un rincón, coloqué un colchón de una plaza y una mesita de luz que compré en un remate. Faltaba sólo la aprobación de Kapelusz, tarea que me parecía por demás compleja. Nuestra relación era intensa, pero a su vez superficial y sin ataduras. Temía que tomara el ofrecimiento de hacerlo en “mi departamento” como un vil intento de aumentar nuestro grado de compromiso o lo que es peor aún, como una de nuestras tanta mentiras. Finalemente un sábado al mediodía la pasé a buscar por la óptica y la invité a almorzar unos panchos en Plaza San Martín. Sentados en un banco cerca de la boca del subte, la ametrallé con palabras para no darle tiempo a pensar. En me- nos de un minuto le comenté que no estaba atravesando un buen momento eco- nómico, que se me estaba yendo mucha plata en hotel, que era mejor que lo em- pezáramos a hacer en mi departamento, y que para eso ya había preparado un cuarto que sería nuestro nuevo “escenario sexual”. -¿Un cuarto? ¿Y por qué no lo hacemos en tu habitación? -dijo en cuanto me tomé un respiro. Su pregunta era lógica, pero previsible, así que saqué de mi bo- ca una respuesta que ya traía preparada. -Prefiero un lugar que decoremos los dos. 166 -Bueno, no sé... -dudó. -Mirá, no te quiero forzar a que hagas algo que no tenés ganas... si querés vamos ahora a mi departamento y me respondés después de que lo veas... -Okey, voy, pero no te aseguro nada.

Lo primero que vio Kapelusz al entrar al departamento fue a la muñeca. -Era cierto lo de la muñeca inflable... -afirmó emocionada. Después se acer- có a ella -para mi gusto demasiado- y la tocó como si quisiera comprobar que era de verdad. -Me encanta -agregó. -Los anteojos eran para ella -recordé. -¿En serio? -preguntó sin salir de su éxtasis- ¡No me digas que además estás enamorado de ella! Estaba por responderle que sí, cuando la muñeca dejó escapar un leve sus- piro y con la mirada pidió que me acercara. -Es una boluda esta mina -dijo. -¿Vamos a ver el cuartito? -le propuse a Kapelusz. -Como quieras -respondió con desgano, hipnotizada por la figura de la muñeca. Después de que le mostré el cuartito, salimos a la terraza y allí me explicó que el lugar estaba “bien”, pero que tenía que tirar todos los afiches de cine que estaban colgados en la pared, las cajas con diarios, los juguetes rotos, las quince latas de cerveza de diferentes países y que después vería si aceptaba. 167 Guardé todas mis cosas en el placard de mi habitación y en la próxima visita aclaró que si bien había hecho un buen trabajo, todavía faltaba un toque feme- nino. Días más tarde colgó un par de fotos de Grecia, algunos grabados hechos por ella, trajo un velador, sábanas nuevas y un cubrecama. Cuando creí que no iba a traer nada más, apareció con un maniquí sin cabeza y un pote de tergopol y una bolsa negra. -Dejame un rato sola, que tengo que preparar una sorpresa. Después de una hora me llamó. Entré al cuarto y Kapelusz con tono jovial anunció: -Te presento al joven manos de esperma... El maniquí estaba cubierto con un nylon a la altura del tronco y sus brazos estirados como si llevaran una bandeja. Tenía las palmas hacia arriba, y colgando en cada uno de sus diez dedos un preservativo usado. Me acerqué para observarlos mejor. Me despertaba curiosidad su origen, las formas y tamaños de los cuerpos que los sostuvieron. -Quedate tranquilo que cuando logre venderlo, te invito a comer a Puerto Madero -se justificó Kapelusz y entonces comprendí que esos preservativos eran los que habíamos utilizado en nuestros encuentros en el hotel “León”. -Por lo que veo no me mentiste cuando dijiste que eras artista -aventuré. -Quizás, quizás, quizás... Esa noche, por fin, estrenamos el cuartito y al otro día le hice una copia de 168 la llave para que pudiera entrar sin tener que bajar a abrirle.

Cada lunes, miércoles y viernes yo la esperaba en el cuartito para llevar ade- lante nuestros clásicos encuentros. Por lo general, esas noches Kapelusz se que- daba a dormir allí y yo volvía a mi habitación. A la mañana siguiente no me cru- zaba con ella porque se iba muy temprano a trabajar. Una costumbre que Kapelusz tomó por esos días fue venir los domingos a la tarde, aunque no con fines sexuales. Traía una película, medialunas o churros y se quedaba hasta las ocho de la noche. -Me deprime quedarme en casa los domingos, me hace acordar a la vida en Tres Arroyos -me confesó una vez. -En realidad se muere de ganas de verme e inventó esta excusa para poder estar conmigo -conjeturé. Por su parte, la muñeca si bien había sido la que propuso la idea de que la “chirusita” me visitara, cada vez que venía Kapelusz se volvía fastidiosa y perdía todo rasgo de cortesía. Yo me preocupaba por que a ella no le faltara nada y, co- mo habíamos convenido, le compraba todas las semanas algún regalo. Antes de ir a la habitación para esperar a Kapelusz, me acercaba con exagerada dulzura, le acariciaba el pelo, le daba un beso en la frente y le dejaba un obsequio en su falda, por lo general una remera o una pollera de algodón. Ella tan sólo respon- día con un lacónico: -Es tu deber. Esa indiferencia era sólo una pose para tapar sus oscuras intenciones. Lo 169 comprobé una noche de miércoles de noviembre en la que Kapelusz gritó más que lo habitual debido al inesperado uso que le di a una cuchara metálica de las que se emplean para servir en helado en bochas. Al salir del cuartito descubrí a la muñeca con la oreja apoyada en la puerta del cuartito. -¿Qué haces acá? -pregunté en voz baja, tratando de que Kapelusz no escu- chara. -Salí a tomar un poco de aire -mintió. -Estás celosa -dije provocador. -No, querido, te equivocás... esta mosquita muerta no me llega ni a los talo- nes. Además no sabés lo que soy capaz de hacerle a un hombre. -Bueno, demostrármelo -desafié. -Ni loca, hasta que no dejes a la otra, vos no me tocás ni el inflador -concluyó. En ese momento debería haber descubierto su maquiavélica jugada, pero sin embargo me quedé atado a lo inmediato. La muñeca me estaba dando la opción de elegir entre ella y Kapelusz y eso significaba caer en una disyuntiva difícil de resolver. Si bien por Kapelusz no sentía esa desenfrenada pasión de las primeras se- manas, en la cama seguía siendo única y ese era un motivo más que suficiente pa- ra continuar viéndola. Sus pinceladas de erotismo me habían creado una especie de adicción a su cuerpo, acentuado mi matiz andrógino y duplicando las fuentes de placer. 170 Por otro lado, hacer el amor con la muñeca era también una hermosa uto- pía que alguna vez esperaba alcanzar. ¡Aunque nada me garantizaba que dejan- do a Kapelusz, iba a poder lograrlo! Después de dar vueltas al tema durante va- rios días y de evaluar las distintas alternativas decidí que lo mejor era hacer gri- tar como nunca antes a Kapelusz. Haber descubierto a la muñeca espiándome me permitió darme cuenta de que debía utilizar sus celos en mi favor. De esta mane- ra la muñeca caería en un estado de irracionalidad absoluta, que le haría bajar sus defensas. En ese momento yo cambiaría mí actitud, me volvería comprensivo y paternal, y gracias a ese sentimiento de contención ella se entregaría a mi sin reparos, con lo cual alcanzaría mi gran sueño. Claro, no esperaba que todo ese gran artificio, tiempo después, jugaría en mi contra. Comencé a desplegar mi plan una noche de viernes. Mientras Kapelusz se deslizaba en sus inquietas humedades, le susurré: -¿Con qué actor te querrías acostar? -Brad Pitt -afirmó sin pensarlo. Y fue así como en las noches sucesivas nos acostamos con más de diez actores. Al Pacino apareció disfrazado de diablo y con un corte en su rostro que Kapelusz lamió como si fuera una vagina. Luego vino Robert De Niro con su espalda inunda- da de tatuajes y sus rústicas manos nos acosaron. No podía faltar Humphrey Bogart con un piloto, pero nada abajo. Fue gracioso verlo hacer el amor, sin soltar el ciga- rrillo. James Stewart llegó en silla de ruedas como en La ventana indiscreta y ella se sentó sobre sus piernas. Cuando terminamos, le firmamos el yeso. Nick Nolte estaba borracho y nos pegó con un cinto, fue violento, pero a la 171 vez paternal. Kapelusz gritó más que nunca con Bruce Willis, en musculosa. Por su parte Harrison Ford vestido como Indiana Jones nos enlazó con el látigo. Con Micheal Douglas lo hicimos en una calle de San Francisco y a Leonardo Di Caprio lo echamos después de esperar más de dos horas que se le parara. Cuando la lis- ta comenzó a incluir a Danny De Vito y Charles Chaplin comprendí que debíamos invitar a actrices. Cameron Díaz con su amplia boca me hizo la mejor fellatio de mi vida. Kape- lusz besó a Winona Ryder con dulzura, mientras yo las acariciaba con mi pene. Mi- chelle Pfeiffer fue otra vez Gatúbela y a la mañana siguiente amanecí arañado. Meg Ryan volvió a fingir un orgasmo como en Cuando Harry conoció a Sally, mien- tras que nos masturbábamos unos a otros. Nuestras lenguas sincronizadas practi- caron cuninlingus en las profundas hendiduras de Sharon Stone. Gwymeth Pal- trow no quiso participar porque le dolía la cabeza, pero sí Mira Sorvino que actuó como una verdadera prostituta, y en el momento del clímax gritó: “Io sono Afro- dita”. A Angelina Jolie, vestida como en Tomb Raider, la mojamos con una jarra de agua helada, y junto con Kapelusz, nos perdimos en sus enormes pechos. Durante ese período la muñeca había respondido como esperaba: -Tenés la mente podrida -dijo una madrugada. Sabía a qué se refería, pero preferí ignorarla: -¿De qué me hablas? -Por las cosas que se dicen con la atorrantita cuando se encierran en la pieza 172 -explicó. -¿No te gustan un poquito...? -¡Por quién me tomaste! Yo no soy como ésa que se revuelca con cualquiera. Todo parecía indicar que había elegido el camino correcto. Ese mundo de ac- tores y palabras había elevado los alaridos de Kapelusz y captado la atención de la muñeca. Además debo confesar que yo también la pasaba muy bien en esas aventuras de celuloide. Pero claro, las fantasías también se agotan. Poco a poco la presencia de los actores se volvió previsible y los gritos de ella fueron mermando. Este hecho era un dato desalentador. Debía actuar rápido y de manera certera si quería alcan- zar mi objetivo primordial: hacer el amor con la muñeca. XII

-Qué lindo que es el maniquí -comentó al pasar la muñeca una mañana. -¿Quién? -pregunté desconcertado. -El maniquí ese que trajo tu “amiguita”. -¿Te parece?... no tiene cabeza, ni tampoco mucha movilidad -desafié. -Lo esencial es invisible a los ojos... 173 -Okey, cuando quieras te lo presento y se van un tomar un helado... -Ay, no es para tanto, fue un comentario nada más... En diálogos como estos debería haber adivinado su juego, eran indicios, pe- queñas pistas que ella me tiraba y no supe descubrir a tiempo. Para colmo Mark fue el primero en advertirme que la muñeca no era alguien en él que se podía confiar. -No entiendo como usted, querido amigo, sigue soportando que esa muñe- ca lo lleve de las narices... -protestaba a menudo, Mark. Como siempre no le hacía caso a sus consejos, prefería continuar desplegan- do “mi grandioso plan”. En ese momento mi única preocupación era encontrar la manera de proporcionarle más placer a mi amante. Después de rearmar el cuartito, Kapelusz, se dedicó a poner a punto el de- partamento. Comenzó cambiando las cortinas, colocando lámparas de papel en todas las habitaciones, forrando los estantes de la biblioteca y pintando de color ocre el comedor. Su sentido estético volvió armoniosa la natural tendencia anárquica que tie- nen los objetos y en poco tiempo dejó el departamento como nuevo. Una vez que terminó esa etapa, y después de una entrevista informal que me realizó una tarde, descubrió que mis hábitos alimenticios se encontraban en un estado calamitoso. En la puerta de la heladera colgó de dos imanes un decá- logo de consejos básicos para una dieta balanceada: 1. ¡Esta prohibido pasar por alto el desayuno!. 174 2. ¡Las frutas y hortalizas tienen vitaminas y minerales básicos! 3. ¡Los pescados y frutos de mar previenen enfermedades cardiovasculares! 4. ¡Los lácteos mantienen sano el esqueleto! 5. Las legumbres contienen grasas y fibras beneficiosas para la salud. ¡Y son ba- ratas! 6. ¡Los chocolates engordan y no aportan nutrientes esenciales para el organis- mo! 7. Si vas a comer pan, ¡que sea integral!. 8. ¡La manteca y la margarina no tienen colesterol! 9. ¡No salar las comidas! ¡Peligro de hipertensión! 10. ¡Cuidado! ¡Los productos light o diet también engordan! Estos consejos los seguía sólo cuando compartía las comidas con ella; el res- to del tiempo los aprovechaba para injerir todos los alimentos prohibidos. Ade- más ¿qué me aseguraba que no sean parte de sus mentiras? Después se ocupó de otros aspectos de mi estética: me enseñó a combinar los colores de las vestimentas y me acompañó a la peluquería para ayudarme a elegir un nuevo corte de pelo. -Es para que estés mejor -aclaraba cada vez que decidía por mí. Para no herir su orgullo, la dejaba que jugara conmigo a las muñecas, sin protestar. Me resultaba cómodo despreocuparme de algunas pequeñeces diarias y era una manera de mantenerla feliz. Se obsesionó tanto con su misión que comenzó a venir todos los días al departamento, aunque a dormir sólo se quedaba los lunes, miércoles y vier- 175 nes. Por esos días conoció a Moriconi, a Angélica y a Aníbal. Para ellos Kapelusz era mi novia, y si bien nunca me preocupé en aclarar el tema, esa suposición me molestaba. ¡Mi única novia era la muñeca! El encuentro con Moriconi se dio gracias a un malentendido. -Hace mucho que no te veía -protestó Carlos una tarde que me lo crucé en el palier del edificio. -Sí, estuve ocupado -me excusé. -Me imagino, desde mi habitación, noche por medio, se escuchan los gritos -no había reproche en su tono, sino un aire irónico. -¿En serio? -pregunté con vergüenza. Nunca hasta ese momento había pen- sado en que los orgasmos de Kapelusz se podían oír en el resto del edificio. -Quedate tranquilo que no me voy a quejar a la administración -aclaró, dis- plicente y conteniendo una sonrisa- Eso sí, quiero conocer a la loba que emite esos aullidos. Tomé su comentario como parte de una vulgar broma. -Pasate el domingo a la tardecita -dije siguiéndole la corriente. Ese domingo, cerca de las cinco, cuando apareció con un cuarto de masas fi- nas me di cuenta de que dos días antes me había hablado en serio. Le presenté a Kapelusz y estuvimos charlando durante más de horas. Moriconi aprovechó la ocasión para volver a promocionar su biografía. 176 -Mi vida fue periodística -definió como si estuviera dando el discurso de agra- decimiento después de haber recibido el Pulitzer. Sacó de su cartera de cuero ne- gro uno de sus cuadernos azules y se lo alcanzó a Kapelusz mientras comentaba: -Cuando esto se publique, va a ser el Best Sellers más vendido de la historia. Lean el capítulo que está en la página 160.

La mascota

Recuerdo que la vi personalmente por vez primera en ÒMoroccoÓ en el a–o 1967. El General Juan Carlos Ongan’a manejaba los destinos de la patria y era el hom- bre fuerte de la Argentina. Hab’a derrocado meses atr‡s a don Arturo Illia con la pro- mesa de gobernar el pa’s durante 10 a–os consecutivos sin consultar al pueblo, apo- yado en la solidez moral de las Fuerzas Armadas. Tengo la fecha presente, porque hac’a unos d’as que Adalbert Krieger Vasena se ha- b’a hecho cargo del Ministerio de Econom’a. Ya se sab’a que el nuevo ministro oficiaba en realidad como testaferro de numerosos monopolios extranjeros, incluso se aseguraba que su plan de gobierno fue redactado directamente desde la capital de Suiza. Tristemente su gesti—n, como qued— en evidencia, estuvo al servicio de intereses espurios y la naci—n en- tera cay— en una espiral de decadencia econ—mica en la que aœn hoy est‡ inmersa. Siem- pre lo digo: la culpa ha sido de los tecn—cratas de la econom’a. De ese tiempo son las pri- meras quiebras de empresas tradicionales y afamadas como ÒLos 49 AutŽnticosÓ y ÒAl- bion HouseÓ. Sin embargo, esa es otra historia y no quisiera irme por las ramas. Yo intentaba referirme a otra cosa. La hermana de Krieger Vasena estaba casada 177 con Alfredito Chopitea, presidente de R’o de la Plata, Canal 13, compa–’a ligada a la cadena C.B.S., cuyo representante en el pa’s era nada menos que el cubano Goar Mes- tre. En tiempos donde las relaciones del poder, con los medios y la far‡ndula estaban aœn en pa–ales, ella fue una adelantada. Dec’a que la vi por primera vez en ÒMoroccoÓ, un lugar elegante y discreto, que pertenec’a a un grupo de oficiales del ejŽrcito, hasta donde llegaba gente de alto po- der adquisitivo despuŽs de la medianoche en busca de esparcimiento.

En esa Žpoca yo trabajaba en una revista semanal que se llamaba Tevelandia, lanzada al mercado para competir con T.V. Gu’a, pero que lamentablemente desapa- reci— en menos de un a–o. La revista ten’a un formato similar a lo que un poco des- puŽs ser’a Gente y La Actualidad. El Žxito a veces espera agazapado a la vuelta de cualquier esquina oscura y se torna impredecible. Mi labor en la revista estaba dirigida a cubrir la noche de Buenos Aires. Recorr’a espect‡culos de todo tipo, desde culturales a chabacanos, para despuŽs hacer una su- cinta cr’tica de los mismos. Ah’ tuve oportunidad de conocer las m‡s bajas miserias de la condici—n humana. Estrellas rutilantes, ignotas modelos, escritores famosos o pintores desconocidos se acercaban con su risa complaciente y la mano tendida. Eran capaces -aunque no quisiera generalizar- de la genuflexi—n m‡s abyecta con tal de que la revista publicara su foto o unas l’neas favorables. TambiŽn visitaba lugares estratŽ- gicos donde concurr’a esta nueva clase de famosos y publicaba, con seud—nimo, en la 178 contra tapa una secci—n que yo hab’a bautizado ÒDialoguitos al o’doÓ y que m‡s tarde imitaron La Raz—n y otros con mayor fortuna. El FrancŽs regenteaba ÒMoroccoÓ. Entablamos una s—lida amistad cuando lleg— de Rosario en 1962, con el fant‡sti- co equipo de basquetball de Regatas que hizo una gira por el gran Buenos Aires, y me toc— cubrir ese evento. Un tipo incre’ble el FrancŽs. La noche que me la present—, pasŽ primero por ÒMau MauÓ, pero estaba casi va- c’o. TomŽ una copa con Lataliste y enfilŽ para ÒMoroccoÓ. Me acompa–aba como siem- pre Cachito Alfieri, reportero gr‡fico de Tevelandia que no ten’a nada que ver con el ÒviejoÓ Alfieri, el m’tico fot—grafo de El Gr‡fico. Algunas veces, Cachito aprovechaba el apellido y cuando alguien le preguntaba si ten’a algœn grado de parentesco afirmaba con desparpajo que era su hijo. Era un tipo despierto, con habilidad para los negocios y gracias al apellido en esos d’as hab’a comprado en cuotas dos hect‡reas de tierra en la zona de Castelar donde pensaba instalar un criadero de perros de raza Dogo. Cuando entramos, el FrancŽs nos hizo se–a para que nos acerc‡ramos a la barra. Una estampa imponente la del FrancŽs. Vest’a un frac rojo, camisa blanca y mo–o ne- gro con zapatos de charol al tono. Med’a casi dos metros, pesaba noventa kilos y se mov’a en el local como pez en el agua. Manejaba al personal con mano de hierro pero era justo. Sonre’a cuando hab’a que sonreir y se plantaba firme cuando hab’a que plantarse firme. ÒMoroccoÓ era un lugar para cajetillas y el FrancŽs hab’a nacido caje- tilla, aunque no proven’a de una familia adinerada. Hab’a mucha gente, pero el lugar era amplio y se hablaba en voz baja como si todos se estuvieran confesando. Conseguimos sentarnos en un lugar apartado de la 179 barra, mientras el FrancŽs atend’a a la gente con esa sonrisa tan suya a prueba de dent’fricos. En un momento se acerc— a nosotros y en voz baja pero con claridad y sin apuro dijo mientras mov’a el dedo ’ndice de la mano izquierda: -Nada de fotos, muchachos... hoy nos visitan clientes que son afectos a la re- serva... En los templos de la noche hay ciertos c—digos de honor. La voz del FrancŽs era la voz cantante y la respet‡bamos a raja tablas. Algunas veces, antes de publicar cual- quier cosa yo lo consultaba con Žl. Hab’a una relaci—n de amistad y adem‡s el Fran- cŽs nos pasaba mucha informaci—n. En realidad Žl pod’a prescindir de nosotros, pero yo sŽ que me apreciaba y siempre dec’a: -Esto es lo mismo que como cuando Žramos chicos y cambi‡bamos figuritas en el barrio. Vos me das una y yo te doy otra. Entonces me codeaba en el h’gado y remataba: ÀTŽ acord‡s de las Starosta, pero no las comunes, las Starosta ovaladas de lat—n? ÀTe acord‡s, ÒMoriÓ? Ustedes ya saben: me llamo Carlos Wenceslao Moriconi, pero el FrancŽs siempre me dijo ÒMoriÓ. -Se–ores, entonces yo me voy a apolillar -exclam— aliviado Cachito mientras me palmeaba el brazo y saludaba con un gui–o c—mplice al FrancŽs. -Me quedo otro rato -dije. El FrancŽs me regal— un puro y mientras lo fumaba despacio de pronto pare- ci— que se encend’an todas las luces. Ella entr— y supe en ese mismo momento que 180 estaba mirando a una diva. Se acerc— a nosotros y salud— al FrancŽs con un beso en la mejilla. DespuŽs de un momento de silencio, el FrancŽs me se–al— y dijo: ÒUn amigo, es periodistaÓ. Ella me dio la mano, hizo un moh’n, susurr— algo que no en- tend’ y se marcharon juntos hacia un reservado. Cuando qued— sola cruz— las pier- nas, ech— con displicencia el torso hacia atr‡s y se empolv— la nariz. All’ recordŽ a mi madre. Mi madre ejerc’a el espiritismo y de chico me llevaba a la Escuela Basi- lio. Entre muchas otras cosas aprend’ que hay un cierto tipo de reencarnaci—n de ni- vel Žpsilon, muy poco frecuente por cierto, que se da entre dos personas vivas, el es- p’ritu se transmuta de una a otra como si se desgajara lentamente en epistemes. Ella estaba recibiendo a Rita Hayworth. Me sac— de mis pensamientos una voz que le dec’a al FrancŽs: -El Coronel quiere saber de la pelirroja que entr— hace unos minutos. GirŽ apenas la cabeza. Un gorila esperaba la respuesta del FrancŽs, mientras otro gorila, gemelo del que hab’a hecho la pregunta, estaba sentado en una mesa con un hombre de traje gris, pelo gris, corbata gris, bigote gris y una cara de reverendo hijo de puta. Comprend’ quiŽn era el C-O-R-O-N-E-L. -Expl’quele al C-O-R-O-N-E-L que en un momento le acerco la bebida -contest— el FrancŽs. Era una contrase–a y no me sorprendi—. -ÀQuiŽn es el Coronel? -preguntŽ en voz baja cuando el gorila se retiraba. -E-L C-O-R-O-N-E-L -contest—, como si cada letra tuviera vida propia. Se estir— hacia un estante de vidrio y retir— una botella de Bar—n B. etiqueta vio- 181 leta. -ÀQuiŽn es? -insist’. Pens— un instante, acerc— al mostrador un balde de acero inoxidable y dijo: -Te voy a decir una sola cosa, Mori. E-L C-O-R-O-N-E-L -remarc— otra vez cada letra- es el inventor de los cursillos de cristiandad en Ar- gentina. All’ se decidi— el d’a y la hora en que Ongan’a ser’a presidente. Mejor aœn... se decidi— quiŽn iba a ser presidente. Nos quedamos un instante en silencio y yo estirŽ el ment—n como queriendo sa- ber m‡s. -Ya hablŽ demasiado -concluy—. -E-L C-O-R-O-N-E-L me libre y me guarde -respond’ tratando de hacerme el gracioso. El FrancŽs no festej— mi chiste, entonces me callŽ la boca y segu’ fumando el puro. -Un tercio de cubitos -el FrancŽs empez— a hablar solo mientras colocaba los cu- bitos en el balde- dos tercios de agua... Agreg— el agua, revolvi— la botella de Bar—n B. en el balde y la envolvi— con una servilleta blanca. -Y ahora -confes— con una risita c—mplice- le llevamos champa–a al diablo, para que conozca a Dios... Sali— de la barra y se dirigi— al reservado donde ella miraba hacia ninguna parte, indiferente a todo. Volvi— cinco minutos despuŽs y el gorila ya estaba nuevamente es- perando a mi lado. Se apart— unos pasos y alcancŽ a escuchar que el FrancŽs le dec’a 182 con un hilo de voz: -Puede informarle al C-O-R-O-N-E-L que la se–orita se siente halagada por la distinci—n y acepta gustosa el encuentro. El gorila sac— una billetera y le entreg— un fajo de dinero que el FrancŽs hizo de- saparecer r‡pidamente en un bolsillo interior del saco rojo. Se acomod— la solapa y le devolvi— al gorila una sonrisa amplia. Fui al ba–o y cuando volv’ ella y el C-O-R-O-N-E-L conversaban animadamente en el reservado. Hasta donde yo sŽ, los encuentros se prolongaron mucho m‡s all‡ de esa no- che y el C-O-R-O-N-E-L supo agradecer tantas atenciones: us— sus influencias para que una agencia de publicidad, cautiva de Canal 13, la seleccionara para el lanza- miento de un jab—n. El corto se film— en Venezuela y un solo gesto de ella recorri— AmŽrica. As’ comenz— una carrera mete—rica hacia el estrellato. Se dedic— a la actuaci—n y transit— todos los gŽneros. Hizo comedia, drama, revista, porque ten’a Ò‡ngelÓ. Si al- go le faltaba era llegar a la televisi—n. Fue el espaldarazo definitivo y se convirti— en una diva. La nœmero uno. Pero como suele ocurrir en estos casos, su vida privada era un valle de l‡grimas. Fue pareja de un productor teatral, de un famoso boxeador, de un basquetbolista y de un galancito que con el tiempo se convirti— en un actor de primera l’nea. El ambiente art’stico ofrece estas paradojas. Se entreg— de lleno en cada relaci—n y sali— herida. Una de cal y una de arena. Un d’a conoci— a un vagoneta de la oligarqu’a que jugaba al polo, se enamor— 183 de Žl y se cas—. Casualmente en una final entre Chapaleofœ y Los Matreros, se reen- contr— con el FrancŽs, que en ese momento cortejaba a una viuda compungida. Ese mismo d’a ella le propuso que fuera su colaborador m‡s cercano. El FrancŽs, que te- n’a dificultades econ—micas, acept— de inmediato. Esa semana se mud— a una casi- ta que quedaba en la parte trasera de la mansi—n de la diva llevando con Žl a su mas- cota preferida, un peque–o perro, que ella adopt— como un integrante m‡s de la fa- milia. Fue una relaci—n de simbiosis perfecta. El FrancŽs la malcriaba y conten’a, ade- m‡s de cuidar siempre sus intereses. Ella, le retribuy— con generosidad y lo respetaba como no respetaba a nadie. Cuando ella se divorci— del polista con el que se hab’a casado diez a–os atr‡s, la relaci—n termin— en un esc‡ndalo. Entonces me conectŽ con el FrancŽs. No me sobra- ba el trabajo y le expliquŽ que me ser’a de gran ayuda lograr una entrevista. Era la primera vez que se lo ped’a. Unos d’as despuŽs se comunic— conmigo y me avis— que ella me conced’a dos horas, pero con una sola condici—n: que no se publicara en Ar- gentina. -Anot‡ -me dijo el FrancŽs- te voy a dar su nœmero de telŽfono, pero guardalo ba- jo siete llaves. Lo tiene muy poca gente. Lo escrib’ en una libreta de cuero de v’bora que precisamente me hab’a regalado el FrancŽs, tiempo atr‡s. No la hab’a usado nunca porque me parec’a demasiado lla- mativa. 184 -Gracias, hermano... -balbuceŽ conmovido. -Es como con las figuritas... - exclam— con una carcajada y cort—. RealicŽ la entrevista y la vend’ en 1700 d—lares a una editorial mejicana.

Poco despuŽs ella se enamor— de otro hombre y al poco tiempo el FrancŽs fue despedido. Todo ciclo llega a su fin. Alguien me dijo que estaba deprimido y lo llamŽ por telŽfono. Viv’a solo en un departamento de la calle Callao y me atendi— con la voz apagada. A duras penas acept— tomar un cafŽ. -Si los amigos no est‡n en los momentos jodidos, para quŽ carajo sirven los ami- gos -le dije, imperativo mientras cortaba. Siempre digo que el telŽfono acorta distan- cias y es el mejor invento del Siglo XX. No como la computadora que lo œnico que ha- ce es reproducir inventos ajenos para ofrecerlos de una manera mucho m‡s complica- da y menos eficiente. Nos encontramos en ÒLa BielaÓ de la Recoleta. Cuando lleguŽ estaba sentado en una mesa que daba hacia la Avenida Quintana. Hac’a m‡s de un a–o que no lo ve’a y lo encontrŽ desmejorado. Pidi— dos cafŽs y enseguida me dio su versi—n de los hechos. -A ella le aterra la soledad y necesita un amante a su lado -me explic—- y el tipo comenz— a manejarle los negocios... es un chanta y la va a llevar a la ruina. Hab’a ciertas decisiones con las que el FrancŽs no estaba de acuerdo y en poco tiempo las tensiones se fueron agravando. Lo m‡s doloroso para el FrancŽs fue que ella no se anim— a hablarle de frente y para colmo se qued— con su mascota. -Vos sabŽs c—mo quer’a yo a ese perro, aunque al menos sŽ que est‡ bien atendi- 185 do -se quej— el FrancŽs. Pero como Žl siempre se ha comportado como un caballero, prefiri— marcharse sin hacer ningœn reclamo dando un prudente paso al costado. -As’ es la vida -filosof— mientras jugueteaba con un sobrecito de edulcorante- hay que saber apretar cuando la tuerca est‡ floja -suspir—. -Nunca voy a olvidar la noche que me la presentaste. Fue en ÒMoroccoÓ -dije mientras devoraba una masita dulce. Hizo un gesto con la cabeza de un lado para el otro. No se acordaba. -Aquellos fueron los mejores tiempos -respondi— con una sonrisa amarga carga- da de nostalgia. -Esa noche a ella le cambi— la vida -agreguŽ-. Vos la conectaste con el coronel, di- go con E-L C-O-R-O-N-E-L -todav’a me gustaba c—mo se escuchaba esa palabra. DespuŽs recordamos viejos tiempos, evocamos algunas historias y nos re’mos de ciertos personajes importantes. -Aquella noche ella estaba deslumbrante. Si hubiera sacado una foto, hoy valdr’a una fortuna -continuŽ. Me mir— sin comprender. Llam— al mozo y pidi— otro cafŽ. Yo lo rehusŽ. Me pro- duce acidez. -Me acuerdo de todo -insist’-. Yo lleguŽ a ÒMoroccoÓ con un pibe, Cachito Alfie- ri, era fot—grafo... pero vos dijiste que esa noche hab’a gente pesada... -Ni te imagin‡s la clase de pesados que ven’an -respondi— mientras resoplaba. 186 -El pibe Alfieri... -evoquŽ- era m‡s vivo que el hambre... se llen— de guita con un criadero de perros de raza Dogo. La peg—, en esa Žpoca a los Dogos no los conoc’a na- die y despuŽs la inventaron como una raza criolla. S—lo los criaba un tipo, creo que era un veterinario de C—rdoba... -ÀC—mo? -pregunt— de pronto tirando el cuerpo hacia adelante. El mozo volvi— con el cafŽ y un platito con dos masitas finas. No me puedo resis- tir a los dulces. -Cachito se llen— de guita -repet’-. Empez— con dos hect‡reas en Castelar y aho- ra es un personaje. Sigue con los perros porque le gusta, pero entr— en la grande. Es un personaje en Castelar. Est‡ en el negocio inmobiliario con inversiones en countries -finalicŽ satisfecho mientras com’a la œltima masita. Me mir— a los ojos, hizo un largo silencio, despuŽs cre’ que iba a decir algo pero mantuvo la boca cerrada. Parec’a que estaba pensando en otra cosa. Nos despedimos en la puerta. Mientras me abrazaba con afecto dijo: -No sabŽs c—mo te lo agradezco, ÒMoriÓ... me hizo muy bien conversar con vos... Se fue caminando hacia Callao. Lo chistŽ y se dio vuelta. -ÀC—mo en el barrio cu‡ndo Žramos chicos, FrancŽs? -le dije- siempre cambian- do figuritas... Extendi— el brazo hacia adelante con el pu–o cerrado y el dedo pulgar hacia arriba. -Hoy me llevo una dif’cil... la 109, ovalada y de lat—n: ÁRayyy ÒsuggarÓ Rooobin- s—n!... Áthe champioooon of the woooord! -exclam— alargando las palabras mientras hac’a una mueca indefinida y juntaba los pu–os cubriŽndose la cara. 187 Se perdi— entre la gente, y no lo vi m‡s. Me ocurre con cierta frecuencia. Por las noches no puedo dormir. Entonces, me levanto y preparo un tesito de tilo y toronjil con leche bien caliente. Un mes despuŽs de aquel encuentro, con la taza tŽ en la mano fui hasta el living y prend’ el televisor. Desde Las Vegas, un negro imponente sub’a al cuadril‡tero del Cesar Palace, en tanto un irlandŽs con el cintur—n de campe—n en la cintura y casi tan imponente como Žl, lo esperaba con la mirada cargada de desprecio. Debo confesar que tengo una actitud de fascinaci—n y rechazo a la vez por el boxeo. Mientras yo be- b’a siete tragos cortos de la tisana apoyado contra el marco de la puerta y los dos hom- bres, en el primer round, bailoteaban y se med’an con el brazo extendido casi sin to- carse, apareci— sorpresivamente la placa roja de Cr—nica tipo cat‡strofe con letras blancas y rebordes negros, que dec’a: ÒDOGO ASESINO HABRêA DESTROZADO A MASCOTA DE FAMOSA DIVA. AMPLIAREMOSÓ Me quedŽ absorto y la taza se hizo a–icos contra el piso. No sŽ cu‡nto tiempo estuve as’. Fui a mi habitaci—n y busquŽ en la mesa de luz mi agenda de cuero de v’- bora. MarquŽ un nœmero y realicŽ una llamada telef—nica pero me atendi— un con- testador autom‡tico. Por si acaso tapŽ el tubo con la mano temblorosa y dejŽ un mensaje. Cuando volv’ al living, mientras me agachaba para levantar los restos de la taza, me pareci— ver algo peque–o y ovalado que brillaba en un rinc—n y sent’ que hab’a re- cuperado lo que me pertenec’a. 188 En la televisi—n, rodeado de micr—fonos, el irlandŽs en primer plano trataba de explicar con la voz entrecortada por el dolor y la rabia que hab’a recibido un golpe ba- jo. Mas atr‡s, el nuevo campe—n con los brazos en alto y vitoreado por sus seguidores, ofrec’a al mundo una sonrisa blanca y descomunal.

De todas las historias que he leído de Moriconi, ésta era la que me había re- sultado más inverosímil. En cambio a Kapelusz le pareció que se “quedaba cor- to”. Para ella la realidad era más despiadada de lo que él la mostraba. Como cie- rre de una largo monólogo sobre el desmembramiento de la sociedad actual, le explicó Moriconi que la actitud del Francés había sido una buena manera de de- fender sus derechos laborales ante la impunidad de la diva. -Sí... sí -respondió en automático Carlos- pero me interesa saber qué te pa- reció el relato... -Lindo... llevadero -esa imprecisa definición no conformó a Moriconi, que igual como buen caballero agradeció con una leve sonrisa. -En la farándula todo es cartón pintado -siguió ella-. La gente observa ese mundo con la estúpida ilusión de que alguna vez van a poder tener las misma co- sas que las estrellas. A base de mentiras como esas es que funciona el sistema -había veces que Kapelusz se parecía una caricatura de sí misma. Moriconi asintió sin mucho entusiasmo. Después anunció que tenía cosas que hacer y se despidió con la promesa de que en algún momento nos iba a in- vitar a cenar a su departamento. A Angélica y a Aníbal los conoció tres días después en la puerta del edificio. 189 Fue una charla casual y rápida donde prevalecieron mutuas presentaciones y mi- radas evaluatorias. -Un día de estos los invitamos a cenar -dijo entusiasmada Kapelusz. Traté de disimular la sorpresa que me generó su propuesta. Me asustaba que, además, lo haya dicho en serio. Un instante después de que nos despedimos, se disiparon mis temores: -Este viejo verde debería sentirse afortunado de que le dé bola una mina co- mo Angélica -comentó Kapelusz por lo bajo. Ella sabía mantener las apariencias y ejercitaba el arte de la cortesía co- mo nadie. Comprendí que el juego de mentiras que iniciamos en aquella charla de café debía ser la propuesta que mejor se adecuaba a su personali- dad.

Mientras tanto a la muñeca parecía no importarle que Kapelusz se hiciera cargo de la casa. Permanecía en silencio, expectante, como esperando el momen- to exacto para dar el golpe de gracia que revirtiera la situación de desigualdad en la que se encontraba. Ella sabía que para Kapelusz su presencia seguía siendo la de un “simple elemento decorativo” y esta subestimación era su as en la man- ga y una parte fundamental de su insólito objetivo. -Ya va a ver esta mosquita muerta quién es la reina de la casa -repetía por lo bajo-. 190 Yo le restaba importancia a sus palabras, lo cual me llevó a caer en un esta- do de increíble ingenuidad. Y eso que Mark insistía con sus advertencias: -Debe ser precavido, querido amigo y no dejarse llevar por las apariencias... Estaba tan feliz por tener una amante con la cual compartía hermosos oasis de placer y una muñeca con la que pronto haría el amor, que no me importaba nada más. Ahora comprendo que el mayor de mis errores fue dejarme seducir por mi infinita vanidad. XIII

Y entonces llegó, con previsible puntualidad, la noche de Navidad. Kapelusz preparó unas milanesas de soja y después de cenar brindamos con sidra mientras observábamos desde la terraza la efímera vida de los fuegos arti- ficiales. -Esperame en el cuartito que ahora voy -le sugerí a Kapelusz cerca de la una. 191 Fui hasta mi habitación, saqué un pequeño paquete del ropero y lo coloqué sobre la falda de la muñeca. -¿No vas a ver lo que te trajo Papá Noel? -pregunté ansioso. El regalo, un mate de madera que días atrás le había comprado en la feria, era una buena va- riante para que no se cansara de tantas remeras y polleras. Lo abrí y mientras re- corría con su superficie de madera, la palma de su mano derecha le comenté: -Es un mate, mi amor... Ella mantuvo una postura estática y ni siquiera me agradeció. ¡No podía ha- cerme esto en navidad! Salí de la habitación decidido a hacer gritar como nun- ca antes a Kapelusz y de esta forma redimirme de la letal indiferencia de la mu- ñeca. Para lograrlo me tomé todo el tiempo del mundo. Dediqué varios minutos -más de los habituales- para acariciar su entrepierna, prolongando al máximo cada gesto y cuando advertí que Kapelusz estaba a punto de explotar le pregunté al oído: -¿Sabes quiénes se van a meter con nosotros en la cama? -No -dijo esperando escuchar el nombre de alguna celebridad. -Aníbal y Angélica -anuncié. No tengo en claro por qué decidí implementar este giro inesperado y no sabía si resultaría un estímulo efectivo, pero ya lo ha- bía dicho y no podía volver atrás. Mi mano redobló el ritmo. Allí estábamos los cuatro, los pechos de Angélica envolvieron mi pene, mientras que Aníbal atenazaba con sus piernas de ciclista a Kapelusz. Pronto ya no distinguí de quién era cada parte de esos cuerpos, pero 192 no me importaba. Un grito ahogado, mezcla de lamento desgarrado y de placer se multiplicó como si resonara en las interminables cámaras de una catedral. Era Kapelusz publicitando su orgasmo. A la mañana siguiente desperté con una extraña vitalidad. Fui hasta el cuar- tito, pero a pesar de que era feriado, Kapelusz ya se había ido. Me di un largo baño, preparé el desayuno, y coloqué la silla mecedora en el comedor para que la muñeca se viera en la obligación de enfrentarse al rostro satisfecho. -Anoche recuperé la vista -dijo acentuando una simulada apatía. Este sorpresivo evento rompió todos mis cálculos. -¡Es un milagro de Navidad! -anuncié con alegría y cuando intenté abrazar- la ella me frenó con sus brazos. -¿Por qué me rechazás? -Porque vi la porquería de mate que me regalaste -respondió displicente-. Yo merecía, por lo menos, uno de plata. -Si no te gustó andá a quejarte a Papá Noel... Ella no esperaba una reacción agresiva y mi respuesta la descolocó. -Cómo se nota que Papá Noel es yanqui y que nunca en su vida tomó un ma- te -remató con ironía y dejando entrever una sonrisa. Ya sin poses ni artilugios los dos reímos, pero sin exagerar e influenciados por el espíritu navideño, nos besamos.

Durante la semana siguiente Kapelusz no apareció por el departamento lo cual disparó la inquietante sospecha de que se había ofendido por mi inclusión 193 de Angélica y Aníbal. Sólo me tranquilizaba recordar su ensordecedor grito, re- flejo sonoro de la intensidad de la batalla. Traté de no pensar en el tema y me centré en disfrutar de la “restaurada” muñeca. Al principio temí que el hecho de haber recuperado la vista le provocara una recaída en su adicción por la lectura, pero por suerte nada de eso pasó. Es más, al ver los libros, sufrió una extraña repulsión y me pidió que por favor me deshi- ciera de ellos. No podía negarme, era su salud la que estaba en peligro. Sin du- darlo coloqué todos mis libros en una caja y los dejé en el cuartito, esperando que Kapelusz no me obligara a tirarlos. Una vez que superamos esta pequeña dificultad creí oportuno centrarme en alcanzar mi objetivo. Hubiese resultado muy sencillo proponérselo sin dar tanta vueltas, pero no quería apresurar sus tiempos. Mi estrategia debía seguir tenien- do como principal aliada a la paciencia y por lo tanto no estaba dispuesto a for- zar las cosas. Claro que la promesa de la muñeca precipitó los acontecimientos: -Este fin de año quiero que pasemos una noche muy especial -anunció y sus labios sensuales parecieron latir. ¿Se acercaba EL GRAN MOMENTO? Tenía miedo, ansiedad, excitación, un po- co de culpa y más ansiedad... debía esperar sólo tres días, y sabría la respuesta. ¡Qué emocionante! ¡Iba a recibir el milenio haciendo el amor con mi solcito de plásti- 194 co!Claro que Mark se encargó de empañar mi entusiasmo con mirada pesimista: -Si me permite, querido amigo, déjeme que le recuerde un viejo consejo que solía darme mi padre: “no hay que contar los pollitos antes de que nazcan”. -Puede ser Mark, pero es más importante saber que con timidez no se con- quista el mundo -respondí embriagado de vanidad. Otra vez mis malditos impul- sos me jugaban en contra haciéndome creer que estaba cerca del éxito, cuando en realidad me encontraba en el umbral del infierno.

El 31 la impaciencia me despertó cerca de las 8 de la mañana. Durante el res- to de ese día evitamos tocar el tema, como si temiéramos que sólo el hecho de nombrarlo lo destruyera. Por la noche cenamos a la luz de las velas y obedeciendo un consejo de mi abue- la, antes de la llegada del nuevo año, comimos doce pasas de uvas, pidiendo un de- seo por cada una de ellas. Más tarde brindamos con champagne y con ananá fizz. La noche era ideal para el amor, una tibia brisa se deslizaba por el aire y el mundo parecía haberse detenido en una posición expectante, agazapado, espe- rando la llegada del GRAN MOMENTO. Disfrutemos de la víspera, a veces mejor que tener es desear tener, me dije y le propuse ir a dar una vuelta. En La Plata hay una vieja costumbre: cada barrio arma durante meses un gran muñeco y des- pués de las doce del 31 lo queman. -¿Estás loco? ¡mirá si me confunden y me quieren prender fuego!... dejémo- nos de boludeces y vamos a la cama. No podía seguir escondiéndome de lo inevitable. Nos metimos en la cama y nos 195 dejamos empapar por millones de caricias. Allí estaba, en el umbral, en la entrada al paraíso. Nubes de algodón envolvieron mi cuerpo y me relajé como un gato. Entrece- rré los ojos tratando de olvidarme del mundo, de alejarme de la realidad y de disfrutar en plenitud ese sueño. Entonces, con la ingenuidad de un niño, me quedé dormido. A una hora que no puedo precisar, un grito anunció con desbordante agre- sividad: -La quemo, te juro que la quemo. Abrí los ojos: a un costado de la cama Kapelusz tenía sujetada a la muñeca con su brazo derecho, mientras que con la mano izquierda apuntaba amenazan- te un cigarrillo. -Pará, qué estas haciendo -intenté frenarla. -¿Estás enamorado de ella?... contestame -gritó. Le respondí que no, que en realidad cada tanto me gustaba dormir con ella y nada más, que se quedara tranquila. -¿Es como si fuera tu osito de peluche? -preguntó intrigada. -Algo así -mentí, sin atreverme a mirar a la muñeca a los ojos. -Está bien, te dejo que ella duerma con nosotros -concluyó. -¿Es una broma? -No. A partir de hoy, ahora, los días que venga de visita, voy a dormir en tu cama. En la frase de Kapelusz, no había posibilidad de negociación, era eso o na- 196 da. La relación comenzaba a tomar una seriedad que me molestaba. Por otro lado me preocupaba cómo tomaría la muñeca esta nueva posibili- dad. La observé buscando una respuesta; me devolvió un rostro impreciso, ausen- te, vacío. -Si las papas están calientes ¿por qué tengo que ser yo el que dé el primer mordiscón? -me pregunté. Fue así como volví a elegir el camino menos drástico: quedarme con las dos.

Durante esos primeros días traté, inútilmente, de encontrar una respuesta lógica a la repentina determinación de Kapelusz de querer dormir en mi cama y además permitirme que participara también la muñeca. Repasé todos sus gestos, actitudes, creencias, pero no hallé ninguna pista que me acercara a la solución de este dilema. -Quizás no hay un por qué -pensé sumergido en un absoluto conformismo. Resolví que sólo echaría a Kapelusz si se volvía demasiado posesiva. Mientras tan- to la debía seguir utilizando como fabricante de celos. Nunca antes me había acostado en la misma cama con una muñeca inflable y una mujer y debo confesar que resultó una experiencia mucho más placentera de lo que suponía. Formábamos una especie de “trencito”, donde la muñeca era la máquina, yo el vagón del medio y Kapelusz el furgón de cola. Traté de que nuestra convivencia nocturna tuviera límites estrictos, riguro- sos: no cambiaba nunca de posición e intentaba moverme lo menos posible. Un tema con el que debía tener especial cuidado era con el sexo. Decidí que lo me- 197 jor era consultarlo con la muñeca: -Mira, querido, yo ya te lo he dicho miles de veces, ese pedazo de carne no me llega ni a los talones... ¿querés hacerlo en tu cama?... no hay drama. Eso sí -su tono sonó a advertencia- cuando hagan sus habituales chanchadas, tené aun- que sea la delicadeza de llevarme a mi silla y ponerme de espalda. Sus palabras me parecían razonables, aunque Mark pensaba lo contrario: -Es una pose, querido amigo, un vulgar simulacro... Su paranoia me tenía cansado y si bien le agradecía con una amable sonri- sa, no tenía intenciones de seguir sus consejos. Mientras tanto nuestra biografía sexual con Kapelusz continuó alimentán- dose de personas cercanas ya que esto me había dado buenos resultados. El problema era que no compartíamos los mismos ámbitos y por lo tanto, no teníamos a quién recurrir. La lista se agotó con Moriconi, que más que excitante resultó gracioso verlo desnudo, pero con su bolso negro colgándole del hombro. Nos pusimos en acción para solucionar ese tema; una mañana la acompañé a la óptica y me quedé con ella durante más de cuatro horas. De nuevo en el departamento, creamos una orgía con un par de compañe- ras de trabajo, un cliente de tez morena y una dulce ancianita que utilizó su bas- tón para practicar sadomasoquismo. 198 Otras veces salíamos a caminar con el único motivo de buscar personas co- munes, que después pudieran ser invocadas cuando tuviéramos sexo. Así conocimos a una chica de no más de dieciséis años que atendía un kios- co cerca del edificio. Tenía piel pálida, pelo morocho lacio, acné y aparatos en su boca. Me hizo una fellatio, sentí los alambres de su aparato dental ahorcar mi pe- ne, mientras Kapelusz la masturbaba. También participaron de nuestras fantasías un muchacho desgarbado, que suele acomodar autos en nuestra misma cuadra. Con su franela atamos de las mu- ñecas a Kapelusz, para someterla, los dos al mismo tiempo. A veces pedíamos comida en algún delivery. Bajábamos los dos a buscar el pedido, y tratábamos de observar desde la vestimenta hasta la forma de su ma- no. Los más mínimos destalles le daban a la fantasía una fuerza mucho más con- movedora que la chatura de lo real. En esas ocasiones nos subíamos los tres a la moto y con la elasticidad de un contorsionista reproducíamos las más extremas posiciones, que ni el Kamasutra imaginó. Cansados de las comidas de roticería, decidimos pedir soda a domicilio; pe- ro el sodero resultó ser un cuarentón gordo y pelado. Sin embargo reciclamos los sifones vacíos para utilizarlos como juguetes sexuales. Ya sabíamos que podíamos invitar a cualquier persona y que podríamos ha- cerle lo que quisiéramos, que la encontraríamos dispuesta y dócil. Todo nos resul- taba muy fácil, quizás demasiado. Una tarde de enero, el calor sucio de La Plata nos quitó las ganas de salir a la calle. Entonces decidimos recurrir a las fotos de la infancia de Kapelusz. Elegimos 199 a la primera maestra de Kapelusz, una dulce muchacha con bucles rubios que mantuvo su guardapolvo. Con ella practiqué sexo anal; Kapelusz se había coloca- do bajo su torso, y le lamió sus pechos diminutos, como si fuera un ternerito. Nues- tro viaje continuó con primas y primos; cuanto más inocentes y puros eran sus pa- rientes, más obscenas y humillantes eran las cosas que les obligábamos a hacer. Una noche confusa tuve la mala idea de invitar a su tía Grace a hacer travesu- ras en un oscuro callejón de Grecia. Ofendida, Kapelusz se levantó de la cama, se puso la bombacha, una remera, prendió un cigarrillo y se quedó observándome con cara de perro. Estuvimos conversando un largo rato, donde le comenté que me costaba establecer cuáles eran los límites, sobre todo porque no sabía cuánto de su historia era verdadero y cuánto falso. Sin darme muchas explicaciones respondió que tenía todo permitido, salvo involucrar a la tía Grace. A partir de este inciden- te creo que dejamos de filtrar mentiras en nuestras conversaciones y además las re- laciones con Kapelusz se volvieron rutinarias y cada vez más espaciadas. No volvimos a incluir un otro en nuestra cama hasta que una noche, después de más de veinte minutos en los que yo no lograba acabar, ella dijo: -¿Sabés quién va a venir hoy? -No -respondí, con desgano. -Tu muñeca inflable -anunció ella. Sus palabras me tomaron por sorpresa. -Nosotras dos nos vamos a acariciar -continuó- mientras vos te pajeás... 200 Antes de que terminara la frase, yo ya había eyaculado. Me sentía culpable por mis oscuros deseos, pero a su vez satisfecho y con ganas de más. Durante los días siguientes la muñeca sentada en la silla mecedora escucha- ba, con estudiada indiferencia, cómo nosotros la incluíamos en distintos juegos. Mark tenía una curiosa interpretación de ese enigmático silencio. -Su “muñequita”, querido amigo, sabía perfectamente que Kapelusz, tarde o temprano iba a incluirla en sus juegos de alcoba... Kapelusz también es víctima de esta enorme telaraña que la muñeca está tejiendo. No comprendí a qué apuntaba con este razonamiento Mark y mi error fue no insistir para que me lo explicara mejor. De haberlo hecho, quizás la muñeca no me hubiese abandonado. Todo sucedió una noche de febrero. Como siempre, nos acostamos los tres, yo abrazando a la muñeca y Kapelusz abrazándome a mí. Cuando desperté era demasiado tarde: tenía a Kapelusz, desnuda, encima mío. -Pará -le dije- está la muñeca. -No me molesta -afirmó Kapelusz. Con mi mano derecha le tape los ojos a la muñeca. Entonces ocurrió: Kape- lusz me quitó la muñeca, y la comenzó recorrer con pequeños besos todo su cuer- po de plástico. Acarició sus pechos y le introdujo sus dedos en la entrepierna. La muñeca no parecía molestarse, sus párpados se movían en forma acelera- da. Pronto las dos se olvidaron de mí. Se acostaron a mi lado. Kapelusz era la que mandaba, la muñeca era su esclava. 201 Salí de la cama, me vestí, me fui y encendí un cigarrillo. Hacía bastante que no fumaba. Cuando terminé el cigarrillo lo tiré a una de las casas vecinas y grité con todo el dolor y rabia: -¡La concha de la lora! Ese grito me ayudó a descargarme, pero no quitó mi dolor. Después de un rato volví a la habitación. La muñeca estaba con los ojos ce- rrados en la silla mecedora y Kapelusz dormía. XIV

Una vez más funcionó el consejo de mi abuela. Hoy al mediodía cuando volvía al departamento después de dar un tranqui- lo paseo por calle 8, se cruzó en mi camino una procesión de evangelistas. No se- rían más de cincuenta; todos iban tomados de la mano, desplazándose sobre el asfalto, como si sus pies flotaran y coreando al unísono: 202 -Un minuto de silencio, para el diablo que está muerto... un minuto de silen- cio, para el diablo que está muerto... un minuto de silencio, para el diablo que está muerto... La música pegadiza me hipnotizó y con espontaneidad comencé a cantar. Decidí escoltarlos tomando una prudente distancia de dos metros, pero de a po- co me fui acercando, hasta casi ser parte de ellos. Una señora gorda que en su ca- beza llevaba una pañoleta de lunares amarillos, una pollera color verde agua y hojotas azules tomó mi mano y me susurró al oído: -Bienvenido, hermano, el Señor está contigo. Buscando mi complicidad dibujó una amable sonrisa en su rostro; le faltaban dos dientes pero parecía no importarle. -Oremos por la obra del Señor... -pregonó agitando mi brazo como una ban- dera. Poco a poco esa efervescencia que me había llevado a seguirlos, se evaporó. Había decidido abandonarlos, pero entonces la vi. Estaba casi igual que siempre, salvo por algunos rayones y una calcomanía de Ferrari. Era mi bicicleta, “la roji”. Intenté soltarme de la señora, pero se aferró a mí imprimiendo más fuerza. -Discúlpeme -dije juntando mis dedos y tirando la mano hacia abajo. La se- ñora cerró su puño con furia divina. Tragué saliva, y de puro orgulloso traté de resistir el dolor que implicaba soportar esa condensadora humana. Cuando no pude más rogué: -Basta señora, suélteme, me duele. -Está bien, querido, que Dios te bendiga -recomendó sin rencores y soltó mi 203 mano. No había tiempo que perder, me abrí paso entre los devotos a fuerza de co- dazos. Llegué hasta la bicicleta. No había dudas, era la mía. -¿Cómo conseguiste esa bicicleta? -le pregunté al muchacho que la llevaba. -Me la regalaron -dijo. Tomándolo del cuello de la camisa le advertí: -Mirá que si mentís, Dios te va a castigar. -En una bicicletería... -Dónde queda -insistí. -En 20... 20 y 60 -confesó, y sin darme tiempo a que le preguntara nada más, se subió a la bicicleta y se fue pedaleando con rapidez.

Al llegar al departamento me sorprendió encontrar a Kapelusz. Estaba en el comedor siguiendo con su proyecto de trascripción del diccionario. -Perdoname que haya venido sin avisarte -se excusó- pero tengo que termi- nar con esto cuanto antes... Fui hasta la cocina, volví a dar vuelta la tapa de la pava y entonces observé la otra pava, la que aún espera que encuentre a la muñeca y suspiré un lamento de bandoneón. Antes de que la melancolía me invadiera y se adueñara de mis huesos decidí que lo mejor era bajar hasta el departamento de Moriconi y con- 204 tarle mi hallazgo. -Mañana mismo vamos a investigar -anunció entusiasta Moriconi. Acepté su propuesta. Brindamos con licor hasta que nos sentimos alegres e invencibles. Cuando regresé a mi departamento, pasadas las 8 de la noche, Kapelusz ya no estaba. En toda esa tarde había transcripto hasta la página 111:

Amo s.m. Con respecto a una cosa, el que la posee (sinónimo: dueño, pro- pietario). El que poseía esclavos, con respecto de ellos. Entre los trabajadores ru- rales, el dueño de finca o la persona para quien trabajan (sinónimo: patrón). Ca- beza o señor de la casa o familia. El que tiene predominio o ascendiente decisi- vo sobre otras personas. Nuestro amo Col., Chile, Méx. Hostia consagrada.

Mientras me acostaba, escuché la voz de Mark, que desde algún lugar del departamento decía: -Nunca he pronunciado la palabra soledad sin sentir fruición... -¿Y eso a qué viene? -Tengo un mal presentimiento... su descubrimiento de hoy al mediodía trae al presente las nubes del pasado... Lo que Mark no sabía, era que esas “nubes del pasado”, nunca dejaron de atormentarme. Llevo dentro de mi cuerpo -como un veneno- el recuerdo de aquella noche irreparable en que la muñeca se entregó a los brazos de Kapelusz. 205 Una hora después de su traición me paré frente a la muñeca que simulaba dormir sentada en su silla mecedora y acercándome a su oído dije: -Me defraudaste... -la tristeza teñía mis palabras. -¿Defraudarte?... no me hagas reír... vamos afuera, que no quiero despertar a Belén -pidió. Ya no la llamaba chirusa, sino Belén. La tomé de un brazo y la arrastré hasta la terraza. -¿Por qué lo hiciste con ella? -grité alterado. -Bajá el tonito, que yo no hice nada -aclaró moviendo la palma de su mano como si fuera un abanico. -¿Para vos revolcarte como una trola es no hacer nada? -pregunté con cinismo. -Resulta que ahora la trola soy yo. Claro, el “señorito” puede cogerse a quien quiera, ¿no?. Una vez que yo tengo una alegría, arma un escándalo -expli- có sobresaltada. -Es distinto -objeté sin querer dar argumentos. -¿Distinto? ¿Por qué es distinto?... ¿Porque sos hombre? -replicó- ¿Sabés qué?... ella, en media hora, me hizo mucho más feliz que vos en meses. No me molestó su provocación en sí, sino cómo disfrutó al decirlo. La tomé con ímpetu y asomé la mitad de su cuerpo por encima de una de las paredes de la terraza. -No podés ser tan desagradecida... con todo lo que yo te dí -me quejé mien- 206 tras amagaba soltarla. Era injusta conmigo: yo la había cuidado como nadie, la había tratado como a una reina. -Dale, hacelo, tirame -desafió. Comenzó a llover y a lo lejos se escuchó el lamento de un relámpago. Un ins- tante, un solo instante pensé en arrojarla. Todos mis músculos estaban contraí- dos y tenía las venas hinchadas como si por mis brazos corriera el doble de san- gre que la habitual. Cada gota de lluvia era un pequeño diluvio que chocaba contra en el calor de mi cuerpo y fue el agua la que por fin calmó mi furia. Hubiese sido tan fácil terminar con su vida en ese momento, pero no pude o no quise hacerlo. La dejé en el suelo y me senté a su lado. Entonces, ella dijo: -Siempre supe que eras un cagón... si en este tiempo no te animaste a coger- me, menos te ibas a animar a matarme... A veces basta una sola frase para percibir en el acto una serie de hechos con- firmatorios, antes insospechados; me asombró cómo hasta ese momento no ha- bía notado que para la muñeca yo era un cobarde. -Eso me pasa por no haber escuchado a Mark -me dije, desconsolado. Debía hacerle entender a la muñeca que estaba equivocada. Pensé otra vez en matarla o en quitarle el aire para que perdiera la memoria, pero comprendí que el mejor castigo era dejarla afuera, como si estuviera abandonándola. La lle- vé hasta el cordel, sujeté sus manos con unos broches y la dejé colgada, de cara al cielo. 207 -Te va a venir bien un bañito -me despedí. Ella no respondió. Desde el departamento el viento parecía que iba a derrumbar las paredes. Los ecos del temporal sonaban como las trompetas del día del juicio final. Me dolía sentirme excluido, sentirme dejado de lado. Fui hasta el cuartito, encendí otro cigarrillo y después me acosté en el col- chón y lentamente me quedé dormido.

La mañana siguiente me desperté sobresaltado. Había descansado mal y no recordaba cuánto de lo sucedido había sido un sueño y cuánto real. En mi mente apareció la imagen de la muñeca colgada en el cordel y un frío seco me recorrió por la espalda. Me incorporé de un salto y salí corriendo para la terraza. La muñeca no estaba. Me asomé a los patios vecinos, pero no había rastros de ella. Mi primera impresión fue un fuerte malestar en el estomago; luego se me aflojaron las rodillas y me invadió una ciega culpa, un profundo y frío temor. Fui hasta mi habitación. Kapelusz ya se había ido. Di vuelta el departamento, pero no encontré a la muñeca en ningún lado. Me fijé piso por piso y en las cocheras pero no tuve suerte. Moriconi y Angélica tampoco habían visto nada. Me quedé un rato en el palier, esperando que apareciera Aníbal. Creía que él podría aportar datos claves para mi búsqueda. 208 -No debe estar muy lejos -conjeturé, observando el balde y el secador que descansaban junto a la puerta de calle, abierta de par en par. Después de quince minutos en los que no apareció, decidí ir a investigar al sótano. Nunca había ido a esa parte del edificio. Comencé a bajar las escaleras con lentitud, todo estaba en penumbras y el olor era nauseabundo. -¿Aníbal? -pregunté y mis palabras se perdieron en la oscuridad. -¡Aníbal! -insistí. Nada. Llegué al final de la escalera, miré a mi alrededor. Perdida en las som- bras adiviné una puerta entreabierta, de la cual salía un débil haz de luz. Me acerqué a la puerta y volví a preguntar. -¿Aníbal? Cuando estaba por entrar, la puerta se abrió en forma abrupta, golpeando de lleno en mi cara. Caí al suelo. No sé cuánto tiempo permanecí inconsciente. Cuando desperté, vi el avejen- tado rostro de Aníbal. -Qué golpazo, amigo -dijo. -¿Qué pasó? -pregunté desconcertado. Mi cabeza era una maraca de jugue- te con arroz suelto en su interior. -Sentí que alguien me llamaba, y cuando abrí la puerta, te encontré en el piso -explicó. -Se acuerda de mi muñeca inflable -dije incorporándome con lentitud. Ano- che la dejé colgada en uno de los cordeles de la terraza... ¿no la vió? -pregunté 209 con vergüenza. -Yo no vi nada, y eso que estoy desde las seis y media -respondió en forma atropellada-. Mirá que te dije que no mostraras ese chiche. Subí a mi departamento, me di un largo baño de agua fría y me senté, des- nudo en la silla mecedora a evaluar mis próximos pasos. Entonces se me ocurrió que Kapelusz se la podría haber llevado temprano. Desesperado me dirigí hasta la óptica y le pregunté a Kapelusz si se había llevado la muñeca, pero me dijo que no, que para qué iba a hacer eso ella. Le aclaré que no era una de nuestras clásicas mentiras, pero intuyo que por su son- risa, no me tomó muy en serio. En la soledad de mi departamento comprendí con amargura que la muñeca me había abandonado, ofendida por nuestra discusión. Yo era el único responsa- ble de su alejamiento y ya nada se podía hacer. A pesar de este sentimiento de derrota fui hasta la cocina y di vuelta la tapa de la pava. Su regreso ya no estaba en mis manos, sino en la del destino.

210 XV

Recuerdo los meses siguientes como una sucesión de acontecimientos capri- chosos, desprovistos de todo gesto verosímil. Sentía que nunca iba a poder recuperarme de esa pérdida. Estaba desgana- do, sin fuerza como si me hubiesen arrancado el alma. Delante de Kapelusz trataba de mostrarme un poco más animado, pero mi 211 estado de ánimo era indisimulable. Una noche después de intentar sin éxito te- ner relaciones me largué a llorar desconsoladamente. Ella me preguntó qué me pasaba y le expliqué que era algo que, sin motivo aparente, cada tanto me pasa- ba. Esta vez la mentira era una buena coartada. -Si no te molesta, me puedo instalar en el departamento unos días -dijo con una solidaridad llamativa para el tipo de relación que teníamos. Acepté su ayuda porque me parecía descortés rechazarla. Claro que no es- peraba que la instrumentara de manera tan peculiar. Como ella estaba tratando de dejar de fumar, planteó que cuanto menos yo me deprimiera, menos ella fu- maría. Pensé que su propuesta era un chascarrillo, pero me aclaró que hablaba en serio. Al principio nos costó fijar una tabla de equivalencias que resultara justa pa- ra ambos. -¿Cuánto tiempo me puedo deprimir, por cada cigarrillo tuyo? -inquirí en una de las primeras charlas. -No sé -respondió Kapelusz con desgano- iremos acomodando las cosas con la práctica... no seas esquemático... -Me preocupa dejarlo librado al azar -dije, entrecerrando los ojos. -Yo no digo eso... -Aunque sea fijemos un punto de partida -insistí con firmeza. -¿Un punto de partida?... 212 -Sí, por ejemplo ¿cuánto tardás en fumar un cigarrillo? -Depende... digamos entre 10 y 12 minutos... -¿Cuántos cigarrillos fumás por día?... -Qué sé yo, un atado de 10 -contestó molesta. -Bien, apliquemos la regla de tres simple -dije mientras dibujaba en una ho- ja borrador el esquema-. Un cigarrillo, 12 minutos, diez cigarrillos... 12 por 10, 120. Listo, tengo 120 minutos, ¿te parece? -No entiendo. -Quiero decir, tengo dos horas por día... -aventuré. -Me parece un tiempo aceptable. -Bueno, ¿acordado entonces? -volví a preguntar. -No tan rápido... ¿Cómo sé que vos no vas a cumplir tu parte? Lo mío es fá- cil de medir, pero lo tuyo no -replicó. -¿No confiás en mí? -Sí, pero... ¿estás seguro de que lo vas a poder manejar? -dudó. -Espero que sí, además, lo tuyo tampoco es tan sencillo... podés fumar a es- condidas... -Nunca haría eso... -Esa es la clave: confianza mutua. Yo sé que nuestra relación se alimentó de jugosas mentiras, pero esta vez creo que las debemos dejar de lado...

Durante las primeras semanas el trato funcionó a la perfección. Yo aprove- chaba los momentos en los cuales ella fumaba, para volverme melancólico. Cuan- 213 do terminaba de consumir su cigarrillo, yo apagaba la colilla del recuerdo. A pe- sar de la buena voluntad mutua tuvimos que hacer algunos arreglos. Kapelusz pretendía que si un día fumaba un par de cigarrillos menos, yo debía restarle mi- nutos a mi añoranza. El problema surgió cuando insinué que esa regla también debía funcionar si el que utilizaba menos tiempo era yo. Como no nos pusimos de acuerdo, ella fumaba de más aunque no tuviera ganas. Yo tampoco me que- daba atrás: alargaba mi depresión para poder alcanzar el tiempo establecido. Debo reconocer que el trato desdibujó mis sentimientos. Mi tristeza ya no era producto de la congoja que implica evocar a alguien que no está, sino una obligación diaria donde lo importante era cumplir el “horario pautado de sufri- miento”. Pero no quería dar el brazo a torcer, porque eso hubiese significado perder una batalla en la larga guerra que plantea toda convivencia.

Una tarde descubrí que mientras Kapelusz colgaba la ropa, aprovechaba pa- ra fumar un cigarrillo a escondidas. La evidencia fue el olor a Lucky Strike que te- nían unas sábanas que había puesto a secar en el cordel de la terraza. Traté de encarar el tema con ironía: -Me encanta el nuevo suavizante que estás usando para la ropa -dije mien- tras doblaba las sábanas. -Es el mismo de siempre -señaló incómoda. -¿Estás segura?... yo no conocía la fragancia “nicotina” -sostuve con ironía. 214 A Kapelusz le molestó que mi instinto detectivesco pusiera al descubierto su in- cumplimiento del trato. Creo que sentía vergüenza. Estuvo más de tres días sin ha- blarme, pero por un extraño y caprichoso orgullo decidió no irse a su departamen- to. Ocupaba su tiempo ordenando las habitaciones y limpiando. Fue así como des- cubrió en un caja el diccionario Kapelusz Ilustrado y decidió comenzar a transcribir- lo a un cuaderno Rivadavia de tapas duras. En una sola tarde llegó hasta página 23:

Abandono s.m. Acción y efecto de abandonar; el boxeador perdió por aban- dono. Estado del que descuida sus asuntos o su aseo personal (sinónimo: dejadez, descuido, desidia, negligencia). Esta nueva actividad le cambió el humor y pronto dejó de lado su enojo. Cuando por fin volvimos a hablar, le explique que no podíamos seguir así y que era mejor saber qué le pasaba al otro. Reconoció que se había comportado como una chiquilina y me pidió disculpas por haber roto la promesa, argumentando que le costaba mucho dejar de fumar y dejar de mentir. Para que no se sintiera presionada dimos por terminado el trato. Si algo me gustaba de la relación con Kapelusz era esa ambigüedad permanente en la cuál caíamos.

No sabía cómo iba a afectarme esta situación, ya me había acostumbrado a la idea de poder manejar mis sentimientos, temía que ahora ellos volvieran a do- minar mi cuerpo. 215 Y eso pasó. Cada mañana se volvió un esfuerzo. Sobrevivir, comenzar el día con la esperanza de que termine. Cargar con mi sombra y los recuerdos hasta po- der superarlos, cambiarlos o actualizarlos. -¡Eso es! ¡Actualizarlos! -me dije excitado. Debía centrarme en construir un puente invisible que traiga al presente los mejores momentos del pasado. Días más tarde el azar o el destino me sorprendió con un hallazgo impensa- do que pareció darme la respuesta que tanto anhelaba. Todo comenzó cuando Kapelusz, con cierta insolencia, decidió investigar en mi ropero la ropa de la muñeca. -Cuánta ropa le habías comprado... -comentó sorprendida mientras hundía sus manos en las montañas de remeras, camisas y pantalones. Durante un largo rato se dedicó a profanar el orden de los estantes hasta que un vestido negro de gabardina de seda, que la muñeca había elegido en nuestra primera salida, la deslumbró. -¡Qué guacha, mirá el vestido que tenía! Fascinada se quitó la remera y la pollera estampada que traía puesta y dejo que el vestido se deslizara por su piel. Para ser más justos debería decir que Ka- pelusz entregó su alma al vestido y éste, a cambio, le inventó un cuerpo que ella no tenía. Realzado por un escote bajo, en forma de “V”, su cuello se volvió esbelto y 216 sugestivo. Una delgada línea blanca rodeaba su hasta entonces torpe cintura en- volviéndola de glamour y poco más allá el rápido tajo me obsequiaba un muslo amplio y dadivoso. Sofisticada y simple a la vez, era como tener a la muñeca de nuevo en casa. Esa simbiosis entre cuerpo / vestido me remitía a otro cuerpo, al de la muñeca. Kapelusz vino hacia mí, y me besó. Cerré los ojos y recorrí con mi mano la ti- bia superficie del vestido. Nos acostamos en la cama e iniciamos nuestros juegos. -No, no te lo saques -le advertí mientras ella intentaba bajar el cierre.

Cada vez que Kapelusz utilizaba el vestido, yo recuperaba la vitalidad perdi- da y sentía que todas mis células renacían en una nueva primavera. Mi apego al simbionte era total y llamativo para los ojos de Kapelusz que le sor- prendía mi insistencia para que ella se pusiera todas las noches la misma prenda. In- tentó averiguar por qué tenía esa devoción casi religiosa, pero como mis respuestas le resultaron vagas e inconsistentes comenzó a negarse a utilizar esa prenda. -Me parece que vos estabas enamorado en serio de la muñeca -sugirió. -Quizás, quizás, quizás -respondí parafraseándola.

El problema era que sin el vestido todo se volvía rutina, tedio sin sentido. El golpe definitivo ocurrió una mañana de domingo cuando Kapelusz se des- pertó con ganas de renovar la casa. -Vamos a cambiar los muebles -proclamó con tono jovial. -¿Te parece? 217 Ella no escuchó mi pregunta y en forma mecánica tomó la silla y se dirigió hacia la puerta. -Dejá esa silla donde está -ordené y la frené amarrándola de un brazo. Discutimos, pero no renuncié a mi postura: no iba a tirar la silla preferida de la muñeca. Esa noche, ofendida, no durmió conmigo; después de mucho tiempo decidió volver a su departamento.

No tuve noticias de ella hasta que una tarde de domingo me tocó el timbre. -Subí -dije sorprendido. -No, baja vos mejor -me pidió. Fui a su encuentro sin mucha expectativa. -Querés pasar -propuse mientras abría la puerta. -No, salí que tengo una sorpresa -anunció con una sonrisa falsa, de careta barata. Afuera me esperaba con una bicicleta playera roja. -¿Te gusta? -preguntó impaciente. Sí me gustaba, era un sueño hecho realidad... No sabía cómo agradecerle, no encontraba palabras y creo que por eso sólo dije: -No sé andar... 218 Ella rió con dulzura y dijo: -Yo que pensé que eso también era mentira...

No recordaba en aquella charla en el café del Pasaje, le había comentado que nunca había tenido una bicicleta. Esa misma tarde me propuso comenzar con las lecciones de manejo y con es- fuerzo y dedicación en poco tiempo aprendí a andar, primero en el pasto, pero después en superficies más duras como el asfalto. Los domingos Kapelusz me pasaba a buscar con su bicicleta, tomábamos el tren hasta la estación Pereyra y recorríamos las tranquilas callecitas que hay de- trás de donde alguna vez funcionó el parque de diversiones Iraola. Cuando Kapelusz no podía venir conmigo me iba solo o mejor dicho con ella, mi bicicleta. Pronto ya no hubo secretos entre “la roji” -así la bauticé- y yo. La utilizaba todos los días, tanto para atravesar de punta a punta la ciudad, co- mo para recorrer distancias tan insignificantes como dos cuadras. No podía ni quería separarme de ella. Este nuevo hábito me abrió otra perspectiva del mundo. Veía a las perso- nas que se arrastraban con sus tristes pies como entes moribundos, enfermos, prisioneros de la decadencia de su cuerpo. Yo en cambio me dejaba llevar por los impulsos mecánicos de “la roji”. Corría aplastando en los umbrales de las casas a los perros guardianes que toreaban mis neumáticos hirvientes. Me des- lizaba por las rectas diagonales a gran velocidad domesticando la muerte que esperaba mi caída en cada esquina. La realidad se desvanecía a mis costados 219 devorada por mi precipitado desplazamiento, dejando atrás a lentos automó- viles, a torpes colectivos, a frágiles motos. Era una locomotora arrojada hacia el infinito. -¡La vida es vértigo! -gritaba al viento, único adversario de mi andar prepo- tente. Mi apagado corazón había recuperado su fuerza gracias a la belleza de la velocidad. Por su parte Kapelusz comenzó a visitarme otra vez con cierta frecuencia, aunque los dos sabíamos que nuestra relación nunca volvería a ser como cuando recién nos conocíamos. Esto no nos importaba demasiado, sino todo lo contrario, sentíamos una especie de alivio; ser feliz para nosotros era no estar atados el uno al otro y poder seguir inventando fabulosas mentiras. -Mi abuelo -dije una tarde- trabajó en un restaurante y me contó que los co- cineros escupen todas las comidas. -Eso no es nada -agregó entusiasmada- yo soy inmortal.

Mi estado de ánimo mejoraba día a día y la imagen de la muñeca se fue apa- gando como los viejos televisores blanco y negro, hasta que de ella quedó sólo un diminuto punto en el centro de la pantalla. Entonces la fatalidad apareció de nuevo en mi vida: una tarde imprudente, dejé la “roji” escondida atrás del ascensor y cuando regresé para atarla con mi 220 candado ya no estaba, se había ido. Una nueva ausencia que encendió el recuer- do de la muñeca. XVI

Mientras trato de decidir el lugar para escondernos, siento que tengo otra oportunidad, una nueva chance para remediar el pasado y poder demostrarle a la muñeca qué clase de hombre soy. Cuando pensaba que la había perdido para siempre el azar la volvió a poner en mi camino ¡y todo gracias a que di vuelta la tapa de la pava! 221 Ayer decidimos ir con Moriconi al lugar donde aquel chico evangelista había comprado mi bicicleta. Tomamos el subte línea “A” que nos dejó en la estación Plaza Hipólito Irigoyen. -Vení, seguime -ordenó Moriconi. Entramos a un kiosco que quedaba en diagonal 74 y 20. Moriconi pidió un paquete de pastillas de menta y un atado de “43/70”. -No se puede contra el vicio -comentó. -Y, sí -respondió con vaguedad el kiosquero, un hombre de más de 60 años, que en la boca tenía un escarbadientes. Moriconi pagó con un billete de 50 pesos y mientras esperaba el vuelto pre- guntó: -Perdón... estoy buscando una bicicletería... -Sí... -afirmó alargando la “i” como si tuviera un silbato en la garganta- últi- mamente muchos vienen a preguntarme lo mismo... queda acá a dos cuadras, por 20 -nos informó. -¿Es de confianza? -insistió vacilante. -Sí, el dueño se llama Aníbal, hace más de veinte años está en el barrio y nunca escuché una queja -aclaró como si fuera un pariente. Después deslizó con la lengua el escarbadientes al otro lado de su boca. -Además fue un famoso ciclista... vaya y dígale que lo mando yo -remató. Me puse pálido. -¿Aníbal, el portero de mi edificio? -pensé paranoico. 222 Moriconi, contó los billetes del vuelto, los guardó en uno de los bolsillos de su bolso negro y con una sonrisa generosa dijo: -Le tomo la palabra... Cuando estábamos llegando a la puerta el kiosquero llamó otra vez a Mori- coni: -Oiga, Don... Los dos nos frenamos y giramos nuestras cabezas casi al mismo tiempo. -Pídale que le presente a la muñeca -aconsejó guiñándole el ojo. El corazón se me paralizó. ¿Podía ser esa muñeca, mi muñeca? Salimos del kiosco sin hablar. -No nos apresuremos -previno Moriconi, al ver mi rostro pálido-. Por ahora tenemos dos indicios... primero que el dueño se llama Aníbal y segundo que tie- ne una muñeca... -Sí, sí... ¡oh casualidad, se llama Aníbal! y ¡oh!, ¡oh!, ¡oh casualidad, tiene una muñeca! -ironicé. -Reite todo lo que quieras, pero no hay nada en concreto. Caminamos un par de cuadras hasta llegar a la avenida 60. Era un barrio de casas bajas, árboles con copas grandes y calles donde todavía quedaban algunos rieles de tranvías. En la esquina, de la mano de enfrente había un negocio con las paredes amarillas. Pintado, arriba de una puerta de doble hoja, un cartel decía “Bicicletería”. -Debe ser ahí -dije. -Qué sagacidad... -ahora el irónico era él-. Vení, vamos a echarle un vistazo 223 desde enfrente -propuso después. Nos colocamos entre una camioneta rastrojero y un árbol. A la derecha del local había una juguetería y al otro lado un terreno baldío. -¿Qué hacemos? -pregunté ansioso. -Esperemos un rato acá -dijo, tratando de tranquilizarme. Después sacó el atado de “43/70” y un encendedor Zippo. Prendió el cigarrillo y dio una larga pi- tada. -Nunca te vi fumar -aclaré mientras de reojo espiaba la puerta del local. -Cuando laburaba llegué a 30 puchos por día... -comentó, sintiéndose obli- gado a justificarse- y en este momento lo necesito -aclaró. Entonces desde el interior del local salió un hombre delgado. Traía puesto un vaquero manchado con grasa y una camisa leñadora. Detrás de él apareció Aníbal. -Viste que tenía razón -confirmé. -Sí, pero un buen periodista, chequea la fuente, no podía hacer ningún jui- cio previo -explicó. El hombre delgado saludó a Aníbal y salió caminando por 60 para el lado de 21. -Tenemos que hablar con él -anunció Moriconi. Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y arrancó su marcha con pasos cortos, pero rápidos. Lo seguí. Después de in- tentar alcanzarlo un par de veces Moriconi se detuvo. Su cuerpo estaba encorva- 224 do. Apoyó una mano en la pared dejando escapar una tos carrasposa. -¿Estás bien? -dije. -Sí, pero se nos escapa, dale, seguilo vos -ordenó. -¿Para qué? -desaprobé. -Hay que obtener más datos -insistió. A esa altura el hombre ya estaba por la mitad de la otra cuadra. -Es inútil -dije-. Volvamos a casa. En su departamento discutimos los pasos a seguir. Yo estaba convencido de que lo mejor era volver a la bicicletería para rescatar a la muñeca. -Es una locura ¿cómo vas a entrar? -cuestionó incrédulo Moriconi. -Por el terreno baldío... -respondí como si fuera lo más natural del mundo. -¿Así de fácil? -dudó. -No te obligo a que me acompañes -aclaré ofendido. Moriconi movió su cabeza hacia los costados con un dejo de resignación. Cerca de la medianoche regresamos a la bicicletería de Aníbal. El barrio pa- recía otro. Había una única luz a la mitad de la avenida, las persianas de la bici- cletería estaban bajas, y el terreno baldío parecía la selva de amazonas. -Insisto, es una locura pero no puedo dejarte solo -dijo Moriconi cuando nos estábamos acercando. -No hacía falta que vinieras -mentí. Entramos en el terreno baldío. Sólo se escuchaban nuestras pisadas entre las malezas altas como árboles. Nos fuimos abriendo paso, hasta chocarnos con un muro. 225 -Ésta debe ser la pared del fondo de la bicicletería -aventuró Moriconi. No podía dejar de pensar en la muñeca. Me aterrorizaba encontrarla cam- biada o lastimada. La pared era fuerte, irregular. Aproveché algunos ladrillos que sobresalían para escalarla y me asomé por encima de la medianera. -¿Qué ves? -preguntó desde abajo Moriconi. -Nada, está muy oscuro -respondí. -Tomá, usá mi encendedor -sugirió alcanzándome el Zippo. Al encenderlo la tenue llama me mostró un patio con suelo de tierra don- de había algunas cámaras de goma, cubiertas, rallos, cuadros, vidrios rotos, pa- quetes de diario atados con piolín y manubrios. Era como un cementerio de bi- cicletas. Me bajé, sacudí mis manos en el pantalón y desconcertado le pregunté a Moriconi: -¿Y ahora, qué hacemos? -Vamos a entrar -dijo con firmeza, mientras acercaba una piedra a la pared. Apoyó sus pies en la piedra y las manos encima de la pared he intentó ele- varse. Los ojos parecían que se le iban a reventar. Moriconi ya no estaba para esas cosas, pero herido en su orgullo volvió a probar suerte. Fue inútil: no tuvo fuer- za para soportar su propio peso y cayó sentado de culo cerca mío. -Antes me resultaba más fácil -protestó- casi todas mis primicias las conseguí 226 saltando paredes y ahora no puedo trepar esta mierdita. La respiración era en- trecortada y estaba agitado como si viniera de correr una maratón. Quise levantarlo, pero se negó. -Dejame un rato acá -pidió ahogado- ¿Qué hacés ahí parado?... andá a res- catar a la muñeca -ordenó.

Sus palabras fueron una inyección de energía. Con determinación me trepé a la pared, hasta quedar arriba de ella. Acomodé una pierna de cada lado y gol- pee ambos talones contra el muro, como si fuera un cowboy cabalgando en el le- jano oste. -Dejate de boludeces que no nos sobra el tiempo -me retó. Salté al patio. Mis pies se hundieron en la tierra húmeda. Encendí de nuevo el Zippo. -Espero que no tenga perros -pensé. Avancé con cuidado entre las bicicletas hasta llegar a una puerta de hierro con un vidrio en su parte superior. Lo rompí con el codo. El ruido fue como una explosión de una central nuclear. Pasé mi brazo hacia adentro buscando una tra- ba. No había. Retiré el brazo, y giré el picaporte. Estaba abierto. -¿Por qué no lo intenté antes? -me dije. Avancé por un pequeño pasillo. A la izquierda encontré el baño y a la dere- cha, el local. Tenía dos grandes repisas, un mostrador y unas veinte bicicletas pegadas una a la otra. En las paredes había retratos de Aníbal. En todos aparecía mucho más 227 joven y delgado. A veces subido a una bicicleta de carrera, otras con unas meda- llas en su pecho o con una pequeña copa. Revisé el lugar, pero no había rastros de la muñeca. -¿Dónde estás, mi amor? -me dije. Regresé por el pasillo y entré al baño. Era más grande de lo que pensaba. Te- nía un inodoro, con un cargador de agua antiguo y cadena. A un costado había una bañadera, con una cortina de plástico negra. Me acerqué con cuidado. Era el único lugar que me quedaba por revisar. Tomé la cortina con mi mano izquierda y cuando estaba por abrirla se apagó el encendedor. Quise volver a prenderlo pe- ro la perilla estaba caliente. No pude contener mi ansiedad: corrí la cortina, y deslicé mi mano en el in- terior de la bañadera. Parecía una bolsa de consorcio con algo blando en su in- terior. Por fín prendí el Zippo. Confirmado, era una bolsa de consorcio. La abrí en forma apresurada y entonces la vi. Era la muñeca, mi muñeca. Tenía el pelo más oscuro, pero sus ojos, aunque estaban apagados, eran inconfundibles. -Qué te hicieron, amor -pregunté. -Sacame de acá -rogó con un delgado hilo de voz. Comencé a llorar como si fuera un chico. Quería contenerme, pero no podía. Las lágrimas salían de mi cuerpo como una tormenta. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando percibí el olor a quemado, la llama que flameaba en la cortina era 228 incontenible. Tomé a la muñeca y salí corriendo. Llegué a la pared y grité: -Moriconi, ¿estás ahí? -Acá estoy... -avisó. -Tomá, agarrá la muñeca -dije y se la pasé por encima de la pared. Arrimé a la pared una cocina percudida de grasa y óxido, me subí, después trepé a la pared y salté hacia el otro lado. -¿Qué es ese humo? -dijo desconcertado. -Después te cuento. Volvé al departamento y no hablés con nadie -ordené. -¿No venís conmigo? -preguntó. -No, pero quedate tranquilo, mañana te llamó -dije. XVII

No puedo precisar cuántos días hace que estoy en la habitación de este pe- queño hotel. Ya no soporto más el encierro. He salido una sola vez a la calle. Fui hasta un locutorio y marqué 4452-92666. Recordaba el número por nemotecnia: 4452 por que es un prefijo habitual, 92 era el año en que viene a estudiar a La Plata y 666 el número del diablo. 229 Me atendió una mujer. -Señora -dije tapando el tubo con un pañuelo- su marido hace un año que sale con una chica llamada Angélica que vive en el edificio donde él trabaja. Corté sin esperar respuesta. -Es lo que merece ese hijo de puta -pensé. Antes de volver al hotel pasé por un almacén y compré pan, un poco de fiambre y una gaseosa de litro y medio.

Por momentos la muñeca recuperaba cierta vitalidad, pero la mayoría del tiempo permanecía sedada por sus propios fantasmas. Pretendí bañarla, pero cuando la acerqué a la bañadera comenzó a emitir fuertes sonidos guturales, parecía un animal herido al cual, para aliviar su dolor, conviene sacrificar. -Aunque sea dejame que te lave la cabeza para sacarte la tintura del pelo -le pedí, pero no hubo caso. Más tarde me atreví a preguntar qué le había hecho Aníbal. -No puedo hablar de eso -fue su única respuesta. Entendí que era mejor cambiar de tema. -Te acordás de esto -dije alcanzándole una foto, que tenía en la billetera. En esa imagen ella está con sus ojos abiertos, muy abiertos y la boca carga- da de su clásica sonrisa sin dientes. Yo me encuentro a su lado, imitando ese ges- to, jugando a que también soy un muñeco. 230 Observar la fotografía le devolvió a su rostro una mueca de alegría, pero en- seguida comenzó a llorar. Le quité la foto, la abracé con ternura y la acomodé en la cama. Ahora voy a intentar hacerla dormir.

-¡No lo soporto más! -gritó la muñeca. Estaba soñando pesadillas. -Muñe, despertate, es sólo un sueño -traté de tranquilizarla. Abrió sus ojos. Su respiración era entrecortada y le faltaba el aire. -No me dejes nunca -suplicó. La meneé en mis brazos y con la mano derecha acaricié su cabello haciéndo- le pequeños rulitos, hasta que se quedó nuevamente dormida. Si hubiese podido cuidarla como a un bebe, otro habría sido el final; pero no era un bebe y mi con- tención ya no servía de nada.

-¡No lo soporto más! -volvió a decir un rato después, envuelta en una tenaz pesadilla-. ¡Basta!... -gimió. -¿Qué no soportas más, mi amor? -le pregunté. -No lo soporto más -insistió. -Calmate, muñequita, yo estoy con vos -dije con impotencia. -No lo soporto más, no lo soporto más, no lo soporto más -repetía en forma mecánica. Una decisión no es mejor que otra, pero todo hombre, tarde o temprano de- be acatar el destino. Desde un comienzo había logrado sortear las dificultades, 231 eligiendo soluciones fugaces. Comprendí que la eternidad de la espera me mo- lestaba y entonces abrí el taponcito que estaba detrás de su cabeza y dejé que el aire escapara como un suspiro. Ya no podía seguir escapando. Después repetí la misma acción, con el torso y las piernas. Sabía que al desinflarla perdería la memoria, pero era la única forma de que borrara de su mente esos últimos meses. De manera trágica, pero efectiva, había corregido el pasado, el de ella y también el mío. La doblé con prolijidad y la coloqué en una bolsa. XVIII

Estoy cansado, pero no tengo sueño. Desobedeciendo a Mark igual me pre- paré un café bien cargado, que pienso tomar como si fuera el último trago.

Cuando regresé al edificio donde vivo, antes de entrar a mi departamento, pasé por lo de Moriconi. 232 -Aníbal está como loco... me enteré por Angélica que se le prendió fuego el local -relató. -Fue un accidente -me justifiqué. Moriconi se quedó en silencio. -Me alegro -dije sin remordimientos- ¿Sospecha algo? -agregué. -Creo que no. Por lo que estuve hablando piensa que es una venganza de un cuñado con el que tenían un negocio juntos -explicó. -Entonces, todo tranquilo acá. -Sí. Angélica lo está ayudando para rearmar el local. -¿Y la mujer? -No sé, tanto no quise averiguar. Después de un largo silencio Moriconi se atrevió a preguntar: -¿Y ahora? Le mostré la muñeca. No entendía por qué la había desinflado. -No me quedaba otra -rematé. Como buen periodista, hubiese preguntado ¿Por qué?, pero la seriedad de mi rostro lo frenó. Sólo se limitó a decirme: -En estos días termino de corregir la biografía de la muñeca y te la paso pa- ra que la leas. ¿Te conté que me llamaron de una editorial? -No, pero mejor hablamos mañana. -Si, andá a descansar, te va a venir bien.

El departamento estaba a oscuras. Encendí la luz y vi que había una nota so- 233 bre la mesa. Era Kapelusz que me decía que se iba a radicar en Cuba para hacer una serie de retratos de Fidel Castro. Dejé escapar una sonrisa más leve que un suspiro mientras pensaba con qué otra mentira podría responderle. Después saqué a la muñeca de la bolsa, me quité la ropa, abrí la ducha y mientras me bañaba, la limpié. Que estuviera desinflada facilitó mi tarea. Más tarde evaporé todo rastro de agua con las pequeñas bocanadas de aire caliente que lanzaba el secador de pelo. Aproveché también para peinarla, ahora que ha- bía recuperado el color rubio de su cabello y por último le saqué brillo con un tra- po húmedo y un lustramuebles. Era el momento de la reencarnación. Volví a in- flarla con aquel pequeño aparato chino; su cuerpo, fue cobrando relieve, prime- ro brazos y cabeza, luego el torso y las piernas, pero no estaba llena de vida co- mo aquella primera vez. Su rostro no era el mismo y la pintura de su plástico es- taba gastada. -Bienvenida a casa -dije. -Oh, yes, oh yes -respondió. -Puedo escribir los mejores boleros esta noche -la recibí. Tu eterno sonreír y esa mirada que habla de amores, te quiero a ti, sólo a ti... con tu corazón vulne- rable y tu furor irreverente, no sé si eres ángel o demonio... -Oh, yes... oh yes... -Los que dicen que debemos fracasar, los ignoro, no los escucho, son de pa- lo, no saben lo que es el amor... 234 -Oh, yes... oh yes... -cada palabra de mi pequeño recitado la recibió con pu- dor casi infantil. La besé y con lentitud nos acostamos en la cama. Mis manos se volvieron ser- pientes y su cuerpo que brillaba como una estrella, era un resplandor de vida. Entonces, por primera vez desde que nos conocimos, penetré en su cuerpo. Todo era nuevo para mí: el plástico aplastaba mi sexo con una frágil presión. Me sentía como adentro de una burbuja de aire. Ella parecía disfrutarlo, con una voz chillona repetía: -Oh, yes, oh yes, oh yes. Hipnotizado, me moví durante más de diez minutos, cada vez con más vio- lencia. Con ciego frenesí grité: -¿Por qué me dejaste? Tomé su cabeza y la atenacé con mis dos manos, como si quisiera reventar un globo. -Te gustó haberte revolcado con media ciudad, ¿no? -mi temperatura corpo- ral crecía cada vez más. Esas palabras no eran mías. Comencé a sentir que alguien me había robado mi cuerpo, que ya no tenía dominio sobre él y para colmo el ladrón lo estaba uti- lizando para someter a la indefensa muñeca. -Basta -rogué con los ojos fijos en el techo y mis brazos abiertos como Cris- to. Un golpe seco me extirpó hacia afuera de la muñeca. (¿Mi conciencia?) Esta- ba sudado y me dolía la cabeza. Me acosté desnudo en el suelo y sentí el frío 235 avanzando por mi cuerpo como si fuera un virus. -Todo terminó -susurro en mi oído Mark. Permanecí en posición fetal algunos minutos, horas, días, no sé... Cuando por fin me recuperé, ordené algunas cosas y me conecté en Internet para escribirle un mail a Kapelusz:

De: “Sebastián Pascutti” Para: [email protected] Asunto: Un estúpido karma Fecha: 21 de Septiembre de 2001 Kapelusz: Fue divertido conocerte... pero siento que necesito estar solo. No quiero ha- cer de esta despedida un tango. En realidad te escribo porque tengo ganas de contarte la historia de un antídoto. El día que terminé la primaria mi abuelo Oscar me regaló una lapicera Par- ker gris metalizada. Estaba desilusionado, yo esperaba un jueguito electrónico y la lapicera, por más cara que fuera, me pareció un regalo aburrido, “para gente grande”. Dentro del estuche, venía una tarjeta que decía: “A partir de ahora ella forma parte de tu cuerpo”. La recomendación me pareció un insulto, pero a pe- sar de mi mufa le dije: “gracias, lo voy a tener en cuenta”. Mi abuela en cambio conocía mis gustos: me obsequió una “Jalisco”, pelota 236 oficial del Mundial 86... ¡ése era un regalo!. Durante el verano -como era lógico- me olvidé de la lapicera, pero cuando comencé la secundaria descubrí que además de utilizarla para escribir podía ser una poderosa herramienta para fabricar envidia. Las palabras de mi abuelo co- braron sentido y no dejé que nada ni nadie tocara “MI LAPICERA”. El último día antes de las vacaciones de invierno, en un examen de Geografía la profeso- ra me descubrió copiándome de Laura, mi compañera de banco y me mandó a rectoría, donde permanecí en penitencia hasta que se fueron todos los alum- nos. Enceguecido por la bronca guardé lo más rápido que pude todas mis cosas en la mochila y me fui a casa. Esa noche, antes de acostarme, el color gris me- talizado del cepillo de dientes disparó en mi mente el recuerdo de la lapicera. La busqué en la mochila, en la cartuchera, en la ropa que había llevado ese día, pero no estaba. Desesperado fui hasta la habitación de mi abuelo y le comenté que en el co- legio me habían robado la Parker. Yo esperaba que me dijera que él se iba a encargar de recuperarla, que no me hiciera problema. Me miró con ojos de hierro y sentenció: -No te la robaron, ella se fue porque no la supiste cuidar. Salí decepcionado de la habitación y fui a buscar consuelo con mi abuela que estaba en la cocina, terminando de lavar los platos. Se río por la respuesta de mi abuelo y me dijo que ella conocía la forma de ayudarme: -Cuando algo se pierde hay que dar vuelta la tapa de la pava para que aparezca. No sé qué tipo de conexión imperceptible opera entre esta acción y los ob- 237 jetos perdidos, pero al otro día Laura me trajo la lapicera. Esta es la historia del antídoto que combate contra mi estúpido karma. P.D. En la semana te voy a enviar a la óptica la muñeca desinflada, quizás te sirva para alguna de esas cosas que vos hacés. Ya lo dijo Cortéz: “Cuando un ob- jeto se va queda un espacio vacío”. P.D. (2) Puede que alguna de las cosas que aquí conté sea mentira, pero no la despedida.

Después de enviar el mail, desinflé a la muñeca y la volví a guardar en la bol- sa. Ahora voy a intentar dormir. XIX

“(...) Toda vida humana es la elaboración de una complicada fantasía personal(...) “ Contingency, irony and solidarity Richard Rorty, (1989)

-¿Espejito, espejito, quién es el chico más lindo? -me pregunto mientras mi imagen se refleja hasta el infinito entre dos espejos enfrentados... -Tú, y sólo tú -responde Mark imitando la voz de personaje de cuento infan- til. Mark es mi única compañía y un buen consejero, mucho mejor de lo que yo 238 creía. Gracias a él estoy perfeccionando las más de 101 técnicas de la autosatis- facción que se encuentran en el libro que publicará dentro de un par de meses.

Despojado. He vendido la mayoría de mis electrodomésticos. Algunas cosas se las regalé a Moriconi y otras a Kapelusz. Los fines de semana vivo en hoteles o en pensiones. Trato de ser un transeúnte, siempre de paso, siempre a punto de partir, buscando que mi conexión con la realidad sea únicamente provisional. Uti- lizo pocos objetos, todos descartables; me resultan más prácticos y además es una forma de no darles tiempo para que me seduzcan. No es que esté en contra del materialismo (¡justo yo!), pero como me en- cuentro en un período de abstinencia es fundamental alejarme de las tentacio- nes. Según Mark es la etapa más dura del tratamiento, pero si la logro superar, habré dado un gran paso hacia la emancipación.

Hace un tiempo leí en el diario El Día que la muñeca al fín consiguió lo que quería: que la gente la reconozca.

Arte

En el Centro Cultural Pasaje Benito Lynch, ubicado en la calle 50 entre 6 y 7 se exhiben una muestra de la artista platense BelŽn Demuri. Se destacan las obras ÒMujer del aireÓ, donde aparece una curiosa instalaci—n con una mu–eca inflable, y ÒKapeluszÓ exhaustiva 239 trascripci—n de un diccionario a un cuaderno. Puede visitarse hasta fin de mes, de lunes a viernes, de 14 a 20.

Estuve tentado de ir a ver la muestra, pero Mark no me dejó: -No se lo aconsejo, querido amigo, sus heridas aún no han cicatrizado -colo- có su mano fraternal en el hombro y me miró a los ojos-. El apego a las personas o a los objetos es la causa de todos sus sufrimientos, por eso le recomiendo imi- tar el andar del caracol, arrastrarse despacio, sin dejar rastros, con modestia, in- diferencia y anonimato. Como siempre, Mark tenía razón y creo que esta vez debo hacerle caso.

ESTA PUBLICACIÓN SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN EL MES DE AGOSTO DE 2006 EN LA CIUDAD DE LA PLATA, BUENOS AIRES, ARGENTINA.