Libro Mu Eca 2006
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Muñeca y yo AUTORIDADES DE LA PRESIDENTE UNIVERSIDAD NACIONAL Arq. Gustavo Adolfo Azpiazu DE LA PLATA VICEPRESIDENTE Lic. Raúl Aníbal Perdomo SECRETARIO GENERAL Arq. Fernando Tauber SECRETARIA DE ASUNTOS ECONÓMICO-FINANCIEROS Cdora. Mercedes Molteni SECRETARIA ACADÉMICA Dra. María Mercedes Medina SECRETARIO DE CIENCIA Y TÉCNICA Dr. Horacio Alberto Falomir PROSECRETARIO DE EXTENSIÓN UNIVERSITARIA Arq. Diego Delucchi DIRECTORA DE LA EDITORIAL (EDULP) Mag. Florencia Saintout Muñeca y yo ULISES CREMONTE Cremonte, Ulises Muñeca y yo - 1a ed. - La Plata: Universidad Nacional de La Plata, 2006. 240 p.; 21x14 cm. ISBN 950-34-0375-8 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 02/08/2006 Muñeca y yo ULISES CREMONTE Diseño: Paula Romero / Andrea López Osornio Imagen de tapa: Verofa (Verónica Farina) Editorial de la Universidad Nacional de La Plata Calle 47 Nº 380- La Plata (1900)- Buenos Aires- Argentina Tel/Fax: 54- 221- 4273992 E-mail: [email protected] www.editorialunlp.com.ar La EDULP integra la Red de Editoriales Universitarias (REUN) 1º edición- 2006 ISBN 950-34-0375-8 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 (c)2006- EDULP Impreso en Argentina A la Muñe, aunque hoy su aire esté contra el mío Entiendo por fanerón la totalidad colectiva de todo aquello que de alguna manera o en algún sentido se presenta a la mente, con total prescindencia del hecho de que corresponda o no a algo real. Logic viewed as Semiotics Charles Sanders Peirce I Una mañana de invierno. Kapelusz se fue a trabajar. Estoy sumergido en las arenas movedizas de sá- banas y frazadas. Afuera el frío detiene el aire, mientras el minutero del reloj despertador barre con su delgada aguja los números inscriptos sobre un fondo verde y blanco. A mi lado, dócil, descansa una almohada de grandes curvas. 11 Recorro su cuerpo con la yema de mis dedos, la envuelvo entre muslos y bra- zos y le susurro palabras sucias. Después la tomo de sus caderas y con voz de ga- lán de telenovela colombiana le pido: -Hagámoslo ahora mismo. Olvida tus temores, nada puede pasarte si estás conmigo, chiquilla. Cuando mi jugo se mezcle con tu fuego, te sentirás, por fin, una mujer. La almohada calla y otorga. Nos entregamos el uno al otro, plumas y carne, presos de un ritmo frenético que nos transforma en millones de diapositivas dis- paradas por una ametralladora. Todo se termina cuando ella cae al piso dejando ver entre sus pliegos una sonrisa abierta y generosa. No siempre comienzo el día de esta forma; algunas veces prefiero quedarme en la cama escuchando radio, otras, en cambio, me levanto con vitalidad, prepa- ro un café con leche, unas tostadas con manteca y mermelada y desayuno ojean- do la parte de espectáculos del diario. Pero hoy necesitaba hacer algo que ale- grara mi espíritu. Ayer dejé, como siempre, mi bicicleta en el palier del edificio donde vivo es- condida detrás de un ascensor que no funciona desde hace años. Después de la diez, cuando la fui a atar con el candado, ya no estaba. Hace un rato bajé a la calle, encontré a Aníbal y le comenté que me habían robado la bicicleta. Se sorprendió y me dijo que cualquier novedad me avisaba. 12 Aníbal es el portero del edificio, pero como todos los de su gremio, prefiere que lo llamen “encargado”. Lleva más de 30 años de casado, tiene dos hijos y una amante mucho más joven que él. Mantenemos un trato cordial, pero me parece una persona desagradable y ventajera. Después de esa breve charla regresé desilusionado a mi departamento. Fui hasta la cocina y mientras me preparaba un café, di vuelta la tapa de una de las tres pavas que guardo en la repisa. Recuerdo que cuando hice esto por primera vez, hace unos meses, Kapelusz me preguntó intrigada qué significaba y si era una cábala o una superstición. La respuesta que le di fue ambigua: -Secreto de familia. Sólo espero que esta vez el antídoto funcione, aunque sé que ya no depen- de de mí. Voy a extrañar a mi bicicleta. Con “la roji” -así la había bautizado- tuvimos una corta e intensa relación donde desafiamos a lentos peatones y torpes auto- móviles. Pero como siempre sucede, dejo escapar las cosas que me hacen feliz. Esta nueva pérdida agiganta el recuerdo de otra, mucho más traumática e irreparable. En la silla mecedora de algarrobo que está frente a mí cama, solía sentarse ella, la única, la reina, mi muñeca inflable. También tengo una pava con la tapa dada vuelta por ella y a pesar de que ya pasaron varios meses, todavía confío en que la vieja costumbre de mi abuela, dé sus frutos. -La muñeca es un volcán dormido que descansa en su mente -me explica 13 Mark Enne, quien en estos últimos meses ha demostrado que sus apreciaciones no son tan erróneas como creía cuando recién nos conocíamos. Y creo que esta vez también tiene razón, porque, aunque trate de negarlo, nada ni nadie va a poder reemplazar mi muñeca: ni una almohada, ni una bicicleta, ni Kapelusz, ni ninguna otra persona de carne y hueso. Cada parte de su cuerpo eran palabras de un lenguaje perfecto dictado por un Dios genial y sensible. Era rubia, de pelo lacio y tenía unos ojos celestes que descansaban en la tierna quietud de su mirada. La boca redonda formaba una “o” eterna como el abismo. Compré la muñeca hace exactamente dos años, un miércoles 30 junio de 1999. El azar me había llevado a ella dos semanas antes de esa fecha, cuando fui hasta la galería San Martín, ubicada en el centro comercial de este capricho ur- banístico que es la ciudad de La Plata, para comprar unos cds vírgenes. Como en la puerta del local de artículos de computación encontré un cartelito que decía “Vuelvo en cinco minutos”, decidí recorrer los negocios que se encontraban en el subsuelo. Podría haber sido un paseo insípido, desnudo de toda emoción, de no ser que en mi camino se interpuso la vidriera sobrecargada de un “Porno-shop”. Sus promesas multicolores, alumbradas con luces de neón embrujaron mis per- meables sentidos. Preservativos musicales, aceite corporal o exclusivos naipes eró- 14 ticos rusos... ¡los mejores productos para una vida sexual plena estaban allí! Lo que terminó de cautivarme fue una gran caja amarilla donde aparecía la foto de una provocativa mujer. Estaba de espalda, sentada sobre sus propias ro- dillas, la cabeza girada levemente sobre su hombro derecho, y el cabello rubio enrulado, como un velo; en la parte inferior una inscripción con letras rojas de- cía: “Muñeca inflable”. -Esa mina tiene que estar en mi casa -me dije. Dudé. La vergüenza era más fuerte que el deseo. ¿Cómo debía manejarme? No podía entrar y decir: -Hola, qué tal, deme un par de esposas, un látigo con tres puntas, una oveja de peluche, el traje de Calígula, un vibrador, el video pirata de los camarines de “Chiquititas” y esa muñeca inflable. O quizás sí podía, pero en ese momento no me animé. Traté de consolarme, pensando que ese tipo de artículos eran demasiado caros para mi economía. Excusas, excusas, excusas... El tema estuvo girando en mi cabeza. No podía concentrarme, vivía recor- dando esa foto. Por suerte, como mi trabajo consiste en redactar encuestas para una página Web, manejo mis horarios con bastante flexibilidad. Por lo general le envió a mi jefe un juego de quince encuestas cada dos días. La obsesión por aquella caja me llevó a no poder producir nada durante esas semanas. Empecé a ir al “Porno-shop” todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. Me paraba frente a la vidriera y me ponía a mirar la caja durante más de una hora. Cada minuto que pasaba observándola aumentaba mi fascinación. Me sentía innoble ante ella; había una perfección espantosa en esa imagen con- 15 gelada y también en el marco de cartón que la contenía. Conocía detalles, peque- ños gestos que una mirada superficial pasa por alto. Por ejemplo un pequeño lu- nar entre el cuello y la continuación del hombro o las arrugas que se le forma- ban en la planta del pie derecho que se parecían a las hojas de un libro. Yo sabía todo de ella, y este conocimiento había creado un aura entre nosotros, un víncu- lo que me obligaba a visitarla todos los días. Y entonces llegó el 30 de junio. Como siempre, me planté frente a la vi- driera y me incliné para observarla mejor. Pegué mi rostro a la vidriera y mis ojos trataron de penetrar en el misterio de su cuerpo. Veía muy de cerca la fo- to y los delgados bordes de la caja. Sin transición, sin sorpresa, en vez de la ca- ja vi mi cara contra la vidriera, me vi del otro lado de la vidriera. Esta singular sensación duró un instante, un único instante, enseguida volví a mi cuerpo, y a ver la caja detrás de la vidriera. Comprendí que esa experiencia era un mensa- je y que no había nada de extraño; lo que me pasó tenía que ocurrir. Ya sin te- mores entré al negocio. El local era más pequeño de lo que suponía. Había exhibidores de plástico con toda clase de juguetes eróticos, una repisa con videos triple “x”, ropa inte- rior de leopardo, collares de cuero, cadenas y potes de cremas “íntimas”. Los con- soladores colgaban del techo como si fueran aviones japoneses a escala que ata- caban en picada a la armada norteamericana en la base de Pearl Harbour. Detrás del mostrador se encontraba un hombre cincuentón, con anteojos gruesos, y un 16 bigote tupido que caía sobre sus labios como una cortina.