MARCOS AGUINIS El atroz encanto de ser argentinos El atroz encantoMARCOS de AGUINIS ser argentinos Diseño de cubierta: Mario Blanco y María Inés Linares Diseño de interior: Orestes Pantelides © 2001 Marcos Aguinis Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo: © 2001 Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Independencia 1668, 1100 Buenos Aires ISBN 950-49-0775-X Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Impreso en la Argentina Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reprodu- cida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. 3 El atroz encanto de ser argentinos CAPÍTULO I Conflictos agridulces 4 El atroz encantoMARCOS de AGUINIS ser argentinos Hace algunos años escribí Un país de nove- la, cuyo subtítulo era Viaje hacia la mentalidad de los argentinos. Incorporé como epígrafe una elocuente afirmación de Enrique Santos Discépo- lo que decía: “El nuestro es un país que tiene que salir de gira”… Nos habíamos convertido en un espectáculo. Nuestros éxitos y fracasos eran moti- vo de extrañeza, podíamos provocar lágrimas y carcajadas. Asombro. También admiración, curio- sidad, odio. De entrada confesé que las ideas me venían persiguiendo de manera implacable, interferían mis otros trabajos, trastornaban mis sueños y se convertían en un huésped de plomo. Escribir ese libro me generó un doloroso placer, lo cual favo- recía la atmósfera de disparar verdades a menu- 5 El atroz encanto de ser argentinos do hirientes o buscar interpretaciones a menudo esquivas. Era una aventura plagada de flancos vulnera- bles, por cierto. Me impulsaba el ansia de enten- der al pueblo argentino (entenderme a mí mismo, como parte de este pueblo). Utilizaba el género ensayo –consagrado por Miguel de Montaigne– porque era el que me permitía verter mi subjetivi- dad sin la mediación de personajes, como ocurre en la ficción. Esto llevó a que Bernardo Ezequiel Koremblit dijese que “el ensayo Un país de nove- la podía haber sido una novela llamada Un país de ensayo”, lo cual no hubiese estado lejos de la realidad. Ahora me monto sobre lo mismo, pero dis- puesto a dar otra vuelta de tuerca, apasionado, alerta, y con toques de humor. Quiero aplicarle a la situación un pellizco enérgico y actual. La poeta Esther de Izaguirre descubrió que yo, sin darme cuenta, invento títulos paradójicos para la mayoría de mis obras. Me dejó turbado, pero luego reconocí que era verdad. El del presente libro lo ratifica. ¿Cómo puede ser atroz un encan- to? ¿Cómo pueden asociarse elementos tan con- tradictorios? Pues en algo así –contradictoria, masoquista y atormentada– se ha convertido la condición argentina. Nos emociona ser argentinos y también sufrimos por ello. Nos gusta, pero ¡qué difícil es! En los últimos tiempos se ha elevado 6 El atroz encantoMARCOS de AGUINIS ser argentinos a rango de deporte nacional quejarnos en forma perpetua, mucho más que en los años en que el sufriente tango atravesaba sus avenidas de oro. Suspiramos, maldecimos, protestamos, analiza- mos… y, no obstante, seguimos queriendo a este país terrible. ¿Terrible, dije? Sí, terrible. Un país que reci- bió oleadas de inmigrantes y se había convertido en El Dorado de media Europa, ahora expulsa gente que se va por no conseguir trabajo. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Cómo pudo convertirse en terri- ble un país henchido de riquezas, alejado de los grandes conflictos mundiales, donde casi no hay terremotos ni ciclones? ¿Por qué es terrible un país donde su población carece de conflictos raciales estructurales, no supo de hambrunas ni de guerras devastadoras? ¿Por qué es terrible un país habitado por gente cuyo nivel cultural y cuyas reservas morales –pese a todo– siguen siendo vas- tas? Nos duele la Argentina y su pueblo. Por eso es atroz nuestro querer. Hasta hace apenas medio siglo figuraba entre los países más ricos del mundo y su presupuesto educativo era tan grande que equivalía a la suma de los presupuestos educativos del resto de Amé- rica latina. Gestó científicos, artistas, escritores, deportistas, humoristas, héroes y políticos tras- cendentales. Estuvo a la vanguardia del arte y 7 El atroz encanto de ser argentinos de la moda. Absorbía como esponja lo mejor del mundo. Sin embargo, ahora nuestra república parece extraviada. Peor aún: ajada, maltratada y al borde de la agonía. Se tiene la sensación de que se ha deslizado a un laberinto donde reina la penum- bra. En varias oportunidades empezamos a correr con la esperanza de encontrar la salida redentora. Los pórticos tenían colores diversos y hasta anta- gónicos en algunos casos. En cada oportunidad avanzamos felices, ahítos de esperanzas, encen- didos por las expectativas que blasonaba la diri- gencia de turno, hasta que nos dábamos de narices. Y buscábamos entonces otra ruta, pero sumando la fatiga de anteriores fracasos. Senti- mos que nos asfixiamos dentro de ese laberinto en cuyas hondas cavernas estamos metidos hasta las verijas. Todo laberinto, no obstante, tiene una salida. Eso no se cuestiona. Pero cuesta llegar a ella. No aflojemos en el intento. —— v —— El economista Paul Samuelson fue quien –ha- ce un par de décadas– propuso clasificar los paí- ses en cinco categorías mientras se acariciaba los cabellos de la sien derecha: “Están los países capi- talistas, los de la órbita socialista y los del muy 8 El atroz encantoMARCOS de AGUINIS ser argentinos heterogéneo Tercer Mundo; pero eso no es sufi- ciente, porque en realidad son cinco los sistemas: hay dos países más a tener en cuenta en forma separada: Japón y la Argentina. ¿Por qué? Y, por- que no calzan en ninguna sistematización. Son tan peculiares y tan impredecibles que deben ser ubi- cados aparte”. Luego se difundió una actualización que los reducía a cuatro tipos: los opulentos, los misera- bles, Japón y la Argentina. Cualquiera sabe qué es un país opulento y qué es uno miserable. En cam- bio pocos saben por qué a Japón le ha ido tan bien y a la Argentina le va tan mal. La palabra “Argentina”, sin embargo, tiene magia. O quizás simplemente truco. Desde chi- quitos nos han enseñado que significa plata, nada menos (del latín argentum). En nuestro len- guaje cotidiano hemos decidido llamar plata al dinero. No debe ser una casualidad. En conse- cuencia, aparecieron las contundentes derivacio- nes: un individuo adinerado, más que adinerado (la palabra suena débil) es un platudo. Plata evoca la riqueza, la infinita riqueza que afie- braba la ambición de navegantes y conquista- dores. Cuando chiquitos también nos enseñaron muchas banalidades acerca de sus hazañas, por ejemplo que vinieron con la cruz, la espada y los caballos; pero no nos dijeron que traían perros de largos colmillos, la codicia en ristre y las ver- 9 El atroz encanto de ser argentinos gas en erección. Que hicieron el bien e hicieron el mal. En aquellos tiempos circularon muchas leyendas alocadas; una se refería a la Ciudad de los Césares, donde las calles habían sido pavi- mentadas con oro y los muros, con joyas. El delirio se expandió como un incendio e inconta- bles corazones se consumieron en la vana bús- queda. Ni siquiera antes de morir captaron la magnitud del cepo: la plata (el argentum) que anhelaban existía, pero no era real, sino maravi- llosamente poética. Plata, argentum. El “atroz encanto” de morir por ella. Su obsesión determinó que aplicasen la pala- bra plata a un Mar Dulce que ni siquiera era mar, sino río. Para colmo, el río más ancho e inútil del universo. Le atribuyeron el color de la plata, ine- xistente, porque habían enloquecido. Hasta deci- dieron llamarlo Río de la Plata. El nombre se impuso aunque nunca tuvo el color de ese metal, excepto cuando riela la luna o encandila el sol, situaciones que no son exclusivas, por supuesto. Borges prefería asimilar el indefinible matiz de sus ondas a la piel de los leones; muchos lo iden- tificaron con un aguado chocolate y yo lo veo color dulce de leche (cuando tengo apetito). A veces es más claro, a veces más oscuro, a veces liso y apacible, a veces encrespado por las sudes- tadas; pero el Río de la Plata no tiene color de pla- 10 El atroz encantoMARCOS de AGUINIS ser argentinos ta. No obstante, así quedó fijado su nombre y el del país al que apenas baña. Para colmo, ni siquie- ra la ciudad de Buenos Aires, cuya ribera tanto le debe, creció mirándolo: hasta hace poco se solía decir que le daba la espalda. En fin, paradojas, malentendidos y alucinacio- nes. Nunca faltaron, desde la alborada misma de nuestra nacionalidad. Pero hasta que el país se empezó a llamar Argentina en forma unánime, tuvieron que correr siglos. La brillante palabreja se filtraba por doquier, como un duende travieso. En documen- tos tan arcaicos como un Capítulo General de la orden Franciscana celebrado en Valladolid duran- te 1565, ya se habló de Civitas Argentea y Urbis Argentea (la obsesión por la plata no daba respi- ro ni siquiera en la más humilde de las órdenes religiosas). Ya se incubaban los sonoros vocablos que vendrían después, como Argentópolis y Argy- rópolis. Un buen día el poeta Martín del Barco Centenera estrujó sus neuronas y vertió de mane- ra trascendental la definitiva, bella y melodiosa palabra, henchida de promesa, afecto y trampa: Argentina. Y quedó para siempre. Aquí estamos, pues. —— v —— Al tantear con la desconfiada punta del pie el 11 El atroz encanto de ser argentinos umbral del tercer milenio, oteamos en derredor con ansiedad. No sabemos qué nos espera. Esta- mos llenos de cicatrices que hablan de frustracio- nes en serie.
Details
-
File Typepdf
-
Upload Time-
-
Content LanguagesEnglish
-
Upload UserAnonymous/Not logged-in
-
File Pages256 Page
-
File Size-