Gregorio Gallego ENCRUCIJADA DE CAMINOS Tres de cuatro soles Libertarias/Prodhufi Primera edición: Marzo 1992 Edición digital: C. Carretero Difunde: Confederación Sindical Solidaridad Obrera http://www.solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/biblioteca.html «...escucha: ¡España quiere surgir; brotar, toda una España empieza! ¿Y ha de helarse en la España que se muere? ¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?» Antonio Machado Aquella noche dormí mal, muy mal, a pesar de que mi madre le dice a todo el que quiere escucharla que duermo como un lirón. La culpa la tenía don César Portillo, el opulento director de «La Mañana», por la sugestiva invitación que me hacía de ingresar en la redacción de su periódico. Mentiría si no dijera que la carta recibida el día anterior me cosquilleaba en lo más recóndito de mi ser. Es más, en los desvelos de mi loca noche de duermevela ya me veía encumbrado a la gloria del periodismo, mi ambición más inmediata y exigente, y eso que «La Mañana» era un periódico tan versátil que me atraía y repelía al mismo tiempo. Llegué a la cita con exactitud cronometrada, esperé en la antesala dos o tres minutos y me encontré, sin transición, en el despacho del discutido y polémico director de un diario que se llamaba independiente, aunque fluctuaba entre la izquierda más radical y la derecha más conservadora para fijar su línea editorial en lo que unos llamaban populismo demagógico y otros amarillismo reaccionario. Al traspasar la puerta corredera del santuario de César Portillo me temblaban las piernas y sentía un ahogo emotivo, pero el gran hombre estaba escribiendo y siguió escribiendo con un gesto que acentuaba la rabia en las comisuras de los labios y profundizaba los surcos verticales de su entrecejo. De pie, frente a él, seguí cinco minutos pesados y chirriantes como el rasguear de la estilográfica sobre la cuartilla... El despacho era un modelo de asepsia. Ni un símbolo, ni un cuadro, ni un adorno. En las paredes blancas reverberaba la cruda luz del atardecer y los muebles de tubo cromado empezaban a enfriar mi entusiasmo. El tiempo se me hizo tan agobiante, que recordé las palabras de mi padre al leer la carta de César Portillo: «Si quieres seguir siendo una persona honrada, lo mejor que puedes hacer es romper esa carta y olvidarte de los Portillo, porque todos son una partida de granujas. Dicen que César es el mejor, porque es republicano, pero a mí me parece el más camaleónico y demagogo de todos...» César Portillo levantó la cabeza, me contempló minuciosamente, sus pupilas evanescentes se posaron en las mías, sonrió enigmático y se retrepó en el sillón giratorio de alto respaldo al mismo tiempo que exclamaba: «De modo que tu eres Avelino Rico», lo dijo de una manera ufana como si acabara de hacer un descubrimiento. Yo me quedé sin palabras hasta que él me tendió la mano con un cordial apretón. —Perdona que no te haya atendido, pero ya sabes lo que ocurre cuando se dejan escapar las ideas... Qué, ¿estás dispuesto a trabajar en «La Mañana»? —Sí, claro que sí, aunque no sé... —me sentí enardecido por las misteriosas vibraciones que estimulan las ambiciones y ponen música en los sueños—. Me gustaría mucho, pero yo no soy periodista. —Bah, no te preocupes. El periodista se hace en el oficio. Lo importante es saber escribir, tener imaginación y cierta agudeza crítica... —hablaba pausado, saboreando las palabras y con el oído atento a su eufonía—. He seguido con interés los artículos que vienes publicando en la Tribuna Libre del periódico y algunos tienen mucha enjundia y picardía. Ayer mismo se comentaba, burla burlando, en los pasillos del Congreso tu ingeniosa sátira sobre el socialenchufismo y puedo asegurarte que a muchos diputados de la mayoría les ha hecho pupa... Hay que insistir en ese tema. Si les duele es que se sienten culpables y el sentido de culpabilidad es el talón de Aquiles de la política. La interpretación del socialenchufismo como sucedáneo degradado del caciquismo canovista va a dar mucho que hablar... ¿Qué opinas tú? —Nada... no opino nada... Sencillamente, me agrada lo que me ha dicho. —Pues entonces no hay más que hablar... —se levantó y confianzudamente me echó el brazo sobre el hombro y me llevó hacia la puerta—. Vete a ver al redactor jefe, que él te informará de los intríngulis de la casa... Quiero hacer de ti un buen periodista, porque tienes madera y me gusta tu estilo combativo. Ya verás como todo sale bien... —me despidió en la puerta corredera con la sonrisa que tanto conocía, una sonrisa estereotipada en las páginas de «La Mañana» a diario, su sonrisa de político. César Portillo me dejó desamparado ante la mirada ávida de su secretaria, una rubia platino que imitaba descaradamente a Jean Harlow, el último producto lanzado por la incubadora de vampiresas de Hollywood. —Por favor, ¿quiere indicarme el despacho del redactor jefe? —Pedrito, ricura, ¿por qué no atiendes a este caballero? —se abanicó pudorosamente con las largas pestañas rimmeladas y siguió limándose las uñas. —Porque tengo que terminar de cerrar los sobres y salir pitando. —Mira el descarado. Tu obligación es hacer lo que yo te mande. —No es necesario que me acompañes, chaval. Basta con que me indiques el camino... Pero el botones ya se había levantado de la mesita que ocupaba en el rincón y discutía con la secretaria: «Cualquier día le diré a don César que eres muy desobediente». «Y yo le diré que tú tienes mucha mandanga...» —¿No te parece que es demasiado? —seguí al botones por el pasillo. —Es que es muy mandona, sabe... ¿Va a trabajar usted aquí? —Espero que sí. —Pues tenga mucho cuidado con Lula, porque es una chivatona. Se ha creído que todos somos esclavos suyos... Mire, ese es el despacho del señor Artigas. El redactor jefe me estaba esperando y salió a recibirme con la mayor jovialidad. Su despacho no se parecía en nada al del director. Era una verdadera leonera atestada de periódicos, libros y revistas. Sobre la mesa tenía los diarios de la noche con olor a tinta fresca y una buena colección de la prensa de provincias. —Siéntate, no andes con cumplidos... —me indicó una silla—. El jefe me ha dicho que estáis completamente de acuerdo y que esta misma noche empiezas la faena. —Realmente hemos hablado muy poco. —¿Para qué más...? Tú quieres ser periodista, él quiere que lo seas y yo pienso que puedes serlo. Ahora lo único que tienes que hacer es ponerte a trabajar y demostrar que vales. Así que manos a la obra... —El caso es que yo no sé lo que puedo hacer. Don César me ha dicho que usted me daría instrucciones y me pondría al tanto. —Sí, hijo, no te preocupes. Yo soy la nodriza de la casa... ¿Qué te parece si me hicieras un comentario sobre los obreros sin trabajo, recalcando mucho la cifra de ochocientos mil y poniendo un poquito de drama en los enfrentamientos que se produjeron ayer en la Puerta del Sol...? —El tema me gusta, pero lo que pasó ayer en la Puerta del Sol fue una algarada sin importancia. —El tema y lo que pasó es lo de menos. Lo que importa es que el artículo se le atragante a Largo Caballero y excite la bilis de Azada. Si lo consigues, darás una cumplida satisfacción a nuestro director... —quizá observó mi gesto de desagrado porque, tras centrarse las gafas y pellizcarse el mentón, añadió—: Don César opina que una cosa que va mal hay que precipitarla en lo peor para después enderezarla. —La teoría me parece un tanto arriesgada. Yo creo que sería preferible enderezar las cosas antes de llegar a lo peor. —Nuestra opinión no cuenta, hijo. Confía en nuestro director. El sabe lo que quiere y le gusta que nosotros queramos lo mismo —se levantó muy sonriente y campechano, me cogió del brazo, palpando mis músculos, y me llevó a la sala de redacción. En la amplia sala trabajaba una docena de hombres y mujeres que se aislaban unos de otros por las cortinas de humo de sus respectivos cigarros. La atmósfera era tan espesa que me hizo toser y guiñar los ojos. Parecía imposible que se pudiera soltar la imaginación, y mucho menos hilvanar las palabras, en aquel guirigay de voces y máquinas aporreadas. El redactor jefe me presentó como un meritorio o algo así y luego me indicó una mesa vacía. «Arréglate como puedas», me dijo. «De momento te resultará extraño, pero ya verás como te familiarizas enseguida». No fue tan fácil sustraerme al ambiente de chirigotas y burlas. Había entrado en el rebaño como uno más, sin que nadie prestase la menor atención a mis esfuerzos. Sólo Blanca Sahara me asaeteaba de vez en cuando con sus miradas de simpatía. Mi primer artículo lo escribí sudando tinta. Lo monté letra a letra, palabra por palabra, con verdadera pasión de condenado. Los ochocientos mil hombres que pululaban por la geografía española pidiendo trabajo o reclamando un subsidio de tres pesetas y dos litros de leche se me agolparon en la mente con un aullido de rabia. —¿No estarás protagonizando el parto de los montes? —se acercó Blanca a mi mesa. —Casi, casi... —observé por primera vez que la redacción se había quedado casi vacía—. Es muy tarde, ¿no? —Más de las once. ¿Te falta mucho para terminar? —No sé... Ya he rehecho el artículo tres veces y sigue sin gustarme. —A ver, déjame que dé un repaso a las cuartillas —se apoderó de lo que tenía escrito y se puso a leerlo tranquilamente.
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