Jtí. Ф&инигад.ае GENEALOGIA DE LA CIUDAD DE OSORNO Qúié Ж, Ф&акшшдм1 GENEALOGIA DE LA CIUDAD DE OSORNO Fué fundada Osorno por don García Hurtado de Mendo- za, a mediados de Marzo de 1558 en el lugar en que pocos años antes Francisco de Villigra con 60 españoles y por or- den de Pedro de Valdivia había fundado la población de Ma- rina de Gaete: Gaete se llamó una población de Córdoba en la frontera de Extremadura, que luego cambió su nombre por el de Belalcázar. Tuvo lugar esta primera fundación hecha por Villagra, en los terrenos de Diego Nieto de Gaete cuñado de Valdivia, a quien los había concedido éste en encomienda. Y Don Diego, nombrado por don García, quedó de Alcalde ordi- nario de la nueva Osorno. Por cierto que cuando murió, años después, dejó a los 3.000 indios de su encomienda 27.000 pe- sos oro, suma enorme para aquella fecha y que posiblemente procedía de la explotación de oro de Ponzuelo, hoy Millantúe, que significa cerro de oro, donde pueden verse aún las ex- cavaciones que se hicieron entonces. Dió Don García el nombre de Osorno a esta fundación en recuerdo de su abuelo Don Garci-Fernández Manrique, que llevaba en España el título de Conde de Osorno, pueblo situado al norte de la ciudad de Palencia en la provincia de este nombre. ¿Quiénes eran estos Condes de Osorno? Se llamaba la madre de Don García, Doña María Magda- lena Manrique de Lara, Luna, Alvarez de Toledo, Bobadilla, Vivero, Ayala, Enríquez, apellidos todos ellos correspon- dientes a títulos de Castilla'. Su padre Don Garcí-Fernández Manrique había casado en primeras nupcias con Doña Juana Enríquez, prima carnal del Rey Fernando el Católico que, a su vez era hijo de Juan II de Aragón y de otra Doña Jua- na Enríquez, biznieta del Rey Alfonso XI de Castilla. Estos Enríquéz eran, pues, de la más encumbrada nobleza, como gente de sangre real y el Rey Don Fernando les mostró siem- pre gran afecto tratándoles como parientes tan cercanos y rodeándose de ellos para los cargos importantes y para el servicio de su casa real. La madre de Garci-Fernández Manrique, Conde de Osor- no, fué Doña Teresa de Toledo Enríquez, hija del primer Du- que de Alba y de Doña María, hermana de Doña Juana En- ríquez la Reina de Aragón antes citada, siendo por k> tanta Doña Teresa prima carnal de Fernando el Católico. Por esta rama estaban emparentados los Condes de Osorno, no sólo con la familia del Duque de Alba (a cuya casa quedó incor- porado el Condado de Osorno en 1663 en la persona del sépti- mo Duque Don Antonio Alvarez de Toledo) sino también con loa Duques de Arévala y de Alburquerque y Condes de Ben&- vente, de Feria, de Castañeda, de Aguilar, etc., o sea con las familias más poderosas de Castilla. La primera esposa de Garci-Fernández, de quien veni- mos hablando, Doña Juana Enríquez murió pronto y el viu- do se casó con Doña María de Luna. Esta es la madre de Do- ña María Magdalena Manrique de Lara Luna que casó con Don Andrés Hurtado de Mendoza, segundo Marqués de Ca- ñete, Virrey del Perú, padres ambos de Don García. Y si no- ble y bien emparentada era la estirpe de los Manrique de Lara no lo era meros la de los Mendoza; no sólo se distin- guían éstos por sus títulos nobiliarios sino también por su inteligencia y capacidad, pues Diego Hurtado de Mendoza, primer Marqués de Cañete —padre del Virrey del Perú— fué uno de los miembros más prominentes del Consejo Real de Estado y de Guerra cuyo presidente era el Emperador Car- los V, junto al cual se sentaba su Canciller y hombre de má- xima confianza Mercurino de Gattinara, viniendo inmediata- mente después el Conde de Nassau y este Don Diego. Hurta- do de Mendoza con otros cinco personajes más de la misma intimidad del soberano. De los varios Consejos que dirigían la Monarquía española, el más importante» aquel en el que se estudiaban todos los planes de la diplomacia y de la gue- rra, era este Consejo de Estado, el único que presidia perso- nalmente la Católica y Cesárea Majestad. Doña Juana "La Ricahembra" No menos brillantes y extraordinarias por su talento y condiciones de energía fueron algunas mujeres que figuran en la lista de abuelas de Don García de Mendoza. En el libre "Un proceso por envenenamiento: la muerte de Felipe el Her- moso", se cuenta la historia movida, casi dramática, del ma- trimonio de Doña Juana de Mendoza, con Don Alonso Enrí- quez, sobrino carnal y muy amado del Rey de Castilla Don Enrique II de Trastamara. El suceso tiene todo el colorido de la época en que ocurrió y pinta con rasgos de trazo decidido a los personajes a que se refiere. El Rey Alfonso XI tuvo dos hijos bastardos Don Enri- que, Conde de Trastamara (el que después de la tragedia de Montiel fué Roy con el nombre de Enrique II) y Don Fadri- que, Maestre de Santiago. Vivía éste en su villa de Llerena, donde un mayordomo de su casa tenía una bellísima mujer de noble sangre, y estando el mayordomo ausente en un via- je de larga duración, que emprendió para resolver ciertos ne- gocios, reales o amañados, por orden del Maestre, tuvo ella en Guadalcanal un hijo, don Alonso. A Don Alonso lo tuvo y educó como hijo suyo el Maes- tre hasta que, habiéndolo mandado matar el Rey Don Pe- dro, recogió al niño, don Enrique, Conde de Trastamara, que al subir al trono lo trajo consigo y lo crió con tanto cariño como si fuera su padre, dándole por apellido su propio nom- bre y originándose así el linaje de los Enríquez. Viviendo, pues, en Palencia Don Alonso, allá por los años d? 1388, en el palacio de su primo el Rey Don Juan I, se enamo- ró de Doña Juana de Mendoza, llamada por antonomasia "la RicahemBra", por poseer la primera dote del reino. Ella era joven, muy bella, y había enviudado tras un brevísimo ma- trimonio. Don Alonso, por su parte, era un gallardo caballe- ro, pelirrojo, de mediana estatura, nada encogido de carácter, como podrá verse a continuación, y para lograr lo que pre- tendía rogó al Rey que fuera él quien hiciera directamente la petición de mano a Doña Juana. No dió Juan I importan- cia al ruego de su primo que entonces marchó directamente a casa de "la Ricahembra" que vivía junto a Santa Clara, exponiéndole su pretensión que recibió una respuesta nega- tiva. Entonces él, sin andarse en miramientos alzó la mano y —según cuenta Oviedo— dió a Doña Juana una bofetada diciendo: —Al que os hable de amoríos dad vos esa respuesta, y no a mí, que os hablo de casamiento; vos sabéis muy bien que no hay mujer en España que no fuera dichosa de ser mi mujer. Reaccionó ella vivamente al verle marchar y como él se retirara le llamó y le dijo: —Señor Don Alonso, yo quiero ser vuestra mujer, por- que no quiera Dios que ningún hombre haya puesto su ma- no sobre mí sino mi marido. Y al punto llamado un sacerdote, buscados los testigos, tuvo lugar el matrimonio que el Rey mandó celebrar con grandes fiestas como de bodas de personas reales. Vivieron muchos años y aquél se llamó el matrimonio de la "venturosa bofetada" por lo felices que ambos fueron, falleciendo Don Alonso en 1429 y Doña Juana a los 70 años en 1430 cuando iba de viaje a casar una nieta suya, Doña Juana Pimentel, con el famoso Condestable Don Alvaro de Luna; y ambos esposos tienen su enterramiento suntuoso en la Iglesia de Santa Clara de Palencia. Por la importancia que tienen los Enríquez en la his- toria de Castilla y por sus muchos enlaces con los Condes de Osorno, no está fuera de lugar añadir algunos antece- dentes sobre Don Alonso y la trágica historia de su padre. Doña María y el Maestre de Santiago Eran los tiempos de Don Pedro el Cruel, en cuya me- nor edad el país se vi óenvuelto en sublevaciones y banderías constantes. En una de las ocasiones es su propio hermano Don Enrique quien se levanta en Asturias y contra él va el Rey, aún niño, dispuesto a cortar la insurrección. En este viaje conoció a una bellísima castellana, de noble familia, Do- ña María de Padilla que se adueñó de su corazón de hombre apasionado y violentísimo en sus reacciones. La influencia de Doña María de Padilla llega a dominar de tal manera a aquel temperamento indomable y férreo, que hace de él cuan- to quiere para el bien y para el mal, para la justicia y el atropello. Hermano bastardo de Dan Pedro era, como sabemos. Don Fadrique, el Maestre de Santiago, joven y arrogante, que si bien tomó parte en alguna de las múltiples revolucio- nes de la época, acató finalmente su autoridad y creía go- zar no sólo de su favor sino de su cariño. Mandaba Don Fa- drique en la frontera de Portugal. Hasta aquí la historia. Y ahora acordémonos de un romance que la completa con mez- cla de verdad y de imaginación, uno de esos bellos roman- ces españoles de la Edad Media en que el idioma castella- no adquiere los más perfectos matices que puede alcanzar la literatura épica o lírica, con los suaves tintes de la poesía, las elegantes frases cortesanas y los acentos dramáticos de la tragedia. Habla en este romance Don Fadrique, Maestre de Santiago: —Yo me estaba allá en Coimbra que ya me la hube ganado, cuando me vinieron cartas del rey Don Pedro mi hermano que fuese a ver los torneos que en Sevilla se han armado.
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