REAL ACADEMIA ESPAÑOLA La búsqueda de la inmortalidad en las obras de Baltasar Gracián DISCURSO LEÍDO EL DÍA 8 DE JUNIO DE 2014 EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA POR LA EXCMA. SRA. D.ª AURORA EGIDO Y CONTESTACIÓN DEL EXCMO. SR. D. PERE GIMFERRER LA BÚSQUEDA DE LA INMORTALIDAD EN LAS OBRAS DE BALTASAR GRACIÁN EN LAS OBRAS DE BALTASAR DE LA INMORTALIDAD LA BÚSQUEDA MADRID 2014 AURORA EGIDO AURORA La búsqueda de la inmortalidad en las obras de Baltasar Gracián REAL ACADEMIA ESPAÑOLA La búsqueda de la inmortalidad en las obras de Baltasar Gracián DISCURSO LEÍDO EL DÍA 8 DE JUNIO DE 2014 EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA POR LA EXCMA. SRA. D.ª AURORA EGIDO Y CONTESTACIÓN DEL EXCMO. SR. D. PERE GIMFERRER MADRID 2014 © Aurora Egido y Pere Gimferrer. 2014 ISBN: 978-84-911-277-0 Depósito legal: Z 641-2014 Maquetación e impresión: Sansueña Industrias Gráfi cas DISCURSO de la Excma. Sra. D.ª AURORA EGIDO Excmo. señor director de la Real Academia Española, excelentísimas señoras y excelentísimos señores académicos, amigos todos: UE gracia inesperada y honor inmerecido que en el Tricentenario de la Real Academia Española se pensara en mi nombre para la silla B que ocupara F don José Luis Borau. Ello se sustanció en la propuesta suscrita por los señores Pere Gimferrer, Carmen Iglesias y José Ignacio Bosque. Muchísimas gracias a los tres y en particular a Gimferrer, amigo invariable, que defendió formalmente mis trabajos y mis días ante los miembros de la Academia. Vaya para todos ellos mi más sincera gratitud, ese sentimiento que obliga a corresponder. Decía Francisco de Osuna en su Tercer abecedario que la letra B servía preci- samente para dar gracias y bendiciones, pero yo desearía acogerme en esta circuns- tancia especial a las tres Gracias clásicas, que simbolizaron con el movimiento de sus brazos la triple acción de dar, recibir y devolver. Un compromiso que adquiero con la Academia y que trataré de cumplir dignamente en el futuro, aunque a ella venga sobre todo a aprender. La ocasión obliga a recordar a quienes me ayudaron a llegar hasta aquí, empe- zando por los maestros que me enseñaron la escondida senda de la filología, y de los que haré epítome en Francisco Ynduráin, Martín de Riquer y José Manuel Blecua Teijeiro, que dirigió mi tesis doctoral. Ese recuerdo abarca también a los compañeros y alumnos de universidad, de quienes tanto he aprendido, y a los familiares y amigos que desearon pudiera llegar este día; entre ellos, los acadé- micos Carlos Castilla del Pino, Eduardo García de Enterría y Claudio Guillén. Si, como Cervantes dice en el Persiles, el amor a los padres asciende y el de los hijos desciende, vaya en esas dos direcciones un agradecimiento sin adjetivos para quienes me lo dieron todo y para quienes han dado particular sentido y continuidad a mi vida. La fortuna ha querido que me corresponda un sillón ocupado anteriormente por Emilio Alarcos Llorach, Fernando Fernán Gómez y José Luis Borau Mora- dell, que destacaron en el campo de la filología, el teatro y el cine. Tres ramas de 9 un árbol que me ha dado larga sombra, desde que aprendí el camino de la biblio- teca y el del teatro-cine de mi infancia en Molina de Aragón (el humus del que vengo). «¡Beato sillón!», que debe elevar a lo más alto la dignidad de la palabra. Conocí a José Luis Borau gracias a una amiga común, Carmen Martín Gaite, que colaboró con él en la serie televisiva Celia. Ella me hablaba de su generosidad y buen humor, de su aversión por «los contentitos» de vida redonda, y lo describía como un «solitario absoluto y feliz». Las mismas cualidades que desprendía su fachada de niño grande, escondido tras unas gafas con las que miraba el mundo con distancia e ironía, en negro o en tecnicolor, para luego transformarlo en guiones, cuentos, novelas y películas. He ido tras sus huellas sin pretenderlo, habiendo residido durante ocho años en la misma calle de Zaragoza donde él había vivido con sus padres, y después, cuando llegué como profesora visitante a la Universidad de California en Los Ángeles, donde conocí a algunos extras de sus películas, justo cuando él se había vuelto a España. Allí pasó diez años, gastando una fortuna con la realización de Río abajo (1984), porque, como le dice Alfredo a Totó en Cinema Paradiso, la vida real, y, en este caso, la de Hollywood, tiene poco que ver con la que se ve en la pantalla. Recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que su nombre se me apareció en letras mayores sobre un cartel del cine Palafox en el paseo zaragozano de la Independencia, que anunciaba Furtivos (1978). Una película que volvía a las raíces de la picaresca española, Goya, Solana y Cela, despojada del costumbrismo al uso, y con la que ganó la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián. Director del Diccionario del cine español (1988), Borau dio una jugosa lección en su discurso de entrada en la Real Academia Española sobre «El Cine en nuestro lenguaje». En él mostró infinidad de vocablos y expresiones que se han instalado en el habla común: desde «el malo de la película», «pasarlo de cine», «no te enro- lles Charles Boyer» y «hacer luz de gas», a «siempre nos quedará París». Algunas sin embargo se han ido desdibujando con el tiempo o han deturpado el caste- llano, como «el día después», que tanto horrorizaba a Fernando Lázaro Carreter. Borau recogió además la impronta del vocabulario del cine en la literatura del pasado siglo, incluyendo a Lorca y La muerte en Beverly Hills. Toda una muestra que remitía a los versos de Rafael Alberti: «Yo nací –¡respetadme!– con el cine/ bajo una red de cables y de aviones». Un cine, que, como recuerda Agustín Sánchez Vidal, se convirtió en una ventana maravillosa durante la posguerra, y que lo fue todo en realidad para José Luis Borau. Guionista, actor, productor, director, editor, profesor y crítico de cine, para llegar a serlo, no solo remontó el lugar cuando de Zaragoza, donde había estudiado Derecho, se fue a Madrid a los veintisiete años, sino que opositó al Instituto Nacional de la Vivienda para 10 subsistir, hasta que logró entrar por fin en el Instituto de Investigaciones y Expe- riencias Cinematográficas, donde llegaría a ser profesor. Borau era «inasequible al desaliento», como dijo Mario Vargas Llosa en su contestación al mencionado discurso. Allí resaltó precisamente sus artículos en el Heraldo de Aragón (1953-1956), donde condenaba el folklore, el patrioterismo, el peso monolítico de las raíces y la visión de campanario, promoviendo el rigor y la excelencia de un cine que debía a toda costa trascender las fronteras para hacerse universal. Y en ello trabajó siempre, a la zaga de la renovación que, en el cine o en la literatura, buscaban por entonces Mario Camus, Luis Fernández Santos, Martín Patino, Sánchez Ferlosio o la misma Martín Gaite, entre otros. Y si se le ha de conocer por sus discípulos, él fue maestro de Víctor Erice, Manuel Gutié- rrez Aragón y Pedro Olea. Luis García Berlanga destacó en Borau su «episcopal corpulencia, rostro de emérito y abúlica propuesta»; una figura paradójica que escondía sin embargo ese espíritu aventurero que le llevó a hacer por su cuenta y riesgo el sueño americano. Amante de la elipsis y consciente de que la belleza emana del interior de las cosas, Borau creía que los símbolos solo tienen valor cuando no pretenden serlo; razón tal vez por la que aspiró a un ideal de película que pareciera que no estaba «hecha», que disimulara su complejidad con elegancia, como ha señalado Luis Martínez de Mingo. Arropado por el escepticismo de Baroja y la filosofía de Unamuno, que fundió con la de Fritz Lang en Hay que matar a B, sus películas y relatos son ejemplo de medida armonía, contención, claridad enigmática e inde- pendencia. Una verdadera muestra de hasta qué punto todo depende en ellas de la perspectiva. En su discurso de entrada en la Real Academia de San Fernando en 2002, Borau habló de «El cine en la pintura», mostrando hasta qué punto esta se había impregnado de las técnicas cinematográficas, como es evidente en Picasso o en los planos y contraplanos que Francis Bacon tomó de Buñuel y otros cineastas. Berlanga, en su respuesta académica, lo situaba precisamente en la saga de aquella salida de misa del Pilar con la que se inauguró el cine español, y a la que pertene- cían Segundo de Chomón, Luis Buñuel o Carlos Saura. Su filmografía como director (En el río, 1960; Brandy, 1963; Crimen de doble filo, 1965; Hay que matar a B, 1973; Furtivos, 1975; La Sabina, 1979; Río abajo, 1984; Tata mía, 1986), como productor (destacan, en particular, Mi querida seño- rita, 1971, donde trabajó como actor, y Camada negra, 1976) o como guionista, creció junto a una obra literaria a veces ligada con el mundo del cine, caso de El caballero D´Arrast (1990) o Palabra de cine (2010). En esa órbita, destacan los curiosos e inquietantes Cuentos de Culver City, que reflejan sutilmente la mezcla de culturas de la vida californiana que él vivió, retratando el singular mundo de las apuestas en las carreras de caballos o el inframundo de las relaciones humanas. 11 Borau demostró además, en sus narraciones como en sus películas, que los asuntos más oscuros podían contarse con delicadeza y humor, lo que en parte encarecía su sordidez. Borau quiso desprenderse de las ataduras fílmicas y correr también por cuenta literaria en Navidad, horrible Navidad, Camisa de once varas (Premio Tigre Juan de Narrativa, 2003) y sobre todo en el cuento que da el título a Amigo de invierno, con un final tan sorprendente y enigmático como lo fue él mismo.
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