La Oscura Vida Radiante-Rojas

La Oscura Vida Radiante-Rojas

Manuel Rojas 0 La oscura vida radiante A Revisado, editado y compaginado por Sombraysén Editores. Sin derechos reservados, recomendándose su difusión por cualquier medio técnico que se tenga más a mano, especialmente su discusión. Cualquier crítica, aporte o consulta, escribir a [email protected] o visita www.sombraysen.entodaspartes.net ® Diseño e impresión Talleres gráficos F.U.R.I.A., Coyhaique, Patagonia 2009.- Manuel Rojas La oscura vida radiante “... Yo suelo, caballero en sueños graves, cabalgar horas luengas sobre los aires. Me entro en nubes rosadas, bajo a hondos mares, y en los senos eternos hago viajes. Allí asisto a la inmensa boda inefable, Y en los talleres huelgo De la luz madre: y con ella es la oscura vida, radiante, ¡y a mis ojos los antros son nidos de ángeles!...” José Martí: Musa traviesa. Prefacio En un nuevo y concentrado esfuerzo, este anhelo editorial extiende la invitación a degustar esta novela de Rojas, una especie de tercera parte en la vida de Aniceto Hevia. Mucho más rica en lugares, personajes, anécdotas. En relato. Nuevamente encontramos aquí el descarnado acontecer de quienes transitan esa delgada senda de lo oscuro y lo profano, del conventillo, el lupanar, la calle, escuela de muchos, cementerio de otros, lugar de encuentros y desencuentros. Con sus luces y sombras, Rojas captura la realidad de su tiempo y nos la enseña sin tapujos, ahí va, cual taba por el aire derecho a clavarse en el barro de gris color. ¡Atento el que la pise! Centrado especialmente en la época posterior a la 1ª Guerra mundial, y sus efectos en chile; el desempleo, la miseria, la política, tan ruin y cobarde como en nuestros días, la especulación, etc. Los mil y un recovecos que dificultan la vida de un importante número de quienes habitan este espacio. Ese retrato que hace Rojas en su relato, en su narración, nos transporta, nos guía y nos devuelve con varios sacudones encima. Sin caer en la vulgaridad, el autor sabe como empaparnos con la realidad descarnada, luminosa y siempre fecunda que nos va relatando. Finaliza este capítulo en medio de la efervescencia que se apoderó del país, especialmente del gobierno y las brutalidades que se cometieron, para frenar la llegada de Alessandri al poder. De quien se temía lo peor y quien sólo resultó ser un títere como cualquier gobernante de cualquier país. Aniceto se retira por nuevos rumbos, ya hecho un hombre y con variadas sensaciones. Pocas victorias. Ese nuevo rumbo tendrá un nuevo relato... Sólo queda, de nuestra parte, invitar a degustar este episodio, a sentir la prosa y palparla, porque nos llega, aun hoy, nos llega con demasiada vehemencia. Una vez más Manuel Rojas pasa a engrosar la biblioteca Sombraysén, ignorarlo sería caer en complicidad con quienes dicen querer más cultura y más lectura y sólo se dedican a editar bazofia de grandes ventas. En tus manos Sombraysén Editores. Patagonia, octubre 2009.- 1 —Y ahora, ¿qué hacemos? Llegaron en barcos caleteros, amontonados, con sus pocas pilchas, sin saber a dónde iban ni dónde se detendrían, en qué trabajarían ni qué comerían, en qué conventillos o ranchos o callampas tenderían los huesos, con su mujer y sus hijos los casados, solos y amontonados de a cuatro o cinco los solteros: había una crisis, se vendió mucho salitre durante la guerra mundial, eso a pesar de que los alemanes no pudieron comprarlo en los últimos tiempos —los gringos les hundían los barcos— y se vieron obligados a sacarlo del aire; los alemanes pueden inventar cualquier cosa, desde brutalidades hasta buena música y filósofos, y las compañías se hincharon de plata, salitre para todo el mundo, pedir no más, ahí están los rotos, no serán alemanes, no inventarán gran cosa, pero sacarán montañas de salitre, de carbón, de cobre, de hierro, de azufre, de manganeso, de lana; antes sacaron montañas de plata; paguen y llévenselo, sí, las compañías ganaron mucha plata, los rotos lo indis- pensable, lo que les permitió seguir viviendo para seguir sacando montañas o ríos de materias primas; cuando piden no piden gran cosa, pero siempre se les niega, cada huelga cuesta días, semanas, meses y a veces los milicos matan algunos huelguistas, los mataron en Iquique y los volverán a matar cualquier día, los pacos tampoco lo hacen mal, hay que defender la patria de estos rotos que sólo piden más comida; pasan hambre, se joden, pelean con la mujer y los hijos —¡qué tanta huelga, Juan!, ¡hasta cuándo, papá!, ¡cállense!—, y al final, regateando el centavo, les dan un aumento que no sirve de nada; la máquina está bien armada, Juan, o Pedro, o Santiago, o Miguel, los ingleses, los alemanes, los americanos, los franceses, los chilenos, todos son lo mismo, suben los precios, no han perdido nada, todo sigue igual; tú también, Juan Soto o Pedro Alvarado o Hermenegildo Chilcay; hasta que llegó la crujidera y desde Carmen Bajo y Agua Santa, desde Josefina o Constancia, desde La Granja y Alianza, Humberstone y Huara, Buenaventura y La Perla, Tiliviche y San Patricio, Santa Rita y La Candelaria, Asturias o Recuerdos, Nueva Soledad o Soledad Vieja, se fueron, por Taltal y Antofagasta, por Junín y Caleta Buena, Iquique y Coloso, Mejillones y Tocopilla, hacia el sur, a morirse de hambre. —Y ahora, ¿qué hacemos? —Algo tenemos que hacer. Manuel Rojas Nadie haría nada por ellos, ¿tantos años trabajando y no ahorraron nada?, ¿qué íbamos a ahorrar, huevón, si apenas nos alcanza para vivir?, ¿no ha leído a Carlos Marx?; Entre la gallada venían quienes habían oído hablar de Recabarren y pagado sus cuotas a la Mancomuna! de Obreros de Tocopilla y leído El despertar de los trabajadores; no crea que somos tan cerrados de mollera; tendremos que buscar algo, Juan, dicen que más discurre un hambriento que cien letrados, no esperes nada del gobierno, son pura boca, sólo quieren recibir, cobrar para pagar sus paniaguados, sus milicos y sus pacos, la rotada que se joda, trabajen; y pensar que salió tanta plata de ahí, millones de libras, de dólares, de marcos, de francos, de pesos, ¿qué hicieron con la plata?; se la gastaron no más, nadie pagaba impuestos, los ricos se la embuchaban y la iban a gastar a París o a Londres y llevaban a sus hijas a educar a Europa y de allá se traían queridas francesas, algunas no eran más que putas; en eso botaron la plata; esos eran los chilenos; los extranjeros no, se la llevaron; vendían en moneda extranjera, la plata quedaba fondeada por allá o la repartían entre unos pocos; aquí quedaba el hoyo, los rotos, abriendo más hoyos, raspando la chuca y perforando la costra y póngale pólvora, ¡cuidado, tiro grande, mecha corta!, allá va el caliche para la oficina, palea ahora, métele pala, maestros de la pala, manos como palas, treinta años paleando ¿y dónde termina la pala y empieza la mano?, compañeros del cachucho, her- manos de las chancadoras, amigos de los estanques, monos del yodo, ¿de dónde diablos salió todo esto?, dicen que antes hubo una mar aquí, una mar chica que un día, sabe dios cómo y sepa el diablo para dónde, se fue, si por un agujero que se abrió en el medio o por las quebradas o porque algo subió o bajó, también puede que no haya sido así, que haya sido de otro modo, la cuestión es que ahí estaba y ahí está; por el mediecito pasa el Loa, cerca de ochocientos quilómetros de alto abajo, entre las quebradas de Camarones y de Taltal, y cerca de cuarenta de ancho, Pampa de Tarapacá, Pampa del Tamarugal, Pampa de Antofagasta, la tierra que cantó Pancho Pezoa, pampa salitrera, más de tres millones de toneladas al año, barcos y veleros llenos de salitre y de todo, sáquele molde, campos verdes y explosivos para matar a medio mundo, yodo para los que se sacaron la cresta en el setenta y nueve y para los que se sacaron la ídem en Europa y en todas partes; el trabajador se jode sacándolo, gana con eso para puro vivir saltando, y otros se llenan el bolsillo sin haber tocado nunca una pala ni haber preparado nunca un buen tiro, y no crea que ganan los dueños de las salitreras no más, no, ganan también los del sur, esos que mandan comida para los hombres y para los animales y ropa y vino, esos también ganan, han ganado y ganan bastante, los únicos que no han ganado más que un pichintún somos nosotros. —¿Y qué vamos a hacer ahora? La oscura vida radiante —Espérate un ratito. —Es que la mujer y los chiquillos y yo tenemos hambre —Todos tenemos hambre. —Siempre hemos tenido hambre. —Cuándo no. Así son estos países, viven al día, como los indios, se comen lo que pescan o lo que cazan hoy, guanacos o plata, caballos o salitre, pescadas o cobre, mañana será otro día, saldrá otra cosa de la tierra y cuando la tierra termine de dar, acabada la plata, el salitre, el hierro, el cobre, cuando no queden más que agujeros, nos iremos a la misma mierda; ¿qué hicieron la plata, la invirtieron en fábricas, en usinas, en obras de riego?, no, se la tomaron, se la comieron, se la fornicaron, todos hablan francés ahora, ellas y ellos, champaña y Rué de la Opera, merci, mesié, las mujeres de los magnates salitreros llegaban a París y no sabían decir más que de ça, de ça, de ça, de ça, de esto, de aquello, de lo de más allá, sí, véndame todo eso, llenaban los baúles de trapos que lucirían en los paseos del mugriento Parque Cousiño y en las comidas y en la ópera, todo comprado gracias al sudor y los callos de los rotos, que seguían sacando caliche, elaborándolo, sacando salitre y yodo y bórax, el oro blanco, el oro negro, el oro amarillo, el oro dorado, el oro que bala en las praderas y estepas de la Patagonia, ¿cuándo se les acabará el oro? —Y nosotros, ¿qué oro tenimos? —El de las tripas, Juan.

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