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El ladrón de cuerpos Anne Rice Traducción: Raquel Albornoz EDITORIAL ATLÁNTIDA BUENOS AIRES Diseño de tapa: Mercedes Torralva y Carolina Sessa Diseño de interior: Claudia Bertucelli Título Original: THE TALE OF THE BODY THIEF Copyright © 1992 by Arme O'Brien Rice Copyright de esta edición © Editorial Atlántida, 1993 Derechos reservados. Primera edición publicada por EDITORIAL ATLÁNTIDA S.A.; Azopardo 579, Buenos Aires, Argentina. Hecho el depósito que marca la ley 11.723. Printed in Brasil. Esta edición se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 1993 en los talleres gráficos de la Companhia Melhoramentos de Sao Paulo - Industrias de Papel, Rúa Tito 476, Sao Paulo. Edición digital revisada agosto 2004 Para mis padres, Howard y Katherine O'Brien. Sus sueños y su coraje me acompañarán todos mis días. Sailing To Byzantium By W.B. Yeats 1 That is no country for old men. The young In one another's arms, birds in the trees —Those dying generations— at their song, The salmon-falls, the mackerel-crowded seas, Fish, flesh, or fowl, commend all summer long Whatever is begotten, born, and dies. Caught in that sensual music all neglect Monuments of unageing intellect. 2 An aged man is but a paltry thing, A tattered coat upon a stick, unless Soul clap its hands and sing, and louder sing For every tatter in its mortal dress, Nor is there singing school but studying Monuments of its own magnificence; And therefore I have sailed the seas and come To the holy city of Byzantium. 3 O sages standing in God's holy fire As in the gold mosaic of a wall, Come from the holy fire, perne in a gyre, And be the singing-masters of my soul. Consume my heart away; sick with desire And fastened to a dying animal It knows not what it is; and gather me Into the artifice of eternity. 4 Once out of nature I shall never take My bodily form from any natural thing, But such a form as Grecian goldsmiths make Of hammered gold and gold enamelling to keep a drowsy Emperor awake; Or set upon a golden bough to sing To lords and ladies of Byzantium Of what is past, or passing, or to come. Habla el vampiro Lestat. Tengo una historia para contarle, acerca de algo que me sucedió. Todo comenzó en Miami, en el año 1990, y sinceramente desearía iniciar el relato allí. Pero es importante que mencione los sueños que había tenido con anterioridad, ya que juegan un papel importante en la narración. Me refiero a las veces que soñé con una niña vampiro de mente adulta y rostro angelical, y a otra oportunidad en que soñé con David Talbot, mi amigo humano. Pero también soñé con mi niñez de mortal transcurrida en Francia, con nieves invernales, con el ruinoso y umbrío castillo que tenía mi padre en Auvernia, con el día en que salí a cazar una manada de lobos que merodeaba por nuestra pobre aldea. Los sueños pueden ser tan reales como los acontecimientos mismos, o al menos eso me pareció después. Además, cuando empezaron los sueños tenía yo un estado de ánimo melancólico, pues era un vampiro vagabundo que deambulaba por la tierra. A veces iba tan cubierto de polvo, que nadie reparaba en mí. ¿De qué me servía tener una espesa cabellera rubia, ojos azules de mirada intensa, ropas llamativas, una sonrisa irresistible y un cuerpo bien proporcionado, de un metro ochenta y cinco de altura que, pese a sus doscientos años, podía pasar por el de un mortal de veinte? No obstante, yo seguía siendo un hombre de la razón, un hijo del siglo XVIII, siglo en el que realmente viví antes de nacer a las tinieblas. Pero en las postrimerías de la década de 1980 estaba muy cambiado. Ya no era aquel bisoño y elegante vampiro que fui alguna vez, tan afecto a la clásica capa negra y los encajes de Bruselas, aquel caballero de bastón y guantes blancos que danzaba bajo el farol de gas. Me había transformado en una especie de dios misterioso gracias al sufrimiento, al triunfo, y a un exceso de sangre de nuestros antepasados vampiros. Poseía facultades que me dejaban perplejo y a veces hasta me asustaban. Esos dones me ponían triste, aunque no siempre sabía por qué. Por ejemplo, podía levantar una silla en el aire a voluntad y hacer que se desplazara a grandes distancias, mecida por los vientos nocturnos como si fuera un espíritu. Podía producir o destruir materia mediante el poder de mi mente. Podía encender fuego con sólo desearlo. También podía llamar con mi voz preternatural a los inmortales de otros países y continentes y, sin el menor esfuerzo, leer la mente de vampiros y humanos por igual. Qué bueno, podrá usted decir. Yo lo aborrecía. Sufría sin lugar a dudas, por mis antiguas personalidades: el muchacho mortal, el fantasma recién nacido que en una época se propuso tener talento para la maldad. Compréndanme: no soy un pragmático. Tengo una conciencia perspicaz y despiadada. Podría haber sido un buen tipo —y quizás a veces lo sea—, pero siempre me consideré hombre de acción. Condolerse es para mí un desperdicio, como lo es el tener miedo. Y lo que usted va a encontrar aquí, apenas termine con este preámbulo, es acción. No hay que olvidar que los comienzos suelen ser difíciles y casi siempre artificiales. Fue la mejor época. Y la peor también. Además, todas las familias felices no son iguales; eso hasta Tolstoi tiene que haberlo sabido. Yo no consigo empezar con "Había una vez" o "Me arrojaron de un camión al mediodía"; si no, lo haría. Y créame que siempre consigo lo que quiero. Como dijo Nabokov por boca de uno de sus personajes, "el asesino siempre habla con prosa extravagante". ¿Extravagante no podría significar experimental? Desde luego, sé que soy sensual, recargado, voluptuoso; demasiado me lo ha hecho notar ya la crítica. Lamentablemente, tengo que hacer las cosas a mi manera. Ya voy a llegar al principio —si no hay una contradicción en los términos—; se lo prometo. Debo explicar aquí que, antes de iniciarse esta aventura, yo estaba padeciendo por los otros inmortales a quienes conocí y amé, porque hacía tiempo que se habían dispersado de nuestro último reducto del siglo XX. Qué disparate pensar que quisiéramos crear un nuevo lugar de reunión. Uno a uno mis compañeros fueron desapareciendo, se perdieron en el tiempo y el mundo, lo cual era inevitable. El vampiro no siente verdadero agrado por los de su especie, pese a su atroz necesidad de amigos inmortales. Debido a esa necesidad, creé a mis vástagos: a Louis de Pointe du Lac, que se convirtió en mi paciente y a menudo cariñoso compañero del siglo XIX; y con la inadvertida ayuda de él, a Claudia, la bella y condenada niña vampiro. Durante esas noches solitarias de fines de siglo, Louis fue el único inmortal al que veía con frecuencia. El más humano de todos nosotros, el más perverso. Nunca me alejaba demasiado de su choza, ubicada en el sector alto de Nueva Orleáns. Pero aguarde usted; ya llegaré a eso. Louis tiene un sitio en esta historia. A propósito: aquí encontrará muy poco sobre los demás. En realidad, casi nada. Salvo Claudia, con quien soñaba cada vez más a menudo. Permítame explicar lo de Claudia. Ella había muerto hacía más de un siglo, pero yo sentía su presencia en todo momento, como si la hubiera tenido cerca. Corría el año 1794 cuando convertí a la huerfanita moribunda en una suculenta vampira, y pasaron sesenta años antes de que se rebelara contra mí. "Te meteré en el ataúd para siempre, padre." En ese entonces yo dormía en un cajón, sí. Y aquel intento de homicidio fue anticuado, puesto que hubo víctimas mortales a las que se quiso tentar con alcohol para que nublaran mi mente, hubo cuchillos que desgarraron mi carne blanca y, por fin, creyéndolo sin vida, abandonaron mi cuerpo en las fétidas aguas de la zona de pantanos, allende las luces de Nueva Orleáns. No les dio resultado. Existen muy pocos métodos eficaces para matar a los que no mueren. El sol, el fuego... Para matarlos, hay que proponerse la extinción total. Además, tenga en cuenta que soy el vampiro Lestat. Claudia sufrió por ese crimen; luego fue ejecutada por un grupo de bebedores de sangre que medraban en el corazón mismo de París, en el infame Teatro de los Vampiros. Yo había violado las normas al convertir en bebedora de sangre a una niña tan pequeña, y es quizá por esa sola razón por la que los monstruos parisienses pudieron haberla ultimado. Pero también ella violó las normas cuando trató de destruir a su hacedor, y podríamos decir que ésa fue la razón lógica que tuvieron para dejarla afuera, a la luz intensa del día que la redujo a cenizas. En mi opinión, se trata de un método diabólico para ejecutar a alguien, porque quienes lo dejan a uno afuera deben regresar deprisa a sus féretros y ni siquiera pueden ver el sol cuando éste ejecuta su siniestra sentencia. Eso fue lo que le hicieron a la exquisita criatura que yo había moldeado con mi propia sangre vampírica, la cual, de huerfanita sucia y andrajosa en una ruinosa colonia española del nuevo mundo, pasó a ser mi amiga, mi discípulo, mi amor, mi musa, mi compañera de correrías. Y sí, mi hija. Si leyó usted "Entrevista con el vampiro", ya debe de saber todo esto, pues es la versión que da Louis del tiempo en que estuvimos juntos.

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