Andrzej Sapkowski

Andrzej Sapkowski

Andrzej Sapkowski El último deseo La saga de Geralt de Rivia Libro I Traducción de José María Faraldo BIBLIÓPOLIS fantástica 2 | P a g e Título original: Ostatnie Zyczenie Traducción de José María Faraldo Ilustración de cubierta: Roberto Uriel / DPI Comunicación Diseño de cubierta: Alberto Cairo Colección Bibliópolis Fantástica n° 1 Primera edición: noviembre de 2002 © 1993 Andrzej Sapkowski Published by arrangement with Literary Agency «Agence de L’Est» © 2002 José María Faraldo por la traducción Revisión, corrección y versión Latinoamericana: EDCARE (Bufeo) - Colombia © 2002 BIBLIÓPOLIS Luis G. Prado, editor Gta. López de Hoyos, 5 28002 - Madrid www.bibliopolis.org ISBN: 84-932836-1-4 Depósito legal: M-43975-2002 Impreso por Gráficas An-ya c/ Fereluz, 21-23. 28039 - Madrid Impreso en España Printed in Spain 3 | P a g e La voz de la razón 1 Vino a él al romper el alba. Entró con mucho cuidado, sin decir nada, caminando si- lenciosamente, deslizándose por la habitación como un espec- tro, como una visión, el único sonido que acompañaba sus movimientos lo producía el albornoz al rozar la piel desnuda. Y sin embargo, justo este sonido tan débil, casi inaudible, despertó al brujo. O puede que sólo lo sacara de una duerme- vela en la que se acunaba monótono, como si estuviera en las profundidades insondables, colgando entre el fondo y la su- perficie de un mar en calma, entre masas de sargazos ligera- mente movidos por las olas. No se movió, no pestañeó siquiera. La chica se acercó, se quitó el albornoz despacito, vacilando apoyó la rodilla dobla- da en el borde de la cama. Él la observó por debajo de las pes- tañas casi cerradas, fingiendo que aún dormía. La muchacha se subió con cuidado al lecho, encima de él, apretándole entre sus muslos. Apoyada en los brazos abiertos le rozó ligeramen- te el rostro con unos cabellos que olían a manzanilla. Decidi- da y como impaciente, se inclinó, tocó con la punta de sus pe- chos sus párpados, sus mejillas, su boca. Él se sonrió, asiéndo- la por los hombros con un movimiento muy lento, muy cui- dadoso, muy delicado. Ella se irguió, huyendo de sus dedos, resplandeciente, iluminada, difuminado su brillo en la clari- dad nebulosa del amanecer. Él se movió, manteniendo la pre- sión de ambas manos le impedía suavemente cambiar de po- sición. Pero ella, con movimientos de caderas muy decididos, le exigió respuesta. Él respondió. Ella cesó de intentar escaparse de sus ma- nos, echó la cabeza hacia atrás, dejó caer sus cabellos. Su piel estaba fría y era sorprendentemente lisa. Los ojos que con- templó cuando acercó el rostro a su rostro eran grandes y os- 4 | P a g e curos como los ojos de una ninfa. El balanceo lo sumergió en un mar de manzanilla que lo agitaba y le murmuraba, embar- gándolo de paz. 5 | P a g e El brujo I Después dijeron que aquel hombre había venido desde el nor- te por la Puerta de los Cordeleros. Entró a pie, llevando de las riendas a su caballo. Era por la tarde y los tenderetes de los cordeleros y de los talabarteros estaban ya cerrados y la calle- juela se encontraba vacía. La tarde era calurosa pero aquel hombre traía un capote negro sobre los hombros. Llamaba la atención. Se detuvo ante la venta del Viejo Narakort, se mantuvo de pie un instante, escuchó el rumor de las voces. La venta, como de costumbre a aquella hora, estaba llena de gente. El desconocido no entró en el Viejo Narakort. Condujo el caballo más adelante, hacia el final de la calle. Allí había otra taberna, más pequeña, llamada El Zorro. Estaba casi va- cía. Aquella taberna no gozaba de la mejor fama. El ventero sacó la cabeza de un cuenco con pepinillos en vinagre y dirigió su mirada hacia el huésped. El extraño, to- davía con el capote puesto, estaba de pie frente al mostrador, rígido, inmóvil, en silencio. — ¿Qué va a ser? —Cerveza —dijo el desconocido. Tenía una voz desa- gradable. El posadero se limpió las manos en el delantal de tela y llenó una jarra de barro. La jarra estaba desportillada. El desconocido no era viejo, pero tenía los cabellos com- pletamente blancos. Por debajo del abrigo llevaba una raída almilla de cuero, anudada por encima de los hombros y bajo las axilas. Cuando se quitó el capote todos se dieron cuenta de 6 | P a g e que llevaba una espada en un cinturón al dorso. No era esto extraño, pues en Wyzima casi todos portaban armas, pero na- die acostumbraba a llevar el estoque a la espalda como si fue- ra un arco o una aljaba. El desconocido no se sentó a la mesa, entre los escasos clientes, continuó de pie delante del mostrador, apuntando hacia el posadero con ojos penetrantes. Bebió un trago. —Posada busco para la noche. —Pues no hay —refunfuñó el ventero mirando las botas del cliente, sucias y llenas de polvo—. Pregunte acaso en el Viejo Narakort. —Preferiría aquí. —No hay. —El ventero reconoció al fin el acento del desconocido. Era de Rivia. —Pagaré bien —dijo el extraño muy bajito, como inse- guro. Justo entonces fue cuando comenzó toda esta abomina- ble historia. Un jayán picado de viruelas, que no había apar- tado su lúgubre mirada del extraño desde el momento mismo de su entrada, se levantó y se acercó al mostrador. Dos de sus camaradas se quedaron por detrás, a menos de dos pasos. — ¡Ya te han dicho que no hay sitio, bellaco, rivio vaga- bundo! —gruñó el picado de pie junto al desconocido—. ¡No necesitamos gente como tú aquí, en Wyzima, ésta es una ciu- dad decente! El desconocido tomó su jarra y se apartó. Miró al vente- ro, pero éste evitó sus ojos. No se le ocurriría defender a un rivio. Al fin y al cabo, ¿a quién le gustaban los rivios? —Todos los rivios son unos ladrones —continuó el pi- cado, dejando un olor a cerveza, ajo y rabia—. ¿Escuchas lo que te digo, degenerado? —No te oye. Tiene boñigas en las orejas —dijo uno de los que estaban detrás. El otro se rio. —Paga y lárgate —vociferó el cara-picado. El desconocido lo miró por primera vez. —Cuando termine mi cerveza. —Te vamos a echar una mano —gruñó el jayán. Arran- 7 | P a g e có la jarra de las manos del rivio y al mismo tiempo, agarrán- dolo por los hombros, clavó los dedos en las correas de cuero que cruzaban el pecho del extraño. Uno de los de detrás pre- paró el puño para golpearle. El extraño se revolvió en su sitio, haciendo perder el equilibrio al picado. La espada silbó en el aire y brilló un momento a la luz de las lamparillas. Hubo una agitación. Gritos. Uno de los otros parroquianos se preci- pitó hacia la salida. Una silla cayó con un crujido, la loza de barro se desparramó por el suelo con un chasquido sordo. El ventero, con los labios temblando, miró a la destrozada cara del picado, cuyos dedos aferrados al borde del mostrador se iban desprendiendo, desapareciendo de la vista como si se hundiera en el agua. Los otros dos estaban tendidos en el sue- lo. Uno inmóvil, el otro retorciéndose de dolor y agitándose en un charco oscuro que crecía rápidamente. En el ambiente vibró, hiriendo los oídos, un agudo e histérico grito de mujer. El ventero, asustado, tomó aliento y comenzó a vomitar. El desconocido retrocedió hasta la pared. Encogido, ten- so, alerta. Sujetaba la espada con las dos manos, agitando la punta en el aire. Nadie se movía. El miedo, como un viento helado, cubría las caras, soldaba los miembros, cegaba las gargantas. Un piquete de la ronda, compuesto por tres guardias, entró en la venta con estruendo. Debía de haber estado cerca. Para el servicio llevaban porras envueltas en tiras de cuero pero, al ver los cuerpos, echaron mano con rapidez a los esto- ques. El rivio pegó la espalda contra la pared y con la mano izquierda sacó un estilete de la bota. — ¡Tira eso! —vociferó uno de los guardias con la voz temblona—. ¡Tíralo, canalla! ¡Te vienes con nosotros! Otro guardia dio una patada a la mesa que le impedía acercarse al rivio por detrás. — ¡Ve por refuerzo, Treska! —gritó al tercero, que esta- ba más cerca de la puerta. —No hace falta —dijo el extraño, bajando la espada—. Iré por mi propio pie. —Claro que vienes, hijo de perra, pero encadenado —le 8 | P a g e increpó el que estaba temblando—. ¡Arroja la espada o te rompo la crisma! El rivio se enderezó. Con rapidez, colocó la hoja debajo de la axila izquierda y con la mano derecha elevada hacia arriba, en dirección a los guardias, marcó en el aire un rápido y complicado signo. Comenzaron a brillar los numerosos ge- melos situados en las vueltas de los puños, unos puños largos hasta los codos del caftán de cuero. Los guardias se retiraron, protegiéndose los rostros con sus antebrazos. Uno de los parroquianos dio un salto, otros, de nuevo, se acercaron a la puerta, la mujer volvió a gritar, salvajemente, con estridencia. —Iré por mi propio pie —repitió el desconocido con una extraña voz metálica—. Y ustedes tres por delante, llé- venme al corregidor. Desconozco el camino. —Sí, señor —barbotó el guardia, dejando caer la cabeza. Se movió hacia la puerta, inseguro. Los dos restantes salieron detrás de él, apresurados. El extraño siguió sus pasos, guar- dando la espada en su vaina y el estilete en la bota.

View Full Text

Details

  • File Type
    pdf
  • Upload Time
    -
  • Content Languages
    English
  • Upload User
    Anonymous/Not logged-in
  • File Pages
    314 Page
  • File Size
    -

Download

Channel Download Status
Express Download Enable

Copyright

We respect the copyrights and intellectual property rights of all users. All uploaded documents are either original works of the uploader or authorized works of the rightful owners.

  • Not to be reproduced or distributed without explicit permission.
  • Not used for commercial purposes outside of approved use cases.
  • Not used to infringe on the rights of the original creators.
  • If you believe any content infringes your copyright, please contact us immediately.

Support

For help with questions, suggestions, or problems, please contact us