compañía internacional de seguros, s. a. 50 ANOS DE SERVICIO Y DE PROCRESO 1910-1960 POR ERNESTO J. CASTILLERO R. PANAMÁ, MARZO DE 1960 Primera Parte PANORAMA DE LA VIDA POLÍTICA NACIONAL DE LA REPÚBLICA DE PANAMÁ. El primer español que visitara la costa panameña en los inicios del siglo dieciseis, fue Rodrigo de Bastidas, un caba llero de capa y espada que sin ser navegante ni soldado, sintió Rodrigo de Bastidas, descubridor de Panamá despertar en sí el espíritu de la aventura, atraído por la fama de las riquezas y el misterio de lo ignoto en el nuevo mundo. Había acompañado a Cristóbal Colón, descubridor de éste, en el segundo viaje que el Almirante realizó a las Indias Occi dentales, como fue llamada esta sección del orbe, y resolvió realizar por su cuenta otros viajes de descubrimiento en el continente americano. Valido de su influencia en la Corte española, obtuvo Bas tidas la autorización debida para efectuar exploraciones, y así, en 1501, al frente de una expedición que organizó a su costa, visitó la tierra firme, de oriente a occidente, esto es, | desde Colombia hasta el meridiano 79 en el Istmo de Panamá, l sin lograr los resultados ambicionados. Los naturales, hos tiles, le opusieron resistencia invencible a su desembarco, y hubo de retornar a España con la desilusión de su fracaso. Un año más tarde, en 1502, fue el mismo Cristóbal Colón, quien navegando en sentido inverso, a saber, de oeste a este, completó el descubrimiento de la tierra panameña. Colón, con esa intuición extraordinaria que lo llevó a las gloriosas e insuperadas hazañas del siglo XV, buscó por la costa istmeña el paso de comunicación marítima sin resultados, pero tuvo la ventura de descubrir, el primero, el río Chagres, reservado por la Providencia a constituir, siglos después, ese paso, gra cias al esfuerzo de los hombres de ciencia. A partir de esta fecha y con el descubrimiento posterior del Océano Pacífico en 1513 por Vasco Núñez de Balboa, que dó señalado el Istmo como el camino natural entre ambos grandes océanos. Por algún tiempo el Rey de España estuvo interesado en la construcción de esa ruta del comercio mediante la aper tura del canal, aprovechando las aguas del caudaloso Chagres, pero razones de una política egoísta le hicieron desistir de la obra, y más bien la prohibió so pretexto de que "el hombre no debe separar lo que Dios unió", y se necesitó el transcurso de cuatro centurias para que el sueño de Colón se viese con vertido en realidad. El Istmo de Panamá se convirtió, con todo, en el camino * obligado de los mercaderes hispanos hacia los emporios de *' riqueza de Suramérica, descubiertos y conquistados desde Pa namá por Francisco Pizarro y sus audaces compañeros. A fomentar ese comercio contribuyeron las ciudades de Nombre de Dios en el Atlántico, y de Panamá en el Pacífico, fundada esta última por el Gobernador de Castilla del Oro, Pedrarias — 2 — Dávila en 1519, y reconstruida la primera por Diego de Al- bites en ese mismo año. El camino terrestre que a través de las montañas istmeñas se construyó entre ambas urbes, fue la vía por donde se hizo el comercio universal durante el si glo XVII. La destrucción de Nombre de Dios por el corsario Sir Francis Drake en 1596, determinó su abandono como puer to, y surgió entonces la ciudad de Portobelo en el mismo li toral atlántico. Para dar seguridades al mencionado centro mercantil, se erigieron en la costa poderosas fortalezas que lo defendieran, no sin que cayera la ciudad en manos de los piratas ingleses, siempre que éstos se propusieran tomarla. El que más daño le infirió fue Henry Morgan, famoso corsario que durante el siglo décimo séptimo se había cons tituido en el terror de los mares y en el azote del imperio colonial español de América. 0O0 Portobelo alcanzó renombre universal en dicha centuria por ser el asiento de las más ricas y animadas ferias del co mercio entre el viejo y el nuevo mundo, cuya celebración abar có más de un centenar de años —de 1606 a 1730—. Tenía lugar en el recinto de la ciudad, donde fue erigida hacia 1615 un magnífico edificio de Contaduría o Aduana, cuyas ruinas majestuosas pueden ser admiradas todavía, el intercambio de las mercaderías procedentes de España y de Flandes, con los productos naturales de los reinos de América, como metales preciosos en barras, tejidos de lana de vicuña, de hilo y de fibras, tintes, raicillas, quina y otras plantas medicinales, re ciñas, cacao, cerámicas, objetos artísticos de oro y cobre, ge mas preciosas, etc. Este extraordinario comercio efectuábase cuando los galeones españoles, cargados de mercaderías, lle gaban desde la Península a Portobelo, a tiempo que la "escua dra del oro" que procedía del Perú, arribaba a Panamá y desde allí se transportaban a través del Istmo, la preciosa carga para ser intercambiada en Portobelo. En los días de la feria esta ciudad, generalmente despo blada e inactiva, adquiría inusitada animación e importancia, siendo durante dos semanas, poco más o menos, el emporio del — 3 — comercio colonial y la más rica plaza de tráfico mercantil del continente. Una superpoblación que rebasaba toda posibili dad de acomodo, la invadía. Viajeros que la visitaron en ta les ocasiones, afirman que por el alquiler de una alcoba duran te esos días había que pagar mil pesos, y una casa para alma cén era imposible conseguirla por menos de cinco mil. El fraile, Tomás Gage, que a mediados del siglo XVII, en el apo geo de las ferias, fue huésped de la ciudad, nos ha dejado en su interesante libro "A NEW SURVEY OF THE WEST-IN- DIES" (1648), una detallada y fiel narración de su experiencia, en los siguientes términos: "Iba —dice— a ver las ciudadelas, que encontré muy buenas y fortificadas. Pero lo que encontré de más sorpren dente, era el ver el gran número de muías que venían de Pa namá todas cargadas con barras de plata, de suerte que en un día conté más de doscientas que no conducían otra cosa más, las cuales fueron descargadas en el mercado público donde había montones de barras de plata como piedras en la calle, que dejaban allí sin miedo de que las robasen. "Diez días después llegó la flota compuesta de ocho ga leones y diez navios mercantes, lo que me obligó a meterme en mi cuartucho. Era una maravilla ver la gente que había por las calles, cuando pocos días antes no se veía a casi nadie. El precio de las cosas comenzó también a subir, de modo que una gallina que muchas veces me había costado en el campo un real, se vendía por doce; la libra de buey valía dos reales, sin embargo de haber pagado antes por tres libras medio real; y las otras carnes se pusieron a proporción tan caras, que no sabiendo cómo hacer me vi precisado a vivir de pescado y tor tuga de que hay una gran cantidad, y aunque eran caras, sin embargo era lo que podía comer más barato. "Era digno de ver cómo los comerciantes vendían sus mercancías, no al menudeo sino al por mayor, a la pieza y al peso; cómo hacían los pagos, no en dinero, ni en moneda, sino en barras de plata que se pesaban y tomaban por el valor de las mercancías. Esto no duró más de quince días durante los cuales los galeones no cargaron otra cosa más que barras de plata, de suerte que puede decirse con atrevimiento, y soste ner, que durante esos quince días no hay una feria más rica en todo el mundo que la que se hace en Puerto Bello entre — 4 — los comerciantes españoles, del Perú, Panamá y otros lugares vecinos". Las transacciones comerciales en estas ferias se realiza ban por millones de pesos. Hubo no pocas en que sobrepasa ron los veinte millones, y la más pobre no bajó de cinco. La constante amenaza de los piratas durante el siglo XVII, quie nes infligieron perjuicios considerables al comercio hispano entre los países de la zona del Caribe, a tal punto que obligó a los mercaderes europeos a preferir la vía del Cabo de Hor nos para negociar con el Perú, dio golpe de muerte a Porto belo. Su última feria se celebró en 1730. Aduana de Portobelo en e! actual estado de ruina La misma ciudad fue víctima de los asaltos de los pira tas, atraídos por la fama de su riqueza. El primero en ata carla fue William Parker en 1602. Medio siglo más tarde, en 1668, la asaltó el célebre bucanero Henry Morgan, quien obtu vo un botín de más de 250.000 escudos de oro. Diez años des pués, en 1679, los capitanes de piratas Coxon y La Sonda, la atacaron también, y lo mismo hicieron al siguiente año los je fes bucaneros confederados, Sharp, Cook, Markett, Row, Essex y el mismo Coxon, los que lograron un botín de $100.000. En 1726 fue el Almirante inglés Hoster, y en 1739 el Vicealmi rante Eduard Vernon, quienes la hicieron víctima del pillaje. Este último infirió a la decadente urbe más daño que ningún corsario, pues desmanteló las fortalezas, debilitando su defen sa, pero sólo pudo obtener de su asalto la suma de $10.000. Ya los ciudadanos ricos no habitaban en la moribunda ciudad. El postrer atentado pirático contra ésta tuvo lugar en 1744, por el capitán Kinghills, que casi ningún daño le pudo hacer. De su pasado glorioso, a Portobelo apenas si subsisten algunos restos de los castillos que Bautista Antonelli había construido por recomendación de Felipe II para defenderla; y como recuerdo del extinguido comercio que floreció en el siglo XVII, se ve todavía, en ruinas imponentes que revelan un pretérito brillante y fastuoso, la hermosa Contaduría que guardara otrora en su recinto los fabulosos tesoros del Perú.
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