Gonzalo Sobejano En los claustros de l'alma... Apuntaciones sobre la lengua poética de Quevedo Entre los poemas que integran el ciclo Canta sola a Lisi y la amorosa pasión de su amante figura un soneto cuyo sentido describió el colector en este epígrafe: «Persevera en la exageración de su afecto amoroso y en el exceso de su padecer». Dice así: En los claustros de l'alma la herida yace callada; mas consume hambrienta la vida, que en mis venas alimenta llama por las medulas extendida. Bebe el ardor hidrópica mi vida, que ya, ceniza amante y macilenta, cadáver del incendio hermoso, ostenta su luz en humo y noche fallecida. La gente esquivo y me es horror el día; dilato en largas voces negro llanto, que a sordo mar mi ardiente pena envía. A los suspiros di la voz del canto, la confusión inunda l'alma mía, mi corazón es reino del espanto.1 Se han dedicado estudios a algunos poemas de Quevedo, y en particular ha merecido varios y excelentes el soneto del amor más fuerte que la muerte: «Cerrar podrá mis ojos...». Examinar atentamente poemas singulares o grupos de poemas será tarea útil para abrir camino al estudio completo de la lengua poética de Quevedo que todavía está por hacer. Estas páginas desearían ser una contribución a tal proyecto, y de acuerdo con los objetivos principales, esto es, entender el poema en sí mismo, procurar una visión de la lengua poética de Quevedo a partir de este testimonio, y reconocer la tradición en que el soneto se inscribe, distribuyo esta tentativa en tres sectores: 1) el poema en su propio contexto; 2) el poema en el contexto de la poesía de Quevedo; y 3) el poema en el contexto de la tradición. He elegido «En los claustros de l'alma» porque me parece un ejemplo cimero de la capacidad de Quevedo para expresar la afectividad en su inmanencia, y este poder de interiorización lo considero, a su vez, el don supremo de Quevedo como poeta lírico, aquello que mejor distingue su obra poética grave de la de sus contemporáneos. La concentración expresiva y la transcendencia universal del mensaje -criterios justos para valorar toda obra de arte- se dan en este soneto máximamente. El poema en su propio contexto Respecto al texto de la edición de J. M. Blecua, tomado aquí como base, no hallo discrepancias dignas de mención en otras transcripciones. Hay en algunas puntuación levemente distinta, pero no afecta al sentido. Una traducción a la lengua lógica, aun pecando de sacrílega, podrá ser útil para despejar posibles oscuridades. En esa lengua -utópica- de la no-poesía lo cantado por Quevedo podría entenderse así: 'En lo más retirado del alma el daño causado por el amor permanece inaudible; pero consume con gran fuerza la vida, a la cual sostiene una pasión que llega hasta lo más interno del cuerpo. Mi vida, enferma de deseo, toma la fuerza de esa pasión, aunque ya, reducida a su última debilidad, agotada por la extraordinaria intensidad de esa pasión, muestra su poder concluido en impotencia. Esquivo la gente y tengo horror a la luz del día; prolongo en largas exclamaciones un llanto desesperado que mi fuerte pena dirige a una instancia que no la atiende. La voz que antes cantaba ahora sólo puede suspirar, la confusión llena por completo mi alma, mi ánimo está ocupado enteramente por el espanto'. Como aclaración del significado del poema, esta versión tendrá los defectos de toda conversión degradante, pero acaso no sea vana. Particularmente difícil es decidir entre estas dos posibilidades: 'la vida, a la cual sostiene una pasión' o 'la vida, la cual sostiene a una pasión'. Me inclino a la primera, creyendo que ha de ser la llama extendida por las medulas quien preste aumento a la vida, ya que ésta, «mi vida», es quien bebe insaciable el ardor de la llama, buscando en ella su nutrición. Sin embargo, no hay que desechar en este trance la ambigüedad suscitada por ese «que», al que puede atribuirse función de sujeto y de objeto. Semejante ambigüedad refuerza la estrechura, la indistinción, la confusión de proceso tan íntimo. El poema comienza tan dentro y tan tenebrosamente como termina: «En los claustros de l'alma» - «mi corazón es reino del espanto». Alma, corazón: estamos en el secreto ámbito de la interioridad. Pero no impresionan esos términos, hoy todavía corrientes y casi sinónimos en el idioma del sentimiento, sino aquellos otros que los enmarcan: «claustros», «reino». A primera vista «claustros» puede evocar el centro de un convento; pero la herida yacente en esos claustros hace de éstos, en un segundo momento, algo menos definido y más remoto: seno, entraña, cavidad. En «reino del espanto» se reconoce de nuevo, agrandada y agravada, la imagen del espacio aparte. Entre el primer verso y el último se verifica, sin embargo, un incremento extensivo e intensivo: los claustros del alma llegan a ser reino del corazón y la herida culmina en espanto. Tiene el soneto una marcha ascendente que podría acompasarse a las representaciones dominantes: herida, llama, ceniza, noche, llanto, espanto. En el proceso descrito cabe notar tres fases: consunción, negación, anegación. En el primer cuarteto, dentro del recinto profundo de claustros, venas y medulas, comienza la fase inicial: la consunción («consume hambrienta»), que predomina en el cuarteto segundo: «bebe... hidrópica», «ceniza... macilenta», «cadáver», «luz... fallecida». Aquí la inmanencia es absoluta: las acciones tienen lugar en los penetrales del alma-cuerpo. Con el primer terceto ocurre una breve apertura hacia la transcendencia, pero sólo formal, pues lo que hay es una doble negación: el sujeto huye de la gente y de la luz, negándose a la comunicación y a la claridad, pero además es negado por la instancia a que se dirige, por ese «sordo mar» que no le da respuesta. Tras este momento de referencia a lo otro (que es un no poder enajenarse y un no ser escuchado) sobreviene la última fase, toda inmanencia: el canto se contrae en suspiros y la propia confusión «inunda» el alma, produciendo en ella la anegación, un no dejar resquicio a mensaje alguno de fuera, de tal modo que el corazón viene a identificarse con el reino cerrado por excelencia, con el infierno. Mirado este poema en su propio contexto, el significado erótico o amoroso que le imputa el epígrafe del colector apenas se percibe. Ni la herida ni la llama tienen aquí precisiones que ciñan su sentido simbólico al amor de mujer. Sólo a la ceniza, y a su equivalente metafórico, «cadáver del incendio», les son aplicados adjetivos hasta cierto punto reveladores: la ceniza es «amante»; el incendio, «hermoso». Pero ni la noche, ni el llanto, ni el espanto han de referirse necesariamente al amor. No es esto invitar a leer el poema como ajeno al sentimiento amoroso hacia una mujer, sino sólo llamar la atención sobre el hecho de que aquí la expresión de ese sentimiento está alcanzada en forma tan intensa y con una proyección posible de tal universalidad, que el dolor de amar tan íntimamente, ante tan lejana indiferencia y dentro de tan imperioso terror vale lo mismo para la mujer que para la humanidad entera, el mundo, la verdad, una idea, una ilusión, la esperanza o Dios. Más aún: este poema revela el exceso del padecer, de todo padecer, con energía mayor que la exageración del afecto amoroso. Todo en él converge a afirmar que el corazón «es» el infierno, la soledad interior perpetua. Todo concuerda con la imagen tradicional del infierno: reclusión sin salida, fuego que consume incesante, negación, llanto de los condenados, pavor convertido en tiranía. Quevedo supo guarnecer de bromas los infiernos en sus Sueños, pero conocía a fondo las fronteras infernales de la poesía, del aliento creativo acendrado por el dolor. Si «Cerrar podrá mis ojos...» es el soneto del amor más fuerte que la muerte, «En los claustros de l'alma...» es el soneto del dolor más fuerte que el amor. Pasemos del nivel semántico al sintáctico. Desde el punto de vista de la construcción oracional resalta un hecho que se ajusta fielmente a la gradación intensiva del enunciado, o sea, a la ya indicada marcha ascendente del proceso: en la primera fase (ambos cuartetos) hay una sintaxis coordinativa y subordinativa; en la segunda (primer terceto), coordinación, yuxtaposición y subordinación; en la última (terceto final), sólo yuxtaposición. Dicho de otro modo: el enunciado se produce en forma lenta y ligada (hipotaxis) cuando expresa consunción, empieza a soltarse y apresurarse en el momento de la negación, y se desata y precipita en la anegación (parataxis). El esquema sería: la herida yace - mas consume la vida que alimenta llama bebe el ardor mi vida que ostenta su luz la gente esquivo y me es horror el día dilato llanto que mi pena envía a los suspiros di la voz del canto la confusión inunda l'alma mía mi corazón es reino del espanto Así, a dos tiempos lentos siguen un tercer tiempo rápido-lento y un último tiempo rapidísimo: aquellos dos tiempos encierran un enunciado más bien descriptivo donde el Yo ha cedido la función de sujeto a entidades vicarias («la herida», «llama», «mi vida»); en el tercer tiempo surge resueltamente el Yo («esquivo», «dilato») y, aunque hay sujetos terciopersonales («el día», «mi ardiente pena»), ni estos ni aquél rigen procesos durativos que demanden la descripción, sino acciones decisivas a las que conviene mejor un tono de relato; finalmente, en el cuarto tiempo, se impone la enumeración, molde de información escueta y vertiginosa, mediante tres verbos yuxtapuestos («di», «inunda», «es»), de los cuales el primero es un transitivo con complementos directo e indirecto, el segundo un transitivo con sólo complemento directo, y el último la cópula de identidad, constituyéndose así un clímax que subraya con impresionante ajuste el movimiento de la anegación: un leve asomar del Yo, la acción inundante, y la pasiva identificación del ser inundado con su propio horror.
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