REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XLI, No 81. Lima-Boston, 1er semestre de 2015, pp. 45-65

PALABRAS MUTILADAS/MIRADAS ENTRECRUZADAS: EL ESCRITOR NEGRO Y LA AUTOFICCIÓN EN LA SOLEDAD DEL TIEMPO DE ALBERTO GUERRA NARANJO

Elzbieta Sklodowska Washington University in Saint Louis

Resumen El siguiente artículo se propone desbrozar algunas de las aristas de la cultura cubana en las postrimerías de la caída del Muro de Berlín a partir de la premisa de que el Periodo Especial en Tiempos de Paz tuvo un impacto “racialmente diferenciado”, desde la marginación de la población de color en la economía dolarizada hasta la comercialización y folclorización de la cultura afrocubana. A partir de un análisis detallado de las capas “autoficcionales” de la novela de Al- berto Guerra Naranjo, La soledad del tiempo (2009), ahondo en la (re)con- figuración identitaria del “escritor negro” ante esta nueva coyuntura socio- económica. Palabras clave: Periodo Especial, narrativa cubana, escritor negro, autoficción, Alberto Guerra Naranjo, La soledad del tiempo.

Abstract This article explores various dimensions of Cuban culture in the aftermath of the fall of the Berlin Wall, starting with the premise that the impact of the Spe- cial Period in Times of Peace was racially differentiated, ranging from the mar- ginalization of people of color in the dollar economy to the commercialization and folclorization of Afro-Cuban culture. Through a detailed analysis of “auto- fictional” layers of Alberto Guerra Naranjo’s novel La soledad del tiempo (2009; The Solitude of Time), I delve into the (re)configuration of the identity of the “Black writer” at this new socio-economic juncture. Keywords: Special Period in Times of Peace, Cuban narrative, Black writer, auto- fiction, Alberto Guerra Naranjo, La soledad del tiempo/The Solitude of Time

Entre los investigadores que se han dedicado a desbrozar las diferentes aristas de la política, economía y cultura cubanas en las postrimerías de la caída del Muro de Berlín, existe un consenso de 46 ELZBIETA SKLODOWSKA que la profunda crisis que arrasó Cuba en la década de 1990, conocida como el Periodo Especial en Tiempos de Paz, sirvió como catalizador para empezar a romper los tabúes alrededor del tema de la raza, el racismo y la discriminación racial (De la Fuente; Kempf; Sawyer). El importante libro de Zuleica Romay Guerra, Elogio de la Altea o las paradojas de la racialidad (2012), galardonado con el premio especial de Casa de las Américas, demuestra de manera exhaustiva cómo la desintegración del proyecto igualitario de la revolución cu- bana puso al descubierto la persistencia de prejuicios que el go- bierno había dado por erradicados ya en los primeros años de la Re- volución: “Como a muchos otros cubanos, las preocupaciones so- bre el racismo y la discriminación racial me asaltaron entrados los años noventa, cuando el análisis de estadísticas económicas y socia- les, así como la recurrencia de conductas inferiorizantes –antes so- lapadas– demostraron cierta involución en un frente de lucha donde la Revolución ha logrado no pocas victorias” (15-16). Con la legisla- ción antidiscriminatoria firmemente en pie, a partir de la Segunda Declaración de La Habana (1962) el problema del racismo quedó fuera de la agenda política y el tema devino un tabú hasta que el ca- taclismo económico de los años 1990 volvió a ponerlo sobre el ta- pete. El oximorónico concepto de “discriminación inclusiva” (Saw- yer) capta bien las paradojas y las incongruencias de la Cuba revo- lucionaria, donde ni la denuncia oficial de la discriminación racial, ni la política de solidaridad panafricana (Moore; Peters), ni la demo- lición de “las bases económicas, jurídicas y políticas sobre las que se erigieron cuatrocientos años de férrea esclavitud” (Romay Guerra 11) lograron desarraigar “estereotipos y prejuicios” de larga data (Romay Guerra 11-12). Alejandro de la Fuente remata estas obser- vaciones con una conclusión contundente: A pesar de su posición anti-discriminatoria y de sus políticas sociales iguali- tarias, el gobierno revolucionario fracasó en la creación de una sociedad sin distinciones raciales, como había vislumbrado a principios de los años sesenta. El silencio oficial sobre la raza contribuyó a la supervivencia, re- producción, e incluso creación de ideologías racistas y estereotipos […] Lo que desapareció del discurso público encontró un terreno fértil en los es- pacios privados, donde la raza continuó influyendo las relaciones sociales entre amigos, vecinos, compañeros de trabajo y miembros de familia (“Del prejuicio”).

PALABRAS MUTILADAS/MIRADAS ENTRECRUZADAS 47 El derrumbe del bloque soviético afectó a todos los cubanos en la isla y de la noche a la mañana resultó obvio que la dirigencia cubana carecía de estrategias, recursos e incluso subterfugios retó- ricos para paliar la miseria y satisfacer las necesidades más básicas de la población: “con la crisis económica profunda, aplastante, visceral, vino la crisis social, el desempleo, la carencias de todo tipo, el hambre y, como es de suponer, un enorme incremento en la deses- peración, el afán de emigrar, el alcoholismo, la locura, los suicidios, la mentalidad de tiempo de guerra y el delito común en todas sus variantes” (Portela, “Con hambre y sin dinero” s. p.). Aunque la crisis era de todos, los investigadores están de acuerdo de que su impacto fue “racialmente diferenciado” (De la Fuente, “Un debate”). El Periodo Especial reveló y agravó una “erosión de equi- dad racial” (Casamayor-Cisneros, “Confrontation”; Blue). Según el resumen de Arlo Kempf, la reemergencia de las manifestaciones públicas del prejuicio racial puso en evidencia “el fracaso del gobier- no revolucionario en intervenir de manera adecuada los espacios privados en Cuba” al mismo tiempo que catalizó “el auge de la crítica pública del racismo entre los cubanos, tanto en los espacios tradicionales como no-tradicionales, desde el gobierno, por un lado, hasta el hip hop urbano, por el otro” (45). Con todo, la crisis llegó a representar un parteaguas en la percepción y el tratamiento de la problemática racial en Cuba. Los testimonios (Vega Chapú) y los estudios sociológicos (Bobes; Pertierra; Taylor) sobre el Periodo Especial ponen énfasis en el derrumbe del modelo socio-económico igualitario y la subsi- guiente dolarización de la economía cubana facilitada por la “despe- nalización” de la tenencia de divisas en 1993, que pusieron a los negros y mulatos en una posición de desventaja por partida doble. Por un lado, estos grupos tenían poco acceso a las remesas del ex- tranjero (Casamayor-Cisneros, “Negros”; León). Por el otro, la industria turística –que creció exponencialmente como uno de los sectores más lucrativos de la economía cubana en la segunda mitad de la década de los 90– adquirió la reputación de limitar la contratación de empleados de color bajo los criterios racistas de la “buena presencia” y del “nivel cultural” (De la Fuente, “Del pre- juicio”; Cabezas). En esta nueva coyuntura económica, el resurgi- miento del debate racial no se dejó esperar y pronto llegó a formar

48 ELZBIETA SKLODOWSKA parte del discurso público en sus más diversos renglones (Carrazana Fuentes; Fernandes; Guanche; Morales-Domínguez; Romay Gue- rra). Acompañado de un nuevo léxico –como el uso más generali- zado de términos como “afrocubano y “afrodescendiente”– el tema de la raza empezó a proliferar tanto en los espacios más recónditos de la ciudad letrada (simposios, conferencias, investigaciones aca- démicas) como en los ámbitos más “populares” (la música hip-hop, la prensa, los blogs, los festivales, etc.) (N. Fernández). Con la marginación de vastos sectores de la población de color dentro de la economía dolarizada, la creciente comercialización de la identidad afrodescendiente se convirtió en una vía de acceso a un estilo de vida inalcanzable por otros medios (Allen; Fernandes; Palmié). En una reflexión acerca del espectáculo dominical de la rumba en el Callejón de Hamel en La Habana, Roberto Zurbano –destacado y polémico intelectual negro– ofrece un buen ejemplo de los mecanismos de compra-venta de la “afrocubanidad” en la in- tersección de la cultura popular y el turismo: Cuando estos muchachos y muchachas alcanzan un ritmo vertiginoso al son de la heavy rumba de Irosobbá que incendia cada domingo a Cayo Hueso, las cámaras se detienen y sobre los coros comienza un diálogo entre los danzantes y sus turistas, que termina en roces y guiños cómplices tras los cuales desaparece la profunda banda sonora de la tarde. Luego caminan, intercambian señales, ilusiones, monedas; se despiden (80). Numerosos estudios antropológicos y sociológicos (Holbraad; Palmié; Pérez Amores; Rauhut; Rossbach de Olmos) demuestran que en la Cuba post-Periodo Especial ni siquiera la religión y sus líderes espirituales han quedado a salvo del frenesí mercantil. El di- lema encapsulado en la pregunta “¿Vivir por la religión o de ella?” (Rauhut 51) ha encontrado su manifestación tal vez más evidente en un comunicado emitido por la Asociación Yoruba de Cuba donde se denunciaban las prácticas fraudulentas de algunos babalawos (sa- cerdotes de adivinación) de la Regla de Ocha-Ifa (santería), previ- niendo a los seguidores contra “el cobro de tarifas excesivas por los ceremoniales, especialmente a extranjeros, la tergiversación de los ritos y el uso de internet para las consultas” (Marín). En el campo de creación literaria –que constituye el enfoque principal del presente ensayo– las representaciones de la experiencia “racialmente diferenciada” del Periodo Especial han recibido juicios

PALABRAS MUTILADAS/MIRADAS ENTRECRUZADAS 49 críticos bien contradictorios. Me limito a citar algunos ejemplos para ilustrar esta diversidad de opiniones. Así pues, el escritor Abilio Es- tévez denuncia la producción a granel de “la literatura chapucera, desordenada y procaz” que se nutre de “la banalización de los ritos afrocubanos” y de la reproducción de estereotipos raciales. Carlos Uxó González remata su minucioso rastreo de 317 cuentos de los llamados “Novísimos” con la devastadora conclusión sobre el ro- tundo fracaso de esta hornada de narradores en darle “una voz pro- pia al negro” (“El personaje” 248). El crítico alega que a pesar de su “proclama anticanónica y antiestablishment, tanta manifestación de posmodernismo, de subalternidad, heterodoxia y periferia” (“El per- sonaje” 248) los “Novísimos” en vez de romper esquemas y tabúes raciales acabaron “tomando parte en la continuidad (o resurgi- miento) de la subalternización del negro” (Representaciones 21). Silvia Valero, por su parte, propone una importante matización de este juicio y advierte que Uxó González “ha pasado por alto otros autores que, alejados generacionalmente de los ‘novísimos’, comple- jizan el campo literario en cuanto a su política de representación de identidades” (Mirar atrás 58). También Luis Pérez-Simón evita pro- nunciamientos tajantes y observa que El Periodo Especial abrió una caja de Pandora de conflictos y tensiones ra- ciales, y abrió espacios marginales previamente fuera de lo habitual y per- mitido en la literatura dentro del periodo revolucionario. Sin embargo, lo que es inesperado y sorprendente dado el rencor y el aspecto denunciatorio de estas novelas es la ausencia de verdaderos conflictos interraciales. Lo que sobresale en esta narrativa es el desencanto con un ideal, y la crueldad y egoísmo latentes del ser humano frente a la miseria ajena (“Subalternidad”). Con mi análisis de La soledad del tiempo (2009) de Alberto Guerra Naranjo, trataré de ahondar en los complejos mecanismos narrati- vos que inscriben la problemática racial, a veces de soslayo, a veces directamente, en una gama de registros discursivos, desde la “auto- ficción” hasta la diatriba iconoclasta contra el establishment literario cubano1. En términos del argumento, La soledad del tiempo se juega en

1 Ya después de haber terminado el presente artículo, me enteré del ensayo de Jorge Fornet, “Elogio de la . Cuba novelada en el siglo XXI” que contiene un análisis pormenorizado de La soledad del tiempo y coincide con algunas de mis propias observaciones. Aunque el énfasis del “Elogio de la in- certidumbre” no recae en el aspecto racial, considero importante y pertinente

50 ELZBIETA SKLODOWSKA el cruce entre las vicisitudes de la realidad cotidiana de la Cuba post- soviética –con su “lucha” diaria por la sobrevivencia– y las peculia- ridades del mundo literario cubano, con sus concursos, premios, becas, viajes al extranjero, envidias personales y anhelos profesio- nales. El primer capítulo es una transcripción del cuento “Los heraldos negros” del propio Guerra Naranjo, premiado en el presti- gioso concurso de La Gaceta de Cuba en 1997. Más allá del aspecto autorreferencial y de la evidente intertextualidad con el canónico poema de César Vallejo, el cuento/capítulo introduce a un narrador que reflexiona y teoriza acerca del proceso de escritura. Bajo el imperativo ético de “mostrar la verdad” (10), el narrador se refiere repetidamente a su “obsesión de ser honesto” (23) y considera nece- sario revisar y enmendar el relato original, cuya autoría atribuye a su amigo, el “reconocido escritor M.G.” (9). Su “reconstrucción de los hechos” contradice la versión de M.G. (9), remitiendo al lector a los eventos que generaron el relato, protagonizados, a su vez, por otro amigo escritor, J.L. Aquejado de impotencia creativa, J.L. es “inca- paz, según sus propias palabras, de atemperar en su escritura exce- sivos sucesos cotidianos” (10). Mediante las vertiginosas trasmuta- ciones de escritores y narradores en personajes, lectores, testigos o interlocutores se crea el efecto de puesta en abismo que tendrá su culminación en la parte final de la novela donde aparece un escritor más, Alberto G. La posibilidad de que Alberto G. sea un alter ego del propio autor de La soledad del tiempo lleva al lector a reconsiderar la dinámica identitaria planteada al inicio, donde Alberto Naranjo Guerra (como autor del cuento premiado “Los heraldos negros”) se (con)fundía reproducir aquí un comentario de Fornet acerca de uno de los episodios de La soledad del tiempo: “Inmediatamente después del diálogo con sus colegas y com- pañeros de cervezas, cuando Navarro se dispone a retirarse, feliz de la vida, dos policías lo interrumpen para pedirle el carné de identidad. Es obvio que la causa de la solicitud, que a los efectos de la historia no tiene mayor trascendencia y, sin embargo produce un corrientazo en los lectores, es racial. El tema de la raza había aparecido antes en el texto y lo hará después con más profundidad (espe- cialmente en el capítulo trece, ‘Sudoroso’, que ya Guerra Naranjo había publi- cado como cuento independiente), pero es en ese instante donde, por la gratui- dad de la solicitud policial, resulta más chocante. Pero incluso en el tema de los conflictos de base racial hay una colisión entre la profundidad del drama y la reiteración de ciertos estereotipos” (379).

PALABRAS MUTILADAS/MIRADAS ENTRECRUZADAS 51 con el narrador-escribano del cuento/primer capítulo de la novela también titulado “Los heraldos negros”. El juego de identidades, la proliferación de intertextualidades y autorreferencias y el constante (des)enmascaramiento de la falacia referencial colocan La soledad del tiempo en el vértigo liminal de autoficción. Siguiendo a Serge Dou- brovsky, Manuel Alberca considera que la identificación imaginaria entre el autor de carne y hueso y su representación discursiva es la piedra angular del “pacto ambiguo” de la autoficción que, a su vez, provoca la perplejidad del lector y desestabiliza las identidades de quienes escriben, narran y leen: Aunque la autoficción es un relato que se presenta como novela, es decir como ficción, o sin determinación genérica (nunca como autobiografía o memorias), se caracteriza por tener una apariencia autobiográfica, ratificada por la identidad nominal de autor, narrador y personaje. Es precisamente este cruce de géneros lo que configura un espacio narrativo de perfiles con- tradictorios, pues transgrede o al menos contraviene por igual el principio de distanciamiento de autor y personaje que rige el pacto novelesco y el principio de veracidad del pacto autobiográfico (115-116). La indeterminación formal de La soledad del tiempo se complica más aún si tomamos en cuenta el despliegue de discursos no-narra- tivos: el ensayo, el metacomentario, la diatriba, el simulacro testimo- nial, la oratoria. Hay capítulos enteros donde el narrador abandona el argumento para introducir un alegato contra la hipocresía del mundo intelectual (los distintos capítulos titulados “Reunión de es- critores”), lamentar la ruina de La Habana (Capítulo Veinticuatro, “Frente a Coppelia”) o denunciar la desintegración de las normas de civilidad. La soledad del tiempo se autoconstruye como un proyecto inclasificable e iconoclasta que en sus momentos cruciales funciona como un foro para lanzar el poderoso grito de “yo acuso” (Capítulo Treinta y Tres, “El Mesías”). Si suspendiésemos nuestra incredulidad hasta el punto de (con)fundir al narrador del capítulo “Los heraldos negros” con el autor del cuento “Los heraldos negros”, podríamos dar un paso más para incorporar entre los registros de esta autoficción los comen- tarios extratextuales de Guerra Naranjo. En una entrevista con Silvi- na Friera, el autor de La soledad del tiempo establece un vínculo direc- to entre su compromiso como escritor y su identidad como negro cubano: “ser un escritor negro en Cuba hoy, a mi juicio, es un

52 ELZBIETA SKLODOWSKA hecho doblemente responsable, una necesidad de interpretar la realidad de las cosas sin caer en trampas ni en estereotipos, un compromiso con aquella zona cultural de donde provengo y donde no suelen abundar los escritores negros, ni en Cuba ni en ninguna parte” (Friera). En otra entrevista, bajo el llamativo rótulo de que “El color no salva a nadie de la mediocridad”, Guerra Naranjo acentúa la primacía de la calidad estética al mismo tiempo que esqui- va la pregunta acerca de su posible marginación por razones racia- les. Enfocándose exclusivamente en su identidad como “escritor a secas”, “buen escritor” y “escritor cubano”, Guerra Naranjo parece acogerse a una variante “post-racial” de la famosa consigna martiana de que “cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro”: El tema del racismo en la isla pareciera el de nunca acabar. Usted es un es- critor negro, ¿se ha sentido marginado en algún momento, cuál es su punto de vista sobre el tema? — Debo advertirte que solo intento ser un escritor a secas, de hecho creo que he logrado ser un escritor cubano, sin otra distinción para probarlo que un manojo de cuentos y una novela. El color no salva a nadie de la medio- cridad y no puede ser patente o carta de presentación. Yo soy un escritor cubano, un ciudadano del mundo y tengo color negro en la piel, pero lo importante es que los lectores sientan que soy buen escritor (Osorio). El cuento “Los heraldos negros”, incorporado a la primera y hasta ahora única novela de Guerra Naranjo, La soledad del tiempo, forma parte importante de este “manojo de textos” debido al prestigioso galardón de La Gaceta de Cuba. Dentro de la novela, es un capítulo-bisagra que oscila entre el referente especifico –la Cuba post-soviética– y las capas de (re)escritura puestas en abismo por el continuo juego de desplazamientos autoficcionales. El telón de fondo de “Los heraldos negros” está tejido de los ingredientes co- munes en la narrativa cuyo referente es el Periodo Especial y sus secuelas: la economía dolarizada, el sisífico esfuerzo por “resolver” la comida o el transporte, el hacinamiento en los solares habaneros, el comercio sexual entre la jinetera Milagros y el yuma (extranjero) llamado Jimmy “apreciado por los vecinos del barrio” porque “dona medicamentos, obsequia gorras, pulóveres y siempre una frase ale- gre para la madre de Milagros, supongamos que la mulata se llame Milagros, aunque la descrita por M.G. no sea mulata, sino negra con

PALABRAS MUTILADAS/MIRADAS ENTRECRUZADAS 53 trenzas artificiales” (19). La experiencia de penuria yuxtapuesta al exceso apunta hacia una sociedad bipolar, fraccionada por la doble moral y la dualidad monetaria. La desigualdad está cifrada en gestos, encuentros y desencuentros, pequeñas anécdotas, detalles aparente- mente triviales e intrascendentes, como el breve “forcejeo” moral del narrador, empleado estatal de un Centro Nacional de Cultura, ante la tentación de aceptar una invitación a tomar una cerveza en “un bar cercano de moneda libremente convertible” (10). Dentro de la gran variedad de registros discursivos de la narrativa cubana post-Periodo Especial predomina el tono catas- trófico, el imaginario nihilista y la sensación de desamparo y desen- canto (Fornet). Por otra parte, varios críticos han apuntado hacia un vínculo entre el éxito internacional de ciertos escritores y su capa- cidad para “vender” las facetas más oscuras de las luchas y penurias cotidianas (Machover; Hernández; Sánchez). En el umbral del siglo XXI, el mecanismo para asegurar el éxito de ventas llegó a ser tan predecible que la escritora Ena Lucía Portela decantó en una especie de receta: “apagones, miseria, derrumbes, picadillo de soya, suturas de henequén, pan de boniato, calles sucias, rotas, fango, moscas arriba y lombrices abajo, balseros, jineteras, brujerías, rockeros, ma- rihuana, pastillas para los nervios, homosexuales (bisexuales, tri- sexuales y otros), peregrinos, guerra de Angola, etc.” (“Literatura” 78). Con este “canónico” repertorio de balseros, coleros, palestinos, santeros, jineteras, ruinas, camellos y paladares –que juntos y por separado terminaron funcionando como la sinécdoque de una época y de Cuba en general– el Periodo Especial se vio transfi- gurado en su forma más exagerada y grotesca en el “realismo sucio” (Pedro Juan Gutiérrez) y sus derivaciones. Muchos escritores y artistas cubanos son conscientes de que fuera de la isla sus vivencias cotidianas tienden a ser percibidas como un espectáculo de lo absur- do. Según el comentario de Guerra Naranjo, “Para el lector que vive en las nieves, en Europa, en Chile, o en Estados Unidos, ese que no vivió el ‘Periodo Especial’ como lo he vivido yo sudando sobre mi Forever, mi condición también puede ser mítica porque es distinta” (Guillarón, “Soy un escritor”). Si bien es cierto que La soledad del tiempo se inscribe en la poética de desencanto –término acuñado por Jorge Fornet– no cae en la trampa de tratar de satisfacer la insaciable demanda por lo primitivo

54 ELZBIETA SKLODOWSKA y lo exótico con una fórmula costumbrista. A lo largo de la novela abundan fantasías de lujuria tropical e instantáneas de Cuba como un museo viviente –desde el rigor mortis de las ruinas habaneras hasta los ritmos del reggaetón–, pero estos detalles no sirven como un mero condimento exótico para saciar los anhelos de los consumi- dores extranjeros ávidos de refugiarse en la ilusión de lo diferente. Antes, al contrario, La soledad del tiempo se propone desenmascarar tanto los mecanismos institucionales que determinan el éxito o el fracaso de un escritor, como la pobreza estética agazapada detrás de la pretensión de experimentación y renovación. Su blanco de ataque es la narrativa de la llamada generación de los “Novísimos”, o sea escritores jóvenes que empezaron a publicar a partir de la crisis de los 90. Sería un error leer el feroz alegato contra los Novísimos al pie de la letra, aunque entre la rabia, el resentimiento y el prejuicio se vislumbran algunas ideas que podrían, tal vez, servir de apoyo a la controvertida tesis de González Uxó sobre las limitaciones ideoló- gicas y estéticas del grupo en cuanto a la representación de la experiencia afrocubana: Los Novísimos, para mi gusto, eran una triste generación de segundones, de tipos incapaces de escribir lo que hace falta, de cómodos mamalones de la teta institucional. Esperaban siempre la palabrita prudente de sus padres literarios… Jamás protestaban, ni pronunciaban una queja coherente… Hablaban mal unos de otros, se ponían trampas entre sí, cáscaras de pláta- no entre sí, para lograr, por ejemplo viaje a una feria del libro (La soledad 227). Puesto que el propio Guerra Naranjo está asociado con la hornada de los Novísimos, esta diatriba tiene que leerse en clave autoficcional que, según he mencionado, queda introducida en los primeros renglones de la novela y culmina en un tour de force metaliterario de los últimos apartados, donde el narrador que abre la novela bajo el imperativo de “contar, y de paso, enmendar, la verdadera historia” (10) se vuelve loco y tiene que entregar su pala- bra a un intermediario, Alberto G. El hecho de que, además de la referencia inicial a César Vallejo, a lo largo de La soledad del tiempo aparezcan múltiples alusiones a Jorge Luis Borges (“Emma Zunz”, “Sur”, “El muerto”), Julio Cortázar, Nicolás Guillén, Alejo Carpen- tier (El siglo de las luces) y Juan Rulfo, entre muchos otros, acaba reforzando el juego de las paradojas, la inflexión autoficcional y el

PALABRAS MUTILADAS/MIRADAS ENTRECRUZADAS 55 desenmascaramiento continuo de la fábula referencial. En un mundo donde todo puede ser objeto de cuestionamiento y auto- cuestionamiento, el cliché exoticista, el tropo costumbrista o la fórmula folclórica simplemente no tienen cabida. En el segundo capítulo (“Asunto literario”) se revela el nombre del narrador principal, Sergio Navarro, pero la identidad de los otros dos escritores seguirá enmascarada hasta el final bajo las siglas M.G. y J.L. Nos enteramos de que, además de ser escritor que se autodefine como “costumbrista” (33), M.G. ve en la literatura “una zona ideal para el negocio” (35) mientras que “se oficia en otros menesteres”, siendo gerente de una empresa internacional. En cuanto a J.L., en el tercer capítulo (“Buscavidas”) éste comparte con Sergio Navarro los detalles acerca de su perenne parálisis creativa: “Sencillo, asere, no puedo escribir. Llevo días, meses, intentándolo. No puedo” (43); “De pinga, asere, lo lograste. Has puesto mi angus- tia como yo no soy capaz” (44). El verdadero talento de J.L. se revela en su inagotable capacidad para sobrevivir al margen de la ley. En numerosas ocasiones la novela registra la ambivalencia del narrador ante el espíritu emprendedor de su amigo para “resolver,” “desenvolverse”, “cuadrar” y “alcanzar”. Por un lado, Sergio Nava- rro saca sus pequeños beneficios de las artimañas de J.L. cuando, por ejemplo, los dos son contratados como “escritores fantasma” por un embajador de un país africano para escribir un guion basado en la novela escrita por el oficial: “Comimos y hablamos. Hablamos y comimos hasta el agotamiento. Kulam Wendulam nos observaba como si fuese la Gacela de su fábula y nosotros el tigre en una selva inmensa de tomates, coles, lechugas, carnes, y tenedores dispuestos a engullir lo imposible… Espero vuelvan pronto con parte del guion—dijo Kulam…” (49). Por otra parte, Sergio se da cuenta de que el espíritu emprendedor, el ingenio, y la extraordinaria capaci- dad performativa de J.L. van más allá de las meras tretas de supervi- vencia, incluyendo el juego de identidades falsas, el engaño, la traición y el robo (Capítulo Siete, “Coyuntura favorable”). A través de las imposturas de J.L. –que pretende ser un yuma, o sea turista extranjero–, La soledad del tiempo desciende a los bajos fondos de la realidad cubana en un despliegue de incidentes tan grotescos que parecen un pastiche del “realismo sucio” a lo Pedro Juan Gutiérrez.

56 ELZBIETA SKLODOWSKA Al revelar su nombre al principio del Capítulo Dos, Sergio Navarro confiesa que le “urge ser protagonista” (24). Renglón se- guido, como escritor, reafirma su compromiso con “mostrar la verdad” (24). A partir de este momento empiezan a surgir también referencias y autorreferencias a Sergio como “un negro”. Dispersas a lo largo de la novela, estas menciones están incrustadas en el voca- bulario cotidiano, en las interacciones públicas y privadas, en los gestos aparentemente nimios y apenas perceptibles. Cuando un empleado de M.G. se queja de tener que trabajar “como un negro” no deja pasar la oportunidad de mencionar la raza de Sergio: “Ves lo que te digo, escritor, me trata como a un negro. Daltónico el gerente, aquí el único negro eres tú —Atencio apuntó con su índice en mi pecho” (29). Este comentario es tanto más significativo que sugiere la ausencia de empleados negros en la empresa cuyo gerente es M.G. El criterio de la “buena presencia” mencionado por Alejandro de la Fuente en su comentario sobre la industria turística queda reflejado en “un personal envidiable” contratado por M.G: “Gente joven, ambiente femenino de primera, trigueñita discreta, rubia pequeñita y mulata con trasero abundante, que sonreían desde sus asientos” (25). La presencia de la única empleada de color –una mulata– reafirma el estereotipo racializado de sexualidad negra, convertido en un instrumento de satisfacer las expectativas de los turistas extranjeros (De la Fuente, “Del prejuicio”). La autopercepción positiva de Sergio como un negro que ha avanzado gracias a su esfuerzo, educación, honestidad y talento des- cansa en su idealismo y en su fe en el discurso oficial revolucionario que igualó el racismo en Cuba con el pasado supuestamente supe- rado (De la Fuente, “Del prejuicio”). Como director de un departamento en el Centro Nacional de Cultura (10), Sergio está convencido de que la mujer que limpia su oficina –y que suponemos que es negra– siente una gran admiración por él y su éxito profe- sional: “Esa mujer está orgullosa de tener un jefe negro, un jefe joven y negro, algo que escasea demasiado. Lo sé por el trato que me brinda, no llega a ser adulante, pero es cariñosa, amable, como si hubiera encontrado un hijo perdido mucho tiempo” (98). El idea- lismo de Sergio contrasta con el trato abiertamente racista que recibe en público (“Como siempre, el portero detuvo a Sergio” 297) o por detrás de la espalda (“—Siempre te lo he dicho, ese negro no

PALABRAS MUTILADAS/MIRADAS ENTRECRUZADAS 57 es un tipo serio. A mí me da la impresión de que es mala gente. Tú ten cuidado con él. —No pienses así. Sergio es un negro bueno, es mi socio”, 113). Sin pronunciamientos a bombo y platillo, la novela va trazando la insidiosa presencia de actitudes racistas que ni siquie- ra son percibidas como una aberración. Por otra parte, en algunas ocasiones las distinciones raciales no tienen un carácter ofensivo o discriminatorio, como en el caso de Maladoy, “asistente” informal del embajador africano. En un gesto de solidaridad racial Maladoy presta veinte dólares a Sergio para su viaje a la Feria del Libro de Guadalajara: “Lástima que Kulam no esté… A él le gusta que los negros triunfen. Y esto es un triunfo, bróder, tremendo. Saliste en la prensa como triunfador, con foto y todo. Un fasten es un fasten... Mira, bróder, como Kulam no está, te voy a prestar los veinte faos. Soy enfermo a la hermandad entre la raza. Y no porque sea racista, que quede claro” (163). El único episodio de la novela donde Sergio Navarro habla ex- plícitamente de ser víctima del racismo ocurre durante su viaje a México: La gente entraba, salía del aeropuerto, y un negro alto con traje y con male- tas, clavaba vista de los demás. Me sentí triste, Guillén, me sentí triste. Había llegado, pero en el D.F. tropecé con un tipo que me empujó con ra- bia… Lo vi alejarse con su sobrero ancho. Luego caminé despacio. Era un hombre negro y había racismo en esa parte del mundo. Me lo hizo saber aquel tipo. Pero jamás permitas que te humillen, Sergio Navarro, dijo la voz que llevo dentro… Dispuesto a defender mi dignidad a cualquier precio, como he leído en tantas consignas, asumí la frase, respiré hondo, tomé el segundo avión del día… (168). Claramente, Sergio carece de sus propias herramientas para en- frentar la agresión racista y su único mecanismo de defensa viene de las fórmulas del discurso revolucionario cubano (“había racismo en esa parte del mundo”; “como he leído en tantas consignas”). En México, Sergio se siente “fuera de lugar” por una confluen- cia de circunstancias: es extranjero, pobre, inseguro de sí mismo y muy provinciano, pero lo que lo marca de manera más definitiva como “diferente” en los ojos de los mexicanos es su color de piel. El negro Sergio Navarro se convierte en una caricatura de un “otro” estereotípico que está reducido a un cuerpo grotesco y sexuado, percibido con una mezcla de horror (“un negro rapado” 178) y fas-

58 ELZBIETA SKLODOWSKA cinación (las mexicanas están “locas por chingar con un negro cu- bano” 192). Sergio, o más bien su cuerpo de un macho negro, ocu- pa el lugar de lo abyecto. La abyección, según Julia Kristeva, es un sentimiento primordial marcado por la ambivalencia y trasgresión de los bordes. Por un lado, sentimos asco hacia todo lo que pertur- ba las fronteras de identidad y de orden, asociándolo con lo obs- ceno, lo perverso, lo inmundo, lo amenazador, lo maligno: “Lo ab- yecto y la abyección son aquí mis barreras. Esbozos de mi cultura” (Kristeva 8). Al mismo tiempo, lo abyecto es una fuente de fascina- ción y deseo (Kristeva 14). La siguiente escena en el aeropuerto de Guadalajara capta bien esta dinámica entre la repulsión y la atrac- ción provocada por la presencia de Sergio: Algunos, deslumbrados, me miraban desde sus asientos. Otros, los que en- traban de prisa, al descubrirme se apartaban asustados. Era un hombre ne- gro en el medio del salón, el único hombre negro, el imprevisto, la atrac- ción y el rechazo, el recuerdo de alguna película… pero los niños, desafian- do los reclamos de sus padres, quisieron estar cerca de mí, tocar al hombre negro con traje y maletas […] Debí parecerles de la NBA, un gángster de películas violentas, el deportista que sale en los anuncios y allí tenían cerca (169). La escena que define a Sergio en términos de su identidad racial se remonta a un episodio de su infancia. El Capítulo Trece (“Sudo- roso”) está dedicado en su integridad a la reconstrucción de un incidente cuando, en medio de un juego de vaqueros del oeste, un amigo de Sergio llamado Juanelo le gritó a la cara: “Tú eres negro, en el oeste no hay negros, Billy El Niño no es negro….” (145). La memoria de esta dolorosa epifanía está catalizada, a modo prous- tiano, por un encuentro casual con Juanelo, años más tarde, en una calle habanera (“justo en 70 y tercera” 143). A pesar de haber com- partido en su juventud las vicisitudes de la penuria, la escasez y el abandono –“malparados por falta de dinero en sus casas…. infelices por un mal turno en la cola… desgraciados por descuido de sus padres” (145)–, con el correr de los años la distancia entre los dos hombres iba creciendo. Mientras Sergio, “sudoroso en su bicicleta”, contempla a Juanelo “feliz, con puta y con cerveza, en [su] carro brilloso” (150), reconstruye en su memoria la bifurcación de sus respectivos destinos:

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nos fuimos separando poco a poco, cada cual con su destino, sus gustos, sus canciones, me di cuenta, mi socio, un negro está obligado a ser tres veces el mejor para ser bueno, así decía mi madre, tú encontraste un mundo propicio en las esquinas, te mezclaste con gente de otros barrios […] mien- tras yo, Sergio Navarro, el negro Sergio, Navarro el negro, hurgaba en bi- bliotecas, entregaba trabajos prácticos en tiempo, regateaba notas, estudia- ba, quería ser alguien, Juanelo, desligarme de la escala del barrio, cambiar las reglas, renegar de los oficios cifrados, no ser bodeguero, albañil, pa- nadero […] (147). Sergio Navarro logra “la distancia deseada con el barrio” (149) gracias a la educación gratuita ofrecida por la revolución. Su ejemplar transformación en “un hombre nuevo” incluye el título de licenciado en historia y el estatus intelectual de “profesor con la mochila repleta de libros, aprendiz de escritor dedicado a evaluar el pensamiento de los otros” (149). Su ascenso culmina en el puesto del director y en el galardón literario acompañado de un anhelado viaje al extranjero. Tal como he mencionado, como escritor Sergio se distingue por su inquebrantable compromiso con “mostrar la verdad” (10). Cuba es un país donde el nombre del intelectual ha sido invocado con insistencia particular a lo largo de su historia, y casi nunca en vano: “En medio de la cosa pública: es ahí donde están llamados los intelectuales a desempeñar su papel en cada país” (Desiderio Navarro, “In medias res publica”). Si el compromiso del intelectual (cubano, negro, revolucionario) se mide por la valentía de plantear preguntas difíciles in medias res publica, resulta significativo que los pronunciamientos públicos de Sergio en defensa de la verdad ocurran en situaciones muy cuando está “incapacitado” de ejercer un control racional sobre su discurso. El primer episodio tiene lugar en una reunión de escritores. Ante un auditorio que incluye a un distinguido visitante extranjero y un gremio de sus colegas, Sergio, completamente borracho, lanza una diatriba contra el establishment literario cubano. Sergio acusa de “vividores” a los que “viven de contar su desgracia” (66) y traicionan el mismo sistema que los había creado, “gente que aprovecha un viaje y se queda, se vuelven disidentes, tremenda palabra, eh, DISIDENTES, inventan revistas disidentes, imparten conferencias disidentes, se agrupan con amigos disidentes, olvidan que fueron asesores, consultores, promotores de las mismas cosas que ahora combaten” (69).

60 ELZBIETA SKLODOWSKA El incidente está narrado primero en la voz del mismo Sergio (Capítulo Cinco) y luego re-elaborado por un amigo suyo (Capítulo Seis): Sergio Navarro era un hombre borracho, un perro rabioso, hilvanador de frases tropelosas […] Era triste. Sergio se estaba quemando. Por propia vo- luntad, en medio de aquel salón había colocado el tronco, la paja alrededor, la cuerda, y luego pediría al escritor más cercano que prendiera el fósforo que condenase su herejía […] El austríaco trataba de entender algunas frases, de explicarse tanta ofensa, tanta verdad o mentira salida de la boca de ese negro alto, erguido sobre zapatos nuevos, aferrado al vaso plástico e indicando con el índice su desacuerdo con la historia literaria del país (73- 74). Para sorpresa de todos, después de lo que hubiera podido parecer un auto de fe profesional, la carrera de Sergio despegó gracias a un prestigioso premio literario y el reconocimiento del público. A pesar de las envidias profesionales (“una buena parte de los escritores apostaba por él, mientras la otra buena parte despotricaba para hacer leña del árbol caído” 291), Sergio se ganó el cotizado viaje a la Feria del Libro de Guadalajara, los aplausos de la crítica y del público y, finalmente, la oferta de una lucrativa beca en Alemania. Años más tarde, Alberto G. lo recordará como su propio maestro y una figura de culto de la generación de los “Novísimos”: Aquel hombre, cinco años atrás, no sólo era considerado por la crítica un gran escritor, sus textos influían como pocos en muchísimos lectores y en el grupo de colegas de su generación. Cada cuento suyo publicado en las revistas provocaba comentarios, polémica, desasosiego. Sin embargo, con- trario a otros escritores, solía ser escurridizo, se le veía poco en los corrillos (291). La segunda intervención pública de Sergio ocurre bajo circunstancias dramáticamente diferentes. Otra vez es Alberto G. quien suministra los pormenores de la caída en desgracia de Sergio. A punto de viajar a Alemania con una beca, Sergio cayó víctima de una de su amigo M.G. quien pagó “[t]res mil faos, cons- tantes, sonantes” para asegurar un testimonio falso e incriminar a Sergio (“Sólo tienes que decir que el negro estaba en eso”, 300). Acusado de haber robado memorias de computadora, Sergio perdió la beca a Alemania y acabó en la cárcel:

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Fue declarado culpable y de inmediato sus nervios, como el cristal que cae, se hicieron trizas en el suelo de la prisión. La voz que llevaba dentro, su consejera en los instantes menos felices, se fue multiplicando en otras voces y sin quererlo comenzó a enloquecer. Dos años después, la esposa dijo que lo sentía, pero la vida continuaba […] Su esposa con el compañero de tra- bajo necesitaba vivir con otros aires, respirar distinto. M.G. desde Alemania respiraba distinto […] Hasta él, Sergio Navarro, el negro Sergio, Navarro el negro, ya estaba respirando distinto. Con tantos tropiezos casi lo había logrado (300). Es así como llegamos al segundo y último discurso público de Sergio Navarro. Esta vez el desgraciado escritor está pregonando su verdad desde la locura. En el penúltimo capítulo, el simbólico treinta y tres, titulado “El Mesías”, Alberto G. reconoce a Sergio en la figura desvencijada de un loco que sermonea a los pasajeros de una guagua habanera: “Pude verlo desde mi asiento, era negro, alto, con una voz grave que había escuchado antes, pero no recordé dónde… Entonces pude ver La Biblia bajo el brazo, su gorra vieja, el pelo ensortijado, abundante, una barba de años, su mirada… Me llamo Alberto G., maestro, y soy su admirador—le dije” (288-293). Como un alter ego del autor de La soledad del tiempo, Alberto G. se encarga de atar los cabos sueltos de la historia de Sergio, su des- censo a la locura y su existencia en medio de la miseria del Romeri- llo, uno de los barrios marginales más notorios de La Habana. Mientras que la diatriba de Sergio en la Unión de Escritores se centraba en el mundo literario, en su nueva encarnación como “el nuevo Mesías, un enviado del Señor en este humilde cuerpo negro” (290), Sergio dirige su estremecedora condena a toda la sociedad cubana. Con su caótico listado de indignidades, engaños, traiciones, trucos, imposturas y rebusques, Sergio-el Mesías negro censura y vitupera a sus conciudadanos: Esta ciudad me necesita, ustedes me necesitan… ustedes que viven en mar- tirio perpetuo, que pecan diariamente por ignorancia, que viven calcinados en solares, en apartamentos de microbrigadas, en albergues cuando sus casas caen después del aguacero…, ustedes, que no les alcanza el salario del mes, que se sumergen en el vicio del alcohol y del cigarro, en la gula del pan con lechón adulterado, de la pizza rancia, ustedes que han sido violadores o han pensado violar, que desfalcan impunes en los mercados, que llevan el punzón en la cintura… que usan dientes de oro, cadenas gordas, tatuajes raros para especular, ustedes corderos míos… Ustedes, que pierden la cor- dura cuando andan con turistas, que se inclinan demasiado, que subestiman

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al que no sea extranjero en este patio, que expulsan al negro del hotel, que odian y matan por zapatos, por ropita usada, por bicicletas, que envidian y traicionan por dinero, que encarcelan y difaman por encargo… (289-290). El estigma de la demencia y de la patología asociado con el loco en la sociedad moderna se desvanece ante la intervención de Al- berto G. quien, en un gesto de solidaridad reminiscente de la (po)é- tica testimonial y a instancias del mismo Sergio Navarro, termina la novela inacabada de éste: “—La comencé, pero no voy a poder terminarla. Tú sabes que estoy loco. —No diga eso, maestro. — Termínala tú—me dijo—. Cuando lo hayas conseguido, vienes y me la lees. Después, haces con ella lo que quieras…” (295). Gracias al “pacto ambiguo” de la autoficción, el joven escritor negro y el loco Mesías negro forman una alianza para completar los pasos nece- sarios para expresar su verdad: “tener valor para escribirla, pers- picacia para reconocerla, arte para convertirla en arma, inteligencia para elegir el destinatario, y gran astucia para difundirla” (295-296). Al cumplir este pacto, La soledad del tiempo crea un espacio donde la voz de los “que no saben opinar, que no quieren opinar, que no pueden opinar” (290) encuentra su caja de resonancia.

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