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Camisa negra ColeCCión letras narrativa MarCo Aurelio Chavezmaya Camisa negra Alfredo Del Mazo Maza Gobernador Constitucional Marcela González Salas Secretaria de Cultura y Turismo Consejo Editorial Consejeros Marcela González Salas, Rodrigo Jarque Lira, Gerardo Monroy Serrano, Jorge Alberto Pérez Zamudio Comité Técnico Félix Suárez González, Rodrigo Sánchez Arce, Laura G. Zaragoza Contreras Camisa negra © Primera edición: Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México, 2020 D. R. © Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México Jesús Reyes Heroles núm. 302, delegación San Buenaventura, C. P. 50110, Toluca de Lerdo, Estado de México. © Marco Aurelio Chávez Maya, autor. © Beatriz Álvarez Álvarez, albacea. ISBN: 978-607-490-309-6 Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal www.edomex.gob.mx/consejoeditorial Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 217/01/25/20 Impreso en México / Printed in Mexico Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. Tengo la camisa negra y debajo tengo el difunto. Juanes Libro primero La conciencia de las tareas El hombre entregó un par de trajes a la vieja de la tintorería y regre- só al coche. Tras el volante, mientras encendía el motor, echó una última mirada a la mujer y pensó en su existencia, en la de ella, en qué clase de vida era esa de atender una tintorería, de recibir ropa ajena, mandarla a lavar y luego cobrar una comisión al cliente. Qué vida, se dijo, pasar los años tras un mostrador, regañando al plan- chador, un individuo siempre distinto, malhumorado y cretino. El semáforo cambió al rojo y el hombre se detuvo en la esquina. El pen- samiento no lo abandonó: qué vida era ésa, una vida de mínima empresaria, con deudas seguramente, con un departamento en un edificio en el que las paredes son tan delgadas que todos los con- dóminos escuchan sus respectivos quejidos y miserias, quizá con hijas problemáticas, una ya embarazada en la preparatoria, otra mal [11] 12 casada, el hijo en Estados Unidos y una carrera trunca. Qué satisfac- ción podría ella obtener de llevar una vida así. Pero a lo mejor, pensó el hombre, la vieja obtenía alguna alegría de servir a la clientela, de lavar, de asear su ropa y devolverla limpia. Quizá su mayor servicio era precisamente ése: ayudar a que sus clientes estuvieran bien pre- sentados, elegantes, guapos, con la ropa impecable. Tal vez ésa era su principal satisfacción: hacer que la gente se viera bien. Y el hombre pensó que los trabajos modestos son modestos sólo en parte, que todos los oficios guardan en realidad una grandeza anónima, una gloria sin reflectores. Sí, se dijo el hombre, la señora de la tin torería, con su obesidad y todos los años encima, sabe eso, sabe que llega- do el momento de saludar a la muerte, en el fondo de su corazón anidará la certeza de que su labor habrá sido una labor sencilla pero importante, nada ostentosa ni mediática, pero necesaria. Eso es la vida, se dijo finalmente: la conciencia de las tareas; la conciencia de saber que no hay trabajos desdeñables, que todas las tareas huma- nas conllevan una trascendencia, una utilidad. El hombre recordó entonces el bulto que llevaba en la cajuela y pensó en su propio oficio, un oficio nada desdeñable, anónimo, sin reflectores, pero necesario. Quizá algún día, se dijo el hombre, mi jefe reconozca la sucia labor que yo hago para que él esté limpio, bien presentado, guapo, con la ropa impecable. Continuó pensando en esto mientras salía de la carretera y se internaba por un camino de terracería. Finalmente detuvo el coche. Enseguida caminó unos pasos y eligió un sitio conveniente. Durante la siguiente hora cavó un agujero de buen tamaño y se deshizo del cuerpo. El fogonazo de la historia Zapata bebe lentamente. La cerveza no está fría. Zapata bebe lenta- mente y mira el ayate con cervezas enviado por Guajardo. Con cada trago le vienen los recuerdos. Recuerda a la mula que no quería caminar y a la que él mordía las orejas para que se pusiera en mo- vimiento. Recuerda los cuentos que le contaban al lado del tlecuil, que tu abuelito peleó contra Maximiliano en Cuernavaca, que tu otro abuelito fue custodio de armas de Anenecuilco. Zapata mira las cervezas y piensa en Guajardo. Guajardo, qué feo apellido. ¿Quién es ese hombre?, piensa y da otro trago. Aún le queda un resabio de desconfianza. Zapata recuerda un día de hace muchos años en que hizo a su padre aquella pregunta dolorosa: “¿Por qué lloras?”. Y su padre dijo “Porque nos quitan las tierras. Los amos son poderosos”. Y Emiliano [13] 14 se acuerda muy bien que le dijo “Cuando yo sea grande haré que las devuelvan”. Zapata se toca esa especie de manita que tiene grabada en el pecho y recuerda también el día en que lo nombraron calpule- que, líder comunal y presidente de la junta de defensa para seguir la lucha por la restitución de las tierras. Zapata bebe con lentitud a la sombra de un árbol en esta ma- ñana de abril. Un día igual de soleado, pero de hace nueve años, en mayo de 1910 para ser más precisos, Zapata armó a ochenta hombres de Anenecuilco y se los llevó a los campos del Huajar, expulsó a los hombres de la hacienda del Hospital. Emiliano recuerda eso y sonríe. Y no puede olvidar que en marzo de 1911 los jefes más importantes del ejército libertador del sur le otorgaron el mando. Y Zapata em- prendió la lucha contra el gobierno de Porfirio Díaz, uniéndose al antirreeleccionismo maderista. Una de sus primeras acciones fue la toma de Cuautla. Miliano recuerda esa batalla y bebe la cerveza que se está entibiando. Se acuerda de Pablo Torres Burgos, el profesor, cómo olvidar a Pablito, a don Pablo, si con él se fueron a la ciudad de México a entrevistarse con el señor Madero, y recuerda que a don Pancho le dijeron en algún momento: “Estamos buscando que se cumpla el artículo tercero del Plan de San Luis Potosí, que dice que hay que regresarle sus tierras a las gentes que han sido despojadas”. El señor Madero. Pobre hombre. Tan bueno, tan ingenuo. Zapata bebe de su cerveza y recuerda el llanto de Villa ante la tumba de Madero. Zapata sonríe al recordar aquel diálogo con el mártir: “Mire, señor Madero, si yo, aprovechándome de que estoy armado, le quito su reloj y me lo guardo, y andando el tiempo nos volvemos a encontrar los dos armados con igual fuerza, ¿tendría usted dere- cho a exigirme su devolución?”. 15 Emiliano da un trago prolongado a su cerveza. Y de buenas a primeras recuerda los jaripeos, las corridas, las peleas de gallos, esa vida de charro en tiempos de paz, en la que siempre fue bueno para el machete, el rifle y la pistola. Zapata, corazón grande, cora- zón de tierra. Zapata enamorado de las mujeres. Galán. Su mirada se pone vidriosa, pero no de dolor, sino de acordarse de cuando co- noció a Josefa, a Josefita Espejo, de los recaditos en el sombrero y de las serenatas acompañado de la banda de Torres Burgos. Miliano recuerda con una sonrisa lo que decía su suegro, don Fidencio, a su hija Josefa: “Emiliano no te conviene; es un verdadero barrendero, jugador, mujeriego que no tiene ni burro que montar”. Pero muer- to don Fidencio se casaron en la casa de Villa de Ayala. Fue un día de agosto de 1911. Y allí estuvieron presentes don Francisco Madero y su señora doña Sara, en calidad de padrinos. Agosto siempre fue un mes importante en la vida de Zapata. Él nació un 8 de agosto; se casó en agosto de 1911, y nunca lo sabría, pero su mujer Josefa murió también un 8 de agosto. Pero hoy es un día de abril, 10 de abril de 1919 para ser más pre- cisos, y Emiliano bebe rápido, antes de que la cerveza termine de en- tibiarse. A su lado, el Mole, también llamado Ceferino Ortega, bebe sin hablar. No han desayunado y las cervezas empiezan a hacer su la- bor en las entrañas de Zapata. El ayate de cervezas mengua y Zapata ordena al Ranchero que vaya a Chinameca y le diga a Guajardo que mande más cervezas, aprovechando que lo de la presencia de tropas federales fue un simple rumor. Con las cervezas últimas del primer ayate, Zapata recuerda a sus hijitos muertos y se pone a llorar como un niño. Tan chiquitos su Felipe y su Josefa, tan mordidos por la vida del monte, tan mordidos por la muerte, tan pequeños que no 16 vivieron para contar nada. Los ojos de Emiliano son de agua pura, tan claros como los recuerdos. Emiliano recuerda también llorando a sus otros muertos, tan infinitos, a su hermano el Ufemio y a su primo el Amador. A Eufemio Zapata dicen que lo mató Sidronio o Celerino, a quien llamaban el Loco, que porque Eufemio había golpeado al pa- dre de aquél, despedazándole el cráneo. Eufemio murió por una venganza en 1917. Amador murió por una bala perdida un año an- tes. Pero Emiliano llora a los dos, y llora por todos sus muertitos. Llega un nuevo ayate de cervezas por parte de Guajardo. Guajardo, qué apellido tan feo. ¿Quién es, verdaderamente, ese hombre?, se pregunta Zapata y no atina a contestarse.