El vino en El Prado

Fundación para la Cultura del Vino

COMPARTIENDO TRADICIÓN, GENERANDO CONOCIMIENTO Patronato de la Fundación para la Cultura del Vino

• Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación • Bodegas Codorníu • Bodegas Julián Chivite • Bodegas La Rioja Alta, S.A. • Bodegas Vega Sicilia • Vinos de los Herederos del Marqués de Riscal Hoy en día nadie duda de que hacer un buen vino es un arte. Indudablemente es un arte diferente a la pintura. A veces es más efímero, a veces menos formal, a veces menos íntimo… Pero ambos, el buen cuadro y el buen vino, conmueven. El pintor y el bodeguero, son artesanos y artistas. Son creadores, personas dotadas de una sensibili- dad especial para conseguir, a través de una imagen o de un sabor, de un color o de un aroma, aflorar nuestros sentimientos. Los dos son capaces de emocionarnos, de hacernos sentir cosas inesperadas y de despertar todos nuestros sentidos.

Por este motivo, la Fundación Para la Cultura del Vino ha decidido organizar este acto. Porque la pintura es cultura y el vino también.

En esta selección hay cuadros que asocian el vino a los dioses, otros a las bacanales, los hay que lo unen a los ple- beyos y a los reyes, a la elegancia de la vendimia, o a una orgía pasional, al disfrute de los sentidos, a la fiesta y al jolgorio... pero siempre lo unen a la alegría. La mayoría de las piezas que aquí vemos son de los siglos XVI y XVII. Antes de esas fechas era igual. Después, ha seguido siendo igual: el vino es regocijo, gozo, placer, es glamour, amis- tad, relajo... y es arte. El vino va unido a la alegría.Y estos maestros nos lo prueban en sus lienzos.

Los miembros de la Fundación deseamos, con alegría, que nos acompañe Vd. en esta emoción que sentimos por el vino y por el arte y esta muestra es, posiblemente, un lugar único para compartir estos sentimientos.

Deseamos que disfruten de esta experiencia.

Guillermo de Aranzábal Presidente de la Fundación para la Cultura del Vino Vino y Arte Alexandre Schmitt

No importa tanto el arte en sí mismo como la relación que tenemos con él. Lo que cuenta no es saber si la obra que atrapa la mirada se distingue o no por su genialidad, sino saber si nos gusta, nos desagrada o nos deja indiferentes. Se trata de conocer nuestro gusto, apropiarnos de él en lugar de dejar que nos lo impongan los críticos. Lo mismo ocurre con el vino. No hay reglas de oro que permitan afirmar que un vino o una obra de arte alcanzan la perfección. Sólo hay diferencias, mundos estéticos distintos, distantes y contradictorios, cuya diversidad hace las delicias de quien los transita.

Ante los cuadros de un museo, como ante las botellas que un buen anfitrión dispone con cuidado en la mesa, esperamos la sorpresa, la emoción que detiene el tiempo y aviva el alma y los sentidos. Es un encuentro. Depende tanto de la calidad del vino como de nuestro estado para recibirlo. Algunos días somos imperme- ables al mundo, la mente se aísla, encerrada entre cuatro paredes; otros días, en cambio, la capacidad de emo- cionarnos surge como la luz en el hueco del cielo. En cuanto nos llevamos a los labios un vaso de Sauvignon o de Irouléguy blanco el sutil mecanismo de las sensaciones se despierta. La acidez invade la boca y llena de un fuego delicioso las papilas, aromas de frutas exóticas se despliegan como una vegetación exuberante, el bre- baje está tan saturado que se cruzan en desorden imágenes de hierbajos, rocalla y boj. Pero el placer no acaba, abandonamos sin vacilar el vaso por la caricia más aterciopelada de un Gevrey-Chambertin o de un Pommard. Taninos sutiles y ligeros nos asaltan por oleadas, reminiscencias de frambuesas frescas y grosellas acuden desde las cavidades profundas de la memoria. Caminantes infatigables, tomamos otros derroteros, bebiendo otro caldo más rico, voluptuoso, provisto de una gran intensidad aromática, de los que se cultivan en Rioja o en la Ribera del Duero. El placer podría terminar ahí, detenerse a la orilla del río, pero nos perderíamos la embriaguez y la sensación prolongada de un Oporto, con sus aromas de nuez y de especias que se van des- granando en el paladar. El placer nace de la variedad de las sensaciones, de su extraordinaria diversidad. El arte no desmiente en absoluto este modelo. Para convencerse basta ir de un Murillo a un Velázquez, de un a un Picasso. Si los museos de este mundo tuvieran un solo tipo de pintura, cualquiera que fuese, nos har- taríamos enseguida de ella.

En cambio, en el mundo del vino podría atisbarse este siniestro horizonte. La globalización de los mercados y el dictamen de los críticos han construido un gusto único, el de los vinos intensos, exuberantes, ricos, colori- dos, excesivamente concentrados. Las notas de caramelo y de vainilla han invadido las copas, los aromas de maderas secas ocultan los matices florales, la esencia de los aromas afrutados queda reducida a la mínima expresión. No hay por qué criticar este tipo de vino. Es una tendencia como cualquier otra. El problema no estriba en su carácter, sino en la desaparición progresiva de todos los universos aromáticos en favor de uno sólo ¿Dónde han quedado los caldos femeninos, en los que la elegancia de los taninos convertían el vino en encaje? ¿Dónde están los grandes tintos con acentos de sílex y de tiza que hasta hace poco producían las mesetas calcáreas? De algunas viñas salen vinos con cuerpo; la arcilla del suelo, la exposición al viento y al y la cepa confieren intensidad y fuerte personalidad a los grandes caldos. ¿De qué sirve reproducirlos en los cuatro rincones del mundo? ¿Por qué imitarlos y unificar los vinos de manera artificial? ¿Qué habría ganado Miró remedando a Picasso? Seguramente habría perdido su poesía, su universo festivo, gozoso, lúdico y colorista. Pero también su identidad, su singularidad, su diferencia. Además siempre se imita con mayor o menor fortuna. El propósito del artista es muy distinto, el contrario. Se trata de extraer toda su singularidad, ser lo más posible él mismo, vacia- rse de todo aquello de lo que otros le han llenado y descubrir un mundo interior que sólo él posee. Quizá plantear así las cosas nos permita entender mejor la importancia de los vinos de terroir. Una expresión un poco abstracta para catalogar unos vinos que prefieren contar una historia, su propia historia, la de su tierra, su clima, sus cepas. Caldos que reivindican su excepción, que se resisten a la uniformización y a la generalización del gusto del vino, a la hegemonía intimidatoria de los defensores del orden.

Evidentemente, esto implica otro enfoque. Desde ese momento, el viticultor deja de situarse como un gran señor. Lejos de las modas y de las certezas adquiridas, se convierte en humilde intermediario de la naturaleza, desaparece ante ella. Su única obsesión es traducir el espíritu del terroir, deja que se expresen los suelos áci- dos, compactos o ligeros, los inviernos duros y las primaveras repentinas, las sequías y las precipitaciones. Acorde con el tiempo y sus invenciones, se empeña en que cada vendimia relate una poesía diferente, ofrez- ca un nuevo placer. Ha entendido que la magia del vino estaba ligada a la noción de identidad, más aún, que ésta se veía amenazada, en perpetua gestación, obligada a mostrar cada añada sus mil facetas. En el silencio de las raíces y la conversación de las hojas, el viticultor se une a la estirpe de los grandes poetas, solo atiende a la fe que tiene en sí mismo, conocedor de que las experiencias auténticas son las únicas que construyen una ver- dadera libertad.

Ahora bien ¿los viticultores son artistas? Hacerse la pregunta nos aleja sin darnos cuenta del tema. Pero detengámonos en algunas figuras de artistas o de viticultores de cuya actividad emana una autenticidad indis- cutible. Ambos comparten un mismo universo de humildad. Al fondo del taller o la bodega tienen que traspasar las mismas barreras, las de la ilusión y el falso saber.Ambos están animados por un mismo aliento, el mismo impulso invencible, el mismo deseo de aportar al mundo el fruto de su trabajo. Las analogías son numerosas. Sin embargo, hay una diferencia de naturaleza que distingue una botella de vino del cuadro de un maestro. De algún modo, notamos que no pueden resistir la comparación. Lo que nos requiere el vino es el placer, la embriaguez, el tiempo compartido, mientras la obra de arte, más allá de su primer impacto, parece tender un espejo, una forma de conocimiento. Lo uno invita a una relación carnal, mientras lo otro nos remite a una soledad metafísica. Esto puede resultar esquemático para algunos, pero la obra de arte induce a un cues- tionamiento que una botella de vino nunca suscitaría. En un mundo que se hurta a la compresión y donde el ser humano busca en vano su estatuto, viene a colmar una carencia ontológica. Lo adivinamos de manera instintiva, en la pintura de Chagall o en la poesía de René Char, en toda conducta creadora abierta a una apre- hensión más allá de la propia obra, que la lleva más allá de su propósito.

Si el vino es una expresión de la naturaleza, la obra de arte es un reflejo del ser.Y el artista es ese intermedi- ario extraordinario que nos lo deja entrever. Descendiendo gradualmente, adentrándose en su propia oscuri- dad, se enfrenta a sus monstruos, procura sorprenderlos y conjurarlos. Parco en su quietud, abandona todo refugio. Sin salvación posible, aspira al ser, al ser que se descubre en el recorrido de su arte. Sin otra luz ni guía, sino él mismo, avanza a tientas por los aposentos de la duda y la angustia.Y sin embargo, qué horizonte, qué prometida para quien ya no teme perderse…

Relación de obras

Diego de Silva y Velázquez Michel-Ange Houasse El triunfo de Baco o los borrachos Bacanal Ofrenda a Baco Tiziano Vecellio di Gregorio La bacanal de los andrios Nicolas Poussin Bacanal David Teniers El rey bebe Osias Beert Fiesta campestre Bodegón

Francisco de Goya Clara Peeters La vendimia o el otoño Bodegón La merienda Mesa

Jan Brueghel I Juan Carreño de Miranda El gusto Baco o la monstrua desnuda La vista El olfato Juan Fernández, “el Labrador” El oido Bodegón con dos racimos de uvas El tacto Felipe Ramírez Maximo Stanzione Bodegón con cardo, francolín, uvas y lirios Sacrificio a Baco Juan van der Hamen Bodegón con dulces y recipientes de cristal Esta pintura fue la primera obra de tema mitológico realizado por Velázquez, probablemente bajo la influencia de la pintura El triunfo de Baco veneciana que conocía a través de las colecciones reales y la fuerte personalidad de Rubens, pero abordada a la luz de su indi- o los borrachos vidualidad creadora e intelectual. En un paraje campestre, el dios Baco (Dionisios en la mitología griega) acompañado de dos 1628-1629 acólitos a la izquierda corona de hiedra a uno de sus seguidores, que permanece arrodillado ante él. Junto a ellos un grupo de Óleo sobre tela, 165 x 225 cm seguidores del dios y de las virtudes del vino celebra el acontecimiento. La historia es una referencia al mundo clásico, aunque Museo Nacional del Prado, P1170 elaborada con el naturalismo propio de la pintura velazqueña. Es una escena de bacanal, donde los protagonistas, lejos de ser las elegantes figuras de la pintura renacentista, como por ejemplo las de Tiziano, son personajes populares, salidos de la reali- dad inmediata, representados con cierta vulgaridad, casi como una galería de comunes bebedores, de rojas narices y vacuas sonrisas. La dualidad entre los mortales y las figuras divinas se potencia también gracias a la composición. Unos, seres divi- nos, desnudos e idealizados, ocupan la mitad izquierda del cuadro; los otros, mucho más reales, ocupan la parte derecha. Pero son éstos con quienes se siente identificado quien contempla la pintura. Nótese que son ellos, especialmente el que permanece tocado con un sombrero justo al lado del dios, quien claramente atrae todo el protagonismo visual, quien mira directamente al espectador, introduciéndole en la escena y logrando con él cierta connivencia. Fue esta poderosa capacidad de atracción la que procuró que la obra fuera conocida como “Los Borrachos” y tomada como una pintura burlesca. La obra es una escena mito- lógica, pero realizada desde el naturalismo propio de Velázquez, abordada casi como una pintura de género, de la vida coti- diana. La ejecución es magistral, la utilización de la luz en claroscuro, la incorporación de figuras de espaldas y otras al fondo enmarcando el grupo principal, así como la elaboración de un pequeño bodegón en los cacharros al pie de Baco, son ejemplos de la capacidad creadora del pintor sevillano en su primera obra de madurez.

elázquez nació en la ciudad de Sevilla, en uno de los momentos de mayor esplendor cultural de la ciudad. Los Diego de Silva y Velázquez trabajos de juventud como el Aguador de Sevilla y la Vieja friendo huevos, son pinturas en las que manifiesta (Sevilla, 1599 – Madrid, 1660) Vsu capacidad para la representación naturalista, inmediata y cercana. En 1622 el artista viajó a Madrid con la esperanza de trabajar para el rey Felipe IV. Aunque dejó obras de gran intensidad y valía retratando a diversos perso- najes andaluces, no fue hasta un segundo viaje al año siguiente cuando lograría su objetivo. Reclamado por el poderoso valido real, el conde duque de Olivares,Velázquez pintaría un primer retrato del rey, accediendo rápidamente al cargo de pintor de cámara. En la Corte pudo apreciar y estudiar las colecciones reales de pintura, especialmente las obras del veneciano Tiziano. La visita del pintor flamenco Pedro Pablo Rubens a Madrid en 1628, le aportó el conocimiento de un artista moderno, pintor y cortesano a un tiempo, cuyo modelo intentaría emular en adelante, y le abrió los ojos a nue- vas posibilidades pictóricas y temáticas, que eclosionaron en la realización del Triunfo de Baco o los Borrachos. Influenciado por él,Velázquez decidió marchar a Italia en 1629, donde estudió a los grandes maestros del Renacimiento y la escultura antigua.También evolucionó en capacidad compositiva, algo evidente en obras como La fragua de Vulcano o La túnica de José. De vuelta a España en 1631, trabajó casi exclusivamente para el rey en la realización de retratos ofi- ciales, así como en la decoración de sus palacios, elaborando sus famosos retratos ecuestres y escenas militares como la Rendición de Breda para el nuevo del Buen , y abordando los retratos de la familia real en traje de caza y escenas mitológicas para la Torre de la Parada. De esta misma época son también sus famosos bufones y pinturas reli- giosas como La coronación de la Virgen. En 1649 inició un segundo viaje a Italia, ya no como un joven y desconocido pintor, sino como el representante de Felipe IV, con la misión de adquirir obras de arte. En Roma retrató a Inocencio X y abordó una de los más bellos desnudos femeninos: la Venus del Espejo.Tras su regreso a Madrid en 1652 su labor se desarrolló casi en exclusiva en la remodelación pictórica del Alcázar de Madrid y de El Escorial, donde a su labor de pin- tor, se unió la de otros cargos palatinos que le situaron como un relevante cortesano. En sus últimos años Velázquez abordará nuevos retratos reales, especialmente de la reina Mariana de Austria y las infantas María Teresa y Margarita. Sus últimas obras, donde la factura suelta y la captación atmosférica alcanzan los máximos logros expresivos, culminarán con una fábula mitológica de hondo calado intelectual, Las Hilanderas, y la realización de un retrato grupal de la familia real en el fascinante, por enigmático, cuadro de Las Meninas, realizada poco antes de morir en 1660.

La isla de Andros, especialmente favorecida por Dionisios, tenía la virtud de que algunos de sus ríos no llevaban agua sino La bacanal de los vino, provocando la embriaguez de sus felices habitantes, que disfrutaban de los placeres de la música, la danza, el sueño andrios y el amor. En el cuadro de Tiziano que rememora aquel feliz lugar, unas figuras bailan, otros escancian el licor o lo beben, 1523-1526 y otros permanecen recostados en sensual conversación. En primer plano, un elegante y bello desnudo femenino alude al Óleo sobre lienzo, 175 x 193 cm estado de sueño que se alcanza con el vino, mientras que a su lado un niño orina en el rió, aludiendo a los efectos de la Museo Nacional del Prado, P418 embriaguez. En la del fondo descansa el dios Dionisio, también conocido como Baco. La música es parte fundamen- tal de la representación, incluyéndose un texto del músico flamenco Adrian Willaert donde se lee la frase en francés: “Qui boyt et ne reboyt, ne seet qui boyre soit” (Quien bebe y no vuelve a beber, no sabe lo que es beber), nueva alusión a las bonanzas del vino. El artista realizó una pintura eminentemente clasicista, situando las figuras en una múltiple variedad de posturas, pero logrando un equilibrio y unidad compositiva de gran sabiduría. Los efectos atmosféricos son especialmen- te singulares, logrando captar la humedad del entorno de la isla del mediterráneo. Esta representación de Bacanal es una recreación renacentista de las escenas de la literatura de la Antigüedad concretamente a través de las Imágenes de Filostrato el Joven, donde se describían ciertos cuadros similares existentes en una villa suburbana en Nápoles. El cuadro fue concebido como parte de un conjunto mitológico que incluía otras obras cuyos temas estaban directamente relaciona- dos con Baco, el Amor y el goce de los placeres. Serie encargada por el duque de Ferrara Alfonso I d’Este y realizada por Tiziano en su mayor parte, quien pretendía recrear la decoración de una casa clásica. La poderosa atracción estética de la pintura influyó enormemente en artistas posteriores, incluido Velázquez, y provocó que en el siglo XVII fuera adquirida por el rey español Felipe IV, gran admirador de la obra del artista veneciano.

acido en la república de Venecia en los años en que comenzaba la época de gran esplendor de la pintura Tiziano Vecellio di Gregorio véneta, Tiziano se formó con los hermanos Bellini, Gentile y Giovanni. Pero rápidamente se asoció a (Pieve di Cadore, c. 1489-Venecia, 1576) NGiorgione, quien marcaría las primeras creaciones del artista, hasta el punto de que muchas de sus prime- ras creaciones son a veces consideradas obras de su maestro.Tras la muerte de Giorgione,Tiziano se convirtió en el principal artista joven de Venecia, desarrollando una pintura caracterizada por la expresividad colorista y la ideali- zación de sensuales figuras.Tras la realización de la Asunción de la Virgen, para la iglesia dei Frari su éxito fu absolu- to, convirtiéndose en el artista más solicitado de la ciudad y siendo considerado ya a la altura de los grandes maes- tros del momento como Rafael o Miguel Ángel. Debido a su fama fue llamado por el duque de Ferrara, para quien realizó varias obras entre ellas La Bacanal y la Ofrenda a Venus del Museo del Prado, que son los mejores ejemplos para ilustrar la mirada al mundo de la Antigüedad que marcó los años centrales de su vida artística.También mantu- vo relación con otros de los grandes príncipes del momento como Federico Gonzaga de Mantua, o Francesco Maria della Rovere. Además, sus amplias relaciones con poetas como Pietro Aretino marcaron la senda intelectual de su pintura. Asimismo trabajó para el papa Pablo III, permaneciendo un tiempo en Roma, de donde partió para el ser- vicio del emperador Carlos V. Los Austrias le proporcionarían a partir de entonces numerosos encargos. Fruto de tal relación proceden muchas de las obras del artista que actualmente cuelgan de las paredes del Museo del Prado. Felipe II le reclamó en varias ocasiones, trabajando hasta el final de su vida para él casi en exclusividad, ejecutando especialmente representaciones mitológicas, como las denominadas poesías, tan del gusto del monarca español. En los años de madurez creativa su factura fue muy suelta y menos acabada, ejecutada con gran audacia, eclosionando en obras aparentemente espontáneas pero de elaboración estudiada y meticulosa. Éste sería su mejor legado pictó- rico para la posteridad, influyendo en artistas del Barroco como Rubens o Velázquez.

En un interior de taberna propia del mundo flamenco una serie de personajes populares, ataviados con ropas campesinas, El rey bebe disfrutan de una celebración. Reunidos en una humilde mesa, varios contemplan como uno de ellos tocado con una coro- 1650-1660 na de papel bebe de un vaso, mientras el resto festeja su acción. Algunos bailan en evidente estado de embriaguez, otros Óleo sobre cobre, 58 x 70 cm parecen galantear en parejas, mientras que al fondo otro grupo come y se calienta junto al hogar. Además de una escena Museo Nacional del Prado, P1797 popular, la obra representa la fiesta de la Epifanía, según la tradicional manera de celebrarla en el folklore flamenco. Durante el banquete, la suerte determinaba quien había de ser el rey del festejo. El afortunado sería quien encontrara un haba escondida dentro del pastel ceremonial. A éste se le tocaba con una corona, que en la pintura incorpora una peque- ña Adoración de los Magos, alusiva a la festividad. Una vez elegido el protagonista era costumbre que echara un gran trago de vino, mientras el resto de comensales vitoreaba gritando al unísono: “el rey bebe”. Por su elevado contenido folklórico esta misma celebración fue representada por muchos artistas flamencos, a veces en obras más grandes, de carácter monu- mental. Sin embargo Teniers, fiel a su interés por las representaciones de la vida cotidiana de su Flandes natal, aborda la obra en sus pequeñas obras de género. La pintura mantiene ciertas novedades estéticas respecto a otras similares. El artis- ta descartó aquí la habitual tonalidad oscura de otras representaciones taberneras más sórdidas, para dotar a la escena de un aspecto colorista y festivo. La luminosidad imperante confiere a la obra una atracción estética muy fuerte, a la vez que provoca una cierta ternura en el espectador hacia los divertidos protagonistas. No hay, como en otras pinturas, personajes burlescos, salvo el que tocado con un sombrero de cascabeles, baila levantando su copa casi de manera entrañable. El Rey bebe es uno de los mejores ejemplos de la pintura de Teniers y de su capacidad para integrar la modernidad de los elemen- tos de bodegón de primer plano con elementos tradicionales de la pintura flamenca, como las figuras que miran desde la ventana en lo alto de la escena.

eniers se habría de convertir en el principal representante de la pintura flamenca de escenas populares y David Teniers campesinas de mediados del siglo XVII. Tras una formación con el estilo de Adam Elsheimer, a través de (Amberes, c. 1610 – Bruselas, 1690) Tobras de pequeño tamaño pero de contenido más intelectual y trascendente con escenas mitológicas y pai- sajes,Teniers viró hacia la pintura de género. Alcanzó muy pronto el éxito profesional, llegando a ser decano del gre- mio de pintores de Amberes y convirtiéndose en el pintor del archiduque Leopoldo Guillermo, gobernador de los Países Bajos. Llegó a ser su principal asesor artístico, como ilustra el cuadro Galería del Archiduque del Museo del Prado, que incluye un autorretrato del propio pintor. Para él reprodujo las principales obras de la colección a través de una serie de grabados compilados en una publicación denominada Theatrum Pictoricum. Posteriormente traba- jó para el nuevo gobernador español, Juan José de Austria, así como para otros grandes aficionados a la pintura fla- menca como Cristina de Suecia, el príncipe de Condé y el propio Felipe IV de España. Sus pinturas de género aglu- tinan diferentes tipos de escenas. A veces se trata de exteriores, donde los campesinos juegan o realizan sus activi- dades cotidianas. En otras ocasiones son interiores de tabernas o de cocinas, que a veces incluyen figuras en actitu- des jocosas o escatológicas. Muchas representaciones tienen que ver con la rica literatura popular flamenca, repre- sentando refranes o proverbios, que en ocasiones se escapan a nuestro conocimiento. Así, seguía una tradición nór- dica que tenía su punto de partida en El Bosco y que en el XVII se popularizó a través de artistas como Adriaen Brouwer o el propio Teniers. Sin embargo sus obras son más amables que las dramáticas y expresionistas escenas de otros artistas.Teniers dignifica la vida popular y campesina, convirtiéndola en un motivo pictórico casi equipara- ble a la gran pintura de historia o alegórica, representada por Rubens. Su virtuosismo, minuciosidad y espontaneidad, hicieron atractivo un género considerado hasta entonces menor y vulgar. Sus pequeñas obras de género fueron del agrado del coleccionismo de finales del XVII y principios del XVIII, especialmente de la reina española Isabel Farnesio, quien adquirió la mayoría de los cuadros de Teniers que hoy cuelgan en el Museo del Prado. Por su atractivo pinto- resquismo, en muchas ocasiones, sus obras fueron modelos de los ricos tapices decorativos para los Palacios Reales, realizados en Bruselas.

Fiesta campestre 1647 Óleo sobre lienzo, 75 x 112 cm Museo Nacional del Prado, Madrid P1786

Esta escena, paradigma del estilo más maduro de Teniers, representa una celebración nupcial. Distribuidos en varios gru- David Teniers pos, los aldeanos recrean diversos momentos de la fiesta. En primer plano, unos pocos bailan al son de la música interpre- (Amberes, c. 1610 – Bruselas, 1690) tada por un gaitero y otro compañero que toca una especie de zanfoina. A la derecha, otro grupo sentado alrededor de una mesa disfruta del banquete, mientras otros personajes más a la izquierda fuman o charlan en animada conversación. Incluso alguno duerme sobre un tonel, embriagado por el vino. En un segundo plano se desarrolla el motivo principal. La novia, situada delante de un gran telón negro que engalana el entorno de la posada, es agasajada por un nutrido número de vecinos. Al fondo se observa la iglesia del pueblo y un grupo de nobles ataviados con ricas prendas. Su presencia es el contrapunto aristocrático a la escena rural del primer término, representando un contraste social muchas veces utilizado por el artista. La escena es el paralelo paisajístico a las obras de Teniers que muestran idénticas reuniones y celebraciones campesinas pero en un interior. El desarrollo de las actividades cotidianas es muy similar. El baile, el banquete, la bebida o el tabaco están presentes en la mayoría de sus pinturas. En ésta, la cálida luz rasante del atardecer que se filtra entre las nubes le permite realizar atractivos contrastes y recortar de una manera muy elegante algunas figuras, caso del persona- je de la camisa blanca del primer plano. La elección del pueblo llano como argumento de sus pinturas es una constante en sus obras, heredada de Pieter Bruegel el Viejo y Jan Brueghel el Viejo. La tendencia a una tonalidad común con toques de color local es idéntica, aunque Teniers empleará un tratamiento más amable, más folklórico, con una técnica más dibujís- tica y una pincelada más delicada. El impacto de sus paisajes aldeanos fue muy amplio, siendo utilizados en muchas oca- siones como modelo para tapices dieciochescos. De hecho, se conoce un tapiz realizado por Antonio González Ruiz, actual- mente en el Palacio de Oriente, que reproduce esta obra.

La Vendimia, pintada por Goya en el momento más álgido de su carrera cortesana, es parte de un conjunto de cuadros La vendimia o relacionados con las estaciones, pues siguiendo una relación habitual en la cultura occidental la recolección de la uva era el otoño la actividad que definía el otoño. Un joven, sentado elegantemente sobre su propia capa con la que cubre el poyete de pie- 1786-1787 dra, ofrece un racimo de uvas negras a una joven ataviada al modo de las majas con un delicado y distinguido vestido. Un Óleo sobre lienzo, 268 x 190 cm niño, en una modernísima figura de espaldas al espectador, intenta alcanzar el fruto del placer, reservado únicamente a los Museo Nacional del Prado, P795 mayores, con lo que el conjunto alcanza un simbolismo erótico evidente. Contempla la escena una campesina con un cesto sobre la cabeza, contrapunto a los jóvenes aristócratas que se divierten y galantean antes ella. Al fondo, sus compañeros siguen la faena o contemplan indiferentes el grupo principal, dando paso a un magnifico paisaje del valle donde se sitúan las viñas y la imponente mole de la montañas de la sierra del Guadarrama que inspiraron la obra del artista. La pintura se realizó como modelo para los tapices que decorarían el comedor del príncipe de Asturias en el palacio del Pardo. En ella Goya alcanzó la eficacia creativa del mundo clásico a través de una composición piramidal y de las rotundas figuras, fruto del estudio de la estatuaria de la Antigüedad. Se trata de una de las más completas pinturas de Goya, en las que aúna per- fectamente la necesidad de una atractiva escena popular muy decorativa, adecuada para la decoración del palacio, con cierto grado de simbolismo a través del contraste entre las actividades de campesinos y aristócratas, y su distinta manera de relacionarse con el acto de la recogida de la uva. Todo enmarcado por una composición magistralmente concebida y eje- cutada con gran modernidad.

ras comenzar su carrera pictórica en Zaragoza y un fracasado intento de ingreso en la Real Academia de Francisco de Goya Bellas Artes de Madrid, Goya viajó en 1770 a Italia para alcanzar más conocimientos artísticos. A su regre- y Lucientes Tso comenzó a recibir encargos de cierto prestigio demostrando su capacidad para el fresco, especialmente (Fuendetodos, 1746 – Burdeos, 1828) en la basílica del Pilar. Contrajo matrimonio con Josefa, hija de su maestro Francisco Bayeu, poco antes de ser recla- mado en 1775 a la Corte de Madrid por Anton Raphael Mengs, comenzando a trabajar en diseños para la Real Fábrica de Tapices. Su obra fue rápidamente admirada por la sociedad del momento e ingresó en 1780 en la Academia de Bellas Artes. La pintura de estos momentos denota la influencia de la pincelada suelta y larga de Velázquez, pero ejercida de manera muy personal. Los encargos de importantes familias aristocráticas y personajes ilustrados le proporcionaron contactos con el mundo intelectual y político, que acrecentaron su fama. En 1792 comenzarían sus problemas de salud. Su pintura se volverá mucho más expresiva y personal, desarrollada en cua- dros íntimos de pequeño tamaño, de temática áspera y a veces escabrosa. En 1795 fue elegido director de la Academia, título que rápidamente se convirtió en honorario a causa de su incipiente sordera. Son los años de la rela- ción con los duques de Alba, que se convierten en sus protectores, y el despliegue de su interés por los temas popu- lares y escenas costumbristas que eclosionan en la publicación de los Caprichos. Paralelamente, a partir de 1790 ascendió entre los pintores de Corte, llegando a retratar a los reyes en numerosas ocasiones, hasta realizar la ima- gen de la Familia de Carlos IV, cumbre de su carrera palatina y evidente homenaje a Velázquez. La guerra de la Independencia hizo virar sus producciones a obras patrióticas, retratos de generales y escenas históricas como El Dos de Mayo y los Fusilamientos, realizadas en 1814. A la vez publicó Los desastres de la Guerra, una serie de gra- bados donde manifiesta su visión menos heroica de la contienda.Tras el regreso de Fernando VII, su condición de liberal y el apoyo a la Constitución le procuraron una acusación de afrancesado.Aunque llega a pintar para el monar- ca, finalmente se retira a su quinta fuera de la ciudad, que decorará con las llamadas Pinturas Negras, fruto de una visión pesimista de la realidad. En 1823 se retira a Francia, donde continuó pintando hasta su fallecimiento en 1828.

La merienda 1776 Óleo sobre lienzo, 271 x 295 cm Museo Nacional del Prado, Madrid P0768

En un verde prado un grupo de jóvenes disfruta de una merienda brindando con vino, mientras galantean con una naran- Francisco de Goya jera que se les había acercado a venderles su producto. La alegría que provoca el licor se ve aumentada por la presencia (Fuentevaqueros, 1746 – Burdeos, 1828) de la joven, que rechaza con su gesto las proposiciones del joven vestido de amarillo. Aparentemente éste acaba de pronun- ciar un ocurrente piropo a la joven que hace sonreír a su compañero de enfrente. El argumento de la escena está sucinta- mente descrito por el artista en una carta en la que describía su pintura, una de las primeras realizadas como cartones para los tapices del rey. El mismo Goya hacía hincapié en la novedad de la representación, aludiendo a que las figuras no están copiadas sino son de invención propia. La Merienda sería la primera ocasión en que represente el mundo de los majos o personajes populares, cuya concepción social estaba a medio camino entre la admiración y el rechazo social, pero que sería un tema profusamente estudiado en obras posteriores. La relajada actitud de los protagonistas, que brindan, beben o fuman, es en realidad un remedo cultural de las escenas populares planteadas por artistas como Teniers en el siglo XVII pero readaptadas a la mentalidad y el contexto del mundo hispano de finales del XVIII. Pese a la tradición del tema, la manera de disponer las figuras en la composición, no en un círculo sino en dos planos sesgados, manifiesta la absoluta modernidad con que imagina Goya sus cartones para tapices. La pintura era diseño para uno de los diez paños que dise- ñó para el comedor del príncipe de Asturias en el Palacio del Pardo. En ella destacan sobre manera los objetos inertes y elementos de bodegón que, a diferencia de otras representaciones más tradicionales, no están dispuestos juntos, sino que se diseminan alrededor de los personajes, conformando escenas pequeñas de naturaleza muerta, en las que las botellas oscu- ras del vino son siempre asunto de gran protagonismo narrativo.

El Gusto pertenece a un conjunto de pinturas alegóricas en las que Brueghel representó los cinco sentidos. El recurso de El gusto colocar a las figuras que simbolizan cada uno de ellos en entornos palaciegos, acompañadas de amorcillos y rodeadas de 1618 elementos simbólicos alusivos a su condición, se repetía en cada uno de los cuadros. Las figuras fueron realizadas por Pedro Óleo sobre tabla, 65 x 108 cm Pablo Rubens, e incorporadas a los magníficos escenarios cortesanos creados por Brueghel para ambientar las escenas. El Museo Nacional del Prado, P1397 resultado fue una de las series de mayor calidad y atractivo estético de la pintura flamenca. En la alegoría del Gusto, el personaje se sienta delante de una mesa preparada con los más exquisitos manjares, muchos de ellos platos típicos de la época. Un sátiro, símbolo evidente de los placeres sensuales, escancia el néctar divino en la copa que sostiene la ninfa, mien- tras ésta prueba uno de los alimentos que se presentan ante ella. En primer plano se expone una gran variedad de produc- tos: pescados que recuerdan las riquezas que ofrece el mar; frutas y verduras de las fértiles huertas flamencas; y caza de sus abundantes bosques, en una exposición evidente de la abundancia que disfrutan los Países Bajos. Es una alusión con claro contenido político, pues al fondo se ve el palacio ducal de Tervuren, residencia de los gobernadores de esos ricos esta- dos flamencos. Dentro del cuadro, la pintura de la izquierda celebra igualmente esa abundancia, a través de la Ofrenda a Cibeles, diosa de la Tierra. Sin embargo, otras pinturas que se muestran en el lienzo tienen un contenido moral, aludien- do a la incontinencia, la gula y los excesos, como a través de La Cocina abundante, que cuelga sobre la puerta. Aspectos opuestos se representan en la Cocina rústica, que se observa tras el dintel como una escena secundaria, alusiva a la mode- ración de la vida popular, y las Bodas de Canà, como contrapunto bíblico a los opíparos banquetes representados en pri- mer plano.

an Brueghel, fue el principal de los autores flamencos de obras de pequeño formato. Hijo de Pieter Brueghel Jan Brueghel I el Viejo, fue apodado “de Velours” (terciopelo), por la elegancia y belleza de sus composiciones. Desde muy (Bruselas, 1568-Amberes, 1625) Jpronto decidió no repetir las estereotipadas pinturas de escenas tradicionales que había puesto de moda su padre y evolucionó hacia otros géneros como el paisaje y la naturaleza muerta.Trabajó tanto en Bruselas para los gobernadores Alberto e Isabel de Austria, como en Italia, donde el arzobispo de Milán Federico Borromeo fue su protector y gran admirador de sus obras. Su producción fue inmensa, conociéndose ejemplos de todos los géneros en el Museo del Prado.Trabajó con artistas como Hendrick van Balen o Hendrick de Clerk en la realización de ale- gorías de los elementos o las estaciones insertas en escenarios naturales. En cuanto al paisaje, partiendo de la tradi- ción flamenca en este género, desarrolló perspectivas novedosas, en ocasiones junto a Joost Momper. Profundizó en los temas de pintura cotidiana, imágenes de campesinos en tareas diarias y gente corriente, abordadas con un esti- lo colorista y decorativo, no exentas de sarcasmo, que tendrán su continuidad en las obras de David Teniers y las grotescas escenas de Adriaen Brouwer. Fue el iniciador de un tema novedoso: las imágenes de devoción insertas en guirnaldas de flores, en las que mostraba su habilidad para la representación precisa de la naturaleza. También fue uno de los iniciadores de la pintura de naturaleza muerta flamenca a través de sus realistas floreros, género que ten- drá en los pequeños bodegones de la mitad del siglo un auge absoluto. Brueghel abordó todas las posibilidades de la pintura de pequeño formato para interiores domésticos, que fueron objeto del coleccionismo flamenco en el siglo XVII y que derivó en un género propio: las escenas de galerías de coleccionistas, en las que se aprecian en muchos casos las propias obras de este artista colgadas de sus paredes.

La vista 1617-1618 Óleo sobre tabla. 65 x 109 cm Museo Nacional del Prado, P1394

La Vista sería el primero de los cinco cuadros en ser pintados. Algo que se deduce por los fuertes condicionantes psicológi- Jan Brueghel I cos que mantiene, al ser el primero y más importante de los sentidos, y también por ser el que mayores connotaciones sim- (Bruselas, 1568-Amberes, 1625) bólicas posee. La figura femenina desnuda que alegoriza el sentido de la Vista está contemplando un cuadro que le mues- tra un amorcillo. La pequeña pintura representa la parábola bíblica en la que Cristo curó la visión de un ciego, evidente alusión al sentido protagonista del conjunto, pero en este caso con fuertes contenidos religiosos. Se trata de una alusión a la visión trascendente, en paralelo a la visión física. Por otro lado, el argumento principal de la pintura es la contempla- ción estética y el goce del arte. Toda ella gira en torno a la belleza artística que se puede apreciar en las pinturas colgadas a lo largo de las dos salas. Esta profusa disposición de piezas recuerda las galerías de coleccionistas propias de la cultura flamenca del momento y muchas de ellas, identificadas con cuadros existentes en la actualidad, son una alusión a las colec- ciones reunidas por los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia de Austria, gobernadores de los Países Bajos. De este modo el cuadro alcanza una función política evidente a través de la exposición de las riquezas artísticas de estos dirigen- tes. Esta plasmación del poder tiene un elemento añadido tras el arco que da al jardín, a través del cual se aprecia una de las residencias de los archiduques en las cercanías de Bruselas. Su efigie se muestra además sobre la mesa de la izquierda. Las alusiones a diversos modos de ver son continuas a lo largo de la obra. En primerísimo plano un mono logrará ver una obra de arte, pero no captará su esencia artística a través de la mera contemplación, sino del raciocinio. Los anteojos que porta difícilmente pueden ayudarle, el animal “mira” pero no “ve”. Del mismo modo en el cuadro está muy presente la visión entendida a través de una actividad científica, es decir la ciencia de la óptica. Los objetos científicos son constantes, incluido un telescopio que se expone junto a la figura femenina, instrumento inventado por Galileo Galilei en fechas muy próximas a la creación de la propia pintura, lo que le confiere una modernidad absoluta.

El olfato 1618 Óleo sobre tabla. 64 x 109 cm Museo Nacional del Prado, P1396

En un paradisíaco vergel, se sitúa la alegoría que encarna al Olfato, que por su desnudez y por estar acompañada de un Jan Brueghel I cupidillo, se entiende que es la figura de la diosa Venus. Es un hábito cultural renacentista y barroco relacionar a las figu- (Bruselas, 1568-Amberes, 1625) ras de estos dos dioses con la sensualidad de las flores. En este cuadro, a diferencia de otros de la serie, se evita el simbo- lismo intrincado y las metáforas visuales, en beneficio de una manifestación evidente del olfato a través de la representa- ción detallada y minuciosa de diversas flores y plantas. Jan Brueghel, especialista en el género de la naturaleza muerta y principal creador de escenas de florero, tiene en la pintura una oportunidad de mostrar sus habilidades artísticas. Toda suerte de plantas y flores olorosas está desarrollada en la pintura: , lirios, malvarrosas, tulipanes, begonia, azucenas, violetas, etc. El profundo naturalismo de la representación, el detallado y virtuoso manifiesto de realidad floral es el ver- dadero argumento de la pintura, incluido el sentido realista de los diversos floreros de cerámica, propios de la artesanía flamenca. Aún así, hay ciertos elementos simbólicos, como el gato de algalia enroscado cerca de la figura femenina, alusión al mal olor, pero que queda enmascarado en el contexto de exhuberancia olfativa, de tal manera que ni siquiera un olfato desarrollado como el del perro logra captarlo. No hay elementos que distraigan del disfrute del sentido olfativo que evoca la profusión de plantas y flores. El delicioso jardín situado en un rincón del bosque y cerca de unas casas, es también una alusión a la afición de los flamencos por la jardinería, de la que la archiduquesa Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos, no era ajena. En sus jardines se plantaban una gran variedad de plantas exóticas, meridionales y autóctonas evocadoras de otros lugares. Entre ellos, claveles, jazmines y naranjos que recordaban a su España natal.

El oído 1618 Óleo sobre tabla. 65 x 107 cm Museo Nacional del Prado, 1395

La alegoría del Oído esta representada por una figura desnuda que toca un laúd, acompañada de un amorcillo que sostie- Jan Brueghel I ne la partitura. Debido a su desnudez, en ocasiones se ha considerado que se trata de la figura de la diosa Venus. La rode- (Bruselas, 1568-Amberes, 1625) an una innumerable relación de objetos evocadores de la música, que se convierte en la verdadera protagonista del cuadro. Toda suerte de instrumentos musicales son descritos en un ejercicio de fidelidad representativa. A la izquierda de las figu- ras principales se aprecian aquellos de cuerda, como violines, violas, violonchelos o laúdes, que se sitúan en torno a una mesa rodeada de libros abiertos por partituras. Algunas de ellas son piezas reconocibles, como un madrigal de Pietro de Philippi. A la derecha, bajo otra mesa con tapete rojo, además de una lira, se aprecian otros instrumentos: cascabeles, cam- panas, flautillas, cuernos y cornetas, recordando quizá a la caza, que se puede realizar en los frondosos parques del fondo, más allá de la triple arcada. A través de estos vanos se aprecia el palacio de Miremont, residencia de los gobernadores de los Países Bajos, con cuya protección está relacionada toda la serie, y cuyo escudo se aprecia en una de las partituras sobre la mesa del primer término. Los relojes que pueblan toda la escena recuerdan la captación del paso del tiempo a través del sentido del oído y el carácter efímero de la existencia. Los cuadros de las paredes son también alusiones a los diferentes con- ceptos de música y de la habilidad de escuchar. A la derecha, Orfeo con su lira amansa a las fieras, mientras que en el extremo opuesto se aprecia, en la tapa del clavicordio, el Anuncio a los Pastores, como ejemplo de música celestial. Es decir, la audición de la Palabra de Dios, a la que también alude el tríptico de la Anunciación, a la izquierda de la arcada. Sobre ella el Concierto de las Musas, sugiere el elemento poético de la música. Al fondo, un concierto cortesano es el complemen- to elegante al conjunto de la escena retórica del primer plano.

El tacto 1618 Óleo sobre tabla. 65 x 110 cm Museo Nacional del Prado, P1398

El sentido del Tacto se identifica en la serie con las sensaciones que se pueden captar a través del cuerpo. Así la figura ale- Jan Brueghel I górica y el cupidillo se besan afectuosamente, en una clara alusión a la corpórea sensualidad carnal. Esta pintura es sin (Bruselas, 1568-Amberes, 1625) duda la que alcanza una mayor complejidad simbólica de las cinco que completan la serie. El frío y la dureza del metal de las armas que se capta mediante este sentido están representados en una exposición de diversas armaduras y objetos de guerra. El tacto se identifica así con el dolor físico, en algunos casos con un componente cristiano alusivo a la redención por el dolor, algo apreciable en el cuadro de la Flagelación de Cristo. El pecado está también muy presente en esta manifesta- ción de lo físico, a través del mono encadenado, que es un símbolo muy utilizado por otros artistas nórdicos como Alberto Durero. Otros elementos como la tortuga son también tradicionales iconos que representaban al tacto, así como las aves, posadas en la mano de sus amos. Al fondo los artesanos trabajando con sus manos, son iguales alusiones al tacto, a la capa- cidad de tocar. Pero será, como en otras obras de la misma serie, a través de los cuadros colgados de la pared, donde el dis- curso de Brueghel transciende la mera representación de objetos metafóricos y se carga de profundidad religiosa. La gue- rra, protagonista del primer plano a través de las armaduras, se convierte en una alusión al poder destructivo de Dios con- tra el mal en La batalla de Senaquerib; la escena de San Lorenzo recuerda la trascendencia del dolor físico a través de la fe; un aspecto premiado en El Juicio Final. Finalmente el cuadro oval representa una visión mucho más humana y munda- na del aspecto físico, a través de la Operación Quirúrgica, según una representación tradicional en la pintura flamenca.

La escena alude a las bacantes de Tebas, adoradoras del dios del vino, hijo de Júpiter y Semele. Un grupo de mujeres y niños Sacrificio a Baco portadores de tributos compuestos de flores, frutas y vino, ofrecen sus dones a la estatua del dios Baco, tocado con una elabo- 1634-1635 rada guirnalda y con el tirso que le caracteriza en su mano izquierda. La manera de representar a los seguidores del dios, ata- Óleo sobre lienzo. 237 x 358 cm viados con pieles de animales y decorados con ramas de hiedra y hojas de parra, recuerda las descripciones de Ovidio en sus Museo Nacional del Prado, P259 Metamorfosis, verdadera fuente intelectual de la pintura. La música, elemento paralelo a las festividades báquicas, está tam- bién presente a través de las flautas y tambores con que acompañan las bacantes sus danzas rituales. A la izquierda se obser- va un niño montado en una cabra y una mujer que porta una becada, quizá destinados al sacrificio. El artista está siguiendo aquí muy de cerca otras representaciones de bacanales muy conocidas como las realizadas por Tiziano para Alfonso d’Este, que se encontraban en Roma antes de viajar a Madrid. Su inspiración, aunque no copia ningún elemento concreto, se delata en el ondulante movimiento de las figuras, el elegante juego de los paños al aire y la importancia concedida a los objetos y detalles de bodegón. Algunos de los elementos que portan los oferentes se recortan en el azul del cielo logrando un efecto de gran intensidad cromática. También hay una llamativa relación con el fresco del Triunfo de Baco y Ariadna que Annibale Carracci había realizado en el Palacio Farnesio de Roma, especialmente en la disposición en friso de las figuras, que produce una composición eminentemente clásica. La pintura fue un trabajo de Stanzione para la decoración del Palacio del Buen Retiro de Madrid, todos relacionados con cultos paganos de la Antigüedad, en la que trabajaron varios artistas activos en Roma. El encargo fue realizado en nombre de Felipe IV por el conde de Monterrey, embajador español y un gran conocedor del pano- rama cultural italiano que no dudó en utilizar la rivalidad entre Stanzione y Ribera, encargándoles a ambos pinturas de tema báquico para incentivar sus esfuerzos artísticos. El resultado fue tan bueno que, una vez en España, la pintura pasó rápida- mente a ser trasladada a la residencia habitual del rey en el Alcázar de Madrid.

egún los biógrafos antiguos de este pintor napolitano, Stanzione estudio literatura y música, antes de decan- Maximo Stanzione tarse por la pintura como actividad profesional. Esto le proporcionó un bagaje cultural del que haría gala en (Orta di Atella, 1585 – Nápoles, 1656) Saños sucesivos. Pictóricamente creció en la ciudad partenopea dentro de un ambiente artístico marcado por la presencia de Caravaggio y Jusepe Ribera y, por tanto, bajo esta influencia realizó sus primeras obras dentro de un marcado naturalismo, llegando a ser el gran rival del pintor español. Stanzione viajó desde muy pronto y con gran frecuencia a Roma, donde están documentados algunos trabajos suyos para la iglesia de Santa María della Scala en los años veinte. Allí estudió la pintura clasicista de Guido Reni y Domenichino, a cuya estética se liga un gran núme- ro de sus producciones de ese momento. Debido a sus habilidades fue rápidamente ennoblecido, alcanzando los títulos de Caballero de san Jorge, Caballero de la Espuela de Oro y Caballero de la Orden de Cristo otorgados por el papa Urbano VIII. A partir de entonces firmará sus obras como “Eques Maximus”, siendo conocido como el Caballero Máximo. Pese a la fuerte impronta de Caravaggio en sus obras y la relación con otros caravaggistas acti- vos en Roma como Simon Vouet, sus pinturas no mantienen los mismos efectos dramáticos de luz de estos artistas, y aunque pesa en su producción un evidente naturalismo, sus figuras mantienen un mayor grado de idealización, muy relacionado con la pintura boloñesa y el estudio de la obra de los Carracci. Los años centrales de su vida los empleó en realzar grandes encargos para iglesias en Nápoles y Roma, tanto cuadros de altar como frescos, incluidos los importantes trabajos para la Cartuja de San Martino. A partir de los años cuarenta, la presencia en Nápoles de Domenichino y sus trabajos como fresquista enriquecerán la obra de Stanzione. Del mismo modo Artemisa Gentileschi será un influjo muy grande para sus cuadros de caballete. Estas influencias serenan sus obras. Su pintura gira a un mayor grado de lirismo y retórica, a un cromatismo más sutil y líneas más armoniosas. Su pintura se volve- rá mucho más equilibrada, sin grandes contrastes de luces ni composiciones extremas. Stanzione, por su posición intermedia entre un naturalismo exacerbado y el clasicismo más puro, se había convertido en uno de los artistas más apreciados y sugerentes, llegando a ser conocido como “el Guido Reni napolitano”. Su fama llegaría a España, siendo uno de los artistas encargados de realizar diversos trabajos para el nuevo Palacio del Buen Retiro en Madrid.

El tema de la Bacanal, que a comienzos del siglo XVIII se había convertido en un lugar común en la literatura y el arte occi- Bacanal dental, es representado por Houasse de manera singular, evidenciando su manera de entender la naturaleza, pero sin dejar de 1719 tener presente los referentes renacentistas y barrocos. La recreación del pasado clásico que aborda el artista está impregnada Óleo sobre lienzo, 125 x 180 cm de un gusto casi arqueológico por este argumento mitológico. Los distintos personajes están vestidos con túnicas o semidesnu- Museo Nacional del Prado, Madrid dos, bailan, tocan instrumentos o conversan entre el frondoso y salvaje escenario natural. La diferencia con otras escenas del P 2267 mismo tema es la inclusión de construcciones clásicas, como el edificio oval del fondo. Aunque es evidente el conocimiento de las bacanales de Tiziano y Poussin, que el propio artista había podido estudiar en la corte madrileña, Houasse interpreta la escena con un acento propio, mucho más elegante y refinado que sus colegas anteriores, mucho más cercano a los intereses del decorativismo rococó. De esta manera las figuras están agrupadas por parejas, individualizadas en distintas actividades, sin un sentido común, pero con un ritmo de gran valor ornamental. A la izquierda, casi en penumbra, un sátiro y una ménade galantean, en un exquisito juego de claroscuro. En el , otra pareja baila, en una postura muy cercana a los danzantes de la Bacanal de Tiziano. Mientras, en el centro, un fauno ebrio caído en el suelo es ayudado por una hermosa joven. Junto a la mesa, otra figura sirve vino a un sátiro apoyado sobre el muro, como alusión al principal de los elementos de una fiesta dio- nisiaca, aludido también por la profusión de racimos de uvas sobre el suelo. Es ésta una pareja alejada del clasicismo impe- rante en la escena y más cercana a la expresión de lo popular que prima en la producción más conocida de Houasse. En el extremo de la derecha un amorcillo recoge el fruto de la uva que brota de un odre. Se desconocen las motivaciones del artista para realizar una pintura tan distinta al resto de su obra, en la que aunó el espíritu clásico y tradicional con una visión extra- ordinariamente moderna de la creación pictórica, propia de su mentalidad artística.

ijo de un seguidor de Charles Le-Brum, Houasse estudió pintura desde muy pronto, formándose en un Michel-Ange Houasse ambiente profundamente clasicista. En 1699 realizó un viaje formativo de cinco años por Italia junto a su (París, 1680-Arpajon, 1730) Hpadre, el también pintor René-Antoinne Houasse. En 1706 ingresó en la Academia Real de Pintura y Escultura de París, llegando a ser nombrado poco después pintor ordinario del rey Luis XIV. Sus contactos con personajes rele- vantes de la política francesa, como el marqués de Aubigny, secretario de la camarera mayor de la reina española María Luisa Gabriela de Saboya, le permitieron ser conocido en la corte de España. Felipe V contó con sus pinceles en los pri- meros años de su reinado, momento en que realizó algunos retratos de la familia real. Sin embargo su combinación de elementos de la tradición pictórica española y la ornamentación del retrato cortesano francés no fue del agrado del rey. Houasse debió buscar entonces otros caminos estéticos, que eclosionarían en la realización de vistas y paisajes com- binados con escenas de género, motivos que le proporcionaron una gran fama. El estudio de las costumbres sociales, tanto populares como cortesanas, se combinará con la influencia del realismo de la pintura flamenca y holandesa, eclo- sionando en la producción de atractivas obras de pequeño formato, que fueron muy apreciadas por el mundo corte- sano del Barroco tardío. La representación de celebraciones aristocráticas, de asuntos galantes, pero también de delica- dos motivos infantiles, será una constante de su creación, anticipando un interés por lo cotidiano que tendrá gran éxito en España a mediados del siglo XVIII. El ambiente clasicista en que se había formado le dotó de una gran seguridad en la ejecución de las figuras, como puede comprobarse en escenas como La Ofrenda a Baco y La Bacanal del Museo del Prado, evidente herencia de la pintura de Poussin. Sin embargo, Houasse logró unificar el clasicismo y lirismo propio de la pintura romana de mediados de siglo con la elegancia y la expresividad rococó de artistas como Antoine Watteau y Jean-François de Troy, que se convirtieron en seguras referencias para sus obras. Una importante parte de su produc- ción en España se centró en la realización de cartones para tapices, representando vistas de sitios reales; entre ellas des- taca la Vista del monasterio del Escorial (Museo Nacional del Prado, Madrid). Por su utilización del color, el detallismo y la luminosidad de su pincelada y su capacidad de observación de la naturaleza, se convirtió en un referente estético fundamental para la segunda mitad del siglo XVIII.

Ofrenda a Baco 1720 Óleo sobre lienzo, 125 x 180 cm Museo Nacional del Prado, Madrid P 2268

Compañera de la Bacanal, esta Ofrenda a Baco completa el ciclo dionisiaco en la producción de Houasse, un tema absolu- Michel-Ange Houasse tamente excepcional en su obra. El dios del vino es homenajeado por sus adeptos, en una escena que parece la consecuencia (París, 1680-Arpajon, 1730) de la anterior. En ella un sacerdote ofrece un sacrificio sobre un ara dedicado a Baco, que se muestra representado en una estatua coronada de pámpanos que se yergue sobre un pedestal. Es por tanto una escena propia del mundo de la Antigüedad, pues son los seguidores romanos de la deidad los protagonistas de la escena. No es, como en otros casos, una representación mitológica alusiva a la vida de los dioses: Baco no es el protagonista, sino su imagen adorada por los hombres. Houasse plan- tea el argumento báquico desde un espíritu arqueológico y no literario. Alrededor de la estatua el resto de personajes adora la figura del dios, le ofrece sus dones o disfruta del premio de los dones recibidos, como el sátiro que bebe a la izquierda. Un grupo de bacantes, ebrios después de la celebración, yace en primer plano. Ambas figuras, por su posición en el caso de él y la representación de un cuerpo desnudo bañado por la luz, son recuerdos evidentes de la figura femenina desnuda de la Bacanal de Tiziano, que Houasse tiene muy presente cuando realiza este cuadro. Algo similar es lo que se deduce de la pre- sencia del pequeño amorcillo ebrio en el centro de la composición que vomita colmado por el licor. Como en la pintura ante- rior, son las figuras individualizadas, los detalles y no el conjunto, lo más destacable. En muchos de los protagonistas de la escena hay un cierto aire holandés muy propio de la pintura de Houasse, que se une a influencias puntuales de la tradición del pintor flamenco Rubens, especialmente en la recreación del pasado clásico de manera tan elegante. La exquisitez con la que afronta las figuras y la belleza de los desnudos, junto con la riqueza del colorido, se confunden en la obra hasta confor- mar una escena de evidente encanto estético pese al origen escabroso del argumento pagano.

La Bacanal planteada por Poussin, tiene como motivo principal un carro tirado por dos leones como elemento representa- Bacanal tivo de Baco, al que en otras ocasiones se representa con una piel de león o tigre. Sobre el carruaje avanza el dios, que invi- 1626 ta a subir a Ariadna. Ésta había sido anteriormente esposa de Teseo y fue recogida por Baco después de su abandono en la Óleo sobre lienzo, 122 x 169 cm isla de Naxos. La escena del artista francés aúna por lo tanto dos narraciones mitológicas. De un lado, la unión divina Museo Nacional del Prado, Madrid entre Baco-Dionisio y Ariadna, es decir la unión entre las dimensiones mentales y corporales del ser humano, y de otro, la P2312 propia celebración báquica. En torno al carro triunfal abundan las figuras de bacantes danzando, ménades, sátiros, amor- cillos y toda suerte de personajes relacionados con la cultura salvaje y el triunfo de la sensualidad que representa el dios del vino. Todo el cortejo va precedido de un sátiro cabalgando en un asno, alusión al fauno Pan, deidad relacionada con los bosques y la naturaleza y habitual compañera de Baco. Un símbolo de la relación salvaje del hombre con la naturaleza provocada por el culto a Baco también se evidencia en algunas de las ménades que montan sobre una cabra. La pintura de Poussin, cuya autoría ha sido cuestionada en muchas ocasiones, tiene un indudable recuerdo de las escenas con el mismo tema realizadas por Tiziano. Como en las bacanales del pintor italiano, el ritmo y la música son los elementos que van dando forma a la composición, en este caso con un marcado sentido direccional hacia la derecha, como si de un Triunfo Romano o cortejo público se tratara. Los elementos que en otros casos son ofrecidos al dios por los adoradores, como las ánforas y ricos platos, quedan aquí representados en un primerísimo plano, en una suerte de individualización del tema del bodegón. La profusa iluminación dorada que baña la escena, propia del Poussin más romano, evidencia el gusto por la luz como elemento constructor de la composición.

l pintor francés Nicolas Poussin, desarrolló su vida artística en Roma. Apenas se dispone de datos sobre sus Nicolas Poussin primeros años, y se supone que tuvo una formación con maestros franceses en su ciudad natal y una pri- (Les Andelys, Normandía, 1594-Roma, 1665) Emera actividad en París junto a artistas como Georges Lallemant y Louis Ferdinand Elle. Los primeros datos de su presencia en Roma se remontan a 1624, donde su incipiente amistad con el poeta Marino Marini le permitió entrar en los círculos culturales de la ciudad y conocer sus futuros protectores. Entre ellos destacaría el cardenal Francesco Barberini, para quien en 1627 realizaría una de sus primeras obras maestras: La muerte de Germánico. Casiano dal Pozzo, el poderoso secretario papal, sería otro de sus primeros mecenas, a través del cual su notorie- dad se extendió rápidamente. Son los años de producción de sus pinturas más poéticas y evocadoras, abordando composiciones de gran elaboración. Entre ellas El triunfo de David (Museo Nacional del Prado, Madrid), donde el dominio del espacio y la ejecución precisa son el mejor ejemplo de su saber pictórico. Debido al profundo lirismo de sus pinturas, su fama trascendió las fronteras italianas, recibiendo encargos para Francia y España. Desde Roma trabajó en la decoración del Palacio del Buen Retiro de Madrid, para donde realizó el Paisaje con san Jerónimo (Museo Nacional del Prado, Madrid). Y en 1638 fue reclamada su presencia en la corte del rey francés Luis XIII, donde, tras ciertas dudas, se instaló en 1640. El enfrentamiento artístico con Simón Vouet, junto con los anacrónicos encargos recibidos, casi todos pintura de altar que no satisfacían su creatividad artística, serán las razones para su regreso a Roma. En la etapa madura de su obra, sus pinturas muestran una gran profundidad temática, siendo ela- boradas desde el profundo equilibrio formal y un gran interés en la emulación precisa de la naturaleza.Así se entien- de la importancia concedida al paisaje para la ambientación de sus pinturas, como Las Cuatro Estaciones (Musée du Louvre, París). Aquejado de una grave enfermedad, probablemente sífilis, murió en Roma en 1665. Su único hijo, Gaspar Dughet, formado con él, fue también uno de los artistas que marcaron el clasicismo pictórico imperante en la Roma de mediados del XVII, a la par que sus obras siguieron fascinando durante años a coleccionistas posterio- res, entre ellos la reina española Isabel Farnesio.

Sobre una mesa, que se extiende en perspectiva hacia la mitad de la representación, se disponen de una manera equilibra- Bodegón da diversos objetos. En primer plano un plato con ostras y un pan recién hecho. Detrás se muestran cinco vasos de cristal, 1615-1620 uno de ellos boca abajo, y al fondo hacia la izquierda, dos cajas cerradas con dulces sobre la que se dispone un cuenco con Óleo sobre tabla, 43 x 54 cm frutos secos. La idea de disponer los elementos en un equilibrado esquema de verticales y horizontales es una solución par- Museo Nacional del Prado, Madrid ticular de la manera de concebir el bodegón de los artistas flamencos de principios del siglo XVII. Sin embargo hay un P1606 balanceo de los objetos hacia la izquierda del cuadro no existente en origen. Se debe a que la tabla fue cortada en esta parte, lo que explica esa cierta desproporción y, el hecho de que se conozca el fragmento retirado (en Palacio Real de Madrid), permite conocer la simetría y disposición volumétrica más equilibrada del conjunto en su origen. El bodegón reúne elemen- tos de la vida cotidiana en los Países Bajos, no exento de cierto simbolismo. Las ostras, elementos de distinción burguesa, aluden a la calidad de los productos del mar, mientras que el pan recién hecho y aún caliente al que una mosca se ha acer- cado, recuerda la fertilidad de los campos. Al fondo, la industria cristalera es mencionada mediante la decorativa super- posición de cristales, que permiten, en función del diferente relleno de los vinos y licores, jugar con efectos cromáticos y lumínicos muy atractivos. Cada pliegue convexo del vidrio refleja el foco de luz que procede de la izquierda del espectador, y a la vez en alguna de las copas se observa el reflejo de los ventanales propios de la arquitectura nórdica, indicando que la obra fue pintada en el interior del taller del artista. Este detalle enlaza la obra de Beert con la tradición de la pintura de los Países Bajos, que juega a menudo con este tipo de reflejos. La pintura, firmada de su propia mano, evidencia la habi- lidad de este artista para la representación táctil de cualquier objeto y superficie, la precisión con que son mostrados todos los elementos es la mejor muestra de su calidad pictórica. Ambas partes de la pintura original pertenecieron a la reina Isabel Farnesio, gran admiradora de la pintura de bodegón flamenca.

atural de Flandes, Beert se especializó en la pintura de bodegón y naturalezas muertas, llegando a alcanzar Osias Beert gran notoriedad en este género. Sin embargo se tienen pocos datos biográficos suyos concretos. Tras un (Amberes, h. 1580-Amberes, d. 1624) Nperiodo de formación en Amberes, obtuvo el grado de maestro en 1602, necesario para ingresar en el Gremio de pintores de San Lucas y poder mantener una actividad artística propia. Poseedor de una elevada forma- ción intelectual, su producción se enmarca en la realización de elegantes floreros y ramos sobre jarrones, más cer- canos a la obra de artistas como Adriaen Bosschaert y Roland Savery que a la de su contemporáneo Jan Brueghel, creador de una naturaleza muerta mucho más poética y naturalista, distinta a la concepción humanizada del género que domina la producción de Beert. En su estilo predomina el dibujo y la linealidad sobre el colorido. Su evolución en la producción de floreros va desde la estricta asimetría de los primeros cuadros a composiciones más abiertas y dinámicas en los últimos. En cuanto a sus bodegones, llamados de “desayuno”, son pequeñas composiciones de mesas con vajilla, cristal y elementos de naturaleza muerta y mantienen el mismo efecto plano de su pintura de flo- res. El punto de vista elevado, habitualmente utilizado, produce una visión de la mesa desde arriba lo que permite una mayor incorporación de elementos, aunque tratados con una perspectiva un tanto forzada, que redunda en cier- ta carencia naturalista. La poderosa individualidad con que se tratan los objetos dispuestos sobre la mesa, provoca en ocasiones una falta de integración del conjunto, componiéndose los cuadros a base de la acumulación de ele- mentos sin ninguna estructura formal clara. Sin embargo, la calidad de sus trabajos llegó a permitirle ser el autor de los elementos cotidianos de algunas de las pinturas alegóricas y mitológicas realizadas por Rubens. El hecho de que firmase sus obras en contadas ocasiones y apenas aportase la fecha de creación, hace que muchas de sus pinturas sean consideradas obras de sus discípulos o al menos en colaboración con él. Su manera de trabajar influyó nota- blemente en algunos artistas posteriores, siendo su hijo Osias Beert II, su principal seguidor.

En una mesa de cocina o aparador, se muestran una serie de objetos en una composición sencilla y equilibrada. A la izquier- Bodegón da, un bouquet de flores se dispone en un florero de cerámica de color blanquecino, un modelo muy utilizado en otras obras 1611 de esta artista. A su lado un cuenco con multitud de frutos secos: higos, pasas, almendras. La intensidad de su color per- Óleo sobre lienzo, 52 x 73 cm mite al artista captar la fuerte luz tenebrista de la bodega procedente de la izquierda. Delante, una copa de metal dorado, Museo Nacional del Prado, Madrid coronada con una pequeña estatuilla, en cuyo reflejo se aprecia el exterior de la obra. Este recurso lo utiliza la pintora para P1620 reflejar su imagen según un circunloquio pictórico utilizado para firmar la obra. A la derecha un cuenco metálico alberga diferentes dulces y rosquillas, cuyo reflejo queda mostrado en la pulida superficie del plato, en uno de las mayores mues- tras de virtuosismo realista, también muy frecuente en esta pintora. En la parte de atrás de la mesa se dispone una jarra metálica, que le permite a Clara Peeters manifestar su habilidad para la captación de la refracción de la luz en las super- ficies plateadas. Este recipiente contiene el licor que se exhibe en la estilizada copa de cristal del fondo. Por la superficie de la mesa destaca la presencia de algunas flores, casualmente dispuestas como alusión a la belleza caída. Destaca también la rosquilla blanca fuera del plato, exquisito detalle utilizado por la autora para mostrar su habilidad para representar el color en las transiciones de luz a sombra. En ocasiones este tipo de pequeños refrigerios o muestras de la gastronomía fla- mencas se han interpretado desde un punto de vista simbólico, cuya disposición transmite la misma intencionalidad mora- lizante que cierta literatura de la época. Así, el vino y las flores evocarían la vanidad de la vida y el carácter transitorio y efímero de la existencia humana. Esta obra, firmada y fechada en 1619, fue una de las atesoradas por la reina Isabel Farnesio, documentándose en el Palacio de la Granja de San Ildefonso en 1745.

os datos biográficos sobre esta singular pintora flamenca son escasísimos, aunque se sabe que aceptó el bau- Clara Peeters tismo el 15 de mayo de 1594 en Amberes. La primera pintura suya de la que se tiene noticia se fecha en (Amberes, h. 1594-d. 1659) L1608 y no se poseen nuevos datos suyos certeros hasta 1612 cuando está documentada en Ámsterdam. Aparentemente pasó los primeros años de su vida pictórica en los Países Bajos del Norte, dado que en 1617 vuel- ve a aparecer en La Haya. Clara Peeters será conocida exclusivamente por la sutileza de sus bodegones, abordados según la tradición en la representación de este género en el norte de Europa de la primera mitad del siglo. Aunque no se tiene constancia de una formación específica con ningún maestro, sus primeras pinturas guardan una estrecha relación con la obra de Osias Beert, que ejercía por los años de su juventud una fuerte influencia en la producción de pintura de bodegón. Hacia su madurez sus obras se acercaron mucho más al tipo de pintura muy de moda en la decoración de los interiores burgueses, denominado ontbijten, literalmente “pequeños desayunos”. Clara Peeters destacó especialmente por su capacidad para la representación de objetos preciosos, especialmente de metal o de cerámica, acompañados de alimentos o pequeños floreros. La disposición de los objetos sobre sus mesas será siem- pre pausada y nada estridente, sin yuxtaposición de piezas. Su preciosista habilidad como pintora de la realidad le llevó a incluir en los reflejos de las copas o vasos metálicos el exterior de las pinturas. Especial interés mantiene este recurso en las ocasiones en las que la artista se autorrepresenta en el reflejo de una de las copas con una paleta de pintora, manifestando su singular condición artística. Pese a lo escaso de su producción sus obras fueron muy esti- madas tanto en su época como posteriormente, no sólo en los Países Bajos, sino internacionalmente. En España gran- des coleccionistas de pintura como el marqués de Leganés poseyeron ejemplos de sus elegantes mesas.Aunque será en el siglo XVIII cuando se extienda el interés por su obra gracias a las obras atesoradas por la reina Isabel Farnesio.

Mesa 1610/1615 Óleo sobre tabla, 55 x 73 cm Museo Nacional del Prado, Madrid P1622

Una suerte de objetos de distinto material compone este magnífico ejemplo de la producción de Clara Peeters. Sobre una mesa ataviada con un elegante mantel, propio de las manufacturas flamencas, se desarrolla todo un festín de texturas, obje- tos y productos de diversa índole. Cristal, porcelana, metal y loza, sirven de recipientes a diversas viandas. A la derecha destaca la presencia de un plato de porcelana con aceitunas, detrás del que se disponen dos codornices cocinadas, dispues- tas en un plato metálico que permite a la artista incorporar el reflejo de las aves. En el centro, como motivo principal, otro plato metálico en el que se utiliza la misma suerte de recurso, contiene un pastel de carne, un producto propio de la gas- tronomía de los Países Bajos. En primerísimo plano destaca un bollo de pan, también reflejado sobre su correspondiente cuenco. A la izquierda, con su fuerte color, la naranja destaca cromáticamente entre el conjunto de piezas, mientras que a su lado un recipiente metálico contiene la sal necesaria para aliñar los alimentos. La elegante jarra de Siegburg que domi- na el fondo es un contrapunto cromático y lumínico al fondo negro sobre el que se recortan los objetos. Entre ellos, en un elegante juego de contrastes de luz, el frutero metálico y el vaso de cristal relleno de fresco vino. Este último elemento, pro- tagonista intelectual de la obra, permite a Clara Peeters incorporar el reflejo del entorno en que se disponen los objetos, según una conocida tradición de la pintura flamenca. Esta pintura es el mejor ejemplo del tipo de bodegón promovido por la pintora flamenca, reflejo de la delicadeza de su producción, de su capacidad para captar la realidad de los objetos, para revelar su esencia física y de trabajar distintas superficies. Entre ellas destaca la viscosidad aceitosa de las aceitunas que refleja la luz y que contrasta con la frialdad del estaño de los platos y el aspecto crujiente del pan y la torta. Un compen- dio de habilidad pictórica firmado orgullosamente por la pintora en el mango del cuchillo de primer plano.

Esta pintura es un ejemplo de la ambigüedad de las representaciones del mundo pictórico del Barroco. A primera vista repre- Baco o la monstrua senta la imagen del dios romano Baco, un ser gordo y deforme de movilidad reducida, según la tradición más expresiva de esta desnuda deidad, tocado con la habitual corona de pámpanos de vid y acompañado de un racimo de uvas. Sin embargo, en este caso el 1680 artista está utilizando el recurso de la imagen mitológica para representar una persona concreta de la corte de Carlos II. Se Óleo sobre lienzo, 165 x 108 cm trata de Eugenia Martínez Vallejo cuya obesidad mórbida fue objeto de atención por parte de la sociedad del momento hasta Museo Nacional del Prado, Madrid el punto de ser llamada a la corte por su aspecto extraordinario. Esta niña alcanzó gran notoriedad, siendo protagonista de P2800 relaciones literarias que describían los excesos de su condición física. La “monstrua”, como era vulgarmente conocida, entra- ba dentro de la fascinación por seres deformes y anormales propia del mundo del Barroco. Se trataba de uno más de los fenó- menos de la naturaleza, que como enanos, mujeres barbudas, retrasados mentales y otros seres, era objeto de atención cultu- ral, por parte de escritores y pintores del naturalismo. Un tipo de seres presentes en todas las europeas, que en el caso de España fueron retratados por Velázquez con gran dignidad como miembros relevantes de la corte española. En esta tradi- ción del retrato velazqueño encaja la imagen de esta joven realizada por el pintor asturiano. El personaje permanece centra- do en la composición, en un fondo absolutamente neutro e indefinido que no permite distracciones en la contemplación de su personalidad, en este caso de la deformidad de la joven Eugenia. El hecho de simular una representación mitológica, como si del deforme dios del vino se tratase, era la fórmula intelectual que hacía aceptable la representación del desnudo femenino. La verosimilitud del equívoco confiere cierto ennoblecimiento a la figura, suavizando la irregularidad de su cuerpo infantil. La imagen era pareja de otra que Carreño abordó con la misma protagonista, pero vestida con un elegante traje de gala rojo. Ambos retratos eran dos extremos del mismo interés por lo extraordinario. Por su representación de la deformidad en dos situaciones distintas, insinuada mediante el vestido y expuesta en su desnudez, las dos pinturas de Carreño se han puesto en paralelo con las Majas de Goya, contrapuesto de la belleza física, igualmente mostrada en sus dos posibilidades: sugerida y explícita.

intor de origen asturiano, que a pesar de su naturaleza noble e hidalga, mantenía fuertes contactos familiares Juan Carreño con el mundo artístico; algo poco frecuente en la estricta y jerárquica sociedad barroca española.Trasladado de Miranda Pmuy pronto a Madrid, su formación con maestros tradicionales como Bartolomé Román y Pedro de las Cuevas, (Avilés, 1614-Madrid, 1685) le proporcionó un conocimiento de los rudimentos necesarios al oficio de pintor. Alcanzó rápidamente una posición de cierta notoriedad, debido a la importancia de la clientela con la que mantuvo contactos, por ejemplo relevantes familias nobiliarias, pero también la Iglesia, caso de la catedral de Toledo, para donde realizó varias obras juveniles. Su pintura es el mejor ejemplo de la asociación de diversas corrientes y artistas que eclosionó en pleno Barroco madrile- ño. La pintura veneciana, la influencia de la exhuberancia del pintor flamenco Rubens, la elegancia de los retratos del también flamenco Antón van Dyck y la lección compositiva de la pintura velazqueña, tienen en Carreño un perfecto punto de unión. Su estilo es la suma de sólidas estructuras compositivas, con un potente gusto por la aplicación del color, que enlaza con la tradición de la pintura española. Su producción es muy amplia, trabajando tanto la pintura de caballete como el fresco, a la vez que denota un exquisito dominio del dibujo. Los géneros que abarcó van desde la representación de pinturas de devoción, como el San Sebastián del Museo del Prado, hasta magníficos retratos corte- sanos. En este último género destacaría especialmente tras 1669 cuando fue nombrado pintor del rey, siendo el mejor representante del retrato áulico en la corte de Carlos II, a la vez que abordaba imágenes de otros relevantes miem- bros de la corte madrileña. Sus trabajos para este rey español dieron lugar al establecimiento de la imagen oficial del último monarca Habsburgo y de su madre la reina gobernadora Mariana de Austria.También sus trabajos para parti- culares tienen ejemplos brillantes, como el retrato del duque de Pastrana o el del embajador ruso Potemkin, todos en el Museo del Prado. La creación de un estilo muy personal, pero aprovechando la lección de artistas anteriores, junto a la utilización de un dibujo preciso y una extraordinaria capacidad para la utilización del color, hicieron de Carreño uno de los principales artistas españoles de la segunda mitad del siglo XVII.

La representación de racimos de uvas, muchas veces en parejas, sería el punto álgido de la pintura de “el Labrador”. Este ejem- Bodegón con dos plo es una de sus pinturas más significativas, siendo una de las últimas adquisiciones del Museo del Prado. Además de la mues- racimos de uvas tra de uno de los elementos más importantes de la dieta mediterránea, la uva tenía unos elevados componentes simbólicos e 1630 intelectuales. Desde un punto de vista de profunda piedad católica, la vid era entendida desde comienzos de la era cristiana Óleo sobre lienzo, 29 x 38 cm como emblema de la pasión y la entrega de Cristo por la humanidad. Aunque, desde el Renacimiento, la figura de la uva era Museo Nacional del Prado, Madrid también una erudita evocación del mito del pintor griego Zeuxis. Según la creencia, este artista clásico habría alcanzado tal P7905 grado de perfección en la representación de esta fruta, que, creyéndolas reales, las aves se acercaban a sus pinturas con la intención de picar del jugoso manjar. Además de por esta referencia clásica las pinturas de “el Labrador” destacan por su implacable capacidad de emulación de la naturaleza. El fuerte naturalismo imperante en el panorama artístico madrileño en los años veinte y treinta del siglo XVII, le llevó a realizar bodegones de una asombrosa realidad. En la pintura que nos ocupa, el pintor incluyó una mosca posada sobre uno de los granos de la fruta. Se trata de un ejercicio de equivoco visual muy pro- pio del mundo barroco, pues el espectador duda si ve un insecto real o pintado. Pero el insecto sirve también, desde una con- cepción eminentemente realista de la pintura, para indicar el avanzado grado de maduración de la fruta y su dulce sabor, siendo un detalle que potencia el grado de naturalismo y la veracidad visual de la pintura. En otros casos, esta función la cum- ple un grano de uva ya maduro. Otro elemento primordial en el cuadro, utilizado por “el Labrador” en todas sus obras, con- siste en colocar los elementos de bodegón sobre un fondo oscuro y neutro, simulando estar colgados de un ausente clavo, al modo de las tradicionales alacenas, que se convirtieron en un motivo propio de las primeras pinturas de bodegones en España, caso de las obras de Sánchez Cotán o Felipe Ramírez. Finalmente destaca su utilización de la luz, de claro origen tenebrista, que perfila los contornos y permite modelar de una manera vibrante cada uno de los pequeños detalles de los granos.

a vida de Juan Fernández es una de las más enigmáticas entre los artistas de la primera mitad del siglo XVII. Se Juan Fernández, trata de un pintor del que no se tiene constancia de ningún hecho relevante de su biografía y que se docu- “el Labrador” Lmenta únicamente a partir de esporádicas menciones en las fuentes históricas. Por ejemplo, se sabe que apa- (Madrid, primera mitad del siglo XVII) rentemente vivía fuera de la corte de Madrid, a donde se dirigía muy esporádicamente, casi siempre en Semana Santa, para vender sus cuadros. Se considera que esta deliberada decisión de vivir fuera de la ciudad fue la causa de su ape- lativo de “el Labrador”, en una suerte de magnificación del tópico del Beatus Ille del poeta clásico Horacio. Se trataba de una denominación promocionada desde su propia personalidad como artista, pues él mismo firmaba así algunas de sus obras.“El Labrador” trabajó en exclusiva el género de la naturaleza muerta, en obras en las que un único elemen- to destaca en la composición sin elementos secundarios. Se especializó singularmente en la representación de racimos de uvas, motivo muy frecuente en su producción de la década de los años treinta. A pesar de lo incógnito de su bio- grafía, la fama de Juan Fernández trascendió las fronteras de la corte madrileña. De hecho, desde fechas muy tempra- nas, su principal protector fue el noble diletante italiano Giovanni Battista Crescenci, cuyo gusto por la pintura moder- na y caravaggista, debió influir en su apreciación de la pintura de “el Labrador”. Este entendido promocionó sobrema- nera la obra del artista al regalar cuatro de sus bodegones de uvas al rey inglés Carlos I, lo que implica que las obras de El Labrador alcanzaron la corte londinense en fechas en que otros artistas apenas soñaban con esta notoriedad. Otros aficionados ingleses afincados cierto tiempo en España, como el embajador sir Francis Cottington y el secretario de éste Arthur Copton, también fueron receptivos al naturalismo y expresividad pictórica de la obra de “el Labrador”. El éxito de sus composiciones quizá se deba a la combinación de una pincelada delicada, prieta y fina, de clara heren- cia nórdica, con una evidente capacidad para la reproducción de la naturaleza en sus más mínimos detalles.Todo esto bañado por una luz fuertemente dirigida desde focos externos que modelaba los objetos de manera drástica, dotán- dolos de una apariencia más expresiva.

En una abertura de la pared, a modo de hueco o alacena, se pueden observar diversos alimentos y objetos de agradable Bodegón con cardo, estimulo para los sentidos. Sobre el dintel, en una copa metálica, se aprecian unas flores. A su lado un cardo de fuerte color francolín, uvas y lirios blanquecino resalta entre el resto de los elementos, tanto por su cromatismo como por su tamaño y protagonismo en la com- 1628 posición general. Colgados de la parte superior del fingido vano se ve un francolín, especie gallinácea de gran sabor y apre- Óleo sobre lienzo, 71 x 91 cm cio en la cocina tradicional española, y dos racimos de uvas. La pintura está firmada y fechada en 1628. La disposición de Museo Nacional del Prado, Madrid los elementos, en una combinación de objetos colgados y otros sobre el alfeizar, es un ejemplo de la continuidad de la esté- P2802 tica ideada por los bodegones de Juan Sánchez Cotán. El cardo que se curva en el ángulo derecho, está repitiendo el mismo elemento del bodegón de este último artista en el Museo del Prado, siendo posible que Ramírez lo conociera y copiase, o que incluso elaborase esta obra a partir de un dibujo o boceto común. De hecho, la misma verdura y el ave fueron repeti- dos en otras obras presuntamente realizadas también por Ramírez. Llama la atención la inclusión de la rica copa metáli- ca con las flores, como grado de modernidad respecto a la pintura de Cotán. El contenido intelectual de la representación, siempre discutido por los especialistas, gira en torno a la manifestación evidente de la naturaleza, con cierto contenido de vánitas, siendo objetos de carácter perecedero, de pronta descomposición. En este sentido se consideran una alusión a la fugacidad de la vida y la banalidad de la belleza inmediata. Ramírez incorpora distintas manifestaciones de la naturaleza relacionadas con los alimentos: carne, fruta y verdura, a las que se une la flor, que potencia la sensualidad de esta repre- sentación de la naturaleza. Logra de este modo una pintura más directa y menos metafórica que los solemnes bodegones de Cotán. La obra está dotada de un fuerte y atractivo carácter estético, que ya ponderara Ceán Bermúdez en sus textos artísticos a finales del siglo XVIII. Fue adquirida por el Museo del Prado en 1940.

a carencia de datos biográficos de Felipe Ramírez es sintomática de la situación de los artistas españoles de Felipe Ramírez la primera mitad del XVII, cuando el ejercicio de la pintura era un ejercicio artesanal, muy alejado de la men- (Documentado entre 1628 y 1632) Ltalidad del artista genial que poseemos en la actualidad. Los pocos testimonios documentales que de él se tienen se reducen a su firma en dos dibujos y en el bodegón que se incluye aquí.Aunque hay historiadores que espe- cularon con su origen sevillano, por la presencia de algunos artistas de este apellido en la Sevilla del XVII, actualmen- te se supone de origen toledano, dado que lo único que se conoce de su vida es el nombramiento el 3 de julio de 1632 como pintor de la archidiócesis de Toledo. Artista muy capaz para el género de la naturaleza muerta, también abordó con buen acierto pintura de devoción. En cuanto a los bodegones, el artista seguirá la estética profundamen- te naturalista de Sánchez Cotán, quien muy probablemente sería su primer maestro, aunque no hay datos de una relación personal. Su concepción de la pintura es además y no andaluza apreciable en la austeridad de la tradición estética escurialense imperante en el Toledo de esos años, que se manifiesta en los pocos cuadros conoci- dos de su mano. En ocasiones su pincelada es más esquematizada, de toques paralelos, y más artificial que las anár- quicas y frescas pinceladas de Cotán, mientras que sus sombras son más duras y opacas. Apenas se conocen pintu- ras salidas con seguridad del pincel de Ramírez, salvo el bodegón del Museo del Prado y un Cristo, varón de dolo- res, firmado en 1631 que se encuentra en la catedral de Toledo. Se conocen otras pinturas cuya autoría a Ramírez aún discute la crítica artística. Sus bodegones mantienen la misma expresividad de los cuadros toledanos de este género, siendo un ejemplo más de la importancia concedida en el siglo XVII a este tipo de representaciones con evidente afán de emulación de la naturaleza.

Sobre una estrecha repisa de piedra, que diferencia los bodegones hispanos de aquellos flamencos de Osias Beert o Clara Bodegón con dulces Peeters, se distribuyen todos los objetos en zigzag, logrando así llenar el estrecho espacio que capta la obra. Con gran pre- y recipientes de cristal cisión se representa un plato con pie fabricado en vidrio verde en el que se disponen pastas e higos confitados. Es éste el 1622 principal motivo de la obra, junto con el barquillo que se aprecia a su lado, cuyo extremo sobresale del borde de la repisa. Óleo sobre lienzo, 52 x 88 cm El artista utiliza este recurso para marcar el espacio visual en el que se desarrolla la composición. Detrás del barquillo se Museo Nacional del Prado, Madrid ve un tarro de barro para la miel, cuyo color naranja es un contrapunto cromático a la fría tonalidad general de la pintu- P1164 ra. De una manera muy simétrica, el vidrio es el protagonista de ambos extremos del bodegón. A la izquierda sobre un plato de loza blanca, se disponen dos elegantes copas de cristal veneciano. Van der Hamen realizó aquí una de sus compo- siciones más impactantes. La restringida gama de colores y la luz dirigida de carácter tenebrista son sus principales recur- sos creativos. Abordando los objetos con una técnica ligera pero de gran virtuosismo apropiada para la captación de las calidades de los distintos materiales, cristal, barro, líquido y confituras. La obra perteneció en origen al joven marqués de Eliche, que posteriormente reuniría una de las principales colecciones de pintura de la España del Barroco.

unque nacido en Madrid,Van der Hamen era flamenco por origen. Muy conocido por su pintura de natu- raleza muerta, fue también un más que hábil pintor de retratos, capaz de hacer sombra al primer Velázquez, Acomo demuestra por ejemplo el Retrato de enano del Museo del Prado. Asimismo, fue un solvente pintor de historias, especialmente de temática religiosa. De hecho, sus primeras pinturas conocidas fueron una serie de obras de devoción para el monasterio de la Encarnación de Madrid, realizadas en el espíritu tenebrista que marca- Juan van der Hamen ba la producción artística de los primeros años veinte en España. Por su origen flamenco,Van der Hamen ingresó en (Madrid, 1596-Madrid, 1631) la Guardia de Archeros, cuerpo militar que protegía al rey de España, compuesto únicamente por naturales de los Países Bajos, a cuya pertenencia correspondía un alto grado honorífico. Pese a la condición de nobles que tenían los archeros, el ejercicio de actividades manuales estaba tolerado, lo que le permitió hacer una brillante carrera como pintor. La cercanía a un ambiente intelectual muy cultivado –su hermano Lorenzo es uno de los literatos políticos más relevantes de la primera mitad del siglo–, le proporcionó una sólida formación y conocimientos suficientes para abordar el ejercicio de la pintura con intereses más profundos que la mera emulación de la naturaleza. Van der Hamen realizó pinturas alegóricas con una alto contenido literario y poético, donde incorporaba su habilidad para la representación de elementos naturales, especialmente flores. Su capacidad de absorción le permitió incorporar diversas influencias, adaptándolas a las necesidades de sus comitentes. Entre ellos destacaban eminentes aristócratas de la sociedad española, como el marqués de Leganés, y flamenca, como el conde de Solre, que gustaron de ateso- rar sus creaciones. Especialmente fueron apreciados sus bodegones, género en el que destacó con claridad entre otros artistas hispanos. Partiendo de la tradición de la exposición de los objetos ante un hueco o fondo negro, evo- lucionó hacia composiciones más elaboradas, dividendo los elementos en estructuras escalonadas, y obras de mayor desarrollo compositivo, especialmente en los últimos años de la década de 1620 cuando abordó sus más refinadas pinturas de naturaleza muerta. Su temprana muerte privó a la pintura española de una artista de fuerte personali- dad artística, elegante manejo del pincel y refinado gusto por la representación de la realidad.

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