Historias del Sillón de Rivadavia

Por Darío Silva D’Andrea ​

© 2015 Darío Silva D’Andrea Twitter: @DariusBaires E-mail: [email protected] Web: www.elpost.com.ar ​

Prólogo ​

“Feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento”; Montesquieu (1689-1755)

¿Cómo hizo el primer presidente de los argentinos para conquistar el corazón de su esposa? ¿Sabías que un solo granadero hizo frente a todo el ejército argentino para defender al presidente Illia? ¿Sabés dónde están sepultados los ex presidentes de la Nación? ¿Y qué primera dama quiso ser poetiza y terminó siendo muy infeliz? ¿Por qué se le decía “El peludo” a Yrigoyen? ¿Qué gustos literarios tuvieron los mandatarios argentinos? ¿Qué presidentes vivieron como reyes en La Rosada? Lejos de la rigurosidad de los libros de historia, estrictamente encuadrados en el marco político, los Presidentes y Primeras Damas no son, ni de lejos, aquellos personajes opacos y politizados que podemos llegar a conocer. Historias curiosas, emotivas, románticas, trágicas y hasta cómicas colorean las vidas de estos individuos que pasan por la historia sin dejar mayores huellas que su labor política, pero que, en el fondo, componen familias argentinas con las mismas vivencias que cualquiera. Pero con un común denominador que las separa del resto: habitaron la . Con sus luces y sombras. Este recuento de anécdotas históricas permite descubrir los gestos, palabras y acontecimientos de la desconocida humanidad de hombres (y sus mujeres) que se sentaron en el “Sillón de Rivadavia”. Así, leyendo la letra pequeña de la Historia grande, podemos conocer los dramas pasionales más resonantes del siglo XIX, en la persona de Sarmiento; a la mujer que verdaderamente enamoró a Perón; o leer el dramático S.O.S. emitido por un presidente con un mensaje dentro de una botella lanzada al río. Estos y otros curiosos descubrimientos históricos, revelados...

1 La ajetreada historia de la Casa Rosada Una ajetreada y muchas veces curiosa historia rodea a la construcción y evolución de la Casa Rosada, la sede presidencial argentina. El solar en el que se encuentra el edificio es tan antiguo como la Primera Fundación de , en el siglo XVI. Don Juan de Garay lo llamó Castillo de San Miguel y en 1595, sólo era una construcción con un foso y puente levadizo. Sus ocupantes de todas las épocas han contribuido a deteriorarla, empezando con la demolición, en 1853, de la Real Fortaleza de Don Juan Baltazar de Austria, el fuerte con el cual Buenos Aires alguna vez se defendió de furtivos corsarios y que se emplazaba en este preciso solar. El nuevo edificio, ahí mismo, nació como Casa del Correo. Luego, Sarmiento pidió levantar, al sudoeste de la actual Casa Rosada, una construcción idéntica. Poco y nada quedaba del viejo Fuerte de Buenos Aires cuando el presidente Bartolomé Mitre decidió instalar allí, en 1862, la sede gubernamental. La edificación estaba lucía verdaderamente su peor cara. La puerta principal tenía agujeros de tales dimensiones que permitían el acceso de vendedores ambulantes. Por el medio pasaba una calle, que daba a la vieja aduana pero el Presidente Julio Roca pidió al arquitecto Francisco Tamburini que uniera ambas edificaciones con un arco central. El mismo Roca fue el primer presidente en trabajar allí, durante su segundo mandato. El presidente Agustín P. Justo hizo desaparecer -en 1938- 17 metros del lado sur del palacio, y le hizo así perder la simetría. En 1955 sufrió roturas increíbles tras el bombardeo que sirvió de colofón a la caída del presidente Perón. Los militares de la última dictadura (1976-1983) hicieron indiscriminadamente agujeros en las puertas de madera o vidrios para colocar aparatos de aire acondicionado. Uno de sus sucesores, Jorge Videla mandó a colocar hormigón en las claraboyas por temor a un ataque aéreo de la guerrilla. Como resultante dejó los espacios a oscuras y le agregó un peso injustificado a la estructura de la vieja casona y más tarde, el general Agustín Lanusse mandó a sellar la ventana del despacho que da sobre la Avenida Rivadavia con un sistema antimisiles e hizo pintar la pared resultante de dorado.

El mito del color rosado Según la tradición, el color de la Casa Rosada se debe al deseo de Sarmiento de representar simbólicamente la fusión de los partidos que protagonizaron las cruentas guerras civiles de la primera mitad del siglo XIX, con la mezcla del color blanco representativo de los unitarios y el rojo de los federales. La leyenda, sin embargo, parece improbable: los unitarios se identificaban generalmente con el color celeste. Por otra parte el color rosa era muy utilizado durante el siglo XIX. Surge de la combinación de pintura a la cal con sangre bovina, empleándose esta última por sus propiedades hidrófugas y fijadoras. A pesar de que no deja de insistirse que fue el presidente Sarmiento quien dio el color rosado a la residencia presidencial argentina, mezclando el rojo y el blanco, para simbolizar la unión de todos los sectores políticos, lo cierto es que, mucho tiempo antes, Prilidiano Pueyrredón, destacado pintor y arquitecto, había pintado de ese color los muros del antiguo Fuerte de Buenos Aires, paraevi tar que el polvo que volaba ensuciara las fachadas. El color surgió de la combinación de pintura a la cal con sangre bovina, empleándose esta última por sus propiedades hidrófugas y fijadoras. Cuando derrumbaron el Fuerte, el edificio sobre las actuales calles 2 Balcarce y Rivadavia, que ocupó el presidente Sarmiento, siguió del color rosa que ya tenía.

La hija del virrey La esposa de , doña Juana del Pino y Vera, fue la primera dama argentina ya que su marido es considerado simbólicamente el primer presidente del país, aunque de hecho sólo gobernó Buenos Aires. Juana era la hija del virrey español Joaquín del Pino y su matrimonio le dio cierto prestigio político a Rivadavia. Niña bien educada y aficionada a la lectura, las crónicas dicen que se comportaba como una verdadera princesa en el Fuerte, sede del gobierno y residencia oficial del virrey hasta su muerte, en 1804. La misa, punto de reunión para los jóvenes de la alta sociedad, fue lo que unió a Bernardino y la hija del Virrey. Se dice que Rivadavia le enviaba mensajes de amor que hacía memorizar a su esclavo negro y que, de hecho, fue aquel fiel sirviente quien le llevó a Juana el mensaje de petición de matrimonio. Quedó encandilada por el romanticismo de Bernardino.

La increíble descendencia de Urquiza Si bien existen versiones que dicen que tuvo más de 105 hijos en toda su vida, el presidente argentino Justó José de Urquiza reconoció legalmente a 25 hijos. Gracias a la Ley Federal Nº 41, se otorgó igualdad de condiciones a los 11 hijos legítimos con los extramatrimoniales nacidos (de cuatro mujeres distintas) en su época de soltero, y a todos puso a vivir en el espléndido Palacio de San José. Fue padre por primera vez en 1820, a la edad de 19 años. Su amante Encarnación Díaz dio a luz ese año en Concepción del Uruguay a una niña bautizada Concepción. Los siguiente hijos fueron Pedro Teófilo, José Diógenes, Waldino y José (hijos de Segunda Caliendo); Ana (hija de Cruz López); Justo y María Juana (hijos de Juana Sambrana y Ferreira); Cándida y Clodomira (hijas de Tránsito Mercado). En 1846 fue padre en tres oportunidades: de la mencionada Clodomira, de Medarda (hija de Cándida Cardozo y Pérez) y de Aurelia Norberta (hija de María Romero). Como las cifras lo comprueban, la vida amorosa de este primer presidente constitucional argentino fue intensa, pero la única mujer con la que contrajo matrimonio fue Dolores, nacida en 1830, hija de don Cayetano Costa y doña Micaela Brizuela. Urquiza tenía 50 años cuando conoció a Dolores en una fiesta en Gualeguaychú (provincia de Entre Ríos) en la que el invitado de honor era Domingo F. Sarmiento. Tras su boda, tuvieron 12 hijos, la primera de las cuales fue Dolores, nacida el 30 de abril de 1853, horas antes de la sanción de la primera Constitución Nacional argentina. Luego vendrían Justa, Justo José, José Cayetano, Flora del Carmen, Juan José, Micaela, Teresa, Cipriano, José del Monte Carmelo y Cándida Amelia. La última niña nació tres meses antes de que a Urquiza lo asesinaran.

Las deudas de la “segunda dama” Tras la muerte de su marido Salvador María del Carril -primer vicepresidente de Argentina- su viuda doña Tiburcia Domínguez, encargó un magnífico mausoleo en el Cementerio de Recoleta (Buenos Aires) a Camilo Pomairone, a quien le dio expresas órdenes de que su estatua debía mirar hacia el lado contrario al de su marido, para perpetuar de esa forma las diferencias conyugales que caracterizaron

3 a esta pareja. Del Carril, hombre de gran fortuna, desconoció públicamente toda deuda que su esposa pudiese contraer a través de un anuncio en los periódicos de la época, y ella nunca más le habló. Cuando a doña Tiburcia le fue comunicada la muerte de su marido, solamente se limitó a preguntar: “¿Cuánta plata dejó?”.

Las penurias de la familia Derqui Tras abandonar la presidencia de Argentina, en 1862, Santiago Derqui partió al exilio y debió afrontar una crítica situación económica, y su situación llegó a oídos del presidente Mitre por medio de su Ministro de Relaciones Exteriores, Rufino de Elizalde: “Derqui está viviendo en una fonda, de limosna.... Esto no puede ser, no es ​ decoroso... la miseria en que vive prueba que si fue desordenado no hubo fraude en su administración de que aprovecharse. Me parece que Ud. debiera dejarlo ir a Corrientes, y aun mandarle algo. Sería un acto de generosidad, y entonces yo iría a verlo, pues él no sale de su cuarto, y no lo he visto”.[1] ​ Se ignora si Mitre atendió el consejo que se le daba, pero el hecho concreto es que a fines de aquel mismo año el doctor Derqui regresó al país y se radicó en Corrientes, tierra natal de su abnegada esposa, doña Modesta Cossio y Lagraña. Desde entonces las versiones serían muy distintas y todas con pocos fundamentos. Hay quienes dicen que el ex presidente murió en la pobreza, pero, aunque es cierto que murió sin fortuna, no lo hizo en la angustiosa pobreza que había conocido en Montevideo. De ello dejó constancia por sus propias palabras, dirigidas a su hijo en una carta en 1864: “Yo estoy bastante ocupado porque tengo varios asuntos de importancia en mi ​ calidad de abogado...”. Constantemente, hacía mención al trabajo que le ocupaba ​ sus días y que le permitía incluso hacer regalos a sus amigos y hasta adelantar dinero a algunos necesitados. Pese a que apenas había cumplido 58 años de edad, y parecía tener mucho más de vida por delante, falleció el 5 de septiembre de 1867 en Corrientes. Según apuntó Adolfo Saldías en su obra Historia de la Confederación ​ Argentina, Derqui murió “encerrado en silencio soberbio, pobre como había bajado ​ ​ del poder, sobrellevando dignamente el olvido y la miseria (...)”. ​ La existencia de Josefa (1852-1936), hija mayor de Derqui, fue también muy penosa, y su historia quedó retratada en un libro titulado La patética vida de Josefa Derqui, ​ hija del presidente argentino, en el cual su autor relata sus penurias económicas. Por ​ una enfermedad crónica, los médicos le aconsejaron que viviera en el campo, por lo que “doña pepita” alquiló una vivienda muy precaria, distante 7 cuadras de la estación del ferrocarril. Sus ahogos económicos comenzaron con su temprana viudez, a los veinticuatro años. Empobrecida y triste, durante años los únicos ingresos que tuvo provenían de la ayuda de la Lotería Nacional, la que le otorgaba gratuitamente unas decenas de billetes de lotería para que las vendiera..

¡Mitre, cumpla con su deber! Aun siendo presidente argentino, Bartolomé Mitre mantuvo la costumbre de caminar desde la Casa de Gobierno hasta su vivienda particular. Saludaba a los vecinos y llegaba a la puerta de su casa fumando tranquilamente sus habanos favoritos. Sus costumbres tan simples lo llevaban a ir personalmente a comprar postres a la cercana pastelería “La Marina”. Su esposa, doña Delfina de Vedia, también era de hábitos sencillos. A primera hora del día limpiaba ella misma la

4 casa y solía coser la ropa de su familia. Además, le sobraba tiempo para escribir poemas, cuidar de sus hijos e interesarse en la vida política del país. Cuando los encargados de la seguridad oficial advertían a Mitre que no caminara solo por la calle, su esposa se les oponía con energía, y un personaje del entorno presidencial contó que, en cierta ocasión, “la mujer de Mitre, enterada de los ​ rumores de un posible atentado contra el presidente, enfrentó la situación con gran valentía, y parada frente a la gran chimenea de la casona, alcanzándole el sombrero a su marido, resolvió con firmeza la cuestión”: “Mitre, cumpla con su deber”, le dijo, y ​ ​ ​ lo despidió con un beso. [2] ​ A pesar de su abnegación, Delfina logró convertirse en la malquerida de la historia argentina. “Me falta todo lo que a ti te sobra”. El reproche, que podría ser el ​ ​ estribillo de un tango, se lo dijo Delfina Vedia a su marido, Bartolomé Mitre. Quería ser poeta, pero sucumbió los encantos de aquel Capitán de artillería que sería Presidente. Separada física y emocionalmente de su marido, Delfina debió sufrir en soledad el suicidio de Jorge, su hijo predilecto, a los 18 años. “Nadie ve mis lágrimas, nadie oye mis gemidos. Hoy más que nunca estoy sola para ​ sufrir. El silencio y la soledad reinan a mi alrededor”, escribió en su diario íntimo. [3] ​ ​ Para entonces, matrimonio no compartía la habitación y cuando el presidente estaba de viaje, ella debía pedirle permiso, vía carta, para limpiar su cuarto.

Obituario demoledor Al enterarse de la muerte del ex presidente Carlos Pellegrini, el 18 de julio de 1906, el socialista Juan B. Justo se apresuró a publicar en el diario La Vanguardia el ​ siguiente y demoledor epitafio: “Si tuvo talento, nunca lo aplicó en beneficio del país. ​ En la vida no tuvo más norma que la ambición y, ante el exagerado concepto de la individualidad, desaparecía para él todo interés colectivo. Tenía el alma de un cartaginés y, más que un caudillo, fue un comerciante”. [4] ​​

De la noble pobreza al poder Quien fuera presidente de los argentinos entre 1868 y 1874, Domingo F. Sarmiento -gran escritor, gobernador, legislador, ministro y presidente-, se crió en lo que él mismo llamaba “la noble virtud de la pobreza”. Hijo de doña Paula Albarracín, ​ ​ “mujer industriosa” que se dedicaba a tejer a la sombra de un árbol, y de un militar ​ ​ y trabajador del campo, se convirtió en un niño prodigio. A los cinco años ya leía de corrido en voz alta, y sus padres lo llevaban de casa en casa, mostrando orgullosos las dotes de su niño. Él mismo lo advirtió en su gran obra «Recuerdos de provincia»: “No supe nunca hacer bailar un trompo, rebotar la pelota, encumbrar una cometa, ni ​ uno solo de los juegos infantiles a que no tomé afición en mi niñez”. ​

Esa vergonzosa populachería Sarmiento tuvo que llegar a los codazos y empujones a su asunción presidencial, en la Casa de Gobierno construida sobre el Fuerte de Buenos Aires, en 1868. Mil personas habían logrado ingresar en el salón de la ceremonia, subidos a los sillones, mesas y chimeneas. “En ese lugar de moderado tamaño, en el que no caben más de ​ cien personas, se ha metido un millar”, cuenta Manuel Galvez en Vida de Sarmiento; ​ ​ ​ “Las hay de todas las clases sociales: desde los diplomáticos y los grandes señores ​ 5 amigos de Mitre hasta sujetos de las orillas”. Hablaban, gritaban, y se reían y ​ aplaudían cada vez que alguien rompía algún vidrio o mueble de la Casa. “¡Cállense!”, gritó en medio del discurso. “¡Qué populachería vergonzosa!”. Luego ​ ​ ​ ​ escribiría amargado: “Jamás se ha presenciado espectáculo más innoble y ​ vergonzoso En país alguno el decoro del gobierno ha sido más ajado que en aquel … acto solemne ”. [5] Cuando su antecesor, Mitre, se retiró, las multitudes lo …​ ​ ​ acompañaron, dejando a Sarmiento en una soledad casi absoluta y con el Fuerte muy desordenado.

Los líos de faldas Uno de los romances más conocidos del siglo XIX en la Argentina fue el del presidente Sarmiento -hombre casado- y la hermosa Aurelia (1836-1924), hija del jurista Dalmacio Vélez Sársfield, autor del Código Civil argentino, código que establecía la infidelidad como un delito. Ella fue una verdadera primera dama en secreto, y la encargada de gerenciar la campaña presidencial. La desunión de Sarmiento y su esposa, doña Benita Martínez Pastoriza, se hizo más latente cuando la dama encontró la fogosa correspondencia que su marido mantenía con Aurelia: “ Mi vida futura está basada exclusivamente sobre tu solemne promesa de amarme …​ y pertenecerme a despecho de todo te envío mil besos y te prometo eterna … constancia”. [6] ​​ “No tengo que arrepentirme de ningún acto, pues nadie hubiese sido más moderada ​ con ofensas tan atroces como las que él me ha hecho y me hace”, confesó la ​ despechada Benita, la primera en presentar una demanda contra un marido presidente. Cuando descubrió el romance de Sarmiento con Aurelia, Benita contrató un abogado para iniciar una demanda judicial, la cual ganó. La Justicia determinó que Sarmiento debía proveer alimentos a ella y a su hijo. La última batalla se desató cuando Benita leyó el testamento de Sarmiento, que la desheredaba con el argumento de que habían vivido separados “por mutuo consentimiento desde el año ‘60”. Volvió al tribunal para exigir la mitad de los bienes. El dinero no le interesaba tanto como su reivindicación, pero consiguió que la mitad de los bienes fueran suyos y que se la llamara “la viuda del causante”.

Los cardenales de Sarmiento El presidente Sarmiento se consagró también como un verdadero coleccionista y ornitólogo, que no conocía límites a la hora de admirar a las aves, y durante su paso por la Casa Rosada (de 1868 a 1874) se deleitaba observando las aves que naturalmente anidaban en los balcones del palacio. Sin embargo, en una ocasión, al limpiar su estudio, los ordenanzas arrasaron con un nido de cardenales que estaba en uno de los balcones, sin tener en cuenta que había sido el mismísimo Sarmiento quien había fabricado ese refugio para sus queridos huéspedes alados. Los indignados gritos del presidente no tardaron en escucharse desde la cercana .

La edad de “el Zorro” Las dudas sobre la verdadera edad de Julio Roca, presidente de Argentina, alimentaron muchas fantasías y apuestas. Al asumir su segundo mandato, pocos de su más cercano entorno sabían su edad, y los demás no se animaban a preguntar.

6 Su obsesión por ocultar la verdad siguió cuando, al comenzar su tercer mandato, unos dieciocho años después, afirmaba tener todavía 50 años.

El salvavidas En el libro Historias insólitas de la historia argentina se cuenta que el caluroso ​ verano de 1884, el entonces presidente Roca fue de visita a la hacienda de Federico Leloir, y junto con varios visitantes se dispusieron a nadar en el entonces cristalino río Reconquista. De pronto, uno de ellos, el médico Antonio Crespo, pidió auxilio. Gregorio Torres se arrojó al agua para salvarlo, pero Crespo lo abrazó, los arrastró la corriente y los dos estuvieron a punto de perecer. Roca, fuerte y atlético, tenía entonces 40 años de edad y nadó con destreza, arrastrando a Crespo y a su amigo Goyo Torres hacia la costa. Desde entonces “el Zorro” se consagró como el primer presidente salvavidas.

Cuestión de nombres Muchos presidentes argentinos no se llamaron como la historia nos lo cuenta. El primero de ellos, conocido como Bernardino Rivadavia, se llamaba en realidad Bernardino de la Trinidad González de Ribadavia y Rivadavia, hijo de don Benito De González Ribadavia (abogado de la Real Audiencia) y de una mulata llamada María Josefa Rivadavia, ambas veces con “v” corta. Huérfano de madre a muy temprana edad, al llegar a la adultez Bernardino suprimió sus dos apellidos paternos y pasó a la historia sólo con el materno, sin dar explicación alguna. El presidente Domingo Faustino Sarmiento jamás se llamó Domingo, sino Faustino Valentín; Domingo fue un apelativo familiar que le puso su madre, fiel devota de santo Domingo. Tampoco Juan Domingo Perón nació como tal: en su acta de nacimiento, firmada en 1893, figura como Juan Domingo Sosa, pero dos años más tarde fue vuelto a inscribir como Juan Domingo Perón. No fue por error sino por necesidad: los prejuicios de la época y el fuerte elitismo existente en las filas castrenses, impedían que un hijo natural cursara la carrera militar. Igualmente sus esposas pasaron a la posteridad con nombres “falsos”. La segunda de ellas, y la más popular, “Evita”, fue Eva María Ibarguren, antes de casarse con Perón, debido a que su padre murió en un accidente antes de que alcanzara a reconocerla. La tercera esposa de Perón, que llegó a la presidencia tras enviudar, no se llamó Isabel: nació como María Estela Martínez. Pero era bailarina, y escogió “Isabelita” como seudónimo artístico, en honor a su madrina de bautismo.

El gringo y la gringa El presidente Carlos Pellegrini y su esposa Carolina Lagos (apodados “el Gringo” y “la Gringa”) mantuvieron al principio una relación muy apasionada, y un reflejo de este romance es una carta de Carlos, escrita en 1871 a su hermana Juana: “Yo ya no ​ soy yo, porque me he visto de la mañana a la noche cambiado en dos. Durante mi sueño, algún ángel bueno me sacó una costilla y con ella formó una nueva Eva. Al despertar la vi a mi lado y latierramepareceunEdén.Estoygozand o de él sin temor y sin zozobra, porque siento y comprendo que si la primera Eva fue la perdición de Adán, la nueva será la salvación de tu hermano. Si antes hubiera adivinado todo el mundo de delicias que hay en la vida que hoy llevo, hubiera deseado nacer casado”. ​ [7]

7 La pareja no tuvo hijos, y pasada la etapa de pasión las relaciones se tornaron respetuosas y cariñosas. Incorregible mujeriego, Pellegrini comenzó a mostrarse celoso por la cautivante belleza de Carolina, pero pronto retomó su añorada “vida de soltero”. Ella, mientras tanto, fiel la exigencias de la época, y muy enamorada, lo esperaba despierta hasta altas horas de la noche. No le hacía falta reprocharle nada. Sólo una mirada bastaba. Y si Pellegrini, fastidiado de ese control conyugal, a la noche siguiente volvía a sus andadas, sabía que la esposa silenciosa y sufriente lo esperaría firme hasta la madrugada.

Una Primera Dama en tranvía Cuando a los 69 años el doctor Manuel Quintana llegó a la presidencia de Argentina (en 1904) su esposa Susana Rodríguez quedó convertida en Primera Dama pero no quiso cambiar su estilo de vida sencillo y austero. Su modestia era tal que, con excepción de las ceremonias oficiales, jamás utilizaba el automóvil oficial, sino que prefería, como hasta entonces había sido su costumbre, seguir trasladándose en tranvía por las calles de Buenos Aires. Un día, el jefe de protocolo de la Presidencia se quejó: “La mujer del Presidente de la República no puede ser vista en un medio de ​ transporte tan proletario”. [8] ​​

El ‘jettatore’ Por alguna causa que nadie puede confirmar, Figueroa Alcorta (1906-1910) tuvo fama de “pájaro de mal agüero”: sus opositores lo bautizaron “el jettatore”, y hasta sus más íntimos amigos portaban amuletos para ahuyentar el infortunio cuando se encontraban en su compañía. Según El libro de los presidentes argentinos del siglo ​ XX,“ a su presencia se atribuían las lluvias persistentes y las tormentas en zonas ​ ​ anegadas o las prolongadas sequías en regiones secas. Sus colaboradores evitaban viajar con él en el mismo tren, temiendo su descarrilamiento, y sus visitas no eran bienvenidas, porque se consideraba que luego sobrevendría alguna desgracia”. Esta ​ mala fama, sin embargo, no le impidió alcanzar los más altos puestos políticos de su provincia y de la Nación. Fue el único ciudadano argentino que ocupó, sucesivamente, la máxima jefatura de los tres poderes nacionales: el Legislativo (vicepresidente de la República y presidente del Senado), el Ejecutivo (como sucesor del presidente Quintana), y el Judicial (presidente de la Corte Suprema).

Su Majestad, Roque I Hasta la llegada, en 1914, de Roque Sáenz Peña, en la Casa de Gobierno las alimañas, roedores e insectos vivían en igualdad de condiciones con los funcionarios. Pero la rutina se alteró el día en que el presidente y su familia quisieron dejar su palacete en la para ocupar, entre martillazos y escombros, la Rosada, a la que llamaron “La Mansión”. Impregnado de la atmósfera monárquica española, por sus días de embajador en Madrid, el presidente que instauró el voto universal (para hombres) intentó imprimir un aire majestuoso a la Casa de Gobierno, con algunos “lujos reales”, habituales en sus gustos por la decoración, lo que le valió el apodo de “su majestad Roque I”. A pesar de su espíritu democrático y republicano, el mandatario gustó siempre del boato real. Una fotografía de la primera dama, Rosa González de Sáenz Peña, es

8 contundente: se la ve cómodamente sentada entre muebles de mimbre, plantas tropicales, estatuas y porcelanas en una de las galerías con vitral del primer piso de la residencia. Se construyeron tres nuevos y suntuosos salones, uno Renacentista, otro Luis XV y un tercero, Luis XVI. Un gran comedor estilo francés, una biblioteca, un dormitorio para el Presidente y otro para Doña Rosa. “¡Ya tiene una familia la Rosada!”, se alegraron los diarios porteños, ignorando que en su interior todo estaba revuelto y lleno de polvo. Mientras su salud no le jugó malas pasadas, el padre del sufragio secreto y obligatorio corrió del dormitorio al despacho presidencial sin problemas. La revista Plus Ultra rememoraba en 1916 aquella situación: “En 1910 (...) instaló ​ ​ ​ sus habitaciones particulares en la Casa Rosada, habilitando a tal efecto todo el ángulo del edificio que hace esquina a Rivadavia y Paseo de Julio. Con tal objeto se alhajaron ricamente nuevos salones, el gran comedor, el escritorio privado del presidente, tres elegantes salitas de recibo y el jardín de invierno, sin contar el dormitorio y las dependencias privadas. “La sociedad porteña recordará siempre el ​​ magnífico golpe de vista que ofrecían el comedor y el invernáculo de la Casa Rosada la noche del gran baile de gala dado por el doctor Sáenz Peña al iniciar su gobierno, verdadera fiesta de corte a la que asistió todo lo más selecto de nuestro mundo social e intelectual”. En el salón comedor de Sáenz Peña (que se usa hoy como despacho presidencial) se daban banquetes en los que se servían hasta doce platos distintos, con menú en francés y vajilla, platería y cristalería francesa e inglesa. El Salón Blanco, presidido por el emblemático “Busto de la República” servía como salón de baile, al estilo de las cortes europeas. Con los años, mucha de esa suntuosidad se perdió, aunque aún hay espacios de pomposa belleza, como las escaleras Francia e Italia. Cuenta la leyenda que Perón y su ministro Domingo Mercante corrían carreras, deslizándose por sus barandales.

Los recuerdos de Josefa “He sido una esposa intensamente feliz. Podrá haber esposas tan felices como lo he ​ sido yo, pero ninguna más dichosa”, dijo en 1934 doña Josefa Bouquet Roldán, ya ​ viuda del presidente José Figueroa Alcorta, en un reportaje de la revista Para Ti. Su ​ ​ esposo llegó a la presidencia en 1906, tiempo difíciles, tras la muerte de Manuel Quintana. “Fuimos muy felices pero en esos cuatro años, tan fecundos en inquietudes ​ populares, viví toda una vida de sobresaltos, de intranquilidad constante. Nunca sabía, al despedirlo, si era la última vez que lo hacía...” ​

La sencillez de “El Peludo” Nunca presidente argentino alguno había sido recibido con tanto entusiasmo como lo fue, en 1916, Hipólito Yrigoyen, hombre huraño y desconfiado. Él, sin embargo, estaba ocupado pensando en otra cosa. [9] “¿Qué tal? ¿Está emocionado, ​ presidente?” le preguntó el entonces diputado Marcelo T. de Alvear a Yrigoyen, que ​ aquel 12 de octubre acababa de prestar juramento como presidente. Absorto, el flamante presidente le contestó sorprendido: “¿Yo? ¡No!... Estoy pensando a quién le ​ entregué mi galera y mi sobretodo”. ​ Yrigoyen -apodado “el Peludo”, por su espíritu ermitaño- fue el primer presidente en llegar al poder con un amplio apoyo popular, y su gestión (1916-22 y 1928-30)

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