Museo De Historia Natural
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M. Boitard Museo de Historia Natural 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales M. Boitard Museo de Historia Natural Descripción y costumbres de los mamíferos, aves, reptiles, peces, insectos, etc.... Tratado de las aves Introducción Después de haber estudiado aquella parte de la zoología que trata de los mamíferos, no solamente en lo que pertenece a la historia de dichos animales, costumbres e instintos, sino también en la parte puramente científica, como es su organización, nomenclatura y la división de familias, géneros, órdenes, etc., debemos pasar al estudio no menos interesante de las aves. Pero antes de exponer su historia debemos dar al lector ciertas nociones generales que nos eviten fastidiosas repeticiones. Ya hemos dicho en la primera parte que esta obra no tan solo va dirigida a los que se aplican al estudio de las ciencias naturales, sino también, y más especialmente, a la generalidad de los lectores, que solo apetece en esta clase de obras una lectura amena, instructiva y que no canse al entendimiento; así es que en cuanto podamos evitaremos la nomenclatura técnica, o la explicaremos para hacer asequible a todos su comprensión. Volar y poner huevos: he ahí los caracteres que a los ojos del vulgo distinguen a las aves, sin embargo de no pertenecerles exclusivamente estos atributos; así hemos observado ya el vuelo en diferentes mamíferos, en especial en los murciélagos y la facultad de reproducirse por medio de huevos se encuentra en la mayor parte de los animales inferiores; y aun entre los insectos hay numerosas familias que son juntamente volátiles y ovíparas. ¿Cuál es pues el carácter exterior que pueda ser considerado como propiedad exclusiva de las aves? El tener la piel cubierta de plumas. La parte de la zoología que trata de las aves lleva el nombre de Ornitología. La clasificación de las aves, al hacernos pasar sucesivamente en reseña todas las familias, nos suministrará ocasión para describir sus hábitos, los cuales están siempre en relación con su organización respectiva. Sin embargo, no son los gabinetes del Jardín de las Plantas los lugares más a propósito para estudiar dichos hábitos, siempre tan varios e interesantes; pues los animales que, recogidos de todos los puntos del globo, se han reunido en esas galerías; esos seres inmóviles y silenciosos que un tiempo amaron, cantaron, riñeron, gozaron y padecieron, y a quienes agitó la ira, y movieron los celos, el temor, el amor a la prole, etc., hállanse convertidos en heladas momias, que si bien son elocuentes para el sabio, son para el vulgo mudos e inertes: vedlos colocados con monótona uniformidad en su negro pedestal o sustentáculo, sin conservar de su pasada existencia más que las formas y los colores. Tampoco pueden estudiarse bien sus costumbres en la Colección de animales vivos; pues la estrechez de la jaula que hace casi inútiles las alas, el reducido horizonte que las rodea, la regularidad de su alimentación, que en estado libre está expuesta a mil vicisitudes propias para desarrollar su industria, todo contribuye a degradar al animal y a borrar el carácter más sobresaliente de su especie. El espíritu metódico que presidió en el arreglo de las galerías del Museo, la coordinación establecida entre la serie de los seres creados, en que cada uno lleva escrito al pie el nombre de la familia, género, y especie, honran ciertamente a los sabios que dedicaron sus vigilias a la historia del reino animal; pero la nomenclatura no es más que el alfabeto de la ciencia, y no debemos detenernos en él cuando tantísimo queda que leer en el gran libro de la naturaleza. En los campos, en los prados, a orillas de los ríos, en los desiertos y soledades, en medio de los bosques vírgenes del Nuevo Mundo, he ahí donde se presentan las más hermosas páginas de esta obra maravillosa. Si como la paloma emigrante, pudiese el lector adelantar 25 leguas por hora, atravesara en dos días el Océano Atlántico, y siguiendo las huellas del ilustre AUDUBON, penetraría en los profundos bosques, en los inmensos lagos, en las interminables sabanas, y en las playas marítimas de la América Septentrional. Acaso se me preguntará: ¿quién fue Audubon? Fue el héroe de la ornitología, el pintor e historiador de las aves: jamás hubo vocación de naturalista más patente, ni mejor desempeñada que la suya, ni aun la del mismo Francisco Levaillant, de quien en breve trataremos. Entre todos los sabios que se han dedicado a la botánica, sólo Levaillant pudiera por su actividad compararse a Audubon. Amó las plantas, fue un explorador infatigable y un profesor elocuente, pero ignoraba el arte del dibujo; y este vacío en los medios de expresarse, que le hizo tributario de un lápiz extraño, emponzoñó los últimos instantes de su vida, dándole inquietud sobre el porvenir de su obra. Audubon fue un naturalista completo que se bastó a sí mismo; y siendo observador, iconógrafo y escritor, empleó su vida entera en el estudio de las formas y costumbres de las aves. Su pincel nos ha trasmitido las primeras con suma exactitud y fidelidad; y su pluma nos dejó de las segundas admirables descripciones. No hallamos en él al conde de Buffon, afeitado, peinado, empolvado, con sus chorreras de encajes y el espadín al cinto, sentado a su bufete, indignándose a sangre fría contra el tigre, y dirigiendo a la posteridad las siguientes armoniosas líneas: «El instinto del tigre es una rabia permanente, un furor ciego, que nada conoce, nada distingue, y que a menudo le impele a devorar hasta a sus propios hijos, y a despedazar a la madre cuando intenta defenderlos... ¡Cómo no lleva al exceso esa sed de sangre, y no destruye desde su nacimiento la raza entera de los monstruos que produce...!» El agreste Audubon es muy distinto: es el hombre de las selvas, con larga y flotante cabellera, de facciones muy marcadas, de mirada ardiente y móvil, con su escopeta, su zurrón y cacerina, sacando dibujos, de pie y al aire libre, de sus queridas aves, cuyas rápidas evoluciones y caprichosas actitudes sorprende al vuelo. Fiel comensal de las mismas de quien se constituye historiador, estúdialas al caer la tarde; pasa la noche al pie del árbol que las cobija a fin de poder estudiarlas al amanecer, aguardando que bajo alguna hospitalaria choza pueda trazar su biografía, en un estilo que causaría envidia a Buffon. Como muestra, oigámosle referir las primeras impresiones de su infancia, que decidieron su vocación. «Recibí la vida y la luz, dice, en el Nuevo Mundo; mis abuelos fueron franceses y protestantes. Antes de tener amigos, llamaron mi atención los objetos materiales de la naturaleza, y conmovieron mi corazón. Antes de conocer o de sentir las relaciones del hombre con sus semejantes, conocí y sentí las que existen entre este y los seres inanimados. Mostrábanme la flor, el árbol, el césped, y no solo me divertían como a los demás niños, sino que me encariñaba por estos objetos; no eran para mí juguetes, sino unos amiguitos. En medio de mi ignorancia suponíales una vida superior a la mía; de modo que mi respeto y amor hacia estos objetos insensibles datan de tan lejos que excede a mi memoria. Una singularidad muy curiosa, que no quiero pasar en silencio, influyó en todas mis ideas y sentimientos: empezaba apenas a balbucear las primeras palabras que enseñan a los chiquillos y que tanto conmueven al corazón de una madre, y apenas podían sostenerme los pies, y ya los varios matices de las plantas y el azul del cielo me penetraban de una infantil alegría; entonces empezaba a formarse mi intimidad con la naturaleza, a quien tanto he amado, y que ha pagado mi culto proporcionándome goces tan vivos; intimidad nunca debilitada ni interrumpida, y que solo terminará en el sepulcro.» Al pasar de la primera a la segunda infancia, sintió Audubon desarrollarse en su alma la necesidad de entrar en íntimas relaciones con la naturaleza física, cuyo impulso se había ya manifestado desde la cuna. Cuando no podía hundirse en los bosques, o trepar por las peñas, o recorrer las riberas del mar, parecíale hallarse fuera de su elemento; y para encerrar el campo dentro de su casa poblábala de aves. Siendo su padre hombre dotado de una alma poética y religiosa, prestábase con complacencia a estas aficiones de su único hijo, subvenía a los gastos que ocasionaban, y le dirigía por sí mismo en el estudio de las aves, de sus emigraciones, amores, lenguaje y demás particularidades. A diez años, viendo Audubon, quien hubiera deseado apropiarse toda la naturaleza, que en las aves empajadas no podían conservarse ni el brillo de los colores, ni la belleza de las formas, probó de dibujarlas; pero sus primeros ensayos fueron desgraciados, y su lápiz produjo una infinidad de monstruos, que lo mismo se parecían a cuadrúpedos o pescados que a aves. No se desanimó por este primer contratiempo, y cuanto más malas eran las copias más admirables le parecían los originales. Mientras tanto, al trazar aquellos informes bosquejos estudió la ornitología comparada hasta en sus más minuciosos pormenores. Su padre, lejos de contrariar su afición a la pintura, le envió a París, donde aprendió los elementos del dibujo bajo la dirección del célebre David. Pronto empero se cansó de diseñar narices, ojos, bocas y orejas, etc., y regresó a sus bosques, donde prosiguió sus estudios favoritos con más ardor que antes. Poco después de su llegada a América, fue esposo y padre, pero ante todo naturalista, a pesar de las representaciones de sus amigos. Su fortuna sufrió notable menoscabo; pero otro tanto se aumentó su entusiasmo ornitológico.