La huella anarquista 5

JULIÁN CASANOVA

La comarca del Matarraña fue en los años treinta del siglo XX escenario de huelgas e insurrecciones, de revo- luciones abortadas y sueños igualitarios. Durante esos años de República y guerra civil, el anarquismo arrastró tras su bandera roja y negra a numerosos campesinos y artesanos, que oyeron hablar, y mucho, de libertad, de colectivización de la tierra y de abolición del Estado. Después, el anarquismo y los anarquistas fueron aniqui- lados por la represión franquista y engullidos por la modernidad. En la actualidad, forman parte de un pasa- do olvidado y oculto. Se recuerda más a los dinosaurios que a aquellos hombres y mujeres de carne y hueso que vivieron por estas tierras hace apenas setenta años.

Aunque creada en Barcelona en 1910, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) no logró levantar cabeza hasta los años de la Primera Guerra Mundial, cuando pudo salir de la clandestinidad y la represión. Su definición ideológica se afirmó en el Congreso de Sants, en 1918, y en el celebrado en el teatro de la Comedia, en Madrid, en 1919. Allí quedó sellada su impronta antipolítica y anties- tatal, su sindicalismo de acción directa, independiente de los partidos políticos, lla- mado a transformar revolucionariamente la sociedad.

Las primeras huellas de la CNT en la comarca del Matarraña aparecieron en , en un Centro Obrero constituido en la segunda década del siglo XX por trabajadores de la industria papelera. Por el periódico Acción Social Obrera de San Feliú de Guixols sabemos que algunos vecinos de esa localidad recibían la prensa anarquista en los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera y además daban dinero para apoyar a los que entonces se conocían como presos sociales. Muy cerca de allí, en , se había creado también en esos años anteriores a la Segunda República la «Unión Valderrobrense», una sociedad obrera que, converti- da posteriormente en sindicato de la CNT, emprendió una notable actividad propagandística, cultural y educativa.

De la historia 125 La esperanza republicana

La proclamación de la República el 14 de abril de 1931 abrió muchas puertas al sindicalismo revolucionario de la CNT, que se extendió por otros pue- blos de la comarca como , Torre del Compte, o . A esa República, «salida del pueblo», los anarquistas le pedían muchas cosas, sobre todo libertad y justicia social. Pero las movilizaciones emprendidas por la CNT ofrecieron muy pronto la oportunidad de com- probar que las fuerzas del orden repu- blicano actuaban con la misma bruta- lidad que con la Monarquía. Los enfrentamientos produjeron desde el mismo verano de 1931 varios muertos y numerosos detenidos en toda España. Vista del campanario de Calaceite desde la «Plaza Nueva». Archivo Mas, 1919 El sector más puro del anarquismo encontró en los muertos y la repre- sión un resorte para la movilización contra la República. Al principio, esa retórica era cosa de grupos anarquistas dispersos, muy influyentes en algunos medios de expresión, pero con escasa presencia en los sindicatos. Cuando con el paso del tiempo, poco tiempo en realidad, esos sindicatos no pudieron lograr las reivindi- caciones exigidas a los patronos y la política laboral y social de republicanos y socialistas tampoco fue capaz de beneficiar a los más desposeídos, las llamadas a la insurrección arreciaron.

Tras los intentos insurreccionales de enero de 1932 y enero de 1933, con escasas repercusiones en las comarcas del Matarraña, el movimiento revolucionario alcan- zó una intensidad sin precedentes en diciembre de 1933, unos días depués de que las fuerzas políticas de la derecha ganaran las elecciones generales. La batalla entre autoridades y revolucionarios, iniciada en Zaragoza el 8 de ese mes, se desató tam- bién en los pueblos de la comarca. En algunos, sólo hubo alteraciones del orden. En otros, como en Valderrobres o Beceite, los hechos adquirieron mayor gravedad porque los grupos anarquistas intentaron allí proclamar el comunismo libertario. Un «extremista» murió en Valderrobres en los enfrentamientos con las fuerzas del orden. Cuando todo acabó, cinco días después, las cárceles se llenaron de anar- quistas.

Esas insurrecciones no fueron la expresión de la «violencia arrolladora del prole- tariado», como transmitió la literatura libertaria, sino la obra de grupos anarquis-

126 Comarca del Matarraña tas iluminados por visiones catastrofistas sobre el derrumbe cercano de la socie- dad capitalista. Mal preparadas, sin apoyos sociales amplios y puestas en marcha frente a un Estado que mantuvo siempre intactos sus mecanismos de coerción, fueron fácilmente reprimidas.

La ansiada revolución, el comunismo libertario, consistía para aquellos anarquistas en la destrucción del orden existente, de un Estado que sólo servía a los ricos y propietarios. Revolución era llegar a una sociedad sin clases, sin partidos, sin Estado, con las tierras y las fábricas colectivizadas. Mientras hubo gobierno, República y fuerzas de orden a su disposición, ningún intento revolucionario tuvo éxito. Ni en las tierras del Matarraña ni en Asturias. Todo cambió, sin embargo, en julio de 1936 cuando una parte importante del ejército se alzó en armas contra el régimen republicano. Un golpe de Estado contrarrevolucionario, que intentaba frenar la revolución, acabó finalmente desencadenándola.

Una vez puesto en marcha ese engranaje de rebelión militar y respuesta revolucio- naria, las armas fueron ya las únicas con derecho a hablar. La guerra obligó a muchos a participar sin quererlo, a tomar partido hasta mancharse o a defenderse en espera de tiempo mejores. Los sublevados triunfantes en unos lugares y quie- nes los derrotaron en otros supieron desde el principio a quién dirigir las balas.

Guerra civil y revolución

La rebelión militar de julio de 1936 triunfó en las tres capitales aragonesas. Las autoridades militares ordenaron a los diversos puestos de la Guardia Civil la des- titución de los alcaldes y concejales republicanos y el nombramiento de nuevos gestores «entre los vecinos más caracterizados». Con la ayuda de los principales propietarios, de católicos, falangistas y «gentes de orden», la Guardia Civil contro- ló en dos días toda la provincia de , aunque en algunos pueblos del Bajo Aragón tuvieron que acudir desde Zaragoza «columnas de castigo» militares para «infringir duro castigo» e implantar la ley marcial.

Pero esa situación inicial se vio muy pronto alterada. La sublevación militar había sido derrotada en Barcelona, Tarragona, Castellón y Valencia, y desde esas ciuda- des partieron para Aragón varios miles de milicianos armados con la intención de recuperar las tres capitales ocupadas por fuerzas de la V División desde la madru- gada del 19 de julio. Eran las famosas milicias, el «pueblo en armas», donde había residuos de unidades del ejército y de las fuerzas de seguridad no sublevadas en esas ciudades de Cataluña y del País Valenciano, militantes obreros afiliados al sin- dicalismo de la CNT y campesinos aragoneses reclutados en aquellos pueblos por donde pasaban. Aunque nunca lograron su objetivo primordial, al ver frenado su avance cuando se encontraban en las puertas de Huesca, Zaragoza y Teruel, domi- naron, no obstante, un extenso territorio y difundieron la revolución expropiado-

De la historia 127 ra y colectivista en unas comarcas rurales en las que desconocían casi todo en torno a sus gentes, su modo de vida y sus costumbres.

Los efectos de la penetración en tierras del Matarraña de esos grupos de milicia- nos fueron inmediatos. Bajo su amparo, surgieron en todos los pueblos comités antifascistas locales —también denominados comités de defensa o revoluciona- rios— creados para suplir el vacío de poder y organizar la vida en común. Aunque algunos republicanos y socialistas participaron en su organización, los principales instigadores de la nueva situación fueron campesinos que habían emigrado a Barcelona en los años veinte —donde se iniciaron en la actividad sindical—, diri- gentes de la CNT de Aragón y veteranos anarquistas aragoneses ligados tradicio- nalmente a las tendencias más radicales del sindicalismo catalán.

La acción combinada de milicias y comités desencadenó una sangrienta persecu- ción. Para los grandes propietarios, caciques, derechistas y para esos que habían apoyado la sublevación, el camino parecía cerrado. Algunos eligieron la huida; otros permanecieron en los pueblos y, a la espera de tiempos mejores, proclama- ron su adhesión al nuevo orden revolucionario. Hubo quienes no tuvieron opción y fueron asesinados.

La mayoría de los asesinados en la comarca del Matarraña eran labradores ricos, pequeños y medianos propietarios, comerciantes y artesanos. Impreciso y difícil resulta llamar a eso represión «de clase». Se trata más bien de una violencia contra el «status», definido por el honor o prestigio que proporcionaba el dinero, el pose- er tierra, el ser reconocido y distinguido por otros por su posición social. Eran los que se reunían con el cura y el médico, los que no tenían deudas, los que podían hacer favores a los demás, especialmente a quienes trabajaban para ellos. Y eran también los caciques, a los que muchos temían por su poder, protegidos por la guardia civil, y que habían perseguido persistentemente a las personas de izquier- das o a quienes, sencillamente, les molestaban.

Se ajustaron cuentas con el pasado, viejos litigios, y rencillas familiares, en unos pueblos donde todos se conocían, donde existían relaciones de parentesco o de amistad, que podían «costarte o salvarte la vida». Los camiones y coches de mili- cianos y personas de otros lugares aparecían por los pueblos sembrando el terror entre esa gente de orden, bien instalada, pero los que apuntaban, proporcionaban listas, lanzaban mensajes intimidatorios e iban a buscarlos a casa para llevarles «de paseo» eran los propios vecinos del pueblo, miembros de los comités revoluciona- rios, que se amparaban en las armas de los milicianos e «incontrolados», «foraste- ros», que «vinieron de fuera», para disparar las suyas.

Como todas esas gentes de orden eran también las más religiosas, las que mante- nían los sindicatos católicos, amigos de los curas y los curas amigos de ellos, reli-

Portal de la plaza Mayor de Cretas. Archivo Mas, 1919.

128 Comarca del Matarraña

gión y orden fundidos en una única causa, nada de extraño tiene que se les matara juntos.

La ofensiva anticlerical que se propa- gó por los pueblos aragoneses por donde pasaban las milicias dejó nume- Cabecera del órgano central de la CNT, «Solidaridad rosas huellas todavía presentes. Los Obrera» milicianos, junto con vecinos del lugar, recogían de las casas las imáge- nes y los objetos del culto religioso. Entraban en la iglesia con caballerías, tiraban los santos al suelo y los arrastraban hasta la plaza. Allí los apilaban al lado de otros objetos de culto, junto a los documentos municipales y eclesiásticos, a los registros de la propiedad, religión y orden juntos de nuevo, y después prendían fuego al montón.

Todas las iglesias cerraron al culto, convertidas en mercados de abastos, almace- nes, albergues de milicianos, cárceles, salones de baile, comedores públicos o gara- jes. Las casas parroquiales fueron utilizadas como viviendas de políticos y milita- res, centros culturales u oficinas de los comités revolucionarios.

Esa atmósfera cálida del verano de 1936 envolvió también el nacimiento de las colectivizaciones campesinas. La explotación común se organizó principalmente en aquellas tierras que habían sido abandonadas por sus propietarios o en las fin- cas incautadas directamente por grupos armados y por los comités revolucionarios a los ricos y propietarios asesinados. Los militantes cenetistas más cualificados y los milicianos se reunían en asambleas para proclamar el colectivismo.

La decisión levantó tremendas expectativas en algunos grupos y profundos temo- res en otros. Si aceptamos las fuentes disponibles, aquellos con una condición de vida más miserable mostraron una mayor disposición a utilizar las ventajas de la colectivización. Los jornaleros sin tierra y los propietarios muy pobres mejoraron su nivel de vida y sobre todo ganaron poder y dignidad. El mismo poder y digni- dad que perdieron aquellos propietarios acomodados, cabezas de familia de las mejores casas de los pueblos, que se vieron asimismo desprovistos de la autoridad, autonomía y control del proceso productivo que habían gozado como máximos beneficiarios del orden social de preguerra.

El esquema teórico de colectivización anarquista, conocido como comunismo libertario, asignaba el trabajo de acuerdo con la aptitud de los miembros de la comunidad y la distribución de bienes y riquezas según las necesidades de cada uno. Todo ello debía realizarse, y era lo que identificaba precisamente al ideal liber- tario frente a otros programas colectivistas, de forma espontánea y sin coerción. En la práctica, y con las milicias y la guerra por medio, la colectivización nunca pudo funcionar como una alternativa libre y eficaz al orden campesino tradicional.

130 Comarca del Matarraña Según fuentes anarquistas, se crearon en la comarca del Matarraña 18 colectivida- des, con 11.468 colectivistas. Los que propagaron las ideas coletivistas, impulsaron la creación de las colectividades y cuidaron de su funcionamiento fueron en su mayoría dirigentes sindicalistas urbanos, maestros y periodistas revolucionarios. Hombres como el riojano Julián Floristán, asiduo colaborador de la prensa anar- quista, que se afincó en aquel verano de 1936 en Valderrobres y fue el principal organizador de sindicatos y colectividades en esta zona.

En ese nuevo escenario, las mujeres, casi siempre marginadas por la historia y los historiadores, adquirieron un notable protagonismo ante lo que parecía ser una ruptura radical de las normas culturales dominantes. La revolución y la guerra anti- fascista generaron un nuevo discurso y una imagen diferente de la mujer, perfec- tamente perceptible en la propaganda y consignas de guerra, que transformaron las representaciones convencionales. La representación de la mujer como «perfec- ta casada» y «ángel de la casa» dio paso, en el fervor revolucionario de las prime- ras semanas, a la figura de la miliciana, descrita gráficamente en numerosos carte- les como una joven atractiva, con mono azul, fusil al hombro, dirigiéndose con paso dedidido hacia el frente a la caza del enemigo.

Durante esos primeros momentos, la imagen de la miliciana, activa y beligerante heroina, se convirtió en el símbolo de la movilización del pueblo español contra el fascismo. Pero las mujeres milicianas, que adoptaban atuendos masculinos y mani- festaban así su reivindicación de igualdad con los hombres, constituían una peque- ña minoría y no representaban a la población femenina. En realidad, esa imagen agresiva de la mujer formaba parte del espíritu de aventura revolucionaria presen- te en el verano de 1936, desapareció muy pronto y fue sustituido por la consigna «hombres al frente, mujeres a la retaguardia», más acorde con el diferente papel que a ambos géneros se les asignaba en el esfuerzo bélico. Ni que decir tiene que en el mundo rural, con un nivel de conciencia feminista apenas desarrollado y altí- simas tasas de analfabetismo, ni siquiera pudo llegarse a plantear una redefinición de las relaciones sociales entre sexos. En palabras de Pilar Vivancos, hija de un pequeño propietario rural de Beceite afiliado a la CNT y compañera del dirigente anarquista de la XXV División Miguel García Vivancos, «el asunto de la liberación de la mujer no se planteaba como parte del proceso revolucionario» y en el Aragón republicano «el lugar de la mujer estaba en la cocina o trabajando la tierra».

Las colectivizaciones vivieron su momento dorado en los últimos meses de 1936 y el primer trimestre de 1937, auxiliadas por el Consejo de Aragón, el órgano de gobierno anarquista creado en octubre de 1936, y la Federación Regional de Colectividades. Pero todo empezó a cambiar en la primavera de 1937, con la sali- da de Largo Caballero y de los ministros anarquistas del Gobierno, el creciente poder del Partido Comunista y la oposición de muchos pequeños propietarios, conservadores y de derechas, que habían sido expropiados por la fuerza de sus tie- rras.

De la historia 131 El decreto de disolución del Consejo, en agosto de 1937, abrió la caza del colecti- vista, algo que duró hasta marzo de 1938, momento de la ocupación de todo el territorio republicano de Aragón por el ejército de Franco. Los principales propa- gandistas del colectivismo y del Consejo de Aragón fueron encarcelados y las colectividades de la comarca del Matarraña fueron destruidas.

La represión franquista

La guerra civil y la revolución dejaron cicatrices duraderas en la zona. Tras la con- quista por el ejército de Franco de la comarca, el orden social fue restablecido. Las estructuras culturales y sociales del caciquismo y de la Iglesia, las relaciones amo/trabajador sobrevivieron y fueron recuperadas después del trauma de la experiencia revolucionaria. El recuerdo de la guerra y la sangrienta represión que le siguó —con casi mil asesinados registrados en la posguerra en Aragón—, el espíritu de revancha sobre los vencidos, fueron mantenidos por la dictadura como instrumentos útiles para preservar la unidad de la coalición vencedora y para inten- sificar la miseria de todos aquellos «indisciplinados» que se habían atrevido a des- afiar el orden social. Las iglesias se llenaron de placas conmemorativas de los «caí- dos por Dios y la Patria» y la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939 proporcionó vía abierta a la continuación de la eliminación física de la opo- sición. En el lenguaje oficial sólo hubo durante mucho tiempo «vencedores y ven- cidos», «patriotas y traidores», «buenos y malos».

Los «vencidos» que pudieron seguir vivos tuvieron que adaptarse a las nuevas for- mas de «convivencia». En el exilio, los militantes que habían participado en la con- tienda se enzarzaron en múltiples polémicas. Para los que se quedaron en los pue- blos o regresaron a ellos tras años de cárcel y exilio, la memoria de aquellos acon- tecimientos se esfumó rápidamente debido a la eficaz combinación del sabor amargo de la derrota, la persecución, la propaganda franquista y el miedo a ser denunciado. Todo lo que de positivo podía haber tenido aquella experiencia de reorganización de la agricultura y redistribución del poder sucumbió ante el peso del recuerdo de lo negativo.

La conclusión parece clara: mientras que para algunos la colectivización fue la expresión natural del sistema de valores campesinos —basado, según esas inter- pretaciones, en la igualdad social y el autogobierno local—, para otros violaba la propiedad privada, la verdadera seña de identidad del agricultor. Y mientras que para una parte de la población rural la supresión violenta de las relaciones socia- les jerárquicas —manifestada en el asesinato de caciques, poderosos y curas— constituía una liberación, para aquellos unidos a los amos por lazos de devoción y relaciones laborales simbolizó la perturbación absoluta de la tradicional paz siem- pre presente en los pueblos aragoneses. Diferentes percepciones de una historia turbulenta, de sueños igualitarios y pesadillas revolucionarias.

132 Comarca del Matarraña Bibliografía básica

— CASANOVA, Julián: Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938, Siglo XXI, Madrid, 1985. — De la calle al frente: El anarcosindicalismo en España (1931-1939), Crítica, Barcelona, 1997. — FRASER, Ronald: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española, Crítica, Barcelona, 1979. — KELSEY, Graham: Anarcosindicalismo y Estado en Aragón: 1930-1938, Fundación Salvador Seguí, Madrid, 1994. — SIMONI, Encarna y Renato: Cretas. La colectivización de un pueblo aragonés durante la guerra civil española, 1926-1937, Centro de Estudios Bajoaragoneses, Alcañiz, 1984.

Relación de colectividades y colectivistas en la «Federación Comarcal» de Valderrobres

Calaceite 1.740 90 Arens de Lledó 300 Fórnoles 400 Cretas 312 500 Beceite 900 Ráfales 150 Valderrobres 1.600 Torre del Compte 350 169 300 Peñarroya de Tastavins 179 Mazaleón 1.560 500 La Fresneda 2.000 48 Valdetormo 370 TOTAL: 18 11.468

Fuente: Actas del Primer Congreso Extraordinario de Colectividades celebrado en Caspe el 14 y 15 de febrero de 1937.

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