Las guerras de Lingunurta

Eva Escribano Compains

Esta obra fue galardonada con el Primer Premio en Géneros Literarios

en el concurso “Encuentros de Jóvenes Artistas 2008”

convocado por el Gobierno de Navarra

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NOTA DE LA AUTORA

Todas las localizaciones de esta obra se encuentran en lo que hace siglos fue

conocido como el imperio aqueménida, al que puso fin el célebre Alejandro

Magno, Iskander. Por ende, son reales en ruina o presencia y obedecen a su

cultura. No tengo ni pretensión ni ganas de acercarme a los fenómenos históricos

per se que acontecieron en aquella caída –eso no significa que haya sido poco

rigurosa al introducirlos en algún punto concreto–, por lo que tal aviso es

oportuno. Baste decir que esto no es historia en un sentido purista; más bien es

una historia de magia tal y como la entiendo yo y que no procura ni busca ser

más que una noción de universalidad entre los hombres, contenida en unas pocas

hojas.

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Admitamos que hayas resuelto el enigma de la creación. ¿Cuál es tu

destino? Admitamos que hayas podido desnudar de todos los ropajes

a la Verdad. ¿Cuál es tu destino? Admitamos que hayas vivido cien

años, feliz, y que aún vivas cien años más. ¿Cuál es tu destino?

Omar KHAYYÂM

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Ariyamna

El cuerpo del padre dejó de moverse durante la noche, como les ocurre a muchos cuerpos en la ciudad de Babilonia. Antes de que el sol caiga sobre Etemenanki y los ojos de los vivos comiencen a abrirse. En los momentos en que Lingunurta dejó el cuerpo no sintió especial pavor. Ni siquiera una sensación de regocijo. Más bien el borbotear de los canales a su lado y el mecerse de las balsas, con los ronquidos de sus barqueros encima.

Le pareció que la ciudad reviviría después de la anaranjada madrugada. Eso lo llenó de tranquilidad. Y le preparó para lo que vendría más tarde, a saber, un tránsito, un aletear inmóvil sobre lo que fuera: Babilonia, el mundo o los hombres.

La explanada de Dura se extiende desde el norte hacia las murallas de la ciudad.

Antes de llegar a la puerta de Lugalgirra, un pequeño cauce del Éufrates inunda la tierra y forma una balsa. Allí se abrevan los caballos y se descansa bajo la sombra de las palmeras, comiendo dátiles con tocino. Si una caravana de comerciantes llega a una de las puertas, intenta siempre regatear el precio de la entrada, a no ser que sea fenicia. Los que transitan el Éufrates lo tienen también complicado con las aduanas. Al punto del amanecer, los camellos que aparecen están cansados y sus jinetes también y Dura se convierte de pronto en un vergel de suspiros que terminan por impacientar a cualquiera. Un poco más allá, siguiendo el curso del río hacia Sippar, se levantan unos collados de piedra. Malas rocas, según dicen, porque los hijos de Marduk tienen mucho aceite negro y yeso, pero no

6 robustas vetas. A veces estos cerros se presentan envueltos en neblina, como si el polvo de los restos que ocultan en su interior se levantase para festejar los sacrificios. El cielo azul tiende a volverse de un tono más opaco cuando muere un babilonio. Pero este no fue el caso, quizás porque Lingunurta era persa. Su verdadero nombre había sido Arshâma. En él siempre se dio esa unión de babilónicos, entre las ganas de vivir y la religiosidad, entre el desnudo y el pundonor. La sensación de estas gentes ha fluido inequívocamente unida al vino y a los corderos y Arshâma disfrutó con ella. De eso saben mucho sus propios vecinos, que son quienes lo sufrieron y lo envidiaron.

Tras la muerte de Lingunurta el cielo se quedó tal cual estaba pues, anaranjado y amarillo. Los cerros de Sippar tenían ya un recoveco guardado para él desde hacía tiempo, con la efigie del dios en su entrada. Había que llevar los restos en un cajón, bien untados en aceite y colocar después una gran losa para evitar que los cuatro elementos del mundo, los únicos y los más sagrados, se contaminaran con la presencia del cuerpo. Aparecería para después una doble noción de pureza que sería necesaria bendecir, los elementos y la memoria del padre, a la vez. Pero nadie tendría por qué escuchar esa separación ni muchas otras de la madre y los cuatro hijos, que contratarían a un grupo de mujeres públicas para el llanto.

Este ceremonial persa comienza la mañana tras la muerte de Lingunurta de la siguiente manera. El tercer hijo del difunto acude a ver al montañés, llamado

Anoushiravan, que vive en una de las habitaciones cercanas a la despensa. Anoushiravan, en cuclillas sobre las plantas de sus pies, se dedica a comer una escudilla de arroz y unos pocos pistachos que ha conseguido del mercado. Esta luz tan característica hace de sus ojos dos fosas que relucen de algún modo bajo los rizos y sobre la barba. De forma inexplicable, se convierte en alguien interesante aunque él no lo sepa. El hijo proyecta mientras una sombra al aparecer por la puerta y ordena:

7 ––Tráete un cuchillo, Anoush.

––Así que... ––vacila el de las montañas.

––Así que sí, Anoush. No hay más ––replica el otro––. Coge un cuchillo.

––Enseguida, Nidintu.

El ritual se vuelve un espectáculo intimista. Como irritados por la proximidad del sol, los cuatro hijos han impedido que entre la luz y están sentados en una banqueta en medio de la sala. El tercero de ellos va a acomodarse en el lugar que le corresponde, ni un puesto más a la izquierda o a la derecha. Con las miradas bajas no ven a Anoushiravan ni a su cuchillo entrar, ni su calidad de director o de sacerdote. Los cuatro, hermosos y varoniles según manda su sangre, ofrecen sus signos de valía como duelo. Anoushiravan se dedica a tomar los rizos negros de cada uno y separarlos de la cabeza con ayuda del filo.

Hace lo mismo con las barbas, doliéndose ante semejante desgracia. Las hebras de toda una vida se amontonan en el suelo y los hijos aguantan, no sin cierto valor, a que se les termine de despojar todo lo que era suyo y que ahora ha muerto. Al terminar su trabajo, el montañés pretende repetir la suerte de los hijos probando desgracia consigo mismo pero

Nidintulugal le retiene:

––Quieto, bactriano. Pues ése no era tu padre.

––Yo también tengo derecho al luto ––alega el otro, cortándose un mechón.

––Claro que lo tienes. Y no comas durante un día si no quieres. Pero no puedes seguir nuestra costumbre, Anoush. Es sólo para persas. Para mis hermanos, para mí y para los caballos de mi padre.

––Yo soy persa.

––No, no... Tú pertenecías al imperio de nuestro rey pero no eres persa.

––Me cortaré el pelo de todas formas ––asegura Anoushiravan.

8 ––Harás el ridículo ––le dice Nidintulugal, levantando los brazos––. No te tomarán por varón sin barba. ¡Alégrate en nuestro dolor, hombre! ¿Acaso no te sientes más libre?

A decir verdad, Anoushiravan es mezcla de muchas sangres y en su ignorancia no sabe diferenciar a cuál pertenece, ni por cuál ser llamado. Muchos menos si ahora debe sentirse libre. Únicamente la noción de haber pertenecido a un imperio le permite establecer contacto con aquellos hombres que se vincularon también a él, como

Lingunurta y sus hijos. Es una seña de identidad común a todos e inoportuna para los que no conocen el origen de su nombre. En Babilonia, muchos despreciaron la entrada de los persas en su momento, hace siglos, pero poco a poco se han ido uniendo a esa realidad y a esa masa que hace públicos a los hombres y mujeres, entre sí y hacia los demás, por muy diferentes que sean.

En la ciudad siempre pareció existir, de todos modos, una esencia propia e indiscutible, que borboteaba en el agua a través de los canales. La encargada de balancear las cestas de mimbre era la misma que hacía más lustrosas y coloridas las puertas de la ciudad. Un corazón, quizás debajo de la zigurat, enviaba sus latidos por entre las calles, para elevarse muy cerca del palacio real. Estos latidos también se escuchaban en los troncos de las palmeras y ante los santuarios, o perdiéndose bajo las briznas de los jardines. Anoushiravan no era el único que sabía que cada urbe parecía tener su yazata personal, su ser incorregible dentro de sí, la prolongación de las gentes o quizás la madre de todas las gentes, solazándose ante sus creaciones. También las ciudades de Hircania o de Aria tenían sus yazatas. La mayoría de hombres conocían esto, o lo podían intuir en silencio. Nadie decía nada porque tampoco hacía falta decirlo, a excepción de los sacerdotes que, en sus templos de fuego persas o en los babilonios de Shamash o de Adad, se inclinaban a satisfacer la voluntad de su dios y de los menores yazatas, fueran los que

9 fueran, con abluciones y libaciones. El vino y la leche corrían, empapando la tierra, los cultivos y las calles. Así se aseguraban el éxito de los comercios y las tranquilas noches de verano sin las crecidas del río. Y tener a la ciudad de Babilonia contenta, mantener su status de ramera del mundo, era mantener contentos a sus habitantes. De la misma manera que unos hijos miman a su madre para la armonía familiar.

––Llevas ya una semana dando vueltas por los jardines y las plazas con el cabello intacto ––le recordó Nidintulugal siete días con sus siete noches después de la muerte de

Lingunurta––. Yo sólo te veo mirar a Etemenanki y Esagila con esos ojitos de cordero degollado y me pregunto si todos los bactrianos han de ser como tú.

––No, no lo son ––le respondió Anoushiravan sin sentirse molesto siquiera.

Caminaban junto al templete de Gula, imbuidos en esa curación espiritual del dios.

Las obras para construir un teatro griego habían comenzado cerca del Kullab, por orden del Iskander macedonio y allí se llevaban los grandes bloques de piedra traídos directamente desde Egipto. La ciudad entera hablaba de aquellos bloques, la comidilla arquitectónica de la que todos estaban enterados y de la que, por supuesto, podían opinar.

Anoushiravan no veía nada en Babilonia ahora, y menos en ese teatro, que le recordase a su tierra. Intentaba pensar en ella de forma benevolente, para poder adaptarla y degustarla, pero sin éxito. Miraba a los dos santuarios medio derruidos, a Esagila y a su hermana, con ocasión de no perderse ningún detalle de su posible transcurso en la historia de los hombres. Al no encontrar que los monumentos le respondieran, se centraba en lo que existía a su alrededor, fuera de la Puerta y Sala sagradas. Se preguntaba no por el motor de aquellas calles atestadas de personas, el cual ya conocía, sino por la identidad misma de

éstas. Quiénes eran y qué querían. En Bactria todo era muy sencillo porque se prefería una cueva o una gran expansión de tierra y unas pocas tiendas a una calle importante. La

10 privacidad de las familias en sus tiendas, detrás de las colgaduras, no tenía que ver con la desconfianza, sino con un grado de intimidad tal que nadie ajeno al círculo lo entendía.

Anoushiravan pertenecía en esencia a ese tipo de sociedad y se estaba dando cuenta de que el yazata de Babilonia bien podía ser un malévolo daeva dispuesto a engullirlo de la cabeza a los pies. Intuía de alguna manera su condición de perdido. Una catástrofe, desde luego. Si Lingunurta había sido su segundo padre y los cuatro hijos y la madre de éste su segunda familia, verse vomitado a Babilonia no tenía sentido alguno. Era como quedarse huérfano de una cuna que ni siquiera había existido.

––¡Vaya, vaya! Parece que los bactrianos tampoco escuchan ––sugirió

Nidintulugal después de que Anoushiravan permaneciera ajeno a sus últimas consultas.

––Sí que lo hacen. Sólo que no están acostumbrados a responder.

––Pero tú sí que lo estás, amigo.

––Sí, yo lo estoy. Yo he respondido muchas preguntas.

––Entonces, ¿qué me respondes, montañés?

––¿Cuál era tu pregunta?

––¡Vaya, vaya! ¿Qué harás ahora?

Uno de repente se siente mal consigo mismo si tiene mucho o poco sobre lo qué elegir. Lo mismo le pasaba a Anoushiravan. No le importaba poseer la mayoría de certezas posibles si no tenía la que le faltaba. En ese sentido, lo cavilado hasta la fecha tenía poco de original y de atractivo, hasta el punto de que el montañés no sabía si le ocurría o no algo, o si las desgracias que caían sobre él se debían al aliento laudatorio de la muerte.

¿Cómo podía saber el camino a seguir si ni siquiera conocía la ruta que le había conducido hasta Babilonia? Es decir, ya sabía a quién se lo debía pero no por qué, en el fondo.

Lingunurta había tenido mucho que ver en ello, estaba claro, en la medida en que se conocieron durante las campañas en Sogdiana seis años atrás y, de inmediato, el desgaste

11 de experiencias de uno había tenido su fascinación en el otro. Anoushiravan siempre intuyó en Lingunurta su sed de fin, a raíz de esa carrera inconmensurable que significaba seguir al Iskander macedonio a través de cualquier tierra. Lingunurta a su vez observó en el joven bactriano una sed de comienzo. Una veta que empezaba a quebrarse en una lenta ascensión hacia ninguna parte o hacia un destino que todavía no había sido elegido.

Tuvieron ante sí el momento propicio para conocerse, justo al lado de una fogata.

Anoushiravan emergió de las sombras y se sentó entre Lingunurta y otro jinete persa sin pedir permiso. En una simple noche supieron ambos dos que era obligatorio compartir, por necesidad, el camino. La duración de esa necesidad y mutua comprensión poco importaba.

A veces sintieron que sólo duraría una semana, o un mes, hasta que uno de los dos se cansara del otro, y no la friolera de seis años. Esas cosas nunca son fáciles de intuir.

––Pues ahora no sé qué haré ––suspiró al fin Anoush, en respuesta a Nidintu.

––Tal vez debieras quedarte hasta el Mitrakán ––le reprendió suavemente el hijo de Lingunurta––. Coincide con el equinoccio, ¿sabes? El lento retorno del Sol hacia la tierra. Nuestro rey también venía para quedarse en Babilonia durante los siete meses siguientes; puede que Iskander lo haga. ¿No la celebrabais en Bactria? Es raro, porque es una fiesta comunitaria. Todas las esquinas del imperio que conciben al dios como tal estallan en celebraciones. Puede que con Iskander no lo hagamos más.

»Aclamábamos a la vez a un solo hombre, óyeme bien. Aquel día, nadie pudo cerrar los ojos, ni aunque lo hubiese intentado. Era tal la blancura del caballo para el sacrificio y tal el tono dorado de las vestiduras de Dârayavaush, nuestro rey, que a pocas no nos caemos ante esta visión de respeto. A veces me pregunto si el Iskander lo logrará.

Claro, Anoush, la unión de nuestro mundo. Vete tú a saber si el espíritu de nuestra Persia vieja es el espíritu de esta tierra en el presente. Quién va a saber eso, dirás. Menos tras una guerra. Pues mira, ten claro que nuestro aliento reside en la seguridad de que el mundo se

12 mantiene unido pase lo que pase gracias a la figura de un fundador, repetido de cuando en cuando, con distinto nombre.

Llegaban mientras tanto a la vía de Zababa y les empezaba a asaltar el aroma a fritanga y a niño sudoroso. Esto era agradable bajo la sombra de las palmeras.

––Un fundador divino ––prosiguió Nidintulugal, extendiendo la mano, para darse más énfasis en aquella demostración de conocimiento––. El respeto era una manera de dar las gracias, Anoush. Dime qué rey o qué hombre sólo cumple uno de ambos preceptos e iré ante él y le llamaré mentiroso. Luego me cortará la cabeza, claro.

»El caso es que Dârayavaush agradeció lo otorgado por todos nosotros y renovó la confianza. El dios estuvo de testigo, ya sabes. La sangre del caballo salpicó a los melóforos cercanos y a los de las primeras filas. Nunca había visto algo tan hermoso. Por eso creo yo que debieras quedarte en el Mitrakán y descubrir si Iskander es la fuerza que une el mundo o no. Para saber cómo deber ser tu rumbo a partir de ahora.

En individuos como Anoushiravan o Nidintulugal existe algo así como una férrea unión del corazón, pensando que son el mismo hombre aunque con pareces distintos. Así se explica ese afecto que nace en calidad de amistad y que en sí mismo resulta incomprensible. El bactriano había notado en las palabras del hijo de Lingunurta una serpiente de la que era difícil resistirse. A cada nuevo paso que daba hacia la puerta de

Zababa, le parecía que esa salida se iluminaba por algo mejor que Babilonia y su festividad rancia, perdida de todo origen. Es decir, ¿por qué tendría que deberle la fuerza de su rumbo y de su propia vida al nuevo conquistador? ¿Acaso Iskander lo conocía a él, a

Anoushiravan? ¿Para qué deberle al Iskander nada sino una bonita vista de sus dominios, ya conquistados? ¿Es que encima quería más, la tradición de cada hombre? De estas maneras se lo hizo saber a Nidintulugal y éste sonrió. Probablemente intuyera el hijo de

Lingunurta que el montañés seguía siendo un sobrino de las cumbres y que la necesidad de

13 hacerse a una nueva costumbre no existía para él. Lo cierto es que para Nidintu tampoco, porque era férrea su convicción de persa. Pero también la de súbdito.

––¡Qué cosas! Desaparece mi padre y tú también te vas. ¿Y a dónde?

––De momento partiré hacia el este.

––¿Y si te pasara algo?

––No me ocurrirá nada. Pagaré a unos caravaneros para que me lleven.

––Ten cuidado, que esos clavan fuerte sus puñales.

––Puedo darles todo mi dinero ahorrado. A mí ya no me sirve en el sitio al que voy.

Nidintulugal pareció perder la paciencia un instante. Luego se echó a reír.

––¡Ay, bactriano! Eres único.

––Es que tu padre me enseñó a reflexionar ––se excusó el montañés.

––¡Qué pena! A mí me enseñó a ser paciente.

Anoushiravan se encontró con una caravana en las ruinas de Kish. Hablaban arameo pero también sabían persa y el idioma del montañés obedecía a su hibridación de culturas. Con un toque añejo y basto. Así que se entendían en lo básico y en lo complejo, sin problemas. Al menos en la forma, ya que en el contenido todos los arameos se le antojaron muy simples. Parecían arrastrar la convicción de una tierra muerta bajo sus pies.

Anoush, que había hecho el viaje inverso, de Persepolis a Babilonia, conocía el florecimiento de los valles y no podía entender aquello. El trato que concibieron para el montañés estaba en seguir la Calzada Real hasta la región de Susiana. Tras la llegada a la antigua capital, ellos descargarían su cherem o vino fenicio. Los lazos personales con el bactriano se cortarían a no ser que él volviera a requerir de ellos por una módica cantidad de cobre. Los tiempos estaban algo escasos.

14 En la estrechura de estos hombres el viaje discurría por caminillos más ahogados de lo que en realidad eran. Hasta los onagros sirios tiraban de los carros con una fuerza proporcional a su aburrimiento, que era muy alto. Pero como Anoushiravan pretendía ir más allá e intuía que su suerte bien podía ir a peor, callaba. Iba directo, le parecía, hacia el corazón de algo evidente aunque no lo supiera con certeza. Tampoco le hacía falta saberlo de momento. “Buen rumbo hacia lo desconocido”, que le dijo Nidintulugal pocos días antes. “¿Quién, yo?”, había preguntado Anoushiravan: “No, Nidintu. Yo voy hacia eso conocido, hacia lo profundo mismo del conocimiento y de algo que me es propio”.

“Valiente tortura, Anoush. Cuando lo encuentres, dime de qué color es”. Lo del color venía a colación de que la sociedad persa es muy colorista. A cada cosa, una tonalidad.

Hay quienes van directos hacia el rojo y por ello se les tacha de ambiciosos. Otros, eligen el gris, el verde, un sin fin, la barbaridad de ideas y procesos del hombre que revelan indigencias y riquezas. Anoushiravan creía que debía tender hacia el negro. Su piel era más oscura que la de los babilonios y también la crudeza de su rostro, la hermosura más camuflada y allí tenía la clave de todo, suponía. Derecho hacia el negro, pues, aún sin saber qué más matices le llevarían hasta el centro mismo de lo que buscaba.

Un poco antes de cruzar el Tigris, otro viajero vino a unírseles a los fenicios y al bactriano. Volvieron a hacerse trueques y este vecino, de nombre Ariyamna, resultó ser un individuo de lo más capaz en conversación y en ideas. Cruzaban en balsas las aguas del río, hombres y onagros juntos, cuando Ariyamna entró en un estado de trance total y tan bien conseguido que Anoushiravan le preguntó cómo lo hacía. Ya habían puesto el pie en la otra orilla. Ariyamna no respondió de forma inmediata, sino que señaló las aguas que quedaban detrás de él y dijo: “Amigo mío, me he dejado embaucar por la simpleza del momento. Nada más”. Anoushiravan proyectó su energía en este hombre a partir del quinto día, cuando la distancia de Babilonia era tal que no se podían oír sus latidos ni sus

15 gemidos de mujer pública. Se adentraban en una tierra no inhóspita pero sí sospechosa por los redobles de la guerra pasada. Como arrastrada, dejada, pisoteada por los forasteros.

Uno sabía que penetraba en los confines de la Susiana, quizás también en los del mundo, porque los Zagros aparecían a destiempo en los recodos de los caminillos, con sus cumbres cuajadas de nieve y amplitud. Luego desaparecían. Luego, se hacían más grandes y más tarde, más pequeños. Engañaban al viajero con su apariencia divina de tierra y

árboles. Provocaban pavor o fascinación. Eran el enigma de la esfinge. Allí se les veía, quietos y sonrientes, flotando ante la línea del horizonte y sobre los cultivos. Producían casi una reverencia a cada nuevo paso.

Eran unas obras de Mitra que el Iskander había dominado con energía y sin hacerse con su secreto, con la imperturbable identidad de sus gentes. “Ya te digo. Cuidado con los uxios de los Zagros”, susurró un atardecer Ariyamna, “son más fieros que vosotros, los bactrianos”. Anoushiravan le comentó que tenía intención de cruzar los picos tan pronto como la nieve se lo permitiera. “Mal asunto, mal asunto este que me cuentas”, replicó

Ariyamna encogiéndose de hombros: “Superarles en orgullo no es lo mismo que superarles en intensidad. Que te lo digo yo. Estos uxios son animales”.

A la undécima noche, se encontraron entre elamitas, junto a una de las postas persas en la Calzada de los Reyes. Las casetillas de adobe de aquel tipo tenían cecina y vino peleón para los viajeros o caravaneros que pudieran pagarlo. Anoushiravan comió y bebió más que otras noches, vigilado por la mirada de unos soldados que decían obedecer a Iskander, aunque esto no se lo creyeran ni ellos mismos. A la luz de la lumbre y con el enmohecimiento de los huesos por el cansancio, hasta el agua embarrada sabía bien y producía satisfacción. Más allá de la humanidad inmediata, la oscuridad caía en forma de cortina y no dejaba ver el otro lado. Un extraño pájaro gorgoteaba en alguna rama cercana.

Era posible sentirlo, tal vez demasiado próximo. Los hombres se amontonaban unos con

16 otros entonces y pegaban sus espaldas entre sí bajo la noción de una seguridad bastante tonta. Nadie se movía de su sitio y se conversaba en forma de susurros. La noche en

Susiana, lejos de los villorrios y núcleos urbanos, parecía sacada del interior de un templo en sombras donde chisporroteara el fuego eterno. Esas llamaradas traídas por Prometeo, creadas por Gibil, mandadas por Mitra, eran poca cosa. Incitaban a la fantasía. Y emergiendo de un fantasioso ensueño, Ariyamna bosteza:

––Como antes de una emboscada, ¿verdad? ––dice algo traspuesto–– Me atrevería a sugerir que de estas tinieblas podrían brotar un par de macedonios si quisieran y clavarnos sus daguitas en el cuello. Pero es mejor no aventurar posibilidades. La gente se pone nerviosa, incluso ésos de ahí ––señala al grupo de soldados de la posta. Al punto ellos se revuelven, presos de un mal presentimiento. Ariyamna se coloca boca arriba, aprovechando la comodidad de su macuto––. Naturalmente, sabes a lo que me refiero.

Todos lo saben, no hay astro nocturno que brille más que esta afirmación. Pero también sabes que estamos en paz. Así que poco importan mis comentarios.

Anoushiravan escucha con la boca abierta.

––Me preguntas que de dónde vengo. Mira, yo te puedo decir a dónde voy. Es evidente que el lugar de origen interesa muy poco ahora. Yo no te pregunto por el tuyo porque sé que estás en camino hacia un punto en concreto, así que ya has tomado una decisión. Es mejor hablar de lo zanjado en esta época tan rara. Menos interrogaciones, tanto mejor. Lo que se necesitan son respuestas.

––¿Hacia donde vas, pues? ––inquiere Anoushiravan.

––Hacia mi enemigo.

––¿Y quién es? ––el bactriano abre aún más los ojos.

––Un tipo muy sabiondo, amigo de la familia.

––¿Qué tiene eso de malo? ––Anoush se siente capaz de arquear una ceja.

17 ––Oh, aparentemente nada. Es hacia la sabiduría de orgullo contra lo que voy.

––Seré bactriano, no imbécil. ¿Qué me estás contando?

––¿Necesitas que te lo explique? Mira, montañés, no sé quién dijo que la sabiduría jamás podía comunicarse, pero estaba en lo cierto. Hay una condición para el que se llama sabio y ésta es, sentirse limitado por el propio saber, que a fe mía le ha sido otorgado.

Cuando se piensa de otro modo, surge una falsa sabiduría que se contagia y se comunica.

Pero esto no es sabiduría. Es enfermedad. De la misma manera que un onagro muerto yace en el fondo de la charca y la llena de trastorno. De abajo hacia arriba, sin burbujas. Del saber a la sabiduría hay un salto infinito y eso lo intuyen muy bien los místicos del Indo.

Cultivan el saber de las formas más distintas porque esperan algún día llegar a una sabiduría propia y única. Si la tienen, la disfrutarán y la odiarán. Sí, a la vez. Porque no podrán comunicarla. Mientras, llegarán hasta diferentes sabios verdaderos diferentes sabidurías posiblemente verdaderas y al intentar ponerlas todas en orden surgirá el caos y el vituperio. Querrán pensar que sólo hay una, cuando en realidad tendrán muchas. No sabrán que hacer. Claro, vivirán en una especie de tenebrosidad parecida a la que nos rodea, con antorchas aquí y allá, mangos y porras.

Anoushiravan pestañea.

––¿Y eso cómo lo sabes?

––Lo he supuesto yo mismo. Es la única solución.

––¿Qué tiene eso que ver con tu enemigo?

––Mi enemigo, cabeza de camello ––dice Ariyamna golpeándole al bactriano justo en la frente––, es aquel que sin alcanzar la sabiduría, se cree sabio.

––De ésos hay muchos ––susurra el otro, como excusando tal acción.

––Pero yo sólo conozco a éste. Así que sólo puedo ir a por él.

18 La lógica aplastante del saber y de la sabiduría desestabiliza la pobre mente del bactriano y esto impide que duerma durante la noche. Esta se le presenta igual que un espejo donde imagina un sin fin de cosas. De repente, puede oír un grito. Un alarido que emerge de las entrañas de un corazón abierto al cielo. Escalofriante. Parece de mujer.

“Aquí, cualquier consigue estar expuesto a la muerte”, piensa Anoush, introduciendo su mentón en los pliegues del manto. Escucha más a fondo, alimentando el miedo de perder lo que posee, recuerdos y carne incluidos. Esta sensación no es otra que la vida misma puesta en peligro frente a la hostilidad. El grito se mantiene suspendido en el tiempo, a veces más agudo y otras más grave. ¿Una uxia, tal vez? “Si la guerra ha acabado no tiene sentido gritar, mujer”, planea decirle Anoushiravan en cuanto la vea aparecer bajo las luces de la hoguera. “Ea, vuelve a tu montaña y a tu parcela, mujer. Descender a las llanuras no te servirá de nada”, recuerda y se recuerda entre susurros.

Piensa el bactriano que nadie tiene derecho a interrumpir la calmosa situación del campamento. Poner un pie aquí dentro sería despreciable. Los hombres duermen sobre un suelo de guerra, humillado por caballos ajenos y con obligación, que no necesidad, de recuperarse. Todos son iguales. Su destino de víctimas los convierte en víctimas. Otro chillido. Esta vez suena algo más cerca y más visceral, procedente de esa mujer-animal que babea envuelta en la penumbra, temiendo enseñar sus pequeños y fieros dientes.

Anoushiravan casi la ve al otro lado de la cortina, tan imponente como la sombra de los

Zagros de más allá. Gana aprecio por su vida y enseña él también su barba, un símbolo de discordia entre él y Ella, proponiéndose matarla si Ella muerde. Ella, esa cosa, esa mujer o lobo hambriento, la serpiente que se encuentra en la espalda cuando uno no la mira directamente a los ojos. Se ha convertido en algo o alguien que merece la pena engullir para apartarla definitivamente de uno mismo.

19 Anoushiravan se retira de la luz, deja la convicción prometeica. Y lanzando un sonido inclasificable, se lanza en pos de una figura que ni ve ni oye ahora, pero que intuye justo enfrente. Lejos y cerca, quién sabe. Extiende los brazos mientras corre y vocifera en la lengua de sus padres, volviéndose él también un salvaje que no se preocupa por su existencia de salvaje. Qué más dará. La energía que desprende es suficiente para concebirse vivo. Eso le fortalece. No obstante, es algo escasa para la irrealidad que tiene todavía delante –y también desparramándose por los lados en este momento–, el cúmulo de todas las cosas que nunca se conocen pero que siempre se intuyen. “¡Ven aquí, mujer!”, aúlla empapado en un sudor de miedo y excitación: “¡Que si haces de las tinieblas tu casa, voy a llevarte el brillo de los picos de Bactria hasta tu cueva!”. De improviso, cae. Se estampa contra el suelo. Y donde cabría encontrar roca, los labios de Anoushiravan paladean la metálica consistencia de la sangre. Sangre y tierra, fertilizante y tierra. El montañés pestañea contrariado y tiene miedo. No ve nada, sólo chapotea entre sangre.

Desde atrás se oye el sonido de unas pisadas ágiles y rápidas que tiene como objetivo él, un bárbaro desbocado, transformado en las cortinas de lo desconocido.

––¡Tú, testa de camello! ––es Ariyamna con la pelambre descompuesta––. Vas a despertar a los uxios. ¿Qué gritas? ¿Por qué gritas? ¿Por qué corres?

––Mira toda esta sangre, Ariyamna ––balbucea el bactriano.

El persa se gira. No le hace caso. Sólo le estira del brazo, llevándole de vuelta al candor y a la luminiscencia del campamento, junto a la posta de la Calzada Real.

––¡Pero qué camello eres! ¡Camello, camello, camello! Ya te he dicho que estamos en paz, ¿no es cierto? La sangre en esta tierra sin guerra también se derrama en paz.

Al día siguiente, cuando Ahura Mazda trajo de nuevo la visión completa de las cosas y la llanura amarillenta parecía chorrear de alegría, Anoushiravan contempló el

20 espectáculo de la sangre y los dueños de ésta bajo la luz. Ninguno de los arameos se molestó en arrugar la nariz. Hay quien diría que estaban acostumbrados a todo en su profesión. El bactriano también calló. Todavía tenía en la boca parte de la historia de esa familia masacrada por quién sabe quién y eso le horrorizaba. Tardó tiempo en darse cuenta de sus ganas de vomitar y de que el cielo y la tierra estaban unidos en un mismo punto.

Acababa de lograr la enésima asimilación de la muerte. De una manera pronta y fea, aunque eficaz. Eso lo conducía de inmediato hasta su Zaratrusta particular, la imagen de un Lingunurta embalsamado en aceites y perfumes. Engalanado de azul, su piel algo más pálida. En Sippar debía dormir ahora, en los cobijos de un mundo mucho mejor que el presente. De ese conocimiento así de bello sólo pudo sentirse satisfecho y se giró hacia un

Ariyamna que parecía consternado.

––Bien me has visto esta noche hacer lo impensable ––le dijo, en tono profético.

––Yo no tengo derecho a reprocharte nada, Anoush. Hoy no eres una testa de camello, como ves. Hoy eres Anoushiravan. Todo lo que me quieras contar lo escucharé con apetito, porque soy persa y adoro las palabras. No hay mayor gracia que quien tiene sobre lo que proclamar ––hizo una pausa, pensativo––. Si no es orgulloso, lo escucharé.

––Primero tenemos que llegar a Susa. Tendrás que esperar nueve días.

––¡Preciosa ciudad de la primavera! Allí tengo a mi mujer.

––¿Cómo así?

––Y a mi hijo también.

––¿Y eso?

––Los dejé junto al servicio del sátrapa local. No quería que se introdujesen en las campañas, ni siquiera al lado del Iskander. Y mi hijo tiene edad para el servicio militar.

Mal asunto. Qué quieres, bactriano, prefiero que sea palafrenero a asesino. Cuidar a los caballos niseos en las altiplanicies de Media es deseable a verlos morir.

21 Anoushiravan no quiso beber del agua del Coaspes porque le pareció que ser soberano de uno mismo no era suficiente razón para paladear un río de reyes. Éste fluía junto a la ciudadela de Susa y aún más próximo a los suburbios. El montañés identificó la esencia de la ciudad como un yazata. Le explicó a Ariyamna su conocimiento sobre el corazón de las grandes urbes. “No te creas que no lo sabía”, le respondió muy contento el persa. “La urbe con el mayor daeva que existe se encuentra en Persepolis. Allí las llamas despertaron a Ahrimán con sus besos de fuego y humo. Y no te vayas a pensar que tal ultraje no sacudió a cada hombre persa. Lo hizo. Uno por uno, para recordarles que el mal orgulloso existe, haga quien lo haga. A mí todavía me corroe el rencor”, evocó Ariyamna, con cierta acritud en la voz. “Eso no es malo”, alegó Anoushiravan, de vuelta a su inocencia y aprobación. “No, desde luego. Y lo prefiero a la indiferencia”.

Cuando uno recuerda los sucesos pasados puede perderse y quedarse sin domar a la bestia del devenir. Pretende también otras criaturas que pudieron ser y lo lograron de esta guisa o de aquella. Quizás tampoco existieron ni llegarán a existir. Anoushiravan tenía tantas monstruosidades rondando su sombra como pueblos el mundo. Era ingenuo al considerarlas emancipadas, perdidas tal vez en un desierto. Al menos él se había encargado de conducirlas hasta los oasis más fabulosos, los que no se evaporan. A veces a los oasis llegan viajeros. A veces estos oasis tienen algún templo que motiva su visita, por simple curiosidad o verdadera exigencia. A veces, incluso, una comunidad de desconocidos se dedica a vivir de sus frutos y de las charcas, eximiéndose de las relaciones con el mundo. A ellos les marcha bien. Con la memoria pasa algo parecido pero a ella no le puede funcionar de ninguna de las maneras la libertad, porque es parte intensa del mundo y porque tiene miedo de dejar de pertenecer a éste. La memoria no es una asceta. Así que Anoushiravan se sentía emancipado pero sólo en parte, porque tenía dentro

22 de sí una convicción de hombre muy fuerte que le unía a su tierra antigua y por tanto, a sus recuerdos. Lo demás era lo monstruoso, aquello construido a lo largo de seis años. Fuera bonito o feo, lo cierto es que su mitad había estado bajo las exigencias del maestro llamado Lingunurta durante bastante tiempo y esa construcción estaba ahora en carne viva, un terreno abierto a otras cimentaciones. En el viaje Anoushiravan había recordado y recordaba y también quería cruzar lo inmediato, la laguna que era el doble nombre de

Lingunurta y Arshâma sobre él, una especie de obstáculo a salvar. El propio Nidintulugal le pidió muchas veces que contara su historia más lejana, suscitado por la curiosidad.

“Abrir la jaula al desierto, que se dice”, solía afirmar el hijo de Lingunurta . “Pues para eso nos juntamos todos, montañés. El mundo gira y gira; el mundo es mundo en movimiento. ¿Por qué pensar que lo nuestro será estático? Cuenta, cuenta. Así podré hacerme eco de lo cambiante que es el mundo para no olvidarme de ello ni por un instante”.

––No quisiera aburrirte ––empezó Anoushiravan, viéndose reflejado en la hoguera del centro de la posada, durante la noche de la llegada a Susa. Ariyamna iba a postergar al amanecer la visita a su familia, ya que no había otra hora más sagrada para el imaginario persa. Lo rosa de la alborada se difuminaría en la altiplanicie susiana; ésta se hincharía hacia arriba e iniciaría sus respiraciones. Eso pensaba el compañero de viaje y porque estaba cansado, enseguida interrumpió:

––Pues no lo hagas. Empieza alto y claro, por lo que más quieras.

––Hace seis años creía que no existía mucho más aparte de las ovejas, los huevos y las tiendas que levantaba mi familia por aquí y por allá. El cielo que rodea las montañas del Hindu Kush es mucho más intenso que el de Babilonia y sus alrededores. Más salvaje.

Nos gustaba movernos de sitio y a las ovejas también, porque ese cielo en concreto puede

23 ser visto desde muchos terrenos. Eso nos apaciguaba después de una dura jornada en los montes.

––Puedo imaginarlo, de verdad que sí ––musitó Ariyamna.

––Vivíamos en torno a Kumduz. Éramos tres hermanos y cuatro hermanas. Todos nos bañábamos en el río Oxo en primavera y en verano y en invierno lo mirábamos con envidia, porque nunca se congelaba. Una vida fácil pero por aquel entonces yo no sabía que podía haber otra. O granjero o apedreador. Todo es muy evidente allá, ya lo ves. Es enormemente sencillo, cierto. Cuando empezamos a oír de las grandes guerras contra

Iskander o Sikander, que así le llamaba la gente de más al sur, no supimos dónde meternos ni qué hacer. Verás, era imposible pensar en un desconocido. ¿Sabes? Impensable. Ni siquiera se podía concebir por los padres de familia ni por los padres de éstos; no, no, resultaba incoherente, había algo de mentira en todo ello. El sátrapa Beso no estaba para aclarar nuestra confusión. Nos arrancó algunos de nuestros apedreadores y jinetes, al azar y se los llevó consigo. Se marchó, allá a lo lejos, con Dârayavaush, y nos abandonó como se renuncia a algo sin dolor. O a lo mejor lloró, quién soy yo para intuirlo. Si nosotros

éramos libres no lo sabíamos tampoco porque mis vecinos nunca advirtieron la necesidad de sentir que eran libres. Simplemente nos llegó una confirmación y, después, una ausencia. ¿Me explico? ––“Igual que un babilonio, sí”, bostezó Ariyamna. Anoush prosiguió, más imbuido en su propia historia––. No tardó mucho en regresar, convertido en rey. Se hacía llamar Artaxshasa pero para entonces su carisma, que es muy importante en mi tierra, había desaparecido o cambiado por otra que no cautivaba a los varones. Para mi padre, el hombre gobernante que vivió en Bactria se había evaporado. “Fíjate que éste viene a imponerse como rey y nosotros le aceptamos hace tiempo como sátrapa, que es algo bien distinto”, me decía, mientras hacía quesos.

24 »“¿Tú crees, padre?”, preguntaba yo con mis catorce años, “¿no crees que tiene la misma barba?”. “¿Cómo si no te explicas, hijo, que nos vaya a traer al conquistador que le persigue?”. Aquella palabra, aquel sonido, fue de inmediato una condena que nosotros mismos nos colocamos sobre las espaldas. La empezaron a guiar las montañas solas por el norte y por el oeste. No porque sonaran los tambores de batalla en Partia o Aria sino más bien porque en la voluntad de cada bactriano la palabra era en sí ostentosa y nunca nuestra. Y nos dolía sin haberla saboreado y sin saber qué era, al igual que uno se encuentra predispuesto a ver las cosas que son bellas o las que le dan asco. La gente gritaba y se impacientaba. “Por mi tierra, por mi tierra haré lo que sea”, decían. Y claro, yo les creía. No sabían de lo que hablaban, ahora me doy cuenta. Las lágrimas de las mujeres también eran creíbles. Temían por los hijos que aún no tenían pero que bajo el conquistador se echarían a perder. Esa realidad que era el Iskander, ese hombre, el conquistador, para nosotros no tenía cuerpo ni rostro. Y el hecho de ponerle uno por necesidad, y por obstinación, nos convirtió en bárbaros.

Así estaba ocurriendo. En aquella porción de posada y entre los dos hombres, se daba todo un mundo. Anoushiravan estaba pintando el Hindu Kush delante de sus narices, con más roca que nieve y más profundidad que altura. Anoush narraba la impredecible consistencia de su juventud. Mientras, ese mismo Hindu Kush surgía algo inalcanzable en toda su historia y refulgía interesado en el desenlace de la historia. Anoush relató a

Ariyamna los desasosiegos de una serpiente que, confundida, se muerde la cola una y otra vez. Así habían actuado los montañeses con la llegada del conquistador, poco tiempo después de iniciar sus locuras. Para entonces Anoushiravan ya se notaba muy ajeno.

Miraba el río Oxo y sentía pena. Miraba a su padre y también la sentía. No sabía de qué pero ahí estaba esa impresión, emergiendo de forma intestina. Pena y miedo de algo que era y no suyo, que le dolía y no perder. No tenía intención ni ganas de demostrarse

25 cauteloso con la tierra que pisaba, ni aunque se le antojara demasiado frágil bajo las sandalias. También oía los corazones de la ciudad de Bactra; no uno, sino varios, compitiendo los unos con los otros por sostener toda la fuerza de la humanidad que perdía el control en sus calles.

El sonido era tan grave que parecía a todas horas morir. La gente de la superficie se había convertido en hueso ruidoso, con ojos moviéndose hacia los lados dentro de las cuencas. Una expresión muy tardía de la vida, quizás con sorpresa. Algunos se pelearon al principio con el Iskander pero la mayoría simplemente retrocedió ante ese conquistador, la maldición que se habían creado sobre la efigie de un hombre tan pequeño. Lo tuvieron enfrente y después, continuaron en su ciclo sin saber muy bien qué decir.

Se centraron en los camellos, onagros y vasijas. De ahí la fama de los bactrianos de hablar poco y mal, confirmada por los viajeros que viajan deprisa. A Anoushiravan su propia tierra se le iba convirtiendo en algo realmente increíble, en un ensayo sobre la escasa voluntad de los hombres. Sentía cómo ella se envilecía en una enfermedad que habían creado los yazatas y daevas a la vez; mientras unos obraban, los otros, por silencio, consentían. Mediante el consentimiento, las cumbres del Hindu Kush habían mutado de color. Seguían siendo celestes, pero su génesis venía directamente de Iskander y empezaban con él una nueva vida.

––Y yo nunca sentí verdadera necesidad de ver su rostro y comprobar si era como mi viejo padre me había incitado a creer ––remató Anoushiravan meneando la cabeza––.

Jamás, jamás. Nunca he mirado el rostro de Iskander. El resto de la historia ya la intuyes.

––Tampoco me apetece conocerla––rehusó Ariyamna con un último bostezo.

––¿Qué me dices?

––Que veo que estás aquí y que te oigo. Eso es lo único que importa, montañés.

Mira, yo a los plañideros les digo que todo es efímero. Las lágrimas y hasta el atacante.

26 ––¡Yo no soy plañidero!

––No, no, claro que no. Tú sólo te quejas. La caída de un hombre, ya sabes.

––¿Qué pudo ser si no?

––Un simple momento. La cabezonería o miseria del muchacho. Un mito que sucumbe. Otro que se levanta... Vete a saber; son muchas cosas.

––¡Yo no era mísero!

––Te advierto que ya no eres Anoushiravan ––le dijo Ariyamna, enmarcando una ceja y echándose hacia atrás. Levantó un dedo y eso le dio un matiz de maestro distinto––.

Te llamaría camello pero la luz de esta hoguera te revela como hombre que cuida y arregla su barba. Yo no soy alguien paciente y tú te has convertido otra vez en un salvaje. Ahura

Mazda no quiera que acabemos mal. Ea, vámonos a dormir.

Ariyamna era el hombre de las respuestas, pues. Tuvo la suya propia al día siguiente, recién despertado y cantarín, sin presagiar nada de la tormenta. Ésta fue muy silenciosa y Anoushiravan tuvo que ponerle la música él solo en forma de palmaditas en la espalda. La mujer de Ariyamna era de extraordinaria belleza, como la mayoría de las persas. Lloraba tirada en un rincón al poco de entrar él. Su hijo se había marchado con el sabio, el amigo de la familia. El crujido de Ariyamna se asemejó al borbotear de una piedra. “Vaya”, musitó. Permaneció de pie y junto al muro de adobe. Empezaba a ser patético. Ella intentó después apretar contra sus pechos el cadáver de su marido, pero

Anoushiravan no lo tenía tan claro. Llegaba hasta él la misma medicina del mentor y sin pedir permiso, arrancó a Ariyamna de la mujer y se lo llevó consigo a trompicones.

La cadena de sucesos que se sigue es la siguiente, en este día de caídas. Anoush planta un cuarto de dárico en la única posada decente de Susa y sienta a Ariyamna en una silla.

27 ––¿Pretendes emborracharme, montañés? ––inquiere éste.

––Eso mismo. Bebe, anda bebe. Bebe y calla.

Lo dice como si fuera la excusa más formidable del universo. “Bebe y calla”, indica, “bebe y ten paciencia”. Pero al persa se le antoja válida y arremete contra el vino, este ponzoñoso vino que aprieta y rasca la garganta hasta la extenuación. Se pierden las horas dentro de la bebida al no haber nadie que las cuente. Anoushiravan también se ve incitado a consumir el néctar hecho por Siduri, alegre diosa babilónica. Y sucumbe y se mete en las pieles de otro hombre. Y le gusta durante un tiempo. Y entiende a duras penas lo que su colega Ariyamna le cuenta con ojos vidriosos; más bien se ríe, no sabe si ante la desgracia o ante la victoria de alguien, del mundo o de si mismo.

“Amigo mío, amigo mío, ¿estás ahí?”, pregunta de cuando en cuando Ariyamna, tirado sobre el suelo de una plaza. “Aquí, aquí, Ariyamna. No temas”, le responde

Anoushiravan, al otro lado del circulo. De pronto parece hacerse de día y Ariyamna se lamenta del calor y busca la sombra corriendo, y entonces vuelve a ser de noche. Ellos se quedan encerrados en los recovecos que huelen a sándalo. Unas mujeres los engañan y los meten en sus lechos. Anoush también les engaña y les dice que viene y que es de

Babilonia, la ramera del mundo, tan hermosa y tan abierta como ellas. Se ríen todos, con el inconfundible aroma del negocio. Anoushiravan se ve a sí mismo besar los labios de su compañero después, repetidas veces al solicitarlo el otro, en un gesto desprovisto de pasión. Los nobles también besan al rey. El bactriano deposita toda la confianza de su debilidad en el faraón de Ahura Mazda, sin caer en la heterodoxia del gesto. “Más vino”, grita a veces, cuando Ariyamna amenaza con dormirse, “más vino para mi colega, que ha perdido a su hijo”. El corazón de la ciudad de Susa anima a los dos hombres en su ascenso paulatino. “Amigo, amigo mío. ¿Estás ahí?”, ruega Ariyamna al borde del vómito. “¿No

28 ves que sí, estúpido borracho?”, le responde y pregunta el otro. “Dame la mano, Anoush, porque creo que me estoy muriendo”.

Al tercer día, Ariyamna y Anoush están más cerca de ser naturaleza que de ser hombres. Han alcanzado el nivel de entendimiento más absurdo y más puro y ya es imposible imaginarse peor, o ni siquiera imaginarse. La cabeza trabaja lenta y los ojos casi ni asoman, en esa confirmación de soledad que acompaña un amanecer en Susiana al borde de las escaleras. Ariyamna bosteza, volviendo poco a poco en sí y reparando en el bulto que dormita a su lado, un escalón por debajo. Sacude el hombro de ese bactriano, porque se siente ajeno a él y porque necesita declararle una cosa:

––Óyeme, Anoush. Es hora de que te vayas.

––¿Qué dices, amigo? ––pregunta Anoushiravan en medio de un pestañeo.

––Que tienes que marcharte ––el montañés no parece entender––. Mira, me has servido en mi propósito. Ayudado, que se suele decir. Me tocaba caer y tú me has hecho caer. Sabes a lo que me refiero y si no lo sabes, lo entenderás tarde o temprano. Pero yo no puedo llevarte conmigo en mi viaje, que empieza hoy, esta misma hora, enseguida. No te pido ni quiero que vengas. Sinceramente, prefiero ir sólo. Es mi experimento.

Y se levanta, con una parsimonia que no admite súplicas. Anoushiravan comprende que no le servirán absolutamente para nada y bufa, como un gato. Ha perdido la completa noción de lo que estaba buscando en este hombre y en su camino en general.

Si se siente desamparado es algo que sólo podría saber otro bactriano.

––Ten cuidado con la guerra, eso sí. Recuerda que aquí todo va en paz.

––¿Ése es tu consejo?

––Y también mi advertencia ––sentencia el persa.

––Resultas ser un maestro de lo más inútil, entonces.

29 ––Jamás pensé que tú te consideraras mi oyente, Anoushiravan.

––Ea, es cierto. Tú no tenías paciencia.

Y diciendo esto Anoushiravan se da la vuelta. Un leve tintineo a su espalda le hace volver el cuello. Ariyamna también se va, hacia nadie sabe dónde. Su pelambrera se desparrama por los hombros y desaparece detrás de una esquina. Entonces el bactriano puede sentirse solo a sus anchas y descubrir que Susa está desierta. No importa la hora que sea; los adornos de esta ciudad se han fundido en un gris intemporal y la única nariz que se mueve es la de Anoush. De cuando en cuando ve sombras pulular, por una calle u otra.

Pero no son más que ojos y bocas de quienes no conoce, quizás animales, quizás hombres.

Nota ligeras sacudidas bajo sus pies, como si las tormentas nacieran desde abajo hacia arriba. Eso es todo, ni una sensación más.

La mañana trae convulsiones. Él se deja arrullar por ellas, ya que le vuelven a recordar lo vivo que se siente, doblegado ante un poder de aniquilación que no comprende.

Piensa en Ariyamna un rato, mientras franquea las murallas y asciende por una lenta colina detrás un sol que no es sol, sino un tibio compañero. Hace el viaje a pie y con unas sandalias muy maltrechas, vigilando por si se tropieza con algún cántaro o vasija que lo devuelva a otro estado de confianza. Así asciende y asciende y no oye nada ni sueña nada.

Tampoco se preocupa de su aspecto. Es un hombre de larga barba, ojos profundos y unos harapos muy bien cosidos que se bambolean sin consumir su figura musculosa. En verdad parece que se ha perdido, alejado de Bactria y echa de menos tener una piedra en la mano y otro cielo sobre su cabeza.

En éstas topa con un bulto en el suelo, que se despereza y se hace más grande, creciendo por momentos. Es un conquistador; al menos, uno de tantos. Un hijo, compañero, familiar o esclavo del Iskander. Ahí lo tenemos, bostezando y estirando los dedos de los pies. Anoushiravan no puede creer que éste sea un hombre de verdad, como

30 Ariyamna o los hijos de Lingunurta. Es rubio pero tiene en su semblante un aire de raza diferente, a juego con sus ojos, dos enormes bolas de color turquesa. Las abre y pestañea.

Después dice: “Oh, muy agradeci-i-i-do, de verdad”. Y luego echa a correr todavía más arriba, por la falda de los Zagros en un estado de convicción tan tremendo que

Anoushiravan no resiste la tentación de seguirle. Él mismo empieza a mover las piernas muy deprisa. Como si tuviera un collar de hierro en el pecho, sus movimientos son lentos y le cuesta seguir el ritmo.

El conquistador se para de golpe y procura recobrar la respiración. Se gira hacia

Anoushiravan, hablando un persa chapucero y exótico. “¿Vienes de Susa?”, pregunta. El montañés asiente, entre sudores y sensaciones de hambre y sed. “Oh, muy agradeci-i-i-das sus gentes, ¿verdad? Son tan silenciosas que por eso me habré quedado dormido”. Anoush quiere saber si es un hijo de Iskander, si viene de Macedonia. “Oh, podría ser su hermano muy fácilmente. Pero no, no. Ahora me esperan arriba, ¿entiendes?”, dice mientras señala hacia lo alto. “Ahora soy uno de ellos”. ¿De quienes? “Ésos hombres de la monta-a-a-ña.

Qué bien, qué bien. Los cautivé y ellos a mí”, insinúa con un codazo y un bizqueo de ojos bastante soso. Anoush le pregunta si eso es seguro. “Oh, muy a menudo. Bueno, la mayoría de las veces lo es. Pero otras me abandonan ahí, en medio de la nada y ale, arriba de nuevo. No hay que fiarse de ellos, en rea-a-a-lidad”, explica este hijo de conquistadores. ¿Y eso? “Bueno, el otro día enterraron a dos de los suyos entre las rocas y el suelo. Vivitos y coleando. Luego ya no tanto”. “¡Por Marduk! ¿Qué habían hecho?”, pregunta muy alarmado el bactriano, casi con dos gritos. “Creo que querían bajar hacia abajo. ¡Qué bien! ¡Qué bien! ¡Y yo quiero subir hacia arri-i-i-ba!”. Anoushiravan lo ve tan inclinado y tan espontáneo hacia estas verdades que es incapaz de decirle nada más. No se ve tentado esta vez de seguirle hacia ese espacio ilimitado, recortado contra las nubes y

31 lleno de recovecos que son los Zagros. Le deja seguir y él vuelve a descender, satisfecho al menos de que ningún pueblo le castigue por hacerlo.

Muchas preguntas llegan a su cabeza y se pierden, chorreantes, sobre las cejas.

Esto es porque recuerda las frases de Ariyamna más de lo que quisiera. Las va a convertir en máximas lógicas para todos y dichas por los dioses. Así no pensará en su antiguo compañero y se creerá más divino. No importan las interrogaciones en los tiempos absurdos, pues, si existen a su vez las respuestas al alcance de nuestra mano. En el caso de que no existan, es conveniente no preguntarse nada y seguir andando. Época extraña, ciertamente, llena de trampas. Hay que invertir tiempo en esquivar los engaños y los momentos de que dispone el hombre para sí mismo son relativamente pocos, así que el tiempo de las preguntas no puede existir por las propias fuerzas de la naturaleza. Muchas de las respuestas deben estar ahí afuera, prestas a descubrirse por propia inercia o esquivando estas trampas. Quizás cayendo en ellas. “Lo que parece claro es que mientras uno se hace preguntas, pierde una parte importante del día”, se recuerda Anoushiravan mientras se mesa la barba. “Podría cuestionarme incluso que existan cuestiones pero esto no lo voy a hacer, porque me volveré loco y no conozco la locura ni quiero conocerla”.

Anoushiravan tiene la intención de dejar atrás la cadena de montañas. Se intuye invadido por una fuerza superior. En pocos días ha sentido los daevas muy cerca de sí.

Son unos demonios a los que hay que resistir, dado que derrotarlos es una tarea sobrenatural, inaccesible a algo tan pequeño como el bactriano. Si uno los resiste, los resiste pero no es bueno tampoco, porque cuando uno se resiste, su condición de navegante se ve zozobrada y las ansias, esos apetitos de más y de mejor, van desapareciendo. Empieza luego a primar el espíritu de supervivencia, que se cierra en las fronteras de la persona y de nada más. Anoush arruga la cara, pareciéndose extraordinariamente a un perdido con ganas de cambiar. Se acerca a un hombrecito al azar,

32 asegurándose primero de que no es un espejismo. Estrecha la mano de este prodigio de barba y suciedad, tirado en la llanura sobre unos sacos. Unido a esto viene una remembranza de algo del pasado, quizás su tierra o las campañas del Iskander, de las cuales Anoush sólo conoció la faceta de los campamentos y de las marchas.

––Disculpa, disculpa. ¿Me podrías decir qué dirección sigo? ––le pregunta, buscando una respuesta fuera de sí. Este susiano persa también parece un sobreviviente.

––Supongo que hacia Babilonia.

––¿Y qué me dejo en la espalda?

––Supongo que si vas hacia Babilonia, pues Persepolis.

––¿Y si miro hacia la derecha?

––Pues es obvio que los Zagros.

––¿Y si miro hacia la izquierda?

––Creo que te encontrarás con el mar de los árabes.

Anoush reflexiona, satisfecho de sus pesquisas. Una maravilla de conocimiento lo invade, previo a un éxtasis entre las hojas del bosque que esconde unas ruinas.

––¿Y tú hacia dónde me recomiendas que vaya? ––la piel del viejo se mueve arriba y abajo, como si supiera qué debe responder. En su inocencia se encoge de hombros.

––Babilonia es bonita ––dice sin más.

––Con eso es suficiente. A mí también me lo parece.

Los que le trajeron de vuelta no eran arameos, sino persas y lo recibieron con una sonrisa de oreja a oreja, bastante creíbles todos ellos. Se compadecieron de un pobre huérfano de guerra y quisieron llevarlo sin cobrarle nada. Pero Anoush se negó. En sus manos puso las últimas piezas de metal que le quedaban y dejó colgando sus dos piernas al otro lado del carro, viendo desaparecer los daevas de sus primeras desgracias sin

33 Lingunurta. Los pies flotaban y se mecían y acompasado por aquel ritmo, se durmió una infinidad de veces. Los comerciantes le dieron higos secos para comer. Anoushiravan también se mostró reacio, porque esa era comida de reyes. “Quita, quita, y come. Que ahora no hay rey”, le respondió muy ufano uno de los individuos. Parecía capaz de matar por esos higos y todos los de Persia, como si quisiera informar de que si los higos no eran de Dârayavaush, ya muerto, no lo eran de nadie. Al menos, de nadie que pretendiera ser considerado como rey. Estos persas tenían collares de cobre, a lo sumo con remates de plata, pero no de oro. Así que podían reventar de higos si querían. Con ellos el viaje se hizo mucho más corto y los lugares recorridos se le antojaron a Anoushiravan más espaciosos que la última vez.

El Tigris se había expandido sobre sí mismo, fecundándose, y el color marrón de los caminos era más marrón y luego más verde conforme la humedad de Babilonia borboteaba en el Éufrates. Sería imposible describir la sensación que emergió del estómago del bactriano en aquel acercamiento a la bestia de la ciudad. Usurpadora o no, seguía atractiva en su encanto. Y aunque alguna sacudida de agotamiento cruzó su cabeza de montañés durante un instante, él penetró por la puerta de Marduk con alegría. Le bastó abrir las aletas de su nariz, mezclarse en la intimidad colectiva, para saber que saldría de la ciudad con igual rapidez con la que entraba. Pero la respuesta recogida del viejo de los sacos tenía su doble verdad, aprovechable durante una semana: Babilonia era bonita y por necesidad debía volver a ella.

Fue hasta el distrito de Kassiri, más allá de los mercados de animales, en busca de su familia. A los hermanos Ekurzakir y Suusaandar se los encontró en el patio central, jugando a un extraño juego de piedras rojas y negras. El que salió corriendo de la puerta grande fue Nidintulugal. No se sabe si por el olor que destilaba el bactriano o porque un yazata había anunciado su llegada pero el caso es que no pareció mostrarse sorprendido.

34 ––¡Ay, bactriano! Eres único.

Había algo gentil en el tono de su voz y Anoush se sintió como adorado.

––No puedo solo ––se limitó a decir el montañés, intentando imprimir el peso de la realidad vivida en aquellas tres palabras. No existían otras para definirse. Eran en sí mismas una respuesta, la respuesta, que había descubierto tras los engaños.

––Mira, bactriano. Eso lo sabía yo desde el primer momento en que te vi marchar por esa puertecita ––la sonrisa blanca de Nidintu escondía una comprensión parecida a la de Lingunurta, aunque no fuera la misma––. Si sales de Babilonia sin procurarte un buen desayuno, todas las comidas y cenas serán así de malas. ¿Entiendes lo que te digo? Ven aquí y come algo, hazme el favor.

Así Anoushiravan volvió al mismo punto y no, porque lo miraba con otros ojos.

Ojos quizás no del sabio que sabe, sino del sabio que intuye, al engullir todos sus conocimientos de la calle. Esa noción proveniente de la calle era zafia pero no hacía falta pulimentarla, porque en sí misma era perfecta a pesar de sus defectos. Anoush había perdido la oportunidad de observar el Mitrakán y no le importaba o más mínimo. Tenía ante sí la noción de que el mundo estaba difícilmente unido –existían unos Zagros y existían unos uxios y existía muy probablemente un Iskander–; tenía que unirse él, bactriano o persa, por sí sólo y no perder el tiempo. Era el último modo, le parecía, de alcanzar una coherencia interna consigo mismo y con el mundo. En estos términos se lo haría saber a Nidintu cuando volvieran a pasear por los jardines colgantes. Pero de momento, el sonido del aceite pudo más que su viaje y entró en la casa, fortaleciéndose con el aroma del hogar conocido.

35

Amestris

––Lo que me preguntas sucedió en Maracanda. Fue poco después de conocer a tu padre y comenzar a seguirle. Yo estaba acurrucado al lado de una hoguera y él no pareció verme. Tenía unos ojos muy fieros y el rostro de una rata, pero en el fondo todo el regimiento conocía de su debilidad. No era humilde y apenas sabíamos algo de él. Nunca quiso contar nada ni tampoco le preguntamos porque no difundía de sí más que una sombra de lo que era. Y allí preferíamos la luz. Cuando se está cerca de los escitas cualquiera prefiere la luz, no es nada nuevo. Sin embargo, era bueno en lo que hacía. El tipo aquel, sí. Incluso en el silencio. Se inclinó sobre tu padre y le tocó en el hombro.

Tengo la impresión de que hablaron demasiado alto. “Tú, Arshâma. No duermas ni sueñes.

Se supone que estamos aquí para hacer la guerra. Pero esto no es guerra, sino un laberinto entre las rocas. ¿Qué es eso de que nos quiere mandar al otro lado del río? ¿Se supone que he de morir por él?”. Su aliento apestaba a vino, de verdad. Al griego de viaje, al malo.

“Calla, Kamal. Es desagradable oírte a mi espalda”, dijo tu padre. “Desagradable dice...

Nos partirán la poca dignidad que nos queda. Fíjate que no estamos para recibir órdenes de nadie”. “Tampoco yo voy a recibir las tuyas. Déjame dormir, Kamal”, volvió a decir tu padre. “Muy mal, muy mal... Quieres poco a tu tierra”, sentenció aquel hombre. Yo me dormí después.

36 »Al día siguiente había batalla al otro lado del Jaxartes, contra los escitas. No puedes ni imaginarlo; no, es cierto que no puedes. Los gritos son de otro mundo y la tintura del río se vuelve salada, espumosa, roja. Las flechas silban y uno llora. Se agazapa tras una colina y no ve nada. Yo así me creía más seguro, pero eso no me impedía oír los desastres humanos de abajo, en todo su esplendor. “Por Ahura Mazda”, pensaba, “flechas que traspasan la roca. Están tirando flechas que traspasan la roca”. Aquello era increíble.

Silbaban y estallaban en astillas, dentro de los ojos y a través de la carne. Aparecían montados a caballo, de dos en dos, con una sonrisa que parecía insinuar lo mucho que eso les divertía. No sé si tendrían algo que perder. Puede que la vida les pareciera poco.

Luchaban por orgullo, más bien, y no entendían de palabras. Supongo que serían nobles, en el fondo, y eso lo supongo porque tu padre no habló mal de ellos en ningún momento.

Creo ahora que sentía una antipatía inconmensurable al estar allí, fuese el enemigo que fuese, comiese la porquería que comiese. ¿Entiendes? Mal consigo mismo. Podía haberse quedado en Babilonia de haberlo pedido. Pero no quiso; fue la llamada del deber. Y claro, la actitud de Kamal lo enemistaba todavía más con respecto al sentido de las cosas. Pero tu padre no podía ser como Kamal porque Kamal estaba vacío y sólo atesoraba odio.

»Con esas pupilas de solitario te gritaba “¡Aparta!”, y tan contentos. Decían que eran amarillas y yo pude corroborarlo. Resultaba difícil. No solía hablar a los hombres a la cara, ni siquiera a los que eran más pequeños en estatura y dignidad que él. Era curioso, muy curioso, ¿sabes? Jamás miró a tu padre a los ojos. Le oías susurrar: “Yo... Parto bocas... Con cuidado, sí; no se atreve nadie... Se arreglan las cosas, muy bien”, pero ya está. Dormía con su propia boca cerrada, como un muerto. Y te digo, no hablaba mucho.

Lo justo y necesario. Con ello demostraba que era más bien idiota, aunque se moviera en silencio. Los únicos que lo respetaban eran algunos sogdianos, pero de los persas ni hablar.

37 »Fueron ellos quienes acabaron castigándolo. Antes de ello ya había amenazado a tu padre y me parece que por envidia. Estar con los sogdianos era estar solo, porque éstos pueden respetar pero no siguen a extranjeros, si no es bajo obligación. Kamal no obligaba.

Era capaz de amedrentar sin previo aviso, al conocerle. Incluso a mí, que seguía siendo un montañés y había visto muchos hombres feroces. Luego uno descubría que la fuerza se le evaporaba a gruñido suelto. “Oh, muy bien... A palazos, yo voy a palazos. Aquí nadie toma buenas decisiones... Palurdos todos”, balbuceó entre las sombras una noche. Un amigo de tu padre dijo: “Ven a la luz, querido Kamal, y cuéntamelo a la cara”. Kamal fue.

Pero Kamal tenía la extraña manía de mirar hacia la derecha. ¿Miedo, fanfarronería? Vete a saber. Yo empiezo a pensar que la naturaleza le había hecho así: salvaje en la mirada, cordero en la vida. No pudo vencer la presión de todos los hermosos ojos que le acechaban. Por Marduk, qué ojos tan profundos tenían tu padre y sus amigos. Los recuerdo titilando entre las llamas. Sensuales, propios de otro mundo, con algo de barbarie en ellos, ese deje masculino. Virilidad y fuerza.

»Kamal se fue y se adentró en la espesura, musitando entre dientes algo parecido a esto: “Sí... Kamal nunca obedece del todo... ¿Para qué? Palurdos todos”. No me preguntes qué fue lo que me empujó a seguirle. Me parecía atrayente su incoherencia, como si sacara de ella convicciones para mi próxima vida. Él en sí era pura lección. La sombra lo hacía empequeñecer a pesar de que él fuera más moreno que la sombra. Caminando solo se volvió más menguado y quizás más joven, dejando de hinchar el pecho. Se convirtió en alimaña. Y luego en víctima, lo tuve claro. En un recodo se golpeó la frente con una piedra tres veces y chilló de gusto. No fue extraño, sino lógico. Necesitaba sentirse vivo, después de todo, porque no existía nada en su mundo que le hiciera sentirse como tal.

»La vida era dura allí. Yo por mi parte puedo decir que no abrigaba especial lástima por mi tierra. La gente se revelaba; yo no tenía necesidad de eso porque estaba

38 junto a tu padre. “¡Y qué!...”, decían, “¡qué más dará si yo desaparezco por la noche si el

Iskander no se da cuenta!”. Pero el Iskander se enteraba de todo, ése era el problema.

Tenía dominados a quienes le seguían con un aura de divinidad muy difícil de explicar y de tratar; el campamento era la única forma de sentirse a salvo del mundo. De mi propio mundo y del de todos. Allí no se combatía y la nieve se derretía bajo las hogueras; no se salía a luchar y no se moría a manos enemigas. Era seguro. Iskander había creado eso y aquel que se marchaba de los campamentos podía acabar cadáver de múltiples y horribles formas, que era mejor no imaginar detrás de las montañas. Lo que tú llamas valor, allí era desgana. La gente se volvía arisca pero también ansiosa por algo en especial, algo que no se encontraba y que molestaba cuando se hallaba, porque no era lo que uno esperó nunca ni por asomo. Las relaciones entre hombres de diferentes procedencias eran simplonas, casi exasperantes, y los griegos sólo protegían a los griegos; y los persas sólo a los persas.

Lo mismo con los bactrianos e incluso con los sogdianos. Te lo aseguro, parecíamos un regimiento de animales.

»Todo cambió cuando se informó al ejército de que avanzaríamos hacia la India.

Para Kamal fueron más que buenas noticias y se empecinó en demostrarlo, dejando claro que había sobrevivido y que con ello era más fuerte. Los soldados se volvieron de tonos más claros, casi dorados; los eunucos y yo retornamos a nuestra voz de niños y las mujeres empezaron a quedarse embarazadas. Había en aquello un matiz de irrealidad, porque yo conocía historias de la India y éstas no eran en absoluto dulces ni caprichosas. Pero si algunos lo sabían, callaban para evitar romper la esperanza del resto. En ese sentido era la comunión de los hombres, fíjate. Unos dando ilusión a otros y sin aconsejarles que se prepararan para los insectos, las larvas y los indios. Era completamente inútil ese tipo de comunidad. Nadie dijo nada así que yo también callé.

39 »En la India, Kamal arremetió todavía más contra tu padre. Creo que estaba esperando el momento de que Lingunurta se lanzara a su cuello y así tener la excusa perfecta para matar a alguien por primera vez. O quizás para morir, quién sabe. El juego de Kamal era estúpido, lógico y provechoso. Todo a la vez. Pero tu padre nunca le dio esa satisfacción y muy probablemente lo hizo porque para él, Kamal hacía semanas que no existía. Era como si Kamal fuera un desconocido a cada instante y como si Lingunurta no tuviera deseos de conocer a ese forastero cada día. “Arshâma, Arshâma... ¿Sigue siendo

ésta tu guerra?”, preguntaba a las espaldas de tu padre. Provocaba de una manera muy fea, sin elegancia. “Arshâma, Arshâma”, jamás se cansaba de llamarlo así por aquel entonces.

“¿Te consideras más sabio que yo, Arshâma? Tal vez debiéramos volver a Babilonia alejados de todo esto y demostrarlo. A palazo suelto, ya sabes”. Este Arshâma que era tu padre me arropaba a la caída del sol y me alejaba del fuego, donde se levantaban las montañas de mosquitos. Me susurraba: “No lo escuches, porque no sabe lo que dice”. “¿Y si lo supiera?”, preguntaba yo, ajeno a mi inocencia. “Entonces, querido Anoushiravan, el mundo sería diferente”.

»La noche del castigo de Kamal hacía un calor aborrecible como jamás he conocido, ni siquiera en Mesopotamia. Allí empezó a ser factible la locura. Era una noche hedionda y muchos murieron de la enfermedad que traían las serpientes negras escondidas entre el fango y las hojas. Los daevas nos acechaban, un cúmulo de rugidos a través de la tempestad. Nosotros éramos muy poca cosa. La India y el Indo eran más y nos superaban.

Mientras, Kamal se reía. Todo el mundo permanecía en silencio bajo las hojas y él se reía.

¿Te lo puedes creer? Aquel hombre debía de tener incluso más miedo que yo y chapoteaba en el barro muy tranquilo. “Ea, ea, cómo sois”, canturreaba. “¡Esto es una maravilla!”. En esas circunstancias no me pareció alguien lógico porque en esas circunstancias creo que cualquier soldado prefería una llanura atestada de escitas y de sacas. De ellos sabíamos sus

40 métodos de proceder y la manera de tensar los arcos. De esta naturaleza no conocíamos nada, nos era ajena. Extraña y fea a la noche. Kamal había entregado pues su esencia de hombre a Ahrimán y ahora era una bestia inmaculada que desafiaba fuerzas superiores.

»A medianoche la lluvia cesó durante lo que a mí me pareció una eternidad.

Aunque resultaron ser unos momentos, no estoy seguro. Sucedió todo rápido y a la vez lento, de forma que lo recuerdo bastante nítido. No llovía pero los huesos los teníamos húmedos hasta el fondo y moverse resultaba casi asqueroso. Kamal se acercó por detrás y le puso una daga en el cuello a tu padre, cuando todavía estábamos recostados en la tienda.

Sin previo aviso, claro, a la aventura del matar. “¿Qué te parece, qué te parece,

Arshâma?”, susurró el tipo con diversión. “Me parecería mal si fuera cierto; pero puesto que no lo es, no me parece nada en absoluto”, respondió tu padre en una tranquilidad infinita. “Yo parto bocas... Eso te debe parecer poco, ¿no? Pues fíjate que soy dueño de mí mismo y si me he ordenado usar el arma, la usaré”. Yo para entonces estaba en un estado de agitación tremendo y me había incorporado delante de las dos figuras, en silencio. Ya había digerido la muerte, ya la sabía. Pero no ese tipo de muertes. “Sí, muy bien... Todos palurdos, ¿no? Muy débiles e ignorantes”, continuó el loco de Kamal sin hacerme caso.

“Nunca nos volveremos a ver, Arshâma. Estamos todos aquí y mañana ya no estaremos.

¿No te das cuenta?... Mejor morir entre nosotros que morir entre griegos”. “Lo que quieras, Kamal. Pero ven a la luz, anda”, le retó tu padre. “¿Cómo dices?”, preguntó el atacante. “Párteme mi boca de persa con tu navaja de persa pero hazlo desde la luz, ponte al otro lado. Así me verás mejor”.

»La invitación volvió a Kamal un eufórico interrogante. En la frente se le veían todas sus dudas y también todas sus respuestas, como si saltara de unas a otras en cada pestañeo. No sabía qué escoger. Debió darse cuenta de que los compañeros de tu padre formaban ahora una fila correcta de diez hombres alrededor de la tienda, sin pronunciar

41 palabra. Por eso empezó a reírse y no eran ese tipo de carcajadas nerviosas, sino algo mucho más selecto. Parecía un anfitrión encantado con su fiesta. “Precisamente aquí, en la

India”, balbuceó, “en la tierra de Kali... No es malo, Arshâma. Casi mejor que las conquistas siguientes”. Y salió de la tienda sin utilizar su daga. Tu padre se había incorporado y se encontraba muy onírico, a medio camino del trance de las armas.

“Anoush, quédate aquí y espera a que vuelva”, me susurró. Sin embargo yo entresaqué de sus palabras una macabra invitación al espectáculo. Le seguí, a él y a todos sus amigos, en esa caminata tras los pasos de Kamal, adentrándonos en los brazos de la selva y sintiendo cómo éstos se cerraban tras nosotros. Esa cerrazón era ingobernable y todavía sonaban los truenos en un cielo que nadie quería mirar, probablemente por respeto.

»El castigo fue rápido. Nada de torturas. Empezó a golpearse él mismo la cabeza contra unas rocas, entre risas y frenetismo, pero uno de ellos se le adelantó y puso fin a su vida de una manera más noble. La sangre de Kamal se derramaba lenta, muy lenta, aflorando todos los humores. Era la aniquilación del hombre más fabulosa que había visto hasta el momento, en toda su lentitud. Yo era joven y ya lo creía entender, ¿sabes?

Entendía la actitud de Kamal previa al hecho de su muerte, autoimpuesta o no, en los gobiernos de Kali, lejos de su casa y de su familia. Yo lo entendía todo. Aquel hombre había sido víctima de la desnaturalización pero tampoco era un salvaje como de mí decían.

Era alguien distinto, contrario a cuantos hombres había observado. En ese sentido, la ejecución tenía para mí algo de lástima y de final trágico que compartía con algunos de los amigos de tu padre, los que se habían quedado envueltos en la sombra sin mucha gana de mirar. Dejaron el cuerpo allí porque era más práctico. Hay que entenderlo, ya sabes, hacer un esfuerzo. Abandonar un cuerpo así, liquidado, en ese suelo que burbujea no tuvo otra explicación. Eran esos tiempos y no otros... La familia debería saberlo.

42 »Al encaminar nuestros pasos hacia las tiendas a mí todavía me parecía oír la llamada de Kamal: “Arshâma, Arshâma...”, musitaba su murmullo en el viento, “Arshâma,

Arshâma. Esto es mejor, Arshâma... Pero, ¿por qué tú no? ¿Por qué tú no? A palazos, es fácil, a palazos”. Intentar responderle hubiera dado más problemas, supongo, y yo estaba tan fascinado que no quería romper la magia. Seguro que Kamal forma parte ahora de alguna leyenda en el Indo, sobre un hombre que maúlla con ojos amarillos y que camina entre rocas. Tu padre no me reprendió ni se enfadó conmigo después. A cierta edad es conveniente que uno descubra el movimiento que separa lo vivo de lo muerto. Creo que él lo intuía y digamos que yo no le pregunté nada. Pero como si pretendiera explicar una noción de la existencia, susurró sin apetito: “Él no tenía nada que perder”. “¿Y si lo hubiera tenido?”, pregunté yo con cierta precaución. Él ni se inmutó: “Entonces, querido

Anoush, nuestras vidas hubieran sido diferentes”.

Tal y como dijera Ariyamna hacía más de un mes, Persepolis era ruina y era fuego.

Se había convertido en eso. No había nada en aquella llanura que pudiera hablar a los viajeros de la grandeza de su símbolo. Si acaso, de su destrucción. Los latidos de Ahrimán se había cebado con las estatuas, las columnas y los toros del palacio. Pero el malvado espíritu ya no se encontraba entre las piedras ni tampoco había llegado un yazata, ni siquiera un daeva, que hiciera compañía a la vista, que la dotara de un sentido con que mirarla. Así, Persepolis no tenía una razón de ser por sí misma y era factible contemplarla con varios pares de ojos, los que la bautizaban. Para algunos era hermosa; para otros, fugaz. Decenas de hombres pasaban cada mañana y lloraban sobre una de las águilas, con las alas de piedra cortadas hacía siete años. “No puede volar, no puede volar”, gemían mientras se fundían con el negro de su dolor. Al llegar allí, este cántico y muchos otros le parecieron a Anoushiravan dignos de escucharse.

43 ––Tampoco puede picotear ––sugirió Nidintu, abrevando a su caballo––. Al águila, me refiero. Y es peor no picotear que no volar. Que la esencia de aquellas águilas era la voluntad de atacar con el pico y no con las alas.

––Mucho sabes tú de animales que vuelan.

––Y tú de animales que andan ––respondió Nidintu con una sonrisa.

Siguieron un poco más hacia el este, hacia donde se levantaba la tumba del

Grande, de Kuruš, cuyo nombre resonaba con placer y amargura en los oídos de muchos.

“Cuando lleguemos allí, veremos si me gusta”, había dicho Nidintulugal, para quien Kuruš era tan importante que tenía miedo de desilusionarse. “¿Con qué?”, quería saber Anoush, aunque ya lo creía entender. “¿No te das cuenta?”, había preguntado el hijo de Lingunurta.

“Es algo tan efímero y a la vez tan grande que no sé si podré soportarlo… Por eso te digo que si no me gusta, no nos quedaremos allí mucho tiempo”.

Si hasta los oídos de Nidintu había llegado la noticia de la profanación de la tumba por quién sabe quién, no dio muestras de saberlo en ningún momento. Tal vez no quisiera notarlo o creerlo. Es más, puede que ni siquiera quisiera sentirlo dentro de sí y lo percibiera como una realidad capaz de cambiarse con algo de firmeza y ojos cerrados. Así funciona la cabeza de los perspicaces de cuando en cuando, en sus instantes de brillantez.

Les asalta la convicción de que no se encuentran en el mundo para malgastar el tiempo en preocupaciones de tumbas o de paraísos. Pueden construirlos a su voluntad, después de todo. Con ese si no me gusta, Nidintu daba a entender que no iba a perder su vida en entender el por qué de ese insulto al gran Kuruš o a su morada. Con ese si no me gusta,

Nidintu daba a entender que la cuestión le importaba lo suficiente como para inventarle un final adecuado.

El sepulcro se encontraba en Pasargada, llamada así por los griegos. El jardín de

Pars, Pâthragâda, nombre esgrimido por los propios persas y por los habitantes del

44 imperio. Era un escenario peculiar, a medio camino entre la inercia y el movimiento, bajo un potente cielo. Allí, en toda la longitud de la explanada, se levantaban jardines descuidados, grandes estructuras palaciegas a lo lejos, el asiento de Kuruš y una miríada de invitados sin nombre. Entre tiendas y alguna villa, muchos aguardaban la llegada del buen tiempo para cruzar los Zagros y se valían del gran templo a Ahura Mazda, colocado justo al lado de la tumba, para satisfacer sus necesidades espirituales. Un templo de fuego, que se decía, donde la sempiterna llama brillaba mientras hubiera rey. En aquellos momentos el gran recipiente destinado a tal fin permanecía vacío y sin llama; en su lugar, una antorcha de menor tamaño flameaba a su izquierda, la luz de Iskander. Anoush se sonrió ante la ocurrencia de los magos persas y no perdió de vista la estructura del templete, mientras avanzaban por entre las tiendas y entre las personas. Le parecía un oasis de espontaneidad después de lo de Persepolis.

––¿Daeva o yazata? ––preguntó de repente Nidintu.

––Puede que el propio Ahura Mazda. Mira a toda esta gente.

––Yo lo presiento igual que tú ––asintió el compañero––. Es extraordinario.

––¿Te gusta, pues?

––Me complace, amigo. Me complace.

En Pasargada también existía la esencia indiscutible de otra deidad y ésta era Mitra

Claro que esto no lo supieron los dos viajeros hasta un poco más tarde, cuando el empacho del paisaje y de los que esperaban era tal que uno abría algo más que los ojos, atento a nuevos escenarios. De momento se intuían en el jardín de Pars vegetales vivos y vegetales muertos o incluso vegetales solos, por propia voluntad o por acción del jardinero. Allí el color predominante era sin duda el azul, turquesa y marino a la vez, y caía en chorros sobre los hombres y mujeres. Muy agradable, en el fondo. Cada cual estaba necesitado de

45 ese color, aunque no lo supiera. Incluso para Anoushiravan, que seguía buscando el negro en honor a su piel y camino.

“Me siento como si me hubieran pisoteado placenteramente los diez mil inmortales del rey”, aseguraba a veces el bactriano, recostado contra el suelo en la horizontalidad de una abstracción. “A eso se le llama disfrutar de las simplezas del momento”, musitaba

Nidintu en su aturdimiento por el astro solar. “No, no, todavía no, Nidintulugal. Eso se consigue atravesando los ríos”, recordaba Anoush, preso de sus memorias. “¿Y qué más dará, Anoush? Tierra o agua. Agua y tierra... Desgracia o alegría... Vienen a ser lo mismo.

Un elemento más pero dentro de la creación y producto de ésta, junto a sus hermanos y hermanas”. Anoush no lo tenía tan claro porque consideraba que Pasargada era bella, pero demasiado ideal. Es decir, poco violenta. La naturaleza de Anoush era en esencia temperamental y si no existía movimiento capaz de llamar al interés del exaltado, no existía contemplación alguna. Al menos, no para él. Necesitaba todo el peso de un río y necesitaba todo el peso de un momento, de una universalidad batiente, de todos los posibles en el aquí y en el ahora, para poder despertar. Era así como lo intuía. Una de las máximas de Ariyamna, junto al fenómeno de las respuestas. Tal vez echara de menos la inquietud de la guerra, quién sabe y quién se atreve a afirmarlo.

––Tu padre era bueno porque su padre lo había educado así, me imagino. Es lo conveniente en las buenas tradiciones: decir la verdad, sujetar el arco con perfección y montar sobre un pura sangre mejor que nadie. Eso indicáis, ¿no? En retahíla, el paso de un muchacho persa a hombre, ya se sabe. Mira, en nuestra tierra se nos enseña a interpretar las estrellas, a explorar la montaña y a hacerse dueño de ella. Pues bien, nada de eso funcionaba en Gedrosia. En este desierto entre los desiertos uno se ejercita ante los escorpiones y ante la escasez de agua. Y todo le parece calamitoso y ante muchas cosas

46 cae y no quiere incorporarse, sino que pretende que le levanten. Había en cada fardo humano que se derretía sobre la arena y la piedra, la conciencia primera de que alguien le ayudaría. Luego, la esperanza de engancharse a la columna de soldados se la anunciaban las alimañas con sus bramidos, ese lenguaje peculiar, y entonces venían los llantos de socorro. Al final, su historia estaba escrita de manera invariable. O morir o morir.

»Teníamos que taparnos los oídos y continuar, ¿entiendes? Apretar esos labios resecos de los que salían palabras necias y poco acertadas y seguir caminando. No había otra. ¿Debemos seguir a los entusiastas para que finalmente nos calcinen con su entusiasmo? Pues allí pasaba igual; el que giraba su ser hacia un hombre caído recibía una condenación de Ahrimán, quien se llevaba dos hombres por el peso de uno. Gedrosia usaba nuestras cabezas y las devolvía una y otra vez al mismo punto: los ríos de la India.

Esas almas burbujeantes, esos reinos de terror e insectos. Pero frescos y lujuriosos para nuestro apetito, ahora que nos veíamos privados de ellos. Gedrosia incendiaba nuestros cuerpos con sus cabellos y no había Ishtar que pudiera hacerle frente. Les oías decir a algunos: “¡Iskander quiere que nos maten! ¡Iskander quiere que nos maten!”. El caso es que nos matábamos entre nosotros, con nuestros lamentos y gritos de pena y esas nociones tan aprendidas de la comunidad. “Gedrosia, Gedrosia...”, susurraba tu padre con los ojos cerrados, “que nombre tan incuestionable para una puta”.

»Él fue de los que desfallecieron. Y yo fui de los que acudieron en su ayuda. Un error terrible, ya ves. Pero dime cómo podía haberle dejado atrás. Sabía que sin él yo también me perdería tarde o temprano, no necesariamente en el desierto. Tal vez peor, fíjate, rodeado de hombres en las fiestas dionisíacas de después en Carmania, entre el vino y las cornetas. Allí mi muerte habría resultado más penosa y sin una razón de ser, algo realmente importante. Solo entre la multitud, borracho y sin que nadie me entendiera. En medio de una plaza y pisoteado por las gentes. Mira, con tu padre arriesgué lo que se

47 puede arriesgar y parece necesario: las ansias por vivir. Porque yo las tenía muy desarrolladas y eso es extraño cuando se está de campaña y no se sabe si un amanecer será el último o el primero de muchos otros.

»Empezó un día en que teníamos muy poca agua para los dos. Yo la llevaba en la cintura, una prueba de tu padre para mi control. Hasta en Gedrosia se cuidaba de esas cosas, de su obligación como maestro. Caminábamos detrás de un onagro con las costillas hacia fuera, imaginando el día en que su dueño lo degollaría y se bebería su sangre. Te puedo asegurar que allí se hacía y muchas veces, aunque cada vez menos porque algunos morían a causa de ello. En un momento concreto tu padre indicó: “Tráeme el pellejo de agua, Anoushiravan. Necesito beber un poco”. Se lo di y no dije nada. Me dio la sensación de que había empezado a tragar arena y a escupir en seco, sin saliva. Seguimos andando después, en la basta totalidad de Gedrosia. Volvió a decirme: “Pásame el pellejo de agua,

Anoushiravan. Necesito beber un poco más”. Podría haberme negado, supongo. Pero yo prefería no elegir, no negar. Repitió el asunto unas tres veces aquella mañana y a la cuarta simplemente me arrebató el pellejo del cinto. Yo me quedé mirándolo esa ocasión y él, como preso de una esencia que no era la suya, me reprendió: “¿Qué miras, Anoush? Cierra los ojos y así no verás nada”.

»Me devolvió el odre vacío, ¿comprendes? Se había bebido toda nuestra agua restante. Era una total hecatombe que no sirvió en absoluto. Después arrugó el rostro y supe que ya se había unido a Gedrosia con aquellos tragos y que ella lo había engañado a través de la garganta. Le tocaba sufrir la cadena de conciencias y a mí me tocaba verlas y escucharlas y empezar a temer su desenlace. Primero comenzó a caminar más despacio y con la cabeza algo gacha. Hacia la tarde ya marchábamos junto al regimiento del final de la columna, que era tremendamente larga.

48 El bactriano captura a Nidintulugal en Pasargada con los retratos sobre el hombre y sobre el maestro. Vuelve a revivir, por su parte, aquel instante de destrucción que empezaba en la piel y terminaba en las vísceras. Lingunurta, el padre, acaba tropezándose consigo mismo en la narración y da con sus barbas en la arena, prorrumpiendo en improperios contra la memoria de alguien. Anoushiravan mira con desesperación el espacio entre la columna y Lingunurta, que se va haciendo más grande y más profundo, como separando el mundo de los vivos del mundo de los que van a morir. Gedrosia los aleja, voraz y relamiéndose. Va invitando a los regimientos a avanzar hacia el horizonte mientras el aprendiz y el maestro se quedan en su plato y aprenden lo que es recordar por recordar y sentir que el calor puede quitarles hasta la cabeza. “Los vas a perder”, susurra

Lingunurta sin despegar el rostro de la arena. “Los vas a perder, tontaina”. Ese insulto carece de fundamento y Anoushiravan le grita en su lengua algo que sólo él conoce. Se siente abofeteado, quizás en la mejilla, infectado por un dolor que no es dolor, sino sorpresa. Lingunurta vuelve a caer como un fardo feo y sin naturalidad. “Cierra los ojos, anda. Si los cierras no verás nada... Aquí ya no tienes nada que ver ni yo tampoco. Ea,

Anoush, date la vuelta y camina con los ojos cerrados”.

La nada empieza a ser posible entre ellos dos y Anoush se pregunta qué extraño egoísmo lleva a un superviviente a no sobrevivir. Lingunurta se va durmiendo entre gemidos y Anoush lo mira, lo paladea, lo empieza a asumir y se encoge. “Es que no puedes abandonarme”, quiere decirle y quizás lo hace. De repente llega la luminaria de un yazata detrás del montículo cercano, con la aparición de un pobre deshecho tostado por el sol y con lo que parece ser un odre entre las manos. Viene gritando: “¡Tengo agua! ¡Tengo agua!”, con una inocencia y locura casi bárbaras, que al joven bactriano se le antojan como una invitación a lo evidente. El yazata se transforma en daeva por necesidad. Anoush

49 calibra las fuerzas de ese hombre, de ese canal eufrático para la vida de su maestro. Tiene una daga persa en su cinto pero a él le enseñaron a utilizar las piedras.

––Y le golpeé ––simplifica Anoush con un gesto de su puño ante Nidintu––. Yo era inexperto y quería todo el agua para tu padre y para mí. Si lo mate no lo sé y en cualquier caso ahora será polvillo gris en las piedras de Gedrosia, por mano mía o por la de otro. Era varón escuálido y débil. No me preocupa demasiado, la verdad es esa. Ir gritando que tienes agua en el desierto es como ir gritando que tienes dinero entre los pobres. Mira, el hombre infectado es el que duda y tu padre estaba infectado al dudar de mí y de mi capacidad. Cuando me llamó tontaina supe que podía hacer mucho más que mirarlo. Podía purificarlo, en definitiva.

––¿Era griego? Quiero decir, ¿el hombre que mataste?

––En absoluto. No te lo vas a creer, pero creo que indio.

––Tiene su gracia ––reconoce Nidintu.

––Tiene su razón de ser. La realidad de la India quitó algunos amigos a tu padre y después le devolvió la vida, a medias conmigo. Lo lógico era aceptar su bendición.

––Hiciste muy bien. ¿No te preguntó nada mi padre?

––Me volvió a llamar tontaina ––Anoush sonríe en esta noche en el jardín de Pars, la noche previa al encuentro con Mitra. Después, no sonreirá tanto––. Pero esta vez creo que no lo decía en serio.

Hay una muchacha en la planicie de Pasargada, cerca de las montañas hacia el norte, que se ha empecinado en pertenecer a una comunidad de hombres. Todos los días baja desde la casa de su familia hasta una cueva que se expande en profundidad y olor, cobijando a un grupo de varones que se declaran fervorosos seguidores de Mitra. Viven en armonía con los adoradores de Ahura Mazda, a pesar de que su estampa sea la guerra.

50 Respetan a Kuruš y admiran su recuerdo con gritos y danzas que se escuchan hasta

Ardakan. Explotan en orgiásticas humaredas de irrealidad y pasión. Esta muchacha se llama Amestris y tiene nombre de compañera. Los mitraicos en cierto modo la respetan por su tesón o cabezonería. Le preguntan cada mañana: “¿Esta vez sí, Amestris? ¿Esta vez sí?”. Ella eleva el cuchillo con la mano derecha triunfante y segura de su naturaleza. Rutila la afirmación en los dos pozos negros de su rostro.

Se introduce en la cueva y va sorteando los vericuetos en torno a las llamas y las pinturas de la pared hasta llegar a lo más profundo, hasta la hediondez más irrespirable.

Allí siempre hay un centinela que procura no respirar pero tampoco morir y que se debate entre un extremo y otro preguntándose cuándo verá la luz del sol. Ella le lleva un aroma a mundo que siempre excita y emborracha. Amestris se convierte de pronto en el experimento vital más lujoso de toda la cueva. Cada mañana ella indica una acción al centinela: “Quita la madera, Vishtâspa”. Éste levanta una ceja: “¿Hoy lo matas?”. “Hoy lo mato”, dice Amestris muy convencida.

Pero nunca lo hace. Hay algo en el hecho de clavar el cuchillo que le resulta a esta muchacha en sí quimérico e inalcanzable. Lo ha procurado por todos los medios: no mirarle a los ojos, no escuchar su risita..., ni siquiera levantar sus propios párpados. El preso está desnudo, una de las peores deshonras para un persa y eso no parece inquietarle.

Ya se ha acostumbrado a la visita de Amestris día sí, día también; no espera ni teme nada.

Se acuerda de la jornada en que cometió su falta y se sonríe; quizá porque ya se haya convencido a sí mismo de que el pecado es un defecto relativamente vano. El preso es una bestia monstruosa del pasado, sujeta a la piel de Amestris con una fiereza que marca un ritmo de tambores. Una cadencia estrepitosa. Cuanto más cerca está Ella de Él, más fuerte resuenan los latidos. Y más próximo se está también al pacto, a Mitra o a Shamash, en la fuerza humana del compromiso con la muerte. Y más cree Amestris que está en

51 disposición de alcanzar el éxtasis y el fuego, aunque al final acabe pidiéndole a otro, a

Vishtâspa, que vuelva a colocar la madera. “Mañana tal vez, Amestris”.

Amestris llama la atención de Anoushiravan ese día tras la narración, estando ella al borde de una charca casi blanca. De vez en cuando un camello traído de no sé qué parte del antiguo imperio se acerca quejumbroso hasta la orilla. Introduce su lengua en ese agua de discordia. Sus lametones son aburridos y sin ironía.

Ella entonces reacciona e impulsada por un amor maternal, estira el brazo y acaricia la frente del animal. Con movimientos cortos de sus dedos, logra un estado anímico parecido al de la contemplación. Eso a Anoushiravan le parece asombroso y más tratándose de una mujer tan joven. La luz del día es lo suficientemente fuerte como para no levantar sospechas –atrás queda la negrura de los Zagros y sus juegos de medias verdades–, así que se acerca y tantea y dialoga conforme ella lo acepta a su lado. “Es un código muy estricto... muy estricto”, va diciendo Amestris sobre la sociedad de Mitra.

“Pero, ¿quién logra resistirse a ese culto y a esa fraternidad? Me refiero a que puede conseguir lo mejor de cada hombre, lo que sea, lo más valioso y de eso se trata, ¿verdad?

De obtener lo más precioso de unos y otros”. “Como en cualquier grupo, supongo”, afirma

Anoushiravan. “Ah, pero tú no conoces el servicio mitraico del todo. Conocer es pertenecer, con carisma y fuerza. Yo tengo ambas, pero no pertenezco”. “No te martirices así, mujer. ¿Es un caso difícil?”, pregunta el bactriano. Ella arruga sus labios muy ufana.

“Lo suficiente como para gustarme. Aunque se trata de matar, ya sabes. Hum... De cosas que sólo requieren justicia y en eso Mitra es muy elegante. No hay resistencia que valga...

Ah, es cuestión de alcanzar la intimidad necesaria para atacar. Eso también lo entiendo”.

Anoush empieza a sentir las diatribas de la pobre muchacha como las suyas propias, de algún modo y sin saber por qué. Se nota abrazado por las muertes que no ha provocado ni sentido, esa abominación del universo y le parece estar escuchando un grito

52 –“¡Tengo agua, tengo agua!”–, rugiente a través del tiempo. Se ve a sí y su calidad de salvaje en algunos instantes, sólo en sus sueños y en algún remoto cálculo. A la vez, vislumbra en Amestris una capacidad humana para el goce y el sufrimiento, un rostro compungido y flotante en el esplendor de la juventud. “Eres joven y seguro que eres la

única que lo sabe”, se le ocurre decir. “Me siento orgullosa de serlo, claro, pero también me sentiré orgullosa cuando no lo sea”, asiente ella con un guiño. “Entonces ten cuidado con aquello que deseas, que en la intimidad uno se olvida de sí mismo y empieza a cambiar sin percibirlo y sin poder controlarlo”, le aconseja Anoush. “Eso que me cuentas es inevitable”, responde Amestris arqueando una ceja. Luego apunta: “No entiendo...”, y gime, “he hecho todo lo que he podido. Me levanto y voy. Hum... Me lo propongo, pero hasta mi casa no llega ni un ápice de justicia y la tengo que buscar yo. No entiendo por qué no puedo. Soy capaz y tolero la oscuridad. Yo..., yo... Mira, la justicia cuesta alcanzarla y mientras se busca, ser joven no sirve para nada”.

El bactriano quiere conocer cuál es la opinión de la muchacha sobre el mundo, sobre su mundo de joven que pretenciosamente busca dejar de serlo. Pero no brota esa pregunta. Y eso que empieza a intuir un paralelismo peligroso entre ella y un

Anoushiravan más pequeño. Es una ruinosa sensación la que le recorre. A medio camino entre la crítica y la indolencia. No hace falta ser muy listo. Como cuando uno transita un camino indio de tierra y hojas y sólo anda porque tiene que andar, por encima y por debajo del cielo; sin necesidad de contar a los demás cuál ha sido su cambio ni cómo se las ha arreglado; simplemente andaba, simplemente cambiaba. En el fondo quiere una corriente que lo atrape sin más y le conduzca hacia una enseñanza. Pero él no se siente capaz de darla. Sólo sabe contar historias. Esta Amestris de algún modo está buscando su aprobación, él lo sabe.

53 Allí entraría la conjunción de fuerzas, de la lógica, de todo lo que puede cambiar con una elección. Y le gustaría decirle: “Mira muchacha, sé lo que quieras menos asesina”.

Ella entonces susurraría: “Ya sé, Anoushiravan, que tienes miedo a que salga otra como tú.

La civilización no es lo que era... Hay que adaptarse; tú deberías saberlo”. Y el bactriano acercaría todavía más la boca, previo al éxtasis: “No has conocido ni la mitad de mundo que yo. Así que no hables, mujer hermosa”.

Al final todo se reduce a dar la razón a esta comodidad. Amestris le mira. La charla que se sigue es ésta:

––¿Qué te parece entonces? ¿Crees que podré?... ¿Mañana quizás?

––Sólo si tu convicción es fuerte, supongo.

––¿Igual que la tuya cuando alcanzas la Intimidad?

––¡No, por Marduk! ––Anoushiravan abre los ojos consternado y emponzoñado con su propio mundo y el de los demás–– ¡Mucho menos, loca! Con menos te servirá.

––Mañana comprobaré la utilidad de tus palabras.

Ella llegó al día siguiente a la morada de Mitra y repitió el ritual, introduciéndose en la cueva y sorteando los recovecos. Eran una prueba de olor anterior a la recompensa.

Rancios y resbaladizos, algo parecido a caminar en las entrañas de una serpiente gigante.

Se intuía una humedad calenturienta, como un efluvio de parto. “Quita la madera,

Vishtâspa”. Aquel hombre tan lejano al mundo y casi sin rostro preguntó: “¿Hoy lo matas?”. “Hoy lo mato”, dijo Amestris con la mirada cerrada, “quiera él o no”. Y lo hizo, claro, debía hacerlo. Era su día y ningún otro. Con convicción y garra aplicó el cuchillo al cuello. Realizó su proeza en el cuerpo desnudo de su preso, que no era sino un vulgar ladrón bastante joven, quizás de la edad de ella. Culebreante a su vez dentro de esa serpiente mitraica, se intentó resistir. Amestris descubrió así que era más fácil buscar una explicación a lo que hacía. Al salir hacia la luz del dios, tenía la cabeza del preso

54 meciéndose en el vacío más absoluto, cogida por los cabellos. En Amestris existía una mueca algo disparatada. Había atravesado la bestia del pasado con eficacia y brutalidad.

Eso la convertía en una auténtica guerrera. Anoushiravan contempló la escena desde lo lejos y no pensó en ello ni remotamente.

Pero así lo intuyeron los mitraicos y empezaron a gritar, como si la excitación de la muchacha hubiera llegado a cada uno de ellos, llenos de sudor y triunfales:

––¡Esta vez sí, Amestris!... ¡Esta vez sí!

Anoushiravan se vio encerrado en Pasargada. Sin quererlo y sin afrontarlo. En esa planicie vasta, arrebujada por montañas con un recordatorio aparente de grandeza. La espera, cuando se está encerrado, resulta de lo más abrumadora. Y Anoush miraba cada esquina del paisaje y se encontraba siempre lo mismo. De un lado tenía a Kuruš, un hombre con un nombre que lo doblaba en altura. Más abajo estaba la gente que hablaba y que susurraba por las noches, presa de sus sueños. De otra parte, tenía toda la poca contención de Mitra y su furia inexacta: Amestris, tan hermosa que dolía, y los demás hombres vociferantes. Y en el centro estaba Nidintulugal, ajeno a los males, tranquilo, como una paloma en el eje de los lobos. Su orden personal resultaba desquiciante según las ocasiones pero era un buen recordatorio para el bactriano de que el viaje estaba lejos de concluir. Paciencia, pues.

La llegada de la primavera trajo una continuación de vida para aquellos que la habían dejado apartada. Anoush y Nidintu sólo la habían guardado en la boca, a un lado.

La nieve de los Zagros se derretía y se convertía en agua. Bajaba entremezclada con el lodo más fabuloso. Formaba cárcavas y caminillos para hombrecitos pequeños, riachuelos juguetones que descendían repletos de sustancia salvaje. Esto permitía cruzar los Zagros a plena luz y con poderes sobre los uxios. Una vez acabada la época de oscuridad, a aquellos

55 habitantes de la montaña se les terminaba la chispa, el canibalismo de masas y quedaban como apagados más arriba, en lugares inaccesibles para los demás hombres. Los Zagros descubrían dos mundos y desde Pasargada sólo se veía uno, porque el otro era invisible.

Los viajeros hacían que fuese así. No existía otra explicación. Se maravillaban con lo irracional y no querían ponerle nombre.

Resultó que el bactriano y el hijo de Lingunurta se encontraron cruzando ese espacio de fango y frescor acompañados de muchos otra vez y entendiendo todo aquello.

Lo masticaban y ponían en movimiento sus aletas nasales. Era un cambio, al fin y al cabo, cambio en su totalidad. El clima intentaba resolver cualquier dificultad de espíritu porque era suave y porque soplaba viento y uno se entretenía escuchando otras conversaciones a su espalda o a su frente. Era necesario hacerlo, casi exótico. “No nos libraremos de la competencia de Iskander… Más preparaciones… Pide honores divinos ahora…”, las frases sonaban entrecortadas encima de un carro donde viajaban dos persas. “Golpe en el mismísimo corazón de todos. ¿Para qué?”, preguntaba un hombre mayor en la lejanía.

“¿Cómo saberlo?…”, se oía justo al lado de los regueros. Anoush palpaba y tragaba diferentes sensaciones: temor, ingenuidad, cansancio, alegría, fe, tristeza, inquietud… ¿A cuál suscribirse? ¿Por cuál sentir más respeto? Poner el oído vuelta al aire era una bonita manera de no contestarse a uno mismo. “Todo muy difícil, oye… Que venga aquí es imposible, ¿eh?… Aquí. Un organismo vivo; esta tierra muy… certera”. “¡Qué horripilante! Que exista un hombre semejante ya es de por sí peligroso… no imaginemos a un Dios. Acabaremos locos... que te lo digo yo”.

En este camino hacia Ecbatana, Anoush se encontró con una pulsera muy bella que le dio cierta esperanza de algo. Le sobresaltó la elegancia de la joya y después, su riqueza.

Más tarde, que alguien hubiera sido capaz de perderla. No era sencilla, sino suntuosa en su sencillez, algo propio de reyes. Algo que el bactriano Anoush cogió con mucho cuidado

56 entre sus dedos. Le sacó más brillo si cabe con su túnica, entre la riada de personas y bajo el atento estudio de Nidintu. Éste era el único que lo miraba. Era extraño que nadie hubiera puesto sus zarpas sobre el tesoro antes.

––¡Al macuto, ea! ––le animó Nidintu por detrás.

––¡Nada de macutos! ––Anoush empezó a pensar que los Zagros debían haberle revelado aquel tesoro sólo a él por lo sufrido con Ariyamna hasta la llegada a Susa. Hacía ya tanto tiempo de eso que se perdía en los detalles, pero no en la memoria, tan escabrosa como siempre. Una compensación, entonces. A juzgar por el brillo, regalo de la diosa

Anahita. Para que tampoco se enemistara con las mujeres después de conocer a

Amestris––. Esto para mi brazo.

––Cabezota como un buen persa. No eres el que salió de Babilonia.

––Tú tampoco lo serás cuando vuelvas ––le auguró sin malicia ni amenaza el bactriano. Contempló a su acompañante, esa belleza exuberante de veintipocos.

––Obsérvame bien, Anoush.

––Eso hago, Nidintu.

––¿Qué ves, Anoush?

––Veo que tu cabeza ya no es un dátil pelado.

––Efectivamente, montañés. Ya no se asemeja una almendra ––Nidintu tenía algo así como una sonrisa reveladora cuyo secreto sólo conocía él. Pudieron reírse con la boca abierta y aunque tentador, no les pareció lo más adecuado––. Y mira mi barba. Aquella que era pelusa tras la ceremonia es ahora recia y fuerte. Se ha vuelto a rizar después de que tu la cortaras. Ahora soy la llama, ¿ves? Eso que dicen en los templos y que adquiere un carácter sagrado, un resplandor ciego y lleno de respeto por lo que voy siendo e intentaré ser, al margen de todo. Mira Anoush, creo que me conozco.

57 »Un poco después del equinoccio, antes de que llegaras de nuevo, me di cuenta de ello. Del lento retornar de Ahura Mazda y su esfera solar a la tierra de nuestros ancestros.

Iskander no estuvo allí, no retornó al Mitrakán. Había muerto su acompañante en la ciudad a la que vamos, un tal Hefestión. Ecbatana mató, hizo sucumbir al otro y el mundo de

Iskander se rompió. Desunido por completo. Pero el nuestro no, ¿comprendes? No quiero ni insultar ni demostrar que estamos más vivos que nunca. Simplemente te lo hago saber.

Estamos aquí, ahora, y en todas partes.

Ecbatana tenía un aspecto estético. Uno era capaz de volver la vista hacia lo que había recorrido y pensar que estaba a las puertas de un templo. Esencialmente esa era su realidad. Un templo de verano. Con su paraíso al lado de la ciudadela y los toldillos de colores aquí y allá. El paraíso era una antigua construcción de adobe y plantas, un lugar de caza. Ahora estaba cazado por un silencio lóbrego, impuesto desde fuera. Bastante abandonado por las fuerzas de la naturaleza y a su merced. Su verdad se escondía tras las hojas y Anoush se sintió invitado a permanecer frente a sus puertas, ese secreto infranqueable. Allí las conversaciones podían ser fútiles –muy probablemente lo fueron durante el tiempo de las cacerías reales– pero daba igual. Siempre se podía mirar y empaparse del misterio, en silencio y escuchando. La ciudad por contra invitaba a lo conocido, a lo de todas las ciudades, con un banquete macabro de muchas cosas y a la vez de ninguna. En su luminaria y crepitar se abría y cerraba, engullido por su propio corazón, el sonido de su totalidad.

Tuvieron que permanecer en aquella Ecbatana por exigencias del cuerpo una noche. Encontraron una posada que les cobraba a sexta de cobre y se mezclaron con el ambiente para saborearlo y decidir cómo eran los medos. Simplones, porque se reían de cualquier gracia y contaban cualquier vergüenza. Agrios, porque al preguntarles por algo

58 que no fueran sus bromas fruncían el ceño con seguridad sesuda. Intratables, en el fondo, pero con unas nociones de hospitalidad enormes, entre risas y chasqueo de dientes.

“¿Cómo decíais los persas, amigo?... Ah, sí. El matrimonio es igual que una sandía cerrada. ¡Sí, eso era! ¡Sandía, sandía! ¡Bien grande y redonda!”. Nuevas risas, bocas bien abiertas. Por Marduk, eran fosas negras sin fondo, apestando al mundo. “Esta tierra está desencantada”, les dijo otro más escueto, “así que si buscáis aventuras os corresponde iros hacia el este”. “No les gusta su trabajo al parecer”, sacó en conclusión Anoushiravan de los demás. Se comentaba que los persas consumían vino y tomaban las decisiones borrachos. Estos hombres hacían del vino su consumo y de la borrachera, su decisión. No utilizaban el trabajo para encontrarse a sí mismos con los caballos de su ganado. Ni siquiera hallaban una utilidad al andar de aquí a allá.

Lo único que querían era arrellanar sus pantalones en las sillas y descoyuntarse las mandíbulas con lo que fuera. Vida sencilla, en realidad. “No es que no les guste”, le respondió el más lacónico, “es que no saben de qué trabajan”. Él era confeccionador de paños y amante de las águilas. Decía tener una en su casa, amaestrada, que hacía las delicias de los visitantes de lo hermosa y vivaz que era. Amarilla, dorada, ocre... Le cambiaban los colores según la cercanía del sol. ¡Era capaz aquel hombre de encontrar belleza en un pájaro! Por el hueco que dejaban la barba y sus cabellos, los dos ojos brillaban demasiado y no iban ebrios. A Anoush se le antojó como de otro mundo y no dudó en hacérselo saber. El otro sonrió: “Has de entender que pertenezco a otro mundo aunque sea parte indiscutible de este”. ¿A qué mundo, pues? “Hace seis años, con

Dârayavaush... Ése era mi mundo. Ahora sólo recuerdo. Y se me llena la boca hablando de mi águila”, le respondió aquel anciano u hombre arrugado, con un rostro que no quería más preguntas. Sonreía y eso le hacía parecer más cruel consigo mismo. Anoush pensó un instante en la imagen de una tierra separada, tragándose el cuerpo del águila muerta.

59 Anunciándose con tambores. Entumecimiento, el culmen previo a una guerra y el cielo llorando. Cuando aquello ocurriera, lo más probable es que aquel domador de águilas, su dueño y protector, buscase otra. Y luego otra. Y así hasta una inflamación de espíritu tal que se convirtiera en alguien demasiado abnegado para resultar creíble.

A la noche Anoush piensa en esto y piensa en su propio rumbo, camino o destino.

Todo a la vez, porque al no tener definidas ninguna de las tres realidades, puede seguir sumando hasta la integridad y más allá. Hombres y mujeres, amigos y amigas, cruzan su mente a intervalos inciertos de tiempo y espacio, con sus nombres enteros o a medias.

Todos han ido circulando intransigentes, espesos, como las aguas de un río. Han saludado, han hecho lo que tenían que hacer y se han ido, entre nieblas. “¡Moderación!”, grita alguno de ellos, al azar, en esa cabeza de azafrán. “¡Moderación o nos caeremos todos!”.

Anoush no piensa en la contención, piensa en el movimiento. El que lo comprende desde el principio tiene una gran ventaja: hace moverse a esas figuras con su propia mano, de forma muy tranquila. “Moveros, moveros. Hop, hop...”. El que no, bueno, con despiadados manotazos va despertando, a las orillas del río que le toca. No por su propio movimiento sino porque el de otro lo empuja contra una roca y eso duele. Al sacudirse vuelve a escuchar ese grito, esa infinita elevación de la vida plana: “¡Moderación!”.

“Sé a dónde quiero ir a parar”, se recuerda, adormilado por las respiraciones del hijo de Lingunurta sobre su oreja izquierda. Éste dormita con los labios entreabiertos. Al espirar parece decir algo en una lengua tosca y crujiente y cada vez el sentido de ese sonido es otro. “Eso lo sé. No hay duda ni tampoco embellecimiento del asunto. Pura utilidad de fenicios, pues. Algún día eso conocido lo tendré delante”. Pero Nidintulugal no lo verá. Podrá entenderlo pero no será suyo ni lo contemplará con los mismos ojos. El puro movimiento, esa crispación de la limitación, ese consejo del capaz –¡moveros, moveros! ¡Me muevo, me muevo!– habrá hecho estragos en él. Su propósito en la vida de

60 el bactriano habrá concluido. Parece motivo común de la naturaleza, fuerza motora del instinto. Con Ariyamna ya había sucedido y no existía final irremisible en ello.

––Qué ruido haces cuando piensas, bactriano ––le susurra de repente Nidintu.

––¿Tú no dormías?

––He soñado que hablaba en otra lengua con mi padre ––el persa cambia de postura y su nariz achatada reluce en la noche, una señal de su identidad––. Extraño, a la par que familiar. Una lengua que sólo conocíamos los dos y nadie más. Ni siquiera tú, montañés. Andábamos, mira, sin ampollas en los pies y hablando de todo. El mundo nos miraba con una mueca dignísima para un mediocre. De repente, mi padre exclamaba: “Ah, qué más dará. ¡Date la vuelta!”. Pero en esa lengua, ¿entiendes?... Se lo decía al Mundo.

En el sueño era una especie de muchacho redondo y con ojeras. Y mira, esa lengua la puedo traducir yo ahora a la perfección... Como si la hubiese escuchado desde el principio de los tiempos.

Anoushiravan bosteza. Las noches en Ecbatana son frescas y traen hasta los dormitorios el reciente vergel del paraíso en la hora nocturna. Reptante y acaudalado en aromas, es imposible no pensar en su universalidad y sentirse honrado.

––No soy adivino. No sé lo qué significa ––se excusa el bactriano.

––Tenía un color bello. Como esta noche, ¿sabes? Dulce.

––Entiendo.

––¿Y tú qué murmurabas y en qué lengua?

––Es mi lengua... ––dice el montañés con la pelambrera introducida también en las sombras. No se oye otro sonido en la ciudad de Ecbatana––. La de mis padres y hermanos.

Pensaba que no la recordaría pero aquí dentro ––se señala la frente–– se recuerdan muchas más cosas de las que sé. ¿Cómo puede ser eso posible?

61 ––La vida, supongo ––susurra Nidintulugal mientras bosteza, en un eco de sabiduría muy explicativa.

––Pensaba en el mundo también... en cierto modo.

––¿En qué mundo?

––Todos los posibles, Nidintu. ¡Nunca se sabe! Mejor todos que ninguno.

––Ea, tienes razón. No he oído nada más risueño en meses, Anoush.

––Pero es imposible que lo entiendas, Nidintu. Yo no sé transmitirlo hasta ese punto y al final, lo único que vivo es mi aire. Habría algo muy bonito en el hecho de poder comunicarte todos los estados de mi existencia; sus causas y efectos; pero a la vez sería perverso.

––¡Muy perverso eres tú, que andas pensando estas cosas en medio de la noche!

Nidintulugal le propina un cabezazo a Anoush, sin más propósito que hacerle partícipe de lo que es común a ambos. Nidintu es alguien fantástico, muy difícil de clasificar. Probablemente nada de lo que se diga sobre él le haga justicia en ningún momento de su vida. Uno puede imaginárselo sentado a las escaleras de un templo, con una tropa de escuchantes a sus pies, lamiendo el suelo que pisa. Es factible, uno de esos héroes de minorías. Ensalza la aventura sin ignorancia, la aceptación sin despego y el valor sin severidad. Es un justo hijo de Lingunurta con las orejas bien colocadas; eso, o ha aprendido que la cúspide es un tortazo previo. Ese tortazo suele ser espinoso, claro. Se recuerda muy rápido y a mayor velocidad cuando, por otras razones, el individuo está cayendo. Pero al final, aunque nadie lo sepa con certeza o se anime a descubrirlo, la cúspide se levanta al lado, entre la neblina. “Giro los ojos y allí la veo”, suele decir

Nidintu. “Es vagabunda en mi tierra remota. Pero allí la veo”.

62 Hircania significaba tierra de lobos. Unas bestias muy compasivas que existían en los recodos, aunque no se dejaran ver. Se apartaban al paso de las caravanas porque temían el eco del Iskander, grabado en las paredes de roca y en las Puertas de Aradan. La tierra se blanqueaba rápido con la nueva estación y perdía su condición de maldita. Allí había muerto un rey, el shāhanshāh llamado Dârayavaush, el rey de los persas. El hombre del imperio antiguo. No lo había matado Iskander, el del nuevo, aunque eso daba lo mismo. En esencia, la muerte de un monarca salpicaba a todos y también a la tierra. Los lobos seguían pensando en Iskander como el terror de una guerra apretada, concurrida, asfixiante, entre las montañas. Anoushiravan tenía la curiosidad de poder encontrarse con una de estas bestias en medio del camino.

Azuzaba al caballo y se iba a lo lejos, perdiendo de vista al hijo de Lingunurta y a los demás viajeros. Había en ese escenario, en ese rincón de existencia, algo que le llamaba; iba, pues, Anoush y lo reconocía sin perder tiempo. Se sentía vivo y nada salvaje, ni deforme. Simplemente se sentía él, los poros y las manos. Anoush era un hombre desarrollado antes de llegar a Hircania, su tradición estaba siendo amplía y todavía sin completar. Reunía muchos años de historia, más que cualquier varón de la tierra. Eso se imaginaba cuando reía. Al este, todavía retirado de los olores accesibles, se levantaba su lugar de nacimiento pero no pensaba en ello. “¡A Ahrimán con los pensamientos! ¿Qué decís, lobos, qué decís?... ¡Al abismo con la vanidad!”. Esa exclamación asustaba a las bestias, que lo veían cabalgar desbocado y sin intención de detenerse. Con las pupilas amarillas en cierta manera lo admiraban desde sus cuevas; pensaban que se movía muy rápido pero sincero. Se les antojó complaciente, capaz de remontar las aguas hasta las cumbres, cruzar el océano, y al final sembrar el terror entre los escitas. Era un hombre solo, perfectamente capaz de todo eso. Provocaba pavor su forma de gritar, haciéndose cada vez más grande. Oscura su piel, los cabellos amenazaban con convertirse en su

63 segunda túnica. “Que no abra más la boca, por favor”, pensaba alguno, “porque nos acabará engullendo”.

Tales eran las meditaciones de Hircania y de sus lobos.

Al llegar a Susia, Anoushiravan y Nidintulugal sintieron que allí ocurría algo. No podían saberlo con certeza pero allí estaba el peso en el estómago. Similar a la noche durante la muerte de Lingunurta; semejante a ello, extendiéndose precisamente desde el cielo color azul, previo al atardecer. Una presuposición de algo grave y a la vez natural.

Muchos hombres advierten ciertas cosas que van a ocurrir, sin ser adivinos por ello. En su vientre está la clave y la respuesta insinuada; otros prefieren obtenerla desde la cabeza, analizando los olores y colores cercanos porque saben que tarde o temprano se producirá la noticia. Sólo hay que saber escuchar, mirar, tocar... Lo que se quiera, lo que se pueda.

Un golpe de ese tamaño suele anticiparse por las mentes febriles e imaginativas. A menudo aciertan, eso está claro, quizás porque piensan en todos los posibles. Y siguen sin ser adivinos; realistas, en el fondo. Anoushiravan no poseía mucho de realista pero sí de sabio que comprende lo que dicen, susurran o señalan la calle y los guerreros.

Nidintulugal era un realista convencido aunque también adoraba los recovecos de la magia. Así que ambos se revolvían inquietos sobre sus caballos. Anoush, que había sentido la libertad buscando los lobos, le pareció que ahora la iba perdiendo en ese núcleo de Aria, rehuyendo a los hombres.

El pueblo entero tenía una idea dominante, un sentimiento por encima de todos los demás. El atardecer apagaba sus rostros y hacía lacios sus cabellos; sentaditos en piedras o a las puertas de sus casas, charlaban unos con otros casi en silencio. Alguno de vez en cuando dejaba escapar una risotada, que era silenciada por el resto; ése que reía era joven, demasiado joven, y todavía vivaracho, desprovisto de cualquier fundamento. Alguien con

64 quien congraciarse, incluso leal si se le exprimía. Tenia una mirada de socorro retenida para el visitante, como si esperara encontrar en él su salvación, una mano amiga. Los demás parecían vulgares y dispuestos a enfrentarse por conocer la noticia que los mantenía dominados. La duda empapaba sus extremidades y hacía más voraces sus lenguas de arios.

El bactriano y el persa debían producir una sensación de realidad incompatible, porque muchos los miraban entre la pregunta y el grito, a poca distancia y amenazando con abalanzarse sobre ellos de pura hambre y sed.

Anoushiravan se acercó a un hombre que se interpuso por casualidad en su camino:

––Ea, ¿quién ha muerto? ––preguntó desde la altura.

––Oh, no sé. Tal vez esté de camino... ––respondió muy ufano el otro.

––Si sabes algo...

––¡Yo no sé nada, extranjero! ––estalló de repente el ario––. Tan sólo respondo porque me has dirigido la palabra. ¡De otro modo yo no te hablaría! Me vienes aquí, aquí,

¿oyes?, y me preguntas que qué pasa... ¿Puedo saberlo? Vienes con ese porte de persa y tu amigo persa y me preguntas. ¿No lo sabes tú? Ah, no, claro que no... Cómo vas a saberlo si me preguntas por ello. ¡Absurdo, hombre! ¡Qué patochada, que dicen! Esto es lo peor de intentar hablar con un extranjero, mira.

––Ya hemos oído suficiente... ––sugirió Nidintu.

––Suspiras porque no sabes lo que pasa ––aventuró entonces aquel hombre tan endemoniado y tan envuelto en su propia mugre––. Pues no seré yo quien te lo diga... A estas alturas también estará muerto, quien quiera que sea, y esta lona sobre el cielo desaparecerá, sea lo que sea. Y punto. No me preocuparé entonces, nadie lo hará si yo no lo hago... No, de hecho no voy a hacerlo... Absurdo, claro que lo es. ¡Mucho! Y tú me miras con esa cara, persa, y te crees que puedes intuir el sabor de mi tierra.

65 ––En realidad soy bactriano ––aseguró Anoush con un brillo de acritud en sus ojos oscuros, invitando al roce, al combate, a la aniquilación repentina.

El ario abrió la boca. Esa criatura totalmente absurda tembló de pavor por un segundo, invadido de la cabeza a los pies por la mueca más desconcertante, la menos obvia, olvidando la sensación del cielo y todas sus consecuencias. Esto fue un paréntesis en el mundo, muy crudo e innecesario. Anoush lo sintió como tal; se asustó también del impacto de su identidad y un arrepentimiento de algo se acomodó en su garganta. Por eso fue incapaz de contestarle a la criatura de Susia:

––¡Pues peor todavía! ¡Claro, un auténtico horror! ––gimió ese ario y abandonó trotando el diálogo y la escena sin dar la espalda a los dos visitantes, quizás por miedo o por una alucinación de respeto.

La paz volvió luego a la calle, demasiado sosa e impredecible.

––Tu padre... Sabía lo que decía, sí. No era un diletante de la palabra. Era más bien la palabra en si, en su exactitud, en su poder y curación. ¡Por Marduk! Tenía tantos defectos que me resulta difícil creer que fuera durante tanto tiempo y que fuera así de perfecto, que yo lo venerara de una manera tan tonta. Porque era el más cabal de los hombres, eso sí que es verdad, no es posible negar tal cosa. Sus imperfecciones lo hacían magistral para los demás, un clásico con piel. Dominante en cada aspecto de la vida; eso es importante y muy costoso, ya sabes. Cada uno de sus amigos, incluso yo mismo, nos veíamos sobrepasados por su imperfección. Sabíamos que era tan superior a las nuestras que lo aceptábamos con la boca abierta, incluso durante la guerra. La conquista, de hecho, lo hacía crecerse. Y creo que muy a su pesar; verás... adoraba saber que estaba un paso más cerca de casa cada día pero la guerra era forzada, desde el principio. Si se crecía era

66 porque sobrevivía y porque tenía agallas, pero unas agallas impuestas desde arriba. No eran las suyas a su modo, ¿entiendes?

»La supervivencia sí era la suya pero en un mundo que no era el suyo. Lo propio de cada uno era espinoso de encontrar. Él se sentía mal por ello, yo lo intuía. Convertía la imagen de Babilonia en su único equipaje; y aunque útil, eso era pesado de llevar ante los ojos. Su espíritu de la mañana y de la tarde se llenaba a borbotones con vuestros detalles.

Ah, ¿he dicho vuestros detalles? Qué raro... Me refería a ti y a todos tus hermanos, esa imagen que familiarmente retenía con cuidado. Temiendo perderla, supongo, porque me había visto a mí perder la de mis conocidos. Qué desesperado estaba por acariciar vuestros rostros. Todos jóvenes y chillones. “Una verdadera delicia”, decía, “¡qué ruidos, qué ruidos hacían con las manos!”. Entiende que ante tales muestras de anhelo yo no evitaba que me atrapara su espíritu. Dolía que tuviese un sueño tan fácil de imaginar y tan simple a la vez, que ése fuera todo su mundo y que rechazara lo demás. Qué simplista era

Lingunurta cuando quería, sólo cuando lo deseaba. Y qué mal te hacía sentir por ello, a su lado, de forma inconsciente y muy lenta, al saborear una parte de la totalidad de él mismo, sin alcanzar nunca nada en absoluto.

»Te lo cuento ahora... Qué sé yo; estoy alucinado de mí mismo y en compañía de tu padre no lo estaría, así que al menos tengo que agradecerle tal cosa. Tu padre conseguía acallarme desde dentro, cerrar esa vocecita que circula por las venas y que al morir grita

“¡Yo quería más! ¡Mucho más!”, chorreando hacia fuera y que provoca lástima entre los que velan al difunto. Esa voz se callaba la mayoría de las veces si estaba Lingunurta a mi lado, como un curandero aplaca la enfermedad. Él tenía mi aprobación para ello. La noche que decidí sentarme a su lado de la fogata... simplemente sabía que con Lingunurta yo tendría que escuchar y dominarme, desde el principio. Sabía que sería mi maestro para ciertas artes; eso estaba bien. Yo no quería mirar al conquistador a la cara pero pretendía

67 ver muchas caras conquistadas. “¡Yo quiero más! ¡Mucho más! Dame más, Anoushiravan.

¡Dame más!”, aullaba la voz en mi demencia de juventud. Era endemoniada y muchas veces pretendí vencerla en la tierra de Kali, cuando estaba yo sentado junto a mi imagen en el Indo, sobre la húmeda y deliciosa tierra. Uno sonreía y el otro soñaba; no nos entendíamos entre ambos ni aunque lo intentáramos hasta la extenuación. Pero con tu padre...

»Parecía tan fácil llegar a Babilonia... Lingunurta la pintaba como si fuese la

última solución del universo para ambos. Sé que no, en el fondo. Nadie puede dibujar algo igual que eso; os pintó a vosotros y os conocí, claro. Erais inofensivos; erais la conclusión de un método de ensueño, su familia. Pues muy bien... Muy bien...

Al montañés se le apaga la voz y se pierde en ese declive de sol hacia abajo cuando viene a estamparse contra la tierra. Es una escena carente de frialdad en las tierras de Aria.

Los chorros anaranjados rebotan sobre las hojas, las parras y el agua. Un chorro de miel pura es lo que cabría imaginar sobre la lengua. Lo más sensato para estos dos hombres.

Nidintulugal no ha bostezado ni una sola vez y tiene algo así como un deje de impaciencia en sus ojos; impaciencia consigo mismo:

––No sé por qué me cuentas esto, Anoush... No lo llego a entender ––susurra con una voz que puede saltar de tiempo en tiempo. No hay nada en su cabeza aparte del deseo de recibir a su padre en forma de historia.

Es divertido, porque al no alcanzar lo que su compañero cuenta, la frustración llega hasta su piel y avanza hacia arriba. Anoush podría sentir envidia de la reserva y modestia de su compañero si quisiera, muy atractiva a estas horas. Pero el corazón de la ciudad de

Susia está estancado bajo ese velo, esa quintaesencia de una muerte anunciada o de un mal, un algo que dificulta, algo que es inconcebible; y él, por extensión, también está

68 atascado en una serie de conciencias y horrores. “¡Yo quiero más!”, oye Anoush a sus espaldas, pero no gira la cabeza.

––Ya te he dicho que estoy alucinado ––le recuerda el bactriano al otro. Luego cambia de postura y se acerca más a la fogata––. Qué luz de Mesopotamia... Babilonia...

Allí tu padre murió, ¿no es cierto? A la noche, cuando más hombres y mujeres mueren, encerrados en las tinieblas. No tuvo que ser esencialmente malo.

––No, preferiría pensar que fue agradable ––musita Nidintu con desconsuelo, por primera vez en mucho tiempo.

––El cielo no mutó su color, no se volvió más opaco. Se quedó brillante y resplandeciente, ¿no es así? ¿No lo notaste? Tu padre luchó codo con codo con la muerte y contra la muerte durante años. Ya te digo, con indiferencia al final pero mucha garra al principio, como si se cansara de la reyerta a medio camino. Así, sin aire de verdad aunque con mucho relleno por alcanzar el fin, Babilonia. Ni siquiera en aquellos momentos de impavidez se descuidó de mí y de mi educación para evitar la locura.

»Su muerte... Perdona que lo diga, su muerte fue algo grandioso. Era su destino, puro y duro, ninguna otra solución a medias. La certeza que lo hizo mantenerse equilibrado durante los años con el Iskander asistió su muerte. En el seno de Babilonia; a ella le debemos el milagro de tu padre. Grandioso, grandioso. Debió serlo y me hubiera gustado estar allí para preguntárselo. Ya sabes, los juicios de la vida, la respuesta a muchos enigmas. Cabezonería de factura propia, común a la humanidad. Tu padre era extraordinario; sus últimas palabras debían serlo, frente a las llamas, como en las campañas indias, como siempre en nuestro viaje. Él destilaba esa sabiduría que simplificaba el mundo, bastante cabezona también. “¿Qué es? ¿Cómo es?... ¿Mereció la pena?”. Pero mira, yo estaba roncando en la despensa. Tu padre, mi maestro y mentor, exhalaba esa última bocanada, dejaba de sentir, y yo roncaba tirado en un rincón, de pleno

69 derecho. Y con una conciencia tan tranquila como no tuve en noches ni en madrugadas, por la fuerza de ese cielo brillante que iluminó mi cara mientras desayunaba. Ésa era la convicción primordial, ¿sabes? La vida en sí.

––Y luego fui yo... ––dice Nidintu.

––Luego ya nos sabemos la historia... Los cuatro dátiles pelados.

––¿Y qué pasa ahora?

––Me duele pensar que esta situación extrema ya la he vivido ––responde Anoush mientras señala hacia arriba––. El cielo es diferente pero es obvio que alguien está en tránsito. Esta imagen es mucho mejor que un grito y tal vez es adecuado que no oigamos a las plañideras ni a la familia gritar. Alguien ha muerto, eso lo sé yo. Fue inferior a tu padre, eso también lo sé. Y, si escuchas, el yazata de la ciudad hace esfuerzos por no explotar en risotadas y no sé por qué. La tierra de Aria está llena de derrotas innumerables, cuerpos y cabezas destrozadas, niños sin ojos... Como todas. Eso debería bastar, pero fíjate, el sentido de la muerte todavía puede ser burlado en esta ciudad.

Anoush no puede pretender que su historia vaya a conmocionar la tierra que pisa.

Tampoco puede teñir el cielo de más luz ni conseguirá que la urbe deje de reírse de la parálisis de sus gentes. Él es demasiado pequeño, aunque su universo sea demasiado grande. Confuso y desorientado, el bactriano se levanta. Nidintulugal le imita. Los caballos a su lado parecen cansados hasta de respirar.

––Estaba seguro de que... Pero ahora... ––empieza a balbucear Anoush con la mirada fija en el extremo de la pequeña Susia, sin saber qué dice.

Viene un hombre semejante a los carteros de antes, a los astandes reales persas, con una capa amarilla. Su aparición se antojaría impropia en otras circunstancias pero ahora el paraje está resbaladizo y cualquier cosa es posible en esta fracción de espacio.

Todo lo probable, todas y cada una de las posibilidades. El antiguo astande grita algo,

70 fuerte y claro: “¡Iskander!... ¡Ha muerto! ¡Ha muerto Iskander!”. Ante Anoush se presenta la caída de un pesado velo desde su cabeza hacia los pies y la liberación de su Bactria natal, pero no es muy consciente de esto al momento. Mientras, las gentes aúllan y la ciudad de Susia estalla en carcajadas.

71

Haxâmanish

En esas condiciones se produjo la interpretación del cielo ario. El Iskander había muerto. Del conquistador era difícil decirlo, pero Iskander como hombre estaba muerto, inerte, cadáver. Estaba y al instante siguiente no estaba, muy sencillo. “En realidad no ocurrió así”, le dijo el astande. “Fiebres, muchas fiebres... Fue lento, cada vez más lejos y directo hacia el fondo... Los instantes se sucedieron uno tras otro”. A ese buen hombre debía parecerle todo así de rotundo, pero no lo era en absoluto. Que Iskander muriera a lo largo de varios días era coherente con su vida de pocos años. La juventud había sido fuerte en él y a ella se había atado para la conquista; no se habría atado menos para la muerte.

“Nadie lo pudo arreglar; Babilonia está consternada”. Anoushiravan y Nidintu se sobresaltaron a una, movidos por el mismo pensamiento. “¿Sucumbió en Babilonia?”.

“Claro, en el palacio de los reyes. Un viejo tonto, ya se sabe... O joven tonto, si queréis.

No hizo caso a nuestros adivinos ni a los suyos. Total, muerto y muerto”, terminó con un tono de voz victorioso, como si él fuera presa de alguna suposición monumentalmente inexplicable. Luego espoleó al caballo con furia y siguió tierra a través, para cumplir con su propósito moral en las demás regiones.

El mundo ya no tenía a su Iskander particular pues. El hijo de Lingunurta, que ya se había alejado de esa figura tan mítica por propio descubrimiento, acertó a preguntar,

“¿Y ahora qué?”, sin muchas ganas. Lo consultaba por romper el incómodo silencio, nada

72 más. Y ahora qué. Qué debía pasar, si es que tenía que pasar algo, si es que el mundo de los imperios debía equilibrarse. Y ahora qué. Otra dispersión del universo. Anoush estaba como impávido, como movido por una fuerza superior, subido a un juicio hermético.

Pensaba en la pequeña antorcha del templete de Ahura Mazda, cerca de la tumba de Kuruš y especulaba que los sacerdotes tendrían que apagarla ahora. Y entonces se dio cuenta de que esos sacerdotes nunca debieron haber encendido nada tras la muerte de

Dârayavaush. Que el gesto de encender una pequeña antorcha y no el recipiente sagrado era insignificante. Tan baladí como las construcciones que de una vida tan corta se habían hecho. Anoushiravan había meditado muchas veces sobre la veneración de los hombres al hombre, al conquistador. Iskander le sobrevino al imperio y de una forma terrorífica, llena de fatalismos por obligación, ganando a pulso un hueco en la imaginación de cada cual.

Era muy joven, a Él le debió gustar aquello. Si fue orgulloso, y parecía serlo por los discursos que se le atribuían, debió hacerse adicto a ello, adicto a sí mismo o lo que proyectaba desde su propia imagen.

También los montañeses se habían hecho adictos a pensar en él. Durante un tiempo antes de su llegada, conjeturaron cómo sería a la luz del sol y por la noche. Esa adicción los volvió un poco locos; a Anoushiravan lo había obligado a retirarles la palabra. Esa tentación de la adicción, de tener algo que temer o por lo que dar gracias, había destruido parte de su comunidad durante unos meses. Se unieron, sed y agua, sin preguntas, durante la conquista. A pesar de que el agua viniera de un estanque extranjero, con las consecuencias de un viaje tan largo. A pesar del hecho indiscutible de que ese agua incitara a ser bebida sin reservas. La adicción crea esas uniones antinaturales, uniones que no deberían existir jamás. El conquistador y su mensaje hicieron siempre una sola parte de su construcción. “Los ladrillos, pusieron los ladrillos”, dijo en voz alta el bactriano. “Lo demás lo hemos creado nosotros, como cuando nos matábamos en Gedrosia o en la India.

73 Iskander fue y no fue. El conquistador pidió un templo con tal sutileza que, óyeme bien, les parecía estar cometiendo la acción más libre de todas. Pero seguían construyendo para

él... Qué tontería. Ahora todo eso habrá acabado, supongo...”.

Nidintulugal apreció la particularidad de su amigo pero no le sirvió de nada.

Necesitaba saber si sentirse indiferente era bueno o era malo. “¿Y ahora qué?”, volvió a preguntar. “Ahora seguimos andando y ya está”, respondió Anoushiravan abriendo el hermetismo de su cabecita. “Ah, con que andando...”, susurró el hijo de Lingunurta, bastante animado. Qué fácil era aquello. “Ten claro que aparecerá otro...”, terminó explicando Anoush sin apetito, sin afirmarlo demasiado alto para que la ciudad de Susia no lo oyera. Las carcajadas seguían, un remanente de satisfacción y de burla. “O nos encargaremos de que aparezca. Te lo aseguro: todo hombre es proclive a ese tipo de engaños”.

La entrada a Bactria era algo que había que preparar con cuidado. Eso se intuía porque conforme los viajeros se acercaban a la Alejandría de Aria, zona de frontera, eran más los que daban la vuelta que los que seguían hacia el este. Bactria era un nido de placeres y lamentos y no todos se veían capaces de soportar sus verdades o vaivenes.

Otros, los pocos, caían completamente fascinados, con una radicalidad nada contagiosa.

Ni Bactria ni su vecina Sogdia controlaba bien sus emociones; por eso sus gentes eran tan apasionadas y se dejaban apasionar con facilidad. Así era su naturaleza, emancipada y turbulenta. Formaban un mundo dentro del imperio, muy rico a pesar de las apariencias. Poderoso en costumbres y en tesoros bajo la tierra. Las mujeres tenían unos ojos profundos como los de las gacelas, no tan inocentes, y nociones muy aprendidas del respeto a lo que fuera: el marido, el hijo o la tierra. Los hombres controlaban el volumen de su voz, se dejaban crecer unas hermosísimas cascadas de cabello y protegían con valor

74 lo que les era querido. Con gritos, escupitajos o pedradas... ésos ingenios de la supervivencia, los que sirvieran. Qué más daba. No era agradable, no tenía pretensión de serlo para ningún espectador; sin embargo, esa noción de valor resultaba efectiva, tangible.

Eran más animales que los persas pero menos que los griegos.

Eso lo tuvo muy claro Anoushiravan después de las campañas, cuando ya estaba distanciado de su tierra lo suficiente; no en vano se quedó anonadado con las hercúleas proporciones de algunos helenos. Y con sus sonrisas, esas cárcavas deformes y de trifulca, amplias hasta decir basta en los oficiales de mayor rango. Anoush sabía que hablaba desde la desgana cuando hablaba de ese tema; no lo podía evitar. Como una digestión provocada de forma muy lenta; la asimilación, en algunos casos indigestión, de su memoria. Pero el bactriano no guardaba odio hacia los griegos. Si acaso pena, difícil de explicar.

De hecho no les llamaba así, griegos, para evitar cualquier comparación subjetiva.

Ese término acababa siendo inservible. Los llamaba Ellos, mitificándolos bastante menos que al propio conquistador. Cuando decía la palabra, Ellos, Nidintulugal siempre sonreía y se le presentaba un remoto espacio blanco sobre el que se movían un conjunto de figuritas robustas. Ellos correteaban de aquí para allá con sus palillos de dientes gigantes. “¿Cómo se llamaban? Ah, sí... Sarisas...”. Las sarisas cortaban el viento y cortaban también ojos, cuellos, corazones persas. A aquellas armas siempre se les reconoció su eficacia en el imperio; alabanzas camufladas entre las críticas, como ocurre con todo lo formidable del otro. “Potentes, muy potentes, ¿no?”, preguntaba Nidintu distraídamente. “Mira, los elefantes chillaban cuando las veían”, respondía el montañés. Ambos dos estaban tan cansados de recordar la guerra por lo que era ahora, esa inercia de la paz, que tras la muerte del Iskander las bromas parecían la mejor opción para no matarse del asco. “¿Y su grito de guerra?”. “Alala-Alala-Alala”, repetía mecánicamente Anoushiravan cerrando los ojos y soñando con el restallido de tantas voces en una sola.

75 Eso sí que era glorioso, un estruendo de elevación. Un ascenso en comunidad antes de la hecatombe. Los indios solían turbarse ante aquella fuerza; incluso ese pueblo, que era endiabladamente oscuro. Les sorprendía y aterrorizaba el paso de Ellos a Él o al conquistador. Una furia expelida a través de la boca, arrolladora. “O también Niké-Niké-

Niké...”. “Pero los nuestros gritaban también mucho, ¿verdad?”, quería saber Nidintu, poniéndose algo más serio. Los nuestros también tenía mucho de revelador. “No lo dudes, querido Nidintu. Te prometo que tras los aullidos de las mujeres uxias, no hay nada más asombroso ni más elegante que el grito de un persa montado a caballo”.

Una noche en que el exceso de libertad casi aplasta a cualquiera, la pareja de viajeros se mueve muy cercana a la capital, Bactra. Ambicionan alcanzarla antes de la medianoche pero esto resulta imposible conforme dejan de el camino ver más y más. La libertad les empuja a arrollar la oscuridad con sus sandalias. La necesidad les recuerda que existen zanjas, troncos, animalillos, hombres..., todo un mundo predispuesto para el fin de alguno de ellos así que prudencia. “Un solo paso confundido y...”, susurra Nidintu agarrando el hombro de Anoushiravan con fuerza, para no soltarse. Si se cae uno, que se caigan los dos. Esto no funciona como en el ejército; aquí nadie tiene por qué salvarse o morirse solo. “Un paso más y... Ten cuidado, amigo, que ya no distingo nada ahí delante”.

Ríe, dado que no tiene otro sonido posible en la garganta. Ríe de forma antinatural, intentando aliviarse a sí mismo. No lo consigue; en ese sentido está completamente subyugado. Anoush continúa porque de forma natural sabe hacerlo, sabe volverse más salvaje por las noches. El cabello de su nuca se eriza. Además funciona en él un mecanismo de prudencia bien medida. “Siempre, siempre sensatez cerca de las montañas”, asegura. “Eso lo pienso yo, lo pensaba mi padre, Anoush, y creo que un buen puñado de hombres”, susurra Nidintu con otra risilla.

76 Bactra tiene que estar cerca, por alguna parte. Los latidos de debajo de la tierra son fuertes y potentes y de cuando en cuando una serpiente se mueve en esas entrañas. Los coleteos del Hindu Kush, probablemente. Llegan hasta la llanura, enfatizando que más arriba se esconde un secreto. Es ridícula toda esta prueba sensorial, piensa Anoushiravan, que la naturaleza se obliga a plantar ante los viajeros. Esta violación de la emancipación, este pragmatismo o esclavitud no tiene parangón en ningún otro lugar; él sabe lo que piensa. Ha viajado mucho. Sin embargo, también hay una invitación al absurdo más absurdo de todos, a conseguir la libertad en todo este embrollo de arbustos, tierra y

árboles. Una libertad muy poco precisa, al todo o al nada. A abandonar el camino y zambullirse en la totalidad extensa de lo que dormita más allá. Más que libertad, es una seducción incoherente que no busca más que el fin.

––¡Mira, luz! ––casi grita Nidintu señalando hacia un lado. Es un consuelo que el hombre pueda elegir sus propias ilusiones. Nidintu viene de Babilonia, una ciudad poco discreta, donde la oscuridad es fácilmente repelida con los brillantes senos de una mujer.

Ese grito de luz pone en sobreaviso al guardián de la misma. Levanta los brazos hacia el cielo y saluda en tres lenguas, ¡tres perfectos saludos!, congraciándose con los visitantes.

Anoushiravan descubre para su regocijo que es otro hombre de las montañas, otro bactriano, achaparrado y febril con sus pequeñas llamas, a las que casi abraza con los colgajos de su cuerpo.

––Luz, luz, mi luz. Tranquilos, ¿si? Aquí hay espacio para todos... Es decir, para los tres ––el chisporrotear de las llamas casi parece que baila. El viejo palmea muy encantado de la nueva compañía; se llama Gaubaruva. El modo en que pronuncia las primeras letras, ese golpe de voz, es típicamente antiguo––. Por fin, por fin... Pensaba que hoy me iba a quedar solo. Al menos vosotros vais de dos en dos, como la mayoría. Lo sensato, claro. Yo también. Aunque soy de ésos al que destino les elige un compañero,

77 ¿si? Aparte del fuego tengo uno...; sí, mira, deja ese espacio a tu derecha libre por si viene.

Es muy variable; variable es la palabra, sí, y no otra.

Gaubaruva no ha reconocido a Anoush como lugareño, como habitante de Bactria; eso le da lo mismo. Parece vivir para su fuego, al margen de las consecuencias. Anoush prefiere guardar silencio, pues, alentar el drama. En parte le divierte, en parte le disgusta.

––Menos mal, menos mal. Creo fervientemente que me habría vuelto una cosa muy pequeña de haberme quedado otra noche solo ––“¿Solo?”, pregunta Nidintu. “¿Acaso pasa a menudo?”––. Me aprecia, me aprecia. Creedme. Pero sí..., es decir, creo que necesita marcharse. Es muy libre, siempre libre de hacerlo. Cuando vuelve nos convertimos en los mejores compañeros ––dice esto con un enaltecimiento de sus hombros, esos sacos de huesos, preso de un orgullo digno de pobres––. Cuando se va yo le espero, claro. Ya me diréis quién va a recogerlo si no en este paraje, tan alejado de las manos del Gran Mazda. Yo, sólo yo. Soy el único superviviente de la fidelidad más absoluta; él también..., creo, aunque no lo sepa.

––¿Sabes de Bactra? ––inquiere Anoush acercándose más a las llamas para aumentar su efecto devastador, esa ampliación de sí mismo.

––¡Claro que sé!

––¿Y bien?

––¡No! Es decir..., ahora no se puede encontrar. Creedme que esa ciudad desaparece al caer el sol. Yo... Una semana estuve sin dormir por culpa de Bactra. ¡Una semana! La estuve buscando. Durante aquellos siete días aprendí a no llorar de desesperación y sólo porque la luz del día me hacía verla allí, en el horizonte. Hermosa como ella sola. No me movía, ¿sabéis? Y la noche... vaya, se la tragaba, para devolverla a la mañana ––toma aire en lo que parece un espasmo de cólera mezclado con pena. Este hombre ha debido vivir demasiados años encerrado en algo parecido a la imaginación.

78 Suelta sus palabras como absorbido. Tiene un horror atroz a dejar de hablar para estar otra vez consigo mismo. No quiere quedar aislado––. ¡Inhumano, inhumano! Acabar con mi aguante..., es decir, con mi paciencia, con tan extraño asunto.

––¿Y ahora qué haces por aquí?

––Espero... Ah, vaya, camino. Bueno, camino y ando. Con él... aunque ahora él no esté. Suele estar, de verdad os lo digo. Él también camina por estas tierras y me lleva de guía; estoy convencido de que algún día encontraremos lo que busca ––Anoush frunce el ceño y trazando un paralelismo, el que tiene derecho a existir con naturalidad entre él y otros muchos hombres. Pregunta sobre lo que ése compañero persigue––. Oh, pues si te soy sincero, algo muy valioso y algo muy terrible. No sé, yo diría que es lúgubre en su conjunto... Las muecas que dibuja en ocasiones..., son toda una exposición de violencia.

¿Habéis visto los regueros de sangre del camino, un poco más allá? ––Y señala una porción de espacio que ni Anoush ni Nidintu recuerdan––. ¿No?... Bueno, os aseguro que están allí.

»En fin, pensó que había encontrado algo, lo que fuera, un atisbo de su futuro... más inmediato, no sé, su solución, y cayeron rodando los dos por la ladera. Luego os confío que no recuerdo quién continuó con la trifulca. El caso es que ése ser u hombre no era o no tenía aquello que mi compañero buscaba y acabó muerto... Es decir, víctima de las circunstancias... A menudo uno nunca sabe... Vaya, a menudo uno merece morir, ¿no?

––A mí personalmente eso me da cada vez más asco ––renuncia Nidintulugal con una mueca, pareciéndose extraordinariamente a Lingunurta. Tanto, que Anoushiravan pestañea dos veces y ve dos caras y casi se abalanza sobre la que no es ni será.

––Oh, bueno... No quiero decir que todos merezcamos morir. Sólo algunos.

––¿Y tú dónde estabas durante la pelea? ¿No ayudaste a tu colega?

79 ––¿Yo? Oh, creía haber aclarado que yo soy fiel pero no un sanguinario. Es decir, no tengo por qué serlo...

Anoush se divierte mucho con su posición, que por otra parte es bien frágil.

––¿Pero no eres bactriano?

––Sí..., es decir, sí. Claro que lo soy; por eso me eligió, creo, porque conozco la tierra a la perfección y no molesto. Nunca molesto; yo en silencio, como las tumbas... Ea, si uno quiere pegarse pues adelante, claro. Mis conceptos de lealtad no me exigen ponerme en peligro lo más mínimo; ya estoy algo... antiguo. Y mientras él me considere fiel, no tiene por qué pedirme nada, ¿no os parece? ––Nidintulugal le hace notar a este viejo la fascinación con la que habla de su compañero. El almacén de pliegues y arrugas se sonríe, provocando en los que lo observan una verdadera lástima––. No hablamos mucho.

Mira, yo le enciendo su fuego y le escucho cuando viene a quejarse; no se queja de muchas cosas... Tan sólo de una. Ésa que es la más importante; para un caballo obstinado no hay más jinete que uno. Bien, mi compañero es un auténtico caballo sin jinete, pero sigue siendo igualmente obstinado, ¿si? Su jinete podría ser su problema; o quizás la hierba... La hierba como su problema me parece más propicia, sí.

Mientras Gaubaruva divaga por sus errores, Anoushiravan ve la distancia que le separa de ese deshecho. Es tan abismal que asusta; se podría afirmar que el viejo ha visto más mundo que él o que al menos ha andado más. Y sin embargo, parece no haber aprendido nada de nada. Nada de los hombres y de sus relaciones; se ha quedado en una teoría muy hermosa de vivir, imposible de tragar. Su estudio de la realidad es cuando menos curioso. Pero no semejante a la opinión bactriana. ¿Habrá estado en la guerra, habrá lanzado piedras en un pasado remoto contra el Iskander? Todo eso en realidad no interesa.

“No quiero saberlo. Está claro que está desnaturalizado”, piensa Anoush, cediéndole a

Nidintu el privilegio de seguir las divagaciones del vejestorio. “No como yo, que me voy

80 alucinando conforme más me acerco al hogar. Este tipo es diferente, le pasa algo diferente; hay algo en su forma de entender la vida que necesariamente lo es”. No se alucina con la vida. Parece que la niega o que se agarra a ella con unas uñas muy resbaladizas, convirtiendo a ése, su compañero, en algo más que simple compañero. Anoushiravan no puede sentir envidia de alguien que soporta una carga tan pesada pero desde luego su fortaleza debe ser muy grande; eso, o también es un desencantado.

––Qué bien piensas, persa ––dice de repente Gaubaruva, frunciendo la mirada en otro estado de arrobo––. Mi colega habla muy bien, claro... A veces uno se pierde..., es decir, yo no me pierdo pero me cuesta alcanzar todo lo que dice. Es sencillo si uno escucha de manera sencilla. La complicación es una sandez, dice. ¿Si?

––Parece impaciente ––insinúa Nidintulugal, con su primer bostezo. La comunidad que se está generando en torno a este fuego es suficiente para crear un refugio. Lo que antes era oscuridad es ahora un fantástico color y luminiscencia anaranjadas que invitan al sueño entre los muslos de Bactria.

––Oh... Bueno, es que lleva mucho tiempo buscando lo que busca. Una vez... Sí, estoy convencido. No lo entendí muy bien, pero lo sé de buena tinta. Se quedó mirando el paisaje con la boca abierta, así, un buen rato. Una cosa bárbara. “Qué preciosidad más desbordante”, susurró. “Es como si aquí no hubiera llegado la guerra”. Eso dijo; creo que

él la vivió pero de lejos... Es decir, no es un soldado, ¿si? Puede parecerlo, pero no lo es.

Tiene agallas y un gusto exquisito; tal vez un dirigente de sus propios negocios.

––Hay muchos como él en la guerra y en la paz después de la guerra.

––Vosotros no...

––No, nosotros no somos nada de eso ––asegura Nidintu muy tranquilo.

––Menos mal... Ya me veía escuchando vuestros lamentos como hago siempre. Es decir..., no me molesta hacerlo, claro. Creedme. Me gusta sentir que los demás depositan

81 parte de su confianza en mí; obviamente vosotros no tenéis por qué hacerlo. Claro, yo ya tengo un compañero, un confidente. Cuentos a la oreja, que hacen las mujeres, ¿no? Algo parecido..., pero no tan femenino ––Gaubaruva sonríe y se remueve muy contento en su nido––. Yo almaceno respuestas, las que el mundo me da, ¿si? Luego puedo hacer uso de ellas..., si me sirven claro. Hay muchas que no. En Bactria últimamente se dicen unas grandes estupideces; hasta yo sé eso.

La conversación discurre, hay que llevarla, por los derroteros más simples.

Nidintulugal duerme. Resulta increíble su transición, es capaz de adaptarse a los cambios con una monstruosidad de superhombres. Anoushiravan no puede dejar de sentir estima por este colega que aceptó primero su libertad para luego poder seguirle a él. Recuerda aquellas palabras, enfermas: “No puedo solo”. Y él entonces le dijo: “Pues come ahora,

Anoush, y déjame acompañarte en adelante a la mesa”. Qué simplicidad y cuánta verdad en ellas. No era necesario que Nidintulugal tuviera una meta a seguir; tal vez su meta era custodiar a su colega y ya está. Un simple interés desinteresado. “Yo soy la llave que abre la puerta hasta su padre”, piensa Anoush con fuerza. “Si bien nunca me ha atosigado con preguntas así que su motivación no puede ser ésa”.

Anoushiravan especula sobre esto y sobre muchas cosas. En el efecto de la divagación se pierde un poco del mundo que pisa. Por eso no recae en la figura que se va aproximando a la luz de Mitra. Es el compañero, el colega, el hombre de Gaubaruva. No averigua ni aclara nada, sino que viene a sentarse justo al lado de Anoush, en ese espacio a la derecha que el bactriano le había preparado a su llegada. El viejo saco de huesos titubea antes de empezar a hablar. Pero quien lo hace es el recién llegado, con la voz algo trocada por un salvajismo muy elegante.

––Como en una emboscada, ¿eh? Así me siento, emboscado. Del todo ––a través de su barba, Anoushiravan despierta y un valor inexplicable le nace en el estómago.

82 Este que tiene sentado a su lado es dueño una familiaridad especial, un no se qué, una actitud sacada desde el principio de los tiempos. Anoush sabe reconocerla, le huele bien. Una actitud envidiable pero a la vez desastrosa, porque resulta demasiado personal para seguirla. Al pretenderla sin haberse endurecido del todo uno cae, es dejado atrás. No tiene intención ni medios para ser ésta una doctrina de la vida, aunque es muy útil para según qué historias. Anoushiravan no supo apreciarla en su día, en las escaleras tras la borrachera. Ahora, a la luz de las circunstancias, se alegra de ello y de su paso hacia atrás.

––Y tú... ––el recién llegado alza la cabeza. La luminiscencia lo invade, su historia queda destapada. Anoush puede averiguar, es capaz de hacerlo, todos los trazos de sus

últimas vivencias con sólo mirarle––. ¿De dónde vienes, viajero?

––¿No eras tú el que hablabas del destino y no del comienzo, Ariyamna?

Ariyamna ahoga un grito. Un instante después no lo consigue y aúlla encantado:

––¡Ay, Anoushiravan! Has llegado hasta aquí. ¡Has vencido a la paz!

Aquello fue una hecatombe para los sentidos. Ni el propio montañés la hubiera imaginado como tal pero se sintió protagonista; por eso dejó que pasara. Ariyamna se había vuelto una persona enfebrecida, amigable, tosca. Perfecta a su modo, con gran sinceridad. “¡Ay, Anoush, Anoush! ¡Mi querido Anoush!”, gritó tres y cuatro veces mientras cogía el rostro de éste entre sus manos e intentaba separarlo del cuello. No tuvo lugar ninguna confesión porque la necesidad del persa Ariyamna estaba escrita en su cabeza, en sus ojos, con la misma fuerza que hacía un año. Intensamente, ésta era la búsqueda primordial, la que sería la búsqueda de su vida. La de su hijo, raptado a manos del sabiondo, aquel amigo de la familia. “Me pierdo en mi asombro, por Ahura Mazda; de verdad que lo hago”, iba repitiendo de cuando en cuando para asegurarse de su propio cariño hacia una memoria llamada Anoushiravan. A la mañana siguiente echó a andar

83 junto al montañés y Nidintu, muy animado. El que se quedó atrás fue Gaubaruva, el deshecho. Había enmudecido en la hora del reconocimiento de los dos antiguos amigos y ahora se quedaba allí, junto a las cenizas. En el pequeño nido humeante, sorbiéndose los mocos. “Pero, ¿no iba contigo?”, preguntó Nidintulugal con inocencia. Ariyamna se giró tranquilamente. “Oh, es eso... Mira, iba conmigo desde hacía un mes. Me seguía desde lo lejos y bueno, a mi qué más me daba tenerlo cerca. No era peligroso”. Se encogió de hombros tras la explicación. “¿Por qué iba tras de ti?”, inquirió entonces el hijo de

Lingunurta. “¿Cómo voy a saberlo? Mira a tu alrededor... ¿Qué ves?” “No mucho”, dijo

Nidintulugal. “Precisamente por eso. A mí se me veía, yo era algo. Algo para él, supongo.

Siempre soy algo. No pasa nada por dejarlo junto a la hoguera; está acostumbrado a estar solo y a ganarse la vida así”.

Eso era cierto, Gaubaruva se iba quedando como un bultito pequeño en la ladera de la colina, abandonado del mundo y obligado a poner un pie dentro de éste. Anoush lo vio recoger el macuto, con obediencia hacia lo que fuera. No intentó ir detrás del pequeño grupo que ahora le daba la espalda. Estaba hecho un superviviente, de la forma más calamitosa. Anoushiravan se dio cuenta. Uno podía aplastarlo con la fuerza de una hormiga y ya está; pero nadie lo haría. Ésa era la clave de su persistencia y todavía más en

Bactria, un auténtico dominio de su locura. Era mucho más de lo que había visto en algunos hombres de campamento, durante las campañas. La desnaturalización era una obra maestra. No es que no pudiera encontrar la ciudad de Bactra a la noche; es que la ciudad de Bactra por la noche desaparecía para él, dejándolo en su medio natural más salvaje, el más propicio.

La capital sí que abrió sus puertas para el trío de viajeros. Anoushiravan se sentía mucho más joven y con más capacidad de observación. Era un visitante por el momento, eso estaba claro, y pretendía retener el olor y el color de la ciudad a cada paso.

84 Emborracharse de forma muy convincente, sin una pizca de tibieza. Lo quería todo, la quería entera. Esa Bactra de su infancia y de los corazones desbocados bajo Iskander.

“Esto no es negro, Anoush, esto es completamente rojo”, le insinuó Nidintulugal en el oído, con una sonrisa. “Es rojo auténtico, fuego de pueblo. Qué cosa más hermosa”, dijo después. Anoushiravan depositaba su alucinación de seis años tras aquellas murallas y le pareció que la locura se había esfumado, huido por completo.

La gente no bizqueaba, no giraba los ojos dentro de las cuencas. Los bactrianos miraban fijos con pasión y sin odio, expertos en imaginar más nombres para sus montañas.

Se habían visto también capaces de convivir con algunos griegos, eso les alegraba; a éstos y a aquéllos se les veía entremezclar sus cabecitas, unas negras y otras rubias o anaranjadas, al final de una calle, haciendo negocio. Escuchar la lengua de los bactrianos era como oírse a sí mismo en un sueño y era como volverse todavía más bactriano. Para

Anoush era saber que había llegado a uno de sus orígenes, a uno de sus destinos, a eso conocido, tal vez. Sin ninguna pretensión de serlo, Bactria se convertía en el destino manifiesto de Anoushiravan. Si la miraba con indulgencia, el montañés era capaz de entresacar de ella todo un mundo que indefectiblemente era suyo, y de nadie más. Ni siquiera de Nidintulugal, por mucho que éste abriese la boca de fascinación. “Yo estoy alucinado, no fascinado”, pensó el bactriano entre los cálculos de su lengua. “He colocado mi alucinación a la altura de mi cuna. Ésta es y ninguna otra, la historia a la que quería volver”.

“¿Lo conocido, verdad?”, preguntó el hijo de Lingunurta con el apoyo que le brindaba su voz. Era hábil a la hora de leer los rostros de sus íntimos; a Anoush lo conocía demasiado bien, lo suficiente como para no sorprenderse. Más bien se dedicaba a entender. Y el bactriano era su íntimo entre los íntimos. “Esto es tu conocido; lo que buscabas desde Babilonia. De una ciudad a otra, ¿verdad? Con todas esas transiciones y

85 vidas de por medio... Pues muy bien, mira, aquí estamos”. “Todavía no”, presintió

Anoushiravan, volviendo a sus ambiciones. “Cuando lleguemos a Kumduz y a sus montañas, podré decirte que conozco esa serpiente. Será negra, supongo... Entonces, todo habrá terminado”.

La duda, de algún modo, tenía derecho a existir en aquellas tierras tras la muerte del Iskander. Él solito había variado el curso de los bactrianos; sólo su muerte desestabilizaría la zona, tarde o temprano. Eso se creía pero no ocurría nada similar. Esa lona del cielo de Aria, la membrana parásita, se difuminaba, la rasgaba el Hindu Kush. De momento, la idea del conquistador muerto era una incongruencia a la que los vecinos no daban mucha importancia. “¿Qué? Oh, más peleas si eso es a lo que te refieres...”, dijo un día un griego híbrido, un griego impresionante que hablaba demasiado bien el idioma persa. “Lo dudo, créeme. Si has estado fuera todo este tiempo... Es difícil de entender pero es así. No habrá más peleas. Las gentes están cansadas de hacerse las locas”. “¿Las locas?”, preguntó Anoushiravan. “Créeme, Alejandro hizo mucho mal aquí. Es correcto que yo lo afirme; yo..., es decir, nosotros debemos decirlo. Mira, venir aquí con la diplomacia de conquistador no fue una buena idea. Y menos marcharse”, mientras decía esto cortaba la carne de su negocio con fuerza, conteniendo dentro de sí una historia y un humor muy viscerales, casi dramáticos. “Todos estos hombres... Éstos, los bactrianos, son gente muy especial. Muy, muy especial. Me extrañó que no se arrojaran al vacío, igual que los cadusios. Me extrañó aún más que protegieran su tierra y se inclinaran a la vez ante un hombre que se había anunciado como dios. Se hacían los locos, que te lo digo yo... Y ahora están cansados”. “Les da igual un conquistador que otro”, se atrevió a insinuar

Anoushiravan con una de sus teorías expuestas al aire. “No lo sé. Opino que les trae sin cuidado... Son leales a sí mismos y aquí hay una libertad muy al alcance de cada cual. Yo

86 opino, tú opinas... Que el conquistador opine, que su muerte o sucesor opinen, porque al fin y al cabo, Alejandro no conquistó más que el nombre. La tierra sigue siendo de ellos...

Muy, muy especiales, es cierto”. “Qué espíritu, ¿verdad?”, preguntó Anoush, todo lo orgulloso que se puede sentir uno en esa situación. “Sí... Aunque te aseguro que no me gustaría permanecer en su realidad. Si yo fuera un bactriano creo fervientemente que ya habría matado a unos cuantos griegos, es decir, a unos cuantos de nosotros. Terrible, terrible...”. Y siguió partiendo hueso, cartílago y muslo con el sudor de su frente, cerrado en su silencio.

Ariyamna había estado buscando a su hijo por Aria y Bactria. En Aria llegó a la conclusión de que no lo encontraría, porque recordaba a su enemigo mucho más ocurrente que todo eso. Aria era monstruosa en su falta de sal y colorido. La vida en Aria había ido a parar a las plantas y mieles, no a sus habitantes, quienes al menos podían presumir de naturaleza y pertrechos. En Bactria el asunto era más peliagudo. La pista se perdía, la pista de aquellas dos figuras, un padre y un hijo divagando casi desnudos, estaba cerca pero todavía difusa. La difusión de la verdad era lo más parecido a no tener nada. Saber que se está detrás, extender el brazo y toparse con piedra. Una montaña en medio. Pues bueno, se sube la montaña y se baja y uno luego vuelve a encontrarse con esa difusión. La noticia

“Sí, yo los he visto. Por allí se fueron, en esa dirección” era común en los oídos de

Ariyamna, hasta la saciedad. Resultaba un milagro que no se hubiera cansado de escucharla; quizás porque era una respuesta a su pregunta. Durante la estancia en Bactra salía él solo a caminar por los alrededores. “Es su experimento”, le explicó Anoushiravan a Nidintulugal. “Entiendo, sí. Nada de intromisiones”. Quería encontrar a su hijo él sólo y sin la ayuda de nadie. Sabía que podía hacerlo. Era una lucha titánica, de hombre a dios, con la improbabilidad. “Mi experimento”, dijo en Susa un año antes.

87 Anoushiravan también tenía un ensayo por hacer. Pero más que eso, era una nueva experiencia por vivir, inabarcable a la hora de ser pensada. Por eso debía ponerla en práctica cuanto antes. Su empresa vendría acompañada del Oxo, el río que purificaba y hacía elevarse un efluvio de frescor por aquella tierra de fuego y rojo. Una arteria rica en sí misma, adorada por los antepasados. Era un yazata, no una rareza que abriera su boca sin fondo. “Una buena marcha será más útil que la rapidez”, le dijo Anoushiravan al hijo de Lingunurta en el momento de salir de Bactra. Dejaban allí al buscador que era

Ariyamna; luego volverían a por él y él reiría o lloraría de asco. El bactriano se llevaba a

Nidintu por un ejercicio de pura lógica doméstica. Lingunurta mostró todo el esplendor de su ensoñación familiar a Anoushiravan cuando llegaron a Babilonia. La familia de Anoush debía estar cerca de Kumduz y debían ser presentados de igual manera, para cerrar el círculo. Era una de esos desparpajos, las creaciones que el hombre hace para dotarse de un sentido, para ir saltando de sentido en sentido. De símbolo en símbolo. Completamente inútil pero en esencia fascinante para quien lo comparte.

––¿Y mi padre nunca conoció al tuyo? ––inquirió Nidintulugal en el segundo día de marcha, remojando los pies en la arteria del agua. Anoush llevaba tiempo esperando esa pregunta.

––¿Por qué debía hacerlo? Eso hubiera roto la magia.

––¿La magia de qué?

––Del momento, claro ––respondió Anoushiravan arrugando el rostro hacia la reflexión––. Yo para tu padre tenía todo el valor de un muchacho abierto a nuevas corrupciones. Era sólo un muchacho que comienza a andar. Y me senté a su lado,

¿entiendes? Le hubiera podido decir muy fácilmente: “Si voy a marcharme contigo necesito decírselo a mi padre”. Pero si lo hubiera hecho, ¿qué?... ¿No te parece absurdo?

88 ¡A mi mucho! El momento es momento, es fraternidad. Es salvajismo. Yo llegué allí y ala, a la aventura, como debe ser si pretendes que así sea. De otro modo, tu padre me habría abandonado al poco tiempo.

––¿Tu crees? ––preguntó Nidintulugal abriendo mucho los ojos.

––Por supuesto. Pero eso no es malo. Es lo necesario, ¿sabes? Vas avanzando a golpe de pala, por unos o por otros. Ésa es la esencia de caminar hacia fuera con el corazón en un puño, alegre o hirviendo de atrevimientos. Mi padre... ––Anoushiravan se las ingenió para que su comparación entre padres no fuera dolorosa para sí mismo––. No lo hubiera entendido..., pero sí entendía el valor del hombre por encima de todas las cosas.

El valor de su hijo debió entusiasmarlo. Yo así lo creo.

La llegada a Kumduz y a los alrededores, a aquellas tiendas y a las pequeñas comunidades, la vive Nidintulugal con un encogimiento. Pero no dice nada. Le parece ficticia esta tierra, alejada de sus ideales y sin nada para salvarse. Es hermosa, sí, salvajemente hermosa y sin tocar pero presiente que hay un final muy cercano para ella.

Anoushiravan sin embargo parece invadido por una fuerza intestina. Ha abierto sus pulmones y se contagia con lo que hace años era lo suyo, lo propio, lo bactriano, lo montañés. Sonríe, abre mucho la boca, se encanta. Pisa su tierra, la besa, extiende los brazos. La gente se lo queda mirando y empiezan a entenderlo, pero no se acercan.

Observan desde sus atalayas, las paredes de roca, desde las cuevas de donde mantienen sus distancias. Las miradas no son de sensatez ni de respeto; son de curiosidad, casi irónica.

“Mira a ésos dos”, oye Nidintu desde la lejanía, aunque no sea esto lo que dicen los habitantes. “Mira cómo andan, mira qué nombre lleva el segundo. Ése no es de aquí; y mira al primero... Tiene agallas, tiene una larga barba pero...”. Anoushiravan está próximo a su mundo, tiene la puerta justo delante. Es tosca y sincera, a la vez. Todo su tiempo se ha

89 dedicado a esta puerta y ella se ha mantenido alejada; hasta este día, en que el sol reluce muy fuerte y hay excesiva claridad de las cosas. Nidintulugal tiene miedo a volverse loco como su padre en Gedrosia y pedir algo de agua; no quiere hacerlo, a saber qué le echarían, cuál es la bebida oficial de estos hombres y mujeres.

“¿Quién eres?”, pregunta un hombre de gran altura y musculosas piernas. La consulta está dirigida a Anoushiravan; sólo en él se distingue la tonalidad de la piel y la fuerza de su mirada. “Vengo a saber de mi familia”, responde Anoush muy contento. “Por tu familia vienes, ¿eh? ¿Y cuál es tu familia?”, inquiere este anfitrión. “Busco a los hijos e hijas de Rafeeq”. Esta respuesta parece abrir un abismo entre los visitantes y el resto de los existentes. La prudencia es poca y la fiereza con que Nidintu mira a los demás, también.

Éstos le superan en calidad y en cantidad. Se escucha alguna risa; incluso cabecitas nuevas emergen de diversos pliegues de la tierra para observar la escena. “Ah, pues me alegro de que hayas venido. La familia de Rafeeq ha hecho muchos esfuerzos para que preguntaran por ellos; los hemos contenido todo este tiempo”. “¿No recuerdas mi nombre, amigo?”, inquiere Anoush. “No. En absoluto”, responde el otro, encogiéndose de hombros. “Bueno, no exactamente”, arguye uno por detrás, “yo te reconozco por tu rostro... Sí, tenías siempre un rostro raro, Anoush. Un no se qué, ya sabéis”.

Nidintulugal mira en círculos con estupor, ante el asentimiento general de ese círculo de animales. “¡Fareidún, Fareidún!”, llama el hombre de las piernas de músculo o roca, esgrimiendo una sonrisa devastadora. “Ven aquí, Fareidún. Ven, anda”.

Anoushiravan empieza a entender que hay resentimiento. O algo parecido a mofa en

Kumduz y en el cielo. Como si necesitara una limpieza a pesar de su pureza. Tal vez haya sólo una cosa que la haga ponerse fea. Decidir cuál es algo que no le corresponde a él todavía. “Mira, mira quién ha venido, Fareidún. Ya no hace falta que te contengas más”.

Un hombre de cabellos y ropas color marrón comienza a descender por una ladera; podría

90 ser cualquier prototipo de varón, un babilonio zarrapastrosos o incluso un griego del norte.

Pero Anoush sabe que es su hermano, llamado Fareidún, y que al caminar hunde más la pierna derecha que la izquierda. “¿Y mi padre, Rafeeq?”. “Tu padre murió poco después de que te marcharas, Anoush”, le responde lacónica y cada vez más divertida la musculatura andante. “¡Qué bien, qué bien! ¡Buen chico, Anoush! Me has dado la libertad... Ya no tengo que atar a tu familia”. Nidintulugal se va arrastrando hacia atrás y poco a poco se convierte en testigo de la desnaturalización, del castigo primordial. Éste se extiende delante de sus ojos. La Bactria de las leyendas se va despertando. Las tinieblas surgen desde el suelo, cimbreando sobre la arena. La serpiente del Hindu Kush se ve descender desde las montañas, una sombra que viene a abrazar al culpable. Anoushiravan sigue pestañeando porque no comprende. O mejor, no quiere ver. No ha hecho todo el viaje para presenciar de los dioses.

Nidintulugal por su parte sabe que ya nadie piensa en él. Como si no lo vieran, como si no existiera. Y realmente lo prefiere así, agradeciendo de algún modo su naturaleza de persa y de insecto. “Vaya, Anoush, cuánto tiempo, ¿eh?”, dice alguien más adelante. Y allí empieza todo. Con los pies sobre la tierra, Nidintu observa paralizado y empieza a entender la desesperación de su padre o la desesperación en sí misma. El espanto, el corazón, el centro del hombre que no pertenece a un imperio. Una respuesta violenta para la más inocente de las preguntas –“Vengo a saber de mi familia”–. Las mujeres que ríen, los niños que palmean. La negación bloqueada y la sangre. Sobre todo

ésta, espesa y espumosa, ferviente de vida y patética en este caso. El fertilizante natural para cualquier historia; las que se escriben con sangre están listas para durar. Esta durará; y mucho. No es una pequeñez y el cielo sería capaz de caer sobre los ojos de todos los espectadores. Debería, Ahura Mazda debería devastarlos a todos, al eje de cada mal, a cada niño, a cada perro. Los gritos ahogados se clavan en el alma y Nidintulugal espera

91 que todo ello termine. Es la aniquilación más absoluta, que abre una vez más sobre Persia sus brazos.

––Te juro que era la guerra... La miserable y maloliente guerra. Inexplicable. Él quería... quería algo con lo que vivir, ¿sabes? Ellos se lo negaron, le negaron a él. Lo negaron todo...; se negaron hasta ellos mismos cuando hicieron aquello. Se permitieron hacerlo, estaban por encima aunque estuvieran muy por debajo; mira, creían y eran más.

Parece que... Yo no... ––balbucea Nidintulugal cerca de Ariyamna después del desastre––.

No me lo podía creer. Un error... Un ejemplo para todos, en el fondo; necesario de descubrir para helar tu propia sangre. Por Ahura Mazda. Si sólo le hubiesen dejado hablar, si sólo hubiese abierto la boca para contar algo de lo suyo... Te juro que los habría capturado a todos. Con un chasquido, como capturaba al resto. A ti y a mí. Él hubiera podido hacer tanto con su propia familia...

––Entiendo ––musita Ariyamna con la mirada perdida en sus pies.

––Ellos no. Era su guerra; se guiaban, se guían, por su propio mundo. ¿Sabes? Allí arriba nada es lo que parece. ¡Las mujeres tiraban sus propias piedras! Eran pequeñas, ligeras para sus manos. No para provocar dolor, sino para humillar... ¡Humillante!

¿Humillar a quién? ¡A un pobre hombre que hacía su viaje!... Un hombre solo e inaccesible, incapaz de hacer daño al mundo; humillante. Todo era poco.

––Entiendo, de verdad ––Ariyamna se remueve, preso de un colapso de ideas, buscando decir otra palabra que sirva de consuelo.

––A mí ni me miraron... ¡Nada! Te juro que los hubiera matado uno por uno; estampado sus cabezas de madera contra el suelo. Crack, crack... Miles de chasquidos, uno tras otro. Así y así. Y ni siquiera hubiera sido lo mismo... No le dieron oportunidad de ser lo que debía ser, lo que había descubierto desde Babilonia. No le dieron tiempo a

92 decirles que ellos eran él, que ellos eran su futuro, su cuerpo, su sangre. Su vida, en definitiva. Él los amaba antes de volver a conocerlos, ése era Anoushiravan; los hermanos tenían su recuerdo muy vívido en la piel y lo lincharon a palazos. Ésos eran sus hermanos.

Y también los amigos de la infancia. Ya ves, gentes que se acordaban y no de su nombre, en círculo. ¡Era ridículo! Lo negro... Eso era lo negro ––El hijo de Lingunurta se ahoga en su propia saliva. Fluye espesa, como la imposibilidad de comprender lo irracional––.

Demasiado radiante durante poco tiempo... ¿sabes a lo que me refiero? Demasiado él.

Buscaba lo conocido y al tenerlo, era lo negro. Él mismo me aseguraba por las noches que su piel era más oscura y que debía tender hacia el color de su piel... Formaba todo parte del mismo tipo de explicación, de deseo, de intento de nacimiento.

––Deseo de nacimiento, sí... Lo olvidaba.

––Él nunca, claro. Nunca lo olvidó. Y ellos no se lo perdonaron... Pero, ¿por qué?

“Ea, date la vuelta”, podrían haberle dicho desde arriba, amenazantes con sus animales y sus barbas. “No tenemos ganas de tu noble empresa, de tus ideas, de tu conocimiento del mundo”, eso pudieron decirle también. No se molestaron en ello. Qué intimidad más absurda y aburrida les embargaba para hacer lo que hicieron. Movidos por algo externo.

Dime tú quién le hubiese atacado después de saber quién era.

––Yo desde luego no. Yo lo conocí muy bien ––asegura Ariyamna con una vocecita cada vez más baja y más avergonzada.

Los dos hombres se encuentran desolados. Un poco más lejos llora el tercero en discordia, el aprendiz de Lingunurta, Anoushiravan. No quiere que le vean, no quiere que curen sus heridas. No quiere nada porque está en el negro. Lo ha encontrado y decepcionado, va saliendo de lo negro medio muerto y roto. Su cuerpo ya no es una tonalidad hermosa que roza el color del atardecer; es violácea y verde, como la de un monstruo de la profundidad. Las dos preciosas bolas bajo las cejas se cierran por fuerza al

93 mundo. En ese momento ve, intuye en su ceguera con toda claridad, que no ha sorteado esa paz de la que hablaba Ariyamna; la paz le ha vencido, después de años y años al servicio de una paz, quizás otra, con Lingunurta. De ese sentimiento, –“¡Quiero más!

Dame más, ¡mucho más, Anoushiravan!”–, esa ambición por la familia, la ambición por la ambición, la enfermedad de juventud, no le queda nada por desinterés. Ella despertó sin

Lingunurta y ahora ha vuelto a desaparecer como cuando él viajaba con Lingunurta. Lo ha vivido todo, incluso la nada, con Ella. Todo con Ella. La imaginación ha hecho una tarea perversa con su historia y se lamenta, claro que se lamenta. Le toca hacerlo, le toca llorar y sofocarse. Ya no es ni bactriano ni persa, pero empieza a darle lo mismo. Para él la guerra ha terminado.

El viaje no concluyó allí. Continuaron por donde debían hacerlo, hacia el sur y sólo porque era uno de los últimos lugares que Ariyamna debía visitar en la búsqueda eterna de su hijo. La tierra de los sabios del Indo, con sus desnudos y sus cabecitas bajo los árboles, ajenos a todo y en actitudes adorables. En verano la India era traicionera con la suntuosidad de sus palacetes de ramas y de flores venenosas. Anoush volvió a despertar al mundo, embriagándose con el frescor del Indo y de los riachuelos. Eso era bueno, que renaciera, de la forma que fuera. Renacer. Un término muy relativo a la hora de aplicarse a un hombre como él, pero esencial en este caso, porque Anoush era esencial en sí mismo e imprescindible para los otros dos, los verdaderos persas. “Resurge, resurge, Anoush, que yo te ayudo”, le susurraba Nidintu por las noches intentando arropar sus pies todavía destrozados. “Renace, renace, Anoush... ¿Recuerdas la noche de nuestra borrachera? ¿La

única, la nuestra?”, preguntaba Ariyamna con simpatía. “La recuerdo, la recuerdo...

Vomitaste que daba pena verte”, respondía Anoushiravan, consciente del revuelto que ocasionaba su nacimiento a la tierra.

94 “¿Y te acuerdas de que yo no tenía paciencia, verdad?”, inquirió en otra ocasión

Ariyamna, buscando el diálogo con el montañés. Necesitaba liberarse de alguna pesada carga, asumida hace un año. “Pretendí que fueras mi maestro sólo porque yo me había quedado sin el mío”, reconoció por primera vez Anoushiravan debajo de una palmera con capullos como gusanos: amarillos, retorcidos, llenos de vida. “Ahora entiendo que de maestro no tienes nada y que yo no tenía por qué buscarte de esa forma. Pero eran otras circunstancias... No las de ahora, ya ves. Debería pedirte disculpas”. “Nada de disculpas, nada... Si no fuera por eso... Por aquella caída tan gorda, tan lamentable, yo me habría quedado al lado de mi mujer y sin posibilidad de... de...”. Buscaba las palabras para tan engorrosa aceptación del destino. “Encontrar aquello que lleva tu sangre”, sentenció el bactriano con un ramalazo de furia hacia el pasado. “Eso es”, afirmó el amigo persa.

Ninguno de estos hombres estaba corrompido por el egoísmo, ni siquiera el que tenía más motivos para ello. Pero la naturaleza no reconoce de justicia; le parece que con ir por ahí hablando de paz tiene bastante. La naturaleza nunca va en paz y desde luego, nunca la pretende. El es inmediato, es la necesidad de toda comunidad. Es el fin

último de esta misma historia, el poder de aniquilación. Fue a las puertas de la India, cerca de Taxila. Ariyamna empezó a sucumbir por la dueña indiscutible de la tierra, al margen de los indios y de sus caras oscuras: la serpiente. Fue una cosa absurda y poco especial. Ni siquiera había anunciado su llegada. Apareció al remangar una de las perneras del pantalón, allí, tranquila con el engendro que había creado. Ariyamna se puso lívido y olvidó cómo respirar. Pero antes de morir hizo lo peor que uno puede hacer, declarar la guerra a otra persona, en la forma de una petición:

––Anoush... Anoush, amigo mío…

––Estoy aquí, Ariyamna.

––Él se llama Haxâmanish... Haxâmanish es su nombre… Tú, tú... Búscalo.

95 Anoush no tuvo necesidad de asentir ni de aceptar tal cosa porque Ariyamna murió con una gran rapidez y dejó sus ojos cristalizados en una mueca de sorpresa. Así, mirando el cielo de la India, de la India de los sabiondos, de los amigos de la familia. De los que roban o de los que salvan, quién puede saberlo. Murió escuchando, al igual que

Lingunurta, el sonido de un río y de sus barqueros encima. Cavaron para él una fosa de lo más digna, dentro de la precariedad. Introdujeron el cuerpo muerto y la tierra lo engulló burbujeante, porque allí el suelo burbujeaba siempre hambriento y levantaba pequeños vahos de color turquesa. “Y ahora qué”, volvió a preguntar Nidintulugal como muy poco tiempo atrás. Esperara la respuesta que esperara, miraba a Anoushiravan con una sed de fin como nunca la había sentido, cansado de todo. El Iskander debía estar loco, pensaba, porque quiso vivir estos acontecimientos no un año, sino cinco más. “Y ahora qué...”, respondió Anoushiravan muy poco pensativo y poniéndose en pie. “Pues ahora nos volvemos a casa”, dijo con parsimonia.

Se dieron la vuelta. Babilonia, esa excelsa prostituta, abría sus piernas hacia el oeste, siguiendo el rastro de la caída del sol, más universal que nunca.

––Es lo absurdo de intentar remediarlo ––dice de pronto Anoushiravan esta noche, junto a la luz prometeica––. Yo podría haberle conocido... A Haxâmanish, sí. Pero,

¿quisiera haberlo conocido?... Creo que no. Decía tu padre que no podía soportar la idea de conocer a otro como él; yo estoy de acuerdo. Haxâmanish era yo o es yo, vete a saber.

Se había largado con el primer sabiondo que encontró en el camino, en las calles de Susa; a mí me pasó algo parecido, pero Lingunurta no era ningún sabiondo de segunda fila. Él sí que era sabiduría ––atestigua con un movimiento de cabeza demasiado brusco––; ahora soy capaz de matar por esa afirmación, que no te quepa la menor duda.

––Lo sé, lo sé. Y me llena de orgullo ––asiente Nidintulugal desde dentro.

96 ––Podría haberle conocido... Pero me quedaré sin hacerlo. Lo prefiero; no lo soportaría. La imagen de Ariyamna muriendo por su hijo, el del afán por saber... Es mejor que se quede en la India y que no la conozca nadie excepto nosotros.

La noche hoy viene tranquila y con perfume de sándalo.

––Ah, mi padre... Decían que adoraba este aroma.

––Tu padre adoraba muchas cosas... Adoraba el sándalo porque era el olor de

Babilonia, junto a las fritangas ––Anoushiravan sonríe, de una manera onírica y casi final, alcanzando una de tantas verdades de su padre persa––. Ahora lo entiendo, ¿sabes?

Babilonia es la única ciudad de todas. A la que tender, con la que soñar. Cuando uno piensa en ella, las vocecitas de dentro se callan y mueren. Todas las últimas etapas están allí, por muchos comienzos que queramos. Ahí y ahí, es la ciudad, es mi desenlace. “No sabes, Anoushiravan, las ganas que tengo de que veas el mundo donde yo vivo”, me dijo en una ocasión. Lo decía en serio, supongo. Lo otro hubiera sido demasiado perverso...

Demasiado esperanzador...

Y se duermen, hombro contra hombro, para aliviarse de una posible rigidez del pensamiento. Es más fácil con el aroma a sándalo de por medio y con la comunidad que se forja, más fácil para la paz o la guerra, todas las desgracias y fortalezas de Persia. El regreso que les espera lo han vivido muchos guerreros antes pero sigue siendo esencialmente nuevo, un canalillo demarcado por unos frondosos bosques de todas las emociones.

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