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En cuanto a José Joaquín Blanco, destaca su rol (un poco como Guadalupe Loaeza) como cronista de las clases medias (163-65), y también “el cronista mitólogo” (165) que se ocupa de construir una nueva mitología de “lo mexicano” y su cultura. Bencomo detecta un pesimismo característico en Blanco, y una postura narrativa más personal que en los otros dos cronistas. Es importante en este contexto que Blanco sea un representante de la literatura gay, aquí un homosexual que deliberadamente escoge no asimilarse para no desechar el poder denunciatorio de su condición de marginado discriminado (177-81). Sus análisis conducen a Bencomo a concluir que la crónica contestataria y experimental de las décadas entre 1968 y 1990 ha perdido su brío desaforado para decaerse en la antigua moda costumbrista. Es un juicio atrevido y, creo, bastante injusto. Al mismo tiempo sí reconoce los cambios que ha sufrido este género perdurable y provoca una reconsideración que por sí misma será refrescante y productiva.

University of California-Davis LINDA EGAN

BEATRIZ SARLO. La pasión y la excepción. : Siglo veintiuno editores , Colección Metamorfosis, 200e.

En su libro Copi, de 1991, César Aira reconoce que Eva Perón es un mito para los argentinos, “un cuento que todos conocemos y que no nos cansamos de que nos vuelvan a contar” (106). Será por eso que la literatura insiste en seguir narrándola, en una serie que abarca desde aquel relato pionero de , “El simulacro”, hasta la última novela de Daniel Herrendorf, Evita, la loca de la casa, publicada el año pasado en Argentina. Cada torsión de este “inconsciente literario del peronismo” –como lo bautizó con agudeza el crítico inglés John Kraniauskas– parece seguir interrogando ese plus de sentido que anuda el ícono de Evita en el imaginario argentino, su encarnación pulsional, a nivel de los deseos y de la identificación popular. En La pasión y la excepción, Beatriz Sarlo vuelve sobre la lectura de Jorge Luis Borges y la conecta con la figura de Eva Perón y con el asesinato del general a partir de la excepcionalidad de los tres ejes. Un escritor excepcional, Borges; una mujer excepcional, Eva Perón, y un hecho absolutamente excepcional en la historia argentina: el secuestro y asesinato –acompañado por la escalofriante divulgación pública del relato de los hechos– del general Pedro Eugenio Aramburu. La ejecución fue realizada por los que acusaban a Aramburu de ser el líder de la Revolución Libertadora que en 1955 descabezó el segundo gobierno constitucional de Juan Perón. Además, lo señalaban como el principal responsable de los fusilamientos de militantes peronistas en el basural de José León Suárez en junio de 1956 –que dio a conocer después de una pormenorizada investigación en Operación masacre, piedra fundamental del género de non-fiction en Argentina– y del secuestro del cadáver de Eva Perón. Sarlo realiza el montaje de su libro a partir de un eje cronológico: en mayo de 1970, los Montoneros ajustician a Aramburu y en agosto de ese mismo año Borges publica El RESEÑAS 615 informe de Brodie, que incluye un cuento particularmente violento de la saga heroica del escritor rioplatense: “El otro duelo”. Además de la coincidencia temporal, el acontecimiento histórico del ajusticiamiento de Aramburu se relaciona con la trayectoria de Eva Perón y con los cuentos de Borges alrededor del argumento maestro de la pasión y la venganza. En este sentido, el libro está organizado a partir de tres nudos semánticos que articulan tres secciones diferentes: la “belleza” (de Eva Perón); la “venganza” (de los Montoneros) y las “pasiones” de ambos y del agitado escenario cultural de los setenta en Argentina. Entre Evita y los Montoneros, tres cuentos de Borges: “Ema Sunz”, “El fin” y “El otro duelo” le permiten a Sarlo la sutura imaginaria. Bajo el principio de Carl Schmitt en su Teología política de que “la excepción es lo no subsumible”, lo que “escapa a la comprensión genérica” (270), Sarlo realiza una lectura que refuerza una vez más el mito de la excepcionalidad argentina. De cualquier manera, lo que me interesa es ver cómo se construye en este libro esa excepcionalidad. Y Sarlo lo hace principalmente a partir de dos hipótesis fuertes: primero, que aquello que a Eva no le servía para ser reconocida como actriz porque era inadecuado o insuficiente en el mundo del espectáculo –como por ejemplo su “cara de criollita”– le valió como una posesión rara y sorprendente en el mundo de la política. La segunda hipótesis es que Eva teje su excepcionalidad a partir de la centralidad que ocupa la ropa en la construcción de su imagen pública, y por la asimilación entre cuerpo privado-cuerpo político que su mito articula en el relato peronista. Sarlo lee lo que para ella es el impactante “look ultramoderno” de Evita en muchas fotografías de la época y en relación con la moda de los años 40 y 50. En este sentido, su lectura tiene un claro antecedente en la primera parte del bello libro Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón cuerpo y política, de Paola Cortés Rocca y Martín Kohan, publicado en 1998. Allí, en el primer capítulo, “Mostrar la vida”, los autores trabajan las transformaciones en la imagen de Eva a partir de fotografías, bajo el principio de que ella sería una especie de pionera de la biopolítica ya que su figura inicia el proceso de mediatización de lo público, en el que cuerpo y estilo se vuelven elementos significativos dentro de un programa político. Unos años después, Sarlo vuelve sobre el mismo tema y es allí donde encuentra la excepcionalidad de Eva: en la singularidad de su construcción física, material, como la cara emblemática del régimen. Y se pregunta respecto de qué es esa excepcionalidad, para llegar a la conclusión de se trata del desvío frente a la tipología femenina de la época. “Aquello que no la había favorecido demasiado mientras intentó triunfar como actriz”, eso que Eva tenía de “diferente e inasimilable respecto de las otras que eran consideradas superiores, justamente eso fue la base de las transformaciones que le dieron su cara y su cuerpo al régimen peronista” (231). Es decir, la excepción construida desde la carencia y no desde los atributos que se poseen. Y en ese aspecto, Sarlo considera que “también la belleza de Eva fue extraordinaria, es decir, fuera de la norma” (231). Creo que este es sin lugar a dudas el argumento más débil del libro. A esta altura de los análisis que sobre la imagen de Eva Perón se han realizado –desde disciplinas como la semiología, la politicología, la antropología, la historia, la sociología, los estudios culturales– una pista más interesante y más original de lectura es la que va por el lado de los estudios que realiza por ejemplo John Kraniauskas en “Eva peronismo, literatura, estado”. Allí, en un sutil análisis, el crítico inglés profundiza en las aristas del Estado como formación cultural, 616 RESEÑAS deteniéndose –a partir de la lectura de Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Guattari– en el poder de captura Eva-peronista en relación al proceso de masificación argentino y en el lugar de Eva como mediadora en el escenario populista, donde se juegan en simultáneo tanto la movilización como la desmovilización de las masas. Pero Beatriz Sarlo elige otro camino, tal vez menos arriesgado y en relación al pensamiento que hegemoniza en la actualidad el campo intelectual argentino. En sintonía con algunos artículos de Hugo Vezetti publicados en Punto de Vista, trabaja sobre la idea de que la retórica del régimen peronista alentó la representación de un Estado encarnado en un cuerpo doble, geminado. En La razón de mi vida –que más allá de la polémica sobre su autoría, es indudable que fue autorizado por Evita y que coincide con la imagen que ella misma quería promover a la escena pública–, la propia Eva se asume como incompleta sin la figura de Perón. Él es el cóndor; ella, el gorrión. El es el líder, el conductor, la Idea. Ella, tan sólo un puente entre Perón y el pueblo. Desde estos textos y desde el testimonio de su modisto Paco Jamandreu de que había realmente dos Evas –una muchacha dulce, sencilla, y otra que en su opinión parecía “poseída”–, Sarlo lee al peronismo a partir de lo que E.H. Kantorowicz denominó “la ficción mística” de la monarquía y de los planteos de Claude Lefort en La invención democrática. Kantorowicz afirma en Los dos cuerpos del rey que los imaginarios de la monarquía se sostienen a partir de la idea de un doble cuerpo, de naturaleza diferente: uno “moral”, natural, y el otro “político”, que nunca puede morir porque sostiene con su integridad la continuidad del absolutismo. Lefort, leyendo a Kantorowicz, sostiene que “la invención democrática” implica precisamente la liquidación de esa identidad mística del cuerpo político con el cuerpo del rey, para instituir de esta manera un “lugar vacío”, un poder indeterminado que es ejercido por sujetos que son definitivamente y nada más que humanos y mortales. Sarlo está convencida de que las imágenes de esa sociedad bipolar conformada por Perón y Eva son un mecanismo tropológico de la hegemonía cultural implementada por el peronismo, y desde allí utiliza la metáfora del doble cuerpo del rey para profundizar en las aristas “poco democráticas” del peronismo. En ese sentido, sostiene que el régimen era “escasamente republicano, más plebiscitario que democrático, de bajo tenor en sus instituciones políticas representativas y sostenido en cambio por algunas corporaciones y un vasto movimiento social intensamente personalista, cortesano en la aquiescencia y el halago a su líder, a quien se le adjudicaban cualidades literalmente providenciales, fanático en la devoción y el culto a su esposa, y en la experiencia que tanto partidarios como opositores tenían de la forma en que se ejercía la autoridad concentrada en la cima”. (90) Tal vez podrían precisamente conectarse esas aristas poco democráticas del peronismo con la interpretación de uno de sus epígonos, el de la actuación del grupo Montoneros en la década del 70, y el de la lectura que hace Sarlo de su carta de fundación como movimiento armado a partir de la difusión del escalofriante relato del secuestro, tribunal, sentencia y fusilamiento de Pedro Eugenio Aramburu, en mayo del 70. Una posible lectura del hilo conductor entre el peronismo, el secuestro de Aramburu y la feroz dictadura que ocurrió en Argentina entre 1976 y 1983 podría ser –como lo ha planteado inteligentemente Hugo Vezetti en Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina– RESEÑAS 617 explorar el imaginario argentino de aquella época, su estructura de sentimiento. Vezetti reconoce que la representación que se instaló en la década del 80 de una sociedad que fue víctima de un poder despótico resulta hoy insuficiente para comprender la magnitud que significan los treinta mil desaparecidos. La dictadura fue algo muy distinto a una ocupación extranjera y su programa brutal de intervención sobre el Estado y sobre amplios sectores sociales no era en absoluto ajeno a tradiciones, acciones y representaciones políticas que estaban presentes en el imaginario argentino desde bastante tiempo antes; una inédita articulación entre la política y la muerte que es necesario interrogar. Han tenido que pasar más de veinticinco años para que el debate en la Argentina sobre las responsabilidades históricas de los distintos agentes sociales y políticos que participaron por acción u omisión de la escena de la violencia de los setenta pueda volver a ser encarado en otro tono, sin la nostalgia infantil que a veces demuestran algunos ex militantes de aquellas organizaciones armadas ni el maniqueísmo que ha caracterizado el debate. En este sentido, las páginas que Sarlo dedica en el libro a los Montoneros son de un extraordinario valor, y a mi entender lo más logrado e inteligente del texto; también lo más valiente. En la segunda parte del libro, que lleva como título “Venganza”, se realiza una verdadera arqueología de la violencia de aquellos años, a partir de la lectura –y de la incorporación como hipotextos finales– de artículo de revistas y diarios contemporáneos al momento en que los Montoneros decidieron ejecutar a Aramburu. El anuncio, recuerda Sarlo, fue festejado por un amplio arco de la izquierda nacional –incluso por ella misma, reconoce– y la aparición del relato de los hechos en la prensa de aquella época significó una verdadera acta de presentación de los Montoneros ante la opinión pública como grupo armado revolucionario. La venganza implementada por los Montoneros actuó según Sarlo como una verdadera ley del Talión y puso de manifiesto el carácter primordial de la violencia como hecho jurídico. “La venganza, en el secuestro y asesinato de Aramburu, opera como ese punto previo a todo (esa cualidad “primordial” que proviene de un hecho excepcional) que renueva la topología del peronismo, reasigna lugares, decide su propia forma, define lo lícito, en una palabra, constituye”. (269) Será precisamente a partir de esta idea de la venganza como figura articuladora de sentido que Sarlo se preguntará desde qué cultura los Montoneros entendieron su mito político. Su operación de lectura intenta lúcidamente entender el caso Aramburu como un capítulo de la historia cultural argentina, que puso en juego articulaciones de sentido tan cuestionables como la idea del heroísmo y la disposición de los militantes al sacrificio personal. Si la publicación el 3 de septiembre de 1974 en la revista montonera La causa peronista del relato del asesinato de Aramburu resulta hoy increíble por su crueldad, el análisis detallado que hace Sarlo de estos artículos y de algunas cartas que entrecruzaron Perón y la dirigencia montonera arroja luz sobre un punto que aún está oscurecido en el debate nacional. Aquel de cómo fue posible la dictadura: ¿cómo fue posible que nos sucediera esto en un país que siempre se enorgulleció de su tradición europea, culta y civilizada? Sarlo despliega en este libro una hipótesis fuerte. Si el asesinato de Aramburu fue aplaudido en su momento por un amplio arco de los sectores progresistas, si constituyó la carta de fundación identitaria de esta agrupación armada que hizo pública desde un 618 RESEÑAS principio sus características mesiánicas e integristas, provenientes de la derecha católica, esto fue posible porque se integró sin más a la cultura de la violencia que constituía “la norma” de aquella época. Este “miniaturesco y siniestro carnaval militar” (154) que los Montoneros ejercieron sobre otro militar cuya culpa había sido derrotar a Perón, asesinar militares peronistas y secuestrar el cadáver de Eva, es para Sarlo el momento fundacional que une de alguna manera –bajo las pasiones extremas del amor y del odio: fusilamiento por fusilamiento, secuestro por secuestro– los dos sectores enfrentados del campo político de aquella época. En su lectura entonces el caso Aramburu es excepcional y no puede ser asimilado a las muertes que siguieron en el país –a pesar de su número impresionante– porque respondió a un hecho pasional, organizado simbólicamente sobre el eje de una pasión clásica: la venganza. Tal vez en algunos momentos del libro, como lector uno siente que este énfasis tan focalizado en las agrupaciones armadas deja de lado que la venganza también fue un argumento utilizado años después por los militares que usurparon el poder y dejaron una secuela de treinta mil desaparecidos. El secuestro de Aramburu, dice Sarlo, trabajó al mismo tiempo sobre el cuerpo de su víctima y sobre el de un mito nacional, el de Eva Perón; dos hechos que lee como excepcionales a partir de otra cifra de la cultura nacional: la obra de Jorge Luis Borges. En cuentos como “El sur”, “Ema Sunz” y “El otro duelo”, Borges logra capturar el ethos del coraje que atravesaba una época pre-moderna donde la ausencia de la justicia arrojaba a los héroes a la histórica misión de reparar con la venganza el orden perdido. “A Borges –escribe Sarlo– le interesa el orden moral en un mundo cuyo ethos se define por las pasiones” (190). Pero ese mundo apasionado y brutal a la luz de la lectura del relato de los hechos que hace Sarlo ya no se aloja irremediablemente en el pasado remoto, como parece querer decirnos el maestro Borges. Y en este sentido, Sarlo vuelve a echar mano al saber de la literatura, para interrogar a la Esfinge en un intento lúcido por conjurar tan sólo algunos de los demonios de nuestro pasado más reciente.

University of Pittsburgh SUSANA ROSANO