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Cuadernos de Arte Rupestre • Número 4 • Año 2007 • Páginas 29-50

Mª. Rosario Lucas Pellicer (1937- 2004) y su aportación al estudio e investigación del arte rupestre en la meseta

Juan A. Gómez-Barrera

RESUMEN En la misma sintonía que el artículo precedente del profesor Mauro S. Hernández Pérez, se da cuenta en las páginas siguientes de un sentido y merecido homenaje a la profesora Mª. Rosario Lucas Pellicer por sus constantes e intensos trabajos en el estudio e investigación de las mues- tras de arte rupestre existentes en la comarca de Domingo García, en el barranco del río Duratón, o en la misma Comunidad de Madrid.

PALABRAS CLAVE Península Ibérica, meseta, arte rupestre paleolítico y esquemáti- co, grabados y pinturas, homenaje.

ABSTRACT In tune with the above article by professor Mauro S: Hernández Pérez, the following pages are ment to pay sincere and deserved homage to professor Mª. Rosario Lucas Pellicer for her constant and profound studies and researches on Cave Art manifestations which can be found in the area of Domingo García on the River Duraton ravine, or even in Madrid Community.

KEY WORDS Iberian Peninsula, plateau, paleolithic and schematic cave art, engravings and paintings, homage.

C/Almazán, 3, 2ºC – Soria. [email protected] ARTE RUPESTRE 4 29/5/08 18:23 Página 30

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1. Introducción

Como es bien sabido, entre abril de 2004 en que falleció Mª. Rosario Lucas Pellicer y noviembre de 2006 en que lo hizo Pilar Acosta Martínez, la arqueología española ha tenido la desgracia de perder, en un encadenamiento necrológico sin precedentes, a los catedráticos universitarios de mayor relevancia en la investigación, estudio y divulgación del arte prehistórico peninsular: Francisco Jordá Cerdá, Eduardo Ripoll Perelló y Antonio Beltrán Martínez. El profesor Jordá, tan recordado en Alicante y Salamanca, murió en Madrid el día 10 de septiembre de 2004; el profesor Ripoll lo hizo en Barcelona el 28 de marzo de 2006; y no más de un mes después, el 29 de abril de 2006, fallecía en la capital aragonesa el profesor Beltrán. Por si fuera poco, unos meses más tarde moría Mª. Dolores Asquerino, y antes, el 29 de octubre de 2004, lo había hecho Victoria Cabrera Valdés, catedrática de Prehistoria en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. En el anterior número de esta revista, José Royo Lasarte y nosotros mismos ya nos ocupamos de trazar un pequeño homena- je, al modo de nota necrológica, a los queridos profesores Antonio Beltrán Martínez y Eduardo Ripoll Perelló (Royo Lasarte, 2006: 205- 214; Gómez-Barrera, 2006: 215-222); y otros colegas, y en otras revistas, lo han hecho también a los profesores Cabrera Valdés (Chapa Brunet, 2005: 273-274), Jordá Cerdá (Aura Tortosa, 2004 y 2005: 5-6; Corchón y Rodríguez, 2006: 3-6), Acosta Martínez (Hernández Pérez, 2006a: 11-17; García Sanjuán, 2007) y, asi mismo, de Ripoll Perelló (Almagro Gorbea, 2006a: 257-261; Fullola i Pericot, 2006; Ripoll López, 2006: 7-11) y de Beltrán Martínez (Almagro Gorbea, 2006b: 262-268; Hernández Pérez, 2006b: 19-26; Ortega, 2006; Monserrat, 2006; Utrilla, 2007: 9-12). De la profesora Lucas Pellicer, como se verá a continuación, se ocuparon amplia- mente, en sinceras y merecidas necrológicas, sus alumnos y compa- ñeros de Facultad; pero Cuadernos de Arte Rupestre –y, especialmente, los Cursos de Arte Rupestre de la Universidad Internacional del Mar en Moratalla, en cuya primera edición había aceptado participar– tenían una deuda moral que saldar con ella y, aunque su generosi- dad no podrá ser nunca pagada con tan modesto recuerdo, es nues- tra intención homenajearla analizando de forma sucinta sus aporta- ciones en el campo de la investigación del arte rupestre de la Meseta. La profesora Mª. Rosario Lucas Pellicer murió, en efecto, en Madrid, el 26 de abril de 2004, víctima de un absurdo y fatal acci- dente (Suárez, 2004). Por entonces se cumplían cuatro meses que otro absurdo humano, una grave enfermedad, le había arrebatado a su esposo, el también profesor e investigador, fiel colaborador en los

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inicios y experto internacional en conservación y restauración de bienes culturales, Vicente Viñas (Rubio de Miguel, 2005-2006: 29- 38). Quizá fuese esta unión y el deseo de ser útil a sus alumnos, a la arqueología y a la investigación –junto con su familia, pilares bási- cos de sus vidas en común– lo que le hizo seguir impartiendo sus clases en la Autónoma, su universidad de siempre, y aceptar, gusto- sa, el ofrecimiento de Mª. Manuela Ayala para intervenir el verano inmediato en el primer Curso de Arte Rupestre de Moratalla. Allí íba- mos a coincidir una vez más –después de haber sido ella guía y luz en los estudios de Valonsadero y generoso miembro calificador del tribunal que juzgó nuestra tesis doctoral en la UNED, en abril de 1991 (Gómez-Barrera, 1992a: 13)– hablando de lo que nos era tan cercano: el arte rupestre de la Meseta. Su ausencia nos llenó de nos- talgia y pesar a los docentes, si bien los alumnos pudieron conocer algunos de sus rasgos humanos y académicos más emblemáticos a través de las sabias y delicadas palabras de la profesora Blasco Bosqued. Precisamente ésta ha sido quien más y mejor ha glosado la figura personal y profesional de nuestra homenajeada y a sus múlti- ples escritos (2003-2004: s/p; 2004a: 399-400; 2004b: 9-10), y al Boletín especial que la Asociación Española de Amigos de la Arqueología dedicó a la memoria de Vicente Viñas y Rosario Lucas (2005-2006: 44) remitimos a cuantos deseen conocer los pormeno- res de sus intensas vidas académicas. Nosotros, como ya se señaló, recordaremos, con el testimonio preciso de Isabel Rubio de Miguel (2006: 13-20), los estudios y descubrimientos que Lucas Pellicer hiciera de los grabados rupestres de Domingo García y de la comar- ca de Santa María de Nieva, de las pinturas esquemáticas del Barranco o Cañón del río Duratón y del arte paleolítico y postpaleo- lítico de la Comunidad de Madrid, sin olvidar las preocupaciones que estos elementos le produjeron en lo relativo a su conservación, su protección y su divulgación. A nuestro recuerdo de persona humilde, bondadosa y culta, de amplia formación arqueológica –diversa y dispersa, como a ella misma le gustaba definir su condición– y poseedora de un exhaustivo cono- cimiento del arte rupestre peninsular, bien podemos añadir algunos hitos biográficos entresacados de los obituarios y necrológicas a los que su personalidad y categoría social dio lugar. Sabemos, así, que nació en la turolense localidad de Monreal del Campo, en diciembre de 1937, que estudió el Bachillerato en su capital, la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid (1955- 1960) y que con fecha 30 de septiembre de 1974 obtuvo el doctorado en Arqueología por la Universidad Autónoma, con su conocido tra- bajo sobre el Arte Esquemático del Duratón y un sobresaliente cum laude como calificación. Desde 1969, y hasta el mismo momento de

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su desaparición, estuvo vinculada a esta última Universidad, donde alcanzó, por oposición, la Adjuntía en 1974 y la Cátedra en 1991. Si a ello se añade que antes desempeñó la docencia y la investigación arqueológica en instituciones de tanto prestigio como el Instituto Español de Prehistoria (1962), el Servicio Nacional de Excavaciones Arqueológicas de la Dirección General de Bellas Artes (1962-1965), la Universidad de Mainz (1963-1964), el Museo Arqueológico Nacional y la Escuela del Instituto de Conservación y Restauración (1966- 1969), se entenderá fácilmente la pluralidad, diversidad y versatilidad de su producción bibliográfica, por más que el hilo conductor de toda su investigación fuera siempre el arte rupestre. Y en este sentido, y como final de esta breve introducción, es sintomático que su último trabajo, aquel que entregara cuatro días antes de su fallecimiento, indagara en la personalidad de Juan Cabré, otro turolense como ella, y en la historiografía del arte rupestre peninsular (Blasco Bosqued, 2003-2004; Lucas Pellicer, 2004: 167-193).

2. Los grabados rupestres del Molino Giriego (Sepúlveda), de Domingo García y de la comarca de Santa María de Nieva ()

Sin perder de vista que en 1968 coincidieron en la publicación tres obras claves en el estudio del arte rupestre peninsular como serían Arte rupestre levantino de Antonio Beltrán Martínez, La pintura rupes- tre esquemática en España de Pilar Acosta y la edición por parte de Eduardo Ripoll del Simposio Internacional de Arte Rupestre celebrado poco antes en Barcelona (Gómez-Barrera, 1982: 33), la creación –por ella, su esposo y otros amigos– en ese mismo año de la Asociación Española de Amigos de la Arqueología, la noticia que de inmediato recibieron del descubrimiento de las pinturas esquemáti- cas del Solapo del Águila y su propia tarea de excavación y prospec- ción en los campos segovianos por encargo de la Comisión Nacional de Excavaciones ante la inminente concentración parcelaria de éstos, debió ser, como bien señala Isabel Rubio (2006: 14), la causa de la inclinación inmediata de nuestra autora hacia este campo de inves- tigación, campo que de seguro había conocido de la mano de Purificación Atrián allá en las tierras de Teruel, mientras disfrutó de una beca del Instituto Español de Prehistoria en los lejanos años de 1958 a 1962. De todas formas, fuera porque los estudios de arte rupestre estaban de moda en España, fuera porque coincidien- do con esa difusión tuvo la suerte de conocer de primera mano una estación excepcional e inédita, o fuera porque sus años de becaria en Teruel le habían hecho apreciar in situ muestras de arte rupestre muy particulares, lo cierto es que en 1971 publicó casi a la par un valio-

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sísimo artículo en Trabajos de Prehistoria titulado Pinturas rupestres del Solapo del Águila (Río Duratón, Segovia) y un texto menor, pero tan interesante como aquél, sobre la existencia de grabados rupestres de la comarca de Santa María de Nieva (recogido en el número 67 de Estudios Segovianos). Además, este mismo texto, con apenas variantes en los comienzos de los párrafos pero con el añadido de unas nuevas muestras grabadas encontradas en el término de Ochando, lo presentó a la consideración del XII Congreso Nacional de Arqueología que tuvo lugar en Jaén. Este último texto, no debe olvidarse, aparecía firmado por Rosario Lucas Viñas, elemento signi- ficativo de la presencia en su vida de su compañero. De todos estos grabados, resumiendo las opiniones de nuestra homenajeada, escribimos nosotros en 1992 y de este lugar tomare- mos las notas que siguen (Gómez-Barrera, 1992a: 30-305). Independientemente de los grabados esquemáticos en cueva localizados en , Prádena y Pedraza, la provincia de Segovia ofrece amplias muestras de grabados rupestres tanto en covachas o abrigos como en superficies planas o verticales al aire libre. Lucas Pellicer dio a conocer el Covacho del Molino Giriego, en Sepúlveda, donde observó grabados profundos y geométricos a base de motivos enrejados, arboriformes y esquematizaciones humanas así como un bitriangular, que apareció cubierto de musgo y concre- ciones avalando su antigüedad, pareja con las muestras pictóricas del propio valle del Duratón (Lucas, 1974a; Lucas y Castelo, 1992). Pero el conjunto más significativo de los grabados rupestres sego- vianos se centra en la comarca de Santa María la Real de Nieva, en las márgenes de los ríos Eresma y Voltoya, al norte del Sistema Central, que parece prolongarse hacia la provincia de Ávila, y a ellos se refirió Lucas Pellicer en 1971 y en 1973. En concreto, los graba- dos se localizan en los términos de Santa María de Nieva, Armuña, , Domingo García, Migueláñez, , Ochando y de Eresma, en afloramientos del zócalo paleo- zoico de gneiss y preferentemente en sus caras verticales y lisas de orientación sur-sureste. Son grabados trazados en técnica de pique- teado –bien rellenando toda la figura o tan sólo contorneándola–, obtenida con un instrumento puntiagudo, si bien aparecen algunas muestras de incisiones finas y estrechas y, como es habitual en el arte rupestre, grafitos modernos (láms. 1 y 2). Excepcional en técnica y tamaño, y absolutamente apartado del conjunto general, se le apa- reció la figura de un caballo de 85 cm de longitud máxima por 55 cm de altura a la cruz, catalogado como paleolítico y trazado por picoteado pero delimitando su contorno por una sola línea de pun- tos gruesos y discontinuos (Lucas Viñas, 1973: 259, fig. 1). Años des- pués, como es bien sabido, la destreza de Sergio Ripoll y Luciano

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Lámina 1. Fotografía directa de uno de los grupos grabados de Domingo García (Fotografía de Juan A. Gómez-Barrera).

Municio permitió relacionar este équido con otros muchos motivos paleolíticos que, justamente, aprovechaban aquellas incisiones finas vistas por Rosario Lucas (Ripoll y Municio, 1999). Con todo, la profesora Lucas fue capaz, ya en aquel lejano 1971, de discernir formas, técnicas, estilos y paralelos, algunos tan suge- rentes como aquellos que le llevaron a emparentar a los grabados segovianos con los magníficos conjuntos de Val Camonica; incluso se atrevió a clasificarlos como «propios de las gentes que habitaron esta comarca desde finales de la Edad del Bronce, o comienzos de la primera Edad del Hierro, hasta la llegada de los romanos», a la vez que relacionaba sus figuraciones con una «posible veneración a ele- mentos naturales» de sus autores (Lucas Viñas, 1973: 265).

3. La pintura esquemática del Barranco o Cañón del río Duratón (Segovia)

Pese a lo que pueda parecer a raíz de las referencias de la bibliografía clásica, cuando Lucas Pellicer desembarca en el río Duratón, allá por 1971, el conocimiento de sus manifestaciones era prácticamente nulo.

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Lámina 2. Dibujo del grupo anterior realizado, y publicado en 1971, por Mª. Rosario Lucas Pellicer.

Cierto que Juan Cabré se había hecho eco, ya en 1915, de la exis- tencia de arte rupestre en la zona, mas su aportación quedó limita- da a una simple frase: «en las sierras de Sepúlveda existen dos abri- gos con figuras de aves y signos pintados en rojo» (Cabré, 1915: 90). Cierto, también, que a partir de esta frase el P. J. Carballo publicó en el Boletín de la Real Sociedad Española de Historia Natural un artículo de un par de páginas con el título de Nuevos descubrimientos de cue- vas con arte prehistórico en la Región de Sepúlveda que contenía breves reseñas de lugares no señalados, pero dentro de los límites de la localidad segoviana, donde aparecían muestras de pintura y grabado (Carballo, 1917). Y cierto, en fin, que el propio Cabré ayudó al mar- qués de Cerralbo en la documentación y edición de la que a la pos- tre sería la primera monografía sobre el arte rupestre del Duratón (Cerralbo, 1918). Con todo ello el abate H. Breuil pudo anotar, en el primer tomo de su voluminoso corpus de la pintura rupestre esquemática peninsular y en escuetas descripciones sin ilustración alguna, los grabados del Molino Giriego y las pinturas de las esta- ciones de Cueva del Cabrón, Las Entraderas, Los Angostillos del Villar, La Cueva del Juego de Chita, El Abrigo de Molinilla, Solapo del Águila, Cueva de la Sima del Mirón y Las Rocas del Común (Breuil, 1933: vol. I, 32-36). Cuarenta años después de la última referencia citada llegó al Duratón Mª. Rosario Lucas Pellicer. Al tiempo salía a la calle La pintu-

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ra rupestre esquemática en España, de Pilar Acosta, mas ni siquiera esto le serviría de referencia pues al elaborarse sobre las imágenes y calcos de H. Breuil, el Duratón quedaba inédito. Casi a la par, por lo que ella misma escribiría en 1979 (Lucas Pellicer, 1981: 505), se entregarían en imprenta los calcos del Solapo del Águila para su publicación en Trabajos de Prehistoria. Empezaba así una aventura personal que le ocupó toda su vida y que, lamentablemente, no vio culminada ya que su obra esencial, su tesis doctoral titulada La pintura rupestre esquemá- tica del Barranco del Duratón (Segovia), nunca sería publicada en su integridad. No obstante, para cuantos venimos trabajando en el mundo del arte prehistórico, decir Duratón es decir Mª. Rosario Lucas Pellicer y una intensa labor de trabajo y estudio. El río Duratón, tras rodear Sepúlveda, encaja su curso hacia el oeste en una serie de curvas meandriformes, conformando un amplio barranco de cerca de 35 km de longitud, dentro de un marco geológico bien definido de calizas cretácicas con planos de estratifi- cación horizontal, de escaso buzamiento y escarpadas paredes. Es en éstas, a ambos lados del río, donde se abren numerosos abrigos y covachas cuyas paredes ofrecen recovecos, oquedades y pliegues que el hombre primitivo supo utilizar como soportes o lienzos para sus pinturas (lám. 3). Según Mª. Rosario Lucas los frisos pintados, en número de 31 publicados –sabemos que con motivo del Inventario de Arte Rupestre de Castilla y León se llevaron a cabo una serie de trabajos de prospección bajo su dirección que dieron como resultado la ampliación del número de estaciones hasta alcanzar un centenar (Lucas, Cardito, Etzel, Ramírez y Anciones, 2001: 1)–, se localizan por lo general en los escarpes de las zonas más encajadas, dentro de los términos municipales de Sepúlveda, Castrillo, Villaseca, Burgomillado y Carrascal del Río. Por desgracia, del número total de estaciones reconocidas se han de descartar aquéllas que, como las solapas de la Suma y del Polvián, fueron cubiertas por las aguas del pantano de Burguillo. Solapo del Águila, Solapa de la Molinilla y Abrigo Grande de Carrascal son, a juzgar por los datos aportados por nuestra investigadora, las estaciones más representativas y de mayor interés del conjunto. Con la excepción de Carrascal 2, Solapo del Águila y Solapa de la Molinilla, en las que está presente el color negro, predomina el color rojo oscuro, o variaciones cromáticas de éste, generando un corpus de motivos que irían, en una gran variedad estilística, desde los tipos más subnaturalistas hasta la más completa abstracción, sin que ello presuponga diacronías múltiples (lám. 4). En el conjunto esquemático del Duratón analizó Lucas Pellicer (1981a: 505-526) un centenar de agrupaciones, con 98 tipos diferen- tes de motivos de los que 39 acogen figuras humanas simples, perso-

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Lámina 3. Detalle del Barranco del Duratón (Fotografía de Juan A. Gómez-Barrera)

najes armados o con objetos varios y figuras de apariencia antropo- mórfica. Se observan cuatro tipos idoliformes, 11 cuadrúpedos ads- critos a nueve tipos diferentes, 15 ramiformes en seis tipos con signi- ficación polivalente (vegetal-figura humana-carácter simbólico), cinco tipos de esteliformes alcanzando un total de 21 representacio- nes de las que 17 corresponden a Solapo del Águila, tres tipos (cinco motivos) de pectiniformes, tres estructuras (con cuatro motivos), cua- tro tipos de líneas paralelas (10 figuras), cinco tipos y cinco muestras de líneas curvas, y hasta 17 tipos de puntos y barras, lo que determi- na un amplio predominio de este tema en el barranco, ya sea agru- padas entre sí o individualizados en agrupaciones más o menos homogéneas. Finalmente se señalan tres tipos de otros signos inde- terminados y otros tres tipos de asociaciones de esteliformes-rami- formes, esteliformes-líneas paralelas y ramiformes-ramiformes que prueban en cierto modo la complejidad del grado de abstracción y agrupamiento del Arte Esquemático. Este análisis tipológico permite, individualizando motivos y par- cializando por tanto su lectura, acercarnos al contenido amplio del conjunto. Naturalmente, en aquellos primeros trabajos, facilitó Lucas Pellicer el camino hacia una tabla cronológica por compara-

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Lámina 4. El Solapo del Águila en fotografía tomada por nuestra autora.

ción con otros núcleos artísticos: una fecha avanzada del segundo milenio antes de Cristo e incluso próxima a los límites del primero; mas, en su última época, su inquietud y sus nuevos trabajos la lle- varon, como se verá en otro lugar, a fechas neolíticas. Es una lástima, pues, que las pinturas del Duratón, al igual que ocurre con las de las Batuecas, no hallan merecido aún la atención precisa de la administración para que, como ocurre en otros lugares –por ejemplo en Valonsadero (Gómez-Barrera, 2001 a y b)– se cuen- te con la edición de monografías precisas y completas, máxime cuando éstas están concluidas en su base desde hace décadas. Pero, y esto es un gran consuelo, Lucas Pellicer nos dejó, por iniciativa propia, el análisis del Solapo del Águila, que por sí solo sirve como ejemplificación clara del esquematismo de la región de Sepúlveda. Ofrece esta estación, como es bien sabido, 28 paneles o agrupa- mientos de motivos diferenciados por la investigación, con más de 100 figuras, entre las que sobresalen 45 representaciones antropo- mórficas y 17 esteliformes frente a tan sólo seis cuadrúpedos. Las combinaciones de puntos y barras parecen otra constante del abrigo y, si bien no se han concretado las observaciones formuladas por el marqués de Cerralbo en cuanto a repintes, superposiciones y fases

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pictóricas, sí reparó Lucas Pellicer en cierto parentesco con el Arte Levantino en diversos detalles de algunos motivos y disposición de varios grupos y, sobre todo, en los datos que esta estación aporta en relación con temas tan estimables, para el conocimiento de sus auto- res y de sus modos de vida, como la domesticación de los animales, las tareas agrícolas rudimentarias y las prácticas rituales o cultuales. Sin duda, la memoria y el recuerdo de la profesora Mª. Rosario Lucas Pellicer merece que entre todos se haga el esfuerzo necesario para el descubrimiento real y definitivo, de cara al gran público, espe- cialmente de las manifestaciones rupestres prehistóricas e históricas del Barranco o Cañón del río Duratón.

4. El arte rupestre de la Comunidad de Madrid

Si las manifestaciones de arte rupestre segoviano se conocen en gran parte merced a la labor de investigación de la profesora Lucas Pellicer, no otra cosa puede decirse del arte rupestre de la Comunidad de Madrid. Gracias a su tesón disfrutamos de una exce- lente monografía, bellamente titulada –Dibujos en la roca– y ejecuta- da. Es verdad que contó para la coordinación de esta obra –que, no olvidemos, se subtitula El arte rupestre en la Comunidad de Madrid– con la colaboración de Luz María Cardito Rollán y Juan Gómez Hernánz, y la ayuda, en escritos y capítulos significativos, de Isabel Rubio de Miguel, Javier Baena Preysler, Elena Carrión Santafé, Concha Blasco Bosqued, José Lorenzo Sánchez Meseguer y Ellen Etzel Sülzle entre otros. Pero todo surgió de su compromiso por el conocimiento y la divulgación del arte rupestre, incluso en aquellas zonas, como hasta hace poco era la Comunidad de Madrid, en las que poco o nada se sabía de su existencia. El arte rupestre de la Comunidad de Madrid venía marcado, hasta la aparición en escena de la profesora Lucas Pellicer, por la enigmática cueva paleolítica del Reguerillo y por el no menos enig- mático grafismo de la Cueva de Pedro Fernández. La primera se loca- liza en el cerro de la dehesa de la Oliva, al oeste de la presa del Pontón del mismo nombre, en el término municipal de Patones, y es conocida desde 1944 en que se declaró Monumento Histórico Artístico al suponer que sus paredes contenían grabados incisos de características paleolíticas. La segunda, explorada a partir de 1971 por José Lorenzo Sánchez Meseguer y su equipo, se abre en la finca conocida con el nombre de San Pedro, en el término municipal de Estremeras. Si la documentación de la Cueva del Reguerillo era exi- gua, pues no había otra cosa que un artículo de un par de páginas de don Manuel Maura inserto en las actas del II Congreso Nacional de Arqueología, a la sazón celebrado en Madrid en 1951, poco más se

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podía decir del segundo. En todo caso, a estas manifestaciones rupestres se les podía incorporar, por sus evidentes paralelismos con muestras grabadas y pintadas sobre rocas, un par de objetos con arte mueble esquemático: el célebre vaso campaniforme, decorado con incisiones figuradas reproduciendo cinco ciervos coronados con sen- dos soles, hallado en 1916 por H. Obermaier en el yacimiento de Las Carolinas de Villeverde; y el colgante del Cerro de El Viso, en Alcalá de Henares, impreso en una de sus caras con un antropomorfo esti- lizado y tocado especial sobre su cabeza y, en la otra, con un símbo- lo romboidal (Fernández Galiano, 1974). Con tales antecedentes, pero sobre todo con la intuición de su experiencia y su sabiduría, empezó Lucas Pellicer en 1988 una enor- me tarea de investigación que le pondría tras las huellas de los gra- bados del Reguerillo, por entonces supuestamente reproducidos por el célebre Francisco Benítez Mellado, y, hallados éstos, tras la respon- sabilidad de un equipo de trabajo que llevara a cabo el Inventario de Arte Rupestre de la Comunidad de Madrid. La bella historia del des- cubrimiento de los grabados de la Cueva del Reguerillo a través de los dibujos de Benítez Mellado localizados por nuestra autora y su equi- po en los archivos del Museo Arqueológico Nacional puede, y debe, leerse en las páginas de las actas del I Congrés Internacional de Gravats Rupestres i Murals (Lucas Pellicer, 2003: 189-197), publicadas once años más tarde de la celebración de la reunión científica. Y el resto, incluidos los objetos muebles y la reseña de la Cueva de Pedro Fernández, en el ya imprescindible libro, al menos para los que nos dedicamos al arte prehistórico, Dibujos en la roca (fig. 1). Sus páginas, además de un trabajo interdisciplinar, nos pondrán sobre la pista de los descubrimientos del arte esquemático madrileño: Covacha del Pontón de la Oliva (1989), Cueva de las Avispas (1990), Abrigo del Pollo (1991) y Cueva del Aire (1991) en Patones; Abrigo de Belén (1990), en Torremocha del Jarama; Cueva del Derrumbe (1991), en Torrelaguna; Abrigo de los Alcores (2004), Cueva del Quejigal (2002) y Abrigo de Valdesalices (1990), en Guadalix de la Sierra; Abrigo de los Horcajos (1991), en El Vellón; Abrigo de los Aljibes (1989), Abrigo 82/2R (1989) y Abrigo 82/17-3R (1989), en Manzanares El Real; Abrigo de La Dehesa o de Las Roturas (1994), en Buitrago de Lozoya; Abrigos de la Enfermería I y II (1989), en Pelayos de la Presa; y Cerro de San Esteban I y II (1996), en San Martín de Valdeiglesias. De todas estas estaciones de arte rupestre se da, en el libro coordina- do por Cardito Rollán, Gómez Hernánz y Lucas Pellicer, amplia información documental e investigadora, con precisos calcos y foto- grafías en color, necesarios para una justa valoración de las mismas; pero, además, y como novedad, se diferencian en grupos según su soporte sea calizo o granítico.

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Lámina 5. Portada del libro póstumo de Mª. Rosario Lucas Pellicer.

Mas dejémoslo aquí, pues ni siquiera en pro de que los investi- gadores que no tengan acceso al libro dispongan de inmediato de la información precisa para hacerse una idea real del trabajo dirigido por la profesora Lucas Pellicer debemos privar, a los que sí puedan hacerlo, de leer y consultar Dibujos en la roca, uno de los libros de arte rupestre más importantes de los publicados en lo que llevamos del nuevo siglo. Tengan además por seguro, estamos convencidos de ello, que semejante libro es el auténtico testamento científico y pro- fesoral de Mª. Rosario Lucas Pellicer.

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5. Otras cuestiones no menores

Nos referimos, obviamente, a trabajos relacionados con el arte rupestre pero en los que la autora nos trazaba ora una precisa cues- tión de conservación y restauración, una sencilla y clara sistematiza- ción historiográfica de una época, un estilo o un investigador, o una tarea de difusión y divulgación; ora una indagación simbólica, expli- cativa o analizadora del hecho artístico en sí. No son, como deci- mos, cuestiones menores, por más que la investigación académica, salvo en la última de las variantes, adolezca de ellas. La profesora Lucas Pellicer lo mismo hacía una cosa u otra, cuando no trataba de mediar en áreas próximas buscando paralelos, analogías o diferen- cias. Esto lo hizo muy bien en el II Symposium de Arqueología Soriana, donde trató de poner en relación los grabados y pinturas rupestres de las provincias de Soria y Segovia (Lucas Pellicer, 1992; Lucas Pellicer y Castelo Ruano, 1992), quizás en recuerdo de un célebre artículo de Juan Cabré (1941), y siempre en sintonía con lo que nos- otros habíamos expuesto en la lección inaugural de aquel mismo evento (Gómez-Barrera, 1992b: 9-64). Como a todos los investigadores, a la profesora Lucas Pellicer le debió preocupar mucho el estado de conservación y posible restau- ración de algunos de los conjuntos de arte rupestre peninsular. La docencia en la Escuela Aplicada de Conservación y Restauración en los comienzos de su carrera y la profesión de su compañero, Vicente Viñas, debió ser para ella un acicate especial. Buena prueba de ello fueron sus propuestas al Altamira Symposium (Lucas Pellicer, 1981b: 695-702), basadas en un artículo previo publicado en la revista de su Universidad (Lucas Pellicer, 1977a: 1-12) y centradas en la protec- ción y estabilización de la roca soporte, en la dotación al propio arte de mecanismos que le permitan subsistir sin alteraciones pernicio- sas y en la lucha tenaz contra cualquier agente biótico que poten- cialmente pudiera ser responsable del más mínimo efecto degradan- te. Mas, como docente que era, entendió que las actuaciones antró- picas, sin duda las mayores causantes del deterioro del arte rupestre, podían solventarse con medidas preventivas tan eficaces como la difusión y divulgación de nuestro patrimonio –«en nuestras manos», llegaría a escribir, «está el enseñarles a comprender y valo- rar los vestigios del pasado»– y, sobre todo y para que éste fuera efi- caz, con la realización de exhaustivos inventarios –locales, regiona- les y nacionales– capaces de pormenorizar sitios y circunstancias individualizadas que pudieran llevarnos a diagnósticos precisos y exactos. Y a fe que estas tareas complejas y laboriosas fueron lleva- das a cabo por nuestra protagonista en sus lógicas limitaciones.

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Divulgó el arte rupestre con su fácil pluma en su obra de inves- tigación, con su cercanía en sus múltiples conferencias públicas (Lucas Pellicer, 1998), con su activa participación desde la Asociación Española de Amigos de la Arqueología, y con sus escritos en obras de ese carácter (Lucas Pellicer, 1993). Y qué duda cabe de que la base de su trabajo sobre arte rupestre partió siempre de la rea- lización de prospecciones sistemáticas que desembocaron, en menor medida, en sus propios trabajos de investigación y, de mane- ra general, en labores colectivas en torno a grandes proyectos de inventario, como el ya aludido para la Comunidad de Madrid o el de la Junta de Castilla y León (Corchón, Lucas, González-Tablas y Bécares, 1988-1989) en el que tuvimos la suerte de participar. Pero es que además, como no podía ser menos dada su capaci- dad de trabajo y preparación, buscó siempre solventar los grandes problemas científicos planteados por el arte rupestre. Su contextua- lización cronológica y cultural fue uno de ellos, y en este sentido cabe mencionar el análisis de materiales arqueológicos que pudie- ran tener alguna respuesta precisa; baste recordar, por ejemplo, el estudio del vaso cerámico del Cerro de San Antonio (Madrid), que adscribió a la Primera Edad del Hierro, en el que observó una repre- sentación antropomórfica en clara sintonía con ejemplos rupestres levantinos y esquemáticos y que le permitió buscar paralelos en otros objetos muebles europeos y peninsulares (Lucas Pellicer y Alonso Sánchez, 1989: 269-284). En esta misma línea estarían sus trabajos sobre el Neolítico (Lucas, Anciones, Cardito, Etzel y Ramírez, 1997: 157-163) y el horizonte Cogotas I (Lucas Pellicer, 1989: 477-492) del Barranco del Duratón, sin olvidar la gran apor- tación cronológica que a este respecto hizo con la datación absolu- ta, mediante termoluminiscencia, del yacimiento neolítico de El Espino (Villaseca), sin arte rupestre pero a medio camino entre la Cueva de la Nogaleda y el Solapo del Águila (Lucas, Cardito, Etzel, Anciones y Ramírez, 2001: 167-176). Y no muy lejos de tales pará- metros se inscribirían sus preocupaciones interpretativas del arte esquemático a través del paisaje (Lucas, Cardito, Etzel, Ramírez y Anciones, 2001: 1), del hecho económico (Lucas Pellicer y Rubio de Miguel, 1986-1987: 437-444) o del meramente cultual o religioso (Lucas Pellicer, 1990: 199-208). Y por concluir, citaremos también su preocupación por la histo- riografía del arte prehistórico en general y del rupestre en particular. La búsqueda de los dibujos de la Cueva del Reguerillo realizados en 1944 por Francisco Benítez Mellado ya mencionada es una prueba clara de la intensidad de sus pesquisas. Otro tanto puede decirse del acto de sacar a la luz el archivo de arte rupestre del Museo Nacional de Ciencias Naturales (Lucas Pellicer, 2005: 281-291). Y por no dejar

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no dejó de ponderar a sus colegas, los pasados a través de artículos recordatorios como el caso ya citado de Cabré (1998; 2004), los pre- sentes desde las síntesis de nuestras actuaciones (1991a: 41-53). Decíamos páginas arriba que siempre nos llamó la atención la bondad y humildad de la profesora Mª. Rosario Lucas Pellicer y se nos olvidó señalar, asimismo, sus altas cotas de honradez; honradez, por- que no de otra forma hay que valorar su esfuerzo por desentrañar la fal- sedad o autenticidad de los yacimientos madrileños de La Pedriza, El Arroyo del Piojo y El Canto de la Cueva de Torrelodones, tal y como, de manera magistral, queda reflejado en el último apartado (“Un reto y más misterios: emulando a los artistas del pasado”) de Dibujos en la roca (2006: 359-371). Nosotros, que nos hemos visto con problemas similares en La Cueva de Las Salinas de San Esteban de Gormaz (Gómez-Barrera, 1999), sabemos lo que se siente cuando un ciudada- no cualquiera, con responsabilidad política o sin ella, acude al que él considera un especialista buscando respuestas a sus indagaciones. Atender estos reclamos, que en la mayoría de los casos suelen ser falsas alarmas, requiere atención y devoción; y cuando surge algo inconexo, inexplicable o fuera de contexto, merece humildad y honradez, honra- dez para reconocer el desconocimiento y, desde luego, para afrontar su solución, por mucho que ésta nos lleve a puntos sin retorno.

6. El fin de una generación

Josep María Fullola i Pericot, al trazar para El País el pasado 24 de abril de 2006 la nota necrológica que homenajeara al profesor Dr. D. Eduardo Ripoll Perelló, escribía que la muerte de éste «represen- taba la práctica extinción de la generación que, en los años cuaren- ta, reavivó la llama que Pere Bosch Gimpera legó a Lluís Pericot para que su obra perviviera a través de lo que se ha dado en llamar Escola Catalana d´Arqueología». Para tan insigne colega, Eduardo Ripoll era «el último de esta saga –en la que incluía a Miquel Tarradell, Pere de Palol, Antoni Arribas y Alberto Balil entre otros–, de una genera- ción brillante que tuvo una difícil continuidad en los estudiantes de los años cincuenta y sesenta, una generación perdida que fructificó luego en la quinta del 75, la que hoy ocupa los lugares de responsa- bilidad en la prehistoria y arqueología del país». Desgraciadamente, el encadenamiento necrológico de que hablábamos al principio, la desaparición del propio Ripoll, de Jordá, de Beltrán, de Acosta y de nuestra ponderada Lucas Pellicer, nos hizo recordar las frases anteriores y pensar que, en efecto, una generación brillante de catedráticos de prehistoria peninsular había desaparecido. Quizá eran todos ellos, y no sólo don Eduardo, los últimos eslabones de aquella generación intermedia entre la heroica

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de Bosch y Pericot y la actual, la que el propio Fullola conformaría con Mauro S. Hernández, Rodrigo de Balbín, José A. Moure, Pilar Utrilla, Soledad Corchón, Martín Almagro, etc. Es cierto que el manido concepto de generación no ha tenido nunca una clara y sig- nificativa aplicación al mundo de la prehistoria. Hablamos de gene- ración, al menos en teoría, cuando una serie de coordenadas y sus variables –temporales, culturales, sociales, cual si se tratara de castas, clases, géneros o especies– coinciden en un grupo de personas. Podría ser el caso de don Francisco Jordá Cerdá, de don Eduardo Ripoll Perelló, de don Antonio Beltrán Martínez, de doña Pilar Acosta Martínez y de doña Mª. Rosario Lucas Pellicer, por más que ellas fueran algo más jóvenes y accedieran a las cátedras siendo ellos sus propios maestros. Todos ejercieron como catedráticos, y todos centraron su vida investigadora en torno al arte prehistórico, reci- biendo la herencia dejada por Obermaier, Bosch, Breuil, Pericot… y legándola ellos a Hernández Pérez, Balbín Behrmann, Utrilla, Corchón, Villeverde, etc. Sería, desde nuestro modesto entender, una generación puente, absolutamente básica en la investigación, estu- dio y difusión del arte rupestre peninsular. A ella le debemos cuan- to tenemos y desde su legado hemos de caminar a favor de un mejor conocimiento de nuestro pasado.

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