LA ESTÉTICA DE LO RARO Y LO EXCÉNTRICO EN LA FICCIÓN

LATINOAMERICANA: LEOPOLDO LUGONES, HORACIO QUIROGA, SILVINA

OCAMPO Y FELISBERTO HERNÁNDEZ

By

OLGA-LUCÍA SAAVEDRA-CHÁVEZ

B.A. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1997

M.A. University of Colorado at Boulder, 2003

A thesis submitted to the Faculty of the Graduate School of the

University of Colorado at Boulder

in fulfillment of the requirement for the degree

of Doctor of Philosophy

Department of Spanish and Portuguese

2014 This thesis entitled:

“La estética de lo raro y lo excéntrico en la ficción latinoamericana: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Silvina Ocampo y Felisberto Hernández”, written by Olga-Lucía Saavedra-Chávez, has been approved for the Department of Spanish and Portuguese.

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Professor Peter Elmore, Chair of the Committee

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Professor Leila Gomez

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Professor Tania Martuscelli

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Professor Andrés Prieto

Other members:

Professor Luis Hernán Castañeda

Date: May 7th, 2014

The final copy of this thesis has been examined by the signatories and we find that both the content and form meet acceptable presentation standards of scholarly work in the above mentioned discipline.

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Saavedra-Chavez, Olga Lucia (Ph.D., Department of Spanish and Portuguese)

La estética de lo raro y lo excéntrico en la ficción latinoamericana: Leopoldo Lugones. Horacio Quiroga, Silvina Ocampo y Felisberto Hernández Thesis directed by Professor Peter Elmore

The purpose of this dissertation is to analyze a series of texts of four authors of the Río de la Plata: Leopoldo Lugones (1874-1938) , Horacio Quiroga (1878-1937) , Silvina Ocampo

(1903-1993) and Felisberto Hernández (1902-1964 ), in order to examine some common elements that appear in their works, such as the uncanny and weird character of these stories; the crisis of the ego, to the extent that many of the stories of my corpus show a split of subjectivity, often confused with the idea of the double (doppelgänger), but refers to an equally complex problem, although essentially different: the split of the personality; posed the analogy between these accounts represented the logic of the world and the logic of tropes, as observed in the presence of these tropes not only at the level of discourse, but also --and especially-- in the story and the use of certain resources as the stylization of the grotesque and the spectacle and the ritualization of the actions. These elements are manifested in the work of each author through several motifs and, together, build a canon and show how this strange stories form a solid narrative tradition established a network of relationships and communicating vessels even when the authors present in this research profess conceptions of writing that can become radically different and, in fact, belong to different times. Thus we analyze modulations borders and the fantastic, but also, and above

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all the singularities of the strange and sinister (the Freudian concept of uncanny, as already mentioned above), and also show the difficulty of classifying these accounts under the stable parameters of a particular discourse genre.

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CONTENTS

I. Capítulo I. Introducción…………………………………………………………1

II. Capítulo II. Leopoldo Lugones (Argentina, 1874-1938): Una inserción en lo fantástico……………………………………….…………………………..27

III. Capítulo III. Horacio Quiroga (Uruguay 1878-1937): Lo insólito en lo orgánico………………...... 69

IV. Capítulo IV. Silvina Ocampo (Argentina, 1903-1993): El sentido radical de lo extraño………………………………………………………………..118

V. Capítulo V. Felisberto Hernández (Uruguay, 1902-1964): Un aquelarre de los sentidos……………………………………………………………..179

VI. Capítulo VI. Conclusión…………………..……………………….………….242

VI.Obras citadas………………..………………………………………………….249

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CAPÍTULO I:

INTRODUCCIÓN

El propósito de esta tesis es analizar un significativo conjunto de relatos de cuatro autores pertenecientes a la región del Río de la Plata: Leopoldo Lugones (Argentina, 1874-

1938), Horacio Quiroga (Uruguay, 1874-1938), Silvina Ocampo (Argentina, 1903-1993) y

Felisberto Hernández (Uruguay, 1902-1963). El corpus está conformado por Las fuerzas extrañas (1906), de Leopoldo Lugones; una selección de relatos de Horacio Quiroga tomando como referencia la edición de Todos los cuentos (ALCA XX y FCE, 1993); varios textos de Silvina Ocampo de la edición de sus Cuentos completos (Emecé, 1999), y los volúmenes de relatos de Felisberto Hernández Nadie encendía las lámparas (1950) y el volumen II de sus Obras completas (Siglo XXI, 2007).

La relevancia de este corpus se justifica porque presenta varias características comunes que aparecen como constantes, en un marco temporal que abarca poco más de medio siglo --que transcurre entre comienzos del siglo XX y finales de la década del 50 del siglo pasado-- y que marca la transición del modernismo hacia el apogeo de la vanguardia

--que comparte paradójicamente la escena con la novela regional y la indigenista-- y luego a un ostensible retorno a formas narrativas más convencionales. Estas características son las siguientes: 1) el carácter extraño o siniestro de estos relatos; 2) La crisis del ego, en la

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medida en que muchos de los relatos de mi corpus ponen de manifiesto una escisión de la subjetividad, muchas veces confundida con la idea del doble (doppelgänger), pero que alude a un problema no menos complejo, aunque en esencia distinto: el yo escindido; 3) La analogía que plantean estos relatos entre la lógica del mundo representado y la lógica de los tropos, pues se observa en ellos la presencia de los tropos no solamente en el nivel del discurso, sino también, y sobre todo, en el de la historia, 4) El empleo de ciertos recursos de representación como la estilización de lo grotesco y la espectacularización de las acciones y la ritualización.

Los cuatro capítulos en que se ha dividido esta investigación, constan de dos partes.

En la primera se someten a examen los motivos más característicos de la obra cuentística de cada uno de los autores; en la segunda se analiza el aspecto formal, especialmente la importancia de algunas figuras literarias --muchas de las cuales aparecen transfiguradas--, así como también diversas estrategias de representación presentes en estos relatos. El análisis de todos estos elementos formales es de suma importancia, no solo porque permiten la plasmación de los motivos que analizaré en cada autor, sino también por ser elementos centrales de la representación en este conjunto de relatos.

¿Qué entiendo, en esta tesis, por “extraño”? Según Tzvetan Todorov, en su clásico libro Introducción a la literatura fantástica (1976), lo fantástico está marcado por la presencia de una vacilación compartida por el lector y el personaje, “que deben decidir si lo que perciben proviene o no de la realidad, tal como ella existe para la opinión común. Al fin de la historia, el lector, si no el personaje, toma sin embargo una decisión, opta por una solución u otra, y con eso sale de lo fantástico” (Todorov: 41).

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Esta decisión es importante y puede tomar caminos distintos, explica Todorov. Si decide que las leyes de la realidad no son alteradas y permiten una explicación de los fenómenos narrados, es posible decir que la obra nos conduce a otro género, “lo extraño”.

Por otra parte, si decide que es necesario reconocer nuevas leyes de la naturaleza que propongan una explicación de lo narrado, ingresamos al género de “lo maravilloso”.

Es interesante anotar que aunque Todorov reconoce tanto en “lo extraño” como en

“lo maravilloso” dos componentes de lo fantástico, señala también que para que un relato pertenezca a este género, debe mantenerse en la indecisión entre uno u otro componente.

Más aún, propone un esquema en el que “lo extraño” y “lo maravilloso” constituyen subgéneros que acompañan en mayor o menor medida los textos fantásticos.

No se obvia aquí la dificultad de definir “lo extraño”, que a diferencia de lo fantástico, según Todorov, no es un género bien delimitado. “Lo extraño” está limitado de un solo lado, el lado de lo fantástico. Por ello, lo extraño “cumple una sola de las condiciones de lo fantástico: la descripción de ciertas reacciones, en particular del miedo; está vinculado solo a los sentimientos de los personajes y no a un acontecimiento material que desafía la razón” (Todorov: 47).

Esa última característica de los relatos extraños es la que se halla en la obra de

Leopoldo Lugones, pues si bien es un autor que no pertenece estrictamente a dicho género -

-los cuentos que conforman Las fuerzas extrañas corresponden, más bien, a los géneros fantástico y maravilloso-- sus relatos presentan, sin embargo, rasgos formales y motivos comunes a los del género extraño pertenecientes a Horacio Quiroga, Silvina Ocampo y

Felisberto Hernández.

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La presencia de “Lo extraño” en los relatos fantásticos de Leopoldo Lugones tiene relación con el hecho antes mencionado de que lo fantástico, más que constituirse como género autónomo, se ubica en los límites de lo extraño y lo maravilloso. Debido a ello, el elemento que vincula esos textos fantásticos lugonianos con el género extraño es esa sensación de miedo a la que se refiere Todorov, relacionada al efecto siniestro. Sin embargo, en el caso de Lugones, el horror no sólo está presente en sus cuentos fantásticos, sino también en los que pertenecen al género maravilloso --como los del tipo maravilloso científico o llamado también ciencia-ficción, tales como “Yzur”, “La fuerza Omega”, “El

Psychon” y “La Metamúsica” -- a pesar de que esta clase de relatos, según Todorov, se caracterizan, generalmente, por “la existencia única de hechos sobrenaturales sin implicar la reacción que provocan en los personajes” (Todorov: 47), “ni en el lector implícito”

(Todorov: 54).

En cuanto a los relatos de los demás autores (Quiroga, Ocampo y Hernández), estos sí pertenecen al género extraño y presentan, asumiendo la idea de Todorov (originalmente planteada para la literatura fantástica del siglo XIX), varios de los elementos que lo constituyen: el sueño, el azar y las coincidencias, la incorporación de visiones y otros mecanismos ilusorios de los sentidos -por efecto del uso de sustancias alucinógenas, hipnóticas o bebidas alcohólicas o de trastornos mentales, enfermedades, el delirio, entre otros. Todo esto, en suma, abriría la posibilidad de una explicación racional que, en última instancia, anularía el efecto fantástico o el carácter sobrenatural de un relato. Esta situación, precisamente, es muy frecuente en los textos analizados en la tesis.

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De otra parte, “lo extraño” en los relatos estudiados de Quiroga, Ocampo y

Hernández se vincula a la categoría de “lo extraño puro” bajo la cual Todorov reúne a un conjunto de relatos cuyos “acontecimientos pueden explicarse por medio de la razón, pero que son de una u otra manera increíbles, extraordinarios, chocantes, singulares, inquietantes, insólitos y que por ese motivo, provocan en el personaje y el lector una reacción semejante a aquella que los textos fantásticos nos han vuelto familiar” (Todorov:

47).

Los relatos extraños que forman parte de este trabajo, muestran también otra constante: un juego radical con la experiencia de los límites, con varios de esos elementos que Todorov encuentra en algunos textos fantásticos del siglo XIX, en especial en los de

Edgard Allan Poe: el estado enfermizo de los personajes, “las escenas de crueldad, el disfrute del mal, el asesinato […]. La sensación de extrañeza parte, por lo tanto, de los temas evocados, que están ligados a tabúes más o menos antiguos. Si admitimos que la experiencia primitiva está constituida por la trasgresión, podemos aceptar la teoría de Freud sobre el origen de lo extraño” (Todorov: 48). Es preciso señalar que si bien en la cita anterior aparece la palabra “extraño”, Todorov se refiere al término unheimlich que utiliza

Freud para hablar de lo siniestro, pues antes había afirmado: “En caso de creer en Freud, la sensación de lo extraño (das Umheimliche) estaría relacionada con la aparición de una imagen que se origina en la infancia del individuo o la raza1” (Todorov: 47).

1 De acuerdo a David Sandner, en el ensayo titulado “Supernatural Horror in Literature”, de H.P. Lovecraft, este autor define el horror como un miedo cósmico: “ʽThe oldest and strongest emotion of mankind is fear, and the oldest and strongest kind of fear is fear of the unknownʼ” (Whitehead: 28). De esta manera, Lovecraft coloca “a fear in the obscurity and uncertainty embodied in fantastic literature” (Whitehead: 28). Esta idea parece vincularse con la formulada por Sigmund Freud sobre lo siniestro, quien “writes of an exclusively negative effect, emphasizing the possibility in the […] fantastic of fragmentation

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Para el psicoanalista austríaco, la palabra unheimlich alude a algo familiar que, de pronto, se vuelve siniestro: “The German Word unheimlich is obviously the opposite of heimlich, heimisch, meaning “familiar”, “native, “belonging to the home” (Freud: 124).

Sin embargo, “among its different shades of meaning the word heimlich exhibits one which is identical with the opposite, unheimlich. What is heimlich thus comes to be unheimlich”

(Freud: 126). Este significado, según el diccionario Grimm citado por Freud, es el de

“occultus” (Freud: 126). Por ello, “the word heimlich […] means that which is familiar and congenial, and the other hand, that which is concealed and kept out of sight” (Freud: 126).

De acuerdo a Freud, esto puede explicarse mejor a través de Shelling: “ʽEvething is uncanny that ought to have remained hidden and secret, and yet comes to lightʼ” (Freud:

126).

Esta característica de lo siniestro como aquello que es familiar pero que súbitamente se vuelve inquietante, está presente en varios de los relatos estudiados. Por ejemplo, en la obra de Lugones, es posible hallar este aspecto en “La lluvia de fuego”, pues el horror aparece en medio de un ambiente de normalidad --un día soleado como cualquier otro, con las calles colmadas de gente y de vehículos-- y únicamente el cambio momentáneo de la regularidad develará lo siniestro: “A eso de las once cayeron las primeras chispas”

(Lugones: 27). Lo siniestro también está oculto tras la apariencia inofensiva de ciertos aparatos científicos como en “La metamúsica” o “La fuerza omega”. En el caso de Horacio

Quiroga, lo siniestro forma parte de la naturaleza y se esconde bajo las formas más inocuas e insospechadas como la miel o las hormigas, tal como se observa en el relato “La miel and a frightening breakdown of the identity in the bewildering play of fantastic images […]. Freud reads the fantastic image, ʽotherʼ by definition, as expressive of the superstitious return of the repressed both in the individual and in culture” (Whitehead: 28).

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silvestre”. Incluso, lo siniestro está oculto en el propio organismo del individuo y puede revelarse con sólo algunos cambios químicos. Asimismo, este elemento puede formar parte de la vida cotidiana2 y permanecer oculto en la tranquilidad del dormitorio y sólo mostrarse por casualidad, como se aprecia en “El almohadón de plumas”. En la obra de Silvina

Ocampo, lo siniestro también es un componente de la cotidianidad3, pues está presente en el hogar tras la imagen protectora de las institutrices o las madres --como muestran “El retrato de Porfiria Bernal” o “El retrato mal hecho”-- y la apariencia inocente de los niños, como en “El vástago” o “La raza inextinguible”. En Felisberto Hernández, mientras tanto, lo siniestro está contenido en una simple mirada que coloca al objeto visual en la posición de ser sacrificial, tal y como propone el relato “El acomodador”.

Sin embargo, es necesario aclarar que en los relatos de Silvina Ocampo y Felisberto

Hernández, en varias ocasiones (y sobre todo en el uruguayo), lo extraño se caracteriza por una falta total de sorpresa --por parte de los personajes o narradores-- con respecto a ciertas situaciones inauditas. Esto se explica por la diferencia que existe en el concepto de literatura fantástica desarrollado en el siglo XX --y que funciona todavía hoy-- con respecto al del siglo XIX: “Es cierto que el siglo XIX vivía en una metafísica de lo real y de lo

2 Como lo demuestra buena parte de los relatos que conforman el corpus de esta tesis, el hogar es el espacio siniestro por excelencia. Ello puede explicarse como consecuencia de la influencia de la literatura gótica en la obra de los autores estudiados, pues, como afirma Birgit Röder, “the most frequent mode of the fantastic to fasten upon the home is the gothic, in which the house is far more often experienced as a place of mystery, tyranny, even as a tomb” (Whitehead: 99).

3 El hogar, considerado en el siglo XIX como el espacio femenino por antonomasia, era también, para las escritoras góticas, el espacio ideal para instalar el horror: “When written [the fantastic fiction] by female authors the popular maxim that ʽa woman place is the homeʼ renders the gothic or haunted house an specially conflicted space, albeit one ʽnaturallyʼ rooted in the fantastic. The same might be said of its iconic inhabitant --the ghost—for, as Julian Wolfreys observes, ʽthe spectre, though incorporeal, is incorporated into the very economy of dwellingʼ”(Whitehead: 99). Sin embargo, en el caso de los relatos extraños de Silvina Ocampo, la posición de ese espectro es ocupada por las madres y las institutrices de carne y hueso --las que no sólo generan miedo, sino que ejercen y consuman la violencia-- pasando, de esta manera, de ser las víctimas de los fantasmas de la literatura gótica a ser las victimarias de los niños. Es también en ese en ese espacio íntimo donde ellos aprenden a colocarse en la posición opuesta, al convertirse en verdugos de sus progenitores, luego de haber sido sus víctimas.

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imaginario, y la literatura fantástica no es otra cosa que la mala conciencia de este siglo

XIX positivista. Pero hoy en día ya no se puede creer en la realidad inmutable, externa, ni en una literatura que no sería más que la transcripción de esta realidad” (Todorov: 175). Por ello, en la obra de Kafka, como señala Todorov, “lo más sorprendente es justamente la ausencia de sorpresa ante este acontecimiento inaudito [la metamorfosis]” (Todorov: 175) o, como afirmaba Camus sobre la obra del autor checo, “ʽnunca nos asombraremos lo suficiente de esta falta de asombroʼ” (Todorov: 175).

De acuerdo a Todorov, lo que ocurre con la metamorfosis es que, a diferencia de los relatos fantásticos decimonónicos que partían de una situación natural para desembocar en lo sobrenatural, “La metamorfosis parte del acontecimiento sobrenatural para darle, en el transcurso del relato, un aire cada vez más natural” (Todorov: 177). Debido a ello, “toda vacilación se vuelve inútil” (Todorov: 177), pues, a diferencia de los relatos del siglo XIX en los que esa vacilación “servía para preparar la percepción del acontecimiento insólito, caracterizaba el paso de lo natural a lo sobrenatural” (Todorov: 177), en la obra de Kafka lo que se presenta es “un movimiento contrario: el de la adaptación que sigue al acontecimiento inexplicable, y caracteriza el paso de lo sobrenatural a lo natural” (Todorov:

178). En la obra del autor checo “el acontecimiento extraño ya no provoca vacilación porque el mundo descrito es del todo extraño, tan anormal como el acontecimiento al cual sirve de fondo” (Todorov: 179). Asimismo, de acuerdo a Todorov, lo que está expuesto en la obra de Kafka y en la de otros autores fantásticos del siglo XX puede ser explicado también a través de una teoría de lo fantástico propuesta por Sartre. En ella, el autor existencialista plantea que este tipo de literatura ya no busca describir seres extraordinarios, pues “ʽya no hay más que un único objeto fantástico: el hombreʼ” (Todorov: 180). Por eso,

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Todorov afirma: “El hombre “normal” es justamente el ser fantástico; lo fantástico se convierte en la regla, no en la excepción” (Todorov: 180).

Es aquí donde lo extraño y lo fantástico se vinculan, en ese recorrido inverso que va de la singularidad a la familiaridad, o mejor, de la percepción de una situación como

“sobrenatural” ya no con tal carácter, sino como “normal”, como veremos que ocurre con cierta frecuencia en los últimos autores aquí estudiados. Y es que en la obra cuentística de

Silvina Ocampo y Felisberto Hernández que pertenece al género extraño --tal y como Sartre y Todorov advierten que sucede en la literatura fantástica del siglo XX-- se plantea que lo insólito no está fuera del hombre, sino en él mismo; es decir, en sus ideas y percepciones que son una proyección de sus esquemas mentales dislocados, producto de esa escisión de la subjetividad que experimenta de manera profunda. Escisión, además, que puede ser entendida como un síntoma evidente de la modernidad4.

Por lo tanto, en los relatos de Ocampo y Hernández que forman parte del género extraño, ya no es posible postular “la existencia de lo real, de lo natural, de lo normal para luego poder abrir una brecha en ello” (Todorov: 179), a través de la inserción de un acontecimiento insólito --como ocurría en los relatos fantásticos y extraños del siglo XIX--, puesto que, en dichos textos, la anormalidad es la norma. Por ello, en estos cuentos --

4 No en vano, lo extraño es muchas veces definido como una experiencia característica de la vida cosmopolita: “The uncanny [is] in relation to the ʽphantasmagoriaʼ of city life, the transformation of the urban world into a visual and spacial spectacle inhabited also by the shadowy hauntings of the fleeting and insubstantial” (Collins y Jervis: 1). Por otro lado, lo extraño puede ser considerado como un aspecto constitutivo de la modernidad, en tanto genera en el individuo sensaciones de dislocación y alienación --dos elementos inherentes al ser cosmopolita: “[There is] a fundamental indecision, an obscurity or uncertainty, at the heart of our ontology, our sense of time, place and history, both personal and cultural. And this uncertainty is both unsetting, even potentially terrifying, yet also intriguing, fascinating. Far from being ʽabnormalʼ, it seems to testify to something fundamentally alienated and dislocated that is pervasive within the modern experience and the modern construction of selfhood. […]. Thus we need to consider the possibility that the uncanny may be a fundamental, constitutive aspect of our experience of the modern” (Collins y Jervis: 1).

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especialmente en los de Hernández-- la falta de sorpresa de los personajes y de los narradores frente a lo anómalo radica, precisamente, en el hecho de que el mundo --según su percepción-- está regido completamente por esa misma lógica anómala. Ello se verá con más detalle en el capítulo dedicado a este escritor y pianista uruguayo, en la sección correspondiente a “El motivo de la causalidad aberrante”.

Sigue a esta introducción el capítulo dedicado al análisis de Las fuerzas extrañas, de

Leopoldo Lugones. Allí se remarca que el valor del conjunto de motivos y técnicas presente en este libro se debe a que constituye un repertorio que vincula estrechamente la obra poética y narrativa del autor, como se verá cuando me refiera a la transfiguración de las figuras literarias. A pesar de que el libro de Lugones no pertenece estrictamente hablando al género de lo extraño, esa técnica particular de convertir las figuras y los tropos en personajes o situaciones importantes dentro del mundo representado sí corresponde al dominio discursivo de dicho género, pues es un rasgo que aparecerá también en los relatos extraños de los otros autores que forman este corpus.

En la primera parte de este capítulo se analizarán los cuatro motivos centrales en la obra cuentística de Leopoldo Lugones: el motivo de la catástrofe, el motivo del esteta decadente, el motivo del científico-demente y el motivo de la relación de identidad entre el hombre y el mono. En cuanto al motivo de la catástrofe, mientras que en los relatos de corte legendario esta situación se presenta como la irrupción súbita de lo siniestro en el orden cotidiano, en los de ciencia ficción, se origina como consecuencia de un experimento científico y, por ello, es un acontecimiento anhelado y buscado por los protagonistas. Sin embargo, en todos los casos, la catástrofe es un efecto de la intervención de las fuerzas extrañas que rigen el universo en la vida de los individuos (pandeterminismo). De otra

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parte, a pesar de que este motivo implica caos y destrucción también constituye una forma de espectáculo y una oportunidad para el disfrute estético. Todo ello vincula a este con el motivo del artista-decadente, personaje caracterizado no sólo por su esteticismo, sino también por su posición elitista5.

Curiosamente, en la obra de Lugones, el rol del artista decadente, cuya exclusión y marginación voluntaria está vinculada al disfrute estético --y que aparece representado claramente en el protagonista de “La lluvia de fuego”-- es el mismo que adoptan ciertos científicos, quienes se aíslan para ejecutar sus experimentos, considerados por ellos como una forma de arte. Es interesante notar que este personaje que disfruta estéticamente de la catástrofe aparecerá también en los relatos extraños de los autores que se analizarán posteriormente --aunque bajo otras formas--, pues la mayoría de sus protagonistas suelen observar lo insólito o siniestro como una forma de espectáculo o de ritual. En los demás capítulos, esto se estudiará en el apartado sobre las estrategias de representación.

Otro de los motivos estudiados es el del científico-demente, que aparece en varios de los relatos de Las fuerzas extrañas. En relación a este motivo, se observa que, en todos los casos, los científicos se caracterizan por tener un temperamento obsesivo que los

5 La figura del artista decadente que aparece en la obra de Lugones es también un símbolo de los escritores modernistas hispanoamericanos, quienes, siguiendo a los simbolistas franceses, “ahondaron el abismo entre la vulgaridad del mundo real circundante y la evanescencia de un mundo espiritual evocado en la poesía. Acentuaron el sentimiento de distancia, de estar excluidos y marginados, para mejor rescatar su participación en esa otra realidad verdadera del espíritu. Esta oposición aparece en los escritores europeos de la segunda mitad del siglo XIX, por ejemplo en Flaubert y Baudelaire, como una hostilidad irreconciliable entre el arte y la vida burguesa. La respuesta de Flaubert es el desdén: frente a la estupidez de un medio social incapaz de entender el arte, la superioridad espiritual del artista constituye una especie de aristocracia de la sensibilidad. De ahí el confinamiento y la soledad del novelista, que en Baudelaire se expresa, con igual intensidad, en la bohemia y en el tan proclamado "aristocrático placer de desagradar” (Jiménez: 109).

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conduce, sin importar qué obstáculos tengan que enfrentar, al logro de sus objetivos. Esto también revela en los personajes una tendencia narcisista que coloca la ciencia como el fin

último y a ellos como mártires y, por lo tanto, como seres merecedores de admiración y respeto. No obstante, esta posición sacrificada de los científicos --que oponen el poder del intelecto, la observación y la reflexión al oscurantismo de los prejuicios, para situarse en una dimensión superior al resto de los seres humanos-- también es un pretexto, por parte de algunos de ellos, para actuar por encima de la moral (esto corresponde, en cierto modo, a una crítica que plantea el autor al positivismo6).

Lo que muestran estos relatos es que esa búsqueda tenaz de los objetivos que emprenden los científicos es, por lo general, una máscara que encubre un trastorno mental compulsivo, ya que, en variadas ocasiones, estos personajes utilizan la ciencia y la lógica para actuar contrariamente a esta, es decir, de manera absolutamente irracional. Sin embargo, puede distinguirse entre ellos tres tipos distintos: uno que concibe la ciencia como un medio para fortalecer los mecanismos de explotación y control social del capitalismo

(“Yzur”), otro que, a través de la ciencia, persigue la búsqueda del mal como una forma de ideal estético (“Viola Acherontia”) y, finalmente, aquél que ve la ciencia como una herramienta liberadora que le permitirá acceder a las fuerzas que rigen el universo y también el espíritu (“La fuerza Omega”, “La metamúsica” y “El psycon”). Estos últimos personajes se apartan de la imagen del científico positivista que aparece en los relatos

6 Esta crítica al positivismo puede observarse con más claridad en el relato “Yzur”. En este texto se cuestiona el tema de la dominación, relacionado con el del progreso, pues los métodos disciplinarios que emplea el científico, en lugar de conseguir la dominación del animal, provocan su resistencia a ser explotado. Con ello, se subvierten los conceptos de civilización y barbarie, ya que el científico, con su actitud, destruye completamente la idea de la ciencia como la obra más elevada de la civilización y, más bien, la muestra como una nueva forma de salvajismo, pero con la apariencia de modernidad.

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anteriores, pues parecen plantear una forma distinta de conocimiento, más cercana al espiritismo y a la teosofía7.

Algo que es necesario señalar es que estos científicos dementes, de una u otra manera, aparecerán también en la obra cuentística del resto de autores de esta tesis. En los relatos de Quiroga, este rol lo tomarán los científicos extranjeros (“ex hombres”) que viven en Misiones y son una especie de desechos de la civilización. Asimismo, este lugar lo ocuparán algunos personajes técnicos como el manco o aquellos que experimentan con su propio cuerpo ingiriendo sustancias hipnóticas o alcohólicas. En la obra de Ocampo ese interés por la experimentación será, de alguna forma, el que tendrán las protagonistas femeninos que viajan física o mentalmente, aunque esto último lo hagan inconscientemente. En cuanto a las institutrices y las madres, se observa en ellas una tendencia a aplicar los mismos métodos disciplinarios del científico de “Yzur” o una inclinación por la maldad similar a la del protagonista de “Viola Acherontia”. En el caso de

Felisberto Hernández, el afán de observación de los científicos de Lugones se trasladará a esos personajes que tienen la vehemencia de buscar y descubrir objetos visuales.

El último motivo que se estudiará en este capítulo es el de la relación de identidad entre el hombre y el mono. Este motivo permite también dirigir la mirada hacia un asunto que será una constante en los autores que se examinarán luego: la crisis de la subjetividad.

Este problema es la base del relato “Un fenómeno inexplicable”, el cual permite colocarnos

7 Según algunos críticos, esto sería consecuencia del influjo que recibió Lugones de diversas tendencias de pensamiento vinculadas al ocultismo. Entre esas influencias aparecen los nombres de autores muy difundidos en esa época, como Allan Kardec y Helena Blavatsky, cuyas ideas fueron asumidas por sectas y grupos que encontraron en ellos una nueva fe. Los modernistas, como bien anotan Jiménez y Morales, no fueron ajenos a esta manifestación de la espiritualidad y de hecho está presente en sus obras, utilizada como material simbólico y fuente de imágenes poéticas (Jiménez y Morales: 18).

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frente al umbral del fenómeno del doble, vinculado todavía a una dramatización del proceso de desplazamiento de la conciencia que se subdivide o de la disociación entre cuerpo y psiquis. Así, lo que se observa en el texto es que la escisión no se ha presentado de manera radical a nivel físico, pues, a pesar de que el narrador ha comprobado que la sombra del personaje inglés es la de un mono y que este afirma que dentro de sí conviven dos personalidades distintas, el hecho de que ambas compartan el mismo cuerpo es un indicador de que la división no se ha producido completamente. Por lo tanto, en este suceso se observa una distancia con respecto al fenómeno del doble planteado en la literatura fantástica posterior, pues, a diferencia del personaje de Lugones, los dobles que aparecen en la obra de Jorge Luis Borges, Bioy Casares o Julio Cortázar, si bien son, de alguna manera, seres complementarios, son representados por personajes distintos que, en apariencia, son autónomos.

La última parte de este capítulo corresponde a la transfiguración de las figuras retóricas. Este apartado es muy importante porque la técnica utilizada por Lugones será luego replicada, de una u otra manera, por los autores que se estudiarán más adelante. Es importante notar que, si bien la técnica de la transfiguración de los tropos se basa en el empleo de varios de los elementos retóricos usados por el simbolismo francés --en especial la sinestesia, los símbolos y las analogías--, tiene un objetivo muy distinto al de ese movimiento, pues, en el caso de Lugones, dichos recursos poéticos dejan de ser tales para convertirse en leyes físicas. Su propósito es materializar el mundo espiritual de las fuerzas incognoscibles que rigen el universo --como consecuencia del pandeterminismo-- y plasmar la manera en que esas fuerzas intervienen en la vida del ser humano.

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Es importante señalar que a pesar de que la transfiguración de los tropos es también utilizada por los autores extraños que conforman el corpus, estos se diferencian del autor modernista en cuanto a los objetivos de su uso: mientras que Lugones lo emplea para representar la forma en la que esas fuerzas extrañas intervienen en la vida cotidiana, es decir, para representar un evento maravilloso, los autores extraños lo utilizan para representar el conjunto de percepciones insólitas que experimentan sus personajes como producto de un conjunto de factores: enfermedad, locura y la ingestión de ciertas sustancias hipnóticas, alucinógenas o alcohólicas.

Seguidamente se lee el capítulo dedicado a Horacio Quiroga, en el que se analizará la naturaleza extraña de sus cuentos como un efecto producido por procesos bioquímicos o biofísicos del organismo. Como se verá en el examen de sus relatos, estos se caracterizan por poseer un carácter insólito, a pesar de que los eventos narrados tienen una explicación racional. Lo que ocurre en la obra de Quiroga es que el efecto macabro está vinculado a las alteraciones bioquímicas y biofísicas del cuerpo y, en ese sentido, se presenta como una consecuencia natural de procesos infecciosos o del influjo de ciertas sustancias químicas en el organismo pero, al mismo tiempo, ese efecto es altamente perturbador.

Por otro lado, en la obra de Quiroga la mente es concebida como un efecto de los cambios químicos o físicos producidos en el cerebro y, debido a ello, se elude la dimensión psicológica u orgánica del individuo. Es por eso que los personajes aparecen como seres puramente orgánicos. Asimismo, la conciencia es presentada como producto de procesos neurológico-químicos y los procesos mentales, cuando aparecen, son de índole sensorial.

Por todo lo anterior, las alteraciones sufridas por los protagonistas se presentan como

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consecuencia de fenómenos químicos u orgánicos, ya sea por causa de enfermedades de diverso tipo, o por agentes externos, como sustancias tóxicas o psicoactivas.

En la primera sección de este capítulo se estudiarán una serie de motivos: el motivo narcótico, el motivo de la sangre y el motivo de la morbidez. El motivo narcótico aparece de manera frecuente en la obra de Quiroga, pues varios de sus personajes, debido al consumo de estas sustancias químicas --ya sean naturales o sintéticas--, sufren ciertas alteraciones en su estado perceptivo y anímico, las cuales les generarán una serie de sensaciones insólitas y siniestras. Mientras que en los cuentos que tratan de sustancias naturales estas se presentan, de una u otra manera, como la causa mortal de sus protagonistas, en los que aparecen narcóticos de tipo sintético, como drogas o alcohol, estas influyen en acciones violentas que terminan convirtiendo a sus consumidores en asesinos.

Sin embargo, en todos los casos, se presenta la idea de que la conciencia es puramente sensorial, producto de esos procesos neurológicos-químicos que experimentan los personajes por los efectos narcóticos.

Otro de los motivos estudiados es el de la sangre, que cumple varias funciones. Por ejemplo, ser la causa de la muerte de una protagonista o explicar la monstruosidad creciente de un parásito que consume sangre humana. En otros relatos, la sangre acompaña la descripción de algunos personajes, para explicar la determinación genética de sus actos, estableciendo un vínculo muy estrecho entre las acciones y la herencia, simbolizada en la imagen de la sangre, la cual, en este caso, posee la marca funesta de lo genético.

El último motivo analizado es el de la morbidez, cuya extrañeza en estos textos descansa justamente en la presencia de la enfermedad como fuerza que domina y altera la

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percepción y la conciencia de los personajes, lo cual influye también en sus acciones, que por momentos parecen absurdas o faltas de coherencia. Asimismo, lo mórbido, a pesar de que puede explicarse racionalmente, muchas veces aparece como un fenómeno insólito, a causa de la manera extraña en que se presenta, introduciendo lo trágico o fatal en la vida del individuo. Este es un motivo esencial, ya que a través de él se introduce lo anómalo. Esto puede verse en algunos relatos en los que se presentan enfermedades extrañas e insólitas que afectan de la misma forma, por ejemplo, a una descendencia casi completa. En otros relatos se abordan las enfermedades mentales, que reflejan los fenómenos de la despersonalización o de las personalidades múltiples. Estos fenómenos se verán con más detalle cuando se analicen los cuentos de Silvina Ocampo.

En cuanto a la última parte de este capítulo que corresponde a las estrategias de representación, es necesario remarcar la importancia de la estilización de lo grotesco en la obra de Quiroga, en la cual este elemento adquiere un sentido orgánico y material. En los cuentos de este autor, lo grotesco permite representar tanto las transformaciones físicas monstruosas como las alteraciones visuales que son consecuencia del consumo de sustancias narcóticas. En todos los casos, este tipo de estilización permite plasmar el horror a través de la conjugación de la plasticidad, la hipérbole y el movimiento con una serie de elementos heterogéneos.

Asimismo, en los relatos, lo grotesco está ligado a la idea de decadencia. Por otro lado, con respecto a la espectacularización de las acciones, se debe destacar la representación de las alucinaciones, que son producto de un efecto narcótico, como una especie de función teatral o cinematográfica para la que los personajes se preparan

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especialmente. Finalmente, sobre la transfiguración de los tropos, es importante subrayar el uso que hace Quiroga de dos tropos: la antítesis y la personificación. A través del primero, el autor plasma ciertas conductas contradictorias exhibidas por los personajes en sus relaciones familiares o de pareja, lo que parece ser un síntoma de algunos comportamientos patológicos. Curiosamente, esta figura será usada también por Silvina Ocampo, aunque con más frecuencia, para representar los efectos de los trastornos mentales en las interrelaciones familiares. En el segundo caso, la personificación funciona como una herramienta para representar a los animales como seres poseedores de conciencia, inteligencia y sensibilidad. Algo interesante es que esta misma figura será también muy empleada por Felisberto Hernández, aunque, en su caso, para caracterizar a los objetos como seres animados.

En el capítulo cuatro se examina la obra de Silvina Ocampo. En ella lo extraño se manifiesta en relación con ciertos trastornos que afectan la conciencia y la percepción del entorno. Pese a que lo extraño en estos relatos puede ser explicado lógicamente, es una fuente de efectos inusuales e indescriptibles. Así, por ejemplo, el fenómeno de la disociación que experimentan ciertos personajes, produce ciertas sensaciones como la separación del cuerpo o el verse a sí mismo como alguien diferente o como un conjunto de individuos, cuyas personalidades se alternan y, en muchos casos son opuestas. Además, en los relatos, el efecto siniestro- macabro está relacionado con esos mismos trastornos que generan una serie de conductas perversas.

Los motivos que se analizarán en este apartado son: el motivo del viaje, el motivo de la identidad ilusoria, el motivo de la institutriz cruel y el motivo del niño perverso. En lo

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referente al motivo del viaje, vemos que esta actividad tiene un doble estatuto: puede tratarse de viajes mentales, puramente imaginarios; o bien pueden ser desplazamientos físicos, que ocurren en el mundo fáctico. Los viajes mentales por lo general se producen en el inconsciente y son la respuesta a un trauma, son viajes que de algún modo representan una huida, un escape. Estos viajes mentales están relacionados con la idea de “nacimiento”: algunos personajes nacen varias veces y esto ocurre después de la experiencia del viaje. En lo tocante a los viajes físicos, a veces se presentan también como mecanismos de evasión inconscientes. Los personajes, al recordar sus viajes, encuentran en ese ejercicio de memoria una forma de evadir la racionalidad y la represión de su entorno. En ocasiones, evocar el viaje equivale a su realización en el presente, pero se trata de recreaciones o adaptaciones de ese suceso del pasado. Otras veces el viaje físico revela el deseo de escapar de los límites que impone la identidad y adquirir una nueva o modificarla.

El motivo de la institutriz o la sirvienta cruel tiene una importante presencia en estos relatos. Aunque este personaje puede presentarse de varias maneras (sirvienta, niñera o institutriz) cumple en todos los casos en los que aparece, la misma función, asociada a lo perverso: ejecutar las acciones pensadas o deseadas por la familia. En cierto sentido las institutrices son una extensión del orden doméstico dominado por la figura de la madre y se encargan no solamente de llevar a cabo las severas acciones “disciplinarias” que le ordenan, sino van mucho más allá, al extremo de aniquilar la personalidad de los niños, de dañarlos físicamente e incluso de poner fin a su existencia. Las institutrices son personajes que establecen una relación ambigua con las madres a quienes sirven: sienten una enorme atracción por ellas (su estilo de vida, su carácter burgués), pero esa atracción es tan fuerte como la repulsión que les provocan, pues se sienten en relación de inferioridad. Las

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madres, por su parte, son personas débiles pero fortalecidas por una máscara social que les ha dado un lugar en el mundo tanto para oprimir (como ocurre en su relación con las institutrices) como para ser reprimidas por el orden patriarcal.

El siguiente motivo de importancia es el de la identidad ilusoria. Muchos personajes pierden la capacidad de reconocer su identidad, o no logran recordarla, lo que da pie a la invención de una nueva o varias, que pueden aparecer de modo alterno, sucesivo e incluso simultáneo. Este motivo permite hablar, por un lado, de una crisis de la subjetividad y, por otro, establecer una diferencia muy marcada con el tema del doble o dopplegänger porque no se trata de personas autónomas sino de un yo escindido: es la misma persona la que posee identidades diversas y hasta opuestas entre sí.

El último motivo analizado en este capítulo tiene relación con la figura del niño perverso. Este motivo provoca extrañeza al deformar o alterar las imágenes idealizadas que nos provee el mundo normal sobre la infancia. Se rompe así toda una cadena de significantes asociados a este periodo de la vida, como la inocencia, el candor, el juego sin malicia alguna, entre otros. La perversidad está latente en los niños y a veces es posible vislumbrarla porque no siempre se puede revelar o sacar a luz la maldad encubierta por la inocencia infantil. En otras ocasiones, en los propios niños se movilizan sentimientos o pulsiones de orden negativo, como la envidia, el odio o la ira, que inclusive los lleva al asesinato, lo que termina por constituir una imagen espantosa y perturbadora. Por otra parte, este tipo de situaciones puede asociarse también con conflictos de tipo generacional.

Lo extraño es que estos problemas aparezcan en la infancia (aun en niños muy menores) y no en la adolescencia, como suele ocurrir.

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En la parte final del capítulo que dedico a Silvina Ocampo analizo la manera en que las figuras literarias son utilizadas por la escritora para plasmar fenómenos psíquicos que intervienen en la trama. Estos fenómenos psíquicos actúan directamente en campos como la memoria, la identidad, la percepción y la conciencia, provocando alteraciones y distorsiones que justifican la extrañeza del mundo representado en algunos de estos relatos.

Destaca el uso de tropos como el oxímoron y la antítesis, para presentar contradicciones internas de los personajes que surgen por la represión del deseo o bien por la fractura de la personalidad y la aparición de otras en la misma persona. Por otro lado, la metonimia y la sinécdoque quedan asociadas al planteamiento de problemas como la despersonalización.

Mientras la sinécdoque reproduce visiones parciales del cuerpo o pérdida de control de alguna de sus partes, la metonimia plasma sensaciones de extrañeza derivadas del distanciamiento del yo. De otro lado, la sinestesia y las imágenes sensoriales juegan un papel en la representación de problemas mentales perceptivos de tipo ilusorio o alucinatorio. En cuanto a la espectacularización de las acciones, destaca una poderosa asociación con imágenes del mundo circense y, en menor medida, del mundo cinematográfico. Al examinar la idea de acciones rituales en estos relatos, se verá la preponderancia que tiene la figura de la novia, cuyo destino es marcado por una cruel contradicción: no va a contraer matrimonio, sino a encontrarse con la muerte. La boda, así, se convierte en un acto sacrificial.

En el cuarto y último capítulo de este proyecto de investigación se analizará la obra del narrador y músico uruguayo Felisberto Hernández, la cual está cargada de poderosos y sugerentes efectos de extrañeza. El hecho de que estos efectos, en algunos casos, aparezcan

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como carentes de contexto, ha sido motivo para que algunos críticos inscriban su obra dentro de lo fantástico.

Esta determinación, como se verá en el análisis de sus relatos, no resulta adecuada porque no se trata de la irrupción de un orden sobrenatural, sino de problemas vinculados a la percepción y a otros fenómenos que alteran el orden lógico y sensorial del mundo. Si bien estos fenómenos perceptivos son una constante en el resto de autores analizados, la diferencia de Hernández con respecto a ellos radica en que en sus relatos no es posible tener mayor información sobre las causas de esas alteraciones.

No obstante, podemos deducir que estas alteraciones quizá tengan su origen en la circunstancia de que los narradores son a la vez protagonistas, lo que nos permite conocer su visión de las cosas y el mundo representado solo de un modo parcial. En algunos casos el lector ignora casi por completo cualquier información sobre los narradores y su trayectoria vital. No hay tampoco focalización externa que nos deje conocer algo más acerca de ellos. En otros casos puede ocurrir que la soledad de los narradores y protagonistas sea el punto de partida de una imaginación radical, capaz de crear mundos alternos en los que ocurren hechos insólitos8.

8 Algo que cabe resaltar es que algunos críticos confunden conceptos como fantasía y fantástico con el fin de enmarcar la obra cuentística de Hernández dentro de la literatura fantástica. Así, por ejemplo, Graciela Monges afirma que la obra del uruguayo “nos conduce como lectores a una realidad y un mundo de carácter fantástico y ontológico. El universo de Felisberto Hernández se desintegra, la llamada realidad se convierte en una fantasmagoría en la que los límites entre la vida y la ficción artística se borran. Felisberto sitúa el ensueño en un plano superior al de la vigilia, en donde el mundo material se convierte en un sueño de los afectos. En sus universos narrativos la fantasía convive con la emoción personal, la creación poética y el absurdo, en tal forma que las categorías de tiempo, espacio y causalidad se desquician y pierden su lógica. Sus textos nacen de un todo en el que la realidad, el ensueño y la ficción literaria se fusionan” (Monges: 18). Toda la cita se refiere a la fantasía relacionada al ensueño y a la imaginación, lo cual, precisamente, encuadraría la obra de Hernández dentro de lo extraño, puesto que lo insólito en ella sería producto de la fantasía de los personajes o narradores. La literatura fantástica, mientras tanto, propone algo distinto: generar

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La primera parte del capítulo corresponde al análisis de los siguientes motivos en la obra de Felisberto Hernández: la alteración visual, el automatismo, la animación de lo inanimado y la causalidad aberrante. Con respecto al motivo de la alteración visual, este aparece reiteradamente en los relatos del autor uruguayo. En ellos, esta alteración no es consecuencia de problemas visuales sino de la manera en que los personajes interpretan la información recibida del exterior, de acuerdo a sus estructuras mentales y a sus deseos. Por ello, su percepción corresponde a una representación de su mundo interior, por lo general, cargado de extrañeza e imaginación. En algunos casos, la alteración visual refleja una forma particular de ver el mundo en la que se han suprimido las categorías, por lo cual, los objetos, los animales y las personas equivalen a lo mismo. En otros casos, la alteración visual se asemeja a la percepción artística en el arte contemporáneo, pues es una forma de descubrir, descontextualizar e interpretar objetos artísticos y, de esta manera, apropiarse de ellos.

El segundo motivo es el del automatismo, el cual es bastante evidente en el universo del autor uruguayo. En algunos relatos, este motivo se presenta en ciertos personajes que parecen actuar bajo un estado de sonambulismo, pues ejecutan acciones de manera mecánica e inconsciente. En otros, los personajes que se comportan automáticamente son representados como aparatos musicales, máquinas fotográficas, androides o muñecos de cuerda. En todos los casos, el automatismo parece revelar la escisión profunda de esos personajes debido a trastornos de despersonalización.

sensaciones de incertidumbre en el lector, quien es incapaz de decidir si el texto al cual se enfrenta es maravilloso o extraño.

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El tercer motivo es el de la animación de lo inanimado, el cual es uno de los principios fundamentales para generar esa sensación de desconcierto y extrañeza en los relatos. A través de este motivo, no solo los objetos físicos cobran vida, sino también aquellos relacionados con la percepción auditiva, como el sonido o el silencio. En otras ocasiones, son los recuerdos los que se convierten en seres animados. Por lo general, los objetos son representados como seres sensibles y con personalidades definidas con los cuales es posible mantener relaciones interpersonales cercanas. Con respecto a la adquisición de alma en los objetos, esta se presenta, en algunos casos, como originada a partir de la relación de los objetos con los usuarios y, en otros, como un tipo de transmigración de las almas. No obstante, lo que evidencia el animismo es una honda crisis de la subjetividad sufrida por los personajes, originada por su incapacidad para interrelacionarse con otros individuos, pero, asimismo, revela un enorme deseo por parte de ellos de establecer vínculos afectivos, aunque sólo sea con objetos.

El último motivo es el de la causalidad aberrante. Este se refiere a algunas relaciones extrañas de causa-efecto, ya que el efecto no aparece como una consecuencia lógica de una causa. Por ejemplo, esta idea se presenta en la relación entre la luz y el sonido, siendo el primer elemento la causa del segundo. Pero, en otro relato, se halla una relación inversa: el sonido es lo que origina la luz. Asimismo, en ciertos textos, se muestran algunos casos de causalidad contradictoria o situaciones obsesivas que generan leyes ilógicas de causa-efecto como, por ejemplo, tocar cualquier objeto implica el entumecimiento de la mano con la que se ha realizado dicha acción. Lo que es evidente es que el motivo de la causalidad aberrante quiebra la lógica convencional para mostrar formas alternativas de pensar y de percibir el entorno, que podrían reflejar no sólo

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trastornos mentales sino también una gran capacidad imaginativa y lúdica. Finalmente, algo que debe destacarse es que la causalidad aberrante es también una forma de insertar el humor en estos relatos.

La última parte se detiene en el examen de la transfiguración de las figuras literarias y otras estrategias de representación en Hernández, en cuya obra el uso de los tropos y otros recursos literarios es clave para mostrar algunos fenómenos que se presentan dentro de la trama y que dejan notar alteraciones experimentadas por los personajes o el narrador. En muchos casos, estas alteraciones son de orden perceptivo y ponen en evidencia que existe confusión no solamente en el plano de la conciencia, sino también en el de la memoria.

Utilizando tropos como la metáfora, la sinestesia y las imágenes sensoriales

Hernández puede representar reiteradamente esas alteraciones perceptivas que, en algunos casos, muestran fenómenos psíquicos como la alucinación, relacionada a problemas de tipo compulsivo. Del mismo modo, el uso de otras figuras, como la animalización, la personificación y la cosificación hace posible la representación de algunas alteraciones de tipo visual. En el caso de la cosificación, su empleo refleja prácticas como el automatismo, vinculado al trastorno de la despersonalización.

El fenómeno de la despersonalización también es representado a través de la sinécdoque y la metonimia. La sinécdoque muestra visiones fragmentadas del cuerpo o la pérdida de control de algunas de sus partes, mientras que la metonimia --al presentar imágenes de prendas de vestir separadas del cuerpo-- refleja sensaciones de extrañeza producidas por la observación del yo como una entidad separada e incluso plasma ciertos fenómenos psíquicos como la percepción de las otras personas a partir de las prendas que

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usan. En este caso se pone en escena una visión abstracta del individuo, puesto que solo es posible contemplar sus vestiduras y no el cuerpo que las viste.

De otra parte, mediante recursos como la espectacularización o la teatralización de las acciones, el autor intenta mostrar a algunos personajes que a pesar de no ser artistas estrictamente hablando, sino más bien seres marginales en el mundo artístico --como el acomodador de un teatro o el tendero de un bar-- comportándose como si fueran artistas, aunque lo hagan incluso solitariamente. En ocasiones veremos cómo el narrador parece privilegiar el enfoque de estos personajes dejando de lado a los verdaderos artistas. Por otro lado, a través de la representación de ciertas situaciones cotidianas, el autor plasma la percepción de muchas de ellas como si fueran actos sacrificiales.

La suma de todos estos elementos, en los cuatro autores que analiza esta investigación, intenta dar cuenta de lo extraño como una marca de singularidad en sus obras, pero también un punto de inflexión para debatir su inserción en lo fantástico que, como se ha visto hasta ahora, no resulta ser tan adecuada.

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CAPÍTULO II

LEOPOLDO LUGONES (ARGENTINA, 1874-1938):

UNA INSERCIÓN EN LO FANTÁSTICO

Sin lugar a dudas, Las fuerzas extrañas (1906), de Leopoldo Lugones, es una de las colecciones de cuentos que más ha aportado al desarrollo del relato hispanoamericano, pues, entre otras cosas, marca el inicio del género fantástico contemporáneo escrito en castellano.

Este trabajo tiene como objetivo analizar algunos de los motivos y técnicas expuestos en Las fuerzas extrañas, los cuales constituyen un repertorio que tiende una identificación entre la poética y la narrativa de su autor, un legado que luego será muy bien aprovechado por escritores hispanoamericanos de cuentos fantásticos y extraños posteriores a él, tales como Jorge Luis Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Julio Cortázar, entre otros.

Los motivos centrales que aparecen en Las fuerzas extrañas y que guiarán mi lectura y análisis en este trabajo --algunos aparecen en más de un cuento-- son: la catástrofe

(“La lluvia de fuego”, “La estatua de sal”, “El origen del diluvio”, “La fuerza Omega” y

“La metamúsica”), el esteta decadente (presente a lo largo del conjunto y especialmente en

“Viola Acherontia”), el científico-demente (“La fuerza Omega”, “La metamúsica”, “El psychon”, “Viola Acherontia” e “Yzur”) y la relación de identidad entre el hombre y el mono (“Un fenómeno inexplicable” e “Yzur”).

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El motivo de la catástrofe es fundamental en Las fuerzas extrañas, ya que además de introducir lo siniestro dentro del relato, incorpora la idea de lo bello en relación con la destrucción. Si bien todos los relatos de corte legendario --como “La lluvia de fuego” “La estatua de sal” y “El origen del diluvio”-- explican la catástrofe como producto de una intervención divina, mediante la cual se produce una transformación de la naturaleza que supone el paso del orden al caos, no en todos ellos se presenta este motivo de la misma manera.

En “La lluvia de fuego”, por ejemplo, la desgracia implica la súbita ruptura de un orden cotidiano. Por ello, el día en que ocurre es descrito como “asaz cálido y de tersura perfecta” (Lugones: 39), “lleno de hormigueo popular en las calles atronadas de vehículos”

(Lugones: 39). Es en medio de esta normalidad cuando lo insólito aparece de pronto: “A eso de las once cayeron las primeras chispas” (Lugones: 39).

De acuerdo a Carmen Ruiz Barrionuevo, “con el uso de este artificio se aprecia que

Lugones aplica con destreza una de las observaciones capitales que, acerca de lo fantástico sugería Julio Cortázar: ‘lo fantástico exige un desarrollo temporal ordinario’ y ‘sólo la alteración momentánea de la regularidad delata lo fantástico’” (Ruiz Barrionuevo: 136).

En “La estatua de sal”, sin embargo, no se muestra la catástrofe como un fenómeno repentino ni desconocido. El monje llega a Sodoma, precisamente, con el objetivo de encontrar la estatua de sal --imagen en la que se había convertido la esposa de Lot el mismo día en que se destruye la ciudad. No obstante, a pesar de que la hecatombe ya había ocurrido hacía mucho tiempo, este hecho se reactualiza cuando el monje ve la estatua, pues es la representación misma de la destrucción: “Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en

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ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno!” (Lugones: 132).

En el caso de “El origen del diluvio”, este motivo no aparece como la ruptura de un orden estructurado y fijo, tal y como se aprecia en el relato de la médium: “Los elementos terrestres se encontraban en perpetua inestabilidad. Surgían y fracasaban por momentos disparatadas alotropías. […] Así las cosas, sobrevino la catástrofe que los hombres llamaron después diluvio” (Lugones: 96). De este modo, la catástrofe parece representar el fin de un periodo y el comienzo de otro dentro del proceso de formación del planeta y de la evolución de las especies.

Por otro lado, en los relatos de ciencia ficción de Lugones, como “La fuerza

Omega”, “la metamúsica” o “El psychon” la catástrofe se produce como consecuencia de un experimento científico y, en ese contexto, corresponde a un hecho buscado y deseado por los protagonistas, a pesar de que pueda suponer algún peligro.

En algunas ocasiones, el peligro aparece anticipado en la descripción de las máquinas utilizadas para los experimentos, como sucede en “La metamúsica”, ya que es

“una caja como de dos metros de largo, enteramente parecida a un féretro” (Lugones: 87).

En contraste, en “La fuerza Omega” el aparato usado por el científico parece inocuo e insignificante, pues “aquella cajita redonda, con un botón saliente en su borde, parecía cualquier cosa menos un generador de éter vibratorio” (Lugones: 19).

De otra parte, en “La lluvia de fuego”, la catástrofe se manifiesta como un fenómeno atemporal y universal: si bien el relato está basado en el pasaje bíblico que narra

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la destrucción de la ciudad de Gomorra, en su descripción encontramos una combinación de elementos propios de otras ciudades, como son Roma (durante el Imperio) y Buenos Aires

(a comienzos del siglo XX): “Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida”

(Lugones: 39). El vínculo que se establece entre diferentes espacios y tiempos permite explicar la decadencia como un fenómeno cíclico.

Asimismo, este motivo está ligado a atmósferas particulares que muestran ciertas transformaciones. En “La lluvia de fuego”, las primeras mutaciones aparecen dentro de un escenario transgresor, plasmado a través de la combinación de elementos exóticos, paganos e imágenes cargadas de “filigranas eróticas” (Jiménez y Morales: 12) que nos remiten al imaginario decadentista y modernista. Todo ello puede apreciarse en el siguiente pasaje:

Más numerosas que nunca, la gente de placer coloría las calles; y aun recuerdo que sonreí vagamente a un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el seno desnudo según la nueva moda, y apuntalando en deslumbrante coselete, paseaban su indolencia sudando perfumes. Un viejo león, erguido en su carro […], que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de fieras: ayuntamientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta con la delirante pedrería de un pavo real. […] Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados con opio y con asafétida (Lugones: 43).

Además de las transformaciones progresivas del panorama --que, en un momento, se convierte en sólo “tinieblas y fuego” (Lugones: 46)-- el relato presenta aquellas experimentadas por los únicos animales sobrevivientes (los leones), los que exhiben una imagen grotesca: “Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los ijares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con la fiera cabezota, el

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rabo agudo y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre” (Lugones: 49).

Por otro lado, estos leones son una combinación entre hombre y bestia, pues aunque a nivel físico son descritos como animales, sus actitudes dejan relucir cierta interioridad humana: “Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos”. Incluso, su llanto tenía “una evidencia de palabra” (Lugones: 49). Aunque, “careciendo de toda idea de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir más espantoso” (Lugones: 49) que el humano. Sin embargo, el narrador afirma que “el transporte de su dolor elevábalos a cierta noción de proveniencia […] y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa tremenda que causaba su padecer” (Lugones: 50). Los leones, entonces, adoptan, de alguna forma, la posición humana de darle un sentido a la catástrofe a través de sus rugidos:

“Cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed” (Lugones: 50).

En “la estatua de sal”, la transformación del espacio es radical, ya que de la ciudad sólo quedan “algunas piedras quemadas […], trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún” (Lugones: 131) y la estatua de sal, cuya transformación es consecuencia de su curiosidad, la misma razón que llevará al monje a Sodoma y ocasionará posteriormente su muerte.

En todas las transformaciones anteriores, es importante notar la presencia del pandeterminismo. Este elemento, presente a lo largo de la obra, postula que nada es producto del azar y de las coincidencias y que todo tiene una causa generalizada, es decir,

“una relación necesaria de todos los hechos entre sí […] [a través de] la intervención de

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fuerzas o seres sobrenaturales” (Todorov: 114). Ello se corresponde con la idea de

Lugones de explicar lo insólito o misterioso como producto de “fuerzas extrañas” incognoscibles o inexplicables.

Dicho planteamiento es producto de la influencia que recibió Lugones, siendo modernista, del ocultismo, “el espiritismo y la teosofía (a partir de los trabajos y la influencia de Allan Kardek y Helena Blavatsky, principalmente) [que] fueron prácticas y modos de fe a los que acudieron los modernistas, no sólo en busca de apoyos espirituales, sino de material temático y como fuente para sus creaciones simbólicas y sus imágenes poéticas de sello misterioso y secreto” (Jiménez y Morales: 18)9.

Por otro lado, en todos los relatos que tratan sobre este motivo, la catástrofe es presentada como un espectáculo. Así, en “La lluvia de fuego”, el narrador, a pesar del peligro en que se encuentra, asume la coyuntura como una oportunidad para disfrutar de esa puesta en escena aterradora desde su terraza: “No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena” (Lugones: 45).

Este espectáculo, sin embargo, lo sobrecoge, pues la percepción caótica de una serie de sensaciones relacionadas a la destrucción y a la muerte, lo hacen huir al sótano donde la

9 Asimismo, cabe mencionar que el movimiento modernista proponía, a través del uso de redes analógicas, penetrar en “el alma íntima, arcana, misteriosa, de las mismas cosas” (Jiménez y Morales: 18). Así, el modernismo buscaba “desde lo diferente ascender a lo Uno, en un movimiento vertical de clara raíz neoplatónica. Lo Uno y lo Diverso, Lo Diverso en lo Uno: antinomia o mutua correspondencia” (Jiménez y Morales: 15). Esta idea se corresponde con el planteamiento en todo el relato de Lugones acerca de que las fuerzas extrañas son infinitas pero parten de un solo punto y pueden conjugarse en un solo individuo u objeto.

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oscuridad, la soledad y el silencio hacen que lo acometa de pronto “el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa [y se echó a] llorar como un loco, a llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno” (Lugones: 47).

En “la estatua de sal”, la catástrofe aparece como una exhibición pavorosa de arte:

“Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma.

El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejar la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata” (Lugones: 131).

En “La fuerza Omega”, el experimento catastrófico también está descrito como un espectáculo. En este caso, de magia: “Los días siguientes transcurrieron entre maravillas; y recuerdo como particularmente notable, la desintegración de un vaso de agua que desapareció de súbito cubriendo de rocío la habitación” (Lugones: 22). Incluso la muerte del personaje es bastante parecida a un acto de magia, pues no había mayores pistas de la causa. Por ello, lo que revelará la autopsia será la certificación de “una nueva maravilla del portentoso aparato” (Lugones: 23):

Efectivamente, la cabeza […] estaba vacía, sin un átomo de sesos. El proyectil etéreo, quién sabe por qué rareza de dirección o por qué descuido, habíale desintegrado el cerebro, proyectándolo en explosión atómica a través de los poros de su cráneo. Ni un rastro exterior denunciaba la catástrofe, y aquel fenómeno, con todo su horror, era, a fe mía, el más estupendo de cuantos habíamos presenciado” (Lugones: 23). “La metamúsica”, también presenta la catástrofe del protagonista, relacionada con su pérdida de visión, como parte de un espectáculo sinestésico. Por eso, la emoción estética que siente Juan, al percibir la octava del sol, aplaca completamente su dolor:

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[…] Juan gritó enteramente arrebatado, entre un son estupendo del instrumento: -Mira ahora! Yo también lancé un grito, pues acababa de suceder algo terrible. Una llama deslumbradora brotó del foco de la pantalla. Juan, con el pelo erizado, se puso de pie, espantoso. Sus ojos se acababan de evaporarse como dos gotas de agua bajo aquel haz de dardos flamígeros, y él, insensible al dolor, radiante de locura, exclamaba tendiéndome los brazos: -¡La octava del sol, muchacho, la octava del sol! (Lugones: 93).

La percepción de la catástrofe como una forma de espectáculo no sólo refleja la visión estética de los protagonistas con respecto a la destrucción, sino, sobre todo, el vínculo de la mayoría de ellos con la figura del artista-decadente. Este personaje, además de su esteticismo, se caracteriza por adoptar una posición elitista, ya que le es imposible cohabitar con otros en un mismo espacio que le proporcione estabilidad y trascendencia.

En “La lluvia de fuego”, por ejemplo, el protagonista es un misántropo y esteta, dedicado al cuidado de sus jardines y peces y entregado a los placeres de la gula y la lectura. Así, su espacio constituye una especie de burbuja que lo aísla y lo protege frente a las amenazas del mundo exterior. Por ello, para el narrador, “huir” es sinónimo de contaminación porque implicaría el contacto con seres inmensamente inferiores, tal y como podemos observar en el siguiente pasaje:

Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces […] mis cincuenta años de placidez en la dicha del presente, en el descuido del mañana?... Huir?...Y pensé con horror en mis posesiones [que no conocía] del desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento leche cuajada, trigo tostado, miel agria…(Lugones: 31).

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La idea de convivir con esos seres trashumantes, cuya alimentación es absolutamente simple, lo horroriza, sobre todo por ser él un hombre de gustos culinarios refinados. Así, en la actitud del protagonista, parece reflejarse ese temor de contaminación que la élite criolla experimentaba frente a las masas y que, según afirma Juan Pablo

Dabove, Lugones trasladó en sus relatos a través del empleo de ciertos postulados del gótico imperial10.

También el protagonista de “la estatua de sal”, el monje Sosistrato, puede asociarse al modelo del esteta, pues, si bien pertenece a una comunidad religiosa, ha pasado la mayor parte de su vida cultivando su vocación y, además, ha desarrollado un gusto estético especial, vinculado a las lecturas bíblicas y a los mitos que aparecen en ellas. Es por eso que, cuando el demonio se le aparece en forma de un peregrino y le cuenta que el personaje de Lot “ha seguido siendo fisiológicamente mujer” (Lugones: 130), siente un deseo enorme de comprobarlo y viaja hasta Sodoma.

Aquello que lo obsesiona más es descubrir “el misterio de los espantos bíblicos”

(Lugones: 131), a pesar de que ello pueda ser “una locura criminal, tal vez una tentación del infierno” (Lugones: 131). La resolución del misterio se relaciona con aquello que la mujer había mirado antes de convertirse en estatua de sal y que no está relatado en la Biblia.

10 Según Juan Pablo Dabove, “Lugones activamente interpreta la realidad argentina y los deseos y desafíos a los que la clase de los “criollos fundadores” está expuesta a partir del “lenguaje de pánico” (Malchow) del gótico imperial. Como los escritores metropolitanos […], Lugones moviliza tropos orientalistas para dar cuenta de las ansiedades que los monstruos, que asaltan desde el fondo del tiempo, desde el fondo de la geografía, desde el fondo de la propia identidad, despiertan en el letrado occidental y en la síntesis político-cultural con la que ese letrado se identifica” (Dabove: 777).

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Antes de preguntarle a la mujer acerca de lo que había visto, “los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas”

(Lugones: 133). Este brillo era el reflejo de su curiosidad demoníaca o de su obsesión estética por el mito y preludiaba su muerte y su caída en el abismo, pero, a la vez, su estado

“anonadado, sin arrojar un grito” (Lugones: 133), luego de conocer la respuesta.

Otros de los personajes que se vinculan con la figura del esteta-decadente son los científicos de “La fuerza Omega”, “La metamúsica” y “Viola Acherontia”, pues todos ellos se aíslan para ejecutar sus experimentos, los mismos que consideran como expresión de arte. En el caso de “la fuerza Omega”, el protagonista percibe su experimento como un espectáculo de magia; en “La metamúsica”, Juan le da el valor de una obra musical y sinestésica y en “Viola Acherontia”, el jardinero parte de las artes plásticas para crear su proyecto de la flor maligna.

El motivo del científico-demente es esencial en Las fuerzas extrañas, pues aparece en varios de los relatos: “Yzur”, “La fuerza Omega”, “La metamúsica”, “El psychon” y

“Viola Acherontia”. En el caso del protagonista de “Yzur”, este es, al mismo tiempo, científico y hombre de negocios, combinación (ciencia y capital) ideal para encarnar en él la idea del progreso y justificar su poder de dominación, aunque dicho postulado es duramente objetado en el interior del relato.

El deseo obsesivo de confirmar la hipótesis de que los monos pueden hablar es lo que motiva la vida de este personaje. Para él, la única manera de lograrlo es a través de la ciencia. Por ello, como en los cuentos maravillosos donde los personajes utilizan ciertos instrumentos para poder realizar las transformaciones mágicas, en el cuento el protagonista

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emplea el método científico. Recordemos que el narrador afirma que no hay “ninguna razón científica” (Lugones: 134) para que el mono no hable, y luego explica con mayor detenimiento esta idea:

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla, sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras (Lugones: 134).

Asimismo, este científico es presentado tanto como una especie de iluminado que puede revelar el misterio prehistórico a través de la ciencia, así como un ser inmoral y maléfico. Él es consciente de la influencia que ejerce la ciencia en su actitud agresiva frente al animal, pues al referirse al método científico señala: “El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de la perversidad” (Lugones: 141).

Los métodos de disciplina y control a través de la violencia que utiliza el científico recuerdan los del protagonista de La isla del Dr. Moreau, de H.G. Wells. En ambas obras dichos métodos generan consecuencias opuestas, pues en el caso de “Yzur” provocan la resistencia del animal a ser humanizado, la cual se va vigorizando a medida que los métodos disciplinarios se hacen cada vez más fuertes y en La isla del del Dr. Moreau, este científico muere en un enfrentamiento con un puma que se rehúsa a ser humanizado. Luego de su muerte y de la de Montgomery, los animales-hombres pasan por un proceso de regresión al animalismo.

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En “Viola Acherontia”, el protagonista es una mezcla de científico y hechicero. El texto parece hacer referencia a “Rappacini’s Daughter”, de Nathaniel Hawthorne, pues en ambos relatos se establece un vínculo entre ciencia y maldad. Así, en “Rappacini’s

Daughter” el autor parece presentar la versión más perversa de la tesis maquiavélica “el fin justifica los medios”, ya que el protagonista “no se refrenó ante el cariño natural […] [y] ofreció [a su propia hija] como víctima de su loco amor por la ciencia” (Hawthorne: 151).

En el caso del protagonista de “Viola Acherontia”, este parece no tener reparos en matar niños, con tal de provocar el llanto de las flores. El narrador deduce que es un asesino cuando recuerda que “al decir de las leyendas de hechicería, la mandrágora llora también cuando se le ha regado con la sangre de un niño” (Lugones: 115).

Otro de los puntos que tienen en común ambos protagonistas es su concepción de la ciencia como una forma de arte. Así, el proyecto científico de Rapaccini se basa en un relato clásico, el de la mujer venenosa que fue enviada como regalo a Alejandro Magno.

Su objetivo es trasladar ese objeto artístico al mundo fáctico y convertir a su hija y a

Giovanni en versiones de carne y hueso de esos personajes. Por ello, cuando pensó que lo había logrado, mostró “una expresión de triunfo al contemplar a la hermosa pareja como si se tratara de un artista que después de pasar toda su vida en la creación de un cuadro o de un grupo escultórico, al final se sentía orgulloso de su éxito” (Hawthorne: 159) .

En “Viola Acherontia”, el proyecto científico “parte de la plástica” (Lugones: 121), pero tiene como fin conseguir que la planta tenga algo parecido a un espíritu maléfico.

Para ello, el jardinero se basa en la idea de que “las analogías morfológicas suponen casi siempre otras de fondo” (Lugones: 122), pues, según sus estudios, “la sugestión ejerce una influencia más vasta de lo que se cree sobre la forma de los seres” (Lugones: 122). Así, las

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flores son percibidas por él como seres no sólo con vida, sino con capacidad para desarrollar algo parecido a sentimientos y sensaciones, a través de la influencia que, sobre ellas, puedan ejercer otras plantas que estén alrededor. Entonces, el alma maléfica y extraña se formaría a través de las influencias químicas y fisiológicas de las otras plantas sobre ellas. “Las analogías morfológicas” se convierten, entonces, en una forma de causalidad, lo que es afín al pandeterminismo.

En el relato de Hawthorne también se plasma esta idea de las “analogías morfológicas”, ya que Beatrice, debido a la influencia que la violeta mortífera ha ejercido sobre ella, presenta características muy parecidas a esta flor. Debido a ello, el color de sus vestidos es violeta y su aliento tiene el mismo aroma, así como su efecto letal. Además, la forma en que Beatrice se relaciona con la violeta es tan cercana que Giovanni “dudó si se trataría en realidad de una muchacha cuidando a su planta favorita o de una hermana cumpliendo con otra los deberes del afecto” (Hawthorne: 128). En el contexto del relato, este vínculo es un reflejo del que establecen las otras plantas entre sí, pues Giovanni percibió que estas “inclinaban sus cabezas con gentileza saludándose unas a otras como si hubiese entre ellas relaciones de simpatía y parentesco” (Hawthorne: 132). Estas plantas poseen, justamente, ese espíritu que el jardinero de “Viola Acherontia” desea desarrollar en las suyas.

De otra parte, el proyecto científico del protagonista, que consiste en crear la flor mortífera, hace referencia al poemario “Las flores del mal” y su propuesta estética. Como se sabe, Baudelaire planteaba en él que la belleza está más allá de toda dimensión ética, pues no tiene por qué ser sólo reflejo de la bondad, el equilibrio y la pureza, tal y como proponía el clasicismo, sino también lo puede ser de la maldad, la inestabilidad y la fealdad.

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Al poeta le es indiferente de dónde provenga, pues lo más valioso para él es el disfrute estético y lo que hay de infinito y misterioso en él. Así lo afirma en el poema “Himno a la belleza”: “Que tu viennes du ciel ou de l’enfer, qu’importe, / Ô Beauté ! monstre énorme, effrayant, ingénu! / Si ton oeil, ton souris, ton pied, m’ouvrent la porte / D’un Infini que j’aime et n’ai jamais connu?” (Baudelaire: 206)

Asimismo, como el poeta de “Las flores del mal”, el protagonista de “Viola

Acherontia” es un demiurgo que está en control de su creación. Sin embargo, a diferencia de Baudelaire, que concibe el poema como un medio para acercar indirectamente al lector al mundo espiritual que está oculto, través de la teoría de las correspondencias, el protagonista de “Viola Acherontia” busca concretizar ese mundo, hacerlo visible y palpable.

En cuanto al protagonista de “La metamúsica”, Juan, se trata de un músico y amante de las ciencias cuyo proyecto consiste en “crear un fenómeno de audición coloreada”

(Lugones: 81). Es decir, una sinestesia literal y perceptible. La forma en la que se refiere a su experimento, le hace pensar al narrador testigo: “Parece excitado, pero nada revela una alucinación en sus facultades” (Lugones: 81).

Sin embargo, posteriormente, Juan es percibido por el narrador como un loco cuando toca esa música que representa el universo y “entran las notas específicas de cada planeta” (Lugones: 92). A pesar de que intuye el peligro de tocar la octava del sol, ya que podría “producir influencias excesivamente poderosas” (Lugones: 92), lo hace y, como consecuencia de ello, sufre una quemadura en sus ojos. No obstante, la “radiante […]

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locura” (Lugones: 93) que le producen los resultados del experimento, le impide ver la realidad riesgosa que está viviendo, pues ni siquiera siente el dolor por la quemadura.

El científico de “La fuerza Omega”, así como Juan, está obsesionado por alcanzar esa unión con las fuerzas que rigen el universo, superando los obstáculos de espacio y tiempo: “El esfuerzo humano debería tender a la abolición de todo intermediario entre la mente y las fuerzas originales, a suprimir en lo posible la materia” (Lugones: 11). Su descubrimiento es el de la “fuerza mecánica del sonido” (Lugones: 12), basado en la idea de que éste, al ser una materia, también puede convertirse en una fuerza potentísima.

La vehemencia del protagonista al hablar de su proyecto se reflejaba claramente en su rostro, pues “se inspiraba al tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su entusiasmo y que sólo se traslucía en el brillo de sus ojos” (Lugones: 26) y su obsesión por lograrlo, se manifestaba en la manía de “pasearse por su cuarto” (Lugones: 26).

Esta obsesión del protagonista por probar su teoría se acerca mucho a la demencia, ya que sólo deja de ensayar cuando termina siendo víctima de su propio experimento. Si se toma en cuenta lo afirmado por el científico: “Yo sé dónde está el centro del cuerpo que deseo desintegrar” (Lugones: 35) es posible inferir su muerte como un suicidio diseñado para crear ese efecto macabramente mágico.

En cuanto al protagonista de “El psychon”, este es considerado como un loco por los demás científicos luego de demostrar que “el pensamiento psíquico es inmaterial; pero sus manifestaciones [...] [son] fluidicas” (Lugones: 166). El resultado del experimento es el psychon o pensamiento licuado, un fluido “transparente e incoloro que presenta cierta

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analogía con el alcohol” (Lugones: 166), el cual es absorbido por el narrador y el científico, los que terminan totalmente ebrios y haciendo una serie de cosas absurdas.

Según el narrador, luego del experimento, “los espectadores abrieron de par en par las puertas, pues el pensamiento puro que habíamos absorbido, era seguramente el elíxir de la locura” (Lugones, 169). Esta última idea se relaciona con el final, cuando el narrador testigo afirma que el científico: “Parece que ha repetido su experimento, pues se encuentra en Alemania en una casa de salud” (Lugones: 169).

Lo anterior permite entender “la locura” del científico como una especie de etiqueta impuesta por la sociedad, luego de ver sus reacciones disparatadas por efecto del fluído.

Con respecto a este tema, Foucault afirmaba que la locura es un constructo social, ya que “a historical analysis of the concept of madness shows that madness itself is nothing.

Discourses are attached to certain symptoms and those who exhibit visible and articulate symptoms […] were isolated, exhibited, tortured, or cured” (Brown: 4).

Por otro lado, el prejuicio que existía con respecto al científico se relacionaba también con su adhesión al espiritismo, el cual, para el narrador “era un defecto grave”

(Lugones: 136), siendo peor aún “la franqueza de confesarlo” (Lugones: 136). Con su confesión, se coloca en una posición radicalmente opuesta al positivismo, que era la corriente más influyente en las ciencias de la época y, por lo tanto, la que decidía quién tenía la razón con respecto a la investigación científica, pues, como señalaba Foucault,

“truth is not out there waiting to be discovered, it is created in the interest of those who exert the most power” (Brown: 33).

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Así, el autor propone que las revelaciones del espiritismo son percibidas como un peligro por la ciencia y la sociedad y, en consecuencia, como síntomas de una enfermedad mental. Sin embargo, en el caso del doctor Paulín, el encierro al que es sometido (el sanatorio) no le impide continuar con sus proyectos. Su ciencia, que explora la conexión espiritual del hombre con el universo, le sirve entonces como un mecanismo de liberación.

El motivo de la relación de identidad entre el hombre y el mono es otro de los motivos desarrollados ampliamente por Lugones y expuesto con claridad en dos de sus relatos: “Un fenómeno inexplicable” e “Yzur”. En el primero de ellos, la relación es presentada a través de un proceso de metamorfosis que experimenta un homeópata inglés, antiguo miembro del Ejército Imperial y conocedor del espiritismo. El narrador, de viaje en una colonia agraria entre las provincias de Córdoba y Santa Fe, pasa una noche en su casa, gracias a una recomendación, pues “necesitaba escapar de las horribles posadas de la zona”

(Lugones: 45), cuya comida lo estaba enfermando. No es casual este encuentro entre ambos personajes, ya que lo que intenta Lugones es hacerlos coincidir en tanto ambos pertenecen al mismo grupo letrado-masculino-occidental (en ese sentido, también serían imágenes especulares) y dicha reunión es una especie de empresa colonizadora11.

Después de una conversación animada entre el narrador y el inglés, éste se convence de que ambos se entienden a la perfección, ya que son capaces de discutir al mismo nivel sobre diversos temas relacionados a la ciencia, al espiritismo y al “autosonambulismo”. La

11 Así, de acuerdo a Dabove: “La conversación entre el inglés y el criollo es más que el puntual cumplimiento de las leyes de la hospitalidad. El narrador y el inglés se reflejan el uno en el otro. La peregrinación del inglés a la India con el ejército Imperial coincide con la peregrinación del narrador a la llanura en ferrocarril inglés. Ambos extienden la luz de la civilización, ambos son un testimonio de la supresión de la barbarie, de la desaparición de la pampa en la pradera” (Dabove: 783).

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práctica de esto último, la había aprendido con los yoghis, quienes le habían demostrado que el desdoblamiento no era producto de la imaginación o de la alucinación, pues él había fotografiado sus prácticas y comprobado, al ver las fotografías, que el paso entre materia y espíritu se daba también en el plano de la realidad física; algo que había verificado él con sus propias prácticas de desdoblamiento.

El inglés, al notar el interés y el nivel de conocimientos del narrador sobre el tema del desdoblamiento, se anima a confesarle que él padece de un mal extraño. Este consiste en que su sombra, en lugar de proyectar su silueta, reproduce la de un mono que lo mira penetrantemente. Además, ésta no es una simple proyección, ya que tiene la consistencia de un mono y, peor aún, no sólo lo persigue, sino que, extrañamente, lo hace sin moverse.

Por ello, afirma: “Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no me muevo jamás…”

(Lugones: 55).

Luego de escuchar esta confesión, el narrador, para quien su anfitrión tal vez se encuentre poseído por la locura, le propone un experimento que consistiría en delinear con un lápiz la silueta de su sombra sobre un papel fijado a la pared. El resultado los deja perplejos, tal y como podemos observan en la siguiente cita: “Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. El mono! La cosa maldita! Y conste que yo no sé dibujar”

(Lugones: 56). No parece casual, entonces, que según Todorov, para algunos escritores de cuentos fantásticos (como Maupassant o Nerval), el desdoblamiento (una forma de

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metamorfosis) “encarna la amenaza: es el signo previo del peligro y el miedo” (Todorov:

149).

Asimismo, en “Un fenómeno inexplicable”, la irrupción de lo insólito que implica el desdoblamiento, no sólo expone el tema de la crisis de la subjetividad, sino que traza lazos respecto de otro motivo, el doble o doppelgänger. Además, plantea algunas diferencias con respecto a él. Este vocablo, de origen alemán, sirve para denominar al doble fantasmagórico de una persona, pues doppel significa “doble” y gänger, “andante”.

Asimismo, la aparición del doble en la literatura viene asociada a una premonición nefasta.

Desde el romanticismo, el doble ha representado el “lado oscuro” del ser humano, pues se relaciona con la posibilidad de una usurpación de la subjetividad concebida como única, propia e inalienable y, de este modo, revela tanto los miedos que muestran la precariedad del “yo” como la conciencia de su propia exposición al riesgo de ser duplicado.

Más allá de aceptar que en el relato la sombra del mono simbolice el temor o la ansiedad de la élite dominante, tanto de perder su poder a manos de las masas como de la sospecha de que esa elite tiene secretos monstruosos que la atormentan (ambas ideas vinculadas al concepto del doppelgänger), resulta bastante más claro que en este relato la representación crítica del yo propone una escisión de la subjetividad y muestra desplazamientos de conciencia.

Para analizar el motivo del doble en “Un fenómeno inexplicable”, podemos tomar en cuenta las ideas que dedicó Otto Rank a este asunto en la tradición europea desde el romanticismo alemán. Según Rank, la idea del doble se origina en el concepto primitivo del alma humana como una estructura dual. El estudioso anota también que el doble intenta

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representar no solo el conflicto del hombre consigo mismo, sino también con los otros, así como el conflicto que se presenta entre la ansiedad de la semejanza o fidelidad a sí mismo y su deseo de establecer diferencias. Para Rank, entonces, el doble implica una operación de transferencia en la que están en juego diversos elementos: el deseo de la perpetuidad, una manifestación narcisista, la exaltación del yo y, a la vez, su pérdida de estabilidad, su crisis.

Esta inseguridad y fragilidad del “yo” contenida en el motivo del doble que expone Rank, tiene un correlato en la idea freudiana del doble como una figuración de lo siniestro.

El inglés experimenta esa fractura del margen entre materia y espíritu, a la que se había referido Todorov al analizar el tema de la metamorfosis (Todorov: 118), pues el personaje afirma: “Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo (…)” (Lugones: 53). Asimismo, el desdoblamiento es percibido por él como una fuerza progresiva e incontrolable que lo posee: “Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde. Una distracción prolongada, ocasionaba el desdoblamiento” (Lugones: 53). Dicha fuerza, además, tiene características siniestras que lo atormentan, aunque también lo estimulan, ya que le producen una “angustiosa lucidez”

(Lugones: 53). A pesar de que el inglés considera que ese otro ser es distinto a él, es también consciente de que existe dentro de él y, por lo tanto, es parte de sí mismo: “Salía de mí, siendo yo mismo” (Lugones:53). Es decir, a pesar de que el personaje admite que ha perdido “el concepto de la unidad” (Lugones: 53) y que él y su otro yo son dos seres diferentes, sabe que no lo son de manera independiente: “él va, voy conmigo, con él” Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no me muevo jamás…”

(Lugones: 53). Así, ambas personas conforman una dualidad inseparable, reflejada en las sensaciones extrañas que el inglés experimenta en su cuerpo: “Y todavía sufro cosas más

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raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquella es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación del otro…” (Lugones: 53)”. Estos síntomas sufridos por el personaje demuestran que dentro de él conviven dos seres, pues ambos utilizan una parte distinta de su cuerpo; por ello, cada una de sus manos y cada uno de sus ojos percibe de manera diferente.

Todo lo anterior nos indica que estamos frente al umbral del fenómeno del doble, pero vinculado, de alguna forma, a una dramatización del proceso de desplazamiento de la conciencia que se subdivide o de la disociación entre cuerpo y psiquis. Así pues, si bien el narrador ha constatado que la sombra de su anfitrión es la de otro ser y el inglés afirma que dentro de él coexisten dos personas distintas y que su cuerpo está dividido, podemos afirmar que la escisión no se ha presentado de manera radical a nivel físico, ya que ambas personalidades comparten el mismo cuerpo (aunque la sombra del mono sea un indicador de que esa criatura está a punto de desprenderse). Y, por lo tanto, este desdoblamiento no presenta todavía las características de los dobles presentes en la literatura latinoamericana fantástica posterior (Borges, Bioy o Cortázar), en la que estos se presentan como sujetos independientes que existen simultáneamente y que viven, incluso, en universos distintos, pues, tal y como afirma E. D. Carter Jr.: “La descomposición [el fenómeno del doble] puede ocurrir mediante la multiplicación o la división. En el último caso, la división implica la fragmentación de una unificada y reconocible entidad sicológica en partes distintas y complementarias que son representados por personajes aparentemente autónomos” (Carter Jr.: 64-66).

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“Yzur” es otro de los textos de “Las fuerzas extrañas” donde se expone el motivo de la relación de identidad entre el hombre y el mono. El narrador decide realizar un experimento con su mono, Yzur, para comprobar “el postulado antropológico” (Lugones:

133) de que “los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar”

(Lugones: 133). La constatación de esa premisa demostraría que el mono es un ser liminar.

Así, Yzur sería, al mismo tiempo, “hombre” y “bestia”, como el inglés de “Un fenómeno inexplicable”.

Por otro lado, en este relato se discuten también algunas nociones científicas de comienzos del siglo XX (relacionadas con el darwinismo), en cuanto a la naturaleza de la especie humana, su parentesco con otros primates, el lenguaje humano y el tema de la dominación, relacionado con el del progreso de la civilización. Todo ello se refleja en la pasión de la época por coleccionar animales salvajes, pues, como afirma Donna Haraway en su libro Simians, Cyborgs and Women, citado por Howard M. Fraser, la creación de museos y zoológicos durante comienzos del siglo XX, revela el desarrollo del capitalismo y de los imperios financieros:

Collectors and exhibitors claimed that captive apes and chimpanzees, ‘show people their origin, and therefore their pre-rational, pre-management, pre- cultural scene’ (11), and this vision of the caged, proto-human primate legitimated the story of human progress fostered by the barons of industry. A more controversial hypothesis appears in Haraway’s previous book, Primate Visions, which maintains that primatology consists of factual and fictional narratives whose central theme is progress” (Fraser: 12)

Para Fraser, la hipótesis de Haraway acerca de que en la época la dominación de la naturaleza legitimaba tanto el poder de la clase dominante como la superioridad evolutiva de los humanos, pueden explicar los postulados ideológicos contenidos en Yzur”. En ese

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sentido, es curioso que el narrador del cuento sea, al mismo tiempo, un científico y empresario.

En el relato, Yzur aprende su humanidad (lo que equivale a recordar) pero, al hacerlo, cambia su carácter, pues “tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditabundas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas” (Lugones: 140). Así, la humanización del animal trae como consecuencia su introspección y tristeza, al darse cuenta de su condición de mono y, por lo tanto, de su subalternidad (reflejada, además, en su descripción como esclavo: “viejo mulato triste”).

Asimismo, en el contexto del relato, aprender/recordar implica también enfrentarse al trauma de la explotación y de la resistencia (el no hablar). Pues, según la leyenda contada por el narrador, que fue, además, la motivación para su investigación científica,

“los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. ‘No hablan, decían, para que no los hagan trabajar’” (Lugones: 133).

Así, el silencio de Yzur y la regresión de los monos (en el pasado) fueron, según Juan

Pablo Dabove,

un acto político que marcó la muerte de lo político (entendido como agencia histórica de Yzur o sus antecesores). Para la representación occidental, esto lo convierte en un sujeto “ahistórico” (…) [de acuerdo a Said y Hall], cuya reincorporación a la historia debe ser tutelada por el sujeto histórico de pleno derecho, el narrador. El tour de force entonces es que la explotación pasada (que dio origen a los monos) justifica la explotación presente (la aculturación colonialista que los re-humanizará). Esa tutela está en manos de la ciencia. Pero la ciencia no es pensada (…) como un conjunto de juicios y representaciones sobre el mundo, sino más bien sobre lo que Foucault llama “biopoder” (Discipline and Punish) (Dabove: 786).

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Pero en el caso de “Yzur”, los métodos disciplinarios que emplea el científico para que el mono hable --reflejados en los azotes, pero también en los métodos de curación que utiliza para que no se muera (con el objetivo de comprobar su tesis)-- en lugar de conseguir la dominación del mono, provocan la resistencia del animal a ser explotado. Esto es más evidente, incluso, cuando Yzur habla. Pues, la primera vez que ocurre emplea palabras que no le fueron enseñadas --por eso el cocinero dice que lo había sorprendido “hablando verdaderas palabras” (Lugones: 140)-- y luego, al final de su vida, el lenguaje que emplea subvierte los conceptos de civilización y barbarie, puesto que logra que la relación entre amo y mono --palabras que el científico utilizaba al comienzo de sus lecciones en las frases

“yo soy tu amo” y “tú eres mi mono” (Lugones: 141)-- se invierta, al producirse lo que el científico calificó como “la cosa extraordinaria”, es decir, la expresión más contundente de su humanidad.

Entonces, al sentir el científico la humanidad de Yzur, cosa que le infunde “horror”

(Lugones: 144), sucede algo extraño: el narrador se inclina al rostro del mono, luego de lo cual, el mono habla: “AMO, AGUA, AMO, MI AMO”. Sin embargo, lo curioso es que, al hacerlo, cambia el sentido del término “amo”, pues, al pedirle agua expone la idea de subalternidad del amo y, asimismo, demuestra un vasto dominio del lenguaje (y su conocimiento sobre las palabras homónimas), pues parece utilizar la palabra “amo” como la conjugación del verbo amar en la primera persona (lo cual evidencia, además, su espiritualidad) y no en el sentido de “superior”. Esta subversión del orden es lo que el científico califica como la “cosa extraordinaria” y, por eso, le inspira “horror”.

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Esta subversión de los conceptos de civilización y barbarie planteada en “Yzur”, se vincula también con La isla del Dr. Moreau, de H. G. Wells, como se había mencionado, pues las tácticas que aplica el científico de Lugones, así como las del personaje de Wells, calificadas por Prendick como “las aberraciones de Moreau” (Wells: 28) para lograr ese

“atroz experimento” (Wells: 28) --síntesis de teología y ciencia-- desmoronan por completo el concepto de ciencia como el de la creación más elevada de la civilización y, más bien, parecen ser “the padding of suggested emotional habits necessary to keep the round

Paleolithic savage in the square hole of the civilised state” (Wells, 1996: 232).

Una de las características del simbolismo, que influyó notablemente en el modernismo, fue la búsqueda de la renovación formal. Por ello, los poetas se aplicaron fervientemente a una constante experimentación estilística. Entre las figuras literarias más utilizadas durante este periodo se encuentran: la sinestesia, la metáfora, las imágenes sensoriales, los símbolos, la antropomorfización, la animalización, la cosificación, la sinécdoque, la antítesis, la aliteración, la onomatopeya y la anáfora.

Así también en la obra de Leopoldo Lugones aparecen muchos de esos mismos recursos retóricos. No obstante, mientras que en los poemas simbolistas estos aparecen en el plano del discurso, en los cuentos de Lugones estos se presentan en el plano de la historia. Ello se explica porque, a comparación de los simbolistas, para quienes el empleo de las figuras literarias permitía sugerir la existencia de correspondencias entre el mundo sensible y el mundo espiritual que estaba oculto, en la obra de Lugones, la utilización de estos recursos permite materializar ese mundo espiritual de las fuerzas incognoscibles que rigen el universo, hacerlo tangible en el mundo representado y, por ello, las figuras literarias dejan de ser tales para convertirse en leyes físicas.

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De esta manera, el proceso de transfiguración de los tropos y demás figuras retóricas, presente en los textos de Lugones, es una plasmación de las metamorfosis producidas por la intervención de esas “fuerzas extrañas”, como consecuencia del pandeterminismo.

En Las fuerzas exrañas, la sinestesia es uno de los tropos más importantes que se transfigura en ley física. Según el Dicionário de termos literários, la sinestesia es un

“vocábulo oriundo da Psicologia [que] designa a transferência de percepção de um sentido para outro, isto é, a fusão, num só ato perceptivo, de dois sentidos ou mais. Assim, ‘ruído

áspero’ denota o congraçamento da audição e do tato” (Moisés: 478).

La idea expuesta anteriormente acerca de la sinestesia como la fusión de diversos sentidos, está plasmada, por ejemplo, en el relato “La metamúsica”, en el que el protagonista a través de una máquina pretende demostrar que existe una unión entre los sentidos auditivo y visual pues “las notas poseen cada cual su color, no arbitrario, sino real.

Alucinaciones y chifladuras nada tienen que ver con esto. Los aparatos no mienten, y mi aparato hace perceptibles los colores de la música” (Lugones: 83).

Según el científico, la sinestesia puede materializarse porque forma parte de las vibraciones del universo. Esta idea se apoya en las teorías teosóficas de Helena Blavatsky, quien basada en la cosmogonía hindú afirmaba: “Sound is the characteristic of Akâsa

(Ether): it generates air, the property of which is Touch; which (by friction) becomes productive of Colour and Light” (Fraser: 796).

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De la misma manera que Helena Blavatsky, Juan afirma: “la onda aérea provoca vibraciones etéreas, puesto que al propagarse conmueve el éter intermedio entre molécula y molécula de aire. ¿Qué es esta segunda vibración? Yo he llegado a demostrar que es luz.

¡Quién sabe si mañana un termómetro ultrasensible no averiguará las temperaturas del sonido? (Lugones: 85).

Lo curioso es que esa mención a la temperatura del sonido adquiere sentido al final del cuento, cuando el científico es víctima de una quemadura, pues el sonido de la “sublime octava del sol” (Lugones: 90) --otro ejemplo de cómo el lenguaje figurado se convierte en parte del mundo representado-- genera una temperatura tan alta que provoca el incendio de la lámpara que había estado prendida durante todo el experimento. Una de las chispas será la que consumirá los ojos del protagonista. De esta manera, el experimento excede los objetivos iniciales del científico, pues no sólo abarca varios de los sentidos (auditivo, visual y táctil), sino que implica una marca del universo en el cuerpo del ser humano. En la obra de Lugones, todo ello tiene como fin demostrar la forma en que las “fuerzas extrañas” intervienen, de manera tangible, en la vida del individuo.

“Viola Acherontia” es otro de los cuentos en los que la figura literaria de la sinestesia es relevante dentro de la trama. De alguna forma, el relato se basa en un juego de espejos cuyo objetivo es demostrar, a partir de la sinestesia de animales, seres humanos y plantas, que este fenómeno es parte de las potencias motrices del universo.

El jardinero tiene como fin lograr que las violetas desarrollen una especie de sentimiento maligno a partir de los estímulos visuales y olfativos que reciben de otras plantas que están alrededor. Por ello, ha plantado narcóticos, alucinógenos y plantas de

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color negro para estimular su sentido visual y generar en ellas un sentimiento de miedo y, para activar su sentido olfativo y desarrollar su gusto por lo macabro, ha sembrado algunas flores con aroma a venenos cadavéricos y otras cuyos “olores […] recuerdan los de la carne corrompida” (Lugones: 114).

Si bien en el relato no se explica cómo funciona el sistema perceptivo de las violetas, se infiere la existencia de una analogía entre olfato y respiración y, por ello, el sentido del olfato se ubicaría en los poros de las hojas, a través de los cuales se produce la respiración de las plantas. Es decir, el sentido del olfato en las plantas es equivalente al sentido del tacto en los seres humanos, lo cual, de alguna manera, revelaría la presencia tangible de la sinestesia en el mundo, definida como “the description of one kind of sensation in terms of another” (Harmon, William y C. Hugh Holman: 509).

En cuanto al sentido de la vista, el científico señala que estas plantas no necesitan tener ojos para poder ver: “no se ve únicamente con los ojos […]. Los sonámbulos ven con los dedos de la mano y con la planta de los pies. No olvide usted que aquí se trata de una sugestión” (Lugones: 113).

El proyecto del jardinero consiste, entonces, en desarrollar la capacidad sensorial de las violetas teniendo como base el fenómeno de la sinestesia, pero a través de la “sugestión”

(o especie de hipnotismo). Según el jardinero, este procedimiento es posible porque las violetas, al igual que otras plantas, poseen un sistema nervioso, aunque afirma que “es muy difícil de efectuar, pues las plantas tienen su cerebro debajo de tierra” (Lugones: 113). Ese aspecto morfológico de las violetas, que las convierte en “seres inversos” (Lugones: 113),

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remite a la sinestesia de los sonámbulos, pues así como estas plantas tienen el cerebro en la parte de abajo, los sonámbulos ven por los pies.

Por otro lado, la configuración de las violetas las coloca también dentro de un vasto grupo de organismos cuyos cuerpos funcionan como señales del fenómeno sinestésico, tal como sucede con los gatos blancos y de ojos azules, […] que son comúnmente sordos”

(Lugones: 110).

Precisamente, esos gatos parecen ser la materialización más exacta del tropo de la sinestesia, pues su aspecto externo, que estimula el sentido de la vista, alude también al sentido auditivo o, mejor dicho, a la falta de él. Es decir, sus colores son la señal del silencio. Entonces, la figura de la sinestesia, plasmada en la configuración de estos seres, funciona como una de las leyes físicas que dirigen el universo, lo cual recuerda, de alguna forma, los siguientes versos del poema “Correspondencias”, de Charles Baudelaire:

“Comme de longs échos qui de loin se confondent / Dans une ténébreuse et profonde unité,

/ Vaste comme la nuit et comme la clarté, / Les parfums, les couleurs et les sons se répondent”. (Baudelaire: 193).

No obstante, en el poema de Baudelaire, la sinestesia aparece como un fenómeno sugestivo, pues esos “échos”, que parecen remitir a las fuerzas de las que habla Lugones, aparecen como elementos indeterminados que “se confondent” entre sí para provocar sutilmente la fusión de los colores, perfumes y sonidos, representada como una especie de comunicación, pues las sensaciones “se répondent”. Esta palabra, asimismo, alude a la sensación auditiva y al lexema “échos” del primer verso, lo cual asocia la sinestesia a la idea de latencia e intangibilidad.

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En “Viola Acherontia”, la analogía es otro de los recursos retóricos que se convierte en ley física. Este recurso aparece bajo la forma de la teoría de “las analogías morfológicas” y, al igual que la sinestesia, está basado en la sugestión y propone una semejanza entre forma y contenido, pues “las analogías morfológicas suponen casi siempre otras de fondo”

(Lugones: 122). Así, lo que parece un cerebro podría funcionar como tal, y lo mismo sucedería con algo parecido a un corazón, porque los seres se sugestionan a partir de la percepción de la forma.

La analogía se define como “a comparison of two things, alike in certain aspects; particularly a method used in exposition and description by which something unfamiliar is explained or described by comparing it to something more familiar” (Harmon, William y C.

Hugh Holman: 22). En el texto, por lo general, lo familiar se refiere a algo cercano al ser humano y pequeño, mientras que lo no familiar, a algo lejano e inmenso y que remite al universo.

Por otro lado, esta figura funciona, muchas veces, como una analogía implícita, pues lo familiar contiene en su forma lo no familiar. Así, “En Viola Acherontia”, hay peces

“que llevan fotografiadas en la gelatina de su dorso, las olas del mar” (Lugones: 110) y una planta como el girasol que “mira constantemente el astro del día, y reproduce con fidelidad su núcleo, sus rayos y sus manchas” (Lugones: 110).

En “El origen del diluvio” encontramos una serie de analogías que intentan plasmar la idea de la formación del planeta y de la vida, como vemos en la siguiente cita: “Su estructura blanda, era consecuencia del medio poco sólido en que tomaron origen, así como de la ligereza específica de los continentes que habitaban” (Lugones 94). El vínculo entre

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todos los elementos (ordenados de menor a mayor escala) está en función de su consistencia, pues la ductilidad del cuerpo de los seres vivientes es un reflejo del medio acuoso en el que habitan y del continente que está en formación.

Asimismo, en “El origen del diluvio”, las casas de los primeros seres mitológicos se relacionan analógicamente con la concha de los caracoles: “construían sus ciudades como los caracoles sus conchas, de modo que cada vivienda era una especie de caparazón exudado por su habitante” (Lugones: 94). Luego, el autor establece otra analogía: “las casas resultaban grupos de bóvedas, y las ciudades parecían cúmulos de nubes brillantes”

(Lugones: 94). La analogía, en el primer caso, vincula a esos gigantes de la mitología con los animales que habitan el planeta, en relación a la evolución de las especies, y, en el segundo caso, establece el vínculo de esos seres mitológicos con el universo y también con lo divino. Es, nuevamente, un ejemplo de pandeterminismo, pues todo se relaciona debido a la existencia de una causa generalizada.

“Yzur” se construye también en base al recurso analógico, aunque se utilizan dos tipos de analogía: el símil (analogía expresada) y la metáfora (analogía implícita). El autor parece basarse en el símil “el mono se parece al hombre” para convertirlo en la metáfora “el mono es el hombre”, la cual equivale a la metamorfosis experimentada por el animal.

Sobre ese punto, Torodov afirma lo siguiente: “Decimos con facilidad que un hombre parece un mono, o que lucha como un león, como un águila, etc.; lo sobrenatural comienza a partir del momento en que nos pasamos de las palabras a las cosas que esas palabras se suponen que designan. Las metamorfosis constituyen por lo tanto una transgresión de la separación entre materia y espíritu, tal como se la concibe por lo general”

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(Todorov: 117). De esta manera, Lugones convierte un tropo (espíritu) en parte del mundo representado (materia).

En “La estatua de sal”, muchas frases católicas, que poseen lenguaje figurado (de tipo metafórico), han sufrido un proceso de transfiguración en ley física. Así, por ejemplo, las frases “el poder de la oración” o “las oraciones sostienen el mundo”, se materializan en una serie de “columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo […] [pues] los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo” (Lugones: 128).

También, la frase “en olor a santidad” se convierte en un hecho perceptible en el mundo fáctico, pues el monje “olía bien como un jazminero” (Lugones: 129). Asimismo, la metáfora de la plegaria como “alimento espiritual” está concretizada a través de la acción de dos palomas, que simbolizan el espíritu santo, las cuales “traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico” (Lugones: 129).

Por otro lado, la figura literaria de la hipérbole está materializada en el personaje del peregrino y tiene una función humorística: “estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente”. Asimismo, este recurso plasma la idea de que el monje está compuesto, sobre todo, de elementos inmateriales.

En “El origen del diluvio”, vemos también la presencia de la hipérbole. Esta figura es utilizada con el fin de caracterizar a los primeros seres mitológicos, la Noche y Erebo:

“Especies de monos gigantescos y huecos, tenían la facilidad de reabsorberse en esferas de gelatina o la de expandirse como fantasmas hasta volverse casi una niebla” (Lugones: 94).

Así, este recurso permite plasmar la sensación de la maleabilidad de sus cuerpos, los cuales

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aumentan de tamaño exageradamente o se reducen extraordinariamente, al punto de casi evaporarse.

La antítesis es otro de los tropos que aparece transfigurado en ley física. En “Viola

Acherontia”, por ejemplo, este recurso se emplea en la caracterización del protagonista, pues aunque este es una mezcla de científico y hechicero asesino, sólo aparenta ser “un anciano de porte sencillo […] con una cortesía casi humilde” (Lugones: 123).

“La lluvia de fuego” se compone también de constantes antítesis, como la que se establece entre la lluvia y la limpidez del cielo: “El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; por entre aquéllas, se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste” (Lugones: 44). Otra oposición es la del estruendo de la ciudad condenada y el silencio de la bodega (donde se resguarda el narrador) y también entre la luz y la oscuridad: “cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego” (Lugones:

46).

En “La estatua de sal” la antítesis está plasmada en el personaje del monje, pues, si bien está caracterizado como un ser profundamente virtuoso, ya que es bondadoso y posee una probada abnegación por Dios, presenta también rasgos demoníacos: “los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas” (Lugones: 133).

Otro de los tropos más utilizados como ley física es el antropomorfismo, el cual se basa en la adscripción de atributos humanos a objetos o animales. Así, por ejemplo, en “La lluvia de fuego” los leones que aparecen en el momento más desolador de la catástrofe

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dejan traslucir, a través de sus ojos, “un desvarío humano” (Lugones: 49) y sus rugidos tenían “una evidencia de palabra” (Lugones.49).

En “Los caballos de Abdera”, el antropomorfismo es el tema principal del relato.

La educación de los caballos durante varias generaciones “hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos” (Lugones: 101), al punto de generar la “humanización de la raza equina” (Lugones: 103) (pandeterminismo). Es decir, la educación de los caballos funciona como un instrumento maravilloso que provoca su metamorfosis. Dicho instrumento, utilizado a través del tiempo, va transformando el símil “los caballos parecen humanos” a la metáfora transfigurada en ley física “los caballos son humanos”.

La humanidad de los caballos de Abdera se revelaba a través de su inteligencia, su comportamiento correcto y su alto nivel de educación, lo que se evidenciaba en sus conocimientos del lenguaje humano. Además, muchos de ellos eran elegantes, sentimentales y amaban el arte, pues manifestaban “regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos” (Lugones: 103).

Dicha humanización generó que tomaran conciencia acerca de su posición de subalternos y, como consecuencia de ello, fueron adoptando una actitud de resistencia al yugo hasta que, finalmente, se rebelaron. Sin embargo, durante la revolución, los caballos comienzan a manifestar actitudes violentas, crueles y cobardes.

Así, a través de su conducta, empiezan a aflorar los bajos instintos, reflejados en el

“resplandor humano y malévolo de sus ojos incendiados de lubricidad” (Lugones: 105) y también en el sadismo de las yeguas, pues “se habían divertido con saña femenil,

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despachurrando a mordiscos a las víctimas” (Lugones: 105). De esta manera, en el relato, la humanización de los caballos genera un efecto extraño pues, mientras más humanos son, también son más parecidos a los animales salvajes.

Luego, el autor emplea el recurso de la animalización para describir a Hércules:

“Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíanse sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su olor bravío. […] Olíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido” (Lugones: 107).

Lo extraño es que no sólo los caballos lo perciben como una fiera, también los humanos, quienes empiezan “a preferir el pasado riesgo (al fin era una lucha contra las bestias civilizadas) sin aliento para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda” (Lugones: 108). Sólo se percatan de que es un hombre cuando, en lugar de un rugido, lanza “un grito de guerra humano” (Lugones: 108).

De este modo, por medio de la animalización de Hércules, uno de los máximos héroes griegos --destacado por su extraordinaria fuerza física, pero también por su gran fuerza moral-- el autor emite una crítica al hombre y su paradójica carencia de valores humanos, condición que lo lleva a identificar los que posee el héroe como propios de la especie animal --colocando a esta en un nivel superior a la humana.

Al parecer, el empleo que hace Lugones del recurso de la animalización se sustenta en sus lecturas de la literatura y arte helénico, pues afirmaba que el arte griego era tan vital y orgánico que no rehuía “las comparaciones con animales […] que nuestra educación retórica considera indigna de los héroes” (Ara: 41).

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Esta inclinación del autor y la de muchos otros modernistas hacia los estudios helenísticos, según señalaba Highet, se debió a que “sentían […] que su época era moralmente ruin. Se volvían al mundo de Grecia y Roma porque era más noble” (Ara: 36).

Asimismo, el humanismo griego, le permitía a Lugones:

Situar al ser humano en las coordenadas esenciales de su condición. La vigencia universal de los perfiles humanos es entonces la primera condición de su validez e implica el reconocimiento del hombre como ente superior, dotado de voluntad y discernimiento, de una conciencia lúcida de sí mismo y de sus relaciones en el contorno social. Implica, en una palabra, partir de una afirmación de identidad, de no contradicción, de adecuación lógica y biológica a normas de aceptación universal. Humanismo es ajuste y homologación de fines generales, de direcciones hacia una integración común en sociedad (Ara: 42). Justamente, en “Los caballos de Abdera”, la utilización del antropomorfismo y la animalización permite plasmar la idea de la falta de consciencia en los hombres de lo que implica su humanidad, en relación a ellos y a la comunidad. Pues, el hecho de dedicar todo su esfuerzo y dinero a la educación de estos caballos, convirtiendo esta práctica en una competencia de vanidades, les impide percibirse a sí mismos como miembros de una sociedad con fines comunes.

En ese contexto, la imagen de Hércules --héroe que logra vencer sus propias pasiones, con el fin de ayudar a su pueblo-- funciona como modelo de conducta social. Por ello, no es casual la correspondencia que establece Lugones entre este héroe y Martín

Fierro en Historia de Sarmiento, cuando ve en el gaucho “el ‘linaje de Hércules’ que hacía de la Argentina el territorio en que la alta tradición grecolatina emprendía su andadura”

(Dobry: 18).

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Otro de los recursos literarios que sufre una transfiguración es el símbolo. El movimiento simbolista francés lo empleaba para la representación de conceptos, ideas o sensaciones. Un símbolo contiene varios significados, a menudo ocultos a primera vista y se entiende como una “tentativa de representar por intermédio de metáforas polivalentes todo o vago e multitudinário ‘eu poético’:esforço de apreensão e comunicação do indizível, múltiplo e instanâneo sinal duma heteróclita paisagem interior; enfim, uma síntese”

(Moisés: 746).

En la obra de Lugones, el símbolo se materializa y deja de ser aquel instrumento de sugestión y evocación que le permitía al “yo poético” acercarse apenas a una realidad espiritual inefable. En “Viola Acherontia”, por ejemplo, el símbolo baudelaireano de “la flor del mal” se convierte en una flor concreta en el mundo representado, “la flor de la muerte”.

Baudelaire se basa en la literatura clásica, según la cual, la flor es el símbolo del universo, pues está situada “a la limite donc du matériel et l’immatériel, parlant par sa forme, ses couleurs et son parfum” ( Nathan, Fernand: 98). En el siglo XIX esta idea se refuerza en todas las artes, como puede apreciarse, por ejemplo, en la obra pictórica de

Vincent Van Gogh, en la que los “bouquets […] se chargent d’un symbolisme cosmique, comme il l’a appris de l’esthétique taoїste qui miniaturise par le jardin ou quelques fleurs la totalité du monde” (Nathan, Fernand: 98).

De otra parte, el símbolo del jardín también connota lo no-natural, pues es el lugar donde el jardinero adquiere la libertad total para la creación de su mundo. En ese sentido,

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su función sería como la de dios o el demonio, ambos también dueños y artífices de sus respectivos jardines, el jardín del Edén y el infierno.

El poemario “Las flores del mal” es concebido por Baudelaire como un espacio en el que se establecen vínculos mágicos de interacción entre planos o grados distintos del universo (en el que están incluidos el cielo y el infierno) y el individuo particular. Pero, es sobre todo, la oportunidad del poeta (artífice o jardinero) de enfocar su mirada en ese espacio del jardín que permanece oculto: el del goce de la vida, los placeres, el crimen y la maldad.

Los aspectos mencionados anteriormente también han sido expuestos en “Viola

Acherontia”, a través del proyecto de la flor maligna. Sin embargo, en el relato de

Lugones, ese mundo oscuro y maléfico ya no es un misterio. El jardinero parece conocerlo perfectamente, desde todos sus contornos, al punto de poder encarnarlo en un ser.

Asimismo, el jardinero ya no es como el poeta (Baudelaire) que tiene que develar ese mundo suspendiendo el juicio lógico y penetrando en los dominios del ensueño y del subconsciente. En “Viola Acherontia”, es el científico, más bien, quien, a través de las analogías morfológicas y la sugestión --y utilizando plantas que produzcan ensueño-- intenta acceder, de alguna manera, al subconsciente de las violetas para que ellas puedan percibir ese mundo maléfico y desarrollar un espíritu que sea reflejo de él.

Otro texto en el que los símbolos se materializan es “La estatua de sal”. En este caso, se trata de aquellos de índole católica como, por ejemplo, el pan y el vino, que representan el cuerpo y sangre de Jesucristo. En el relato, cada Viernes Santo el monje

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encontraba “en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables” (Lugones: 129).

Asimismo, en la cita anterior, la cama de ramas es la materialización del símbolo de la corona de espinas, que representa el sacrificio de Jesús y, también, el del cura.

El hecho de recibir esos alimentos sagrados (pan y vino) no era considerado por el monje como algo imposible, ya que “jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo” (Lugones: 129). La explicación que formula el monje a partir de su fe, es un ejemplo más de pandeterminismo.

Otro alimento simbólico que aparece en el relato es la granada, la cual era recibida por el monje a través de las palomas. Esa fruta, según el cristianismo, es símbolo de resurrección y vida eterna, lo cual explica claramente lo afirmado por el narrador: “nada más que de eso vivía” (Lugones: 129).

Asimismo, es necesario señalar que en la obra de Lugones no sólo los tropos y demás figuras literarias se convierten en componentes esenciales de la trama. También ocurre lo mismo con ciertos recursos formales, como la música, uno de los elementos más significativos de las estéticas simbolista y modernista, las cuales, a través del lenguaje poético, buscaban transmitir una sensación musical a través de las palabras.

Además, se debe destacar que los simbolistas con el fin de despojar al símbolo de su carga lógica, tendían a reducirlo a “simples massa sonora, embora semánticamente fecunda: aproximan, desse modo, a poesia e a música, a “instrumentaçao verbal”, a “língua-música”,

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de forma que a aliança da palabra com a melopéia se comprisse a ponto de anular-lhes as diferenças individuais” (Massaud: 476).

Así, en “La metamúsica”, el autor muestra la importancia que para su movimiento tenía la música, la cual era considerada “la expresión de un principio de unidad basado en la armonía de Pitágoras” (Fraser: 795). Por ello, Juan afirma que “la música es la expresión matemática del alma” (Lugones: 88), ya en ella están contenidas todas las sensaciones y emociones humanas.

De esta manera, según el protagonista, “si multiplicas el semidiámetro del mundo por 36, obtienes las cinco escalas musicales de Platón, correspondientes a los cinco sentidos” (Lugones: 89). El hecho de utilizar el número 36 para dicha operación tiene dos razones, una matemática y la otra psíquica. Según la primera, “se necesita treinta y seis números para llenar los intervalos de las octavas, las cuartas y las quintas hasta 27, con números armónicos” (Lugones: 89).

La importancia del número 27 radica en que corresponde a la suma de los números que son “las bases matemáticas del universo” (Lugones: 89). Por otro lado, según el científico, la razón psíquica consiste en que el número 36 “total de los números armónicos, representa, además, el de las emociones humanas” (Lugones: 89). De otra parte, la suma de los dígitos de los números 36 y 27 da como resultado el 9, número que tiene como base el tres, el cual, “en la simbología sagrada de los antiguos significaba el equilibrio del universo” (Lugones: 89).

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Todo lo anterior explica la concepción de Juan de que “el universo es música”

(Lugones: 89). Concepción plasmada a través de su invento, pues este reproduce “en colores geométricamente combinados, el esquema del Cosmos” (Lugones: 90). De esta manera, “La metamúsica” demuestra la preocupación de Lugones y “del modernismo por la musicalidad como elemento estructurante formal, como símbolo o como vía reconciliadora universal” (Fraser: 795). Por ello, según Juan, tanto está contenido en la música (todo el universo) que es imposible expresar con palabras todas las sensaciones y sentimientos que produce. Entenderla es sentirla, es abrir “las puertas de tu espíritu”

(Lugones: 80).

La inclinación de Leopoldo Lugones por literalizar los tropos y otros elementos poéticos, parece explicarse a través de la manera en que interpretó el simbolismo francés y adaptó sus recursos. Pierina Moreau, en el estudio que hace de la poesía de Lugones, señala que la concretización de los recursos poéticos en la obra del autor se remitiría a su formación autodidacta, basada en sus lecturas positivistas y naturalistas, las cuales “le han inculcado la costumbre de explicarlo todo” (Moreau: 113). Asimismo, a partir de dichas lecturas, Lugones habría desarrollado “su ‘tendencia a la estructura orgánica’ [que] le impedía acceder a la sustancia misma del simbolismo” (Moreau: 113).

Aunque el análisis de la autora es sobre la obra poética de Lugones, ya puede apreciarse en ella la presencia de algunos de los tropos y otros recursos literarios --como la analogía, la antítesis, la música y los símbolos--, convertidos en leyes físicas, que caracterizarán su cuentística.

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Así, en la obra de Leopoldo Lugones ocurre algo singular: el proceso de transfiguración de las figuras retóricas y otros elementos en leyes físicas, iniciado en su creación poética, ha pasado a sus cuentos bajo la forma de correspondencias y redes analógicas que en el mundo representado tienen un carácter fantástico. Este rasgo, además, es síntoma de una visión mucho más moderna del autor, en relación a sus contemporáneos, con respecto a la literatura y a los géneros literarios, ya que el prosaísmo de sus poemas y el lirismo de sus cuentos demuestran, por un lado, la arbitrariedad en el límite de estos géneros --y, por ello, su fragilidad-- y, por otro, que la literatura, más allá de ser un conjunto de géneros, es una forma de arte.

Finalmente, es necesario señalar que la importancia de Las fuerzas extrañas radica en su condición de ser un texto fundador de una tradición extraña en Hispanoamérica (sobre todo en la región de Río de la Plata), puesto que el conjunto de motivos y la originalidad en el uso de los recursos estilísticos será una constante en los relatos extraños de autores de distintas épocas y corrientes, como los que se analizarán en los siguientes capítulos.

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CAPÍTULO III

HORACIO QUIROGA (URUGUAY, 1874-1938):

LOS EFECTOS DE LO INSÓLITO EN LO ORGÁNICO

En los cuentos de Quiroga que podríamos calificar de “extraños” el lector puede experimentar un efecto particular. Se trata de relatos en los que las situaciones pueden tener una explicación racional o lógica, pero dichas situaciones están marcadas por lo insólito, pues en ellas aparece una condición de lo fantástico: la descripción de la reacción frente al miedo o ante la manifestación de lo siniestro.

No obstante, en estos cuentos el efecto macabro-siniestro está relacionado con las transformaciones bioquímicas y biofísicas del cuerpo y, en este sentido, es natural pero a la vez presenta un carácter inquietante y perturbador. Asimismo, la mente es vista como un efecto del cerebro, dejando de lado la dimensión psicológica y biográfica del individuo.

Por ello, los personajes no parecen tener una existencia puramente orgánica. De esta manera, la conciencia está vinculada a procesos neurológico-químicos y los procesos mentales son, básicamente, sensoriales.

Así, las transformaciones tendrían una causa química o fisiológica ya sean estas originadas por enfermedades, incluyendo las mentales (la infección, la anemia, la locura) o por agentes externos, como sustancias tóxicas o psicoactivas (drogas, licor).

El presente trabajo tiene como objetivo analizar, a través del conjunto de relatos de

Horacio Quiroga, los motivos que provocan el efecto de lo siniestro: el motivo del

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narcótico, el motivo de la sangre y el motivo de la morbidez. Me centraré también en algunas estrategias de representación, tales como la estilización grotesca, la espectacularización o teatralización de las acciones, y en las figuras literarias más empleadas por el autor: la antítesis y la analogía.

Los relatos escogidos de Horacio Quiroga que se analizarán son: “La historia de

Estilicón”, “El haschich”, “La muerte de Isolda”, “Los buques suicidantes”, “A la deriva”,

“La gallina degollada”, “El almohadón de plumas”, “La miel silvestre”, “La meningitis y su sombra”, “El infierno artificial”, “Los destiladores de naranja”, “El vampiro”, “La manchita hiptálmica” , “Una estación de amor”, “Los desterrados”, “Tacuara-Mansión”.

El motivo del narcótico es un motivo recurrente en la obra cuentística de Horacio

Quiroga, pues muchos de sus personajes, debido al consumo de estas sustancias químicas, ya sean naturales o sintéticas, sufren ciertas alteraciones en su estado perceptivo y anímico.

En cuanto a las sustancias químicas naturales, en el relato “La miel silvestre”, el protagonista, Gabriel Benincasa, experimenta un profundo efecto narcótico luego de ingerir

“una miel oscura, de sombría transparencia” (Quiroga: 125). En un principio, Benincasa percibe sensaciones de vértigo (lo que provoca su caída) y de entumecimiento: “Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban” (Quiroga: 125).

Después, “la sensación de plomo y hormigueo subía hasta la cintura” (Quiroga: 126) y es relacionada por el protagonista con las hormigas devoradoras: “La corrección – concluyó” (Quiroga: 126).

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Luego, Benincasa es invadido por “una invencible somnolencia” (Quiroga: 126), que disminuye la calidad de su percepción visual: “Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección” (Quiroga: 126). Así, esta visión un tanto borrosa del protagonista y su conciencia del peligro de las hormigas aumentan su sensación de pánico: “Lanzó un grito, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras” (Quiroga: 126). En ese sentido, se diría que el efecto siniestro del relato está ligado tanto al proceso neurológico- químico que experimenta el protagonista, como a aquello que, siendo natural (las hormigas) es, al mismo tiempo, insólito, por su excesiva voracidad y su número.

En “A la deriva”, encontramos una sustancia neurotóxica de origen animal, el veneno de la serpiente. En un principio, esta sustancia produce efectos físicos terribles en el protagonista, tales como contracciones musculares desgarradoras e incontrolables, sensaciones de entumecimiento y parálisis y una sed atroz. No obstante, después de “un violento escalofrío” (Quiroga: 54), el protagonista empieza a experimentar diversas sensaciones de alivio, tal y como se aprecia a través del uso de la focalización interna: “la pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda” (Quiroga: 54).

Por otro lado, el paisaje que antes había sido descrito como lúgubre, adquiere, de pronto, luminosidad y color, pues “el cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también” (Quiroga: 54). Asimismo, algunos de sus sentidos despiertan nuevamente, pues siente el frescor que llega desde la costa paraguaya, “en

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efluvios de azahar y miel silvestre” (Quiroga: 55). Luego, sin embargo, mediante la focalización externa, se nos muestra una imagen alejada de la canoa que “derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino” (Quiroga:

55), lo cual se opone a la sensación de bienestar del protagonista y presagia el final nefasto.

Como se sabe, este fenómeno puede presentarse como consecuencia de algunos estados alterados de conciencia. En el caso de este relato, la sensación de sorprendente mejoría puede haber sido originada por el propio veneno, pues éste puede funcionar como una sustancia psicoactiva. En la India, por ejemplo, es común el uso del veneno de la cobra

Naja naja como narcótico. La ingestión de ínfimas cantidades de este veneno puede producir sensaciones de bienestar, aumento de la energía y del ritmo cardíaco y provocar alucinaciones12. Además, en el caso de este relato, el efecto narcotizante del veneno parece haberse agudizado por la ingestión del aguardiente de caña.

Por otro lado, en la última etapa del relato, el protagonista se encuentra en un proceso agónico y sufre los efectos del delirio, cuyo primer signo es un cambio repentino en el estado de alerta, sentirse adormecido. Esta sensación también es experimentada por el protagonista: “El bienestar aumentaba y con él una somnolencia llena de recuerdos”

(Quiroga: 54). Si bien es común que una persona con delirio padezca problemas de memoria, en el relato, por el contrario, el delirio parece generar lucidez mental, pues los

12 La literatura médica ha documentado una amplia sintomatología producida por el veneno de serpientes. Carol Turkington, en The Poisons and Antidotes Sourcebook (1999) identifica como síntomas comunes de la ingesta de veneno de serpientes algunas complicaciones cardíacas (alteración del pulso principalmente) y problemas de percepción, por lo general traducidos en sensaciones alucinatorias, así como ansiedad y excitación. Por su parte, Pedro Palao Pons, en su libro Los misterios de los venenos (2012) analiza históricamente el uso médico de los venenos, pero también practica un exhaustivo recuento de la utilización de estas sustancias (entre ellos la ponzoña de serpientes) en sociedades primitivas y comunidades indígenas de varios lugares del mundo en relación con fines mágico-rituales. Por su parte, el toxicólogo español Arturo Valledor de Lozoya en su tratado Envenamientos por animales. Animales venenosos y urticantes del mundo (1999) identifica los efectos neurotóxicos del veneno de diversas especies de cobra en Asia y África, entre ellas la ya aludida Naja Naja.

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recuerdos aparecen de manera cada vez más nítida: “Pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente” (Quiroga: 55).

Sin embargo, es posible que esa claridad de la memoria sea simplemente imaginada, como consecuencia de las alteraciones del pensamiento. Es decir, el protagonista podría estar experimentando una alucinación de la memoria y creer recordar personas que no existieron o situaciones que no ocurrieron en la realidad. Lo que sí es importante mencionar es que estos recuerdos parecen adquirir, cada vez, un carácter más funesto:

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? ¿Y la respiración?... Al recibidor de maderas de Míster Douglas, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves… El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. -Un jueves… Y cesó de respirar (Quiroga: 55). Así, pues, el nombre del lugar donde supuestamente conoció al recibidor de maderas, “Puerto Esperanza”, el día en que sucede, “jueves santo”, así como la mención a la madera, material de la cruz en que muere Cristo, no son elementos casuales en este contexto. La asociación que el protagonista hace parecen llevarlo a la conclusión de que es imposible que el puerto connote esperanza (de vida), si conoció al hombre, precisamente, un “jueves santo”. Por eso, cuando menciona este último dato, muere. Sin embargo, es interesante advertir que estas asociaciones, probablemente, no tengan relación con la biografía del protagonista ni tengan una explicación psicológica, sino que, posiblemente, sean sólo producto de procesos bioquímicos.

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En el relato “Los destiladores de naranja”, el Dr. Else es la persona encargada de dirigir el proceso de fermentación del licor. Apenas concluye dicho proceso, su alcoholismo lo lleva a beberse varios litros del producto, con lo cual empieza a experimentar una serie de alteraciones perceptivas y visuales. Al principio, sus alucinaciones eran controlables: “Else quedó sentado con los ojos fijos en aquello, y el ciempiés se desvaneció. Pero al bajar el hombre la vista, lo vio ascender arqueado por entre sus rodillas […]. El médico tendió las manos delante y sus dedos apretaron el vacío.

Sonrió pesadamente: Ilusión… nada más que ilusión” (Quiroga: 692). Así, durante

“muchas horas […] el médico tuvo consciencia de su estado” (Quiroga: 692) y, por ello,

“vio, arrancó y desenredó tranquilo más víboras de las que pueden pisarse en sueños”

(Quiroga: 692). No obstante, es finalmente derrotado por la maquinaria alucinatoria, pues, a decir del narrador, “es mucho más lógica que la sonrisa de un ex sabio y tiene por hábito trepar obstinadamente por las bombachas, o surgir bruscamente por los rincones” (Quiroga:

692).

Como se sabe, el mecanismo del delirium tremens13 es onírico y, por lo tanto, las alucinaciones --sobre todo de carácter visual, auditivo o sinestésico-- son vividas intensamente por el individuo, que actúa como en un ensueño, pero en estado de vigilia.

Estas visiones suelen componerse de imágenes de animales e insectos, lo cual explica la afirmación del narrador de que el Dr. Else estaba “en poder de la fauna alcohólica”

(Quiroga: 693).

13 Según Darío Puccini, Quiroga podría haber sido uno de los lectores del Tratado de psiquiatría de Eugene Bleuler, un texto muy conocido en su época. Resulta curioso comprobar que los síntomas que describe Bleuler al referirse al delirio, coinciden en gran parte con los que describe Quiroga cuando retrata al Dr. Else en “Los destiladores de naranja” (Puccini: 1349).

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Por otro lado, las alucinaciones del delirium tremens se presentan frecuentemente de manera caleidoscópica. Ocurre lo mismo con las imágenes que percibe el Dr. Else, pues aquellos hocicos puntiagudos que ve aparecer y ocultarse “con velocidad vertiginosa”

(Quiroga: 693), luego los ve transformarse en “algo como dientes y ojos asesinos de inmensa rata” (Quiroga: 693). Después, verá esta imagen desaparecer y luego aparecer súbitamente: “De golpe […] surgió en la puerta, se detuvo un momento a mirarlo, y avanzó por fin contra él” (Quiroga: 693).

La gran nitidez y vivacidad con la que se perciben las alucinaciones del delirium tremens genera sensaciones de angustia o terror en quienes las experimentan, lo que causa en ellos una excitación motriz llamada “agitación delirante”. Ello explica la descripción del protagonista como “aterrorizado y jadeante” (Quiroga: 693) luego de escuchar unos

“horribles alaridos” (Quiroga: 693). Asimismo, es el terror experimentado por el doctor, cuando ve a la rata enorme aproximarse hacia él, lo que lo incita a atacarla: “Else, enloquecido de terror, lanzó hacia ella el leño con todas sus fuerzas” (Quiroga: 693). Sin embargo, con el grito que sucedió a este hecho, el médico volvió en sí y se dio cuenta de que aquello que “yacía aniquilado a sus pies no era la rata asesina, sino su hija” (Quiroga:

693). Sólo en ese preciso momento es que Else advierte, vanamente, que aquellas transformaciones siniestras que lo aterrorizaban eran sólo producto del alcohol.

De otra parte, se diría que el relato presenta el asesinato14 de la hija sólo como consecuencia de una especie de determinismo bioquímico y no de la presencia de

14 Se ha hablado muchas veces de la presencia de la muerte, en su amplia gama de manifestaciones, en la obra de Quiroga. En el caso de “Los destiladores de naranja”, se aprecia “la condición mortal del ser humano y lo que más le preocupa a Quiroga, la muerte injusta” (Natanson: 110). De otro lado, “la muerte ha

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sentimientos perversos o malignos, pues Else es un hombre que parece no tener alma y que

únicamente es capaz de experimentar sensaciones cuando consume alcohol. Incluso, se diría que la muerte de la hija es producto de la incapacidad del doctor para interpretar lo que percibe, puesto que carece de interioridad, lo cual se relaciona con el hecho de haber sido caracterizado como “ex hombre”.

“El infierno artificial” es un texto con estructura de caja china o de juego de espejos, pues es el relato de la alucinación de un sepulturero --asiduo consumidor de cloroformo-- dentro de la cual hay un personaje que, a su vez, cuenta su propia historia de adicción a la cocaína. Antes de relatar la alucinación, el narrador describe los efectos de la droga en el cuerpo y la mente del sepulturero durante el proceso de drogadicción: “El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; a la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares” (Quiroga: 168).

En el cementerio, el sepulturero se encuentra con un ataúd abierto --puesto que esa tarde hubo remoción de huesos-- y con un esqueleto al lado. En ese momento es cuando empieza su “fantasía” (Quiroga: 168), pues escucha una voz y, al intentar ver de dónde provenía, se encuentra a un hombre diminuto dentro de la calavera: “Allí, más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada,

sido tratada por Quiroga no sólo en todas sus formas, sino en todos sus aspectos, particularmente relacionada con lo anormal. Pero hay que examinar esa ´anormalidad´ y rectificar en cierto modo la teoría común que considera a Quiroga como autor par excellence de temas anormales. Para nosotros, civilizados, la muerte atroz de la mayoría de sus personajes escapa del cuadro normal, pero tomada dentro de sus propias circunstancias, dentro del medio-ambiente sumamente traicionador del territorio de Misiones, en Argentina, adquiere una cualidad auténtica que cabe en lo natural” (Collard: 278).

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los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia” (Quiroga: 168). Este hombrecillo resulta ser otro adicto, un cocainómano que le pide al sepulturero “¡Cocaína!

¡Por favor, un poco de cocaína!” (Quiroga: 168). El sepulturero, compadecido, se apura a conseguirle la sustancia y a inyectarla por las fisuras craneanas.

Es después de la aplicación de la droga que el sepulturero ve un cambio radical en el aspecto físico y en la vitalidad del hombrecillo: “El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga […] y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa” (Quiroga:

168). Sin embargo, más adelante, el hombrecillo le dirá que lo terrible de la cocaína es, justamente, la creación de ese bienestar falso, de ese “paraíso artificial”.

El diálogo que establecen muestra la conexión entre ambos personajes, unidos por la condición de ser toxicómanos. Así, el sepulturero reconoce en el hombrecillo los síntomas del síndrome de abstinencia y comprende su ansiedad por el consumo y, a su vez, el hombrecillo reconoce inmediatamente los signos de la adicción al cloroformo del sepulturero. Por ello, cuando aquel exclama que estuvo “¡ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!” (Quiroga: 169), el sepulturero afirma: “El cloroformo también… Me mataría antes de dejarlo” (Quiroga: 169). No obstante, el hombrecillo le advierte que la muerte es inútil frente a la adicción, puesto que

él mismo se había suicidado para vencerla, pero seguía siendo cocainómano, aun después de muerto.

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La empatía ficticia entre ambos personajes se explica solo por el hecho de que el hombrecillo es producto de la alucinación del sepulturero, pues como afirma Charles

Baudelaire, aquel hombre que está bajo los efectos de una droga “has sought to dream, and dream will over come him; but the dream will certainly reflect its dreamer” (Baudelaire:

42). Así, la alucinación del hombrecillo y su historia de adicción le permiten al sepulturero comprender la suya propia. Al parecer, este personaje, como el Dr. Else, es incapaz de realizar una introspección en su estado normal y solo la alucinación le permite tener acceso a su problema de drogadicción, aunque indirectamente.

Asimismo, dentro del relato del hombrecillo, se presenta otra relación empática vinculada a la drogadicción. Es la que se establece entre él y la joven que conoce luego de la muerte de su esposa, la cual empieza luego de que ella lo viera inyectarse cocaína: “Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme” (Quiroga: 170). (Quiroga: 170). Él, al día siguiente, descubre que ella se ha vuelto adicta al Jicky, su perfume favorito. Desde allí, ambos se unen “para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial” (Quiroga: 170).

Es necesario destacar que, en el contexto de este cuento, la relación empática parece explicarse de dos maneras: primero, no como producto del pensamiento o del alma, sino como un efecto más de las drogas en la conciencia y la percepción (ya alterada) de los personajes; segundo, no como efecto de un sentimiento, sino como una simple necesidad de encontrar a alguien que comparta el consumo de este tipo de sustancias.

El texto “El haschich” consiste en una reconstrucción que hace Quiroga de sus recuerdos sobre la experiencia de una sobredosis con esta droga, utilizando las notas que

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tomó su amigo Alberto Brignole mientras lo observaba. Muchas de las alucinaciones que registra presentan transformaciones que tienen un “carácter híbrido” (Quiroga: 866), además de poseer “una animalidad fantástica” (Quiroga: 866), pues contienen elementos que se transfiguran en una mezcla de distintos animales. Tal es lo que ocurre con sus manos: “De golpe los dedos de la mano izquierda se abalanzaron hacia mis ojos, convertidos en dos monstruosas arañas verdes. Eran de una forma fatal, mitad arañas, mitad víboras, qué se yo, pero terribles. Di un salto ante el ataque […] lleno de terror”

(Quiroga: 866). Lo terrible de estos objetos es que a pesar de tener rasgos de animales, su forma de atacar no se asemeja a la de ellos, pues “cuando un animal nos ataca, lo hace sobre un solo punto, casi siempre los ojos. Los del haschich se dirigían intensamente a todo el cuerpo” (Quiroga: 867).

En otros relatos, como en “Los buques suicidantes” o “El almohadón de plumas”, si bien los personajes no están en contacto con sustancias psicoativas, sus reacciones y percepciones --debido a otras causas-- son muy parecidas a las de aquellos que están bajo los efectos de dichas sustancias.

Así en “Los buques suicidantes”, los pasajeros y tripulantes de los barcos experimentan algo parecido a un efecto narcótico. Según un viajero, cuando era tripulante de un barco, él y un grupo de hombres abordaron un barco que parecía estar abandonado.

Cuando llegaron, “todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de su lugar. […]. En la cocina hervía aún una olla con papas” (Quiroga: 48), pero, algo curioso, la última anotación del diario databa de hacía cuatro días.

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A continuación, sus compañeros empiezan a comportarse de manera extraña, pues el primero de ellos, “se sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla.

Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el rollo, avanzó a la borda y se tiró al agua”

(Quiroga: 49). Si bien estas acciones del suicida, desconectadas por completo, nos transmiten la idea del absurdo, ocurre lo mismo con la reacción de los otros miembros del grupo: “Al sentir ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido.

Pero enseguida parecieron olvidarse del incidente, volviendo a la apatía común” (Quiroga:

49).

Esa actitud indiferente de los demás marineros va replicándose a medida que se suceden otros suicidios similares. La postura de los suicidas es la de ir directo a la nada, aunque con ciertos gestos que serían indicio de estar cansados o adormilados. Así, uno de ellos, “se desperezó, restregóse los ojos caminando, y se tiró al agua” (Quiroga, 49) y “el

último de todos se levantó, se compuso la ropa, apartóse el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua” (Quiroga: 49). El amodorramiento de los marineros, su falta de comunicación entre sí y de conciencia del hecho trágico, tendría relación con el

“sonambulismo moroso que flotaba en el buque” (Quiroga: 49). De acuerdo al pasajero:

“Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los demás buques. Eso es todo” (Quiroga: 49).

Es necesario advertir el parecido que existe entre esos extraños comportamientos de los tripulantes del barco y los de aquellos que consumen ciertas sustancias psicoactivas

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como, por ejemplo, el opio, cuyos primeros efectos son el cansancio y la somnolencia y, a medida que aumenta la absorción del narcótico en el cuerpo, se empieza a experimentar sueños en duermevela y alucinaciones.

Esa sensación, parecida a la hipnosis o al sonambulismo que sufren los tripulantes suicidas, es padecida también por el viajero que cuenta la historia. Sin embargo, él afirma que si bien sintió “un gran desgano y obstinación de las mismas ideas” (Quiroga: 50), no experimentó nada más. Según el viajero, el motivo sería el siguiente: “En vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, (…) acepté sencillamente esa muerte hipnótica15, como si estuviese anulado ya”

(Quiroga: 50).

Esa “muerte hipnótica” (Quiroga: 50) a la que se refiere el viajero es muy parecida a la abulia que Thomas de Quincey asegura haber sentido luego de consumir opio, pues, según él, uno de los efectos más terribles de esta droga es no sólo la infinita disminución de la capacidad del individuo para ejecutar acciones sino también para intentar ejecutarlas.

Así, quien está bajo sus efectos:

yace bajo el peso de […]una pesadilla: tiene ante los ojos todo lo que de buena gana quiere hacer, tal como un hombre postrado en el lecho por la mortal languidez de una enfermedad enervante a quien se obligara a ser testigo de los abusos y ultrajes infligidos a la persona que ama sobre todas las cosas. Maldice los ensalmos que lo encadenan y lo privan de todo movimiento, sacrificaría su vida si lograra ponerse de pie y andar, pero es impotente como un recién nacido y ni siquiera puede intentar levantarse (de Quincey, 90)

15 Al parecer, Quiroga habría leído varios tratados sobre espiritismo y, por ello, tenía conocimiento sobre las prácticas hipnóticas. Según Darío Puccini, uno de los autores que habría leído Quiroga sería Camille Flammarion, autor de Les forces naturales inconnues y Gustav Le Bon, autor que Quiroga cita en algunos de sus relatos (Puccini: 145).

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Sobre el punto anterior, en “El haschich” Quiroga afirma también que lo que sintió luego de consumir la droga fue “un colapso de muerte” (Quiroga: 866) y que esta sensación se vinculaba a una incapacidad de “poder querer” (Quiroga, 866). Debido a ello, señala:

“Quería moverme y no podía; no por imposibilidad motora, sino por falta de voluntad”

(Quiroga, 866). Ello es lo que parece ocurrir también con los tripulantes que observan a sus compañeros suicidarse y no hacen nada para evitarlo.

En “El almohadón de plumas”, los problemas de percepción que presenta la protagonista --debido a la debilidad y a la anemia16 que padece por la succión constante de la sangre que efectúa el parásito-- también son parecidos a los que sufren los consumidores de sustancias psicoactivas.

Por ello, el narrador afirma: “Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego al ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama” (Quiroga: 98). Si bien el animal existe, la percepción que tiene la protagonista de él se va alterando más conforme va empeorando su estado de salud, porque no sólo lo percibe como un ser aberrante, sino también como un organismo multiplicado: “Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha” (Quiroga: 100).

El motivo de la sangre en “El almohadón de plumas” es de enorme importancia, pues, justamente, la protagonista muere a causa de las constantes succiones de ese fluido que efectúa un parásito alojado en su almohadón y cuyas marcas en su cuerpo y en la funda

16 Quiroga conocía muy bien el significado del término “subdelirio”. Esto demuestra que Quiroga “antes de escribir su cuento, se había documentado sobre las reacciones que pueden verificarse en un enfermo que se está desangrando paulatinamente. Este es, en efecto, el caso del personaje de Alicia” (Puccini: 1347).

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sólo son percibidas después de su muerte. A pesar de que en el relato se afirma que “no es raro hallarlos en los almohadones de plumas” (Quiroga: 101), la extrañeza se relaciona con el hecho de que es casi imposible que un parásito extraiga tal cantidad de sangre en tan poco tiempo, al punto de matar a la víctima: “La succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia” (Quiroga: 101).

Asimismo, la transformación de ese piojo aviar en un ser monstruoso tiene que ver con la cantidad y con el tipo de sangre que succiona, pues si bien estos animales son

“diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable” (Quiroga: 101). Es decir, en este caso, lo grotesco y aberrante está ligado, directamente, a procesos biofísicos y bioquímicos naturales que pueden ser experimentados por seres vivientes.

Por otro lado, la descripción del color de la casa y de la sensación térmica que provoca el ambiente, al inicio del relato, parecen ser una proyección de los síntomas de la anemia (como consecuencia de la extracción de la sangre) y el final aciago: “La blancura del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol—producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco […] afirmaba aquella sensación de desapacible frío” (Quiroga: 97).

En “La gallina degollada”, el motivo de la sangre está presente en varios momentos del relato. Por ejemplo, se afirma que, a los cuatro hijos retardados, “cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro” (Quiroga: 91) y que se animaban “sólo al comer o cuando veían colores brillantes” (Quiroga: 91), lo cual hace previsible su fascinación por la sangre. Por ello, cuando observan el degollamiento de la gallina, se

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quedan “estupefactos mirando la operación” (Quiroga: 94) y pronunciando “rojo…rojo”

(Quiroga: 94).

Por otro lado, en el texto se hace referencia a la herencia de sangre como un estigma: “¡Luego su sangre, su amor estaban malditos!” (Quiroga: 90). Además, el mismo día en que la niña es asesinada, se menciona que “mientras Berta [la madre] se levantaba, escupió sangre” (Quiroga: 93), lo cual hace alusión a la idea anterior de la herencia y funciona también como un anuncio nefasto.

Asimismo, ese temor de que la niña lleve sobre sí el estigma genético, es lo que provoca el constante enfrentamiento entre los esposos, “la eterna llaga” (Quiroga: 92); imagen que plasma la idea de un flujo constante de sangre. Curiosamente, esta misma idea está contenida en el degollamiento del animal efectuado por la sirvienta, quien lo

“degollaba en la cocina […], desangrándolo con parsimonia” (Quiroga: 94) y también en el que efectúan los hermanos. Por eso, el padre ve “en el piso un mar de sangre” (Quiroga:

95).

En “El Vampiro”, la sangre está relacionada a una enfermedad psiquiátrica. En el relato se cuenta el caso de un sujeto que rebusca, en los cementerios, cadáveres recién enterrados de mujeres para chuparles la sangre. Su enfermedad se inicia luego de la muerte de su esposa, como consecuencia del derrumbe de su casa, la cual tiene el piso “granate de sangre y carbón” (Quiroga: 473), por estar inundado con ese fluido. Ese día, en un arranque de locura, abraza a una mujer que cree que es su esposa y experimenta una sensación extraña: “Un golpe de sangre me encendió los ojos” (Quiroga: 472).

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Otro personaje que también sufre de vampirismo es la gata de la familia, pues cuando ve el cuerpo de la sirvienta, que es arrastrado por el protagonista por cuarta vez, aúlla y luego sucede lo siguiente: “La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose en mojar la lengua en el pelo ensangrentado de la sirvienta”

(Quiroga: 473).

La enfermedad es también un motivo esencial en “La gallina degollada”, pues a través de lo anómalo introduce la extrañeza dentro del relato. Esta extrañeza radica no sólo en la baja probabilidad de que un matrimonio pueda tener, sucesivamente, cuatro hijos con problemas de retardo mental, sino también en la forma en que aparece la enfermedad en todos ellos, pues, si bien cada uno nace sano e, incluso, es descrito como una “criatura bella y radiante” o “con una salud y limpidez de risa [que] reencendieron el porvenir extinguido”, alrededor de la misma edad caen enfermos de meningitis, lo cual afecta sus facultades intelectuales. Esto sucede con el primer hijo: “En el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía a sus padres”

(Quiroga: 90). Ocurre también con el segundo: “A los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota”. Y, finalmente, con los mellizos: “Sobrevivieron […] y punto por punto repitióse el proceso de los mayores”

(Quiroga: 90).

Asimismo, la enfermedad de los hijos genera un sentimiento de rencor entre los padres que los lleva a echarse la culpa mutuamente y a buscar las causas en ciertas enfermedades infecciosas que se transmiten genéticamente o en la ingestión de ciertas

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sustancias psicoactivas que generan alteraciones genéticas. Así, para la mujer, la explicación del mal de sus hijos se encuentra en el alcoholismo del abuelo paterno (que habría causado una herencia genética defectuosa) y se lo echa en cara al esposo: “¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio!” (Quiroga: 93).

Él la culpa por estar, presuntamente, enferma de tuberculosis: “¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!” (Quiroga: 93).

En “El infierno artificial” el motivo de la enfermedad es fundamental dentro de la trama, pues, debido a la difteria, el hombrecillo pierde a sus tres hijos y a su esposa, insólitamente, en poco más de dos días, lo que provoca su depresión extrema y, luego, su adicción a la cocaína:

En medio de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre […] nuestra hija de cuatro meses […]. A pesar de la orden del médico, la madre dio de lactar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre […]. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral y yo acudí a la morfina […]. Sulfonal, brional, estramonio…¡Bah! ¡A la cocaína! […]. Mi mujer murió (Quiroga: 169).

Posteriormente, el cocainómano se enamora de una joven, cuya enfermedad nerviosa lo atrae enormemente. Es a través de su mirada que él descubre su neurosis de origen genético: “Tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado y al hermano menor epiléptico” (Quiroga: 170).

En “La meningitis y su sombra”, la grave enfermedad de una joven provoca, extrañamente, que ella se sienta perdidamente enamorada de un hombre a quien sólo vio

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una vez y por un breve tiempo. Así, los delirios originados por la meningitis que padece, hacen que ella desarrolle una “ansiedad angustiosa” (Quiroga: 141) por verlo:

Las proyecciones psicológicas del delirio […] se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto […]. La enferma tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso […]. ¿Y sabe usted a quien nombra cuando el sopor la aplasta?

-No sé…-Le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.

-A usted- me dijo, pidiéndome fuego (Quiroga: 141).

Después de esa respuesta, el hombre se queda profundamente aturdido pues no entiende la causa de la obsesión, si apenas conocía a la joven y, por ello, le pregunta al médico si hay alguna justificación científica, pero éste le responde que no hay “ninguna. Ni la más mínima” (Quiroga: 142). Sin embargo, le da un ejemplo para que comprenda mejor el carácter enigmático de ese fenómeno: “Supóngase que en la tierra hay un millón, dos millones de semillas […]. Viene un terremoto […] y brota una semilla […]. No podría decirle una palabra más. ¿Por qué usted, precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada?

¿Qué quiere que se sepa de esto?” (Quiroga: 142). Esta explicación de lo inexplicable de la enfermedad deja al protagonista aún más aturdido.

La situación insólita en la que el protagonista se ve involucrado, lo convierte, de pronto, en “un agente terapéutico” (Quiroga: 142), pues sus visitas durante veinte días son lo único que puede calmar a la enferma, lo cual contribuye a su mejoría. De todo ello, lo que más le llama la atención al personaje es la expresión de felicidad en los ojos de ella al verlo, pues es algo que “jamás en un amor normal a treinta y siete grados” (Quiroga: 147)

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volvería a hallar. Como se observa, en el contexto de este relato, no sólo la enfermedad posee un carácter inaudito sino también las reacciones de la persona enferma. A través de estas, el relato parece presentar el amor no como un sentimiento sino como producto de un estado alterado de conciencia.

En el relato “Una estación de amor” se traza un vínculo entre la enfermedad y la adicción. En este caso se trata de la histeria, la cual es la variable que influye más en el fracaso de los amantes y en su desdicha, pues, es debido a un ataque histérico, sufrido por la madre, que esta decide huir con su hija a Montevideo para separarla del novio. De acuerdo al narrador, la madre “era terriblemente histérica […]; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro y de aquí la enfermiza tenacidad en un disparate y el súbito abandono de una convicción; y en los pródomos de la crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose con grandes bloques de absurdos” (Quiroga: 16).

Debido a los dolores que sentía por todo el cuerpo, pero, principalmente, a los ataques nerviosos, es que la mujer opta por el uso de la morfina, lo cual terminará matándola. Esta sustancia, además, será también usada por la hija como una forma de calmar su depresión, lo cual permite ver en ella una repetición del cuadro clínico de la madre. Así, además de presentar nuevamente la enfermedad como un asunto genético, el texto muestra que la susceptibilidad a la adicción es también hereditaria.

En “El vampiro” se presenta el caso de otra enfermedad mental, el vampirismo, caracterizada por la excitación sexual vinculada con una necesidad compulsiva de estar en contacto con la sangre, ya sea ingiriéndola o sólo viéndola. Generalmente, esta enfermedad se produce luego de un incidente sangriento en el que se descubre la excitación de la

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sangre. En el caso del protagonista, el incidente que lo marca es el derrumbe de su casa y la muerte de su esposa.

La locura del personaje se refleja en su discurso, que muestra una escisión con la realidad. Ello se evidencia cuando el abogado le pregunta qué hacía en el cementerio y él se traslada al momento traumático en que surgió la enfermedad: “Allá… ¿la gata o no?

¿Entonces?...” (Quiroga: 472). De este modo, el vampirismo, por el hecho de implicar la posesión de la esposa muerta, se presenta como la única forma que tiene el protagonista de experimentar el amor y el deseo.

Otra cosa curiosa es que, para él, los otros son los enfermos mentales. Por ejemplo, a la mujer que él confunde con su esposa, la ve “corriendo como una loca” (Quiroga: 472) y a las personas que le gritan que se ha equivocado, él los ve mirándolo “con ojos de loco”

(Quiroga: 472). Sin embargo, parece que después se da como una especie de juego de espejos entre la mirada de él y la de los otros, pues él dice que sintió que sus ojos “querían saltarse de las órbitas” (Quiroga: 472) y luego señala que los otros tenían “los ojos de fuera, mirándome” (Quiroga: 472). Es decir, él ve a los otros como una proyección de sí mismo.

En este sentido, la locura que experimenta le da la posibilidad de ver su propio dilema, aunque sólo sea a través de las expresiones y conductas que percibe de los otros.

Otro relato que aborda el motivo de la enfermedad mental es “La mancha hiptálmica”, en esta ocasión, de tipo disociativo. El texto está construido como una especie de interrogatorio durante el cual dos personajes le preguntan al protagonista,

Federico, sobre una mancha que está en la pared, cerca del techo. Algo interesante es que, por momentos, las preguntas que aparecen ya no son formuladas por los otros dos

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personajes, sino por el propio narrador, quien, además, es el que las responde: “¿Qué es eso? No sé…” (Quiroga: 474).

Esa mancha se vincula con un sueño que tuvo la esposa del protagonista en el que aparece una imagen suya con “la cara atada con un pañuelo blanco” (Quiroga: 474) y donde se menciona la frase “la mancha hiptálmica”. Luego, ellos utilizan también un pañuelo blanco para una especie de juego erótico en el que pronuncian la misma frase. Lo extraño es que este juego genera tanto periodos de pasión como de quietud y de rabia, hasta que un día, después de que la esposa gritara la frase, él entra y encuentra a la mujer “acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía atada la cara con un pañuelo” (Quiroga:

474). Después de ello, él se echa en la cama y, como si nada hubiera pasado, cruza “las manos sobre la nuca” (Quiroga: 474) hasta que las paredes comienzan a oscurecerse

“progresivamente hasta el techo” (Quiroga: 474).

Luego de que el protagonista cuenta su historia, uno de los oyentes le pregunta:

“¿Usted nunca ha estado en el manicomio? (Quiroga: 474), a lo que él responde: “No, que yo sepa”. Después, él otro le pregunta: “¿Y en el presidio?” (Quiroga: 474) y el protagonista responde: “Tampoco, hasta ahora” (Quiroga: 474). A continuación, uno de ellos le advierte: “Pues tenga cuidado, porque va a concluir en uno de ellos” (Quiroga:

474).

Cuando los dos personajes se retiran, Federico continúa hablando, pero consigo mismo: “Estoy seguro que han ido a denunciarme, y acabo de tenderme en el diván. Como el dolor de cabeza continúa, me he atado la cara con un pañuelo blanco” (Quiroga: 474).

Este momento es cuando lector advierte que Federico padece de un trastorno mental

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(incluso, pareciera estar en el diván del psiquiatra) y que se ha desdoblado en dos personalidades más. Debido a dicho desorden de personalidades múltiples, Federico es incapaz de asumir la culpa por el asesinato de la esposa como producto del juego erótico.

Mediante este relato, una vez más, se revela que la explicación para el amor se encuentra en la enfermedad. Y, asimismo, que la pasión no sólo es producto de una alteración mental (y de los cambios bioquímicos que produce) sino que su intensidad es proporcional al nivel de la patología.

En la obra de Horacio Quiroga, las estrategias de representación --tales como la estilización grotesca, la teatralización, así como la literalización de ciertos tropos-- son esenciales, pues sólo a través de ellas pueden plasmarse tanto las transformaciones del cuerpo, como aquellos cambios vinculados a procesos neurológico-químicos que constituyen el fundamento de lo siniestro en la obra del escritor uruguayo.

Hablemos ahora de la estilización grotesca. El término grotesco deriva del italiano grotta (gruta) y fue empleado para designar un tipo de pintura de carácter extraño y licencioso que se hacía en estos espacios y que fue descubierto en el siglo XV, en unas excavaciones realizadas en Italia. El término, aplicado en un principio al arte ornamental, pasa luego a usarse en un contexto literario (en el siglo XVI ya Montaigne y Rabelais lo utilizan de esa manera). Posteriormente, su campo conceptual se amplía y, aunque un recorrido a través de las manifestaciones artísticas de lo grotesco permite comprobar la imposibilidad de llegar a una definición coherente, consensuada y global de esta categoría estética. Sin embargo, Geoffrey Galt señala que si bien el campo de lo grotesco es excepcional puesto que casi no hay acuerdo entre los críticos,

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there is almost no real disagreement either. It is nearly impossible to argue about subject because nobody has yet authoritatively ascertained or delimited the material so that it can be arranged, much less interpreted. […]. It is historically demonstrable that no single quality is constant throughout the range of generally accepted grotesques. [For example,] most people today would think that ugliness would be a minimal prerequisite, but […] this is a modern prejudice: the grottesche of the Renaissance was primarily intended to be, simply, beautiful (Galt Harpham: xviii).

Wolfgang Kayser fue uno de los primeros críticos que definió lo grotesco como un concepto estético, puesto que comprende tres planos: el proceso creador, la obra en sí y la percepción de la misma. Estos tres planos están presentes, por ejemplo, en la cita que presenta Kayser de Curtius en la que se describen los comentarios hechos por Vitruvio, durante la época de Augusto, sobre el nuevo estilo pictórico:

Pues ahora se prefiere pintar en las paredes monstruos en vez de reproducciones claras del mundo de los objetos. En vez de columnas se pintan tallos acanalados con hojas encrespadas y volutas, en vez de tímpanos ornamentos y también candelabros que llevan edículos pintados. En los tímpanos de estos crecen flores delicadas que se enroscan en unas raíces y se desenroscan a partir de ellas y sobre las cuales están colocadas unas estatuitas carentes de todo sentido. Finalmente los tallitos sirven de apoyo para nada menos que unas medias figuras, algunas con cabeza de hombre, otras con cabeza de animal. Pero semejantes disparates no existen, no existirán nunca ni existieron jamás, pues ¿cómo sería posible en la realidad, que un tallo llevara un techo o un candelabro, fuera adornado con un tímpano o que un zarcillo muy delicado y débil soportara el peso de una figura sentada sobre él y cómo podrían crecer raíces y zarcillos en unos seres que son mitad flor, mitad figura humana? (Kayser: 18)

En la descripción de Vitruvio están contenidos los elementos que permitirían considerar lo grotesco como un estilo, pues estas pinturas se presentan como producto de un proceso de creación en el que existe una fusión de elementos que, en el plano de la realidad objetiva, sólo pueden coexistir de manera separada. Asimismo, esos elementos de carácter heterogéneo no parecen estar colocados de manera arbitraria, sino en base a un orden. Ello corroboraría la existencia de un proceso de selección y disposición de dichos

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elementos. Por último, este choque de elementos incongruentes --que para Vituvio es señal de mal gusto-- sería lo que constituiría, justamente, el núcleo de este estilo y lo que le otorgaría un valor autónomo dentro del mundo del arte.

Wolfgang Kayser, en su libro Lo grotesco; su configuración en pintura y literatura, se enfoca en tres épocas de profunda crisis de valores y en las que los artistas no se satisfacen con una imagen cerrada de la naturaleza y del hombre: el siglo XVI (Jerónimo

Bosco y los Bruegel), las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX (el movimiento Sturm und Drang y el Romanticismo) y la época contemporánea.

Si bien el libro de Kayser inaugura los estudios sobre este estilo, su análisis se limita sólo a ver en lo grotesco sus poderes demoníacos y no sus capacidades regenerativas. Él describe ese mundo como “totalmente diferente al familiar --un mundo en el que reino de las cosas inanimadas ya no está separado más de aquel de las plantas, animales y seres humanos” (Kayser: 21). Para Geoffrey Galt, los adjetivos que utiliza Kayser para calificar este mundo, tales como “sinister, nocturnal, abysmal, ominous--indicate his bias and his limitations. That estranged world we can easily identify as the mythic world; and Kayser´s agonies are a gauge of his investment in “the familiar world”, his inability to step outside it” (Galt Harpham: 71). De esta manera, “Kayser´s Rabelais ʽsavagely [piles] epithet upon epithet to an ultimate effect of terror,ʼ dragging the reader ʽinto the nocturnal and inhuman sphereʼ” (Galt Harpham: 71). En oposición a esta visión de la obra de Rabelais, Mikhail

Bakhtin, en su libro Rabelais and His World, señala que en la obra de este autor francés no está presente el terror y que se inspira, directamente, en la cultura popular, alegre y festiva de la Edad Media. Esta cultura estaba organizada alrededor de festivales que

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frecuentemente se celebraban en conjunción con celebraciones populares, como el carnaval-- cuyas raíces se sumergían en el pasado, en Roma e incluso en culturas más antiguas--y en las que se parodiaban a autoridades eclesiásticas y feudales. En ellas, la muerte tenía un sentido de regeneración: “Moments of death and revival, of change and renewal, always led to a festive perception of the world” (Bakhtin: 9). Así, este mundo material que describe Bakhtin, “by the logic of the cosmos-as-body metaphor, popular culture relentlessly ´degraded´ the authorities, demonstrating not only that they had feet of clay, but that they stood in dung. In the riot of reversals, uncrownings, and parodies, everything abstract, ceremonial oficial, and “clean” was transformed or translated into the

ʽmaterial bodily lower stratum,ʼ the zone in which excretion and conception occur, there to be regenerated” (Galt Harpham: 72). Por ello, las parodias y degradaciones generan lo que

Bakhtin denomina “grotesque realism” (Bakhtin: 48). De esta manera, la obra de Bakthin nos lleva a ver lo grotesco no sólo como parte de la realidad social, sino también como un reflejo de lo que ocurre en la naturaleza (el cosmos).

Esta concepción de lo grotesco como algo orgánico y material está presente también en la obra de Horacio Quiroga. En ella, los elementos grotescos presentan no sólo una gran densidad material y física, sino también una enorme plasticidad, ya que están ligados a las transformaciones que experimentan los seres humanos, debido a procesos bioquímicos, biofísicos o desórdenes orgánicos que producen un impacto en el ámbito de su realidad objetiva.

En “A la deriva”, una de las formas de representar la progresión del horror es a través de la transformación que sufre el cuerpo del protagonista, luego de la mordedura de

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la serpiente, por el efecto tóxico del veneno. Así, esos puntitos violeta que parecían inofensivos, pasan a transformarse en “una monstruosa hinchazón del pie entero” (Quiroga:

52), luego, en algo parecido a “una monstruosa morcilla” (Quiroga: 53) y después la

“hinchazón” no sólo abarca el pie, sino “la pierna entera [que se había convertido] en un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa” (Quiroga: 53). La plasticidad de la mordedura y su crecimiento hiperbólico, al punto de romper la ropa, permiten reforzar la idea de la selva como un territorio rebelde e ininteligible.

Por otro lado, la estilización grotesca no sólo refleja la naturaleza o la imita, sino que permite representar formas que son imposibles de hallar en la realidad, puesto que, de acuerdo a Mathilde Régent, “nature is therefore seen from its conatus, from the internal force that drives it to creation. It is that internal force that the grotesque tends to show”

(Salmela and Toikkanen: 70). En la obra de Horacio Quiroga esta fuerza interna de la naturaleza, que es representada a través de lo grotesco, es activada por agentes químicos y muestra las alteraciones neurológicas que estos provocan. En estos casos, los procesos mentales son representados, básicamente, como procesos sensoriales en los que se conjugan diversos elementos, tales como la plasticidad, el movimiento y la hipérbole. Todos ellos están presentes, por ejemplo, en “El haschich”: “Fui a hablarle [a Brignole] y su cara se transformó instantáneamente en un monstruo que saltó sobre mí: no una sustitución, sino los rasgos de la cara desvirtuados, la boca agrandada, la cara ensanchada, los ojos así, la nariz, una desmesuración atroz” (Quiroga: 866).

Otro componente resaltante de estas metamorfosis en la obra de Quiroga es la hibridez, elemento que también está contenido en la estilización grotesca, pues, en ella, “as

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formas distorcem-se, as ordens do nosso mundo dissolvem-se (já na ornamentação grotesca se misturam os reinos do inanimado, das plantas, dos animais e dos hommens […] ), um mecanismo medonho parece ter caído sobre as coisas e os hommens” (Moisés: 266) . Esto es, precisamente, lo que observamos en “El haschich”: “Todas las transformaciones -- mejor: todos los animales-- tenían un carácter híbrido, rasgos de éste y de aquél, desfigurados y absolutamente desconocidos” (Quiroga: 866). En “Historia de Estilicón”, por ejemplo, el gorila es descrito, plásticamente, como una combinación de diversas especies de animales. De acuerdo al narrador, su figura sólida, “se debilitaba en las espaldas por la aguda cordillera de vértebras dando a aquellas una angulosidad felina que rompía los planos del animal […]. Caminaba como un pato” (Quiroga: 858). Además, se afirma que el animal tenía rasgos humanos, pues poseía “una cabeza lombrosiana”

(Quiroga: 858). Es decir, su cabeza tenía las mismas características de la de cierto tipo de delincuentes, según la categorización de Cesare Lombroso en El hombre criminal. Esta representación de la hibridez como el cruce de lo animal y lo humano, está también presente en “La gallina degollada”, a través de la caracterización de los hermanos retardados: “Corrían […] mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio”

(Quiroga: 89).

De otra parte, en algunos cuentos, ciertos procesos mentales generan percepciones visuales en las que se presentan transformaciones de seres humanos en animales, como en el caso de “El crimen del otro”: “La vista fija se me iba. Fortunato decrecía, decrecía hasta convertirse en un ratón que yo miraba. El silbido desesperado de un tren expreso correspondió exactamente a ese monstruoso ratón” (Quiroga: 875). El protagonista de “El vampiro” es otro ejemplo de ello, pues se ve a sí mismo como un animal de dicha especie,

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lo cual está evidenciado en sus acciones. Sobre este tipo de personaje, Michael Meyer señala que el vampiro, “in order to live, […], drains, and consumes the other. In the process, however, he often drains that particular version of the self, necessitating ever new selves” (Meyer: 73). De esta manera, el vampiro muestra “Bakhtin´s carnavalesque ʽthe eternal incomplete unfinished nature of beingʼ. The constant that unites these selves is power, and it is the various manifestations of power which reveal the grotesqueness of the character” (Meyer: 73).

Por otro lado, en ciertos relatos, las transformaciones grotescas están ligadas a la idea de decadencia, tal y como observamos en la descripción que se hace de la madre de la novia en el cuento “Una estación de amor”: “El cutis amarillo, en tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto a la mujer que un día hojeó “La illustration” a su lado” (Quiroga: 22).

No obstante, el vínculo entre lo grotesco y lo decadente aparece con mayor énfasis en los relatos pertenecientes al libro “Los desterrados”. Ello puede apreciarse, por ejemplo, en el cambio que sufre el personaje del Dr. Else, en el cuento “Los destiladores de naranja”.

Si bien este científico llega al Paraguay siendo un “joven y brillante biólogo sueco”

(Quiroga: 682), contratado por el gobierno para organizar sus hospitales y laboratorios, luego de cinco años de trabajo sumamente productivo --que “en veinte años no hubieran

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conseguido otros tantos profesionales” (Quiroga: 682)--, sufre un marcado declive en su vida profesional y personal, a causa del alcohol.

Cuando Else aparece en Misiones, después de veinte años de no saberse nada de él, su imagen dista mucho de la de ese joven científico: “Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina terciada sobre el ojo” (Quiroga:

682). Además, es mostrado como un ser ridículo, una suerte de bufón: “Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón --un nudoso palo sin cáscara-- que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo” (Quiroga: 682).

El narrador afirma que este proceso de decadencia del doctor Else es el mismo que padecen muchos de los científicos foráneos que llegan a Misiones, a quienes el narrador llama “tipos pintorescos” (Quiroga: 626) o “ex hombres”. Así, lo mismo ocurre con el químico Rivet, personaje que aparece tanto en “Los destiladores de naranja”, como en “Los desterrados” y en “Tacuara- Mansión”. En este relato, precisamente, la historia de éxito y decadencia de Rivet es es resumida así: “Llegado al país veinte años atrás, y con muy brillante actuación luego en la dirección técnica de una destilería en Tucumán, redujo poco a poco el límite de sus actividades intelectuales, hasta encallar por fin en Iviraromí, en carácter de despojo humano ” (Quiroga: 647). Su imagen era la de “un hombrecillo diminuto, muy flaco, y que los domingos se peinaba el cabello en dos grasientas ondas a ambos lados de la frente” (Quiroga: 648). Su compañero de embriaguez, Juan Brown, es también otro hombre educado, que “había cursado tres brillantes años de ingeniería. Un día,

[sin embargo] […] cortó sus estudios y derivó hasta Misiones” (Quiroga: 646), donde se quedó a vivir durante quince años. En oposición a la contextura física de Rivet, Brown es

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un sujeto “grueso, y más que grueso muy alto, pues pesaba 100 kilos. Cuando galopaba

[…] era fama que se veía al caballo doblarse por el espinazo, y a don Juan sostenerlo con los pies en la tierra” (Quiroga: 646). En esta imagen de Brown cabalgando, está presente también el elemento híbrido.

En oposición a estos científicos que han caído en una sórdida decadencia y que viven “en su limbo alcohólico” (Quiroga: 687), se encuentra el personaje del manco, el cual es igualmente grotesco, por su falta total de higiene y por su apariencia física deforme e incompleta. Sin embargo, es también un ser optimista, pues “decía siempre no faltarle nada, a pesar de que le faltaba un brazo” (Quiroga: 647). Además de ello, el manco es altamente imaginativo y trabajador, tanto que “el único brazo del manco valía en el tambor medio caballo de fuerza, --aún a pleno sol de Misiones, y bajo la gruesísima y negra camiseta de marinero que el manco no abandonaba ni en verano” (Quiroga: 684). Lo híbrido está también presente en esta imagen del manco fusionado con la máquina17, la cual es una representación de la transgresión de lo categórico, que es la base de lo grotesco, pues en ella, como en “grotesque representations, phenomena are not categorized into clearly divided clases to which an entity either belongs or not; instead, the usually recognizable but mutilated elements from different categories merge in extremes into odd, hybrid wholes.

As such, these things can be visualized […] but they have neither names nor physical counterparts in reality” (Salmella y Toikkannen: 26). Precisamente, esta misma idea está

17 En los cuentos de Quiroga, muchas de las descripciones de Misiones se enfocan en el trabajo. Por ejemplo, son numerosos los relatos en los que se hace referencia a la importancia de la fuerza y al buen empleo del machete para abrir caminos. Cada paso representa una victoria del hombre frente a la naturaleza salvaje. En “Los fabricantes de carbón”, por ejemplo, “la descripción remite de nuevo al trabajo como si fuera una obsesión” (Natanson: 109).

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presente en el reciclaje de algunos elementos que efectúa el manco, quien, como una suerte de alquimista, transforma los desechos en elementos útiles dentro de su industria.

Curiosamente, Rivet y Else son también algunos de estos desechos que él recicla18.

La gran imaginación del manco le permite construir la fábrica, en su totalidad, de materiales reciclados. Por ejemplo, “las piezas de todas sus máquinas salían de la casa del uno, del galpón del otro, --como las palas de su rueda Pelton, para cuya confección utilizó todos los cucharones viejos de la localidad” (Quiroga: 684). Por ello, el rancho donde funcionaba la fábrica tenía un aspecto bastante bizarro y precario, pero también asombroso, pues estaba forrado por dentro “con manojos de paja despeinada, de modo tal que aquello parecía un hirsuto y agresivo cepillo. Tuvo que instalar un aparato de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de acaroína, y cuyos tubos de tacuara daban vueltas por entre las pajas de las paredes, a modo de gruesa serpiente amarilla” (Quiroga: 689). En esta descripción observamos también la presencia de lo híbrido, que como había mencionado es un elemento esencial en la estilización grotesca.

La ironía empleada por Horacio Quiroga en la construcción de estos personajes extranjeros19, “despojos de la civilización […] que caen en la frontera de Argentina, Brasil y Paraguay para terminar sus vidas sin aspiraciones, deseos ni expectativas” (Montaldo:

18 Así, “la llegada de un químico industrial de la talla de Rivet fue un latigazo de excitación para las fantasías del pobre manco” (Quiroga: 647) y Else “es el hombre cuya presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación alcohólica de las naranjas” (Quiroga: 683).

19 Quiroga parece jugar a una doble caracterización de estos personajes mediante el uso de la palabra “extranjero”, pues estos no sólo son foráneos que han huido a Misiones --al lugar más alejado de la civilización, lo cual remarca aún más su carácter de forastero u occidental-- sino “extraños”, lo que se vincula también con su condición de alcohólicos, situación que los lleva a vivir en un estado de permanente evasión y los convierte en “ex hombres” o, en otras palabras, extranjeros para la raza humana.

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243), tiene mucho de la utilizada por Edgar Allan Poe y que se caracterizó por presentar

“an already extravagant situation pushed to absurd, even grotesque, extremes; an urban temperament accustomed to coterie humour involving profesional and other specialized groups” (Lee: 67).

Asimismo, esta visión satírica de Poe es un reflejo de su concepción de la lógica del engaño, la cual es expresada a través de la estilización grotesca: “The theme of deception is a major comic theme; accordingly, most of the grotesques are intended to be humorous, however unfunny they may actually appear. Man is deceived because of his incongruous condition, and Poe designates ‘incongruity—the source of all mirth’ or ‘the principle of all nonconvulsive laughter’” (Ketterer: 74). Esta incongruencia es aplicada por Poe, muchas veces, en la construcción de personajes racionales.

En cuanto a los relatos de Quiroga, se diría que la incongruencia presente en estos personajes científicos tiene que ver con el contraste existente entre la inteligencia racional que aplican con brillantez a un saber específico y su nula emotividad, su incapacidad para expresar o experimentar sentimientos. Dicho contraste entre ambos órdenes los lleva, muchas veces, a no poner en práctica sus conocimientos y a exhibir conductas que inclusive exceden lo absurdo. Por ejemplo, Rivet siempre muestra ese gesto “de profundo desprecio por todos, y en especial por los doctores de Iviraromí” (Quiroga: 648). Sin embargo, a pesar de esta actitud de superioridad, él mismo actúa de manera irracional, pues siendo él un eximio químico, luego de beberse una damajuana de vino, decide tomarse el alcohol carburado de la lámpara de acetileno, sabiendo que este contenía piridinas, un compuesto mortal. La paradoja de Rivet es la misma que la de Else, pues este, a pesar de sus vastos

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conocimientos de química, lo cual se demuestra en su adecuado control del alcohol de las naranjas, es incapaz de ejercer el mismo control en relación con los procesos químicos en su propio cuerpo debido al consumo de esta sustancia. Asimismo, a pesar de ser médico y conocer todos los síntomas del delirium tremens, como las visiones de animales, el alcohol le impide advertir que esa rata inmensa, frente a él, es su hija.

Edgar Allan Poe, sin embargo, luego de esa crítica tan tenaz a la racionalidad,

“appears to have reconciled his love-hate relationship with reason by distinguishing between two types of reason –an inferior and untrustworthy type and a higher, valid reason that is linked with imagination” (Ketterer: 85). Esto, de alguna manera, es expresado por el detective Dupin en el relato “The Purloined Letter” cuando señala: “As a poet and mathematician, he would reason well; as mere mathematician, he could not reason at all”

(citado por Lee: 42). Esa supremacía que le confiere Poe a la imaginación sobre el pensamiento racional, es también una forma de proclamar la superioridad del arte.

Si relacionamos la idea de Poe, expuesta anteriormente, con el relato “Los destiladores de naranja” de Horacio Quiroga, observamos que en la fabricación del licor de naranja interviene un tipo de saber científico (racionalidad) que, paradójicamente, no tiene utilidad sin el auxilio de la imaginación y creatividad del manco (arte). Esto explica por qué cuando Else y Rivet trabajan a su lado aparecen como elementos útiles y cuando están solos y abandonados a la bebida, son sólo desechos humanos. Pero, también es claro que al manco le es imposible hacerse cargo por sí solo de la industria. Ello sucede porque él es uno de esos tantos “primitivos de la técnica” (Sarlo: 1281), personajes que fascinaban a

Quiroga, pues él mismo era uno de ellos. Sin embargo, como ocurre con el manco, en los

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primitivos de la técnica “hay algo trágico en el combate por alcanzar resultados técnicos positivos a partir de saberes aproximativos y condiciones materiales precarias […], porque ninguno de los materiales, ninguna de las partes de máquinas que emplean se adecúan al fin que adquieren en las invenciones de nuevos procesos, siempre defectuosos que imitan los procesos industriales normales” (Sarlo: 1282).

Esto explica que sus aparatos tengan siempre una apariencia grotesca, pues “son imitaciones deformadas, a las que el bricolage convierte en un caos de duplicaciones innecesarias y ausencias esenciales. La imitación técnica, en condiciones precarias, puede alcanzar un paroxismo barroco de añadidos, remiendos y soluciones falsas” (Sarlo: 1282).

El hecho de que sus aparatos sean simulacros se conecta con la idea de Poe acerca de lo grotesco como la plasmación de una incongruencia o “the antithesis between appearance and reality” (Ketterer: 55).

La obra de Quiroga también se caracteriza por presentar las acciones de los personajes --sean estas monstruosas, repugnantes, cruentas o ridículas-- como si fueran parte de un espectáculo, puesto que muchas veces son teatralizadas, ritualizadas o mostradas como un acto de entretenimiento. Así, a través de la espectacularización o teatralización, se crea un universo perfecto en sí mismo, es decir, fuera del alcance de las leyes que rigen el mundo concreto y, por lo tanto, exento de toda necesidad de responder a cualquier norma determinante de lo bello o lo real, lo cual permite también que desaparezca el propósito didáctico.

Con respecto a la idea anterior, en “La gallina degollada”, por ejemplo, el patio de la casa es presentado como un escenario, pues así es percibido, tanto por los hijos retardados

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del matrimonio Mazzini- Ferraz, como por los lectores. Para aquellos, la puesta de sol es un espectáculo y se pasan el día sentados en el banco colocado paralelo al cerco --tal si fuera una butaca de teatro--, esperando ese momento: “Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta” (Quiroga: 89). Para los lectores, en cambio, el espectáculo lo conforman ellos, por su apariencia extraña --“Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta” (Quiroga: 89)-- y su conducta extravagante cuando contemplan el atardecer: “La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa” (Quiroga: 89).

Asimismo, los cuatro hermanos son mostrados de manera escénica, tanto cuando están activos y ruidosos --“Alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico” (Quiroga: 89)--, como cuando los acomete la inercia, lo que ocurre usualmente: “Casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas” (Quiroga: 89).

Por otra parte, el asesinato de la niña se representa como el ritual casero de matar a una gallina: “Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina” (Quiroga: 95).

En el relato “La miel silvestre”, el espacio donde Benincasa encuentra la miel es descrito como un escenario: “El monte crepuscular lo cansó pronto. […]. Dábale la impresión --exacta por lo demás-- de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi.

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Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención” (Quiroga: 124).

Asimismo, este escenario contiene una serie de elementos que permiten explicar cómo irrumpe lo siniestro dentro del relato.

En primer lugar, si bien este espacio ya había sido recorrido por el protagonista durante el día, el narrador afirma que le daba “la impresión” de haberlo visto. De esta manera, se presenta la idea freudiana de lo siniestro como de “algo que es familiar pero que en un determinado momento se nos vuelve extraño” (Cid: 1). En segundo lugar, es un espacio fúnebre, pues es un “teatro helado” y silencioso donde no hay actores: “ni un animal, ni un pájaro”.

El hecho de que a esa hora no haya animales --elementos que, de aparecer, sí podrían haberle causado miedo al protagonista-- es un indicador de que el mayor peligro no está precisamente en ellos, sino en algo más “que se ha encontrado oculto y que [saldrá] a la luz” (Cid: 1) debido a ese “sordo zumbido”.

En “El infierno artificial”, se presenta la idea de la alucinación como espectáculo teatral, pues, para el sepulturero, el cementerio es un escenario donde tienen lugar sus visiones: “Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras” (Quiroga: 168).

Esta idea recuerda lo afirmado por Charles Baudelaire sobre la expectativa que, en general, se tiene de la alucinación provocada por el haschich: “They imagine hashish intoxication as a wondrous land, a vast theater of magic and juggling were everything is miraculous and unexpected” (Baudelaire: 41).

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Asimismo, en “El infierno artificial”, la experiencia de la alucinación se parece bastante a la forma en que se disfruta una función cinematográfica20, pues los amantes se juntan, tal y como si fueran a una sala de cine, pero para ver cada uno una función distinta:

“En la profunda quietud de la sala […] vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky” (Quiroga:

170). Luego, cuando ella se hace más adicta: “Entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky” (Quiroga: 170). Este empleo de los narcóticos como una forma de crear un espectáculo individual de visiones está también presente en “El haschich”, cuando el protagonista ve la imagen de su cuerpo: “A ratos me escapaba al medio del cuarto, desdoblándome me veía en la cama, acostado y muriéndome a las 11 de la noche, a la luz de la lámpara bien triste” (Quiroga: 867). Esta idea de la alucinación como un conjunto de imágenes cinematográficas que componen una historia personal, tal vez se deba a que es una especie de “immense dream, thanks to intensity of color and the rapidity of conceptions; but it always preserves the particular tonality of the individual. A man has sought to dream, and dream will overcome him; but the dream will certainly reflect its dreamer” (Baudelaire: 42).

Otro curioso efecto del haschich es la “necesidad de mirar detenidamente todo, una atención sufridora que se fijaba en cada objeto por 10 ó 20 segundos, sin poder apartar la

20 Se sabe que Quiroga no solo había incursionado en la crítica de cine sino, además, había realizado algunos experimentos con una cámara. La presencia del cine en su obra se puede notar en cuentos como “El vampiro”, “El retrato” y “La cámara oscura”, por citar tres ejemplos. Menciona Puccini que, precisamente, en el primero de los cuentos que he mencionado en esta nota, ya está presente “ese recurso tan ingenioso y extraordinario que hemos admirado en The Purple Rose of Cairo, de Woody Allen” (Puccini: 1353).

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vista” (Quiroga: 866). De esta manera, la persona que está bajo sus efectos pareciera haberse convertido, de pronto, en una especie de cineasta, que buscara captar, con la mayor fidelidad, los objetos cotidianos. Para Baudelaire, esto ocurre porque a través de esta droga

“man will not escape the fate of the physical and mental nature: to his impressions […], hashish will be a magnifying mirror, but a true mirror, nonetheless” (Baudelaire: 43).

En “Los barcos suicidantes”, los suicidios de los tripulantes, lanzándose al mar, se presentan como una puesta en escena de una performance o happening. De alguna forma, esa impresión se debe al hecho de que los suicidios ocurren como si fueran parte de un acontecimiento teatral sin trama, en el que los personajes se hubieran puesto de acuerdo para efectuar esa improvisación y, por ello, no reaccionan frente a la muerte de sus compañeros.

En el relato “La mancha hiptálmica”, se cuenta la historia del sueño de una mujer en el cual se produce una representación teatral: “Sé que era un drama” (Quiroga: 473). Sin embargo, sólo puede acordarse del título, “La mancha tele…hita… ¡hiptálmica!” (Quiroga:

474) y de una imagen: “la cara atada con un pañuelo blanco” (Quiroga: 474). Luego, ella y el esposo, que es “un hombre de teatro” (Quiroga: 474), deciden poner en escena ese drama que es, básicamente, un juego de representación de escenas eróticas en el que ella se ata la cara con el pañuelo blanco. Finalmente, la representación teatral se convierte en una tragedia, aunque no se cuenta cómo ocurre, sólo se presenta la imagen de la mujer muerta, evocada por el esposo: “Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía atada la cara con un pañuelo” (Quiroga: 474). Por otro lado, la forma en que

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está construido el relato es bastante teatral, puesto que empieza con un diálogo, sin acotaciones escénicas, entre el esposo y dos personajes que lo interrogan.

Analizaremos ahora la importancia de las figuras literarias. La antítesis es una figura

“characterized by strongly contrasting words, clauses, sentences, or ideas […]. Antithesis is a balancing of one term against another. […]. True antithetical structure demands not only that there be an opposition of idea, but that the opposition in different parts be manifested through similar grammatical structure” (Harmon, William and Hugh Holman: 33). Como se observa, esta definición es más apropiada para la poesía que para la narrativa, pues, en el caso de esta última, el uso de la antítesis no se enfoca en la expresión mediante el uso de estructuras gramaticales similares, sino, principalmente, en la representación de acciones de sentido opuesto, pero de igual proporción.

El amor, en “La gallina degollada”, es mostrado a través de una serie de antítesis, pues a pesar de quererse inmensamente, la pareja no podía concebir hijos normales: “toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal” (Quiroga: 90).

Asimismo, a pesar de la frustración, del dolor y luego del odio mutuo que sentían después de cada uno de esos nacimientos desastrosos, la pareja experimentaba también un “anhelo loco de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura” (Quiroga: 90) y la reconciliación era “tanto más efusiva cuanto hirvientes los agravios” (Quiroga: 93).

Por otro lado, la intensidad del amor que sentía la madre por su esposo y su hija era inversamente proporcional al odio y al desprecio que sentía por sus hijos retardados:

“Cuanto más intensos los raptos de su amor a su marido e hija, más irritado su humor con los monstruos” (Quiroga: 94).

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En el cuento “Tristan e Isolda”, la relación amorosa entre los amantes se presenta también de manera antitética, puesto que el protagonista, en el preciso momento de romper con su novia (acto que había cuidadosamente planificado), siente un amor profundo hacia ella, ya que experimenta una “inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa, tras la herida que le hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazón de hombre” (Quiroga: 35). Ella, a su vez, a pesar de que lo adora, luego de que él se arrepintiera y la llamara --con un tono de voz que reflejaba, “esa vez, sí, inmenso amor” (Quiroga: 36)--, lo rechaza: “No, no… --me respondió--. ¡Es demasiado tarde!” (Quiroga: 36).

En “La mancha hiptálmica”, la relación entre los esposos fluctúa constantemente entre momentos de pasión y otros de una especie de enojo: “Durante quince días vivimos en plena locura de amor. Después de este lapso de aturdimiento sobrevino un periodo de morosa inquietud, el sordo y mutuo acecho de un disgusto que no llegaba y que se ahogó por fin en explosiones de radiante y furioso amor” (Quiroga: 474). Esta relación circular finalmente se rompe con la muerte de la esposa.

Otro caso singular de antítesis es el de la relación filial entre el Dr. Else y su hija, en

“Los destiladores de naranja”. Ella se trasladaba a Misiones cada cierto tiempo para ver al doctor, expresarle su afecto, darle dinero y lavar su ropa, a pesar de que el doctor se mostraba completamente indiferente a ella. Sobre este punto, el narrador afirma: “Tal vez no fuera hija suya: él por lo menos nunca lo creyó. Su modo de proceder con la criatura lo confirma, y sólo Dios sabe cómo la maltratada y abandonada criatura pudo llegar a recibirse de maestra, y a continuar queriendo a su padre” (Quiroga: 688).

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No obstante, luego de que él ataca a su hija (creyendo que era una rata gigante) y al darse cuenta de que era un golpe mortal, se arrodilla frente a ella y, de pronto, surge un profundo sentimiento de amor hacia ella, el cual es representado a través del discurso indirecto libre: “¡Su hijita! ¡Su hijita abandonada, maltratada, desechada por él! Desde el fondo de veinte años surgieron en explosión la vergüenza, la gratitud y el amor que nunca le había expresado a ella. ¡Chinita, hijita suya!” (Quiroga: 693).

En “A la deriva”, el autor utiliza el motivo clásico del viaje por el río para establecer una analogía entre el itinerario que realiza el protagonista por el Paraná, desde la Argentina hasta el Paraguay, y su trayectoria de la vida hacia su fin, la muerte. Por ello, a partir de que la canoa empieza a ir “velozmente a la deriva” (Quiroga: 54), el ambiente selvático va adquiriendo connotaciones fúnebres. Así, el término “hoya” parece significar “hoyo”

(entierro), cuando el narrador afirma: “el Paraná corre allí en una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río” (Quiroga: 54). Además, el color negro es utilizado en la descripción, tanto del basalto de la orilla del río, como del bosque, para impregnar a estos elementos de una connotación funesta. Por último, el narrador refuerza la idea de la selva como un conjunto de símbolos nefastos, cuando señala:

“el paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte” (Quiroga: 54).

En “La miel silvestre”, el autor establece un juego analógico interesante entre las palabras “hormiga” y “hormigueo”, pues cambia el sentido figurado del término

“hormigueo”--cuya designación tiene relación de semejanza con la sensación táctil que producen las hormigas-- al sentido literal. Así, la sensación que produce la miel, debido a sus propiedades narcóticas, como si el cuerpo estuviera recorrido por hormigas, se conjuga

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al final del relato con las hormigas reales que lo atacan. Todo ello incrementa el efecto terrorífico. Lo curioso, es que el propio protagonista, inconscientemente, relaciona ambos términos mucho antes de que las hormigas aparezcan para devorarlo, pues, cuando siente el hormigueo, recuerda a la corrección. Aquí se establece una relación isomórfica con el fenómeno de la metamorfosis, pues, según Torodov: “lo sobrenatural comienza a partir del momento en que nos pasamos de las palabras a las cosas que esas palabras se suponen que designan” (Todorov: 117).

En “La gallina degollada”, se emplea una analogía expresada o símil cuando el narrador describe a los hermanos retardados, “mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida” (Quiroga: 89). Luego, en ese mismo escenario, caminando por el cerco, aparece la niña (reemplazando al sol, sinónimo de comida para ellos). Además, la niña es percibida como una gallina, por su forma de subirse al cerco: “En puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes” (Quiroga: 94). De esta manera, la niña se convierte en una especie de analogía implícita (o metáfora) que remite a dos elementos: gallina y sol. Estos objetos, a su vez, connotan comida para los hermanos, lo cual potencia su voracidad: “No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros” (Quiroga: 95).

En “Los buques suicidantes” se establece una analogía entre los buques abandonados y los fantasmas: “Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado” (Quiroga: 47). No obstante, luego el lector advierte que la

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cualidad fantasmal de los buques es simplemente visual y que lo siniestro se vincula, ya no a situaciones sobrenaturales, sino a la pérdida de la subjetividad entre los pasajeros y tripulantes de estas embarcaciones, debido a una especie de sugestión o hipnotismo.

En “La miel silvestre”, si bien el narrador advierte que Gabriel Benincasa era “lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos, a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque” (Quiroga: 122), en el cuento la historia misma lo contradice, pues lo que Benincasa hace es, precisamente, establecer una analogía entre los pastelitos

(totalmente inocuos) y la miel, muriendo a causa de ello.

La personificación es un tropo “that endows animals, ideas, abstractions, and inanimate objects with human form; the representing of the imaginary creatures or things as having human personalities, intelligence and emotions” (Harmon and Horman: 385).

En la obra cuentística de Horacio Quiroga es común hallar este tropo. Así, en “Los chanchos salvajes”, por ejemplo, estos animales son descritos como seres poseedores de conciencia, pues no tienen miedo ni de los hombres, ni de las armas de fuego y, por ello, al escuchar el sonido del disparo, no huyen --contrariamente a lo que imaginaba el narrador-- sino que se enfrentan con valentía: “Como un rayo, sentí tras el humo el pisoteo precipitado de la piara que arrancaba sobre mí” (Quiroga: 965). En ellos se puede observar furia: “no veía más que ojos inyectados en sangre y colmillos castañeantes” (Quiroga: 965) y sed de venganza: “los chanchos no querían sino al que les había herido al viejo macho” (Quiroga:

965). Este deseo de vindicación, los lleva muchas veces a esperar pacientemente “días y días hasta que sacian su venganza”. En oposición a la osadía de los chanchos, el hombre está caracterizado como un ser temeroso de la selva y empequeñecido por ella: “con ese

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miedo inerte que imbuye el aislamiento humano en un medio absolutamente superior a él”

(Quiroga: 965).

En “El vampiro”, la gata de la familia funciona como una proyección del rebuscador de cadáveres, pues ambos sufren de esta misma anomalía de la personalidad. Así, el día en que la esposa muere a causa del derrumbe de su casa, tanto el hombre como la gata se convierten en vampiros, excitados por la visión de la sangre de la sirvienta. De esta manera, la gata pasa de un estado de “cólera” (Quiroga: 473) --expresado a través del aullido-- al ver a la sirvienta muerta que es arrastrada por el hombre, a una actitud de

“esforzarse por mojar la lengua en el pelo ensangrentado de la sirvienta” (Quiroga: 473).

Finalmente, ella es quien lo acompaña el día en que el vampiro es detenido en el cementerio e, incluso, es acusada por el hombre de instigarlo a cometer ese acto delictivo.

En “El yaciyateré”, la creencia popular de que ese pájaro le produce algún daño a quien escucha su canto, convierte a ese animal en un ser con maldad: “¡Ah! El yaciyateré

--pensamos--. Viene a buscar al chiquilín. Por lo menos lo dejará loco” (Quiroga: 383). La interacción entre el pájaro y el niño enfermo, llena de terror a los pobladores: “A nosotros, un escalofrío nos corrió de arriba abajo. Alguien que cantaba afuera, se iba acercando, y de esto no había duda. Un pájaro; muy bien, y nosotros lo sabíamos. Y a ese pájaro que venía a robar o enloquecer a la criatura, la criatura misma respondía con una carcajada a cuarenta y dos grados” (Quiroga: 383). Finalmente, si bien al poco tiempo el padre le cuenta al narrador que su hijo ya había sanado, varios años después este se encuentra con el mismo niño, el cual parecía confirmar con su actitud las supersticiones: “Le hablé, inútilmente.

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Insistí aún, preguntándole por los habitantes del rancho. Echó, por fin, a reír, mientras le caía un espeso hilo de baba hasta el vientre” (Quiroga: 384).

Por otro lado, en varios de los cuentos de Quiroga, se representan dos mundos cuyo conocimiento depende exclusivamente del narrador: el mundo de los animales, dotados estos de habla, conciencia y pensamiento; y el mundo humano, incapaz de comprender ese otro universo. La relación entre estos dos mundos es, entonces, una relación marcada por el misterio, la extrañeza y también por cierta asimetría, en la medida en que los animales sí pueden comprender el mundo de sus antagonistas. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en

“Anaconda”, “El alambre de púa” y “La insolación”.

En “Anaconda”, la serpiente yarará es consciente del peligro que conlleva la llegada del hombre dentro de su espacio: “Hombre y Devastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de los Animales. Para las víboras en particular, el desastre se personificaba en los horrores: el machete escudriñando, revolviendo el vientre mismo de la selva, y el fuego aniquilando el bosque en seguida, y con él los recónditos cubiles”

(Quiroga: 325). Este inminente peligro, lleva a que las víboras de diferentes especies se congreguen para desarrollar planes de acción contra el hombre. Entre uno de los acuerdos, está el mandar a una de las víboras, la Ñacaniná, a espiar a los hombres dentro del bungalow (La casa de las serpientes) que ahora ha sido ocupado para ser convertido en un establecimiento científico, en un instituto de Seroterapia ofídica, donde se prepararían los sueros contra el veneno de las víboras.

Lo curioso es que la conversación que escucha la Ñacaniná le genera cierta compasión por los hombres: “¡Pobre gente! –murmuró” (Quiroga: 333). Esta superioridad

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de la serpiente frente al hombre es también confirmada por el narrador: “La Ñacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, con seguridad la más valiente de nuestras serpientes.

Resiste un ataque serio del hombre, que es inmensamente mayor que ella, y hace frente siempre” (Quiroga: 334).

Finalmente, los dos planes para atacar a los hombres se llevan a cabo. Estos, sin embargo, no comprenden que ambos eventos han sido inteligentemente organizados por ellas y se sorprenden por la precisión: “Parece cosa del diablo… murmuró el jefe. --Jamás he visto cosa igual… ¿Qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella mordedura, como matemáticamente combinada… Hoy…” (Quiroga: 353).

En “La insolación”, son los perros de míster Jones quienes se percatan del peligro que acecha a su amo, puesto que pueden ver su ánima antes de que él muera:

Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.

--Es el patrón—dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquellos.

--No, no es él—replicó Dick.

Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:

--No es él, es la muerte.

En este cuento Horacio Quiroga conjuga la creencia popular de que los perros pueden ver ánimas o tener visiones de la muerte antes de que esta ocurra, lo cual es manifestado por ellos a través del aullido. En este caso, los perros no sólo aúllan por la

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muerte próxima de su amo y la pena que les produce, sino porque son conscientes del cambio que esto va a generar en sus propias vidas, pues “la Muerte y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos. […] Los perros, entonces, […] solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar” (Quiroga: 60). Justamente al final del relato el narrador afirma que “los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas” (Quiroga: 63), lo que sugiere que la premonición de los perros era correcta.

En “El alambre de púa”, la rotura constante del cerco por parte del toro para comerse la avena de la chacra vecina, genera rabia e impotencia en el propietario de esta, quien luego de la amenaza al dueño del animal, decide colocar un alambre de púa para evitar que este vuelva a pasar.

El toro es símbolo de valentía, fuerza y libertad para las vacas y caballos, puesto que siempre se las ingenia para traspasar el cerco. Incluso, se diría que cada arreglo que hace el vecino del cerco significa un nuevo reto para el toro Barigüí. Sin embargo, el alambre de púa es un reto demasiado grande y, si bien puede traspasar el cerco por uno de los lados, sin peligro, no lo puede hacer por cualquier lugar. Así, al verse presionado por el chacarero -- quien lo ha amenazado con un palo al descubrirlo nuevamente dentro de la plantación de avena-- se arriesga a pasar por un lado que tenía las púas muy estiradas. El animal logra pasar y con ello quedar libre, pero termina mal herido: “Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó el testuz y hundió la cabeza entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el

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toro pasó. Pero de su lomo y de su vientre, profundamente canalizados desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre” (Quiroga: 75).

Aunque la actitud del toro no es el reflejo de un instinto animal, salvaje e irracional, sino también de cierto sentido de autonomía --ya que exhibe el rechazo de los parámetros impuestos por el dueño de la chacra vecina-- y que, del mismo modo, ha mostrado señales de su condición de animal libre, es presa de una condición ineludible: el dominio que ejerce el hombre será entonces el límite que, en este caso, el animal no podrá sortear.

Los cuentos de Quiroga aquí analizados muestran un desafío a la lógica, a pesar de que estos pueden tener una explicación racional. Ese desafío es provocado por una serie de efectos que, en combinación con la presencia de diversos motivos así como del empleo de la transfiguración de los tropos y otras estrategias de representación, acentúan la sensación de extrañeza, horror, absurdidad y sin sentido que parecen dominar este mundo. Las sensaciones de horror y la idea de lo siniestro, así como la idea de la muerte, están relacionadas con el consumo de narcóticos y sicotrópicos.

Los elementos sensoriales, así como la percepción son, pues, centrales: el horror se relaciona tanto con lo orgánico como con cambios biofísicos y bioquímicos en los personajes y esto es lo que desencadena la presencia de lo extraño y lo siniestro. Los personajes carecen de interioridad, son como un mero operador mental; en oposición a ellos están los animales, que más bien aparecen como seres provistos de conciencia y valores y son capaces de comprender el mundo humano, mientras que los humanos parecen haber perdido esa capacidad.

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CAPÍTULO IV

SILVINA OCAMPO (ARGENTINA, 1903-1993):

EL SENTIDO RADICAL DE LO EXTRAÑO

Es posible encontrar una explicación lógica para la presencia de lo extraño en los cuentos de Silvina Ocampo. Sin embargo, para ello es necesario considerar como parte del sentido común y la vida cotidiana ciertas situaciones aparentemente indescriptibles --como la convivencia en un solo ser de entidades contradictorias y múltiples--, pero que son fundamentales, en tanto representan el deseo, su represión o, también, la evasión de un trauma.

Así, el horror, la muerte y la perversión se convierten en estos relatos en síntomas de búsquedas o huidas inconscientes que, en muchos casos, terminan provocando trastornos en el individuo. Estos trastornos producen alteraciones en la conciencia, la identidad y la memoria del sujeto, así como afectan también su percepción del entorno.

El presente trabajo tiene como objetivo analizar, a través de un conjunto de relatos de Silvina Ocampo, los motivos que reflejan los efectos de lo extraño y lo siniestro: el motivo del viaje, el motivo de la identidad ilusoria, el motivo de la institutriz cruel y el motivo del niño perverso. Asimismo, me enfocaré en algunas estrategias de representación, tales como la espectacularización o teatralización de las acciones, y en las figuras literarias más empleadas por la autora para la expresión de estos motivos: el oxímoron, la antítesis, la metonimia, la sinécdoque y las imágenes sensoriales.

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Los relatos escogidos de Silvina Ocampo que se analizarán son: “La calle Sarandí”,

“El vestido verde aceituna”, “Éxodo”, “El pasaporte perdido”, “Viaje olvidado”, “La casa de los tranvías”, “El cielo de claraboyas”, “El caballo muerto”, “El retrato mal hecho”, “El diario de Porfiria Bernal”, “Autobiografía de Irene”, “Carta perdida en un cajón”, “El impostor”, “El Remanso”, “La cabeza pegada al vidrio”, “La enemistad de las cosas”, “La siesta en el cedro”, “El lazo”, “La furia”, “Celestina”, “Día de santo”, “La piedra”,

“Nocturno”, “Las fotografías”, “Los funámbulos”, “Paisaje de trapecios”, “El pabellón de los lagos”, “El vástago” y “El cuaderno”.

Como veremos en el desarrollo de este capítulo, el motivo del viaje es esencial en la obra cuentística de Silvina Ocampo. Así, en algunos relatos el viaje es mostrado como algo inevitable, como parte de un destino del que es imposible escapar. En “La calle Sarandí”, por ejemplo, este fatalismo está ligado al tiempo, pues aparece como un viajero que no es capaz de detenerse y que, a su vez, mueve al hombre, aunque este permanezca en estado inerte: “Los jardines y las casas adquirían aspectos de mudanza, había invisibles baúles flotando en el aire y presencias de forros blancos empezaban ya a nacer sobre los muebles obscuros de los cuartos. Solamente las casas más modestas se salvaban de las despedidas invernales” (Ocampo: 55). La ausencia de personajes durante esa mudanza que implica la llegada del otoño, refleja la inexorabilidad del tiempo, que todo lo cambia, sin importar la voluntad de los hombres.

Asimismo, la experiencia traumática de la violación también aparece bajo la forma de un viaje ineludible. En ese recorrido, el agresor aparece como uno de los elementos que conforman el paisaje: “En la mitad del trayecto, de la casa donde vivíamos al almacén, un

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hombre se asomaba, siempre en mangas de camisa y decía palabras pegajosas, persiguiendo mis piernas desnudas con una ramita de sauce, de espantar mosquitos. Ese hombre formaba parte de las casas, estaba siempre allí como un escalón o como una reja” (Ocampo: 55).

Aunque la narradora-personaje intenta rehuirlo, yendo por otros caminos, acaba pasando siempre frente a su casa: “A veces yo doblaba por otro camino dando una vuelta larguísima por el borde del río, pero las crecientes me impedían muchas veces pasar, y el camino directo se volvía inevitable” (Ocampo: 55).

Ese viaje traumático es una especie de tránsito hacia un sueño macabro, que se caracteriza por la inercia de la protagonista. Esa inercia expresa una idea sugerente: no es ella quien realiza el viaje, pues el acto del desplazamiento queda a voluntad de la vida y el tiempo: “No me di vuelta pero sentí que alguien me corría y que me agarraban del cuello dirigiendo mis pasos inmóviles adentro de una casa envuelta en humo y en telarañas grises”

(Ocampo: 56).

Sin embargo, ese recorrido emocionalmente doloroso, genera otro, de tipo imaginario, que implica una ruptura espacio-temporal, pues ella es conducida a un cuarto en el que “había una cama de fierro en medio […] y un despertador que marcaba las cinco y media” (Ocampo: 56), pero decide recluirse en un cuarto mental: “No quise ver más allá y me encerré en el cuartito obscuro de mis dos manos” (Ocampo: 56). Esta reclusión termina cuando suena el despertador y la protagonista se percata de que “las horas habían pasado en puntas de pie” (Ocampo: 56).

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El encierro imaginario de la narradora-personaje equivale a una evasión del trauma, y es un viaje21 al que la protagonista recurrirá constantemente. Por ello, ese encierro sugiere que la violación sufrida por la protagonista no sólo implica un ataque a su sexualidad, sino, sobre todo, a su libertad: “Estoy encerrada en el cuartito obscuro de mis manos y por la ventana de mis dedos veo los zapatos de un hombre en el borde de la cama

[…]. Cierro las ventanas, aprieto mis ojos y veo azul, verde, rojo, amarillo, violeta, blanco, blanco. La espuma blanca, el azul. Así será la muerte cuando me arranque del cuartito de mis manos” (Ocampo: 57).

Aunque la evasión implica un deseo de anular mentalmente esa experiencia lacerante, a través de la sustitución de esta por una creación imaginaria, dicha experiencia es imborrable --puesto que forma parte del itinerario personal-- y está impresa en el rostro o mapa vital: “Mi frente de ahora está cruzada por surcos, como un camino por donde han pasado muchas ruedas, tantas fueron las muecas que le hice al sol” (Ocampo: 56).

En el relato, las evasiones también se convierten trastornos de tipo psicosomático, pues adquieren la apariencia de viajes a través del cuerpo y de las sensaciones producidas por la enfermedad: “Después de vivir varios meses en cama se levantaban como si fuera de un largo viaje entre bosques de espinas; volvían demacradas y cubiertas de moretones azules” (Ocampo: 55).

21 Cabe resaltar que este viaje, a diferencia del realizado por los héroes míticos--que implica una evolución, ya que es un camino de aprendizaje, madurez y descubrimiento de la propia identidad--, supone invariabilidad, en tanto es reiterativo, y, además de no significar un aprendizaje para la protagonista –puesto que se ha suprimido inconscientemente la experiencia--, implica una suspensión del proceso de madurez y de adquisición de una identidad.

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Por otro lado, en algunos textos, los viajes concretos funcionan también como mecanismos de evasión inconsciente, tal y como vemos en “El vestido verde aceituna”. En este relato, el recuerdo de los viajes realizados por la protagonista, Miss Hilton, le permite huir de la racionalidad y la represión --dos de los recursos a los que ella y la gran mayoría de institutrices deben recurrir en su labor didáctica.

La institutriz anhela volver a algunos de esos lugares, pues los recuerda como misteriosos, sublimes y ajenos a la lógica: “Soñaba siempre volver a Ceilán. Allí había conocido a un indio que vivía en un jardín rodeado de serpientes. Miss Hilton se bañaba con un traje de baño largo y grande como un globo a la luz de la luna, en un mar tibio donde uno buscaba el agua indefinidamente, sin encontrarla, porque era de la misma temperatura que el aire” (Ocampo:16). Como se observa, las referencias al sueño y a los sentidos permiten ver esos recuerdos como viajes a través de la imaginación, la nostalgia y el deseo.

La existencia de Miss Hilton se condensa en esos viajes, cuyos recuerdos están guardados en un baúl: “Toda su vida estaba encerrada [allí], toda su vida estaba consagrada a juntar modestas curiosidades a lo largo de sus viajes, para después, en un gesto de intimidad suprema que la acercaba súbitamente a los seres, abrir el baúl y mostrar uno por uno sus recuerdos” (Ocampo: 16). Así, al mostrar los objetos, ella realiza esos itinerarios a nivel mental y recrea lo experimentado en ellos22: “Volvía a bañarse en las playas tibias de

Ceilán, volvía a viajar por la China, donde un chino amenazó matarla si no se casaba con él.

22 Sobre este punto, de acuerdo a Annick Mangin, en algunos relatos de Silvina Ocampo, “le souvenir devient de plus en plus net mais, loin dʼêtre une copie fidèle de la réalité passé, il est une reconstruction de lʼímaginaire de ce passé” (Mangin: 35).

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Volvía a viajar por España […] Volvía a viajar por Italia. […]” (Ocampo: 16). Aunque, al recrear esos recuerdos, Miss Hilton parece estar imaginando o soñando, puesto que está adaptándolos, de alguna manera, a su presente --con lo cual altera su temporalidad23: “Se encontró en la mercería El Ancla, comprando alfileres y horquillas para sostener sus finas y largas trenzas […]. Las horquillas tenían que ser doradas. Su última discípula […] le había rogado que se dejase peinar un día que, convaleciente de un resfrío, no la dejaban salir a caminar” (Ocampo: 16).

En otros cuentos, los viajes reales ya no se presentan bajo la forma de distracciones u olvidos, sino que corresponden a evasiones concretas que poseen un carácter liberador.

Tal es el caso de “Éxodo”, relato en el que se narra la huida de toda la población infantil de una ciudad, luego de presentir el incendio que la destruirá. Los niños, como siguiendo un plan estructurado, se escapan provistos de víveres y hacia lugares frescos y seguros, donde

“junto a los arroyos, se guarnecían del calor, felices, mientras las madres enloquecidas rezaban para que volvieran, gastaban dinero en cirios y esperanza en promesas y sacrificios” (Ocampo: 319).

La despreocupación de los niños por el destino de sus padres (que más parece una sensación de estar a salvo de ellos) y la actitud angustiada de estos luego de la partida de sus hijos (que se asemeja más a un sentimiento de culpa) evidencian una crisis de filiación -

-al parecer la causa real de la catástrofe-- que tendría su origen en la actitud indiferente o apática de los padres. Dicha actitud puede apreciarse en la imagen aérea de la ciudad que

23 Para Annick Mangin, en el contexto de los relatos de Silvina Ocampo, “les verbes recordar, rememorar et imaginar alternent et réferent à une même expérience où rêve et souvenir son indistincts. […] el caractèr onirique du souvenir interdit une situation précise dans lʼespace-temps” (Mangin: 35).

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presenta la narradora, pues, en ella, las prendas de vestir parecen poseer mayor humanidad que sus progenitores.

En “El pasaporte perdido”, el viaje funciona también como un escape de la tutela paterna24: “Los días a bordo son todos días de fiesta, y quiero tener muchos días de fiesta corriendo por la cubierta, sola, sola, sola, sin que nadie me cuide” (Ocampo: 28). Sin embargo, en el relato, el viaje es también la representación de una crisis del yo, pues implica una especie de tránsito identitario de la protagonista: el viaje le da la posibilidad de adquirir una identidad, a través del pasaporte, pero también de naufragar y desaparecer25.

Precisamente, el naufragio es un hecho que la protagonista teme y desea a la vez y, por ello, se diría que, así como busca una identidad a partir de ese documento, también desea perderla como consecuencia de esa catástrofe. Ya en la foto del pasaporte está contenida esa contradicción que se representará al final: “El terror le puso a Claude el rostro que tenía en el pasaporte, los ojos se le habían ensanchado profundamente con las olas de las tormentas que hacen naufragar los barcos” (Ocampo: 29).

En el relato “El Remanso”, el viaje que realiza la protagonista a la capital implica su deseo de asumir una nueva identidad y borrar la anterior: “Cándida, el mismo día, sin decir adiós a sus padres, tomó un tren que iba a Buenos Aires, con un atado de vestidos, donde llevaba los abrazos vacíos de sus amigas” (Ocampo: 21). No obstante, la visión de esos

24 Esta búsqueda de la protagonista de lograr su liberación a través del viaje --que refleja también un deseo de experimentar y conocer-- está plasmada en algunas novelas escritas por mujeres, como, por ejemplo, The voyage out, de Virginia Woolf. En este relato, el viaje le ofrece a la protagonista “the opportunity to break away from her limiting home and insuficient education, which have failed to instruct her about ʽthe shape of the earth, the history of the world, how trains worked, or money was invested, which people wanted what, or why they wanted itʼ” (Abel, Hirsch y Langland: 3).

25 En este caso, el viaje también implica la suspensión de los procesos de madurez y de formación de la identidad, aunque se produce de manera radical, con la muerte de la protagonista.

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vestidos no permitirá que olvide ni sus orígenes ni su diferencia social con respecto a esas muchachas.

Por otro lado, ese vínculo que se establece entre el motivo del viaje y la crisis identitaria --que se ha observado anteriormente-- está plasmado en algunos de los relatos que tratan el tema del nacimiento. En “Viaje olvidado”, por ejemplo, los nacimientos o, en otras palabras, las asunciones de nuevas identidades, se producen luego de un viaje26. El primero de ellos es el de la cigüeña. Este viaje, si bien es parte de una leyenda, es considerado por el personaje de la niña como un hecho ocurrido realmente y olvidado. Para ella, el aspecto de los recién nacidos sería una constatación del largo periplo: “Llegaban todos achicharrados del viaje, no podían respirar bien dentro de la caja, y por eso estaban tan colorados y lloraban incesantemente, enrulando los dedos de los pies” (Ocampo: 73).

Es importante señalar que la función social de esa leyenda --ocultar el origen real de los nacimientos, a causa del tabú sexual-- genera una serie de traumas en la protagonista que la llevan a imaginar sus sucesivos nacimientos que, al igual que en la historia de la cigüeña, empiezan con un viaje. De esta manera, una ficción social sobre el origen de la humanidad, activa en la protagonista una maquinaria inconsciente de ficciones sobre su propio origen.

Así, uno de los nacimientos de la protagonista, ocurrido “una mañana en Palermo haciendo nidos para pájaros” (Ocampo: 73), implica un viaje, aunque de un itinerario

26 De acuerdo a Enrique Pezzoni, la crítica que hace Victoria Ocampo de Viaje olvidado, que refleja su exasperación por el hecho de que sus recuerdos no coinciden con los de su hermana, “ʽla hace certera, a pesar de sí. Lo que censura en Viaje olvidado es el sesgo antiproustiano: no se inicia el viaje en busca del tiempo perdido, sino hacia el rechazo y la reprogramación: la invención. El orden de los imaginario” (Mancini: 25).

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confuso y vinculado a lo sensorial: “No recordaba haber salido de su casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras misteriosas y de haberse despertado en camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para los pájaros” (Ocampo: 73). La confusión experimentada por la protagonista antes del nacimiento refleja su deseo inconsciente de borrar su antigua identidad para iniciar una nueva27. Precisamente, la construcción de los nidos representa esa idea del inicio de una nueva vida.

Asimismo, para la protagonista, el recuerdo equivale a un viaje que, si bien es interior, también compromete el cuerpo: “fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su nacimiento” (Ocampo: 73). Ello se observa también en la analogía que establece la niña entre la imagen del jardinero tuerto (que barre los nidos destruidos) y el recuerdo de su casa, pues, al ver al hombre, realiza un viaje mental hacia su hogar que le produce una sensación de asco28: “En ese momento sintió ganas de lanzar

[vomitar] como si oyera el ruido de las hamacas del jardín de su casa” (Ocampo: 73).

Finalmente, en ciertos relatos, el viaje es presentado como una alegoría de la vida moderna, que aunque aparente implicar movimiento (como representación de la idea del progreso), es, en realidad, inmóvil. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en “La casa de los

27 Si bien en algunos relatos de Silvina Ocampo el viaje supone una búsqueda del olvido, según Annick Mangin, “pour quʼadvienne quelque chose dʼabsolument neuf, il faudrait que le personnage puisse se défaire des traces de ce passé qui a construit son identité” (Mangin: 32). Sin embargo, esta es una tarea imposible, porque en esos textos “le passé est un double invisible du présent qui perdure dans une zone de lʼésprit où la mémoire est intimement liée au rêve et à lʼimaginaire” (Mangin: 32).

28 El vínculo entre ambos elementos, así como los vestidos de “El Remanso”, funcionan como símbolos que condenan a las protagonistas al pasado: “On se trouve attaché à une foule de symboles qui nous asservissent et que lʼoubli devient imposible” (Mangin: 32).

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tranvías”. Para el conductor, la vida se reduce al rutinario trayecto que realiza en el tranvía, durante el cual, suceden las mismas cosas cada día. Una de ellas es la aparición de una muchacha, que sube siempre en el mismo sitio y hace los mismos gestos: “Durante el viaje no hablaba con nadie ni miraba el paisaje, leía atentamente los diarios que envolvían sus paquetes” (Ocampo: 79) y “a medida que se acercaba el fin del trayecto los ojos de la muchacha iban poniéndose colorados” (Ocampo: 79).

Una mañana, el mayoral le roba la cartera, como si fuera una especie de acto reflejo, y a partir de allí, duerme con ella y sueña con la muchacha. En su mente, ella se convierte en alguien cercano, sobre todo desde el momento en que escucha su nombre. Sin embargo, un día, la muchacha deja de tomar el tranvía y, con ello, origina una crisis psíquica en el conductor que le produce alucinaciones, pues comienza a verla en cada esquina. Al final, esas visiones lo motivan para que él, un día, detenga la máquina y la abandone, buscando a la muchacha en las imágenes alucinatorias que percibe en los vidrios de los autos que están alrededor.

Si bien el hecho de parar el tranvía podría implicar movimiento --pues sería el comienzo de una vida más genuina-- en el caso del hombre esto es imposible, pues su existencia se ha reducido a la inercia que implica la experiencia alucinatoria.

Aquello que padece el conductor es consecuencia de su rol laboral, regido por reglas muy precisas que lo han convertido en una especie de robot. Debido a esta robotización, su vida se ha ido borrando poco a poco hasta convertirse en la visión constante de esas imágenes.

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El motivo de la institutriz/sirvienta cruel es un tópico recurrente en varios de los relatos de Silvina Ocampo. En algunos, la institutriz toma otras formas como la de sirvienta o niñera y, en todos los cuentos, estos personajes tienen la función de ejecutar las acciones deseadas o pensadas por la familia y, en especial, por la madre. Se produce, entonces, una especie de sugestión o manipulación mental ejercida sobre estas trabajadoras domésticas.

Así, la actitud de las madres, basada en una disciplina caracterizada por ser “severa, tiránica, vengativa y orientada al poder en función de medidas de control” (Ausbel: 33), es luego reproducida por las institutrices, las que, incluso, llegan al extremo, pues no les basta con destruir la personalidad de los niños y convertirlos en personas sumisas o ansiosas, sino que acaban por destruirlos literalmente.

El control mental que ejerce la madre sobre la institutriz está presente, por ejemplo, en “El diario de Porfiria Bernal”. En el relato, antes de presentar el diario de la niña, la institutriz narra las impresiones de la madre el día en que Miss Fielding llegó a trabajar a la casa. Ana María Bernal, la madre de Porfiria, es una mujer que, a los ojos de la institutriz, es deslumbrante y autoritaria, lo cual le genera una mezcla de sensaciones, pues, al mismo tiempo que la admira, la rechaza y le da miedo.

La institutriz se siente disminuida frente a la madre, tal y como puede apreciarse en la siguiente descripción: “Frente a esta desconocida mujer argentina me sentí desamparada.

Me sentí transparente, de una transparencia definitivamente dolorosa y oscura. El color de la piel, el oro gastado de mi cabello […] me parecieron en ese instante no sólo los despojos

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de mi personalidad sino una maldición inexplicable. […] me creía inferior a ella” (Ocampo:

456).

La madre, apenas ve a la institutriz, le dice lo que opina sobre ella --en estas palabras se ve, plenamente, su personalidad despótica: “[Usted] parece una niña tímida, sin experiencia y sin carácter” (Ocampo: 456). Luego, le da una serie de indicaciones para que la institutriz eduque a Porfiria Bernal de manera rígida: “Le recomiendo que tenga mucha seriedad con mi hija. No le dé confianza. Sea severa con ella. Porfiria es hija del rigor”

(Ocampo: 456).

La dureza de la madre será luego reproducida por la institutriz, aunque con mayor intensidad, pues no sólo será estricta, sino violenta y salvaje, tal y como cuenta la niña en su diario: “Soy la discípula y es de mí de quien tiene que ocuparse, y no arañarme como un felino” (Ocampo: 470). “Me arañó tres veces hoy” (Ocampo: 471). Como se ve, Porfiria la describe como un gato. Incluso, en algunos momentos de su diario, cuenta sus transfiguraciones en un felino enorme y horroroso.

La crueldad de Miss Fielding llega al punto de casi asesinar a la niña, al querer lanzarla desde la azotea de la casa: “Tenía las manos heladas y temblaba. Me clavó las uñas. Me sorprendió de nuevo con su cara de gato; se lo dije. Alcanzamos a ver el río. De pronto perdí pie. ¿Es Miss Fielding que me ha empujado? Trato de asirme a los barrotes de hierro. No caí afuera; caí sobre las baldosas, desmayada” (Ocampo: 472).

Si bien, a lo largo del diario, Porfiria afirma que le advirtió a su madre sobre la conducta violenta de Miss Fielding, parece que ella nunca le llamó la atención. Lo que parece haber, entonces, es una especie de complicidad entre ambas mujeres, algo que se observa también en otros relatos, como, por ejemplo, en “El caballo muerto”.

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Aunque en ese relato no se describe a la madre y, básicamente, la historia se estructura en base a los personajes de la institutriz, Miss Harrington, y las discípulas, en un momento parece insinuarse que ella y la madre urden un plan para volver a tener control sobre las muchachas, quienes están enamoradas de un jinete y, por lo tanto, disfrutando de una etapa contemplativa y feliz, lo que ha generado una comunión entre las tres.

Sin embargo, la armonía que hay en la casa le resta importancia a la institutriz, pues su trabajo se basa en resolver conflictos y se refuerza en situaciones de crisis agudas.

Ahora que las adolescentes están enamoradas todo es pacífico y Miss Harrington no puede imponer su poder-- lo único que realmente le interesa, no el bienestar real de las muchachas. Todo ello le genera un gran desaliento: “Miss Harrington ya no tenía ningún poder sobre ellas; era inútil que tragara el jardín con sus pasos enormes, llamándolas con una voz que le quedaba chica. La pobre Miss Harrington lloraba de noche, en su cuarto, lágrimas imperceptibles” (Ocampo: 22). Además, la dicha de las muchachas le produce un sentimiento de inferioridad frente a ellas: “Miss Harrington se sintió más chica que sus discípulos” (Ocampo: 22).

Un día, sin embargo, ocurre un hecho que genera una reversión al estado anterior: las chicas ven en el camino al caballo moribundo. Vuelve la atmósfera conflictiva, lo cual entusiasma a Miss Harrington, pues mientras estaba recogiendo datos históricos, “se sonrió por encima de su libro al verlas llegar” (Ocampo: 23). Si bien en el texto no se menciona explícitamente que Miss Harrington tuviera responsabilidad en la muerte del caballo, parece sugerirse que ella y la madre han maquinado un plan, pues se afirma que

“desamparada ante la largura de sus pasos, subió la escalera de un interminable suplicio, que la llevó hasta el cuarto de la dueña de casa” (Ocampo: 23), pero después no se narra

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nada más sobre este hecho. Así, la comunicación que establece la institutriz con la madre y, después, la sonrisa de Miss Harrington al final del relato--al percatarse del distanciamiento de las chicas luego de la muerte del caballo-- podría ser un indicio de la confabulación perversa entre ambas.

En “El retrato mal hecho” puede apreciarse una complicidad más explícita entre la madre (Eponina) y la sirvienta (Ana). Asimismo, ambas funcionan como seres complementarios, pues mientras la madre es un ser pasivo, casi inerte, la sirvienta es muy activa, casi una máquina. Es interesante ver, en la personalidad de ambas, rasgos similares a los síntomas del trastorno de la despersonalización, relacionado con el fenómeno de la disociación29. En la madre, esos síntomas parecen manifestarse bajo la forma de una anestesia sensorial, pues no siente partes de su cuerpo y, además, sufre de una pérdida de control de los propios actos. En Ana, en cambio, aquellos síntomas se reflejan en su automatismo, pues si bien cuidaba a los niños y hacía todo en la casa, parecía no tener mucha conciencia de ello: “Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre su cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad”

(Ocampo: 32)

Por otro lado, la comunicación que establecen parece de tipo telepático, semejante a la hiponosis30, a través de la cual, la madre le mandaría órdenes a la sirvienta. Esto se

29 De acuerdo al psicólogo Harold P. Blum “Dissociation is a ubiquitous psychic process that has normal and pathological dimensions. Dissociative disorder refers to a constellation of psychopathology characterized by altered and divided states of consciousness. On the other hand, dissociative phenomena encompass daydreams, meditation, hypnotic states, trances, etc.” (Blum: 427). Otros síntomas serían el sentirse “disembodied, depersonalized, and derealized” (Blum: 436).

30 Curiosamente, esta relación parece una puesta en escena de algunos casos de estados hipnoides relacionados con la disociación, “in which a person is possessed by malignant entity, there is a marked alteration of identity concurrent with an altered state of consciousness. Some cases of depersonalization and derealization may be associated with feeling possessed by […] the opposite of an estranged external self or out-of-body self” (Blum: 431).

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aprecia cuando Eponina, luego de leer la revista de modas, sube al altillo a buscar a la sirvienta y la encuentra frente al baúl donde está el niño asesinado por ella. Entonces, abraza “largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura” (Ocampo: 33) y empieza a describir el traje del hijo como si estuviera leyendo el artículo de modas, y termina con una frase parecida a la que tenía en mente (leída en la revista) cuando sorprendió a Ana con el cadáver: “Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín”

(Ocampo: 33).

Entonces, la sirvienta parece haber ejecutado uno de los tantos deseos de la madre de deshacerse de sus hijos, pues “[Los] había detestado […] uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir” (Ocampo: 32). De esta manera, en “El retrato mal hecho --como se había visto en “El diario de Porfiria Bernal”-- se representa nuevamente a la madre como una mujer fría, calculadora e incapaz de dar amor. La imagen del hijo muerto refleja esta idea, pues al no encontrar cariño en su progenitora, lo busca en su vestido: “Estaba dormido sobre el pecho de uno de los vestidos más viejos, en busca de su corazón” (Ocampo: 33).

Por otro lado, en esa conexión de tipo telepático se refleja una complicidad criminal parecida a la que se produce entre los autores intelectuales y los asesinos a sueldo. Por ello, se diría que las madres parecieran cumplir la función de los primeros, mientras que las sirvientas e institutrices serían las encargadas de realizar los crímenes.

Otro caso de ese tipo está expuesto en “Cielo de claraboyas”, aunque en este relato los autores intelectuales serían todos los miembros de la familia, como se verá más adelante. Este relato está construido en base a dos personajes antagónicos: una mujer,

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caracterizada por ser una combinación de tía e institutriz, y una niña, Celestina. Mientras la primera se singulariza por su severidad-- reflejada en su vestimenta negra y su voz rigurosa-- la segunda, por su libertad e inocencia --pues anda descalza, viste un camisón nebuloso y ríe constantemente.

No obstante, la actitud espontánea y suelta de la niña genera una conducta violenta en la mujer, sobre todo, al darse cuenta de la imposibilidad de reprimirla. Precisamente, la represión es un rasgo de la personalidad de la tutora, que se ve reflejado en sus botines, pues están “atados con cordones que al desatarse provocan excesos mortales de rabia”

(Ocampo: 12). Es decir, su calzado muestra su auto-represión o auto-negación y, en ese sentido, la actitud libre de la niña, involuntariamente, le enrostra su frustración.

Por otro lado, esos cordones parecen explicar la crueldad de la mujer como consecuencia de su represión, pues sus impulsos naturales, cuando finalmente afloran al exterior, lo hacen como impulsos destructivos, los cuales, incluso, traspasan el umbral de la locura: no le basta con lanzar la jarra a la cabeza de la niña, sino que su truculencia va más allá, pues, para asegurar su muerte, la remata con un fierro, imitando el ritmo y el sonido inocente de su soga.

Luego de la muerte de la niña, y de un largo silencio, la casa de convirtió en una especie de iglesia, pues sus puertas se abrieron y “todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas” (Ocampo: 12). Esta comunión que se produce entre los miembros de la familia y la asesina, luego de la muerte de la niña, muestra la complicidad

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entre todos en la comisión del crimen o, asimismo, la manipulación mental ejercida por la familia sobre la institutriz.

De otra parte, también hay ciertos relatos donde las institutrices o niñeras, de alguna forma, delegan los crímenes a otros, tal es el caso de “La furia”. En este cuento, --relatado por el asesino del niño-- Winifred (quien tiene rasgos felinos, como la institutriz de Porfiria

Bernal), es una mujer sumamente cruel, tal y como deducimos de su narración acerca de las maldades que le hacía a su amiga Lavinia, hasta asesinarla. Si bien en el relato no se muestra ninguna crueldad física ni verbal contra el niño que está a su cargo --incluso, su novio afirma que ella lo engríe mucho--, ella comete el crimen de abandonarlo con el asesino.

Además, hay otros elementos que revelan la vileza de la niñera, sobre todo su maltrato psicológico al niño. En principio, Winifred era una mujer indiferente con él --sólo le daba un tambor para que tocara durante horas. Además, cada vez que salían a pasear iba acompañada de su novio y el niño presenciaba sus demostraciones eróticas. Incluso, el día del asesinato del menor, Winifred y su novio lo llevaron a un hostal (que parecía más un prostíbulo) donde mantuvieron relaciones sexuales casi delante de él. Todo ello revela su conducta pervertida que corresponde, de alguna forma, a un tipo de abuso sexual infantil.

Después, al darse cuenta de que había desaparecido, Winifred mandó al novio a buscarlo, pero, cuando ambos regresaron, ella ya había escapado.

Al parecer, Winifred había vislumbrado el asesinato del niño en manos del novio, pues conocía las reacciones nerviosas de este. Por ejemplo, sabía que a él no le gustaba, en absoluto, el sonido del tambor que hacía el niño. Incluso, en varias ocasiones, él le había

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pedido, con una impaciencia enfermiza, que se lo quitara. Además, el hombre nunca había podido verla a solas, algo que le generaba sentimientos de odio hacia el niño: ¿Si le quitáramos el tambor? […] ‘Podré verte algún día, sin el chico o el tambor?” (Ocampo:

232). Todo ello lleva a suponer que, para Winifred, era bastante probable que el novio lo matara. Además, el hecho de que el hombre no la conociera bien --no sabía ni su nombre ni su dirección-- implicaría que ella no estaba interesada en él como pareja, sino como un asesino potencial del niño.

Por otro lado, en cuanto al estilo y régimen de representación, estos relatos se vinculan con la tradición de la narrativa gótica31. En algunos casos, este vínculo se observa en la ambientación romántica --pues los cuentos presentan casas grandes con vastos jardines (como si fueran castillos), altillos poblados de murciélagos (que reemplazan a los sótanos de las novelas góticas), además de espacios tenebrosos y ciertos elementos religiosos dentro de las casas--; en las características de las protagonistas, las cuales son descritas como demoníacas --o que experimentan mutaciones en seres malignos (gatos)-- y fantasmales, pero cuyas acciones reflejan, sobre todo, violencia y locura-- y, finalmente, en las sensaciones constantes de suspenso y terror32 que generan estos relatos.

31 Sobre las características del gótico, Andrew Smith señala: “Despite the national, formal, and generic mutations of the Gothic, it is possible to identify certain persistent features which constitute a distinctive aesthetic. Representations of ruins, castles, monasteries, and forms of monstrosity, and images of insanity, transgression, the supernatural, and excess, all typically characterize the form” ( Smith: 4)

32 El relato gótico permite explorar “at different levels of explicitness, the role that the apparently irrational could play in critiquing quasi rationalistic accounts of experience. This view was given intellectual support by philosophies which explored the limits of thought and feelings” (Smith: 2). Una de ellas era la de Edmund Burke acerca de lo bello y lo sublime: “[He] suggested that the sublime […] was associated with feelings of Terror (rather than with a benign pantheism which characterized some other models of sublimity). Transgressive, frightening feelings […] are the most powerful that people are subject to and therefore the most sublime” (Smith: 2).

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Sin embargo, el mayor vínculo que establecen estos relatos de Silvina Ocampo es con las novelas góticas cuyas protagonistas son institutrices y, dentro de ellas, con la más importante: Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Si bien esta novela presenta una serie de interpretaciones, son dos las más importantes: la primera es que realmente existen los fantasmas que dice ver la narradora (la institutriz), de su antecesora y el mayordomo. La segunda interpretación es que la institutriz es una persona que padece de profundas alteraciones mentales, las que le producen una serie de visiones o alucinaciones (los fantasmas). Además, dichas alteraciones explicarían el hecho de que ella sea el único personaje que los ve.

El temor de que estas presencias puedan influir malévolamente en los niños, o poseerlos, perturba a la institutriz y la convierte en su implacable centinela. Curiosamente, esas medidas excesivas de vigilancia y control --que adoptan también las institutrices de los relatos de Ocampo, en especial, la de “El caballo muerto”-- son justificadas por el personaje de James como muestras de bondad y preocupación por sus discípulos: “I was there to protect and defend the little creatures in the world the most bereaved and the most loveable, the appeal of whose helpness had suddenly become too explicit, a deep, constant ache of one´s own commited heart. We were cut off, really, together; we were united in our danger” (James: 32). En “El diario de Porfiria Bernal”, Miss Fielding también expresa ese mismo sentimiento amoroso y protector hacia su discípula: “Fue la única por quien tuve un afecto verdadero, por quien sufrí como una madre puede sufrir por una niña” (Ocampo:

460).

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No obstante, a pesar de estas muestras de afecto de las institutrices por sus estudiantes, tanto Flora, la niña de Otra vuelta de tuerca, como Porfiria, las consideran seres perversos. Flora, por ejemplo, luego de que la institutriz la atormentara preguntándole sobre las visiones del fantasma de la Srta. Jessel, le dice: “ʽI don´t know what you mean, I see nobody. I see nothing. I never have. I think you´re cruel. I don´t like you!ʼ” ( James:78) y luego se enferma debido al terror que le genera el hostigamiento de la institutriz. Porfiria, mientras tanto, no sólo ve a Miss Fielding como un ser maligno que se transfigura en un felino --como se había señalado antes-- sino que, además, advierte su complejo de inferioridad frente a ella, el cual se traduce en odio --debido a la gran capacidad intelectual que sabe que posee: “Me guarda el rencor de los gatos por los perros o de los malos discípulos por sus maestros” (Ocampo: 471). Como se observa, Porfiria no sólo intercambia roles con la institutriz, sino que la muestra como una mala discípula.

Ese sentimiento de inferioridad frente a los alumnos --que es también un rasgo característico de la institutriz de “El caballo muerto”, como se ha visto-- es una de las características más resaltantes de la protagonista de la novela de Henry James. Ello se ve reflejado en dos actitudes que la institutriz adopta, al mismo tiempo: así como se asombra de las magníficas habilidades artísticas e intelectuales de los niños y las alaba-- “They had shown me from the first a facility for everything, a general faculty which, taking a fresh start, achieved remarkable flights. They got their little tasks as they loved them, and indulged, from the mere exuberance of the gift, in the most unimposed little miracles of memory (James: 43)-- se siente como un ser insignificante ante ellos: “[Miles] was too clever for a bad governess, for a parson´s daughter, to spoil” (James: 43).

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De alguna forma, el hecho de que las institutrices exalten no sólo la inteligencia de los discípulos, sino también sus modales --así como el lujo de las casas y la elegancia de sus patrones-- refleja un profundo deseo de ser como ellos. Curiosamente, tanto en “El diario de Porfiria Bernal” como en Otra vuelta de tuerca se presentan relaciones sentimentales (de corte edípico) entre las institutrices y los hermanos mayores de las protagonistas --en la obra de James, la institutriz parece ver en Miles no sólo rasgos de

Quint, sino también del tío--, lo cual permite ver cómo el deseo de estas mujeres, de obtener los bienes de la burguesía --tanto culturales, como materiales--, se convierte en un deseo sexual. Sin embargo, ante la imposibilidad de ser como sus patrones o sus discípulos, o de poseerlos sexualmente --todo lo cual explicaría sus ataques de histeria--, sólo les queda la opción de poseer su cuerpo violentamente, asesinándolos33.

Por otro lado, las institutrices están seguras de que esas grandes capacidades intelectuales y artísticas de sus discípulos no pueden ser normales en niños de su edad y, por lo tanto, las explican como producto de la influencia de seres sobrenaturales. Por ejemplo, en la novela de Henry James, la institutriz piensa que Miles “was under some influence operating in his small intelectual life as a tremendous incitement” (James: 43).

En el caso de “El diario de Porfiria Bernal”, la institutriz no sólo cree que Porfiria está poseída por un espíritu maléfico --el cual se manifiesta en su diario: “¿A qué abismos del

33 En Otra vuelta de tuerca la institutriz --que es también la narradora-- explica la muerte de Miles como producto de la posesión que ejerce el fantasma del Sr. Quint sobre él. Sin embargo, en el momento de su muerte no hubo testigos, lo cual genera la sospecha de que pudiera haber sido ella misma la asesina. En “El diario de Porfiria Bernal”, Miss Fielding está preocupada porque Porfiria está enterada de la relación que mantiene con su hermano, Miguel Bernal --lo cual está siendo narrado en su diario. El temor de la institutriz de que la niña haga público su romance, explica sus intentos de asesinarla.

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alma infantil, a qué infierno cándido de perversión habían de llevarme estas páginas?”

(Ocampo: 460)--, sino que, además, piensa que la niña ejerce una gran influencia sobre ella:

“La verdad es que esta criatura influyó sobre mí como sólo puede influir una amiga aviesa”

(Ocampo: 460).

Extrañamente, en los cuentos, esa relación de influencia que, según las institutrices, ejercen los niños sobre ellas, es muy parecida a la que se establece entre las madres y las institutrices --como se había observado antes, tanto en “El diario de Porfiria Bernal”, en “El retrato mal hecho”, como en “El caballo muerto”. Asimismo, el complejo de inferioridad, que muestran las institutrices frente a sus discípulos, parece ser una copia del que experimentan ellas mismas ante las madres.

No obstante, en los relatos de Silvina Ocampo, lo curioso con respecto al dominio que ejercen las madres sobre las institutrices es que las progenitoras no parecen ser muy conscientes de su poder, pues son seres con grandes carencias, no sólo sensoriales --como habíamos visto en “El retrato mal hecho”--, sino también afectivas, a pesar de aparentar lo contrario. Por ejemplo, en “El diario de Porfiria Bernal”, Ana María Bernal es descrita por su hija como una mujer sumamente triste: “Mi madre llora sin lágrimas con frecuencia”

(Ocampo: 469). Asimismo, se sugiere que una de las causas de su depresión es la relación extramatrimonial que mantiene con Roberto Cárdenas, pues, a pesar de que ambos se aman, son conscientes de que es un amor imposible: “Se despiden como si temieran no verse nunca” (Ocampo: 469). Esta inestabilidad emocional que presenta el personaje de la madre explica el por qué la niña la describe como una mujer débil, que teme profundamente a la institutriz: “Mi madre la temía aún más que yo” (Ocampo: 472). Por otro lado, Porfiria

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considera a su madre como un ser carente de inteligencia. No obstante, parece vincular esta característica a su propia condición materna, regulada por el moralismo:34:

“Mamá no […] tiene que ver [el diario] porque a ella le parecería inmoral. […]

--¿Por qué le parecería inmoral a su madre y no a mí?—le pregunté con una ansiedad mal disimulada.

--Porque usted, Miss Fielding, es inteligente y sobre todo porque no es mi madre. Las madres fácilmente dejan de ser inteligentes” (Ocampo: 459).

Por lo tanto, de acuerdo a la niña, ese sistema social al que están obligadas a ceñirse las madres desde que se convierten en tales, basado en conductas “moralmente” aceptables, es lo que les sustrae la inteligencia. Esas conductas, paradójicamente, son contrarias a la relación extramatrimonial que mantiene la madre, lo cual explica su depresión.

De otra parte, en los cuentos de Silvina Ocampo analizados en este apartado, la actitud que muestran las madres y las institutrices permite ver una gran distancia entre estos personajes y aquellos de la novela gótica, pues, más que seres dominados por fuerzas malignas sobrenaturales --como los personajes infantiles de James-- son seres inestables o que han sufrido una fragmentación de su subjetividad, como consecuencia de traumas o deseos frustrados.

34 Esta concepción de la maternidad se articula a través del discurso de la domesticidad, la cual es considerada “as the most appropriate venue for the fulfillment of a womanʼs duties to God, society, and herself. Conduct manuals, educational tracts, and political tracts prescribed the image of the domestic woman, particularly as a wife and mother” (Francus: 1).

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Ese sentimiento de frustración que experimentan las institutrices es presentado, en algunos relatos --como “El diario de Porfiria Bernal” o “El vestido verde aceituna”--, como consecuencia del trabajo que realizan, puesto que, a pesar de ser cultas y cosmopolitas --y que podían haberse dedicado a otra cosa--, tienen que trabajar como educadoras, forzadas por las circunstancias económicas. Ello las obliga a contener su mundo interior para amoldarse a un sistema social altamente represivo y conservador. Un sistema que, paradójicamente, oprime también a las mujeres que lo sustentan, las madres de familia de la clase alta porteña.

En varios de los relatos de Silvina Ocampo aparece expuesto el motivo de la identidad ilusoria, pues algunos personajes no consiguen reconocerla. Otros, no logran recordarla y, por ello, se la inventan (aunque inconscientemente) y a veces lo hacen de manera sucesiva. Incluso, se presenta la idea de que las fotografías y los documentos, que deberían plasmar y acreditar la identidad, no cumplen dicha función. Incluso, en algunos casos, esos documentos parecen valer más que la propia identidad, puesto que son considerados como la causa y no como la consecuencia. Por otro lado, en ciertos relatos, los personajes experimentan una alteración de la percepción de sí mismos, pues se ven como si estuvieran separados de su propio cuerpo o como si fueran dos personas actuando de manera simultánea. En otros relatos, los personajes no perciben ciertas partes de su cuerpo, como si ya no les pertenecieran.

Por otro lado, el motivo de la identidad ilusoria en los cuentos de Silvina Ocampo, permite ver lo “extraño” como una puesta en escena de una crisis de la subjetividad que, asimismo, plantea notorias diferencias respecto de otro motivo: el doble, pues esta

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representación crítica del yo tiene más relación con la escisión de la subjetividad y con su proyección que con el doppelgänger. Este vocablo, de origen alemán, sirve para denominar al doble fantasmagórico de una persona, pues doppel significa “doble” y gänger,

“andante”. Asimismo, la aparición del doble en la literatura viene asociada a una premonición nefasta. Desde el romanticismo, el doble ha representado el “lado oscuro” del ser humano, pues se relaciona con la posibilidad de una usurpación de la subjetividad concebida como única, propia e inalienable y, de este modo, revela tanto los miedos que muestran la precariedad del “yo” como la conciencia de su propia exposición al riesgo de ser duplicado.

Si bien hay algunos relatos de la autora donde puede notarse la presencia del doppelgänger, tales como “Nosotros”, “El vástago”, “El cuaderno”, entre otros, en esta sección se analizarán textos en los cuales el doble no llega a presentarse de esa manera concreta, no es “otro”, sino más bien una ruptura del “yo”, que puede presentarse como una dramatización del proceso del desplazamiento de la conciencia que se subdivide o de la disociación entre cuerpo y psiquis.

El motivo de la identidad ilusoria está presente, por ejemplo, en “Viaje olvidado”.

En este relato, la destrucción de los nidos --cuya creación marcaría el verdadero nacimiento de la protagonista-- implica una escisión subjetiva múltiple de la niña, ya que, a partir de allí, en cada recuerdo que tenía de sí misma, “era otra chiquita distinta, pero que llevaba su mismo rostro. Cada año que cumplía estiraba la ronda de chicas que no se alcanzaban las manos alrededor de ella” (Ocampo. 74).

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Lo ocurrido con la protagonista se asemeja a una experiencia disociativa, pues, inconscientemente, parece haber escindido elementos disruptivos para el yo, del resto de su psique. Asimismo, como ocurre con este fenómeno psíquico, la protagonista experimenta un trastorno de la memoria que le impide recordar sus experiencias previas, lo cual le permite la invención de sus personalidades sucesivas.

En otros cuentos, las fotografías, que son imágenes exactas de las personas, aparecen como objetos que no las representan. En “Autobiografía de Irene”, por ejemplo, la protagonista es una mujer que es capaz de predecir el futuro, pero incapaz de recordar.

Ello le causa una enorme tristeza. Una evidencia de este problema es su imposibilidad de reconocer su propio rostro en su fotografía: “Confesaré que me equivoqué de modo extraño al prever mi fotografía: aunque la encontré parecida, no reconocí mi imagen. Me indigné contra esa mujer que, sin sobrellevar mis imperfecciones, había usurpado mis ojos, la postura de mis manos y el óvalo cuidadoso de mi cara” (Ocampo: 163).

Por otro lado, la protagonista tampoco puede recordar a su amante, incluso, deja de reconocerlo en el mismo instante en que se separa de él: “A través de un vidrio, en la ventanilla del tren, vi su último rostro, enamorado y triste, borrado por las imágenes superpuestas de mi vida” (Ocampo: 162). Así, la imagen del amante es reemplazada por una serie de proyecciones sucesivas del yo de la protagonista, percibidas de manera extrasensorial.

En la “La calle Sarandí”, se presenta otro caso de amnesia, ya la protagonista no puede reconocerse en su fotografía, ni tampoco al resto de su familia, con excepción del padre: “No quedaba nada de ellas, salvo […] una fotografía de mi padre, rodeada de una

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familia enana y desconocida” (Ocampo: 56). En el caso de la protagonista, la causa de su trastorno identitario parece ser la violación de la que fue víctima durante su adolescencia.

En otro relato, “Carta perdida en un cajón”, el remitente de la carta cuenta haber experimentado un distanciamiento de sí mismo: “Tenía el poder, que ahora no tengo, para desdoblarme: conversé con la gente que me rodeó, reí, miré a todos lados con los ojos clavados en el fondo de aquel precipicio con cajones de basura, con frutas y con hombres que pasaban” (Ocampo: 239). Pero, más que un desdoblamiento --que genera la sensación en el individuo de ser un observador externo de su propio cuerpo--, el personaje ha experimentado la escisión de su cuerpo en dos personalidades, que actúan simultáneamente: una que conversa con la gente que está alrededor y otra que mira hacia el fondo de un precipicio. Luego, esto se vuelve más evidente, pues afirma: “Quiero mi soledad, la quiero con mil caras impersonales” (Ocampo: 239), lo cual revelaría la existencia en su ser de muchas más identidades.

En “El impostor”, el protagonista, Armando Heredia, sufre también de un trastorno de personalidad múltiple, pues le cuenta a su huésped que él sueña constantemente y que, por eso mismo, su psicoanalista le ha pedido que escriba sus sueños. Sin embargo, cuando los va relatando, estos sueños parecen revelar la existencia en él de otros sujetos: “Me transformo en otro individuo: sueño con personas, lugares y objetos que jamás he visto.

Después, cuando no puedo vincularlos con la realidad, los olvido” (Ocampo: 106).

Luego del suicidio de Armando Heredia, el huésped lee su cuaderno y se percata de que su amigo padecía de ese trastorno de la personalidad, el cual le permitía percibirse como dos personas de manera simultánea. Se pregunta entonces si la razón por la que se

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había quitado la vida no sería asesinar a Luis Maidana, una de sus identidades (otra era el psicoanalista Tarcisio Fernández): “Armando Heredia sufría desdoblamientos. Se veía de afuera como lo vería Luis Maidana, que era a la vez su amigo y su enemigo. […] Armando

Heredia, al suicidarse, ¿creyó matar a Luis Maidana, como creyó matar en su infancia a un personaje imaginario?” (Ocampo: 142)

En “El retrato mal hecho”, puede verse un caso de despersonalización, pues la protagonista no puede percibir sensaciones en algunas partes de su cuerpo y no puede ejercer gobierno sobre otras. Es como si estuviera dejando de ser sujeto para convertirse en objeto: “Tenía vestidos como sillones de brazos redondos […] una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Rara vez los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer” (Ocampo: 32).

En “El Remanso”, las hijas del guardián de la estancia tenían una percepción distorsionada de su apariencia, pues “estaban acostumbradas a verse con un ojo torcido y con la boca hinchada en un espejo roto” (Ocampo: 20) de su casa, mientras que el vestido que llevaban puesto, regalo de las hijas del patrón, “invariablemente quedaba en tinieblas”

(Ocampo: 21). No obstante, esa imagen fantasmal y grotesca que percibían de sí mismas, y que habían asumido como normal, cambiaba en la casa grande, ya que “abrían las persianas y se quedaban en adoración delante de sí mismas, y creían ver en esos espejos a las niñas de la casa” (Ocampo: 21).

Así, el concepto de identificación entre amigos --entendido como la coincidencia en el modo de pensar o vivir de una persona con otra-- es presentado en el relato de manera

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literal. De otra parte, esta percepción que tienen de sí mismas, equivale a una proyección de su subjetividad, pues muestra su deseo de ser como las niñas burguesas. Sin embargo, una situación destruye esta relación de identificación: “Cándida, un día se acercó tanto al espejo que llegó a darse un beso, pero al encontrarse con la superficie lisa y helada donde los besos no pueden entrar, se dio cuenta de que sus amigas la abandonaban de igual manera” (Ocampo: 21).

El contacto con el espejo genera en la protagonista una toma de conciencia con respecto a la distancia que hay entre ella y las hijas del patrón, debido a las diferencias de clase. Por ello, huye de su imagen y, precisamente, “en el movimiento patético de su huida, que le retenía los ojos en el espejo, creyó ver un parentesco lejano con una estrella de cine que había visto un día en un film, donde la heroína se escapaba de su casa” (Ocampo: 21).

Luego --como el personaje de la película-- Cándida y su hermana logran huir de la estancia, para huir de sí mismas, de sus orígenes, de su condición social y económica.

“La cabeza pegada al vidrio” es otro texto que explora el tema de las proyecciones del yo. En el relato, Mlle Dargerère es una mujer que sufre de alucinaciones, pues siempre se le aparece la cabeza de un hombre en llamas. Un día dejó de aparecer y Mlle Dargerère se desesperó, pues esa cabeza se había convertido en “una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas” (Ocampo: 47). Sin embargo, un día, los chicos del orfanato a los que cuidaba, comenzaron a comportarse extrañamente cuando la veían, estaban horrorizados con su imagen. Mlle Dargerère se miró en el espejo para ver qué pasaba y vio la imagen en llamas frente a ella. No obstante, ella “atribuyó el arrebato de su cara a las

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quemaduras de sol” (Ocampo: 47), trató de curarse, “pero la imagen de la cabeza en llamas se había radicado en el espejo” (Ocampo: 47).

En el caso de Mlle. Dargerère, es probable que esa cabeza representara ciertos temores o deseos. En el texto se hace referencia constante a su extrema belleza, que atraía a los niños, pero también se alude a su soltería, como consecuencia de su entrega al orfanato.

En ese contexto, la cabeza en llamas podría ser la plasmación del deseo de parecerles monstruosa a los niños, y ser objeto de su rechazo, pues su dedicación a ellos ha significado también su retiro de la vida mundana.

En otros relatos, la proyección del yo se presenta a través de objetos, tal y como puede apreciarse en “El pasaporte perdido”. En este relato, el pasaporte se presenta como un objeto esencial, pues la protagonista está segura de que su existencia sólo tiene sentido a partir de él. Para Claude, perder ese documento significaría dejar de ser, de existir: “Claude seguía las huellas de su cara con las manos y mirando el pasaporte pensaba: ʽNo tengo que perder este pasaporte. Soy Claude Vildrac y tengo 14 años. No tengo que olvidarme; si pierdo este pasaporte, ya nadie me reconocería, ni yo mismaʼ” (Ocampo: 28). Asimismo, se afirma que la protagonista “leía su pasaporte como un libro de misa” (Ocampo: 29), es decir, como si fuera un texto que le sirve como una guía, pero vital.

De otra parte, Claude se refiere al pasaporte como si fuera ella misma y piensa que, si ese documento se extraviara, ocurriría lo mismo con su persona. En este sentido, el pasaporte no es entendido por ella como un documento que da a conocer la identidad de un individuo, sino que equivale a él mismo: “Si llegara a perderlo, seguiría eternamente en este barco hasta que los años lo usaran y prepararan para un naufragio. […] entonces tendría

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que morirme ahogada y con el pelo suelto y mojado, fotografiada en los diarios: La chica que perdió su pasaporte” (Ocampo: 28). Entonces, la función que cumpliría el documento se vincularía a otro concepto del término “identificar”: hacer que dos cosas distintas (como son el documento y el individuo) aparezcan como una misma. Sin embargo, al final del relato, el narrador se enfoca en ella para mostrar que lo único incuestionable es que va a morir y poco importa el pasaporte: “El barco se hundía para siempre, llevándose su nombre y su rostro sin copia al fondo del mar” (Ocampo: 30).

Por otra parte, en algunos cuentos se presentan situaciones en las que los personajes no consiguen identificar a otros o en las que se percibe a una persona como si fuera otra o, sucesivamente, otras. Así, por ejemplo, en “La casa de los tranvías”, el conductor experimenta una serie de visiones luego de que la muchacha deja de tomar ese medio de transporte. Para el hombre, su ausencia se vuelve presencia, pero múltiple: “Junto con la ausencia empezaron a llenarse las calles de Agustinas imprevistas” (Ocampo: 80). El conductor “creía verla aparecer en todas las esquinas” (Ocampo: 80), era “un rostro que aparecía y desaparecía en todas las mujeres de cabezas desnudas” (Ocampo: 80). Lo que le ocurre con el protagonista es, también, un caso de proyección del yo o de sus deseos con respecto a la muchacha.

Finalmente, en el relato “Viaje olvidado”, la protagonista ve una transformación de su madre en otra persona. Esto sucede el mismo día en que la hija del chofer le revela que el viaje de la cigüeña es una mentira. Esa leyenda había sido contada por la sirvienta, pero por sugerencia de la madre. Por otro lado, a partir de ese momento, la niña no sólo se percata de esa mutación de la madre, sino que percibe una gran contradicción entre su

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“decir” y su “hacer”: “Cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre había cambiado totalmente debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro” (Ocampo: 74).

La leyenda de la cigüeña representaría ese mundo de ficciones en el que habita la madre --y en el que pretende introducir a su hija--, creadas por la maquinaria social. Por ello, su discurso no refleja el mundo fáctico, sino ese otro, en el que el lenguaje cumple una función performativa, como si fuera una suerte de máscara que, a la vez que cubre la identidad del emisor, le proporciona una falsa. Sin embargo, ese mundo de representaciones parece haber generado una escisión de su personalidad.

La cita permite ver esa escisión que sufre la madre como un fenómeno que, además de ser experimentado internamente por ella, puede proyectarse al exterior. Algo interesante es que la niña, si bien podría percibir esa situación como una especie de actuación de su madre, asegura que su rostro había cambiado totalmente, que se había convertido en otra persona, con lo cual está marcando una distancia con respecto a una situación de simulación. Por otro lado, las contradicciones de la madre podrían ser una manifestación de esa escisión que experimenta. En ese sentido, el lenguaje no funcionaría como una representación del mundo fáctico, sino de su mundo interior --que es el mismo de las ficciones sociales que ha internalizado--, pues, para ella, es lo único que existe.

El motivo del niño perverso aparece en los relatos de Silvina Ocampo, por lo general, bajo la forma de seres astutos y maliciosos. Precisamente, la extrañeza de estos

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cuentos se logra porque el lector se enfrenta a un tipo de personaje que altera la visión que se tiene usualmente de la infancia como la de una etapa cargada de inocencia y bondad.

Así, pues, la perversidad de estos seres puede entenderse a partir de lo expresado por Freud cuando planteaba que lo siniestro “debemos pensarlo como aquello que es familiar pero que en un determinado momento se nos vuelve extraño” (Cid: 1).

En los cuentos de Silvina Ocampo, la perversidad es un elemento que está latente en los niños y que, a veces, es posible vislumbrar intuitivamente. En “El cuaderno”, por ejemplo, la protagonista, que está embarazada, percibe a unos niños que, tras su imagen inocente y su juego infantil, ocultan una naturaleza corrupta. La impresión negativa que le producen esos seres expresa el gran temor que siente de que su hijo, a quien ella imagina con un rostro angélico, sea un reflejo de ellos.

Lo que percibe la protagonista, Ermelinda, es que “el menor de los hijos de la vecina se parecía extrañamente a la sota de espadas; era una suerte de hombrecito pequeño aplastado contra el suelo, vestido de verde y rojo. El otro parecía un rey muy cabezón con una copa en la mano” (Ocampo: 203). Si bien ambas cartas, según la simbología del tarot35 tienen connotaciones positivas --la sota de espadas representa a un niño observador, imparcial e ingenioso, mientras que el rey de copas representa a un líder espiritual y político, sabio y protector --, las imágenes que observa la protagonista se parecen a las de esas cartas, pero presentan una gran distorsión, lo que podría cambiar radicalmente su significado. En cuanto a esta idea, de acuerdo a la simbología, la sota invertida, por

35 De acuerdo a Arthur Rosengarten, la sota de espadas normal significa “Detachment/ Cunning” e invertida, “suspicion/ paranoia” (Rosengarten: 132). Mientras tanto, el rey de copas en posición normal connota “wisdom/support” e invertido, “manipulate/betray” (Rosengarten: 132).

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ejemplo, representa a una persona intolerante, sospechosa y paranoica, mientras que el rey de copas invertido simboliza a un ser estafador, manipulador y traicionero. Asimismo, el hecho de que la mujer vea en los chicos dos etapas diferentes de la vida sería un indicador de que ellos son, al mismo tiempo, tanto ese niño intolerante de la carta, como ese adulto traicionero.

No obstante, en el momento en que la protagonista cree percibir esa esencia perversa en los niños, ellos sólo estaban jugando normalmente, pues “habían sembrado el suelo con los útiles de colegio, y jugaban a la guerra con unos sacapuntas en forma de cañoncitos” (Ocampo: 203). Ese juego de guerra podría estar encubriendo otra, no tan ligada a la mera fantasía como sí a un conflicto generacional y a una inversión del modelo patriarcal de dominio y poder en el espacio doméstico.

La perversidad infantil, encubierta por la inocencia, es el fundamento de algunos relatos, como por ejemplo “La furia”. En el texto, la protagonista, Winifred, narra la muerte de su amiga Lavinia, un hecho que la marcó y en el que se vio envuelta durante su infancia. En la narración, no obstante, a pesar de que Winifred afirma que amaba a su amiga y que le afecta enormemente cada vez que recuerda ese momento --“Siempre que la recuerdo, lloro” (Ocampo: 232)-- claramente, a lo largo del relato, se puede advertir una serie de sentimientos pérfidos, tales como envidia e interés, que revelarían su culpabilidad en la muerte de la niña.

Es relevante el hecho de que ese día, precisamente, Winifred estuviera vestida de

ángel, al igual que su amiga. Curiosamente, la tragedia ocurre cuando Lavinia se quema una de las alas con el cirio de la otra niña. Luego, de manera extraña, de su cuerpo

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carbonizado sólo queda un anillo, que Lavinia había prometido regalar a Winifred cuando muriera. Dicha situación, ocasiona que mucha gente le achaque la tragedia. Sin embargo,

Winifred afirma: “La verdad es que sólo puedo jactarme de haber sido bondadosa con una persona: con ella” (Ocampo: 232). Empero, cuando la protagonista comenta la manera en que fue bondadosa con su amiga, se nos revela toda la perversidad de cuando era niña y que aún conserva:

Yo vivía dedicada como una verdadera madre a cuidarla, a educarla, a corregir sus defectos […]. Lavinia era orgullosa y miedosa. Tenía el pelo largo y rubio, la piel muy blanca. Para corregir su orgullo, un día le corté un mechón que guardé secretamente en un relicario; tuvieron que cortarle el resto del pelo, para emparejarlo. Otro día, le volqué un frasco de agua de colonia sobre el cuello y la mejilla; su cutis quedó todo manchado (Ocampo: 232).

En algunas ocasiones, la perversidad infantil se vincula con el deseo de algunos niños de revelarles a otros la verdad oculta detrás de lo socialmente aceptable. Sin embargo, esto termina siendo demasiado cruel. En “El viaje olvidado”, por ejemplo, aparecen unas niñas que actúan como agentes del mal, pues desestabilizan emocionalmente a la protagonista, contándole, de manera brutal, las verdades de la vida. Ese es el caso, por ejemplo, de la hija del chofer francés, quien, para causarle un trauma emocional a la protagonista, primero, le revela que el viaje de la cigüeña es simplemente una leyenda y, luego, le explica con lujo de detalles en qué consisten los partos: “[dijo] con palabras atroces, llenas de sangre: ʽLos chicos que nacen no vienen de Parísʼy mirando a todos lados para ver si las puertas escuchaban dijo […]: ʽlos chicos están dentro de las barrigas de las madres y cuando nacen salen del ombligoʼ y no sé qué otras palabras oscuras […] habían brotado de la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al decirlas” (Ocampo: 74).

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Algo evidente es que, muchas veces, la perversidad infantil funciona como un mecanismo de defensa contra los padres. Sin embargo, paradójicamente, esa cualidad maligna se presenta como un reflejo de ese comportamiento que los niños rechazan en los adultos. Esta idea puede apreciarse, por ejemplo, en “La raza inextinguible”, donde los niños conforman un clan de tipo mafioso. Dicho clan es el encargado de organizar y realizar todas las actividades en el pueblo. A pesar de que los adultos lo crearon para dejar de trabajar y disfrutar del ocio, “sentados en sus casas, jugando a los naipes, tocando música, leyendo o conversando” (Ocampo: 305) --demostrando con ello su índole tiránica y esclavista-- es, precisamente, su inactividad y desidia la que ha generado el incremento del poder de esa mafia.

De esta manera, los adultos obtienen lo contrario de lo deseado, pues los niños no sólo son felices trabajando sino que ello les permite vengarse de sus padres y obligarlos a vivir como ellos, ya que todo lo fabrican de acuerdo a su medida --las casas, los muebles, la ropa, las colchas, los platos, las tazas, etc.--, lo cual significa, literalmente, un martirio para sus progenitores:

Es claro que no todo es ventaja para nuestros padres. Ellos también tienen algunos inconvenientes; por ejemplo: deben entrar en sus casas agachándose, casi en cuclillas, porque las puertas y las habitaciones son diminutas. […]. La cantidad de alimentos que consiguen, según las quejas de mis tías, que son glotonas, es reducidísima. Las jarras y los vasos en que toman agua no los satisfacen y tal vez esto explica que haya habido últimamente tantos robos de baldes y de otras quincallas. La ropa les queda ajustada, pues nuestras máquinas no sirven, ni servirán para hacerlas en medidas tan grandes. La mayoría, que no disponen de varias camas, duermen encogidos. De noche tiritan de frío si no se cubren con una enormidad de colchas que, de acuerdo con las palabras de mi padre, parecen más bien pañuelos (Ocampo: 305).

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Por otro lado, el control que ejerce el clan --durante las funciones de teatro o cine que organizan-- para distinguir a los adultos que quieren hacerse pasar por niños, es implacable: “Un día me confundieron con una de esas criaturas: no quiero recordarlo.

Ahora descubrimos con más facilidad a los impostores. Nos hemos puesto en guardia, para echarlos de nuestro círculo” (Ocampo: 306).

En muchos casos, esa especie de venganza de los niños contra los adultos --con el empleo de sus mismos recursos-- se vuelve sanguinaria, tal y como puede observarse en el relato “Celestina”, a través de una noticia sobre criminalidad infantil:

Ayer mientras el señor Ismael Rébora […] dormía, con la dosis habitual de somnífero, su nieto, Amílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo que utilizaba para sacar punta a los lápices y a las cañas de bambú, le infirió varias heridas mortales. El Señor Ismael Rébora tuvo tiempo de encender la luz para ver cómo le asestaban la cuarta puñalada y comprobar que el autor del hecho, no sólo era un niño, sino su nieto, amargura que para él duró la fracción de un segundo, pero no para su familia, que ocultó el asesinato con éxito, y que tiene que convivir ahora con un pequeño criminal que asesinará con el tiempo al resto de la familia (Ocampo: 421).

Curiosamente, en “El vástago” se presenta una situación muy parecida. El personaje, Ángel Arturo, es un niño de tres años que está embelesado con un revólver de verdad que pertenece a Labuelo. Este hombre, que había sido absolutamente tacaño y prepotente con sus nietos, cambia completamente con su bisnieto, a quien le consiente todo, incluso, jugar con su arma.

Aprovechando esta situación, el padre y el tío de Ángel Arturo --que aún siendo mayores padecen de la opresión de Labuelo-- le compran un arma de juguete al niño para

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que practique y le dispare al bisabuelo cuando estén jugando con el arma. Tal es la habilidad del niño, que un día le dispara y lo mata.

Lo paradójico, sin embargo, es que el niño “tomó posesión de [la] casa” (Ocampo:

185), ocupando, así el lugar de Labuelo. Este vínculo entre ambos ya había sido mencionado antes: “Cuando Angel Arturo nació […] como carecía de barbas y anteojos, no advertíamos que era el retrato de Labuelo” (Ocampo: 184). Esta relación de semejanza entre los dos personajes y la sustitución del adulto por el niño permiten ver la perversidad infantil no sólo como una postura aprendida de los adultos, sino como una conducta perfeccionada e, incluso, superada, pues, mientras que aquellos simplemente los destruyen emocionalmente, los niños lo hacen concretamente y de manera encarnizada. Por ello, la perversidad infantil funciona, no sólo como un mecanismo que permite la continuidad del modelo paterno, sino como un mecanismo de perfeccionamiento de ese modelo.

Como se observa, la perversidad infantil corresponde a una forma diferente de presentar la crisis de filiación. Sin embargo, lo extraño radica en el desplazamiento que ha experimentado la guerra generacional36, pues, por lo general, esta se manifiesta cuando son adolescentes y no cuando son niños, como se observa en estos relatos. Incluso, en algunos casos, los niños son bastante pequeños, como se ha visto en el relato “El vástago”.

36 De acuerdo a Meyer Reinhold: “For generational consciousness to exist, there must occur some traumatic ʽgenerational eventʼ that is shared by the youth, leading to disillusionment with and opposition to the older generation” (Bertman: 18). Este trauma generacional, según Gerald Pearson, se da durante la adolescencia, puesto que es una etapa en que los conflictos del adolescente “turn around the disparity between his physical ability and his ideal of what ability should be[…]. Consequently, the adolescent´s problems center consciously about his feeling of self-esteem and self-confidence” (Pearson: 23). Estos sentimientos llevan al adolescente a “the need to search for a personal identity” (Pearson: 82), pero son incomprendidos por los padres, “this lack of understanding is an important reason for the conflict of generations in adolescence” (Pearson: 23).

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En la obra de Silvina Ocampo, el uso de los tropos y otros recursos literarios permite plasmar algunos fenómenos psíquicos que intervienen dentro de la trama y que alteran la conciencia, la identidad, la memoria y la percepción del entorno, ya sea porque forman parte de las experiencias de los personajes, de la perspectiva del narrador o por la manera cómo se construyen las acciones narrativas.

De esta manera, a través de tropos como el oxímoron y la antítesis, es posible representar fenómenos como la convivencia psíquica de entidades con personalidades opuestas o, asimismo, las contradicciones internas surgidas por la represión del deseo.

Por otro lado, la sinécdoque y la metonimia permiten reflejar fenómenos de despersonalización. Por ejemplo, la sinécdoque reproduce visiones parciales del cuerpo o la pérdida de control de algunas de sus partes y la metonimia permite plasmar ciertas sensaciones de extrañeza derivadas del distanciamiento del yo (como las que sugieren las imágenes de las prendas de vestir separadas del cuerpo) o reflejar ciertos rasgos de la personalidad psicótica, como la percepción de las otras personas como objetos. En este sentido, si bien se observa un vínculo entre la metonimia y la cosificación, es necesario indicar la diferencia entre ambos tropos, pues, mientras que la metonimia se basa en la sustitución de las personas por los objetos que utilizan, la cosificación consiste, básicamente, en la conversión de las personas en objetos.

De otra parte, las imágenes sensoriales y la sinestesia permiten representar procesos mentales perceptivos, tales como los de tipo ilusorio y alucinatorio. Ambos procesos se diferencian en que, los primeros, corresponden a percepciones distorsionadas de un

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estímulo externo existente y, los segundos, no tienen una causa exterior, pero son experimentados como reales.

Finalmente, a través de recursos como la espectacularización o la teatralización de las acciones, es factible representar algunas sensaciones vinculadas al trastorno de la despersonalización, como, por ejemplo, la sensación de ser un observador externo de las propias acciones, como si se formara parte de un espectáculo. Por otro lado, el análisis de estos recursos permite mostrar el carácter espectacular y sacrificial de las relaciones sociales y, asimismo, la inserción de ciertos elementos del espectáculo circense y cinematográfico en la vida cotidiana.

El tropo de la metonimia, basado en una sustitución a través de la cual se alude a un objeto nombrando a otro no semejante, pero relacionado, es fundamental en varios de los relatos de Silvina Ocampo. Por ejemplo, en el relato “Cielo de claraboyas”, la metonimia se emplea para caracterizar a los personajes, refiriéndose a ellos a través de su vestimenta.

Así, la tía es representada por sus botines y su pollera, prendas que contienen una gran carga maligna, ya que mientras los primeros producen unos “pasos endemoniados”

(Ocampo: 12), pues son unos “botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia” (Ocampo: 12), la segunda es una “falda con alas de demonio” (Ocampo: 12).

Por otro lado, en el texto la metonimia cambia su uso común, ya que en lugar de mostrar un cambio semántico de objeto poseído por poseedor, en el que la ropa remite al usuario, aquí el usuario remite a la ropa, la cual corresponde al elemento esencial en la relación de contigüidad: “Una pollera disfrazada de tía” (Ocampo: 11). En ese sentido, la

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metonimia parece estar más cerca de una cosificación, pues se refiere a la tía como a un objeto que intenta aparentar ser una persona.

En el relato “Éxodo”, el empleo de la metonimia es básico dentro de la trama para mostrar la verdadera razón por la que huyen los niños: la falta de humanidad de sus padres.

Este tropo se presenta mediante dos tipos de relaciones semánticas: vestimenta por usuario y usuario por vestimenta. En el primer caso, la metonimia se vincula con la personificación, pues los objetos aparecen como poseedores de rasgos humanos: “Sobre las azoteas de las casas, las ropas tendidas parecían personas […]. Dije adiós al vestido azul de

Filomena, al corpiño de Carmen, a la camisa a rayas de Damián, a la salida de baño de

Fermina” (Ocampo: 319). En el segundo caso, muestra el fenómeno de la cosificación que se está produciendo en la ciudad, ya que se afirma que los padres parecían objetos: “las verdaderas personas [parecían] ropas tendidas” (Ocampo: 319).

En “El Remanso”, el uso de la metonimia –que nuevamente aparece mediante una relación semántica del tipo vestimenta por usuario-- tiene el objetivo de representar la forma en que se establecen las relaciones interpersonales entre las hijas de los dueños de la estancia y las del guardián: “Ya no había palabras, ya no había gestos, si no era el abrazo de las mangas vacías de los vestidos envueltos que venían de regalo” (Ocampo: 21).

Así, dentro de la trama se observa un cambio en las relaciones interpersonales como consecuencia del crecimiento: mientras las muchachas burguesas eran niñas los nexos que mantenían con las otras se sustentaban en el afecto; ahora que son mayores --y han empezado a tomar conciencia de su posición privilegiada—esos vínculos han desaparecido por completo y sólo queda aquello que los contenía, sus prendas de vestir --que ahora son simples desechos. El texto muestra entonces el carácter vacuo de las relaciones antagónicas

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dentro de una sociedad de clases, pues éstas corresponden a vínculos vacíos, que más parecen simulacros.

En “La enemistad de las cosas” la metonimia es fundamental, pues toda la trama está construida a partir de este tropo. En el relato, las prendas de vestir no solamente funcionan como sustitutas de quienes las regalaron, sino también transmiten su carácter nocivo a quien las usa, condicionándolo a entablar relaciones conflictivas con las personas de su entorno:

Se daba cuenta de que el día que había estrenado esa tricota azul […] (que su madre le había mandado a hacer), su novia había estado distante paseando sus ojos inalcanzables por épocas misteriosas y escondidas de su vida […] que a él le resultaba dura como de piedra donde caían de rodillas las súplicas, ʽ¿En qué piensas?ʼ; y ella había tenido un gesto de impaciencia, y esa impaciencia había crecido con resorte al contacto de sus gestos, al contacto de sus palabras. En ese momento […] su voz se había desbocado en los momentos que requerían más silencio. El odio o la indiferencia que había levantado aquel día estaban ahí delante de él palpables y sólidos como una pared de piedra (Ocampo: 24).

Extrañamente, sin embargo, el estado que experimenta el portador de las prendas -- como de estar poseído por fuerzas malignas-- cambia al despojarse de ellas: “Más tarde, cuando volvió a su casa, recordó que al desvestirse había sentido como una liberación.

Llamó el teléfono, y la ternura de su novia era para él solo” (Ocampo: 25).

La sinécdoque se emplea para expresar la parte de un objeto por el todo o el todo por la parte. En “Cielo de claraboyas”, la sinécdoque se emplea de la primera forma y es esencial para caracterizar a los personajes. Por ejemplo, la niña es representada por un par

“de piecitos desnudos” (Ocampo: 11), de los que “una risa y otra risa caían” (Ocampo: 11), con lo cual se convierte en la encarnación de la inocencia y la libertad. Los padres y la

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institutriz, mientras tanto, se caracterizan por ser “una familia de pies auroleados como santos” (Ocampo: 11).

En “El caballo muerto”, la sinécdoque plasma la sensación de distanciamiento de la institutriz consigo misma --como si fuera una autómata--, lo cual se ve reflejado no sólo en la pérdida de control de sus extremidades inferiores, sino en su falta de respuesta afectiva:

“Los largos pasos de sus piernas involuntarias, hacían de ella una institutriz insensible y severa” (Ocampo: 22). Sus piernas se conducen por sí mismas y ejercen un gran dominio sobre ella: “Estaba desamparada ante la largura de sus pasos” (Ocampo: 22).

En “La siesta en el cedro”, la sinécdoque refleja la imposibilidad de la protagonista de experimentar sensaciones o sentimientos. Las rodillas son la representación de todo su cuerpo, que parece anestesiado o como si no le perteneciera. Por ello, se las había golpeado

“a propósito, [pues] necesitaba ese dolor para poder llorar” (Ocampo: 43).

La protagonista se percibe como una observadora externa de su propio cuerpo, porque no lo siente. Así, el hecho de golpearse, evidencia su intención de comprobar la existencia de un yo en el interior de sus rodillas, es decir, de ella misma: “Y se había golpeado para que alguien la sintiera sufrir dentro de las rodillas lastimadas, como si llevara dos corazones chiquitos, doloridos y lastimados” (Ocampo: 43).

En “El caballo muerto”, observamos algunas imágenes estáticas que permiten graficar el cambio radical que experimentan las muchachas en sus actividades cotidianas y en su forma de relacionarse entre sí, desde la aparición del jinete. Mientras que antes eran hiperactivas y conflictivas, ahora, sus pensamientos interfieren constantemente en su

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movilidad habitual, lo que provoca en ellas estados de quietud muy parecidos a las poses fotográficas: “Estaban tan quietas que parecía que posaban para un fotógrafo invisible”

(Ocampo: 23). Asimismo, el sentimiento común que experimentan las tres por el muchacho las ha unido al punto de conformar una obra plástica: “Asombraba en la casa ese tríptico enlazado” (Ocampo: 23).

En algunos de los relatos de Silvina Ocampo, las imágenes sensoriales permiten plasmar ciertas sensaciones de extrañamiento presentes en la trama o experimentadas por los personajes. Tal es el caso de “La siesta del cedro”. En este relato, la historia se abre y se cierra con una imagen que aparece en la caja del producto llamado Maravilla Curativa, la cual, no obstante, va a sufrir ciertos cambios al final.

Así, al principio del relato, sin que el narrador la introduzca, aparece la siguiente imagen: “Hamamelis Virginica, Agua Destilada 86% y una mujer corría con dos ramas en las manos, una mujer redonda sobre un fondo amarillo de tormenta” (Ocampo: 43).

Suponemos que esta imagen corresponde a la percepción de la niña de la etiqueta, mientras se aplica el producto.

Justamente, ese fondo amarillo, que para la niña es la representación de una tormenta, se va a relacionar con la muerte de su amiga. Este hecho, sin embargo, no parece significar nada para la familia, o al menos es lo que observa la protagonista en el velorio, que más que un acto de duelo, tiene la apariencia de una fiesta ruidosa y alegre, en la que se conversa de cosas banales. Afectada por la incoherencia de esa situación y la insensibilidad de los familiares, llega a su casa y vuelve a ver la imagen del producto, pero esta ya no es la

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misma: “Hamamelis Virginica, Agua Destilada 86%, la mujer corría enloquecida sobre la caja de cartón” (Ocampo: 45).

En otros relatos también es posible encontrar ese tipo de imágenes ilusorias. En “El lazo”, por ejemplo, la narradora es quien las percibe y, algunas de ellas, contienen ciertas paradojas: “A veces me quedaba ronca sin haberle hablado, a fuerza de gritar mentalmente, otras veces quedaba con un brazo lastimado por los golpes imaginarios que yo le asestaba en medio de una discusión acalorada” (Ocampo: 431).

Asimismo, se presenta otra percepción ilusoria, cuando la protagonista es difamada por quien será su víctima, Valentina Shelder. En ese momento, el objeto que le servirá como arma asesina adquiere, según su visión, un cierto fulgor: “El bisturí brillaba cuando me dijo que yo defendía a Samuel Sical, porque era mi amante. Agregó, ʽPor mirarte, dejó morir al enfermoʼ” (Ocampo: 432).

Además, en “El lazo”, la risa de Valentina Shelder, irritante y antitética --por ser alegre y violenta a la vez-- aparece como una alucinación de tipo auditivo, pues es percibida por la narradora, incluso, después de que aquella muere: “Tomé el bisturí, al oír su risa estridente, y me abalancé sobre ella, apuntando a su cuello. Cayó y mientras corría la sangre, que salpicaba su delantal, su risa persistía. Muerta, su voz furiosamente alegre continuaba resonando por las salas y corredores del dispensario” (Ocampo: 432).

De otra parte, en algunos relatos, se presentan imágenes cuya perspectiva es importante para generar ciertas sensaciones en el lector. Así, por ejemplo, en “Cielo de claraboya”, la perspectiva del narrador, de abajo hacia arriba, genera una sensación

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siniestra, pues, si bien percibe de manera nítida los pies de los habitantes del segundo piso, el resto de su cuerpo lo ve deformado: “Leves sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño” (Ocampo: 11).

En “El vestido verde aceituna”, la diferencia en la posición desde la cual se percibe, cambia el sentido de la imagen. Así, mientras que para la protagonista su imagen posee la armonía del arte griego, para los otros, es simplemente un caos sin una pizca de arte: “Se había dejado peinar por las manos de catorce años de su discípula, y desde ese día había adoptado ese peinado de trenzas que le hacía, vista de adelante y con sus propios ojos, una cabeza griega; pero, vista de espalda y con los ojos de los demás, un barullo de pelos sueltos que llovían sobre la nuca arrugada” (Ocampo: 17).

Por otro lado, en algunos relatos de Silvina Ocampo, las imágenes muestran lo siniestro como parte de la realidad cotidiana. Así, esas “garras abiertas” (Ocampo: 12) de la institutriz o su “falda con alas de demonio” (Ocampo: 12) --o en “El retrato mal hecho” la imagen del “vuelo de murciélagos ciegos [que] envolvía el techo roto” (Ocampo:33) y de la sirvienta con el delantal manchado de sangre-- no son parte de un relato gótico sino de la vida cotidiana, lo que queda representado en “Cielo de claraboyas” en la imagen de la sangre que cae a través de la fisura del vidrio y que se hace cada vez más densa: “La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio” (Ocampo: 12).

En “Cielo de claraboyas”, la reja del ascensor muestra unas representaciones de flora y fauna que producen un efecto sinestésico en el personaje, pues su percepción de estos elementos se da a través del tacto: “La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado

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y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor”

(Ocampo: 11, cursivas mías).

Asimismo, la voz de la institutriz es percibida por el narrador a través del sentido visual, ya que es “una voz de cejas fruncidas y pelo de alambre” (Ocampo: 11). Lo mismo ocurre con la pronunciación del nombre de la niña; pues, esa voz que grita “¡Celestina,

Celestina!” (Ocampo: 11) hace “de aquel nombre un abismo muy oscuro” (Ocampo: 11).

En “La siesta en el cedro”, la palabra “tísica” --pronunciada por los criados de la protagonista para referirse a su amiga-- es percibida por ella visualmente, pues se colorea:

“No sé qué voluptuosidad dormía en esa palabra de color marfil” (Ocampo: 43). Luego, cuando la niña se percató de que su amiga estaba empeorando, “la palabra cambió de color, se puso negra, del color de un secreto horrible que mata” (Ocampo: 43). Además, cuando la protagonista le cuenta a su madre que su amiga está tísica, esta palabra se materializa y es percibida, no sólo con el sentido de la vista, sino también con el del tacto, pues “hizo un cerco asombroso alrededor de ella y una vez llegada a los oídos de su madre, acabó de encerrarla” (Ocampo: 44).

La antítesis, que consiste en la contraposición de ideas o acciones y cuyo valor se fundamenta en la intensificación de la expresividad por oposición, está presente en varios de los relatos de Silvina Ocampo.

En “Celestina”, por ejemplo, la protagonista era una cocinera, a la cual, para que fuera feliz, “había que darle malas noticias: esas noticias eran tónicos para su cuerpo, deleites para su espíritu” (Ocampo: 420). Y, mientras peores eran, mayor dicha le causaban. Así, por ejemplo,

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después de escuchar la noticia de un niño que mató a su abuelo, “durante horas fue amable, bondadosa, alegre, casi bonita; tarareaba una canción española, que expresaba claramente su regocijo” (Ocampo: 421).

Un día, sin embargo, las hijas de los patrones, cruelmente, le dan sólo noticias buenas:

“Se han podido combatir eficazmente las peores enfermedades […] Los crímenes han disminuido notablemente […] Y yo gané la lotería” (Ocampo: 422). Ello resulta fatal para la protagonista: “Esas voces agrias, anunciando noticias alegres, no auguraban nada bueno.

Celestina cayó muerta” (Ocampo: 422).

En “El caballo muerto”, desde que las protagonistas vieron al jinete, “una presencia milagrosa las llevaba juntas” (Ocampo: 22). Este estado dichoso de las muchachas, no obstante, sume a la institutriz en la más profunda tristeza: “Lloraba de noche, en su cuarto, lágrimas imperceptibles” (Ocampo: 22).

En “El lazo”, la antítesis es un tropo muy importante, puesto que toda la estructura del relato gira en torno a él. Por ejemplo, está presente en algunas de las sensaciones y sentimientos de la narradora-personaje: “Los días de atmósfera limpia […] se oían los rugidos de las fieras del Jardín zoológico. No sé por qué me serenaba oírlas” (Ocampo: 430). Además de ser contradictorio el hecho de que esos sonidos fuertes la calmen, la razón por la que lo hacen también encierra una paradoja: esos rugidos le despiertan sentimientos criminales. Todo ello, sin embargo, la irrita, puesto que contraría sus ideas religiosas.

Asimismo, este tropo está presente en la manera contradictoria en la que se relacionan la narradora y Valentina Shelder, ambas empleadas de un dispensario. Así, los maltratos verbales de la primera le provocan alegría a la segunda: “Cada nuevo insulto que yo le propinaba proyectaba en ella una luz que resplandecía en su semblante” (Ocampo: 431).

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De otra parte, en “El lazo”, encontramos una contraposición de acciones, pues todo lo que hacía la narradora era refutado por Valentina Shelder y, muchas veces, deshecho o anulado por ella: “Si, por orden médica, yo abrigaba a un enfermo, ella lo desabrigaba aunque lo matara. Si yo le daba jugos de frutas, decía que eran un veneno. Si yo hablaba a un moribundo, tratando de reconfortarlo con palabras de esperanza, decía que eso le subía la fiebre” (Ocampo: 431).

En “La siesta en el cedro”, la protagonista ha escuchado hablar a sus empleados sobre la enfermedad de su amiga, la tuberculosis. Le han advertido que es contagiosa y que, por lo mismo, debe mantenerse alejada de ella. Empero, su actitud es justamente la opuesta: “ʽNo te acerques demasiadoʼ oía que le decían por todos los rincones, ʽNo tomes agua en el mismo vasoʼ, pero ávidamente bebió agua en el mismo vaso” (Ocampo: 43).

En el velorio de la amiga, se observa también un antagonismo, pues la expectativa de la niña de encontrar a los familiares acongojados se opone a lo que ocurre en la realidad:

“La familia hablaba de manteles bordados, cuellos tejidos, la mejor manera de ganarse la vida, casamientos, todo interrumpido por risas” (Ocampo: 44). La protagonista no puede creer lo que está viendo y, por eso, observa con mayor detenimiento el rostro de la madre.

Al verlo sonriente y sin rastro alguno de lágrimas, sufre una conmoción.

El oxímoron consiste en combinar expresiones de significado opuesto en una misma estructura, con el objetivo de generar un tercer concepto con un nuevo sentido. En los relatos de Silvina Ocampo, el oxímoron se plasma en pensamientos, acciones o descripciones que implican contradicción.

En “El vestido verde aceituna”, se puede apreciar esta figura en la descripción de

Miss Hilton: “No tenía ninguna edad y uno creía sorprender en ella un gesto de infancia, justo en el momento en que se acentuaban las arrugas más profundas de la cara y la

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blancura de las trenzas. Otras veces uno creía sorprender en ella una lisura de muchacha joven y pelo muy rubio, justo en el momento en que se acentuaban los gestos intermitentes de la vejez” (Ocampo: 16). Es decir, el rostro de la institutriz es la plasmación de una incoherencia que anula su edad: mientras más se enfatizan sus facciones seniles, se aprecian mejor sus gestos infantiles y, cuando mejor se distinguen sus rasgos juveniles, se destacan más sus ademanes de anciana.

En “El pasaporte perdido” el oxímoron está presente en la contradicción contenida en las predilecciones de Claude Vildrac: “Lo que más le gustaba de a bordo eran los desayunos por las mañanas, la música de circo, el miedo de los naufragios y Elvia”

(Ocampo: 30). La incongruencia de que a la protagonista le encante aquello que detesta, los naufragios y, además, Elvia --cuya imagen es exacta a la de la sonámbula del plato, que más parece una náufraga-- es la expresión de un deseo muy profundo: convertirse en víctima de una catástrofe de ese tipo para luego desaparecer. Aunque, contrariamente, la protagonista manifieste su temor de perder el pasaporte, lo que equivaldría a perder su identidad y dejar de existir. Así, el miedo funciona como un deseo autodestructivo que, irónicamente, la protagonista llegará a satisfacer al final del relato.

En “Cielo de claraboyas”, si bien el narrador atribuye características virtuosas a los habitantes de la vivienda del segundo piso, pues conformaban “una familia de pies auroleados como santos” (Ocampo: 11), es precisamente en esa vivienda donde se produce el asesinato de la niña en manos de la tía-institutriz. Después del mismo los pies auroleados “se transformaron en rodillas” (Ocampo: 11), lo cual remite también a la esfera religiosa. De esta manera, se realiza un vínculo entre esas posturas devotas y la noción de perversidad. Incluso, los miembros de la familia parecen avalar el crimen al unir sus ropas

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a la de la asesina cuya “falda negra se había vuelto santa” y estaba unida a las otras “faldas abrazadas” (Ocampo: 12), “más arrodillada que ninguna sobre el vidrio” (Ocampo: 12).

En “La furia”, el personaje de Winifred dice haber amado a su amiga Lavinia, aunque sus muestras de afecto parecen significar justamente lo contrario: “En los dormitorios del colegio, Lavinia lloraba de noche, porque temía a los animales. Para combatir sus inexplicables terrores, metí arañas vivas dentro de su cama. Una vez metí un ratón muerto que encontré en el jardín, otra vez metí un sapo. A pesar de todo no conseguí corregirla; su miedo, por lo contrario, durante un tiempo se agravó” (Ocampo: 233).

Después, ellas se reconcilian. No obstante, ese día Winifred le entrega unos obsequios que Lavinia detesta enormemente:

Fui a casa con varios regalos: chocolate y una pecera con un pez rojo; pero lo que más le desagradó fue un monito, vestido de verde, con cuatro cascabeles [...]. Creo que el pez y el mono murieron de inanición. En cuanto al chocolate, Lavinia no lo probó. Tenía la manía de no comer dulces, razón por la cual la reprendían, cuando no le metían a la fuerza en la boca, bombones o dulces que yo siempre le regalaba (Ocampo: 234). Después de la muerte de Lavinia, causada por Winifred, ésta intenta librarse de la culpa. Sin embargo, la forma en la que actúa es totalmente contraria a la esperada, ya que

“quería redimirse para Lavinia, cometiendo mayores crueldades con las demás personas.

Redimirse a través de la maldad” (Ocampo: 234).

En “El lazo”, el oxímoron está presente en la forma en que Valentina Shelter desacredita a la narradora, pues en su discurso maldiciente hay rasgos de dulzura y afecto:

“Para vituperarme, para calumniarme, el veneno de los chismes como el rocío caía de sus

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labios. A veces, ante cualquiera que la escuchara despotricar contra mí, parecía una enamorada” (Ocampo: 431).

En “Carta perdida en un cajón”, la protagonista ama a su amiga de la infancia, pero ese sentimiento está fundamentado en una contradicción, pues quererla implica aborrecerla:

“Ningún amante habrá pensado tanto en su amada como yo en ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel de tus brazos oscura en los pliegues del codo o en el cuello como arena húmeda. ʽ¿Será suciedad?ʼ, pienso, esperando con un defecto nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable” (Ocampo: 237).

En los ejemplos mencionados a lo largo de este apartado mostramos cómo en algunos relatos de Silvina Ocampo los tropos dejan de ser meros elementos formales o retóricos dentro de la narración para pasar a convertirse en elementos constitutivos de la trama, pues esta serie de figuras se utiliza para expresar varios de los rasgos que definen a estos relatos: ese exacerbado sentido de la extrañeza, las alteraciones de la percepción, la personalidad y la memoria, así como la radical sensorialidad que domina este universo creado por la autora.

En algunos de los relatos de Silvina Ocampo, puede apreciarse la presencia de ciertos elementos escénicos. Así, por ejemplo, en “Día de santo”, la casa de Fulgencia se convierte en un espacio teatral, pues “había muchas visitas, muchas primas, muchas señoras sentadas en las sillas viendo jugar a las chicas como en un teatro” (Ocampo: 61).

El público adulto, sin embargo, es bastante exigente y rudo. Por ello, “habían conspirado ese día para hacer llorar a las chicas si no jugaban con bastante entusiasmo o si estaban avergonzadas” (Ocampo: 61). Puede verse aquí cómo este evento social pasa de ser una obra de teatro a una suerte de acto sacrificial.

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En “La piedra”, la mendicidad es percibida como una performance, pues, para el protagonista, el personaje del mendigo es un actor que exhibe “el espectáculo de su miseria” (Ocampo: 477). Según el protagonista, el mendigo “parecía disfrazado: su barba era muy personal y, a pesar de estar enmarañada, muy sedosa” (Ocampo: 477), además, era de destacarse “la originalidad de sus harapos” (Ocampo: 477).

En “La siesta en el cedro”, la protagonista se prepara para ir al velorio de la amiga como si ensayara un papel para una obra teatral: “Elena trató de reproducir su rostro más triste, sus movimientos más inmóviles” (Ocampo: 44). Sin embargo, la presión de no hacer una buena actuación le generaba “nerviosidad [y] le robaba toda tristeza” (Ocampo: 44), sentimiento que, precisamente, debía reflejar --según su concepto-- en un evento social de ese tipo.

En “El pasaporte perdido”, la despedida se convierte en parte de un espectáculo.

Así, el movimiento de los pies recuerda al de los bailarines en escena: “los abrazos me hundieron tanto el sombrero que no veía más que los pies despedirse con pasos de baile”

(Ocampo: 29). Asimismo, los gestos de los protagonistas no sólo se asemejan al de los actores, siguiendo los clichés cinematográficos, sino que los otros personajes se comportan como si estuvieran viendo una película u obra teatral melodramática, lo cual impulsa a

Claude a actuar según las expectativas del público: “Mi padre me quitó el sombrero para verme los ojos, y en ese momento vi que había montones de ojos a mi alrededor que lloraban. Sentí que ése era un momento de la vida en que había que llorar. Refregué mis ojos y guardé mi pañuelo en la mano como un signo de llanto hasta el final de la despedida”

(Ocampo: 29).

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Asimismo, el naufragio es visto por Claude como un espectáculo, pues cuando le avisan en su cuarto que debe evacuar, eso le genera un malestar: “La angustia se apoderó de

Claude: la angustia de haber perdido el espectáculo del naufragio” (Ocampo: 30). Es decir, más le afligía no haber podido apreciar el desastre desde el inicio, que estarlo viviendo. Se observa aquí un distanciamiento de la muchacha de sí misma, pues se percibe como espectadora de una película de la que forma parte.

Por otro lado, en algunos relatos, ciertas situaciones son presentadas como espectáculos sacrificiales. Esto lo vemos, por ejemplo en “Cielo de claraboyas”, en el momento en el que la que institutriz mata a la niña, pues le lanza una jarra en la cabeza y esta vuelca todo su contenido “derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo” (Ocampo: 12).

Ese silencio podría representar la redención que se logra con el sacrificio de un chivo expiatorio, pues, luego de ello, la casa se convierte en una especie de iglesia. Todos se reúnen alrededor del cuerpo de la muchacha, en total armonía, ya que se ha convertido en una suerte de Jesucristo, librando a los pecadores: “Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas” (Ocampo: 12).

Incluso, la asesina se une en comunión al grupo, pues “se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio” (Ocampo: 12). De esta manera, su santidad se deriva de haber cumplido con la misión de asesinar a la niña, sin lo cual no habría redención.

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Asimismo, algunos de estos sacrificios se realizan en eventos sociales, sobre todo en bodas, pues las novias son mostradas como seres sacrificiales. El lugar, la iglesia, permite trazar ese vínculo entre las novias y Jesucristo, pues ellas participan ofreciéndose como víctimas, a imagen y semejanza de él. De esta manera, los relatos plantean la idea de que el matrimonio, para la mujer, implica, literalmente, una renuncia a la propia vida.

Así, a pesar de que la Iglesia Católica formula la idea de que el cuerpo de Cristo remite a “la piedad, la caridad, la resignación y el amor por las cosas espirituales contra el egoísmo, la avaricia, la soberbia y el amor por los bienes materiales” (Pastor: 39), en los relatos se plantea que el matrimonio no sólo consiste en un sacrificio de ese tipo sino que, a través de él, se produce una especie de transfiguración del símbolo católico de la cruz, pues el cuerpo de la novia se convierte en el mismo cuerpo sangrante de Jesucristo.

Esta idea de la boda como un acto sacrificial está presente, por ejemplo, en “La boda”, en el que la novia es descrita como un ser divino, con rasgos celestiales, parecidos a los de una virgen, un ser angélico o una mártir: “La novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un ángel” (Ocampo: 264).

Durante la ceremonia, la novia cae muerta, debido a la picadura de una araña venenosa --puesta intencionalmente por una niña-- en el rodete que se usa como tocado.

Curiosamente, para la amiga de la niña, esa araña tiene el mismo significado alentador que el sacrificio expiatorio de Jesucristo: “Es la esperanza. Una señora me contó una vez que

La araña por la noche es esperanza” (Ocampo: 263).

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Por otro lado, la forma en que actúan los asistentes frente a la situación, de alguna forma, recuerda el comportamiento de quienes presenciaron el sacrificio de Cristo, pues, en realidad, no le ofrecen a la novia una ayuda efectiva, simplemente, hacen como el amago de que la auxilian: “Muchas personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el presbiterio, le palmotearon la cara. Durante un rato creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada como el mármol”

(Ocampo: 264).

De otra parte, así como Judas, que se arrepiente de haber traicionado a Cristo o

Pedro, de haberlo negado tres veces, la niña también se siente culpable. Curiosamente, el velorio dura dos días, como el tiempo que transcurre entre la muerte y la resurrección de

Jesucristo: “Tímidamente turbada, avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la causante de su muerte” (Ocampo: 264).

Asimismo, en el relato, la señal más precisa de que la novia funciona como un ser sacrificial, está en el hecho de que, al morir, no se le cambia la ropa. Ello sugiere que, para la familia, estar vestida de novia implica, de alguna manera, estar preparada para perecer.

Por eso, su vestido funciona exactamente como una mortaja: “No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en el ataúd” (Ocampo: 264).

En otro relato, “Nocturno”, también la novia aparece como un chivo expiatorio, puesto que, durante su boda, es martirizada. Sin embargo, como Cristo, su actitud refleja dolor y resistencia (como si fuera consciente de que ese acto corresponde a un sacrificio):

“Matilde, distante y fría aunque bañada en lágrimas, abrazaba parientes y amigas con las mejillas estampadas de bocas rojas; resistía los tirones del velo como si se hubiera

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enganchado en una puerta y no en las manos […] de su hermana” (Ocampo: 51). Por otro lado, la muchacha que le tira el velo a la novia es la hermana, la cual es colocada en la posición de traidora, como Judas o Pedro: “Y sin embargo todas las noches habían dormido de la mano y con las camas juntas” (Ocampo: 51).

“Las fotografías” es otro de los textos donde se muestran los eventos sociales como actos sacrificiales. En el relato, Adriana es una niña que acaba de salir del hospital donde se ha recuperado parcialmente de un accidente bastante grave. A pesar de la debilidad de la niña, que se ha salvado de morir como por un milagro, la familia decide celebrarle su cumpleaños. Este acontecimiento funciona como una ceremonia de sacrificio, pues es la ocasión ideal que tiene la familia para maltratar a Adriana hasta el punto de ocasionarle la muerte. Por todo ello, no es casual la referencia a la canción de cumpleaños como “ritual”:

Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de agua, pero estaba tan agitada que no podía pronunciar ninguna palabra; además el estruendo que hacía la gente al moverse y al hablar hubiera sofocado sus palabras, si ella las hubiera pronunciado […] En ese momento se oyó de un altoparlante la canción ritual de Feliz cumpleaños. […] Adriana estaba a punto de desmayarse, cuando la fotografiaron de nuevo. […] No fue sino más tarde, cuando probamos la torta y brindamos a la salud de Adriana, que advertimos que estaba dormida. La cabeza colgaba de su cuello como un melón. […]. Algunas personas se rieron, otras se acercaron y le golpearon la espalda para despertarla. La desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la zarandeó de un brazo y […] le dijo --Está muerta (Ocampo: 215, cursivas mías).

De otro lado, en algunos de los relatos se presentan espectáculos de tipo circense, insertos en la vida cotidiana. Por ejemplo, “Los funámbulos”, es un relato que está construido enteramente en base al tema del circo. Los protagonistas son dos muchachos quienes, a pesar de vivir modestamente, pues son hijos de una planchadora, y sin tener mayor relación con ella --ellaera sorda--, viven felices, en un mundo paralelo creado por ellos, en el que ambos son acróbatas y su casa es un circo: “Tenían almas de funámbulos

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jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. […]. Cipriano saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rota” (Ocampo: 41).

La madre observaba que sus hijos, a medida que tenían más habilidades circenses,

“se volvían más desconocidos para ella” (Ocampo: 41) y se angustiaba, pues pensaba que

“tenían designios oscuros que habían nacido en un libro de cuentos de saltimbanqui”

(Ocampo: 41). Por eso, vigilaba a los chicos cuando descansaba del planchado, pero siempre que quería leerles los labios, ellos dejaban de moverlos. No obstante, con el tiempo, la madre comenzó a admirar “esas pruebas en imaginarios trapecios” (Ocampo:42) de sus hijos, sobre todo las de Cipriano y, más aún, el día en que este fue al circo con ella y se escapó de sus manos para poderse ir a la pista y realizar una serie de actos circenses de diferente tipo: “Dio vueltas de caballo furioso, dio vueltas de carnero de pruebista, se colgó de un alambre de trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio de una lluvia de aplausos” (Ocampo: 42).

Ese día, su madre “sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y privilegiado” (Ocampo:

42). Ese sentimiento refleja la satisfacción de la madre de haber prosperado, de alguna forma, a través de su hijo. A partir de ese día, dejó de controlarlos. Ello fue fatal, pues

Cipriano quiso practicar cada vez más y realizar actos más arriesgados (acompañado de su hermano). De ahí que un día ambos mueran en una de sus prácticas, aunque con pasión y gloria: “Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio” (Ocampo: 42).

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Esos juegos los habían transportado a otra dimensión, estaban enajenados, ya que antes de morir ni siquiera “sentían el frío de la tarde sobre los brazos desnudos” (Ocampo:

42) y su madre estaba igualmente fuera de sí, pues cuando cayeron, ella “sintió con una sonrisa, que de todas las ventanas se asomaban millones de gritos y de brazos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas cosas” (Ocampo: 42). La actitud de la madre revela un profundo entendimiento del comportamiento de sus hijos: sabía que vivían en otra dimensión y que habían perdido su calidad real, por ello, no le importa que mueran, pues dentro de ese mundo no existe la muerte. Ese también es el mundo imaginario en el que ella habita y que les permite, a todos ellos, escaparse de una vida miserable y ser importantes, algo que no pueden lograr en el mundo real.

También el personaje de Porfiria Bernal escapa de su realidad monótona recordando el circo y deseando ser trapecista: “Quisiera ser pruebista. Vestirme con un traje verde y brillante. Un pruebista se parece mucho a un ángel; cuando salta en los trapecios, otro

ángel lo recibe en sus brazos” (Ocampo: 469). Para Porfiria, también el circo corresponde a un mundo paralelo, pero cargado de elementos místicos.

En “Paisaje de trapecios”, la protagonista, Charlotte, es una acróbata cuya mascota es un mono de circo. Las cualidades acrobáticas de Charlotte se hacían aún más evidentes cuando dormía. Fue uno de esos días en que esperaba su turno dormida en los bancos, que un hombre se enamoró de ella, pues “apenas en ese instante se hicieron reales los movimientos acrobáticos incandescentes de esa mujer dormida” (Ocampo: 35). Es decir, cuando la mujer está en el escenario y ejecuta sus actos acrobáticos, estos parecen

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pertenecer a un orden distinto del real, a una suerte de realidad onírica, pero cuando ella duerme, sus movimientos cobran existencia real y efectiva.

En algunos relatos, si bien no aparecen personajes circenses, es posible encontrar algunos elementos que recuerdan el mundo del circo y que reproducen su magia. En “El pabellón de los lagos”, por ejemplo, Catalina es una niña que vive fascinada por una caja musical de vidrio que se encuentra en el lago de Palermo y que contiene “una equilibrista rubia que bailaba sobre una cuerda floja” (Ocampo: 67). A los ojos de la niña, la bailarina es un ser real que no puede negarse a seguir el ritmo de la música: “Bastaba poner diez centavos y la música era tan irresistible que la muñeca empezaba a bailar, estaba vestida con un vestido de tul salpicado de espejitos que temblaban en cada uno de sus movimientos” (Ocampo: 67).

Además, la magia de la bailarina de circo se renueva constantemente, pues la niña la conoce nuevamente a través de otras miradas. Así, pues, cuando su amiga Teresa la vio, los ojos de la protagonista “se llenaron del asombro de Teresa delante de la equilibrista que bailaba mejor que nunca” (Ocampo: 67). Ese día, las niñas “tres veces la hicieron bailar, hasta que se acabaron las monedas de diez centavos” (Ocampo: 67). Ello revela el deseo de ambas de no querer salir de ese mundo imaginario, ya que, a pesar de ser niñas adineradas, sufren un sentimiento de marginación y abandono, por el hecho mismo de no criarse con sus padres y estar al cuidado de niñeras completamente indiferentes. El espectáculo circense les sirve, entonces, como una vía de escape a esa penosa realidad cotidiana.

En suma, estos cuentos de Silvina Ocampo se ha visto la presencia de diversos fenómenos de alteración mental, como problemas de disociación, despersonalización,

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escisión del yo y personalidades múltiples que son los factores que explican la sensación de extrañeza en el mundo aquí representado. Los motivos analizados en estos cuentos (el viaje, la identidad ilusoria, la institutriz cruel y la perversidad infantil) van precisamente en esa dirección: mostrar un mundo alterado, un mundo en el que la percepción privilegia el aspecto siniestro de toda acción. La transfiguración de las figuras, así como los mecanismos que espectacularizan y ritualizan las acciones acentúan esta extrañeza.

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CAPÍTULO V

FELISBERTO HERNÁNDEZ (1902-1964):

UN AQUELARRE DE LOS SENTIDOS

El narrador y músico37 uruguayo Felisberto Hernández es el último autor que forma parte de este proyecto de investigación. No cabe duda de que la obra narrativa de este escritor constituye uno de los legados más originales y complejos en la tradición literaria latinoamericana y, por otro lado, ha despertado lecturas y discusiones críticas prolongadas hasta el día de hoy.

Un problema tratado por críticos y estudiosos, por mencionar un ejemplo, es la ubicación de los relatos de Hernández en un género específico. Se ha discutido, así, su inscripción en lo fantástico, pero como hemos visto en el capítulo introductorio, esa inscripción es problemática.

37 Otra vertiente de la crítica en torno a la obra de Hernández consiste precisamente en explorar los vínculos que existen entre su obra como compositor musical y su escritura narrativa. A propósito, se puede consultar dos libros de Norah Giraldi, la primera biógrafa del escritor, quien fuera además su alumna de piano: Felisberto Hernández, del creador al hombre y Musique et structure narrative dans l'oeuvre de Felisberto Hernández, editado en París, que daría origen al volumen Felisberto Hernández, musique et litterature, aparecido en la misma ciudad. En tanto, en un artículo publicado en el diario El País de Uruguay, Rosario Peyrou recuerda que a lo largo de la década de los años 20 del siglo pasado, “Felisberto se interesa por la obra innovadora de las vanguardias musicales. La Consagración de la Primavera de Igor Stravinski lo impresiona profundamente. Tanto, que su primer trabajo de compositor se llamará Primavera (1923) en evidente homenaje al músico ruso. En su biografía de Felisberto Hernández, José Pedro Díaz transcribe las opiniones de Eugenio Petit Muñoz sobre las composiciones de Felisberto, que resultan llamativas por la relación que parecen mantener con su literatura. Jerarquiza especialmente la titulada Borracho ´con su armonización absurda, entre trágica y humorística, con su lenta y cargosa inestabilidad, que jamás reposa´" (Peyrou: 22). Recordemos también que el narrador de “Por los tiempos de Clemente Colling” comenta varias piezas musicales, entre ellas algunas pertenecientes a la vanguardia rusa (I: 135-198), como apunta Joaquín Lameiro (Lameiro: 70).

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A través de la lectura de un conjunto de relatos de Hernández (“Nadie encendía las lámparas”, “El Balcón” “El acomodador”, “Menos Julia”, “La mujer parecida a mí”, “Mi primer concierto”, “El comedor oscuro”, “Mi primer concierto”, “El caballo perdido”, “Las

Hortensias” y “La casa inundada”), se explorará una serie de motivos que estos relatos desarrollan hasta presentarse como constantes: el motivo de la alteración visual, el motivo del automatismo, el motivo de la animación de lo inanimado y el motivo de la causalidad aberrante.

Estos motivos muestran que la inscripción de Hernández en lo fantástico no resulta del todo adecuada38 porque no se trata de la irrupción de un orden sobrenatural, sino de problemas vinculados a la percepción y a otros fenómenos que alteran el orden lógico y sensorial del mundo. Al analizar cada uno de estos motivos se explicará la manera en que los relatos que los emplean operan en el mundo, provocando sentimientos de perturbación y extrañeza.

En la segunda parte de este capítulo se examinará lo referente a la transfiguración de las figuras literarias y cómo el uso de estas figuras tiene como objeto desafiar la lógica y dislocar la “normalidad” con que se percibe y se actúa en la realidad cotidiana, produciendo asociaciones sorprendentes y que son causa de profunda inquietud en el lector, porque estas figuras tienen como fin dar cuenta de una cotidianidad extraña que escapa a cualquier

38 Hacemos eco aquí de lo planteado por Kim Yúnez: “Como la música de Stravinsky, que tanto admiraba Hernández, la obra de Felisberto es de difícil clasificación. No es costumbrista porque su narrativa no registra la realidad rioplatense a modo de inventario de aspectos geográficos y culturales. Definitivamente no forma parte del ciclo regionalista porque su obra se inclina más por la inventiva artística que por el verismo sociológico. Sin embargo, es exagerado clasificarlo de surrealista, porque a pesar del énfasis fantástico de la tercera etapa, Felisberto nunca se aparta del todo de la realidad rioplatense. Pese a la falta de comentario social imponente, el lector rioplatense reconoce las coordinadas referenciales y puede resonar con el ambiente general de los cuentos” (Yúnez: 21). A propósito, Julio Cortázar anota: “cada uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su tiempo” (La casa inundada y otros cuentos: 94).

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normalización. Este rasgo de empleo de las figuras se complementa con otro, que tiene que ver con la espectacularización y ritualización de las acciones. Hay, en el accionar de los personajes, la tendencia a realizar una performance y constituir rituales a partir de sus hábitos y conductas.

La consecuencia natural de todas estas características actuando en los textos de

Hernández no es otra que el surgimiento de una poderosa y sugerente sensación de extrañeza, como se mostrará en los apartados que siguen a esta breve introducción.

La alteración visual aparece con remarcada insistencia en algunos de los relatos de

Felisberto Hernández. En ellos, esta alteración no surge como consecuencia de fallas en el sistema visual --los órganos, vías y centros nerviosos que conforman este sentido-- sino más bien parece tener su origen en las áreas de asociación encargadas de interpretar la información recibida desde el exterior39. Por ello, en esos relatos, aquello que trastoca la percepción no es la pérdida de visión o ciertos defectos de refracción sufridos por los narradores-personajes, sino, fundamentalmente, la manera en que estos procesan la información de acuerdo a sus esquemas mentales. En otras palabras, su percepción corresponde a una representación de su complejo mundo interior.

39 El historiador Peter Gay atribuye al cubismo una nueva forma de “mirar” y de ver y percibir los objetos de arte que tuvo un impacto enorme en otras disciplinas artísticas, incluida la literatura. Además de señalar que la escritura de vanguardia “undermined accepted criteria for literary veredicts --coherence, chronology, closure, utience—and turned inward, shockingly” (Gay: 185), anota: “In a word, the Cubist deliberatelly misrepresented the world of objects, giving the viewer the chore of putting the fragments together into a recognizable semblance of actuality” (Gay: 155). Esta interacción parece estar inscrita en la conciencia narrativa de Hernández, en el sentido de que podría haber reelaborado esta forma de ver sugerida por el cubismo para trasladarla al texto narrativo.

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Es lo que ocurre, por ejemplo, en “Nadie encendía las lámparas”, pues la confusión visual del narrador-protagonista parece reflejar una cosmogonía propia en la que se ha suprimido por completo la categorización. Así, las personas, los objetos y los vegetales son percibidos por él como elementos pertenecientes a un mismo orden, sin importar su diferenciación entre seres animados o inanimados, vivos o inertes. Por ejemplo, el narrador ve en el fondo de la sala a una mujer y afirma: “Había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada” (Nadie encendía las lámparas: 75). Esa misma falta de distinción con respecto a entes de diversa clase está plasmada en otra parte del relato. En ella, el narrador equipara a una de las mujeres del auditorio con una estatua y luego de alternar su mirada varias veces entre la cabeza de la mujer y la de la figura, parece reemplazar visualmente una por otra: “Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua” (Nadie encendía las lámparas: 76).

Asimismo, en el relato se observa la presencia de algunos procesos mentales perceptivos de tipo ilusorio, lo cual sucede cuando el narrador experimenta visiones distorsionadas de estímulos externos. Por ejemplo, esto ocurre cuando en medio de la conversación, repentinamente, dirige su mirada hacia una habitación contigua: “Creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol”

(Nadie encendía las lámparas: 76). Es en esta misma mesa --en el momento en el que se sienta una muchacha-- donde el narrador percibe otra imagen ilusoria: “Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo” (Hernández: 79). Luego, observa la boca de esta

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joven y parece advertir en este órgano una plasticidad hiperbólica: “Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más” (Nadie encendía las lámparas: 79). Un tiempo después, él se percata de que, al instante de probar el licor, ella “había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita” (Nadie encendía las lámparas: 80).

El motivo de la alteración visual se encuentra también en “El Balcón”. En este relato, el narrador experimenta algunas visiones ilusorias que expresan, sobre todo, contradicción. Por ejemplo, observa que la protagonista, mientras ríe, ha sufrido una especie de transformación dolorosa, ya que su boca “se le había estirado para los lados como un tajo impresionante” (Nadie encendía las lámparas: 88). Asimismo, el narrador advierte que durante la risa, las patas de gallo se han convertido en un verdadero martirio para la muchacha, pues, literalmente, se han transformado en los miembros de esa ave, cuyas garras le lastiman los ojos: “ʽLas patas de galloʼ se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas” (Nadie encendía las lámparas: 88).

En el relato “Menos Julia” también aparecen algunos casos de alteraciones visuales de carácter ilusorio. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el narrador describe a su amigo de la infancia y distingue en su imagen la existencia de dos entes : uno completamente pasivo, él, pues “siempre estaba quieto” (Nadie encendía las lámparas: 115) y otro sumamente dinámico e impetuoso, su pelo, el cual “le había invadido la cabeza como si fuera una enredadera; le tapaba la frente, muy blanca, le cubría las sienes, se había echado encima de las orejas y le bajaba por la nuca hasta metérsele entre el saco de pana azul”

(Nadie encendía las lámparas: 115).

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En otro momento, el narrador advierte que su amigo mueve las manos “con el movimiento de cabezas que se escondieran detrás de una ventana” (Nadie encendía las lámparas: 117). Así, lo que observa es el resultado de una relación de semejanza, realizada mentalmente, entre las manos y los ojos (a los que se reemplaza metonímicamente por cabezas), la cual representa esa experiencia sinestésica efectuada con fruición por el amigo, en la que el tacto reemplaza la vista. En este sentido, la percepción del narrador está sumamente influenciada por las impresiones que aquel personaje le inspira.

Otro caso está presente en “El caballo perdido”. En este relato, los trastornos perceptivos son una combinación de procesos mentales ilusorios y alucinatorios, los cuales son experimentados por el narrador en la sala de la casa de Celina, su antigua profesora de piano. El narrador cuenta que, apenas llegaba allí, su percepción estaba mediada por el recuerdo del paisaje recorrido, pues “tenía los ojos llenos de todo lo que habían juntado por la calle” (Obras completas 2: 12). A pesar de que el recuerdo visual de algunos de esos objetos desaparecía después de un rato, “lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias […] ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos. Y yo de pronto sentía que un caprichoso aire que venía del pensamiento las había empujado, las había hecho presentes […] y ahora las esparcía entre los muebles de la sala y quedaban confundidas con ellos” (Obras completas 2: 12). La emoción que le produce al narrador el recuerdo de esas flores permite que, a lo largo del tiempo, él las siga percibiendo entre los objetos que componen la sala de la maestra, aunque de manera diferente: “Por eso más adelante --y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella sala-- nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias” (Obras completas 2: 12).

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Es en esa misma sala donde el narrador experimenta otras alteraciones visuales.

Una de ellas está relacionada con un busto que, antes de cada clase, él solía contemplar como si fuera el cuerpo de una mujer real, a pesar de saber conscientemente que era de mármol. Lo que le atraía era que “en aquella mujer se confundía algo conocido --el parecido a una de carne y hueso […]; y algo desconocido-- lo que tenía de diferente a otras

[…]-- y sobre todo lo que tenía que ver con Celina” (Obras completas 2: 12). Esta atracción que ejercía sobre él la estatua, lo impulsaba a acariciarla. Si bien cada vez que lo hacía comprobaba sus defectos de moldeado, su superficie fría, así como su pequeñez

--pues “cuando ya iba a empezar el seno, se terminaba el busto y empezaba un cubo en el que se apoyaba toda la figura” (Obras completas 2: 13)--, lo cual evidenciaba su calidad de objeto, “al mirarla de más lejos y como de paso, la volvía a ver entera y a tener un instante de confusión” (Obras completas 2: 13). De esta manera, el narrador, a través de la alteración visual, no sólo suplía esa parte que le faltaba a la escultura sino también su deseo de poseerla realmente. Como se observa, esta modificación perceptual, a diferencia de otras, no se singulariza por distorsionar el objeto, sino, básicamente, por completarlo y afinarlo de acuerdo al deseo del observador.

Más adelante, en el mismo relato, se muestran otros ejemplos de alteración visual.

Esta vez, vinculados a las fotografías de unos esposos, parientes de la maestra. De acuerdo al narrador, un día, mientras observaba a la mujer, fue “llamado […] por la mirada del marido” (Obras completas 2: 14). Luego, cada vez que iba a recibir sus clases, el narrador observaba que la imagen, constantemente, dirigía su mirada inquisidora hacia él: “Por más que yo lo observaba de reojo, él siempre me miraba de frente y en medio de los ojos. Hasta

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cuando yo caminaba de un lugar a otro de la sala y tropezaba con una silla, sus ojos se dirigían al centro de mis pupilas” (Obras Completas 2: 14).

Esa alteración visual parece ser una plasmación del sentimiento de culpa del narrador por el hecho de sentirse atraído por la esposa. Al parecer, el mayor atractivo de la mujer radicaba en su mirada, mediante la cual, el narrador percibía que ella se comunicaba con él --lo cual representa otra alteración visual: “Se dirigía a mí: eso estaba en los ojos.

Cuando yo tenía la preocupación de no poder mirarla a gusto porque al lado estaba el marido, los ojos de ella tenían una expresión y una manera de entrar en los míos que equivalía a aconsejarme: ʽno le hagas caso yo te comprendo, mi queridoʼ” (Obras completas 2: 14). Paradójicamente, esta expresión comprensiva de la mujer le generaba al narrador el deseo de traicionarla, lo cual le producía, a su vez, un sentimiento de autocondena que luego se manifestaba en esa visión ilusoria del marido vigilándolo.

En “El comedor oscuro” se presentan también otras situaciones de alteración visual.

Por ejemplo, el narrador, un pianista contratado por una mujer (la Sra. Muñeca) para que le dé conciertos particulares en su casa, percibe a esta como una figura deformada y grotesca.

La descripción que realiza de su imagen es parecida a la que se aplicaría a un cuadro cubista, pues a pesar de captarla solo desde una perspectiva, da la impresión de que la estuviera mirando, simultáneamente, desde otros ángulos: “De frente […] [la cara] apenas era un poco ancha donde estaban los ojos; los tenía extraviados de manera que el izquierdo miraba hacia el frente y el derecho hacia la derecha. Para compensar la estrechez de la cara se peinaba haciéndose un gran promontorio; […]. Encima de todo tenía un pequeño moño”

(Nadie encendía las lámparas: 159). Como se aprecia, esa simultaneidad de perspectivas se

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evidencia, por un lado, en el hecho de que, a pesar de que el rostro de la mujer está de frente, es tan estrecho que pareciera estar de perfil. Por otro lado, el rostro parece mirar, al mismo tiempo, a dos espectadores, uno colocado al frente y el otro, al lado (quien la mira de perfil), pues el ojo izquierdo mira al frente, mientras el otro lo hace a la derecha.

Asimismo, el narrador afirma que sólo cuando está de perfil, la mujer lo mira directamente: “A mí me parecía que un ojo de la recién llegada miraba hacia mí; yo la veía de perfil” (Nadie encendía las lámparas: 159), pues, mientras ella está de frente, su mirada gira en diferentes direcciones: “Movía los ojos yo no sabía cuál mirarle, porque tampoco sabía cuál de ellos me miraba a mí” (Nadie encendía las lámparas: 159). Ese movimiento ocular que realiza la Sra. Muñeca, cuando él la mira de perfil, es bastante complicado. Por ello, pareciera que, mientras él se coloca al lado para verla de perfil, ella lo ve como si él estuviera al frente. Por otro lado, cuando él está frente a la mujer, pareciera estar, a la vez, en otros lugares y, por eso, la mirada de la Sra. Muñeca se mueve en varias direcciones.

Todo ello evidencia que la visión del narrador corresponde, en cada caso, a una plasmación simultánea de diversos ángulos.

Luego, el narrador experimentará otras alteraciones visuales. Así, por ejemplo, a través de la mirada, parece hacer coincidir la parte superior del cuerpo de la sirvienta con el de la cigüeña que aparece en el paisaje de los vidrios de la puerta: “La cabeza de la mujer daba a una altura del vidrio donde también había una cabeza de cigüeña que tenía un pescado en el pico y estaba a punto de tragárselo” (Nadie encendía las lámparas: 157).

Después, el narrador percibe a la mujer entrando dentro del dibujo, como si fuera habitante

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natural de ese ambiente, pues, cuando tocaron el timbre, vio que ella “salió corriendo […] y se introdujo en el paisaje de las cigüeñas” (Nadie encendía las lámparas: 158).

Sin lugar a dudas, de todos los relatos que abordan el motivo de la alteración visual,

“El acomodador” es el más importante. En este texto, dicho motivo es fundamental, ya que está expuesto a través de la transfiguración que experimenta el protagonista --cuyos ojos se convierten, literalmente, en dos focos parecidos a los de su linterna-- la cual produce un cambio muy profundo en su dinámica de percepción visual: “Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi, en la pared empapelada de flores violetas, una luz. […].

Moví los ojos a un lado y la mancha siguió el mismo movimiento […]. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos. No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos” (Nadie encendía las lámparas: 100). De ahí que Frank Graziano explique que en “El acomodador “the projecting eye light serves as the trope representing the coercive enlistment of another person to perform a role in the projector´s externalized unconscious fantasy” (Graziano: 161).

Esta transfiguración corresponde, básicamente, a una alegoría de la percepción artística: el hecho de que los ojos del narrador se conviertan en luces que permiten enfocar o mostrar propone la idea de la visión como un sentido en el que, además de ver, están implícitas otras funciones, como las de descubrir, imaginar e interpretar.

Desde el principio del relato, se sugiere que el protagonista no es un simple espectador, sino una especie de explorador visual, puesto que así como busca y halla lugares vacíos en el teatro, también lo hace fuera de ese espacio, pues su percepción lo lleva a descubrir, en la ciudad, vínculos sorprendentes entre diferentes elementos: “Yo era

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acomodador de un teatro, pero fuera de allí lo mismo ocurría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas” (Nadie encendía las lámparas: 97).

Asimismo, la sensación de plenitud que embarga al acomodador al descubrir situaciones insólitas es tan intensa como la que experimenta al dejarlas al vuelo de su propia imaginación: “Le daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad”

(Nadie encendía las lámparas: 97). Ambos placeres se conjugan en ciertos pasajes del relato en los que la iluminación de algunos espacios u objetos cotidianos provoca que estos sean percibidos por el personaje como obras de arte: “Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado: eran rojas y azules sobre el fondo negro

(…). Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras” (Nadie encendía las lámparas: 98).

Es en un lugar, especialmente, donde el acomodador disfruta de la experiencia visual: la misteriosa casa donde va a cenar dos veces por semana y cuyo dueño acompaña a los invitados una vez al mes. En este espacio, se pone en escena la idea de la percepción como un fenómeno vinculado al mundo interior o a la historia personal del espectador. La forma en la que los invitados --“extranjeros abrumados de recuerdos” (Nadie encendía las lámparas: 98)-- observan al dueño de casa, lo demuestra, pues, si bien todas las caras se dirigían hacia él, “no los ojos: ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas” (Nadie encendía las lámparas: 98). Así, la experiencia visual es mostrada como un fenómeno múltiple, por cuanto es individual y diferente en cada caso.

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Una noche, el acomodador decide realizar una exploración visual en la habitación que está al lado del comedor, cuyo acceso está prohibido para los comensales y de donde suele aparecer el dueño de casa, al cual el personaje percibe como una suerte de director de orquesta: “La gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua: y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha […] Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos” (Nadie encendía las lámparas: 98).

Para lograr ingresar, el protagonista intimida a uno de los sirvientes, enseñándole sus dotes monstruosas. Ya en el interior, se echa en un colchón y proyectando su luz hacia las vitrinas que colman la habitación, consigue descubrir una serie de figuras y objetos, de los cuales desea apropiarse a través de la mirada: “Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato” (Nadie encendía las lámparas: 105). Es lo que ocurre con una de las figuras: “Mi luz […] por fin se detuvo […] en un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que pude hacer mío aquella noche” (Nadie encendía las lámparas: 105). Así, en el caso del acomodador, la acción de mirar equivale, exactamente, a captar, pues supone encontrar objetos, descontextualizarlos, darles un nuevo sentido y luego aprehenderlos o apropiarse de ellos.

De algún modo, es el deseo de percibir lo que motiva al protagonista, lo que él califica como “mi lujuria de ver” (Nadie encendía las lámparas: 104). Por eso, su

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experiencia visual se asemeja a la del individuo que practica el voyeurismo40: “Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de puertas entreabiertas” (Nadie encendía las lámparas: 98). Ello explicaría también su enorme entusiasmo al descubrir, en la habitación de las vitrinas, a la hija del dueño de la casa. Esta joven será el objeto visual del acomodador durante varias noches, mientras se desplaza por el cuarto, llevando en la mano un candelabro y caminando por encima de él, sin percatarse, en absoluto, de su presencia. Es decir, como si fuera la estrella de un espectáculo, al mismo tiempo, gótico y absurdo: “Di vuelta los ojos […] y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro […]. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas […]; otro paso en la boca del estómago; otro más en el colchón y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta” (Nadie encendía las lámparas: 107).

No obstante, una noche, el acomodador le tira una gorra a la muchacha, originando así que ella reaccione y, luego, caiga aparatosamente. En ese momento es cuando él la observa plenamente con su luz. Si bien, en el caso del protagonista, la acción de percibir visualmente equivale a captar o aprehender, en esta ocasión, el sentido que adquieren esos verbos no es el de interpretar, sino, el más literal, pues aluden a las acciones físicas de agarrar, extraer y penetrar. De esta manera, el acomodador parece realizar todas esas

40 En la mayoría de relatos de Felisberto Hernández, el narrador es una especie de voyeurista que se infiltra en las casas, husmea a sus habitantes e investiga lo que poseen de extraño. Por eso, el narrador- personaje de “El comedor oscuro” señala: “Yo necesitaba entrar en casas desconocidas” (Hernández: 156). Como el pretexto de este personaje era enseñar piano por necesidades económicas, un amigo le ofreció dar clases en una casa, pero le advirtió que le pagarían poco. Sin embargo, contrariamente a lo que pensaba su amigo, él aceptó rápidamente porque los suyos eran intereses inconscientes que él mismo no comprendía: “Él creía que a mí me deprimiría lo de ir a trabajar por tan poco […]. De buena gana yo le hubiera confiado lo contento que estaba con aquel ofrecimiento; pero a mí me hubiera sido muy difícil explicar, y a él comprender” (Hernández: 156).

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acciones cuando observa a la muchacha, como una forma macabra de apropiarse de su cuerpo:

Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que le registrara con una linterna […]. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. […] Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. […] Empecé a hacer de nuevo el recorrido de aquel cuerpo; […] a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía de ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos […] siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenían un brillo espectral. Y de pronto oí al mayordomo […]. Ella volvió a recobrar sus formas; pero yo no la quería mirar” (Nadie encendía las lámparas: 111). Por otra parte, si bien el deseo es el motor de la percepción visual, tal y como se aprecia en el texto, perderlo implica también la pérdida de la visión. Por ello, al final del relato, luego de que el protagonista es descubierto con la muchacha, su deseo de ver se va apagando paralelamente con sus luces, al punto de no poder distinguir ni su propio cuerpo:

“Fui perdiendo la luz: apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de mis ojos” (Nadie encendía las lámparas: 113). Como se observa, la pérdida gradual de la visión que experimenta el acomodador se asemeja, en cierto modo, a un proceso de desintegración. De esta manera, lo que parece plantear el relato es que así como percibir supone una apropiación del objeto visual, perder la visión implica, de alguna manera, un despojo de la materialidad o de la existencia.

Finalmente, el motivo de la alteración visual que experimenta el protagonista de “El acomodador” no sólo es una muestra de un fenómeno sinestésico -- en tanto consiste en una interferencia de la sensación táctil en la percepción visual--, sino que representa, aunque de manera exagerada y siniestra, lo que implica la percepción artística en el arte

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contemporáneo. Así, según esta concepción del arte y como propone esencialmente el relato de Hernández, mirar --debido a la intervención de la imaginación y el deseo del espectador-- supone enfocar, descubrir, descontextualizar e interpretar. Por ello, en “El acomodador” y en el arte contemporáneo, la percepción visual es una forma de apropiación del objeto artístico.

El motivo del automatismo es un motivo cuya presencia es notoria en el universo del narrador uruguayo. En algunos casos, se manifiesta en ciertos personajes que se comportan como si estuvieran bajo un estado de sonambulismo, pues realizan actividades motoras automáticas, mientras parecen estar inconscientes41. Por ejemplo, en “El acomodador”, tanto el protagonista, como los invitados de la casa donde suele cenar, actúan como sonámbulos. Por ello, el narrador-personaje afirma: “De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios” (Nadie encendía las lámparas: 99). Mientras tanto, “los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente” (Nadie encendía las lámparas: 99). Este estado de sonambulismo no les permite percatarse de la gravedad de ciertas situaciones. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando uno de los invitados muere, mientras está comiendo, y los demás lo observan como si no hubiera pasado nada importante:

Un comensal muy gordo había dicho: ‘me voy a morir.’ Enseguida cayó con la cabeza en la sopa […]; los demás habían dado vuelta sus cabezas para

41 Yúnez sugiere que ese automatismo sería en realidad el umbral, la puerta de entrada a otro plano, el de una realidad extraordinaria en el que los narradores de los cuentos de Hernández muestran la capacidad de entrar en contacto con el estado anímico de las cosas (Yúnez: 44-45).

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mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después […] los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros […]. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos (Nadie encendía las lámparas: 100). Asimismo, la hija del dueño de la casa, a quien el acomodador suele observar en la oscuridad, es considerada por él como alguien que padece de ese trastorno del sueño, pues la llama “mi sonámbula” (Nadie encendía las lámparas: 108), por la forma en la que se desplaza -- usualmente, por encima de él, sin darse cuenta: “Hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas” (Nadie encendía las lámparas: 106).

De otra parte, para el acomodador, parece no existir una línea divisoria entre la experiencia perceptiva de la muchacha y sus sueños, pues mientras la observa, él mismo siente que está bajo los efectos del sueño: “Tuve la sensación de haberme quedado dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo” (Nadie encendía las lámparas:

106). Al parecer, la muchacha se encuentra presente, de manera permanente, en la mente del protagonista. Así, aún cuando no la ve, ella aparece en sus recuerdos, los cuales varía, cuando imagina que está frente a ella. Dichas variaciones se filtrarán en sus sueños: “Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños” (Nadie encendía las lámparas: 108). Curiosamente, en uno de ellos, él es un perro que acompaña a la joven y que actúa como un sonámbulo: “Él iba tan tranquilo como si hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma” (Nadie encendía las lámparas: 108).

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Por otro lado, en “Nadie encendía las lámparas”, el motivo del automatismo se evidencia en la forma mecánica en la que actúan ciertos personajes. Por ello, a una de las mujeres del auditorio, el narrador la describe como una especie de autómata: “Sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie” (Nadie encendía las lámparas: 75). En cuanto al narrador, él mismo describe su cuerpo como un aparato musical, del cual se siente separado, pero al que debe hacer funcionar: “A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos” (Nadie encendía las lámparas: 75). Mientras tanto, en “El balcón”, la sirvienta se comporta como una suerte de robot, pues sus movimientos son mecánicos y precisos: “Yo […] atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos (Nadie encendía las lámparas: 87)”

Otro personaje que parece una máquina --aunque fotográfica-- es el protagonista de

“Menos Julia”. Debido a ello, sus ideas son como imágenes plasmadas en películas sensibles a la luz: “Esta luz fuerte me daña la idea del túnel. Es como la luz que entra en las cámaras de los fotógrafos cuando las imágenes no están fijadas” (Nadie encendía las lámparas: 119). Sin embargo, él es un artefacto que no sólo registra sus recuerdos, sino también los ajenos: “Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen” (Nadie encendía las lámparas: 124).

También en el relato “La mujer parecida a mí” hay algunas referencias a la máquina, pues el personaje del hombre convertido en caballo es un aparato que registra recuerdos y los reproduce, pero “para que los recuerdos anduvieran, tenía que darles cuerda caminando” (Nadie encendía las lámparas: 134). Asimismo, ese personaje percibe su

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cuerpo como un instrumento musical, el cual, gracias al movimiento que realiza y a los dolores que aparecen en sus partes, le permite tomar consciencia de la existencia de cada una de ellas: “Estaba obligado, como un organito roto y desafinado, a ir repitiendo el mismo repertorio de mis achaques. El dolor me hacía poner atención en cada una de las partes del cuerpo, a medida que ellas iban entrando en el movimiento de los huesos” (Nadie encendía las lámparas: 139). Como se observa, el protagonista experimenta una separación gradual de su mente y su cuerpo, lo cual se evidencia en su manera de caminar:

“A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras, daba un traspiés y estaba a punto de caerme” (Nadie encendía las lámparas: 133).

De otra parte, en las acciones del narrador de “Nadie encendía las lámparas” también parece advertirse una separación entre mente y cuerpo, como si este actuara automáticamente. Por momentos, el narrador se percata de esta situación y se sorprende de sus consecuencias. Ello le ocurre constantemente cuando habla, pues se asombra de los efectos que genera su discurso: “A veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes” (Nadie encendía las lámparas: 76). Luego afirma: “Me sorprendía cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia” (Nadie encendía las lámparas: 76).

En “Menos Julia”, el protagonista también realiza acciones inconscientes. Incluso, da la impresión de que las partes de su cuerpo ya no le pertenecieran, pues se mueven como si actuaran por voluntad propia: “Su mano empezó a revolotear sin saber dónde posarse; pero su cara había hecho una sonrisa […]. [Luego] su mano se había posado en el borde de

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un jarrón, levantó el índice y parecía que aquel dedo fuera a cantar” (Nadie encendía las lámparas: 116).

Ese automatismo del personaje de “Menos Julia”, que se vincula a un proceso de escisión, es también experimentado por la protagonista de “El Balcón”. Ella parece haberse alejado de su cuerpo, pues “había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo” (Nadie encendía las lámparas: 84).

Por otro lado, en “Mi primer concierto”, el automatismo del protagonista está representado en el desdoblamiento que experimenta, pues, mientras su cuerpo camina en el escenario, de manera mecánica, su mente está situada en lo alto, desde donde se percibe a sí mismo actuando. Sin embargo, desde allí, él se imagina cómo se le vería también desde la platea: “Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis ojos, era más fuerte la suposición con que me representaba mi manera de caminar vista desde la platea, y me rodeaban pensamientos como pajarracos […] obstaculizándome el camino; pero yo caminaba con fuerza y trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario” (Nadie encendía las lámparas: 151).

Anteriormente, durante los ensayos, ya habían aparecido algunos indicios de ese proceso de despersonalización, pues, como si fuera un robot, el pianista empezó a reproducir su propia manera de caminar: “Traté […] de copiarme mis propios pasos”

(Nadie encendía las lámparas: 149). No obstante, involuntariamente, su cuerpo también se mueve de otras formas, pues él se da cuenta de que “aún cuando estaba con el cuerpo flojo

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y quería ser natural, experimentaba diversas maneras de andar: movía las caderas como un torero, o iba duro como si llevara una bandeja cargada, o me inclinaba hacia los lados como un boxeador” (Nadie encendía las lámparas: 149).

En “El comedor oscuro”, la dueña de casa y la sirvienta se comportan como dos autómatas, lo cual es confirmado por sus nombres, pues, mientras la señora se llama

Muñeca, la sirvienta, “Filomena, pero desde niña se había hecho llamar Dolly […] ni ella ni la dueña de casa sabían que Dolly, en inglés, quería decir muñequita” (Nadie encendía las lámparas: 160).

La Sra. Muñeca está a medio camino entre ser un objeto y una persona, precisamente, como un robot. Tal y como si fuera como una de estas máquinas electrónicas, habla y se mueve mecánicamente, pero le es imposible experimentar sentimientos y sensaciones. Y, por momentos, su inmovilidad parece confirmar su calidad de objeto: “La

Sra. Muñeca tomaba mate, miraba hacia el patio y parecía, lo mismo que las bandejas, no hacer otra cosa que recibir la última luz” (Nadie encendía las lámparas: 162).

Además, a pesar de que la mujer contrata al pianista para escucharlo tocar, en realidad, no lo hace. Ni siquiera parece fingir que lo está haciendo, sólo da la impresión de que su sistema se desconectara completamente durante la actuación, comprobando, de esta manera, su carácter de artefacto mecánico: “La Sra. Muñeca no sólo parecía que no oía la música, sino que había dejado el mate y una de sus manos quedó inmóvil encima de la carpeta” (Nadie encendía las lámparas: 162). Por ello, en las siguientes sesiones, el pianista pone en acción un plan. Este consiste en tocar conscientemente sólo al comienzo de las audiciones, para luego proceder a una ejecución automática que le permita

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abstraerse: “Después que la Sra. Muñeca tomaba los primeros mates y yo tocaba los primeros tangos, ella se quedaba inmóvil y yo pensaba en mis asuntos” (Nadie encendía las lámparas: 162).

La sirvienta, por su parte, parece una autómata mal programada, puesto que realiza acciones disparatadas como, por ejemplo, llevar un postre para el huésped y dejarlo en cualquier lugar, sin avisarle siquiera que se lo ha servido. Además, parece que Dolly tuviera mal calibrado el volumen de su voz, pues, siempre que habla, utiliza un tono tan fuerte que logra “cubrir el ruido del piano” (Nadie encendía las lámparas: 157) y, en ciertas ocasiones, se empieza “a reír a gritos” (Nadie encendía las lámparas: 159).

El motivo del automatismo relacionado a la representación del ser humano como una especie de muñeco mecánico, está presente, también, en “Las Hortensias”. En este relato, el protagonista es un coleccionista de muñecas de tamaño natural que se ve a sí mismo como una de esas figuras. Así, cuando estaba frente al espejo, “el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo” (Obras completas 2: 209). Asimismo, el narrador afirma que la visión de algunos de esos muñecos de cera, que figuraban ser cadáveres, le afectó tanto como si hubiera visto su propio cuerpo asesinado: “En el museo también había muñecos que representaban cuerpos asesinados y el color de la sangre en la cera le fue tan desagradable como si a él le hubiera sido posible ver, después de muerto, las puñaladas que lo habían matado” (Obras completas 2: 209).

En ciertas ocasiones, el protagonista se percibe como un muñeco autómata, accionado por un mecanismo de cuerda: “A veces silbaba, pero oía su propio silbido como si se fuera agarrando de una cuerda muy fina que se rompía apenas se quedaba distraído”

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(Obras completas 2: 220). Más bien, en otros momentos, pareciera ser un robot que va mencionando las tareas que tiene programadas, conforme las realiza: “Conversaba en voz alta y comentaba estúpidamente lo que iba haciendo: ʽAhora iré al escritorio a buscar el tinteroʼ” (Obras completas 2: 220). Sin embargo, en todos los casos, el automatismo revela la escisión profunda que sufre el protagonista y que parece reflejar un trastorno de despersonalización. Dicha escisión no sólo le produce la sensación de estar separado de su cuerpo, sino también de las acciones que realiza, como si fuera un observador externo de sí mismo: “Pensaba en lo que hacía como si fuera otra persona: ʽEstá abriendo el cajón.

Ahora este imbécil le saca la tapa al tintero. Vamos a ver cuánto tiempo dura la vidaʼ”

(Obras completas 2: 220).

Estos son, entonces, algunos de los más notorios casos en que el motivo del automatismo se pone de manifiesto, dejando entrever, por un lado, una profunda crisis de la subjetividad y, por otro, el desplazamiento de conciencia que ocurre, y he aquí una señal de pathos, entre los seres humanos y los objetos, que ingresan en una relación marcada por la intercambiabilidad, debido a la ruptura que opera en la identidad de los seres que pertenecen al mundo de lo fáctico. De ahí la profunda perturbación que causan estos relatos. En el siguiente apartado se examinará el motivo inverso, esto es, seres inanimados que de pronto cobran vida y parecen actuar de modo autónomo.

El motivo de la animación de lo inanimado es fundamental en el universo de

Hernández, pues, como se verá, varios de sus relatos desarrollan este asunto con amplitud.

Los objetos parecen cobrar vida. Pero no se trata solamente de objetos físicos o palpables.

Esta característica de animación alcanza también a objetos relacionados con la percepción,

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como el sonido o el silencio. Naturalmente, la presencia de este motivo contribuye de manera decisiva a crear un ambiente de extrañeza en algunos textos del narrador uruguayo.

De acuerdo a Graziano, en el mundo narrativo de Hernández, nos encontramos frecuentemente con “objects more alive than ourselves” (Graziano; 167). Y añade:

Among the distinguishing characteristics of Hernández´s fiction is the migration of attributes between human beings, subhuman life forms, and inanimate objects. The seemingly dialogical interchange that emerges in the animistic milieu --be it through humans interacting with things or things interacting among themselves-- is of course a doubled monologue, but in Hernández´s fiction, as much as in myth, folk beliefs, and psychopatology, the mobilization of the inanimate world is often perceived as the autonomous self-expression of the objects (Graziano, 166).

Esto puede comprobarse en una lectura del cuento “Nadie encendía las lámparas”, donde se verá que muchos de los objetos que observa el narrador son percibidos por él como seres dotados de alma. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la estatua del patio, la cual es mostrada como un ser que, si bien tiene la apariencia de un objeto, es internamente una persona. Sus cualidades humanas están reflejadas en una serie de sentimientos, muchos de los cuales reflejarían su frustración al ser obligada a encarnar un papel que no entiende por no representar su verdadera personalidad: “Pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo” (Nadie encendía las lámparas:

76).

Asimismo, en “Menos Julia”, el motivo de la animación de lo inanimado aparece constantemente en la descripción de los objetos que forman parte del espacio donde se lleva

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a cabo la dinámica de percepción táctil. Así, por ejemplo, el túnel es percibido por el protagonista como un ser vivo, una especie de serpiente: “¿Ves aquella cochera con una puerta grande cerrada?; dentro de ella está la boca del túnel […]. ¡Y ves aquella glorieta cerca de la escalinata del fondo? Allí está escondida la cola del túnel” (Nadie encendía las lámparas: 118). Y cuando el narrador le pregunta: “¿y cuánto tardas en recorrerlo?” (Nadie encendía las lámparas: 118), el amigo le responde: “¡Ah! Poco. En una hora el túnel nos ha digerido a todos” (Nadie encendía las lámparas: 118). Luego, el narrador comenta que, cuando llegaron a la casa de su amigo, “las muchachas hicieron exclamaciones de pesar”

(Nadie encendía las lámparas: 118). Lo que las había conmovido era la visión de un cadáver: “Al costado de la escalinata había un león hecho pedazos: se había caído de la terraza” (Nadie encendía las lámparas: 118). Al lector le queda la duda de si, simplemente, se había caído o se había lanzado.

También, algunos de los objetos que son palpados en el juego perceptivo son considerados como seres animados. Así, el narrador realiza una identificación inconsciente de los guantes como entes poseedores de alma, aunque este pensamiento parece sorprenderlo un poco, pues sabe que es imposible que puedan moverse de manera autónoma: “En ese momento sentí que me rozaban el saco y mi primer pensamiento fue para los guantes y como si ellos pudieran andar solos” (Nadie encendía las lámparas: 128).

Asimismo, en “El comedor oscuro”, ciertos muebles y otros objetos --que forman parte del decorado de la casa donde el narrador ofrece audiciones de piano-- son seres dotados de espíritu e intenciones. Así, por ejemplo, las puertas son unas mujeres brevemente vestidas que lo observan: “Me miraban los cristales biselados de las puertas

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que daban al patio; ellas tenían poca madera y parecían damas escotadas o de talle muy bajo; las cortinas eran muy tenues y daban la impresión de que uno sorprendiera a las puertas en ropa interior” (Hernández: 156).

Otro de los espacios donde es posible encontrar este tipo de objetos animados es el bar donde el protagonista actúa. La puerta de entrada es uno de los más peculiares del lugar. Esta, como un guardián implacable, detiene el ingreso al local, aunque de manera burlona: “Apenas se ponía la mano en la manija, […] ésta daba vuelta para todos los lados sin ofrecer resistencia. Parecía que la puerta se riera de uno” (Nadie encendía las lámparas: 164). Si surgía la rabia y el deseo de vengarse de la puerta, “entonces uno pegaba un empellón y la puerta rezongaba, pero cedía” (Nadie encendía las lámparas:

164). Sin embargo, cuando ya se estaba adentro, “y apenas se daba la espalda a la calle, la puerta se vengaba descargando un golpe de resorte” (Nadie encendía las lámparas: 164).

El humo del bar es otro de los elementos animados. Este devoraba todo lo que estaba a su paso: “Tragaba mucha de la poca luz que daban unas lamparitas y mucho del color de los trajes. Además, se tragaba las columnitas en que se apoyaba el palco donde tocábamos nosotros” (Nadie encendía las lámparas: 164). Asimismo, en el lugar, se destacan unos lentes que eran de gran ayuda para su dueño, no tanto visualmente sino táctilmente, puesto que le daban indicaciones (haciéndole mover la nariz) para que encontrara cosas y pudiera servir los pedidos: “Era miope y andaba detrás de unos cristales muy gruesos; ellos le aconsejaban con mucha lentitud dónde podía encontrar una cosa; después la nariz oscilaba como una brújula hasta que se detenía apuntando a su objetivo”

(Nadie encendía las lámparas: 164).

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Como se observa, en este relato, la mayoría de los objetos animados tienen personalidades definidas. En el caso de la puerta, esta interactúa de la misma manera que lo haría una persona conflictiva, es decir, provocando daño o ira y reaccionando a la venganza de los otros. El humo, mientras tanto, se comporta como un individuo glotón que come con ansias y en exceso. En lo que respecta a los lentes, estos son caracterizados como seres solidarios que le ofrecen una ayuda fraterna e incondicional al mozo.

También en “El caballo perdido” se advierte esta interacción entre los objetos y las personas. En el relato, esa acción recíproca tiene lugar en la sala de la maestra de piano, antes de las lecciones: “Como fueron muchas las tardes en que ni mi abuela ni mi madre me acompañaron a la lección y como casi siempre Celina […] tardaba en llegar, yo tuve bastante tiempo para entrar en relación íntima con todo lo que había en la sala” (Obras completas 2: 11). Sin embargo, este vínculo cercano entre el narrador y los objetos sólo se produce cuando no hay nadie: “Claro que cuando venía Celina los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado” (Nadie encendía las lámparas: 11).

Uno de los relatos en que se expone con mayor profundidad esa relación íntima de los objetos con las personas es “El Balcón”. Más aún, se diría que ese vínculo es fundamental por cuanto es el elemento articulador de la historia. La protagonista, por ejemplo, está complemente convencida de que los objetos son seres vivos con los cuales es posible mantener relaciones interpersonales cercanas. Por ejemplo, está segura de que el piano era un gran amigo de su madre. Por eso, cuando el narrador --un pianista itinerante-- rompió una de las cuerdas del instrumento, “ella dio un grito” (Nadie encendía las lámparas: 93) como si hubiera presenciado un grave accidente ocurrido a una persona

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querida. Estaba tan conmocionada, que el padre tuvo que tranquilizarla, pero fue en vano:

“Fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza” (Nadie encendía las lámparas: 93).

Sin embargo, la relación que mantiene la muchacha con el balcón es aún mucho más íntima y extraña. El narrador parece intuirla cuando, una noche, vio que ella se dirigió al balcón y, al llegar, “le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona” (Nadie encendía las lámparas: 84).

El vínculo de la protagonista con el balcón es tan intenso, que el desenlace trágico de este la sumergirá en una profunda depresión. Precisamente, con la idea de que el pianista ayude a su hija a superar dicha etapa, el padre le pide que se acerque urgentemente a su casa, pues había ocurrido una desgracia: “Sentimos un estruendo, […] nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto. Cuando llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció” (Nadie encendía las lámparas: 94).

Luego de escucharlo, el narrador cree que la reacción de la mujer se debe a que le ha afectado la luz, pero el padre le explica que se debía a la pena que sentía por la caída del balcón42. No obstante, el narrador sigue sin comprender la importancia de ese hecho, pues es común que los balcones se caigan de viejos. Sin embargo, luego, la muchacha le asegura

42 Señala Julio Rosario Andújar que “un hecho importante en el texto son las dos versiones que se nos ofrecen sobre el derrumbamiento del balcón. El anciano dice que el “balcón se cayó”; la hija que el balcón “se tiró” (Rosario Andújar: 40).

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que no había sido una caída, sino un suicidio: “El no se cayó. Él se tiró” (Nadie encendía las lámparas: 95), cuya causa habían sido los celos que el balcón sentía por él.

Lo más sorprendente, sin embargo, sucede hacia el final del relato, pues la protagonista trata de demostrar que la relación intensa que mantenía con ese objeto no era de corte imaginario: “No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura que él me quería a mí; él me lo había demostrado” (Nadie encendía las lámparas: 95). Más aún, era una relación muy formal, como se desprende del primer verso del poema que ella recita al final: “La viuda del balcón …” (Nadie encendía las lámparas: 95).

Si bien la reacción del pianista revela incredulidad, él, al igual que la muchacha, cree también que los objetos son seres dotados de alma. Incluso, percibe a algunos de ellos como seres indefensos. Tal es el caso de los utensilios que conforman la vajilla --que han tenido que soportar el dominio de las manos y su maltrato: “Cualquiera de ellas [las manos] echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne […]. Por último, los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones” (Nadie encendía las lámparas: 86). Mientras el pianista hablaba, veía que esos objetos, como si fueran animales mansos, “a medida que se iba la luz, […] se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir” (Nadie encendía las lámparas: 86).

Asimismo, de acuerdo al pianista, no sólo existe un vínculo entre las personas y los objetos, sino también entre estas y algunos elementos musicales, como los sonidos y el silencio. Más aún, a este último no sólo lo considera como un ser vivo dotado de alma, sino como alguien provisto de una sensibilidad musical muy exquisita: “Al silencio le

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gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado” (Nadie encendía las lámparas: 81). Sin embargo, el silencio no permanecía por mucho tiempo en ese estado pasivo, ya que “intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones” (Nadie encendía las lámparas: 81).

De esta manera, el silencio es representado como un personaje importante en la música, puesto que participa en la creación artística, al lado del pianista y los sonidos. Su rol es fundamental en tanto provoca una réplica de los sonidos, aunque, a veces, sólo los deja “llenos de intenciones” (Nadie encendía las lámparas: 81). De la interacción entre todos estos elementos surge una obra musical colmada de esas “intenciones” (Nadie encendía las lámparas: 81) o deseos que el oyente debe descifrar.

Durante la conversación que mantienen el pianista y la protagonista sobre el animismo, ella expone una idea sugerente que explicaría la aparición del alma en los objetos: “los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas”

(Nadie encendía las lámparas: 86). No obstante, en ciertos objetos, la existencia de ánima se explicaría por su origen animal o vegetal: “Algunos habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos)” (Nadie encendía las lámparas: 86). Pero, en el caso de su balcón, él “había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él” (Nadie encendía las lámparas: 86).

La protagonista, para apoyar ese planteamiento del surgimiento del alma a partir del vínculo de los objetos con los usuarios, se refiere a la relación interpersonal que mantiene

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con su camisón: “Yo compongo mis poesías después de estar acostada […] y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas […]. El año pasado le dediqué una poesía” (Nadie encendía las lámparas: 87). El hecho de haberle dedicado un poema sería una prueba de la inclinación del camisón por ese arte, desarrollada gracias a la cercanía constante a los escritos de la protagonista y a la comprobación de la coincidencia entre el momento de la escritura y el uso de tal prenda. Todo ello pondría en evidencia que uno de los rasgos del camisón es estar dotado de cierta sensibilidad artística.

También en “El caballo perdido” se desarrolla esa idea de la relación de afinidad entre las personas y sus objetos. Según el narrador, es probable que el uso de determinados objetos se explique por el significado que representen para los usuarios. Además, afirma que es posible que los objetos tengan alguna misión que cumplir en la vida de sus dueños, lo cual explicaría su presencia. Por ello, el narrador está convencido de que el conocimiento profundo de los objetos es una clave para entender a fondo a las personas que los usan y conocer sus secretos:

Ellos habrían entrado en la vida de esas personas, ya fuera por azar, por secreta elección, o por cualquier otra causa desconocida; lo importante era que habrían empezado a desempeñar alguna misión o significarían algo para quien los utilizaba y que yo aprovecharía el instante en que esos objetos no acompañaran a esas personas, para descubrir sus secretos o los rastros de sus secretos (Nadie encendía las lámparas: 16). Si bien tanto el narrador como la muchacha creen en el animismo, parece haber una gran diferencia en la concepción de ambos sobre dicha creencia, lo cual justificaría la incomprensión del primero con respecto al suicidio del balcón. Mientras que el pianista entiende el animismo como parte de un mundo imaginario creado a partir del arte, la muchacha lo concibe como parte del mundo fáctico. La diferencia entre ambos puede verse

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en la forma cómo plantean el animismo: mientras que él lo formula de manera muy estructurada, a través de pequeños relatos, la muchacha lo hace utilizando un discurso menos controlado y refiriéndose a los objetos de una manera natural y emotiva, como si realmente fueran personas que formaran parte de su vida.

Otro relato que expone extensamente el motivo de la animación de lo inanimado es

“Las Hortensias”. En él se plantea la idea de que las muñecas poseen tantas o más cualidades que las atribuidas a las personas. El protagonista es tan fanático de las muñecas de tamaño natural que no sólo tiene en su casa una gran colección de ellas, sino también unos escaparates donde las exhibe, diseñados por unos decoradores profesionales de escenarios teatrales. Las escenas en que aparecen las muñecas son diversas y siempre cuentan una historia que el protagonista debe leer después de verlas representando su rol.

Entre estas muñecas, su favorita es Hortensia, a la que había llamado así en referencia a su esposa (María), puesto que ese era su segundo nombre. Precisamente, las comparaciones que se establecen entre ambas mujeres explican el por qué de la obsesión del protagonista por dicha muñeca.

Si bien María es una mujer real, a lo largo del relato es representada como una muñeca, cuyas características había heredado de su madre, pues esta “tenía una tranquilidad pasmosa; era capaz de pasarse horas en una silla sin moverse” (Obras completas 2: 220).

Paradójicamente, ella empieza a desarrollar su lado humano y sensible partir de su contacto con Hortensia, de la cual no se desprende: “María […] tenía a Hortensia y por medio de ella desarrollaba su personalidad de manera original. Descontarle Hortensia a María era como descontarle el arte a un artista” (Obras completas 2:191). Más aún, Hortensia es vista

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como una parte esencial de María: “Hortensia no sólo era una manera de ser de María sino que era su rasgo más encantador” (Obras completas 2:191). Por ello, el protagonista “se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia” (Obras completas 2:191). Es tal el vínculo entre ambas que cuando Hortensia sufre un corte y es llevada al taller para ser reparada, María es presa de una crisis nerviosa.

Con el tiempo, el esposo se da cuenta de que amaba a Hortensia más que a María y, por eso, termina con ella y convierte a la muñeca en su amante. Sin embargo, luego intenta transformarla, gradualmente, en una mujer normal, gracias a unos sistemas de agua caliente que le colocan y a otros más. Después, como resultado de esos experimentos con la muñeca, el fabricante diseñará una línea de muñecas de tamaño natural llamadas Hortensias que tendrán un enorme éxito de ventas entre el público adulto. De acuerdo a la propaganda de la tienda donde se venden, dichas muñecas son la solución ideal para aliviar la soledad de aquellos hombres poco agraciados y que carecen de habilidades sociales: “¿Es usted feo? No se preocupe. ¿Es usted tímido? No se preocupe. En una Hortensia tendrá usted un amor silencioso, sin riñas, sin presupuestos agobiantes, sin comadronas” (Obras completas

2: 218).

Es importante notar que si bien, en algunas ocasiones, el protagonista cree percibir ciertos movimientos realizados por la muñeca --“Después miró fijamente la muñeca y le pareció tener, como otras veces, la sensación de que ella se movía” (Obras completas 2:

182)--, no se convence del todo de ello. Más bien, con el tiempo, comienza a pensar que ella posee un alma que se comunica a través de ruidos, aquellos provenientes de la fábrica que está al lado del jardín: “Creyó comprender que las almas sin cuerpo atrapaban esos

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ruidos que andaban sueltos por el mundo, que se expresaban por medio de ellos y que el alma que habitaba el cuerpo de Hortensia se entendía con las máquinas” (Obras completas2: 193). Pero, según él, no sólo Hortensia se relaciona mediante estos ruidos, también lo hacen otros objetos de la casa: “Le parecía que los objetos del dormitorio eran pequeños fantasmas que se entendían con el ruido de las máquinas” (Obras completas 2:

211). Este tipo de comunicación explicaría una forma distinta de trasmigración de las almas. Por eso, el protagonista se pregunta:

¿Necesariamente la trasmigración de las almas se ha de producir sólo entre personas y animales? ¿Acaso no ha habido moribundos que han entregado el alma, con sus propias manos, a un objeto querido? Además, puede no haber sido un error que un espíritu se haya escondido en una muñeca que se parezca a una bella mujer. ¿Y no podía haber ocurrido que un alma, deseosa de volver a habitar un cuerpo, haya guiado las manos del que fabrica una muñeca? (Obras completas 2: 194). Ya sea que los objetos sean portadores del alma de otros o que adquieran vida a partir de su relación con los usuarios, lo que revela el animismo de los relatos es una profunda crisis de la subjetividad. Crisis que se refleja no solo en la soledad de los personajes --debido a la imposibilidad de establecer vínculos afectivos con otros-- sino, sobre todo, en su deseo de mantener una relación interpersonal con cualquier cosa --con tal de que sea vista como recíproca y genere bienestar emocional-- aunque dicha relación, a pesar de ser concebida como real, solo sea imaginaria.

En algunos de los cuentos de Felisberto Hernández, como veremos en este apartado, es común la presencia de diversas relaciones anómalas de causa-efecto, puesto que, en ellos, el efecto no es una consecuencia lógica de una causa. Es lo que ocurre, por ejemplo, al final del relato “Nadie encendía las lámparas”, cuando la luz afecta el sonido. Así, según lo planteado en el texto, a mayor luz, mayor sonido y viceversa. Por eso, conforme se iba

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yendo la luz solar, comenzó a bajar el sonido: “Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas” (Hernández: 80). Al no prenderse las lámparas, era tal la oscuridad, que el narrador comenzó a tropezarse con los muebles, hasta que una muchacha le dijo que tenía que hacerle un encargo. Sin embargo, la luz disminuyó tanto que la muchacha ya no pudo pronunciar ningún sonido: “No me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco” (Hernández: 80).

Esta idea de la relación de causalidad entre la luz (causa) y el sonido (efecto), ya puede verse al principio del relato, cuando el narrador describe el ambiente del auditorio donde tiene lugar el recital narrativo: “Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas […]” (Hernández: 75). Pero, al parecer, todavía no llegaba la suficiente cantidad de luz a donde estaba él y, como consecuencia de ello, no podía emitir sonidos con facilidad: “A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos” (Hernández: 75).

En otros textos, sin embargo, se presenta una idea opuesta, pues, en ellos, la luz aparece como consecuencia del sonido. Es el caso, por ejemplo, de “Mi primer concierto”.

En él, el narrador (un pianista), relata las incidencias de su primer concierto. Curiosamente, en lugar de reunirse con el electricista para acordar cómo funcionaría el sistema de luces, lo hace para suspender la luz: “a la noche vino el electricista y combinamos las penumbras de la sala y la escena” (Hernández: 149).

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Para el pianista, no es necesaria la luz porque está convencido de que los sonidos iluminarán, e incluso, encenderán el escenario. Es por eso que, al comienzo del concierto, se ve “como si entrara en el resplandor próximo a un incendio” (Hernández: 151). Además, se refiere al piano como a una máquina que genera calor, pues, en un momento, afirma: “lo apagué bruscamente” (Hernández: 152).

Asimismo, el narrador describe una improvisación que realizó con el instrumento y en la que produjo efectos que, más que sonoros, parecían de luz o calor: “Metía las manos en la masa sonora y la moldeaba como si trabajara con una materia plástica y caliente; a veces me detenía modificando el tiempo de rigor y ensayaba dar otra forma a la masa; pero cuando veía que estaba a punto de enfriarse, apresuraba el movimiento y la volvía a encontrar caliente” (Hernández: 152).

Si bien él había generado fuego con los sonidos, lo había hecho como por arte de magia, por eso, no entendía bien cómo había sucedido: “Yo me sentía en la cámara de un mago. No sabía qué sustancias había mezclado él para levantar este fuego. De pronto caía en un tiempo lento y la llama permanecía serena” (Hernández: 152).

Como se observa, este cuento tiene algunas similitudes con el relato “La metamúsica”, de Lugones43 --analizado en el primer capítulo-- en el que el protagonista

(pianista y científico) está convencido de que las notas musicales son colores que representan las fuerzas que rigen el universo y el espíritu. Por eso, la octava de sol es la

43 Al parecer, Lugones se apoyaba en las teorías teosóficas de Helena Blavatsky --fundamentadas en la cosmogonía hindú--, la cual afirmaba: “Sound is the characteristic of Akâsa (Ether): it generates air, the property of which is Touch; which (by friction) becomes productive of Colour and Light” (Fraser: 796).

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representación del propio astro y, al tocarla, el protagonista genera un incendio que le quema la vista.

En otros relatos, las relaciones de causa y efecto parecen ser aún más absurdas. Así, por ejemplo, en “El Balcón”, la muchacha suele observar a la gente que pasa por la calle a través de los vidrios de colores que tiene el balcón y, a partir de ellos, ha creado una ley de causa y efecto. Esta consiste en una clasificación de personalidades, de acuerdo a los diferentes colores de los vidrios: un individuo que pasa por el vidrio rojo “casi siempre resulta que es violento o de mal carácter” (Hernández: 84) y otro que pasa por el vidrio verde, es calmado, pues “casi siempre les toca a las personas que viven en el campo”

(Hernández: 85). El narrador, luego de escuchar esto y de enterarse, a través de la muchacha, que había pasado por el verde, le dice: “Casualmente a mí me gusta la soledad entre las plantas” (Hernández: 85). La frase “casi siempre” indica que, más que una ley de causa y efecto --que debería funcionar de manera exacta, puesto que se basa en la ciencia o la lógica--, esta es una intervención del azar que a veces coincide con la realidad.

No obstante, lo más curioso es la creación de personajes que efectúa la muchacha

--a los cuales les da el valor de seres reales--, basados en los atuendos de las personas que ve a través de los vidrios. Es decir, los atuendos funcionan como la causa, pues generan la identidad de esos personajes. Así, por ejemplo, el hombre que el pianista ve --y en quien luego se basará ella para crear a uno de sus personajes-- es descrito por él de esta manera:

“Un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mexicanos” (Hernández: 90). Sin embargo, la hija ha creado un personaje muy atractivo, el enamorado de Úrsula, quien “trajo puesto un gran sombrero verde de alas

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anchísimas” (Hernández: 91). Entonces, el sombrero funciona como la causa que determina las cualidades seductoras del personaje y define su personalidad, lo que sería la consecuencia. De esta manera, la ley de la causalidad propuesta por la muchacha se aparta de la relación lógica que existe entre la personalidad de un individuo (causa) y la elección de una prenda (consecuencia) por el placer que esta le produce.

El motivo de la causalidad aberrante aparece también en varios pasajes de “El comedor oscuro”. Esto se observa, por ejemplo, en la manera en que funciona el proceso de emisión de la voz en el cuerpo del narrador-personaje. Generalmente, este proceso se inicia con la voluntad (causa), la cual desencadenará en el sistema nervioso una serie de

órdenes que pondrán en funcionamiento todos los elementos que producen la voz

(consecuencia). Sin embargo, en el caso del pianista, la voluntad no es la causa que genera la voz. Esta parece ser consecuencia de una búsqueda: “Yo fui a hablar y no encontraba la voz; tardé como si hubiera tenido que buscar el sonido en algún bolsillo”. La voz es presentada, entonces, como un objeto perdido que, posiblemente, no se encuentre. En este sentido, la voz corresponde a una consecuencia azarosa y no a una consecuencia segura, garantizada por el funcionamiento normal de un sistema orgánico específico.

Por otro lado, algunos actos compulsivos del pianista tienen consecuencias extrañas.

Uno de ellos consiste en tocar la superficie de los objetos, lo cual le produce el entumecimiento de una de sus manos: “A mí se me había dormido la palma de la mano porque la había estado pasando por el cuero repujado de una silla vecina” (Nadie encendía las lámparas: 160). Esa relación de causalidad es bastante inusual, no sólo porque es improbable que a una persona se le adormezca dicho miembro con solo frotar un objeto,

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sino, además, por el hecho de convertirse en una ley, ya que, en el caso del protagonista, esa sensación es una consecuencia común de la frotación de cualquier objeto. Por ejemplo, es lo mismo que le sucede cuando soba la carpeta: “Yo tenía adormecida la palma de la mano porque la había estado pasando por encima de la carpeta que ahora se veía de un color verde oscuro” (Nadie encendía las lámparas: 159). Además, en este caso, es absolutamente insólito el cambio de color del objeto, consecuencia adicional de la fricción.

Curiosamente, esta operación obsesiva del protagonista es reproducida, luego, por la Sra.

Muñeca: “Después se sentó en el otro extremo de la mesa y se le ocurrió, como a mí, pasar la mano por encima de la carpeta” (Nadie encendía las lámparas: 161).

Asimismo, ciertas reacciones del narrador-personaje no tienen una causa lógica.

Por ejemplo, se preocupa de la caída de un plato luego de que alguien depositara cenizas en

él, como si el peso de estas fuera tan grande que pudiera influir en su equilibrio: “Echó la ceniza del cigarrillo en el platillo de postre y yo creí que el platillo se caería” (Nadie encendía las lámparas: 157). Luego, tiene la misma preocupación con respecto al plato, aunque esta vez sin motivo alguno. En este caso, su pensamiento se traslada a un gesto:

“Yo hice el ademán de agarrar el platillo en un momento que creí que se caería. Ella comprendió y me dijo no tuviera miedo” (Nadie encendía las lámparas: 158). Por otro lado, la deducción de Dolly de que la caída del plato le genera miedo al pianista es también ilógica, pues cómo puede llegar a esa conclusión si no hay ninguna razón para que él se angustie por ello. Lo más curioso, sin embargo, es que su inferencia coincide con lo sentido por el pianista.

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Este motivo se manifiesta, también, en ciertas conductas de Dolly, pues suele realizar acciones que no tienen una relación lógica de causa-efecto. Por ejemplo, cuando llega el pianista, va a la cocina con el objetivo de servirle un postre (causa), pero, cuando vuelve con el plato servido, no sólo no se lo entrega ni menciona que es para él, sino que lo deja encima de una silla (consecuencia), con la mayor normalidad: “En seguida apareció la mujer rubia con un platillo de postre. Se sentó en una silla que había cerca de mi sillón y puso el platillo en otra silla” (Nadie encendía las lámparas: 157).

Por otro lado, en la conversación de la sirvienta la causalidad no consiste en tratar un tema, desarrollarlo y llegar a una conclusión sobre él, sino, en hablar de cualquier tema y desembocar en un mismo punto: la vida de la Sra. Muñeca: “Lo que más la hacía conversar era algo que tuviera que ver con la Sra. Muñeca. Aunque empezara hablando de otra cosa parecía que sin darse cuenta se fuera resbalando despacito hasta caer en el mismo tema” (Nadie encendía las lámparas: 158). De esta manera, pareciera que la consecuencia estuviera delante de cualquier tema inicial de conversación o causa.

El motivo de la causalidad aberrante aparece también en “Menos Julia”. En este relato, la forma de actuar del amigo del narrador se aparta completamente de la lógica. Así, mientras que la búsqueda de la plenitud debe traer como consecuencia un provecho para el individuo que la realiza, ya que su causa es lograr ese bienestar, para el personaje, esta relación causal funciona de manera contradictoria: si bien su propósito es también lograr un estado de satisfacción o felicidad, la consecuencia a la que llega es la opuesta. Lo que ocurre es que, para él, el bienestar significa daño y la plenitud consiste en encontrarse en una situación perjudicial. Por ello, ahora que está enfermo se siente complacido: “Yo

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quiero a mi… enfermedad más que a la vida. A veces pienso que me voy a curar y me viene una desesperación mortal […]”. Aunque le gustaría también aumentar dicha satisfacción o, en otras palabras, empeorar su salud. Debido a ello, parece formular la siguiente relación causal contradictoria: “Si agravas mi mal, te daría una recompensa”, pues le dice al narrador lo siguiente: “Si yo descubriera que tú eres de las personas que pueden agravar mi… mal, te regalaría esa silla nacarada que tanto le gustó a tu hija” (Nadie encendía las lámparas: 116).

Asimismo, la búsqueda de algunos deseos de ese personaje revela también una causalidad aberrante de tipo contradictorio. Así, por ejemplo, si bien la causa que lo lleva al túnel es el anhelo de lograr placer, la consecuencia de estar allí es justamente la opuesta, pues implica desagrado y pena: “Cuando estoy en el bazar deseo este día; y aquí [en el túnel] sufro aburrimientos y tristezas horribles” (Nadie encendía las lámparas: 126).

Por otro lado, otra relación de causa-efecto anómala se observa en el efecto que le produce al personaje la percepción de sonidos agudos y penetrantes: “Tú sabrás que cuando

[…] oía chillar una radio, perdía el concepto de los árboles y de mi vida. Esa vejación me cambiaba la idea de todo: mi propia quinta no me parecía mía y muchas veces pensé que yo había nacido en un siglo equivocado” (Hernández: 119). Como se observa, la consecuencia de esa percepción auditiva le produce tal desequilibrio que es capaz de hacerle perder completamente el concepto de realidad, pues altera, no sólo la percepción de los objetos que están en su entorno y el concepto que tiene de ellos, sino también su conocimiento de sí mismo.

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También es posible encontrar algunos ejemplos de este motivo en “La mujer parecida a mí”. Ello se observa en el relato del narrador- personaje sobre su transformación paulatina en caballo, acontecimiento que se inicia en sus sueños: “Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo” (Nadie encendía las lámparas: 133).

El motivo de la causalidad aberrante se manifiesta en el hecho de que él pueda evocar su vida de caballo, antes de convertirse en uno de ellos, pues el recuerdo sólo es consecuencia del pasado y es imposible rememorar algo que aún no ha sucedido. Esta situación se vincula a otra, sucedida también cuando todavía era hombre: “Una noche que no podía dormir porque sentía hambre, recordé que en el ropero tenía un paquete de pastillas de menta. Me las comí; pero al masticarlas hacían un ruido parecido al maíz” (Nadie encendía las lámparas: 134). Esta asociación representa también una relación causal aberrante, en tanto es absurdo que la menta, al ser masticada, genere el recuerdo del sonido del maíz.

Mediante el vínculo entre ambos elementos, lo que se intenta es reforzar esa causalidad anómala que coloca el recuerdo del protagonista (de su vida de caballo) como un hecho anterior a su metamorfosis.

Asimismo, este motivo aparece en el relato a través de algunos ejemplos de causalidad contradictoria. Esto se observa, por ejemplo, en la manera cómo el caballo percibe el cariño. Si este es dado con delicadeza, le produce molestia: “Ella […] me acarició; pero me hacía daño; […] me pasaba las manos con demasiada suavidad y me producía cosquillas desagradables” (Nadie encendía las lámparas: 140). Contrariamente, si se le toca con rudeza al animal, eso le genera una sensación de confort: “Me acarició el

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cuello y yo me di cuenta, por la manera de darme los golpecitos, que se trataba de un muchacho simpático” (Nadie encendía las lámparas: 140).

En suma, podemos observar que otra de las fuentes de la extrañeza que provoca la lectura de estos relatos se encuentra en la manera en que el autor configura las relaciones de causa y efecto. Llevándolas al extremo de la aberración, se anula una lógica convencional y se propone otra, basada en una anomalía, es cierto, pero que ilumina zonas oscuras del pensamiento y la imaginación, como si reflejara no solamente conductas patológicas, sino también formas alternas de pensar y percibir el entorno. De otro lado, esta aberración en la causalidad es también un componente lúdico que se vincula de manera muy estrecha al empleo del humor en la narración.

En la obra de Felisberto Hernández, el uso de los tropos y otros recursos literarios permite reflejar algunos fenómenos que se presentan dentro de la trama y que muestran ciertas alteraciones experimentadas por los personajes o el narrador. Por lo general, estas alteraciones son perceptivas y evidencian no solo confusiones de la conciencia, sino también de la memoria.

A través de figuras como la metáfora, la sinestesia y las imágenes sensoriales es posible representar algunas de esas alteraciones perceptivas, las cuales muchas veces aparecen de manera repetitiva y, en algunos casos, parecen reflejar fenómenos psíquicos como la alucinación relacionada a problemas de tipo compulsivo. Asimismo, mediante otras figuras, como la animalización, la personificación y la cosificación es posible representar algunas alteraciones de tipo visual. En el caso de la cosificación, su empleo refleja prácticas como el automatismo, vinculado al trastorno de la despersonalización.

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El fenómeno de la despersonalización también es representado a través de la sinécdoque y la metonimia. Mientras que la primera muestra visiones parciales del cuerpo o la pérdida de control de algunas de sus partes, la metonimia --al presentar imágenes de prendas de vestir separas del cuerpo-- refleja sensaciones de extrañeza producidas por la observación del yo como un ente aparte o, asimismo, plasma ciertos fenómenos psíquicos como la percepción de las otras personas a partir de las prendas que usan. En este caso se produce también una especie de visión abstracta del individuo, puesto que sólo se le ven sus ropas y no el cuerpo que las porta.

De otra parte, mediante recursos como la espectacularización o la teatralización de las acciones, el autor intenta mostrar aquello artístico que forma parte de la cotidianidad y, por ello, además de presentar personajes del mundo del espectáculo, sobre todo de orden musical, deriva su mirada hacia individuos comunes y, en muchos casos, extraños, que se comportan de manera artística, aunque sólo lo hagan en soledad. Por otro lado, a través de la representación de ciertas situaciones cotidianas, el autor plasma la percepción de muchas de ellas como si fueran actos sacrificiales.

La animalización es una figura fundamental en el universo de Felisberto Hernández, pues, además de ser utilizada en la caracterización de algunos de sus protagonistas, aparece como tema alrededor del cual giran ciertos relatos. Por ejemplo, es posible hallar esta figura en “Nadie encendía las lámparas”, en la percepción que realiza el protagonista de algunos de los asistentes a su recital narrativo. Así, por ejemplo, la visión de una de las muchachas le recordó la imagen de una gallina: “Bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y

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yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana” (Hernández: 80).

Curiosamente, luego de ello, el narrador también es mostrado como un animal, pues una de las mujeres le dice a la muchacha: “Hay que tener cuidado con éste, mira que tiene ojos de zorro” (Hernández: 80). De esta manera, la palabra zorro, además de denotar astucia, en sentido figurado, adquiere un sentido literal, al reflejar el pensamiento del narrador.

En “Menos Julia”, el protagonista también es caracterizado como un animal.

Primero, como un perro, y, al final del relato, como un cordero. A pesar de que el personaje parece sufrir una transformación, le es imposible al lector tener contacto directo con ella, ya que sólo puede entreverla a través de las referencias que hace el narrador sobre los ruidos que percibe en el túnel y en la casa del amigo. Es en este lugar donde el narrador escucha los pasos de un perro, inmediatamente después de ser auxiliado por el amigo (luego de experimentar una pesadilla): “En ese mismo instante oí pezuñas que bajaban la escalera.

Cuando mi amigo subió de nuevo, le dije que él había dejado la puerta abierta y que había entrado un perro” (Nadie encendía las lámparas: 129).

Después, durante el recorrido por el túnel y en plena oscuridad, se intercalan los gemidos de un cachorro: “A penas habíamos entrado al túnel, se sintieron unos quejidos mimosos y yo pensé en un perrito” (Nadie encendía las lámparas: 129). Esos ruidos aparecen nuevamente durante la dinámica táctil: “Se oyeron con más fuerza los quejidos del perrito y todos nos volvimos a reír” (Nadie encendía las lámparas: 129). Y se producen, además, sólo en las pausas que hace el protagonista mientras habla, pues nunca interceptan su discurso. Ello también explica el por qué este nunca busca al perro para

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callarlo o se molesta por el ruido. Más bien, se fastidia cuando las personas se ríen al escuchar los gemidos y, por ello, pareciera sentir que se están burlando de él: “Alguna de las muchachas se empezó a reír y enseguida nos reímos todos. Mi amigo se enojó mucho y dijo palabras desagradables” (Nadie encendía las lámparas: 129). Además de estas características caninas del personaje, en la parte final, el narrador asocia la imagen de su cabeza a la de otro mamífero: “En ese instante me pareció tan pequeña como la de un cordero” (Nadie encendía las lámparas: 132).

La animalización, además, es muy importante en el relato “La mujer parecida a mí”, pues toda la historia se estructura en base a dicha figura, ya que no sólo el narrador- protagonista --quien sufre la transformación de hombre a caballo-- tiene rasgos animales, sino también la maestra, su protectora. Precisamente, por el hecho de poseer algunas facciones de yegua, el narrador-personaje le encuentra parecido con él: “Vino a saludarla una amiga de la infancia. La amiga recordó un enojo que habían tenido cuando iban a la escuela; y la maestra recordó a su vez que en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo miré sorprendido, pues la maestra se me parecía” (Nadie encendía las lámparas: 137).

Asimismo, “El caballo perdido” es otro de los relatos en que la animalización es esencial. Por ejemplo, está figura aparece en la caracterización de la mujer a quien el narrador observa constantemente en una de las fotografías y por la que siente una gran atracción: “La mujer tenía una cabeza bondadosamente inclinada, pero la garganta abultada, me hacía pensar en un sapo” (Obras completas 2: 14). Por otro lado, él mismo se percibe como un caballo que carga sus recuerdos: “Yo era como aquel caballo perdido de la

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infancia: ahora llevaba un carro detrás y cualquiera podía cargarle cosas” (Obras completas

2: 43).

Pero, de acuerdo al narrador, no sólo las personas son poseedoras de rasgos animales, sino también las ideas abstractas: “Me había quedado la costumbre […] de mirar cómo llegaban los pensamientos: eran como animales que tenían la costumbre de venir a beber a un lugar donde ya no había más agua” (II: 43).

El tropo de la cosificación es también uno de los más empleados por Felisberto

Hernández y varios de sus ejemplos ya han sido analizados en la primera parte de este capítulo, pues sirven para ilustrar algunos casos de automatización. La cosificación se halla, por ejemplo, en uno de los pasajes de “La mujer parecida a mí”, en la imagen de una anciana que es percibida por el caballo: “Era una mujer de pelo blanco. […]. Al verla de atrás con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas y tan agachada, parecía una mesa que se hubiera puesto a caminar” (Nadie encendía las lámparas: 141).

Asimismo, esta figura aparece en el cuento “Mi primer concierto”, cuando el pianista observa a la gente que conforma el público y sus rostros, por ser tan uniformemente blancos, le recuerdan a los huevos: “miré al público de una manera más bien general y distraída; pero alcancé a ver en la penumbra el color blancuzco de las caras como si hubieran sido de cáscaras de huevo” (Nadie encendía las lámparas: 151).

En “las Hortensias” esta figura permite caracterizar al personaje de María, cuya inercia la asemeja una especie de estatua, pues era tan inmóvil que al protagonista “le

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pareció que su mujer tenía puesto un gran vestido de mármol y que la mano que tomaba la baranda, recogía el vestido” (II: 176).

Mientras tanto, en “El caballo perdido”, el personaje de la abuela es representado por el narrador-personaje como un vehículo motorizado: “Ella tardaba en acudir; al fin la sentía venir en mi dirección, como un vehículo que avanza con lentitud, con esfuerzo, echando humo y haciendo una cantidad de ruidos raros provocados por un camino pedregoso” (II: 21). En otras ocasiones, sin embargo, la abuela es vista con una inercia parecida a la de los muebles, por eso, el narrador señala que, cuando se sentaba en el sillón, adoptaba su forma por completo: “Parecía suspendida en el aire. Con su gordura […] cubría todas las partes del sillón” (II: 19).

La personificación es una figura de gran valor en el universo de Felisberto

Hernández, pues como se ha estudiado en la primera parte, permite representar el motivo de la animación de lo inanimado que aparece con frecuencia en sus relatos. En “El caballo perdido” es posible encontrar varios ejemplos de personificación. Así, por ejemplo, el narrador-protagonista cuenta que veía a las sillas de la sala de su maestra como unas muchachas y, por eso, les levantaba las fundas como si fueran sus polleras: “Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso” (II: 11). Esta acción se repetía a menudo y tenía un sentido erótico. Debido a ello, cada vez que el protagonista lo hacía, tenía miedo de ser descubierto, como si estuviera cometiendo un delito: “Una vez las manos se me iban para las polleras de una silla y me las detuvo el ruido fuerte que hizo la puerta que daba al zaguán” (II: 17).

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De otra parte, en “Menos Julia”, la personificación se presenta como una suerte de proyección del punto de vista de los personajes sobre los objetos. Así, por ejemplo, cuando el amigo del narrador señala que --en el momento de pasar por el túnel-- le hace daño el recuerdo de la luz fuerte porque “todas las cosas quedan tan desilusionadas como algunos decorados de teatro al otro día de mañana”, lo que hace es imputar su sentimiento de desilusión a los objetos, cuando los explora a través del tacto.

Es lo mismo que ocurre cuando, al atardecer, ambos personajes pasean por los alrededores de la casa y el narrador observa unos objetos: “La luz era débil y los objetos luchaban con ella” (Nadie encendía las lámparas: 121). De esta manera, parece volverse a presentar esa proyección de la óptica del observador a los objetos, pues, por la falta de luz, quien debe luchar para verlos es él, así como debe hacerlo para reconocer otros parecidos en la oscuridad del túnel.

La personificación es también un tropo muy empleado en el relato “El comedor oscuro”. Por ejemplo, en el bar, el narrador observa los objetos que utiliza Arañita para preparar los cocteles y le parecen seres responsables que cumplen con el rol asignado:

“Parecía que las botellas, los vasos, el hielo y los coladores tuvieran vida propia y hubieran sido educados en un régimen de libertad; no importaba que no obedecieran instantáneamente: ellos eran responsables y todo llegaría a su tiempo” (Nadie encendía las lámparas: 165).

En “Mi primer concierto”, en la parte final, aparece este tropo para caracterizar a la mejor amiga de una de las espectadoras, quien la llevó cerca del pianista para que lo

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conociera: “A la salida y entre un montón de gente, sentí que una muchacha decía: ʽCajita de música, es élʼ” (Nadie encendía las lámparas: 154).

La metáfora, en algunos de los relatos de Felisberto Hernández, es utilizado para representar el cuerpo humano. Por momentos, se emplea para mostrarlo como un espacio geográfico, tal y como ocurre en “Nadie encendía las lámparas”, en el que el narrador observa a una mujer como si fuera un territorio, ya que sus ojos “se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas” (Nadie encendía las lámparas: 75). Esta idea de representar el cuerpo como un mapa o un territorio es quizá una manera más de producir un efecto de cosificación sobre los seres humanos.

En otro relato, “El caballo perdido”, la cara de la abuela del protagonista es comparada con un accidente geográfico, en este caso, una laguna: “Las de las mejillas [sus arrugas] eran redondas y separadas como las que hace una piedra al caer en una laguna” (II:

19).

Sin embargo, esas metáforas del cuerpo como parte de la geografía no son exclusivas de los seres humanos, pues también aparecen en la caracterización de ciertos animales. Por ello, en “La mujer parecida a mí”, los ojos del caballo “eran […] como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas y lejanas” (Nadie encendía las lámparas: 133).

El empleo del símbolo en el relato “Menos Julia”, permite representar el trastorno obsesivo-compulsivo del amigo. Este es simbolizado a través de la imagen del túnel

(donde realiza la dinámica táctil), la cual es presentada como un lugar concreto en el

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interior de su cerebro: “Ahora, al saber que aquella cabeza tenía la idea del túnel, yo la comprendía de otra manera. Tal vez en aquellas mañanas de la escuela, cuando él dejaba la cabeza quieta apoyada en la pared verde, ya se estuviera formando en ella algún túnel”

(Nadie encendía las lámparas: 118).

Por otro lado, en el cuento “El acomodador”, la gorra --que lleva el protagonista la noche en que trata de comunicarse con la muchacha-- se presenta en el relato como un símbolo de los hombres, algo que los convierte en personas, pues sin ella --literalmente-- no son nadie. La decisión de llevar la gorra había sido tomada por él un día antes, pues había visto a la muchacha con un hombre que tenía puesto el mismo accesorio, así como a otros vestidos de igual manera, en diferentes partes de la ciudad. Al narrador, se le vino entonces una idea sobre los hombres de gorra: “Eran seres que andaban por todas partes, pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría” (Nadie encendía las lámparas: 110). La reflexión del narrador implica una certeza sobre sí mismo: él no puede tener nada en común con esos individuos porque, a diferencia de ellos, que lo que intentan es normalizarse a través del vestido, él es una persona con cualidades extraordinarias y, por lo tanto, un ser marginal. No obstante, es consciente que para que pueda ser percibido por la muchacha tiene que llevarla. Y, realmente, tiene efecto, pues, como si fuera una señal o una luz, logra que la mujer, rápidamente, se detenga o despierte: “Apenas ella apareció en el fondo de la sala yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como con un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer las señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra” (Nadie encendía las lámparas: 110).

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La sinécdoque es también muy importante en los cuentos de Hernández y permite exponer algunos fenómenos de despersonalización. Esta situación, por ejemplo, es mostrada en el relato “El acomodador” en la incapacidad del protagonista de controlar su visión, pues sus ojos se han independizado de su cuerpo y se mueven por voluntad propia:

“No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella” (Hernández:

111)

Por otro lado, en “Menos Julia”, la sinécdoque es una figura esencial, puesto que todo el relato está estructurado en base a ella. Esto se observa, por ejemplo, en la dinámica del tacto (realizada en el túnel), pues aquel que la practica --conforme se afianza en ella-- experimenta una separación progresiva de las manos del propio cuerpo. En el caso del narrador, además de ser consciente de este proceso de autonomía de las manos, siente empatía por ellas. Sin embargo, decide no mimarlas (como haría un padre con sus hijas)-- evitando tocar todos los objetos que les son agradables:

Toqué unos géneros con flecos y de pronto me di cuenta de que eran guantes. Me quedé pensando en el significado que eso tenía para las manos y en que se trataba de una sorpresa para ellas y no para mí. Mientras tocaba un vidrio se me ocurrió que las manos querían probarse los guantes. Me dispuse a hacerlo; pero me detuve de nuevo; yo parecía un padre que no quisiera consentirles a sus hijas todos los caprichos (Nadie encendía las lámparas: 128).

En el caso de su amigo, debido a que este “estaba demasiado adelantado en aquel mundo de las manos” (Nadie encendía las lámparas: 127), según el narrador, probablemente “habría hecho desarrollar inclinaciones que permitieran vivir una vida

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demasiado independiente” (Nadie encendía las lámparas: 127). El libre albedrío de dichas extremidades ya se había advertido cuando el amigo “había levantado las manos y ellas parecían esperar que se les acercaran objetos o tal vez caras” (Nadie encendía las lámparas:

117).

Asimismo, el narrador cree que su amigo ha llegado a un nivel mayor de desprendimiento, pues parece haber experimentado no sólo la separación de sus manos, sino también de sus dedos, los cuales se juntarían nuevamente al momento del tacto:

“Entonces yo pensé que él iba sembrando sus dedos en la oscuridad; después los recogería de nuevo y todos se reunirían en la cara de la muchacha” (Nadie encendía las lámparas:

122).

En “El Balcón”, se presenta también esa imagen de las manos separadas del resto del cuerpo, sólo que en este caso no sólo son autónomas, sino también tiranas con los objetos: “Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar, ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos” (Nadie encendía las lámparas: 85).

Asimismo, desde el comedor de la casa del balcón, la visión de los transeúntes se fragmentaba, pues “el comedor estaba a un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda” (Nadie encendía las lámparas: 85).

En el relato “La mujer parecida a mí”, el caballo sufre un proceso de despersonalización pues, no sólo siente que su cuerpo no le responde sino que percibe en él

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una profunda escisión de su propio ser: “Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir una vida independiente y no realizar ningún esfuerzo; parecían sirvientes que estaban contra el dueño y hacían todo de mala gana. Cuando yo estaba echado y quería levantarme, tenía que convencer a cada una de las partes” (Nadie encendía las lámparas: 135).

En los relatos de Felisberto Hernández, la metonimia que aparece con más frecuencia es la del tipo objeto poseído por poseedor, en el que la ropa remite al usuario.

Este tropo se halla, por ejemplo, en algunos pasajes de “El comedor oscuro”, pues, en ciertos momentos, la Sra. Muñeca es caracterizada solamente a través de su vestimenta: “A los pocos instantes alcancé a ver una mancha violeta pegada a la puerta que daba al zaguán”

(Nadie encendía las lámparas: 158). Como se observa, la ropa aparece difuminada como una suerte de trazo pictórico abstracto.

En otro momento, el narrador dirige su mirada hacia la Sra. Muñeca y su hermano y sólo ve sus prendas moviéndose: “Vi salir del comedor oscuro, primero el vestido violeta y, a poca distancia, los pantalones negros del hermano” (Nadie encendía las lámparas: 163).

En algunos relatos de Felisberto Hernández, es posible establecer ciertos vínculos entre este tropo y otro también muy utilizado por el autor, la personificación. Por ejemplo, en “El balcón”, el proceso a través del cual los objetos adquieren alma --planteado por la protagonista-- presenta, curiosamente, algunas coincidencias con estas dos figuras literarias: la relación entre los seres humanos y los objetos --que convertiría a estos en seres poseedores de espíritu-- encaja con la metonimia de tipo “objeto poseído por poseedor”, la cual, luego de un tiempo, se transformaría en una personificación, pues los

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objetos desarrollarían una personalidad propia y ya no tendrían que definirse en base al vínculo con el poseedor o el usuario.

Las imágenes sensoriales son también algunas de las figuras más empleadas por

Felisberto Hernández, especialmente las imágenes visuales, pues mediante ellas el autor consigue plasmar acertadamente el fenómeno de la alteración visual, como se ha observado en la primera parte de este capítulo. Asimismo, en ciertos relatos, algunas imágenes de este tipo aparecen de manera reiterada, pues su percepción evidencia el trastorno obsesivo- compulsivo de ciertos personajes. Tal es el caso de la imagen del paisaje de los cisnes que aparece en “El comedor oscuro”, la cual, en el contexto del relato, funciona como una unidad de longitud. Por eso, es utilizada por el narrador no sólo para medir la estatura de la gente que va a la casa, sino, también, para clasificarla de acuerdo a ella. Así, gracias a esta unidad de medida, ha podido comprobar que, mientras que la cabeza de la sirvienta está a la misma altura que la de la cigüeña, la de la Sra. Muñeca sólo llega al nivel de sus patas.

Sin embargo, en la forma en que el pianista describe el paso de la Sra. Muñeca por la puerta, pareciera que quien estuviera midiéndose la estatura fuera ella y que se hubiese hecho el moño, a propósito, con el objetivo de aumentar de tamaño: “Llevó el promontorio hacia la puerta del comedor, a pesar de todo aquel pelo, apenas alcanzaba a las patas de la cigüeña del pescado en el pico” (Nadie escondía las lámparas: 157).

Además de ese tipo de imágenes, en la obra del autor uruguayo es posible hallar algunos ejemplos de imágenes auditivas, las cuales, generalmente, aparecen de manera reiterada y tienen un carácter alucinatorio. Ello puede apreciarse en “El acomodador”, relato en el que el narrador-personaje experimenta, constantemente, la percepción auditiva

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del descuartizamiento de un cuerpo. Esta percepción empieza el mismo día en que sus ojos se transforman en luces: “No había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz […]. Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha” (Nadie encendía las lámparas: 101). Luego, después de una pesadilla, vuelve a escuchar el mismo ruido: “En la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha” (Nadie encendía las lámparas: 108). Curiosamente, estos sonidos se vinculan con lo efectuado por el acomodador en un momento del relato, cuando observa a la muchacha y parece que la estuviera despedazando con la luz, hasta llegar a su calavera.

También en “Las Hortensias” aparece frecuentemente una imagen auditiva: los ruidos de las máquinas de la fábrica que está al lado de la casa del protagonista. Así, por ejemplo, al comienzo del relato, el protagonista “Oyó con simpatía como en la infancia, el ruido atenuado de las máquinas y se durmió” (Nadie encendía las lámparas: 177). Luego, empezó a escucharlos con más detenimiento: “Empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo […]. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados” (Nadie encendía las lámparas: 180). Con el tiempo, comienza a sentir que esos ruidos son la única forma que tienen las muñecas y otros objetos para comunicarse, en especial, Hortensia. Curiosamente, al final del relato, cuando se vuelve loco, lo encuentran yéndose como poseído hacia el lugar de donde provenía el sonido: “Horacio estaba loco […]. Lo empezaron a buscar y de pronto oyeron sus pasos en el balastro del jardín. […]. Y cuando María y el criado lo alcanzaron, él iba en dirección al ruido de las máquinas” (II: 233). El hecho de que la historia empiece y culmine con los

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ruidos y, de esta manera, trace una relación de estos con el ciclo vital del protagonista, explica mejor las cualidades automáticas de este, así como su cercanía con las muñecas.

Igualmente, la sinestesia es uno de los tropos que más destacan en la obra de

Felisberto Hernández, tal y como puede apreciarse en los ejemplos que ilustran el motivo de la causalidad aberrante, analizado anteriormente. La sinestesia, por ejemplo, es esencial en “Menos Julia”, pues en este relato no sólo se establece constantemente una relación de semejanza entre la percepción visual y la táctil, sino también entre esta y la de tipo auditivo.

Así, la dinámica del túnel (aunque corresponda a un espectáculo compuesto de silencios) no sólo es similar a la composición musical en cuanto a su estructura, sino, sobre todo, en los efectos que produce.

Por otro lado, en el mismo cuento, el personaje de Alejandro, el cual sólo se relaciona con su novia a través del teléfono, parece experimentar una experiencia sinestésica. Así, cuando hablan, confunde los órganos que se usan para escuchar con los que se emplean para tocar, pues “él apenas la toca con los oídos y las intenciones” (Nadie encendía las lámparas: 120).

Este tropo también es fundamental en el relato “El Balcón”. Por ejemplo, aparece durante la conversación que entablan el padre de la protagonista y el narrador --luego del concierto ofrecido por este-- en la que aquel expresa su pesar por el hecho de que su hija no pueda disfrutar de su interpretación: “Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música” (Nadie encendía las lámparas: 81). Inmediatamente, el narrador trata de encontrar una causa: “No sé por qué se me ocurrió que la hija se había quedado ciega” (Nadie encendía las lámparas: 82), pero luego se rectifica: “Enseguida me di cuenta que una ciega

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podía oír” (Nadie encendía las lámparas: 82). Sin embargo, en este acto fallido está contenida una de las ideas más interesantes del texto: la música es de la misma naturaleza que la luz. Por ello, la madre de la muchacha, cada vez que tocaba el piano, era como si iluminara los sonidos: “Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos” (Nadie encendía las lámparas: 84). Y luego, cuando el visitante toca el piano, éste afirma: “Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas” (Nadie encendía las lámparas: 91).

Otro ejemplo de sinestesia está presente en “La casa inundada”, cuando la criada le cuenta al narrador acerca de los problemas de salud de su patrona. Esta, como una especie de Quijote, se había enfermado debido a la lectura excesiva de los libros, aunque no de locura sino de sordera: “Entonces empezó a contarme el mal que le había hecho a su ama

ʽtanto libroʼ; y ʽhasta la habían dejado sorda, y no le gustaba que le gritaranʼ” (II: 239). Lo más lógico sería pensar que la lectura podría afectar la visión, pero no la audición.

Obviamente aquí la relación de causa y efecto entre el uso de la vista y su desgaste, se desvía. Por otro lado, podría decirse también que, en el contexto del relato, leer equivale a escuchar, como si al pasar la vista por las letras se escuchara una voz proveniente de los libros pronunciando los significantes. En todo caso, lo que se representa es el modo de operar de una lógica distinta.

Otros rasgos de la representación que acentúan el efecto de extrañeza son la espectacularización de las acciones o la ritualización de estas. En cuanto a la primera, puede decirse que este aspecto está ligado al carácter de la mayoría de personajes,

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relacionados, por lo general, con el mundo del espectáculo, en especial, de índole musical, ya que la mayoría son pianistas. Sin embargo, en este apartado, se hará un análisis de aquellos personajes, que no siendo artistas, también ven la realidad como un espectáculo.

En el relato “El acomodador”, por ejemplo, la idea del espectáculo dentro de la cotidianidad se presenta como parte del universo de la casa donde se llevan a cabo las cenas gratuitas, pues el lugar tenía “un hall casi tan grande como el de un teatro” (Nadie encendía las lámparas: 98) y el dueño llegaba como un director de orquesta, pero “lo único que dirigía era el silencio” (Nadie encendía las lámparas: 98). La forma en la que este personaje dirige la orquesta de comensales es descrita así: “Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos; […]. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí” (Nadie encendía las lámparas: 98).

Por otro lado, es curioso ver la forma cómo se enfoca el tema del espectáculo en este relato, pues en lugar de dirigir la mirada hacia las funciones de espectáculo teatral o cinematográfico, esta gira de modo radical hacia un personaje marginal de ese mundo, el acomodador de un teatro, cuyos ojos iluminados son un espectáculo por sí mismo. Es lo mismo que ocurre en el relato “El comedor oscuro”, donde la idea del espectáculo se traslada hacia un personaje secundario que forma parte de ese universo. En este caso, se trata de un barman llamado Arañita.

En el relato es interesante la manera cómo se invierten los personajes, pues los músicos son colocados como individuos a los que el público no hace el menor caso. Es más, parecen haber sido escondidos o anulados por el humo del local: “Había sido el humo

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quien hubiera elevado nuestro palco hasta cerca del techo blanco. Como si fuéramos empleados del cielo, enviábamos a través de las nubes de humo aquella música que los de abajo no parecían escuchar” (Nadie encendía las lámparas: 164).

A diferencia de los músicos, Arañita es presentado como un artista sensacional, cuyo mérito atrae a un gran número de asistentes al local. Si bien su actuación sólo consiste en preparar los cocteles, dicha actividad se parece más a los espectáculos de magia, pues no “se sabía cuál era el preciso instante en que él tomaba o dejaba una botella; la vista no alcanzaba a sincronizar el tiempo exacto que él daba impulso a un objeto y el tiempo en que el objeto obedecía” (Nadie encendía las lámparas: 165).

Asimismo, en “Menos Julia”, la dinámica que se produce en el túnel es percibida por el protagonista como un espectáculo musical. Por ello, al aludir a Alejandro --uno de los que la organizan-- aquel afirma: “Compone el túnel como una sinfonía” (Nadie encendía las lámparas: 120). Y, además, se refiere a él como a un gran compositor clásico:

“Este es un gran romántico; es el Schubert del túnel. Y además tiene más timidez y más patillas que Schubert” (Nadie encendía las lámparas: 120). Luego, el protagonista establece un paralelismo entre la música y la experiencia táctil del túnel, pues, mientras escucha un disco de Debussy, afirma:

--Te invito a oír el cuarteto de Don Claudio.

Me hizo gracia la familiaridad con Debussy. Nos recostamos en los divanes: y en una de las veces que fue a dar vuelta un disco, se detuvo con él en la mano para decirme:

--Cuando estoy allí [en el túnel] siento que rozan ideas que van a otra parte (Nadie encendía las lámparas: 124).

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Por otro lado, Alejandro suele llevar implementos del espectáculo teatral para crear efectos de sonido: “Lo curioso es que oíamos el viento, pero no lo sentíamos ni en las manos ni en la cara. […]. [Era] una máquina para imitar el viento que [le] prestó el utilero de un teatro” (Nadie encendía las lámparas: 128).

De otra parte, luego de reconocer los objetos, el protagonista acostumbra echarse en un diván y recordar lo experimentado allí, como si fuera una narración psicoanalítica, pero hecha para sí. Es por ello que, cuando este personaje y el narrador terminan de pasar por el túnel, aquel acomoda unos divanes para que ambos evoquen su experiencia: “En su pieza empezó a acomodar los divanes de manera que cada uno mirara en sentido contrario y nosotros no nos viéramos las caras. Él fue descargando su cuerpo en un diván y yo en otro.

Me entregué a mis pensamientos y me juré internarme, todo lo posible, en aquel asunto”

(Nadie encendía las lámparas: 124).

Sin embargo, estos recuerdos aparecen como si formaran parte de una proyección personal de imágenes fotográficas o una película íntima: “Me tiro en un diván y empiezo a evocar lo que he recordado o lo que ha ocurrido allí. Ahora me cuesta hablar de eso. Esta luz fuerte me daña la idea del túnel. Es como la luz que entra en las cámaras de los fotógrafos cuando las imágenes no están fijadas” (Nadie encendía las lámparas: 119).

También en “El caballo perdido” se plantea la idea de los recuerdos como una performance personal en la que el espectador se aparta de ellos como si estuviera frente a una representación teatral. La visualización de ese espectáculo produce en el individuo la sensación de estar frente a una situación actual y no a una de un tiempo anterior: “En la

última velada de mi teatro del recuerdo hay un instante en que Celina entra y yo no sé que

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la estoy recordando. Ella entra, sencillamente; y en ese momento yo estoy ocupado en sentirla. […] El alma se acomoda para recordar, como se acomoda el cuerpo en la banqueta de cine” (II: 32)

La espectacularización de las acciones es también una estrategia de representación fundamental en “Las Hortensias”, pues este relato tiene como foco central una exhibición de muñecas que se renueva constantemente. Dicho espectáculo, montado por un grupo de diseñadores de escenarios, tiene lugar en la casa del protagonista y consiste en una serie de vitrinas en las que se exponen diversas escenas interpretadas por muñecas de tamaño natural. Este es un espectáculo personal que le permite al personaje imaginar lo que estas escenas intentan representar. Así, por ejemplo, en una de ellas vio a una muñeca vestida de novia que tenía los ojos abiertos dirigidos al techo. El protagonista, mientras la observa, piensa en varias posibilidades, antes de leer el papel que narra la historia en que está basada la escena:

No se sabía si estaba muerta o si soñaba. Tenía los brazos abiertos; podía ser una actitud de desesperación o de abandono dichoso. Antes de abrir el cajón de la mesita y saber cuál era la leyenda de esa novia, él quería imaginar algo. Tal vez ella esperaba al novio, quien no llegaría nunca; la habrían abandonado un instante antes del casamiento; o tal vez fuera viuda y recordara el día en que se casó (Nadie encendía las lámparas: 180).

En cuanto a la representación de ciertas situaciones cotidianas como actos sacrificiales, este planteamiento aparece en algunos relatos como producto de ciertas alteraciones relacionadas con la percepción, las cuales generan en los personajes la apreciación de algunas prácticas como rituales. Por ejemplo, en “El acomodador”, el protagonista advierte que la práctica de ver a la muchacha todas las noches se ha convertido para él en una suerte de ritual: “Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos

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encontrado, era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato” (Nadie encendía las lámparas: 110). Este mandato es la visión que realiza el protagonista del cuerpo de la muchacha hacia el final del relato, pues corresponde a una especie de sacrificio humano, en el que la muchacha sería la ofrenda.

También en las reflexiones que realiza el acomodador sobre la importancia que, para él, tiene su luz, sobre todo porque esta le permite penetrar un mundo que está vedado para los demás, la idea de “penetrar” no sólo implica acceder a ese mundo prohibido, sino también, atravesarlo de manera violenta y, por ello, implica un sacrificio para quien está expuesto a esa luz --en este caso, la muchacha: “Ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso […] de saber, yo solo […], que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás” (Nadie encendía las lámparas: 110).

En “Menos Julia”, la dinámica de identificar los objetos a través del tacto corresponde a un ritual de carácter obsesivo44, el cual tiene partes precisas y no puede ser interrumpido. Además, este tiene lugar en un túnel, cuyo parecido con una iglesia es evidente: “Las muchachas estarán esperándonos dentro, hincadas en reclinatorios a lo largo

44 Esta dinámica tiene similitudes con un rasgo del trastorno obsesivo-compulsivo: el ritual obsesivo, pues este consiste en “ una serie compleja de movimientos, actitudes y ceremonias que realiza el individuo para evitar la angustia, experimentándola como algo imperativo e imprescindible, cargado de una serie de significados muy peculiares y subjetivos, aparentemente incomprensibles” (Ríos Carrasco: 234). Si bien, para la psiquiatría, este “se diferencia de otros tipos de actos rituales en que éstos últimos tienen una significación cultural para un determinado grupo de personas o comunidades” (Ríos Carrasco: 236), en el relato, el autor traza un vínculo, de manera irónica, con el ritual católico de la misa y la experiencia espiritual de tomar contacto con el cuerpo sacrificial de Cristo. De esta manera, parece presentar esta última como si se tratara de una experiencia imaginaria más.

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de la pared de la izquierda y tendrán puesto en la cabeza un paño oscuro. A la derecha habrá objetos sobre un largo y viejo mostrador. Yo tocaré los objetos y trataré de adivinarlos. También tocaré las caras de las muchachas y pensaré que no las conozco”

(Nadie encendía las lámparas: 117).

De igual manera, algunos de los elementos que se utilizan en el túnel se presentan, irónicamente, como seres sacrificiales. Así, el pollo, luego de ser percibido de manera táctil, aparece en un sueño del narrador dentro de una especie de sepulcro (como una suerte de Cristo): “Recordé lo que había soñado: Mi amigo y yo estábamos parados frente a una tumba; y él me dijo: ʽ¿Sabes quién yace aquí? El pollo en su caja.ʼ Aquella tumba era como una heladera que imitara graciosamente a un sepulcro y nosotros sabíamos que allí se alojaban todos los muertos que después comeríamos” (Nadie encendía las lámparas: 125).

Luego de mostrar estos ejemplos en los que se ha examinado, por un lado, los motivos más recurrentes en la obra de Hernández y, por otro, el empleo de los tropos y las figuras literarias como la llave que permite precisamente plasmar dichos motivos, nos encontramos entonces ante dos fuentes centrales de la excentricidad y la extrañeza en estos cuentos de Hernández, esos rasgos que permiten distanciarlo de lo fantástico pero que de algún modo siguen problematizando una inscripción genérica fluida. En esa dificultad radica, sin duda, el valor de estos relatos, la marca de su originalidad.

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CAPÍTULO VI

CONCLUSIÓN

La inscripción de los autores de este corpus en el género fantástico no es excluyente, puesto que los relatos que aquí se ha examinado pertenecen más bien a la tradición de los relatos extraños. En cuanto a Leopoldo Lugones, es necesario remarcar que el valor del conjunto de motivos y técnicas presente en Las fuerzas extrañas no sólo radica en el hecho haber constituido un repertorio que vincula estrechamente la obra poética y narrativa del autor, sino en el hecho de haber sido parte de un importante legado para los narradores de cuentos fantásticos y extraños en lengua castellana que le sucedieron, como por ejemplo sus compatriotas Jorge Luis Borges o Julio Cortázar.

Sobre el primer motivo, el de la catástrofe, es necesario destacar que, en varios de los relatos, este evento funesto es presentado también como una oportunidad para el goce estético, pues es concebido por los protagonistas como un espectáculo insólito y siniestro.

Por ello, estos personajes --que no son necesariamente artistas, puesto que se dedican a diversas actividades, entre ellas la labor científica-- se asocian con la imagen del artista decadente, el cual es representado tanto por su hedonismo como por su postura elitista.

En relación al motivo del científico-demente, se observa tres tipos distintos: uno para quien la ciencia es, básicamente, un medio para reforzar el engranaje capitalista de abuso y dominio (“Yzur”), otro que concibe la ciencia como una herramienta útil para la búsqueda del mal, el cual es concebido como un ideal estético (“Viola Acherontia”) y, por

último, aquél que ve la ciencia como un mecanismo liberador pues le permite establecer

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contacto con las fuerzas incognoscibles del universo (“La fuerza Omega”, “La metamúsica” y “El psycon”).

Con respecto al motivo de la relación de identidad entre el hombre y el mono, en

“Un fenómeno inexplicable”, el desdoblamiento que experimenta el personaje permite colocarnos frente al umbral del fenómeno del doble, vinculado aún a una dramatización del proceso de desplazamiento de la conciencia que se subdivide o de la disociación entre cuerpo y psiquis. Así, a pesar de que el narrador ha constatado de que la sombra del inglés es la de un mono y que este declara que dentro de él coexisten dos personas distintas, podemos afirmar que la escisión no se ha presentado de manera radical a nivel físico, ya que ambas personalidades comparten el mismo cuerpo y, por lo tanto, este desdoblamiento no presenta todavía las características de los dobles presentes en la literatura latinoamericana fantástica posterior.

En el caso de “Yzur”, la comprobación de la tesis científica de que los monos pueden hablar demuestra que Yzur es un ser liminar (“hombre” y “bestia”), tal y como el protagonista de “Un fenómeno inexplicable”. Asimismo, a través del experimento, el mono se humaniza (o recuerda su humanidad) y, al hacerlo, no sólo toma conciencia de su condición de subalterno, sino que ello lo enfrenta al trauma de la explotación y de la resistencia (el no hablar), lo cual le produce una profunda tristeza.

En cuanto al aspecto técnico, en Las fuerzas extrañas, Lugones emplea muchos de los elementos retóricos y estilísticos del simbolismo francés, tales como la sinestesia, los símbolos, las analogías implícitas y explícitas, la antítesis y la musicalidad. Sin embargo, la intención es muy diferente a la de los poetas simbolistas, pues, en la obra el autor

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uruguayo esos recursos ya no son estilísticos, se han transformado en leyes físicas. El objetivo es hacer tangible el mundo de las fuerzas que rigen el universo, como consecuencia del pandeterminismo.

Finalmente, es pertinente subrayar que la literalización de los recursos retóricos en la obra de Leopoldo Lugones, ya empleada en su obra poética, no puede entenderse simplemente como un reflejo de una tendencia del autor a la estructura orgánica (como señala Pierina Moreau), sino, como una manifestación de su concepción de la literatura como un espacio de libertad donde el artista pueda expresar su mundo interior y su cosmovisión, a través de todos los medios posibles.

En referencia a Horacio Quiroga, como se ha visto en la lectura de algunos de sus cuentos, estos pueden tener una explicación lógica, pero esa explicación es desafiada de manera constante por la irrupción de lo insólito y la aparición de diversas manifestaciones de lo siniestro.

Estos desafíos a la racionalidad en los relatos se organizan y articulan sobre la base de ciertos motivos recurrentes, como la influencia de sustancias narcóticas que alteran la percepción del entorno de los personajes, la presencia de la sangre y la enfermedad, así como también el despliegue de unas estrategias de representación, como la estilización de lo grotesco, la espectacularización o carácter performativo de las acciones o la transfiguración de los tropos o figuras literarias.

Estos elementos son determinantes para rastrear una serie de constantes en el conjunto de relatos aquí analizado. Una de esas constantes, por ejemplo, es que la manifestación de lo extraño o las sensaciones de horror y de lo siniestro son en esencia

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experiencias sensoriales que se dan como consecuencia del consumo de narcóticos, sustancias alucinógenas y sicotrópicas. De esta manera el mundo se torna eminentemente sensorial, desterrando del individuo no solo lo biográfico, sino también vaciando su psicología.

Esta despersonalización resulta entonces coherente con unas estrategias de representación que buscan colocar al sujeto como un mero “operador mental”, como una entidad que cumple un rol o un papel sobre un escenario. No obstante, en contraste con esta caracterización del hombre, en varios de los relatos de Quiroga, gracias al empleo de la personificación, los animales sí son descritos como seres poseedores de conciencia y de valores, actuando de manera consecuente con ellos. Asimismo, los animales no sólo son presentados como seres dotados de habla y pensamiento, sino como competentes para comprender el mundo humano, mientras que los seres humanos no sólo son incapaces de comprender el mundo animal, sino también el suyo propio.

En lo tocante a Silvina Ocampo, se ha analizado la manera en que lo extraño y lo siniestro encuentran su cauce de expresión. Por un lado, estos fenómenos se articulan en torno a diversos motivos: el viaje, la identidad ilusoria, la institutriz cruel y la perversidad infantil.

El primero de estos motivos no implica necesariamente un viaje físico, pues en muchos casos se trata de viajes a través del recuerdo y la imaginación --ambos, por lo general, equivalen a lo mismo, pues el recuerdo funciona también como una creación ficcional. En todos ellos, el viaje corresponde a un mecanismo de escape de la propia

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identidad y del medio represivo en el que están insertos los personajes, especialmente las mujeres.

En lo que se refiere al motivo de la identidad ilusoria, mediante él la autora evidencia el problema del escape como una conducta patológica vinculada a trastornos de despersonalización y de identidades múltiples. Además, a través del motivo de la institutriz cruel, la autora muestra cómo esos trastornos se convierten en las acciones violentas de esas trabajadoras domésticas que, a su vez, reflejan las ansiedades de las madres --al ser las primeras una especie de extensión de las últimas.

Por otro lado, el motivo del niño perverso presenta las consecuencias que traen esas conductas pérfidas de madres e institutrices (actitudes que, en el fondo, son respuestas a la coerción del orden patriarcal) en sus víctimas, los niños. Del mismo modo, dichas conductas infantiles son una forma insólita de presentar el tema de la guerra generacional, pues se presenta no en adolescentes, como es común, sino en niños, incluso muy pequeños.

De otra parte, Ocampo suma a este cuadro de tópicos dos estrategias de representación que consisten, la primera, en el uso marcado de tropos como la metonimia, la sinécdoque, la antítesis, la sinestesia o el oxímoron, para encarnar estos fenómenos; mientras la segunda apunta a acentuar el rasgo teatral y espectacular de las acciones y, de esta manera, representar una compleja serie de manifestaciones de lo extraño y lo siniestro que predominan en el universo planteado en los relatos materia de esta lectura.

El último capítulo analiza la presencia de algunos motivos en la obra de Felisberto

Hernández (la alteración visual, el automatismo, la animación de lo inanimado y la

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causalidad aberrante). La presencia reiterada de estos motivos delata problemas de diversa

índole: percepciones alteradas, confusión de los límites entre lo imaginario y lo real, alteraciones de la conciencia de los personajes, entre otros.

En cuanto a la alteración visual, esta se refiere a la forma en que los personajes procesan las imágenes que reciben del exterior de acuerdo a su imaginación, deseos o pulsiones íntimas. El automatismo, por otro lado, muestra una profunda crisis de la identidad. La animación de lo inanimado, mientras tanto, corresponde a una respuesta a la soledad y a la incapacidad para establecer vínculos afectivos. Otro motivo central en

Hernández que contribuye a acentuar la sensación de extrañeza es la causalidad aberrante, el cual se refiere a algunas relaciones extrañas de causa-efecto, pues el efecto no aparece como consecuencia lógica de una causa. Asimismo, este motivo quiebra la lógica convencional para mostrar formas alternativas de pensar y de percibir el entorno, además de ser una forma de insertar el humor en estos relatos.

Utilizando tropos como la metáfora, la sinestesia y las imágenes sensoriales

Hernández puede representar alteraciones perceptivas que, en algunos casos, muestran fenómenos psíquicos como la alucinación, relacionada a trastornos mentales. Del mismo modo, gracias al empleo de otras figuras, como la animalización, la personificación y la cosificación se hace posible representar algunas alteraciones de tipo visual. En el caso de la cosificación, su uso refleja prácticas como el automatismo, vinculado al trastorno de la despersonalización.

De otra parte, mediante recursos como la espectacularización o la teatralización de las acciones, el autor intenta mostrar a algunos personajes que a pesar de no ser artistas

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estrictamente hablando, sino más bien seres marginales en el mundo artístico se comportan como si fueran artistas. En ocasiones veremos cómo el narrador parece privilegiar el enfoque de estos personajes dejando de lado a los verdaderos artistas. Por otro lado, a través de la representación de ciertas situaciones cotidianas, el autor plasma la percepción de muchas de ellas como si fueran actos sacrificiales.

La suma de todos estos elementos, en los cuatro autores que analiza esta investigación, intenta dar cuenta de lo extraño como una marca de singularidad en sus obras, pero también un punto de inflexión para debatir su inserción en lo fantástico que, como se ha visto hasta ahora, no resulta ser tan adecuada.

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