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No culpes al destino

Antonia Arjona Diaz

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A mi marido, que hace mis sueños suyos y me empuja a alcanzarlos. Te quiero, amor. A mis hijas, Chris y Jenny, dos increíbles personas de las que me siento muy orgullosa. A mis nietos, Lucas y Marion, que siendo tan distintos e iguales, ocupan la misma parcela en mi corazón. Y a todas esas personas que os habéis ganado el especial lugar que ocupáis en mi vida, gracias de corazón.

El éxito es la suma de pequeños esfuerzos repetidos día tras día. Robert Collier

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—De volver a nacer… O mejor aún, si el mundo me diera una nueva oportunidad, no cometería el mismo error. Amor, sé que lo he hecho mal, todo lo mal que he podido. Lo siento, ¡de veras! —empezó a decirle, Eneko a Irene, después de besarla en la frente—. Cuán ingenuo se es al dejar el destino en manos de los demás. Si la estupidez humana no conoce límites, la mía no tiene parangón —ella lo mira, embobada, enamorada como el primer día que lo vio. «¡Cuánto amo a este hombre!», pensó, mientras escuchaba con atención lo que le decía. Han transcurrido unos cuantos años, muchos, desde el día que se conocieron, y no ha logrado apaciguar, lo más mínimo, la emoción que siente al verle. Sí, todavía le impacta cómo la mira y cómo su cuerpo tiembla cuando la besa. Y cada día, a la misma hora, cuando Eneko masajea y desentumece las piernas de ella, un calor la recorre de pies a cabeza, la altera y la excita tanto, que la deja sin aliento. Pero, para su desdicha, sólo ella puede saber lo que es capaz de sentir o percibir. —Qué estúpido he sido. ¡Cómo me arrepiento! —La coge de una mano—. He actuado de la peor manera posible, y lo sé, lo admito. Pero lo habéis pagado tú y ella, dos seres inocentes e increíblemente extraordinarios, y eso no me lo perdonaré en la vida. ¡Cómo te odio, Judith! —Exclamó mirando al techo—. Tú, perversa e inhumana mujer, fría y calculadora, de carácter huraño y carente de todo sentimiento, y tan… que disfrutabas

5 excesivamente con el sufrimiento ajeno, ya no le harás daño a nadie más —vuelve a mirar a Irene—. Mira, por ese lado me voy tranquilo, algo he hecho bien —La persona de la que está hablando era su madre, persona non grata para ninguno de los dos. Besa su mano antes de soltársela, tiene las suyas sudadas, mojadas por los nervios de lo que viene a continuación. Se las frota, una contra la otra, con excesiva energía. —Sabes que he transgredido la ley, la ética y la moral. No importa, porque no me arrepiento de haberle arrebatado la vida a la causante de todas nuestras desgracias. Sí, mi amor, y te lo dije en su momento y me reitero ahora: aunque no me siento nada orgulloso, porque ni soy un asesino ni voy a jactarme de ninguna acción criminal, tampoco expiaré el pecado con años cárcel. ¡No, eso ni loco! ¡Demasiado tiempo de reclusión llevo en mis carnes! Y aunque sea en una celda de oro —se refiere a su casa, él vive en el Palacio de Balagué—, no deja de ser una prisión. No, ni pude ni quise dejar que la responsable de… — la mira, le cuesta contener las lágrimas y se traga la saliva que se le ha acumulado en la boca—, permaneciera impune por el resto de años que le quedaran de vida; siendo como era, serían muchos, demasiados. Como dice el dicho: «Bicho malo nunca muere». Y por eso, de ninguna de las maneras podía irme yo, dejándola aquí con vosotras. No sería justo para ninguna de las dos, ni para ti ni para nuestra hija. Sé que la venganza no borra la ofensa, aunque a mí me ha reconfortado y con eso me vale. Aún así, lo patético e imperdonable ha sido mi falta de arrojo. Si tú supieras… —no puede seguir hablando, se le ha formado un nudo en la garganta. Tampoco debe, porque incumpliría la promesa que se hizo a sí mismo; jamás, por nada del mundo, revelaría de su madre. Si lo hiciera, generación tras generación, sin excepción, nacerían manchados, marcados por un estigma social. «¡Llévame contigo! ¡No me dejes aquí!», exclamaba ella. «Prometiste que juntos emprenderíamos una nueva vida, nada ni nadie iba separarnos. Y aquí me ves, tumbada y olvidada, y

6 no te culpo. No, nada te reprocho, de verdad que no lo hago, ni siquiera que aprovecharas mi ausencia para casarte con ella, la primera que se te cruzó. O que le dieras un hermano a nuestra hija mientras me debatía entre la vida y la muerte. Mi vestido de novia quedó en la maleta, otra vistió de blanco por mí, por eso, porque me lo debes, la niña no puede verme así. Nunca he querido dar lastima, y menos a ella. De verme así, no lo hará y de eso te encargarás tú, Eneko. Estoy convencida de que ella hipotecaría su vida por una madre impedida, que, para colmo, su padre, otro que tampoco ha conocido ni ejercido como tal, le habría contado que yo existo. ¡Ayúdame, socórreme!». Él, que no ha oído nada de lo que Irene ha dicho, porque nadie puede hacerlo, ha recuperado la entereza. —Sé que te he ocasionado mucho dolor, demasiado —le dice retomando la conversación—. Es muy tarde para revertir la causa efecto, nada volverá a ser como antes, esto lo entiende hasta el más iluso o menos iluminado. Dicho esto, los tiempos de hostilidad, de rabia, de odio o de cualquier sentimiento de venganza, deben quedar atrás. Nunca en el olvido; nada cae en saco roto por casualidad. La única realidad es que es tarde para algunos, no para todos, por eso he tomado las determinaciones que diré a continuación: la primera, y creo que es la que más te afecta a ti, decirle la verdad a Ainoa, a nuestra hija —ella hace una mueca de disgusto, no está de acuerdo. Pero él no la ve, es imperceptible al ojo humano—. Vamos al jardín, allí te seguiré contando. Hace un día precioso y no quiero que te lo pierdas. La coge en brazos y con mucho cuidado la deja sobre una silla de ruedas. Una especial y única, que fue diseñada por él mismo y fabricada en Alemania, un país innovador en aquellos años. Irene va un poco recostada, pero muy cómoda porque su cabeza reposa sobre un almohadón de plumas. —Debo hacerlo yo, señor Conde, para eso me paga... —se muerde la lengua, porque la persona que la ha gratificado, mes tras mes, hace poco más de un año que murió. Él, que de espaldas a la puerta no la ha visto entrar, se gira y la mira de mala manera.

7 Ella es Isabel, enfermera personal de Irene, y como Eneko siempre le ha mostrado la misma cara de rechazo, se encoje de hombros. —Haz lo que quieras mientras yo no esté, tal y como has hecho desde... Ahora bien, en el momento en el que entre por esa puerta, no quiero verte aquí, ¿lo entiendes? Me das asco, el estómago se me revuelve y me entran ganas de... —Agarrarte por el cuello y apretar hasta que pierdas el conocimiento para siempre, pensó—. Anda, sal, ¡desaparece de mi vista! Tú sabes que vengo todos los días, y a la misma hora, pues procura que no volvamos a coincidir. Lo mira un tanto airada, ella solo está cumpliendo con su deber, con las órdenes que le dio la persona que la contrató; la Condesa Judith. Y aunque ésta ya murió, Isabel le será fiel por el resto de sus días, como no puede ser de otra manera, porque le debe lo que come, la ropa que lleva, donde vive y hasta el aire que respira. Si es quién es, es gracias a la madre de Eneko, y ella no lo olvidará mientras viva. Isabel hace el turno diurno, de lunes a domingo, todos los días del año, y Aránzazu, que es otra enfermera igual de mayor que ésta, hace el nocturno. Y ambas tienen la misma misión, la de asegurarse, cueste lo que cueste, de que Irene no salga de la parálisis o letargo en el que vive sumida. Aunque eso, y a estas alturas, resulte harto improbable por no decir imposible. Judith, que temía más a la modistilla que a la muerte, les dijo que el amor obra milagros, que convierte lo imposible en realizable y que las necesitaba para una misión larga y secreta. , tan jóvenes como avariciosas, al aceptar la propuesta de ésta, pasaron de ser dos enfermeras ejemplares a cómplices de un lento y agónico asesinato. «¡Escuchadme bien!», empezó a amenazarlas. «Debe quedarse en el lúgubre y mortecino pozo en el que ha caído, ¿me oís bien? De no ser así… No hace falta que siga, creo que sabéis de lo que soy capaz. Si no, mirarla a ella y comprenderéis lo largo y ancho que es mi poder». Irene lleva años en un hospital, en Lérida, ciudad antigua de Cataluña, situada en la zona nordeste de España. Y aunque

8 el mapa de su cerebro indique que no existe conexión neural alguna, es una verdad a medias. Ella está ahí, viva, escuchando y entendiendo todo lo que se dice, y lo que no, también. Ahora está recordando cuánto se alegró de la muerte de la bestia, y los saltos de alegría que dio sin moverse de la cama. También, y como no podía ser de otra manera, los improperios que ésta llegó a escupir por la boca cada vez que vino a verla, mientras estuvo en coma. Sí, Irene fue uno de esos casos en los que el paciente comatoso oye, ella estuvo presente, consciente, aunque no pudo manifestarlo porque su cerebro indicaba todo lo contrario. Y Judith, con la tranquilidad de la que piensa que no la escucha nadie, ni siquiera ella, Irene, le repitió como un mantra: «Una modistilla no es digna de mi hijo. ¡Tú te lo has buscado! Por eso estás ahí, así. Y así te quedarás. Ni por un segundo lo dudes». Eneko va empujando la silla, en silencio, ensimismado en lo que va a pedirle. Hace un calor de justicia, por eso se dirige a un árbol, al mismo de cada día, de cada mes y de cada año. El primer día que la llevó, sacó una navaja del bolsillo y, para sorpresa de ella, dibujó un corazón con el nombre de ambos. —¡Llegó la hora! —Le dice Eneko al oído—. Amor, no puedo retrasarlo más, tampoco quiero. Voy a devolverle lo que por naturaleza le corresponde, todo lo que mi cobardía le robó. Admito mi falta valor. Me faltó arrojo, por no decir cojones, y aunque la amargura del arrepentimiento no sirva de nada, nada arregla pero te va reconcomiendo por dentro hasta destruirte, quisiera pedirte perdón —se arrodilla delante de la silla, medio tumbado para poder mirarla a los ojos—. Sí, todavía recuerdo lo que decías sobre el perdón: «Es una herramienta sofisticada para encubrir la estúpida ignorancia del demandante». Aún así, y porque sé que perdí una valiosa oportunidad, la de tener una familia contigo, y asumo las consecuencias y ya no puedo con esta vida, perdóname, amor mío, ¡perdóname! A ella se le desprenden dos lágrimas furtivas. Eneko la mira sorprendido, incrédulo, con la boca abierta.

9 —Siempre he sabido que sigues aquí, entre nosotros, que solo te fuiste a medias y lo hiciste para proteger a nuestro bebé —se saca unas fotografías del bolsillo y, una por una, se las va mostrando—. ¡Qué bella es nuestra hija! —Dice elevando un poco la voz, sabiendo que los vigilan—. Te gustaría conocerla, ¡¿a que sí?! —Añade, sin rebajar el tono empleado—. ¡Es una chica preciosa! Y se parece a ti, por supuesto. Un día le pediré que me acompañe, la conocerás —No sabe por qué le ha dicho esa mentira. Aunque le ha salido del alma no va a hacerlo, no permitirá que ninguna de ellas tenga que pasar por ese trance. Pero, como sabe que está siendo observado, con sus palabras, provoca al guardia de turno. La castigadora o causante de la situación actual, reposa en la cripta familiar del cementerio de Lérida. —Tranquila —le aprieta suavemente una mano. Y a pesar de que ella no ha mostrado alteración alguna, él sigue con lo que le decía—. Los muertos no pueden regresar, ni defenderse, están completamente muertos —esboza una perversa sonrisa, y la besa en la mejilla. Sabe que Irene jamás volverá a ser la que fue, ni la que conoció ni de la que se enamoró, pero la quiere junto a él. —¡Mírame! —dice agachándose y poniéndose a la misma altura que ella—. Quiero contarte una bonita historia: “El hilo rojo”. La mente es maravillosa, ¡empiezo! Cuenta una leyenda oriental que las personas que están destinadas a conocerse están unidas por un hilo rojo invisible. Este hilo no desaparece nunca, jamás, sino que permanece constantemente atado a sus dedos a pesar del tiempo y la distancia. Y no importa lo que tardes en conocer a esa persona, tampoco el tiempo que pases sin verla, o que viva en la otra punta del mundo. Da igual, el hilo se estirará hasta el infinito y jamás se romperá. Anoche no podía dormir, pese a la medicación, y me entretuve viendo una serie: «Estoy vivo». Me sentí un poco como el protagonista, viviendo una vida que no he elegido, una impuesta, lejos de la persona que amo. La hija del actor principal, le contaba esta historia al hijo de su novio, no de esta manera, sino leyéndole

10 un cuento. De saberlo Judith, otro gallo hubiera cantado. Es un hilo mágico, y no se le puede imponer ningún tipo de capricho humano porque no entiende de ignorancias. Ni se rompe ni se deshilacha; esa la magia del corazón y de los sentimientos. Tú eres mi esposa, y siempre lo serás aunque no esté impreso en un papel. Y no voy a abandonarte, nunca lo he hecho y nunca lo haré. Se emociona. ¡Qué bonito lo que ha oído! El sentimiento es mutuo, pero no puede mover un sólo músculo, su cuerpo no reacciona a ningún estímulo. Sus pupilas, dilatadas, vagan sin rumbo fijo. Y a pesar de tener unos lindos ojos verdes, que en su día fueron idénticos a los que su hija luce ahora, se le han apagado y jamás se detendrán en un punto concreto. Mientras ella lucha por llamar su atención, que sepa que sí lo oye, él tiene la cabeza en otro sitio, pensando: «Tú has sido feliz en la oscuridad de tu mundo, o eso me dicen los médicos, pero mi vida ha sido insufrible, hora tras hora, día tras día… Y no salgo de una pesadilla y me meto en otra peor». Vuelve a mirarla, le acaricia la barbilla con los dedos. —Te pienso a diario, te siento a diario, te quiero a diario y te necesito a diario —Irene se estremece, acertó al enamorarse de él—. Cada noche te busco en mis sueños y, por supuesto, te encuentro. Anhelo estar junto a ti, porque te amo, preciosa, y dormir abrazados y despertar a tu lado. Y no ha habido un sólo segundo que no haya sido así, es tan cierto como que me llamo Eneko —La besa en los labios, es un beso corto, tierno—. Te elegí a ti entre todas ellas; ya sabes el gran despliegue de tías buenas que Judith hizo desfilar ante mí en la fiesta de “Cásate conmigo” —entrecomilla con los dedos en el aire a la vez que sonríe—. Y tú, que no estabas allí porque no te invitó, eras sin duda la más guapa, la más hermosa; había que estar ciego para no verlo —ríe—. Yo era joven, y tenía más vista que un lince. ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? ¡Cómo olvidarlo! Fue un flechazo, amor a primera vista. Nos miramos a los ojos y quedamos imantados, atrapados durante segundos sin poder desviar la vista a nada que no fuéramos nosotros. ¡¿Sabes qué

11 es lo mejor de todo?! Mis sentimientos siguen intactos, estoy igual de loco por ti. Nada ha cambiado dentro de mí, nada. «También lo recuerdo, sí», dicen sus mudos labios. «Y es cierto, no has cambiado. Eras un noble de corazón y así sigues. ¿Quién, si no tú, vendría a ver a una ex novia paralizada? Si no tengo facultades ni para sonreír. No soy nadie que merezca la atención de un hombre. Y ahora que estamos sincerándonos, te recuerdo un pequeño detalle que parece que se te ha olvidado: algo de culpa tuve yo, no toda fue tuya; te advertí, al segundo de conocernos, que además de guapa tenía tantísimos encantos que cuando los fueras descubriendo no podrías vivir sin mí. La pena es que ha sido ni contigo ni sin ti, contigo porque casi me matan y sin ti porque esto no es vida». Su mente viaja a la casita del bosque, no recuerda los años que han pasado desde aquél día, lo que ocurrió sí: Se tumbaron en una pequeña e incómoda cama; «La de soltero», la llamó él. Sus cuerpos se buscaron, deseosos, con ganas de entregarse el uno al otro y no parar hasta quedar consumidos por el placer. Y se desnudaron con celeridad, apresurados en enredarse en un dulce y pasional amor. Sería la primera vez de ella, y él, que la quería más que a su vida, le susurró al oído que no debía estar preocupada, que sería un autentico caballero. Y así fue, porque Eneko es un hombre de palabra, se lo demostró entonces y lo sigue haciendo ahora. «No, no ha sido así, sólo cuando se lo permitieron, cuando lo dejaron hacer, no te engañes», empezó a pensar cuando lo vivido se desvaneció y la realidad volvió a latir en su corazón. «Nada, absolutamente nada, salió como tú y yo esperábamos». Se entristece, tiene ganas de llorar y por eso vuelve a la casita del bosque, allí fue muy feliz. Mentalmente recrea la primera entrega y se aferra a ese maravilloso recuerdo: se amaron con movimientos sincronizados, entendiéndose sin tener que decir nada pero llenando la pequeña estancia de ruidos de felicidad, de respiraciones entrecortadas, de susurros y promesas tácitas. Y para cuando la llevó a la cúspide, ella, embriagada de tanta satisfacción, pensó que esto era lo que les esperaba, su destino,

12 siempre y para siempre juntos. Nada más lejos de la realidad, qué equivocados estaban. Irene, que sentía que temblaba más que un flan en el plato, pensó: «Este hombre ha sabido hacerme feliz. Lo cierto es que no ha podido tenerme, vale, pero tampoco me ha abandonado. Ha venido, desde que supo de mi semi despertar, todos los días de todos los años, así lloviera o nevase. Si, él ha sido la droga con la que merecía la pena perder el conocimiento y dejar que la imaginación campe a sus anchas. Al principio, cuando todo sucedió, le añoré como hombre, como amante, pero el tiempo y sus atenciones hicieron que me centrase en la persona que es. A partir de ese momento fui feliz. He vivido en una nube, en la de las drogas, lo sé, pero mi hija ha estado a salvo y él… Él ha bregado con lo que le ha tocado. Si no espabilas por las buenas lo haces por los golpes de la vida». Él la mira, reclama su atención. —Quiero proponerte... —dice tomándola de una mano—. Igual es una locura, quién sabe, pero no quiero irme sin ti. Por eso, si puedes oírme, aprieta mi mano. No hay reacción por parte de ella, su lánguida mano sigue entre la de él como si nada. Muy cabreado, y en silencio y para sí, vuelve a maldecir a su madre: «Cuando sane todas las mentiras y la verdad salga a la luz, te revolverás en la tumba. ¡Maldigo el día en que nací! Me trajiste para hacerme un desgraciado y te odio. Te odio, sí, y es muy extraño, nunca imaginé que esas dos palabras, madre y odio, pudieran ir juntas». La madre, horas antes de morir y consciente de que se iba, le confiesa que es la culpable del lamentable estado en el que ha quedado Irene: «Hijo, no te diré que lo siento», empezó a decirle con voz pausada, serena, «te mentiría y no puedo. Le he prometido al padre Pau, después de mi confesión y su absolución, que no iba a pecar más. Bueno, a lo que iba que el tiempo se me echa encima, Irene está así por mi culpa. Sí, no me mires así, te dije que era capaz de todo y de todo fui capaz. De no ser porque la mantuvimos sedada, día y noche

13 sin descanso, durante muchos meses, habría tenido alguna oportunidad de recuperación —¡¿Cómo no me di cuenta de nada?! Se preguntó Eneko—. La rehabilitación, en este caso infructuosa, le habría ido bien. Y tal vez le hubiera quedado alguna secuela, nunca lo sabremos, pero seguro que podría haber hecho una vida casi normal. Su situación no sería la que es ahora, sino otra muy distinta y mejor. Tampoco me arrepiento, no voy a hacerme la victima a estas alturas. De volver a pasar repetiría todos y cada uno de mis actos. El padre Pau me ha sugerido, más bien ha ordenado, que me sincere contigo; tienes todo el derecho de saber la verdad. ¡Ahí la tienes! Nada me importa ya. Me voy, pero su estado es irreversible y te la dejo hecha un guiñapo, o una muñeca rota e inservible. ¡Te advertí que no era para ti! —Eneko, que a punto estuvo de coger la almohada y asfixiarla, tuvo que contenerse—. Aunque tienes los ojos inyectados en sangre, y sé que me odias, no me preocupa, todo lo he hecho por tu bien. Una modistilla, o pordiosera, no es digna de nuestro legado, no te equivoques. Ahora, sal de aquí y déjame sola, debo rezar antes de cruzar el umbral del cielo. Dios está a la espera de mi llegada —A Eneko se le escapó una amarga y larga carcajada. Después, cabreado con el mundo, gritó: «En el cielo nadie está esperando tu llegada, no seas tan ilusa. Y ojalá te pudras en el infierno, porque allí es donde te irás» —Pero reflexionó un poco y se dijo—: «Cada uno llevamos nuestro cementerio dentro, Judith. También guardo un secreto, ironías de la vida, mamá» —Deseó escupírselo a la cara, gritarle que tampoco era un santo, que podía ser y era tan retorcido como ella. Pero en vez de eso, de cumplir con lo que su corazón le pedía, se mordió la lengua y salió de la habitación dando un sonoro portazo. —Vida de mi vida —vuelve a hablarle a Irene—, necesito que hagas un sobre esfuerzo y muevas la mano. Para su asombro, la mano tembló levemente. —En cuanto lo tenga todo solucionado nos iremos juntos. Esta vez de verdad, nada me lo impedirá. Liberaré tu alma, que

14 vive atrapada en un cuerpo que no te pertenece, y tú y yo nos embarcaremos en una aventura que dará comienzo aquí, lugar donde jamás debiste estar. Esta vez te prometo un principio sin final, una eternidad idílica o lo que tú me pidas, pero pídemelo antes de que sea demasiado tarde. Debe ser hoy, y mejor ahora que después, ¿lo entiendes? Si tu decisión es acompañarme, yo creo que sí, debes moverla de nuevo. Debo estar seguro de que no ha sido una ilusión mía, un efecto del delirio que siento por ti o de mi desesperación por no dejarte atrás. No hay ninguna reacción. —No puedo llevarte, si no es con tu consentimiento. Dale la orden a tu cerebro, por favor, inténtalo de nuevo. ¡Lo harás! Fue increíble, maravilloso, sublime, su mano cobró vida y apretó la de él. Los ojos se le inundaron de lágrimas y pensó: «¡Puedo llorar! Estoy llorando» Eneko está que no se lo cree, la situación es tan novedosa como milagrosa, y únicamente acierta a balbucear. —No llores, nunca imaginé que podías. Me doy cuenta de que he vivido en la inopia, ignoro qué puedes hacer y qué no, qué haces por voluntad o qué dejas hacer voluntariamente. No he sabido estar a tu altura, lo sé y lo siento; no me cansaré de repetírtelo. Ella estará bien, te lo prometo, voy a poner todo mi empeño en ese cometido. Y nosotros no sufriremos más, aquí paz y allí gloria. Seca su cara con un pañuelo. La besa. Y está tan confuso que cree que ella mueve los labios. Llegado el momento de volver a la habitación, le invade una agridulce sensación. Va empujando la silla, más lento que de costumbre porque los pensamientos, sin orden ni concierto, lo tienen totalmente absorbido. —Estoy tan eufórico como abatido —le dice mientras la deja sobre la cama—. Es algo extraño, una mezcla de derrota y triunfo me embarga. También me siento un poco melancólico, y como cualquier situación es susceptible de empeorar, hemos tomado la decisión acertada. La niña es fuerte como un roble, no de apariencia, sino en el sentido figurado; has podido ver el

15 tipazo que tiene, el mismo que tienes tú, que no has cambiado nada. También posee una exquisita sensibilidad, ¡hasta en eso ha salido a ti! Cuando la realidad se imponga en su vida, sabrá quiénes somos, quiero que su último sufrimiento sea ese, saber la verdad. Le da un beso en la frente y se marcha. Al llegar a Palacio se encierra en su despacho. —Hola, Aleix. Necesito verte, ¡ahora, ya! —le dice Eneko a su secretario, al que, además, considera su mejor amigo. —Señor Conde. ¿Ha pasado algo malo? «¿Ha pasado algo bueno alguna vez?», se pregunta. «¡Qué cosas tiene este hombre!», exclama para sí. «Menos mal que a mi puñetera vida le queda un telediario, no lo soporto más. Me muero, sí, pero solo por fuera, porque por dentro hace mucho tiempo que soy cadáver». Eneko es Conde de Balagué, título heredado de su padre. Le repatea que Aleix, su único amigo, lo trate de usted y no lo llame por su nombre, a pesar de habérselo pedido en infinitas ocasiones. Aleix, un hombre de cincuenta años y criado a la antigua usanza, de la vieja escuela; cuando el Don o Doña antecedían al nombre de la persona y se usaba como una expresión de respeto, cortesía o distinción social, se considera un plebeyo, un trabajador como otro cualquiera. Y cada vez que el Conde le exigía que lo llamara por el nombre, él le contestaba: «No puedo tomarme esa licencia. Ni debo ni lo haré, sería una falta de respeto por mi parte. No insista, por favor se lo pido, nunca lo logrará». ―Eneko, llámame Eneko —está malhumorado y no hace por disimularlo—. Dejémonos de pleitesías. Ve en busca de mi hija. ―¿Está seguro de lo que va a hacer? Ya sabe qué opinaba su madre, la Condesa Judith. ―Afortunadamente para todos nosotros, ella murió. Si te digo que vayas, soy yo el que toma las decisiones, vas y punto. La he respetado en vida, aunque he deseado su muerte durante

16 muchos años, cada segundo de cada día sin excepción. Jamás he conocido a nadie tan insensible ni despiadado —suspira—. Mi padre fue listo, murió al poco de que naciera yo; de estar en su pellejo habría hecho lo mismo, exactamente lo mismo, huir, aunque fuera con los pies por delante y en coche fúnebre. Los médicos, que certificaron que fue de una insuficiencia cardiaca y cayó fulminado, se equivocaron —El secretario pone cara de interrogación—. Mi intuición, la que he desarrollado a fuerza de desengaños, me asegura que se fue debido a que conoció la naturaleza mezquina de su mujer. Estoy convencido, eso fue lo que causó el fallo de su corazón. ―Será una ardua tarea, lo presiento, difícil como ninguna otra —Empezó a decirle Aleix, aprovechando que su jefe paró para coger aire. Está un poco harto, hastiado, aburrido de tener que escuchar siempre la misma cantinela—. No tengo ninguna intención de defraudarle, lo sabe, señor Conde, como no lo he hecho nunca, por otra parte. Y me pongo manos a la obra acto seguido, en cuanto demos por finalizada la llamada. Quedaron en que Aleix lo mantendría informado de todo, paso que diera y resultado de éste. Se deja caer en el sofá. Las fuerzas le flaquean a la misma velocidad que le sube la moral. La esperanza de que su deseo se cumpla, ver a su hija y poder mirarla a los ojos por primera vez en la vida, es una inyección de vitalidad para él. Y decide celebrarlo, no le gusta beber solo, sin compañía, pero hoy hará una excepción. —Irene, vida mía, al fin llegó: estoy a punto de hablar con Ainoa, nuestra amada y robada hija —empieza a decirle a una copa de whisky que tiene entre las manos—. Por nosotros ya no puedo hacer nada, nunca pude, mi falta de arrojo no me lo permitió y el dolor por ello lo arrastraré hasta la tumba, lo sé. Pero a ella, que es lo que ahora importa, le devolveré la vida que Judith le negó. Como ves, no me refiero a ella como a mi madre, nunca mereció ese título —se lleva la copa a los labios y bebe. Su cara contorsiona haciendo muecas, por más que lo pruebe, no puede con el amargor de ese líquido. Deja la copa

17 sobre la mesa del escritorio y retoma el monólogo—. Ella será la próxima Condesa de Balagué, nuestra hija. Debiste serlo tú pero… ¿De qué sirve echar la vista atrás y lamentarse? Tengo cosas mejores que hacer, por eso, como te decía, heredará el título junto a los bienes que le pertenezcan. Luego está Alan, mi hijo, al que debo darle muchas explicaciones. ¡Pobre chico! A pesar de haber vivido entre algodones, ha sido, junto a su madre, Brenda, víctima de las crueldades de Judith. Ni Dios ha escapado de las garras de esa mujer —rompe a llorar. Y siente un dolor tan fuerte que un caudal inagotable de lágrimas brota desde lo más profundo de su ser. No recuerda las copas que se ha bebido, ni las ha contado ni le importa. Se siente bien, tanto que ríe a carcajadas. «¡Qué bueno!», pensó recordando esto: «He oído a menudo que la pena ablanda el alma, la degenera y la vuelve medrosa. Pensemos por tanto en vengarnos y en dejar de llorar». La cita es de una de las obras de William Shakespeare. Y él, que es una persona leída, dijo en voz alta: —¡Cuánta razón tenías, querido William! ¡Qué sabiduría la tuya! Suscribo cada una de tus palabras. Lo que puede llegar a ser la vida, el destino o la mano negra, da igual, lo increíble es que tú, el mejor escritor de todos los tiempos, pensaste en mí siglos antes de que yo naciera. ¡Qué iluminado! Predijiste que yo acabaría asesinando a... De nuevo se derrumba, sus sentimientos y emociones son un coctel explosivo. —En cuánto me reúna contigo —de nuevo habla solo, esta vez sus palabras van dirigidas a su madre—, porque también iré al infierno, me lo he ganado a pulso por dejarme someter. Sí, Judith, claudicar no es una virtud como te empeñaste en hacerme creer, sino una monstruosa debilidad. Y hasta que no admití que era débil y cobarde no tuve agallas para romper los lazos y darte lo que tanto te merecías. Dónde está la lógica, te preguntarás; mil veces me hice la misma pregunta hasta llegar al quid de la cuestión: si no tocas fondo no puedes salir a flote —agarra la botella, la mano le tiembla y casi se le cae, pone en

18 la copa lo que queda. Le da un trago—. Aaaggg ¡qué malo! No sé cómo puede gustarte esto, Aleix —afectado por el alcohol, y escaso de razonamiento, salta de su madre al secretario y de vuelta a su madre—. Aunque te hayan derrotado, vencido aún puedes salir triunfante. ¿Qué cómo? Eso me dije yo hasta que encontré la solución: párate y piensa en cómo devolverlo, sólo así puedes lograrlo. Se dice que para olvidar hay que perdonar, me parto de la risa y me descojono. Es todo lo contrario, no se perdona porque olvidar las ofensas es imposible. El que diga lo contrario se miente a sí mismo. Llegado a este punto, y cuando asumes que hay lo que hay y nada más, se abre ante ti un mañana esperanzador y ya no paras hasta alcanzar el objetivo que te has impuesto. Me centré en ti, Judith, en cómo hacértelo pagar. Et voilá. ¡Lo conseguí! Los oscuros secretos de familia, los que con tanto ahínco has luchado por esconder, saldrán a la luz. Eres consciente de que me has hecho sufrir en vida y, por eso, las siglas «RIP» que están grabadas en tu lápida no van a servirte para nada, porque no pienso dejarte descansar ni en paz ni sin ella —Le sobreviene una amarga carcajada y la deja escapar, en lo que le queda de tiempo no piensa reprimir nada más. Recupera la normalidad. Se sienta todo lo recto que puede y empieza a hojear el papeleo, el que en breve firmará su hija, suponiendo que ésta acepte la alocada propuesta que el padre piensa hacerle. Coloca una mano sobre un paquete de folios, precintado, esperando a que Ainoa ponga negro sobre blanco y le dé forma, sentido a la vida de Eneko. Pensó en un posible título: «¿Qué esconde el Conde? Vida y misterio de Eneko». Notó el sabor salado de las lágrimas, se le había llenado la boca de ellas. Llevaba rato llorando y no se había dado cuenta. «Aquél que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los cómos», pensó en esta frase, también en quien era el autor, Friedrich Nietzsche. A Eneko, que carecía del porqué y ya había explotados todos los cómos, lo único que le quedaba era restablecer el orden de las cosas para poder marcharse en

19 paz. «En paz», empezó a pensar, «el que inventó esa palabra nunca disfrutó de ella».

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Aleix, que ya lleva una semana dándole vueltas al mismo tema, y cada día se ha sentado en la misma silla, en la misma cafetería y a la misma hora, está frente a la chica, mirándola, debatiéndose entre lo ético y el deber. Él, que no se considera un experto en nada, ni siquiera en vivir; es un soltero sin hijos, dice de sí mismo que es un hombre práctico y honesto. Un día que el Conde estaba más curioso de lo normal, y se interesó por la vida amorosa de Aleix, éste, sin titubear, dijo: «Prefiero pagar para que me amen, durante una hora o las que necesite, a que alguien acabe odiándome. Del amor al odio hay una línea muy fina, demasiado fina». Eneko, que no pensaba igual ni de lejos, intentó llevárselo a su terreno. Pero, aunque el Conde empleó sus mejores argumentos, tan fundamentados como verosímiles, Aleix, que estaba a vuelta de todo, no solo no le compró esos argumentos, sino que siguió demostrándole que su aptitud era la inteligente: «Ella, la que yo decida elegir ese día para mi alivio personal, me dará todo lo que le pida y después si te he visto no me acuerdo». Eneko, que desconocía esa faceta de su serio secretario, se quedó a cuadros, le pareció un hombre frívolo y así se lo manifestó. Y, Aleix, visiblemente ofendido por el ataque gratuito al que estaba siendo sometido por su jefe y amigo, se defendió contraatacando: «¿Se ha visto usted? ¡Mírese bien! Y perdóneme por mi osadía o mi descaro, pero tampoco es que sea la alegría de la huerta, ¿no lo cree?». Eneko dio la callada por respuesta, nada había que objetar, la verdad es la que es y no hay otra. «El que calla otorga», pensó Aleix. Y aunque no estuvo en su ánimo ofenderlo, tampoco se

21 arrepintió de lo dicho. Eso sí, le importaba, y mucho, lo que su jefe pensara de él, no quería que tuviera un concepto erróneo sobre su persona. La escucha reír a carcajadas, y piensa que ese es el mejor analgésico que hay. Le satisface verla así, Ainoa sabe disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Pero también se acongoja y siente un poco de pena por ella, su jefe, que está dispuesto a restituir el honor de su hija, no ha calibrado bien la situación. «¿A qué precio?», se pregunta Aleix, convencido de que este será demasiado alto. Ella tiene una vida plena, llena de amor, de ilusiones, de proyectos, de anhelos… Y la verdad la sacará de , cierto es, pero la devolverá a una realidad que, por decirlo con suavidad, trastocará la increíble relación que tiene con sus padres adoptivos por haberle ocultado algo tan importante; su origen o raíz. Eneko y Brenda, mientras vivieron juntos, se vieron en la obligación de guardar las apariencias; dar una cara en público que nada tenía que ver con la realidad, “La perfecta pareja de enamorados”. Ese fue el pilar básico de la relación entre ellos, la hipocresía de la apariencia. «No los defraudemos, Eneko, es lo que se espera de nosotros, ¿verdad? Pues, adelante, a fingir que vivimos en una continua luna de miel», le dijo Brenda, en la primera fiesta a la que tuvieron que asistir juntos. Pero fingir cuesta y cansa, agota y dista mucho de la realidad. Por eso, un día, Eneko le confesó a su secretario: «Siento envidia al ver a las parejas besándose, o de la mano por la calle, enamorados, abstraídos del mundo que nos rodea». A Eneko le gusta la personalidad de su secretario, su gran amigo, es tan tranquilo y formal que puede confiarle cualquier cosa. Y eso hizo, le contó su sufrimiento, su dolor, su angustia por no estar con quien quería estar o por tener que vivir en una continua impostura, y por supuesto, el hartazgo y desgaste que eso supone. También le confesó su falta de agallas, su cobardía y su poca determinación. Y le habló de su amor por ellas, y de cómo las tenía en sus pensamientos y de cómo éstos laceraban cruelmente su corazón.

22 Ainoa tiene todo el derecho de saber quién es realmente, y en eso puede que estén de acuerdo, pero vive feliz con Laura y Matías, sus padres adoptivos, dos personas que han velado por ella y la han colmado de amor, desde la misma noche que nació. Por eso, Aleix que aún no lo tiene muy claro, piensa: «Quién soy yo para arrancarla de una familia que la quiere con locura, amén de desenmascarar a unas buenas personas que no han hecho otra cosa que protegerla y quererla. ¿Para qué? Para lanzarla a un abismo sin saber si el paracaídas se abrirá antes de que se dé el batacazo de su vida». Se afloja el nudo de la corbata, tiene la sensación de que está ahogándose. Sus manos bajan a la camisa y se desabrocha el primer botón. Suda, tiene la frente perlada y se pasa la mano izquierda por ella. Se levanta de la silla decidido a marcharse una vez más sin dar el paso. Su teléfono suena, y lo saca de un bolsillo y se vuelve a sentar. Descuelga, sabe quién es. ―¡Debe ser hoy! ―la orden, precisa y concisa, es todo el saludo que recibe Aleix por parte de su jefe, el Conde―. Los dos sabemos el paradero de mi hija. Siempre lo hemos sabido, ¿verdad? ―Estaba a punto de hacerlo, de hecho me levantaba para ir a contarle su ofrecimiento. ―Llámame en cuanto acabes. Aún no le ha dado a la tecla de colgar. ―¿Con quién estabas hablando, papá? —le dice Alan, su hijo, que acaba de llegar y no ha escuchado nada. Suspira, y exclama para sí: «¡Qué alivio!». Acaba de darse cuenta de que se ha dejado la puerta abierta, cosa que no suele pasar. «Debo ser más cauto y estar vigilante, esto ni puede ni debe volver a ocurrir», pensó mientras dejaba el teléfono en su sitio. Le hace un gesto, quiere que su hijo se siente en el sofá junto a él. —Con nadie. Hablaba de trabajo y tú de eso no entiendes —le revuelve el pelo, no quiere que su hijo se moleste por lo que le acaba de decirle.

23 Alan López de Tejada, es un joven atractivo que presume de ello. Gusta a todas las jóvenes de la comarca, y a las que no son tan jóvenes, también. Sobre todo a las talluditas, que lo acosan sin escrúpulo alguno. Y él, hambriento de experiencias sexuales, a ninguna le hace ascos. El Conde, que es consciente de la incontinencia sexual del hijo y procura estar al tanto de sus idas y venidas, hoy no está en su mejor día. ―Siempre te he concedido todo aquello que has deseado. Eres un vago, un caprichoso que vive a cuerpo de Rey. Haces lo que te viene en gana, y desde que te levantas hasta que te acuestas. El día que te acuestas, porque a veces se te solapan los días sin pisar una cama. Perdón, me he equivocado, quería decir sin dormir, porque… de pisar camas vas sobrado ―Alan no sale de su asombro, jamás le había dicho nada parecido, su padre es educado, culto y de modales finos. Decide que no va a replicarle, que se explaye todo lo que quiera―. No importa, ese no es el tema. El dinero es eso, dinero, y está para gastarlo. Y de eso si que entiendes, ¿verdad? Suspira aliviado, si su padre le cerrase el grifo, de qué iba a mantener la libidinosa vida que lleva. ―¿Ocurre algo, papá? No contesta, parece nervioso. Alan no quiere presionarlo y espera con impaciencia. ―No ocurre nada, y así debe seguir, ¿estamos? ―lo mira extrañado, su padre está más desconocido que nunca―. Verás, puede que hoy venga una estudiante de periodismo, seguro que viene —Alan abre mucho los ojos, su padre no acostumbra a recibir visitas—. Mira, hijo, tú y yo sabemos muy bien lo que te gusta una falda ―hace un leve gesto con la cabeza, aunque no sabe de qué va la movida, su padre tiene razón―. Pues…, a ésta ni mirarla. Y si me entero de que te acercas a ella, te juro que te desheredo. En la vida he hablado tan serio, ¿estamos? Alan, no sólo obvió la amenaza, sino que lo desafió. ―¿Qué tiene ésta que no tengan las demás?

24 ―No pienso gastar una saliva innecesaria. Va a ser lo único que te pida. Mejor dicho, te exijo que no te acerques a Ainoa. Ése es su nombre y es todo lo que sabrás de ella. —Cada día te entiendo menos —refunfuña malhumorado. —No necesito que me entiendas, con que me obedezcas me basta. Y ya sé que esa asignatura ni está en tu temario ni en tus libros, aún así, ¡apruébala! —Haré lo que pueda, ya sabes lo que me pierde un buen… Tras una buena regañina, y alguna promesa que otra, Alan, sale del despacho sin despedirse, está más cabreado que nunca. Eneko sabe que su hijo es demasiado bueno para el poco amor que ha visto a su alrededor; los hijos pagan los errores que cometen los padres. Y Alan es un chico estupendo y él lo quiere mucho, lo adora, aunque pocas veces se lo ha manifestado; no lo ha hecho porque no quiere hacer de él un ser débil, tal y como lo han sido Brenda y él. Alan vive en una constante adolescencia, aún es un crío a pesar de haber rebasado los veinte años de edad. Apenas para en Palacio y sólo piensa en ir en busca de cualquier chica, o mujer, que alivie sus agitadas y descontroladas hormonas. «Debo vigilarle muy de cerca», pensó al quedarse solo. «En esa cabeza sólo hay sexo. En la otra también». Sonrío sin ganas.

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Ainoa está eufórica, aún no ha digerido lo que le ha pasado; que se te acerque un extraño, y te diga que el Conde de Balagué necesita verte, no le pasa al común de los mortales. Y por eso no da crédito, es del todo ilógico y se pregunta: «¿Cómo puede ser que una simple estudiante de segundo de periodismo, sea citada, nada más y nada menos que en un Palacio?». Con el armario abierto, buscando qué ponerse, le entran las dudas: «¿Qué ropa es la adecuada para dicho evento? Nunca me he visto en otra como ésta, ¡tampoco creo que vuelva a verme!». Las preguntas se suceden en su cabeza, una tras otra sin poder evitarlo. «¿Qué querrá de mí? ¿Cómo sabe que existo? ¿Y quién le ha hablado de mí?». Repasa todo lo que sabe, que es poco: un hombre de mediana edad, se le acercó y se presentó, le dijo que venía de parte del Conde de Balagué y le dio una tarjeta, con el teléfono y dirección del susodicho. También le dio una extraña advertencia: «De esto, ni una sola palabra a nadie. A nadie, ¿lo has entendido?». Creyó que el hombre bromeaba aunque no era el día de los santos inocentes, y le preguntó: «¿Me puede decir dónde está la cámara oculta, señor? Está de broma, ¿verdad que sí, caballero?». El extraño sonrió, le dijo a qué hora volvería a recogerla y se marchó sin más. Lista para de salir, después de probarse el repertorio de ropa moderna, que llena su armario, encontró la adecuada. ―Cariño, ¿a dónde vas tan elegante? ¡¿Quién te espera así vestida?! —Pregunta su madre, nerviosa, y cerrándole el paso a pesar de saber la respuesta. Eneko la ha llamado por teléfono, le ha dado las gracias por todo. También la ha puesto al tanto de lo que ocurrirá a partir de

27 ahora. Nunca, antes, se puso en contacto con ella para nada y, aún así, a Laura no le ha sorprendido, al contrario, porque ella pensaba que esto pasaría mucho antes. Y siempre tuvo presente, aunque deseó equivocarse, que la verdad no puede permanecer oculta para siempre. Vestida con una camisa azul celeste y una falda negra, que le queda justo por encima de las rodillas, se mira los zapatos de tacón alto que ha elegido. Son del mismo color que la camisa y con tira tobillera, finos, elegantes, justo lo que debe aparentar. Laura la observa con detenimiento, pensando lo guapa que es. Y el mundo se derrumba a su alrededor y le entran ganas de llorar, no puede hacer nada para evitar lo inevitable. —Verás, mamá, me ha pasado algo extraño. Supuestamente no puedo contárselo a nadie, pero entre tú y yo no hay secretos. —Laura siente una punzada en el corazón. Le duele que no sepa la verdad de boca de ellos, sus padres, los que la han cuidado y protegido hasta el día de hoy. «Qué pasará a partir de ahora», se pregunta. El miedo a que acabe odiándoles le ha partido el alma. Pero una orden es una orden, y esta ha sido explícita y rotunda. «Seré yo el que le diga esto o lo otro. Yo, y sólo yo, vosotros ya habéis hecho bastante. Y no os lo toméis a mal ni tú ni Matías, os estoy infinitamente agradecido por el maravilloso trabajo que habéis hecho. Pero… a partir de ahora os mantendréis al margen de mis decisiones, sean las que sean». Mientras Laura recuerda, Ainoa, ajena a la tragedia que se avecina, seguía hablando—: El Conde de Balagué me quiere ver, ¡a mí! ¿Puedes creerlo? No sé cuál será mi cometido ni si me interesará, pero estoy atacada de los nervios, mamá. Laura mueve la cabeza, pone gesto de disgusto. —Ay, cariño, te has convertido en una mujer increíble. Haz lo que debas hacer, nosotros te apoyaremos en todo. Aunque…, quiero pedirte algo —guarda silencio y piensa, debe andar con pies de plomo. —Lo que sea, mamá, cuenta con ello —dijo Ainoa, al ver a su madre tan estática como muda.

28 —Gracias, hija mía —contestó acariciándole una mejilla—. Y pase lo que pase, a partir de ahora, no te olvides de una cosa, te queremos más que a nada en el mundo. Todo, absolutamente todo lo que papá y yo hemos hecho, ha sido por tu bien. Nunca nos juzgues, compréndenos. —No te pongas melodramática, mamá —se ríe—. ¡Sólo es una entrevista de trabajo! O eso creo, no es que vaya sobrada de información —Ninguna, pensó—. Y a la vuelta te cuento todo, ¿vale? Me voy, que llego tarde. Va a abrir la puerta, se gira y le da un beso a su madre. Cuando se queda sola se apoya en la pared. Le flaquean las piernas, y va deslizándose poco a poco hasta que toca suelo. Ya sentada, y con el corazón en un puño, las lágrimas contenidas no se hacen de rogar. Llorando a moco tendido, recuerda la imagen de una niña acabada de nacer. Es Ainoa, muy pequeñita, morena y de ojos rasgados. Una niña tan observadora, que da un poco de vértigo mirarla. Nacida a la fuerza, y prematura, llora más de lo que duerme. «La niña intuye que ha sido arrancada de las entrañas de Irene, su madre», le dijo Laura a su marido, a los pocos días de tenerla en casa. Y no comía lo que debía, solo lo justo para subsistir, para no morir de inanición. Ainoa se pasaba el día cogida en brazos, acurrucada sobre el pecho de su recién estrenada madre. «Mi Koala», así la llamó Laura. Por las noches era Matías el que tomaba el relevo, para que su mujer pudiera descansar un poco, él se sentaba en su mecedora con la niña en brazos y la mecía, y le contaba historias hasta que la pequeña inadaptada se dormía. Y así, sufriéndola más que disfrutándola, pasaron los tres primeros meses, hasta que por fin, una noche que se presentaba como otra cualquiera, durmió casi ocho horas seguidas en los brazos del padre. Él, que no se atrevió a mover un solo músculo aunque se le durmieron hasta las pestañas, se mantuvo expectante. Asombrado, de tanto en tanto iba poniendo una mano en el pecho de la niña, necesitaba comprobar que ella respiraba, que estaba bien y nada anormal le pasaba. A partir de ahí todo fue a mejor, dormía como cualquier bebé y comía más que ninguno.

29 En la calle vio a Aleix, de pie, junto al coche, esperándola con una mano puesta en la puerta del acompañante. —Buenas tardes, señorita. Me alegra saber que ha aceptado, porque debo admitir que tenía serias dudas sobre el tema. —Gracias —dice entrando en el coche. Él no contesta, cierra la puerta y se dirige a ocupar el sitio que le corresponde, el de chofer. «¡Qué poco me gustas! Aunque creo que el sentimiento es mutuo, no me preocupa, venimos de mundos diferentes», pensó mientras lo observaba a través del espejo interior del coche. Las duras facciones de éste llaman su atención, y también sus ojos, que la observan con recelo y hostilidad. Y si cuando se presentó en la mesa que ocupaba ella, le pareció parco en palabras, ahora lo corroboraba, lo es, además de desagradable. Pero Ainoa, que tiene la peculiaridad de poder adaptarse a cualquier situación, se arrellanó tranquilamente en el asiento. —¿Puede darme un adelanto de lo que pretende decirme el entrevistador? Le estaría agradecida. Es para ir formándome… —Me va a perdonar —dice interrumpiéndola—. Usted y yo no mantendremos ningún tipo de conversación. ¡Órdenes de arriba! —Fuerza una pequeña sonrisa—. ¿Le gusta la música clásica? —Me gusta cualquier tipo de música, me encanta toda. Soy melómana de nacimiento. Y escuchando a Johann Sebastian Bach, llegaron a Palacio. Se baja él, le pide que espere en el coche y da la vuelta. Le abre la puerta. —Baje, hemos llegado —le ofrece una mano para ayudarla. —Puedo sola —replica ella, rechazándosela y bajándose. El Palacio, que es del siglo XVI, la ha dejado impresionada y boquiabierta. Camina unos pasos y se detiene, un espectacular jardín rodea el edificio central. Unos pasos más y algo llamó su atención, volvió a pararse, un estanque con cisnes la sorprendió, bellísimos, de los de cuello negro de terciopelo. Cree haber viajado en el tiempo y transportada a otra época, siglos atrás. Su imaginación, que va por libre, le asegura que allí se han vivido fantásticas historias, que aquellas paredes guardan

30 secretos inconfesables. Ainoa ha leído bastante, está al día sobre los vicios y las depravaciones de los aristocráticos. Y puestos a imaginar se preguntó: «¿Cuántas doncellas habrán sucumbido a los encantos de los Condes a lo largo de los siglos? ¿Y cuántas habrán sido forzadas y vejadas, bajo el pretexto o excusa de que eran propiedad del noble de turno? Seguramente incontables». Sintió asco, también vergüenza ajena. Un sudor frío le recorrió la espalda, a pesar de la alta temperatura del lugar. —Impresiona, ¿verdad? —dijo Aleix, tomándola del brazo para que echase a andar—. Se acostumbrará, todos lo hacemos. —¿Ya puede dirigirme la palabra? —malhumorada, le quita la mano. Y una vez que quedó libre, se encaminó a las escaleras con paso firme. Se fijó en la barandilla, decorada con unos lujosos adornos, e imaginó que en el interior encontraría lo mismo, pomposidad, riqueza e incluso extravagancia. Se agarró a ella antes de poner un pie en el primer peldaño. La barandilla estaba fría y desistió de ir cogida a ella. A medida que ascendía, escalón a escalón, la sensación fue a mayor; alguien la observa desde detrás de una rosaleda, está convencida de ello. Entre los nervios por lo que la espera dentro, y la excitación de que está siendo vigilada, por no sabe quién, ha llegado al último escalón. Se detiene, y mira bien qué o quién hay allí escondido, al acecho. Y unos intensos ojos azules, que no le quitan la vista de encima, es lo único que ve. —¿Tienen un gato de ojos azules? —pregunta a Aleix, que la sigue como perro faldero. Aleix abrió la boca, y cuando ella creyó que iba a sacarla de dudas, escucharon la voz de una mujer. —Pase. La acompañaré hasta el despacho del señor Conde —dijo la que acababa de abrir la puerta, dirigiéndose a Ainoa. El uniforme es negro, y aunque lleva un cuello de encaje blanco, su apariencia es tan seria como su vestimenta—. Ya hace rato que espera, no se demore más —añadió echando a andar. —Gracias. Mientras sigue a la mujer por el interior de Palacio, le da la sensación de que las paredes rezuman tristeza. Pintadas en color

31 blanco, relucen por la directa luz que entra por las ventanas, aún así, a ella le parece un hogar triste y oscuro. «Aquí huele a muerte, a falta de vida», pensó al pasar por delante de un enorme salón. Justo en el centro de éste, colgando del techo, una antigua lámpara de lágrimas de cristal y pequeñas cuentas, también fabricadas en cristal, resplandece tanto que no puede evitar levantar la vista. En ese mismo instante, unas gotas de líquido se desprenden de la lámpara y van a parar justo a sus mejillas. Por fortuna ella no cree ni espíritus ni en el más allá, porque todo apunta a que intentan advertirla de algo malo. Allí, hasta el más pequeño objeto de decoración sabe qué pasó. Se pararon delante de una puerta alta, de madera noble. Y mientras la señora llamaba con los nudillos, ella aprovechó para girar la cabeza en busca de Aleix. No lo encontró, no estaba allí y eso no la tranquilizó, sino que la puso más nerviosa aún. Pero el ruido de la puerta, al abrirse, la hizo girarse nuevamente para saber quién era la persona que se había interesado por ella. —Hola, Ainoa —la saluda como si la conociera de toda la vida —Ven, acércate. Tímidamente camina hasta la mesa, no puede dejar de mirar al hombre, tampoco a su plateado cabello. Eneko, mientras se levanta de la silla, ordena a la señora de negro que se retire. —Hola. Soy Eneko, Conde de Balagué —extendió la mano para saludarla. La mujer había salido cerrando la puerta tras de sí—. Encantado de conocerte —Al fin, hija mía, ya era hora, pensó. Deseaba con todas sus fuerzas abrazarla, tenerla entre sus brazos y decirle que la quiere, que siempre la ha querido, que sí, que es verdad que ha sido desde la distancia, pero por motivos que le contará. Tiene mucho que decirle, mucho que confesarle, y respira hondo, tratando de fingir serenidad. De repente, se da cuenta del gran error que ha cometido, ha estado tuteándola—. Lo lamento, señorita, disculpe mi atrevimiento, o torpeza o mala educación, como quiera llamarlo. El caso es que me he tomado una licencia, una libertad que nadie me ha dado —Ainoa no entiende nada, pone cara de circunstancia—. Sí, mujer, yo debí

32 decir: encantado de conocerla, señorita, y he dicho encantado de conocerte —le sonríe, feliz de tenerla allí. —Tranquilo, no se lo tendré en cuenta —está nerviosa y no se le ocurre nada mejor que decirle. Mientras él mete una mano en el bolsillo de la americana, que lleva puesta, Ainoa aprovecha para mirarlo discretamente. «Aparenta más edad de la que creo que tiene. Sí, debe tener…, poco más de cuarenta años. Pero está muy deteriorado, debe ser porque los ricos también sufren», sonrió por dentro. —¡Mis favoritos! —exclamó al ver la caja de caramelos de regaliz que él le ofrecía—. Y le aseguro que no se lo digo por cumplir, son los que más me gustan. «¡Hurra!», exclama para sí. «Mi hija y yo tenemos algo en común». —Me alegra que sean de su agrado, tampoco tengo otros, ni peores ni mejores —sonríe con picardía, le divierte lo que viene a continuación—. ¿Puedo hacerle algunas preguntas personales? —Todas las que quiera. Supongo que a eso he venido. —Exactamente no, pero antes quiero conocerla un poco. ¿A qué se dedica su padre? —A hacer feliz a mi madre. —¡Muy interesante! No sabía que eso fuera una profesión. ¿Y su madre? —A asegurarse de que lo consigue. Sonríe divertido, su hija tiene chispa. Y piensa: «Al menos ella ha conseguido ser feliz, que no es poco». La mira, y los ojos se le humedecen de alegría, es un regalo tenerla tan cerca. Lleva siguiéndola desde el primer día de colegio de ella, observándola desde la distancia, robándole fotografías con una cámara de alta resolución. Quería tenerla junto a él, aunque fuera dentro de un bolsillo. Empieza a sentirse cómoda, mucho, pese a estar delante de todo un aristócrata. Por eso le cuenta que vive en un pueblecito de Lérida, en una casa, apartados del infernal ruido de la ciudad, de los coches y la contaminación de éstos.

33 Él se interesa en saber cómo lograron la casa, si fue gracias al trabajo de su padre o por una herencia familiar. Ella, que podría decirle que eso no era cosa de él, le explica que fue con una indemnización que recibió su padre, y que fue justo después de nacer ella y debido a un accidente que le dejó alguna secuela; una pierna más corta que la otra, y aunque no le impide llevar una vida normal, cojea un poco. Y ya puesta, y en un ataque de sinceridad, le revela que, además de la importante indemnización, le asignaron una paga vitalicia, y gracias a ésta viven desahogadamente. —¿Cómo fue? —pregunta él, quiere saber qué cuento le ha explicado Matías. —¿El accidente? —Era una pregunta retórica—. Los ricos, que se creen los Reyes del Mambo —dicho esto se ruboriza, el calor invade sus mejillas y se siente fatal. «¡¡Pero qué he dicho!! ¡Qué vergüenza! Espero que no se dé por aludido, ¡me muero!», acaba de caer en la cuenta de que está delante de alguien que nada en la abundancia. —No te incomodes, tienes razón. El dinero es tan necesario como malo, corrompe a todo el que lo toca. Siempre hay alguna excepción, como en todo en la vida. Sigue, por favor, estoy muy interesado en conocer la historia. Sin darse cuenta, acababa de tutearla de nuevo. —Una tarde, una chica sin escrúpulos ni carnet de conducir, cogió el coche del padre sin el consentimiento de éste. Después de recorrer algún kilómetro sin ningún contratiempo, se creció y se vino arriba, y dando un tremendo acelerón perdió el control de la máquina de matar que llevaba entre las manos. Mi padre, que paseaba por la acera en la que esa descerebrada subió el coche, fue atropellado y arrastrado por el suelo. ¡Menos mal que no lo mató! Le quiero muchísimo. «Siempre supe que Matías y Laura eran personas en las que se podía confiar», pensó Eneko. Matías tuvo poliomielitis cuando aún no había cumplido los cinco años, de ahí su cojera. El padre de éste trabajó en Palacio

34 durante muchos años, era el jardinero, el encargado de que todas las plantas florecieran en el mes indicado. —¿Cómo es la relación con tus padres? —Inmejorable. Son dos seres maravillosos, únicos, y hacen que mi vida sea fácil, feliz. Me quieren con locura, igual que yo a ellos, por supuesto; aunque son muy protectores y se desviven por mí. Supongo que es lo normal, no sé, dicen que el día que tenga un hijo lo entenderé todo. Pero, aún así, dejan que tome mis propias decisiones, libremente y sin coacciones ni chantajes emocionales. Fue muy curioso, milagros de la vida, porque vine al mundo cuando ya no se me esperaba. Aunque soy muy joven, tengo veintitrés añitos, mis padres son sexagenarios. —Entonces, ¿cómo es que no has acabado la carrera? —Marta, mi mejor amiga, para mí como una hermana, me dijo que se iba a Irlanda por un tiempo, que quería perfeccionar el inglés antes de meterse de lleno en la universidad. Y yo, que no quería separarme de ella por nada del mundo, les convencí; a mis padres, digo. Nos fuimos juntas y lo pasamos muy bien, y cuando volvimos, la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, nos abrió sus puertas. A medida que ella habla, el impulso de acariciarla y decirle la verdad aumenta. Y es cierto, Eneko ha demostrado con creces su capacidad de resistencia, pero tenerla tan cerca, y tan lejos a la vez, le está resultando muy difícil. —Una cosa puedo asegurarte —dice con expresión seria—. Tus padres te engendraron con mucho amor, estaban locamente enamorados. Y me atrevo a decir más, no han dejado de estarlo ni un segundo de sus vidas. —¿Los conoce? —pregunta descolocada—. Nunca me han hablado de usted. Medita qué debe contestar, no puede permitirse ni un solo resbalón. —Salta a la vista, una señorita tan estupenda como tú sólo puede ser el fruto de dos personas profundamente enamoradas. «Cierto», piensa ella. «Mi casa destila amor a raudales».

35 Hablaron, opinaron, rieron, disfrutaron… Y tenían tanto por decir, que él no tuvo ninguna prisa en entrar en materia. Estaba pletórico, rebosante de vida. Albergaba la esperanza de que ella le diera el sí, aunque pensaba que no lo tenía nada fácil, porque una de las condiciones, innegociables, era vivir allí, en Palacio, el tiempo que durase el proyecto. Y no es porque quiera tenerla cerca, que también, sino porque teme por la seguridad de ésta. Les separan cuarenta y pico kilómetros, los mismos de ida que de vuelta, y por una carretera que al caer la tarde se convierte en una pista de patinaje, debido a la alta humedad de la zona. Él, bajo ningún concepto, pondrá a su hija en peligro. Ainoa mira el reloj, se está haciendo tarde y su madre no tardará en llamarla. —Señor Conde, no quiero que tenga una mala imagen de mí, tampoco una impresión errónea, pero debo irme, ya. Me ha gustado conocerle. Su conversación es exquisita, permítame que se lo diga, sabe captar la atención de su interlocutor, nada fácil hoy día. Usted da profundidad a todo aquello que quiere decir y dice. Pero… como ya le he dicho… —Entiendo que te quieras ir, yo en tu lugar me habría ido ya —sonríe y sigue con la broma—. ¿Quién va a querer perder su valioso tiempo junto a un viejo? ¡Ni el Tato! Además, seguro que tu novio debe estar impaciente, de ser yo lo estaría. Se echa a reír, sabe que no habla en serio, que él solo quiere hacer amena la reunión. Se le escaparon dos lágrimas, su hija le parecía realmente preciosa, divertida, cariñosa, despierta, educada… Cuando más le gusta es cuando ríe, le recuerda un tiempo vivido con mucha intensidad, con despreocupación y disfrute, uno en el que él se sintió más vivo que nunca, aunque duró muy poco. —Disculpe, no me he reído de usted, se lo aseguro, ha sido con usted. Y no, no tengo novio. —¿Cómo es eso? No puede ser que no tengas pretendiente alguno. No lo creo, una mujer como tú, bellísima y encantadora, deben lloverle las ofertas a diario. —Bueno, tuve algo serio y formal con alguien.

36 La mira frunciendo el ceño, extrañado y perplejo. «¡¿Cómo puede ser que se me haya pasado por alto esa información?!», se pregunta. Cree conocer al detalle cada paso que da ella. —¿Cuándo fue eso? —intenta fingir tranquilidad, pero está bastante nervioso. —Desde los cuatro hasta los siete años. Se ríe, lo hace de verdad. Llora de risa y se encoge, le duele el estómago de tanto reír. No recuerda haber vivido un momento tan intenso, maravilloso y especial, en mucho tiempo. Y piensa: «He procurado llenar mi vida de buenos recuerdos, los vividos junto a ti, Irene, eso ha alimentado mi alma pero ha dejado seco mi corazón. Por eso, con esta nueva oportunidad debo llenar el tiempo de realidad, y la mayor realidad es Ainoa, nuestra hija, la que nos quitaron arrancándola de las entrañas de tu cuerpo, para entregarla a otros custodios». —El amor también forma parte de las incesantes tragedias de la vida —empezó a decirle tras recuperar la serenidad que le caracterizaba—. Cuéntame la tuya, por favor. Me gustaría oírla. Aunque solo fueras una cría, el amor siempre es amor. —Visto ahora, desde la distancia que el tiempo otorga, fue una tontería, un amor infantil, una ñoñez. Pero en su momento nos pareció todo un drama que nos separaran. Niki, el pequeño Nicolás; no éste tan mediático, sino uno anónimo que ahora no sé dónde para, venía de Madrid. Y se incorporó al colegio casi a mitad del curso. Tímido y vergonzoso, entró llorando a clase. El profesor de turno, consciente de lo abierta y dicharachera que yo era, y en eso no he cambiado, lo sentó en el pupitre de al lado. Para ir abreviando, que dice mi madre que me enrollo más que una persiana —él sonríe, ¡cómo le gusta su hija!—, nos hicimos inseparables hasta que, a los siete años de edad, trasladaron a su padre a Granada. Así lo perdí, su padre era policía nacional. —¡Qué bonita es la inocencia! Seguro que ni siquiera hubo un pequeño beso. —No se ría de mí —No lo hago, quiso decirle él, pero no se atrevió a interrumpirla y juntó las manos, «Perdóname», le decía con el gesto—. Fue mi media naranja, mi media mitad durante

37 tres años —continuó ella—. Hoy en día es todo un record, estoy segura de que piensa igual. “Las naranjas” —entrecomilla en el aire—, se vuelven ácidas en cuanto las abres para entregarle la mitad al elegid@. Y la inocencia de la infancia es algo único e irrepetible. Niki y yo nos sentábamos en un rincón del patio y compartíamos nuestros bocadillos; si eso no era amor… Ahora, entre lo mal que está el mercado, el escaso tiempo que tengo y el listón tan alto que han dejado mis padres, no lo tengo nada fácil —se da cuenta de que él la mira, embobado—. Tampoco es que me quite el sueño, no crea, no estoy por la labor. —Te propongo una cosa —¡Al fin voy a saber qué hago aquí! Exclamó ella para sí—. Llama a tus padres y diles que esta noche no dormirás en casa. No voy a exponerte a ningún peligro innecesario; a estas horas, la carretera que baja está mojada. La zona es muy húmeda y el asfalto resbaladizo. Y si te pasa algo, por la estupidez de un viejo, no me lo perdonaría jamás. —No es ningún viejo. Pero, si me permite que se lo diga… —Por favor, sé sincera y di lo que piensas —se apresuró a decir él. Estaban creando un vínculo que le gustaba—. Creo que debe haber sufrido muchísimo —Él abre los ojos como platos—. No, no tema que no soy adivina, simplemente hay que fijarse en las bolsas de sus ojos o en las profundas arrugas de su cara, dan fe de ello. «Será una excelente periodista, ya lo creo», pensaba él. «No necesitará de mi ayuda para destacar sobre los demás. Marcharé tranquilo. Tranquilo, extraña palabra saliendo de mi boca». —Imagino que no debo decir dónde me hallo, ¿verdad? Me previno su hombre de compañía —Su fiel guardián, pensó. —En lo que dure nuestro acuerdo, mañana te daré todos los detalles, no debes explicarle a nadie, absolutamente a nadie, que estás aquí. Ni tampoco que nos hemos conocido, por supuesto. ¿Confías en mí? No sabía por qué, ni lo entendía, pero estaba segura de que el hombre la apreciaba. Una voz en su interior le decía: «Lo que va a ofrecerte será bueno para ti, ya verás. ¡Quédate! Valdrá la pena el sacrificio». Inconscientemente asintió con la cabeza.

38 —Buena chica. Dormirás en el ala oeste. Ahí estarás bien, esa zona está deshabitada y a Alan nunca le dará por fisgonear por ahí. —¿Y quién es Alan, señor Conde? Parece no ser merecedor de su confianza. —Mi hijo. Y puedes llamarme Eneko, ¡hazlo! Sólo cuando estemos a solas, por supuesto, que el servicio se me sublevaría. —¡¿Tiene un hijo?! —no ha acabado de decirlo y ya se ha arrepentido. «¿Por qué me he sorprendido?», se preguntó. «Este hombre tiene edad y dinero suficiente como para tener hasta su propio equipo de fútbol—. Perdóneme, ya me irá conociendo, a veces me dejo llevar por los impulsos sin pensar, me puede la espontaneidad. Y lo de la confianza, por ahora lo dejaremos tal y cómo está, seguiré llamándole como creo que debo hacerlo. —Ni tengo nada que perdonarte ni me importa como tú me llames. Mantente alejada de mi hijo, eso sí, cúmplelo. No es que sea un mal chico, todo lo contrario, pero está malcriado, mucho —lo mira fijamente, demandando todos los detalles. Eneko, que es el primer interesado en dárselos, no se hace de rogar—. Alan es egoísta, mujeriego, fiestero, derrochador y nada trabajador; él no agacha el lomo ni que lo maten. Y de carácter indómito, por si el resto no fuera moco de pavo. Yo, si lo viera expuesto en un escaparate y a la venta, no lo compraría. Nadie con un poco de sentido común lo querría comprar. Marca un número en el teléfono que tiene sobre su mesa de trabajo. Se levanta, y cuando abre la puerta, Cecilia, la mujer de negro que había recibido a Ainoa; ama de llaves de Palacio, está esperando fuera. —Cecilia, esta señorita dormirá en la antigua habitación de Brenda, acompáñela. —¿Me está pidiendo que instale a una extraña en la alcoba de la Condesa? ¿Qué diría Alan? Es la habitación de su madre. Le dedica una severa mirada, de las que matan. Ella, a la velocidad de un rayo, bajó la vista rehuyendo el enfrentamiento visual. Sabe que el Conde puede llegar a ser una persona inhumana, cruel a poco que uno lo provoque. Mirando

39 fijamente al suelo, recuerda cuál es la premisa para trabajar allí: «Ver, oír, y sobre todo saber mantener la boca cerrada». Eduarda, una de las ocho doncellas que se ocupan de las labores de Palacio, todo debe estar inmaculado, impoluto, había seguido las instrucciones del Conde al pie de la letra: «Eduarda, no quiero que le falte de nada a la señorita. Entre todos debemos lograr que se sienta como en su casa». Eso hizo ella, o al menos lo intentó, porque ni la conocía de nada ni sabía a qué se debía su visita. Todo el personal fue prevenido con antelación: «Mi hijo no deberá saber, nunca, bajo ningún concepto, que la chica vivirá aquí. Y no sé por cuánto tiempo será, pero debéis mantenerlo al margen. ¿Lo habéis entendido? La chica llegó, estuvo un rato y se marchó, eso es todo lo que sabéis y todo lo que diréis en el caso de que mi hijo la haya visto y pregunte. Aunque es bastante improbable porque nunca para por aquí». El personal asintió sin dudar, todas las cabezas se movieron a la vez, parecía ensayado o estudiado. Más tarde, a solas y por los pasillos, unas se decían a otras: «Cualquiera le lleva la contraria al señor, con la mala leche que gasta…».

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4

Alan deambula durante toda la noche como alma en pena, acostumbrado a pasar veladas enteras de fiesta, no le supone un gran esfuerzo. El motor que mueve su mundo se resume en estas dos frases: «Si ligo existo, y si no insisto hasta que lo consigo. ¡Querer es poder! Siempre quiero y por eso triunfo». Cuando se es tan básico o simple, no te detienes a observar qué pasa a tu alrededor. Pero, sin entender por qué razón, esa fémina lo tiene descolocado. «El Rey de la pachorra», así se llama a sí mismo, ya no puede pensar con claridad. En realidad no ha pensado en nada, se ha dejado llevar por el desasosiego que siente y está delante de la puerta de la habitación que ocupa la chica. Él, que no se le resiste nadie, tiene sus propios medios para conseguir la información que desea. Ahora solo le falta saber el nombre de la que le ha robado el sueño, pero es cuestión de tiempo. Brenda, perdida en su memoria, ignoraba a todos los de su entorno, hijo incluido. Apaleada por sus seres más queridos, los que debieron quererla pero no lo hicieron, construyó un muro en su mente, grueso, de un material tan fuerte e impenetrable que nadie pudo traspasarlo. Evadida de la realidad, cada día un poco más ausente, una tarde, de un día que amaneció como cualquier otro, intentó lesionarse con unas tijeras. Eneko, que no la quería pero tampoco le deseaba ningún mal, decidió que había llegado el momento de ingresarla en un buen centro, donde se la cuidase como merecía, con respeto y cariño, al fin y al cabo era la madre de su hijo.

41 La condesa, como no podía ser de otra manera, cuando el hijo se lo comunicó montó en cólera «¡¡Será por encima de mi cadáver!!», dijo a voz en grito. «No estoy pidiéndote permiso», contestó él, con total tranquilidad. «Y no necesito tu aprobación, ¡ni la quiero! Pienso mantenerme inamovible en la decisión que he tomado. Esta batalla no te corresponde, es nuestra, de mi hijo y mía. Alan, que está completamente de acuerdo conmigo, es al único que le afecta, al único que le incumbe. Brenda, sí o sí, va a ser ingresada en un psiquiátrico. Como puedes ver, tú pierdes y yo gano. Y ten mucho cuidado con lo que deseas», se refería a lo que había dicho ella: “Será por encima de mi cadáver”, «que puedo convertirlo en realidad». Alan, que iba a verla una vez a la semana, salía muy triste. Poco a poco fue espaciándolo, hasta que llegó un momento en el que, desalentado, dejó de ir. Brenda estaba medicada, aletargada o hibernada, vivía en un mundo que había construido por y para ella. «El dolor es más fuerte que el amor, papá», le dijo éste a su padre el día que decidió que no volvería a aquél lugar, ya no le compensaba verla, no en ese estado. Eneko no podía entender a su hijo aunque respetó su decisión, el dolor que sentía por Irene era mucho más intenso y nunca la abandonaría.

Esperaba con impaciencia de la hermosa joven. Tras acecharla en el jardín, se coló en Palacio a hurtadillas, por una de las puertas del servicio. Tiempo atrás le había robado las llaves a Encarna, una joven doncella a la que acosó hasta lograr sus favores sexuales. Y así fue como consiguió hacerse con una copia de llaves de todas las puertas que habitualmente no usa la nobleza. Debe ser muy precavido, meditar cada paso que piensa dar o este capricho le saldrá más caro que ninguno. Su padre es de los que no se andan con tonterías, bien lo sabe él, si adivinara sus intenciones, para con la chica, éste lo obligaría a marcharse a Bruselas, desterrado al Palacete de verano y de por vida. Este Palacete, situado en una zona estratégica, alta y amurallada, fue un obsequio que, en 1910, hizo un destacadísimo Conde de esa ciudad a un antepasado de su padre. Y a pesar de que no sería la

42 primera vez, se había jurado no volver. Durante la transición de adolescente a hombre, aunque según decía padre aún no había cruzado esa línea, cuando Alan salía a escondidas, y lo pillaban, fue en más de una ocasión, lo mandaban allí, castigado, bajo la tutela de Noah, una institutriz tan severa como desagradable a la vista. «¡Eres Cruella de Vil!», le decía él, a la cara y en español, idioma que ella no dominaba, así se aseguraba de que ella nunca supiera si estaba insultándola o halagándola. «¿Qué estoy haciendo?», se pregunta. «Mi padre no cuenta conmigo, me deja al margen de todo. No sé por qué ni para qué está ella aquí, pero pienso descubrirlo. Siempre, más pronto que tarde, acabo enterándome de lo que ocurre a mi alrededor. Si se cree que esta vez va a ser diferente, está muy equivocado. Quizá desee conocerla por esa razón, porque está escondiéndola de mí. Quiere mantenerla lejos de mis tentáculos. Él piensa que soy un capullo y es verdad, lo soy. Aunque por primera vez en la vida no he pensado con la entrepierna, sino con el corazón. Y no sé qué me pasa con ella, por alguna incomprensible razón necesito conocerla». No mentía, su corazón galopaba sin frenos y sin una lógica explicación, le preocupó, él no era así. «El tipo duro se está ablandando. ¡Vigila!», se regañó a sí mismo. El aburrimiento es bueno y favorece la creatividad, o eso es lo que dicen. Pero en su justa medida, porque demasiado tiempo sin hacer nada da para mucho, sobre todo para pensar en lo que no debemos. En eso anda él, fantaseando con el cuerpo de ella, tocándolo con ambas manos, saboreando los firmes pechos que su mente enferma de deseo y lujuria se imagina. Baja la vista a su pantalón y comprueba lo que teme, una prominente erección debida a los impúdicos pensamientos que está teniendo. Pero él, que nunca ha tenido que esforzarse mucho para colarse entre las piernas de ninguna chica, toma conciencia de que esta vez será diferente. A las nueve en punto, Ainoa abre la puerta de la habitación en la que ha pasado la noche. De inmediato la ve. El corazón se le acelera y los latidos pueden oírse a kilómetros de allí, o esa es la sensación que tiene él. Contiene la respiración, teme que ella

43 pueda oír el batir de alas que se agitan en su pecho. Por suerte, ella, ajena a que la están siguiendo de cerca, contoneándose bajó las escaleras. «¡Viva el garbo!», exclamó él para sí. Eneko está en su despacho, esperándola mientras recuerda la que se lió por su obstinación en insonorizar el lugar en el que se encuentra, la única pieza de Palacio que lo está. Su madre se negó, no quería, de ninguna de las maneras se iba a hacer lo que su hijo pretendía. Se enfrentó a ella, y por una vez en la vida le echó cojones. Eneko no cejó en su empeño y se mantuvo firme hasta lograr su objetivo; que esa mujer no tuviera forma alguna de enterarse de los temas que allí trataba él. «Tienes demasiadas tonterías para lo mayor que eres, ¿no te parece?», alegó su madre intentando defenderse. «¡El palacio es mío! Y aquí vives de prestado y porque yo quiero, ¡no lo olvides nunca!», añadió encolerizada. No soportaba que nadie le llevara la contraria. «¡¡Has matado a mi amor!!», gritó él, para asombro de la madre. «Nos has arrebatado el fruto de una verdadera y mágica relación, de algo maravilloso, único y desinteresado, ¡mi hija!». Fue nombrarla y se le quebró la voz, pero respiró hondo y siguió discutiendo, su madre se lo merecía. «¡Qué sabrás tú de amor! Nada, ni de eso ni de otras muchas cosas. Sólo sabes de conspiraciones e intereses familiares, y hacerle daño a los tuyos, eso sí que se te da de lujo. Y nunca te perdonaré, ¿me oyes? Lo juro por lo que más quiero, y no eres tú ni por asomo. Tampoco voy a concederte el placer, ni en sueños, de que puedas seguir escuchando a través de las paredes. ¡Eres una arpía, mala, muy mala! Si no hubieras puesto el oído aquel día…».

Cuando llegó al despacho, la puerta estaba abierta y asomó la cabeza. —Acércate —Eneko acaba de ver a su hija. Está delante de la puerta, parada, la ha visto abierta y no ha sabido qué hacer. —¿Cierro, o la dejo tal y como está? —prudente, no quiere cometer ningún error. —Cierra, por favor, quiero privacidad. He pedido café para dos, y zumo y tostadas para ti. Yo no acostumbro a desayunar.

44 También encontrarás una jarrita con leche en la bandeja, no sé cómo tomas el café. Tampoco si te gusta, en realidad no sé nada de ti, lógico por otra parte. —Me gusta, y lo tomo solo, sin azúcar. Recién levantada no tengo hambre, y lo único que me apetece es una buena dosis de cafeína; me despeja la mente con rapidez. Luego, más tarde, allá sobre media mañana, hago un tentempié, un pequeño bocadillo de jamón. Sonrió para sí, tenían el mismo gusto, la misma manía. No podía dejar de mirarla, cómo la quería. Había servido el café en unas tazas nuevas, artesanas, hechas a mano utilizando habilidades cerámicas transmitidas a través de las generaciones. Fabricadas con el caolín de arcilla, de alta calidad y con brillo, el resultado era espectacular. Las eligió y compró él mismo, sin salir de Palacio ni moverse de su despacho, por internet. Quería algo nuevo y diferente, estaba harto de ver las mismas cosas año tras año. Sobre todo, lo que él quería era estrenarlas con su hija, con ella y nadie más. Contento, lo ha logrado, está bebiéndoselo a pequeños sorbos, saboreándolo, disfrutando del pequeño logro y a la espera de los restantes. Ainoa se levanta, quiere dejar la taza encima de la mesa. La pone con mimo, con cuidado de no darle ningún golpe. «Deben costar un riñón», pensó mientras volvía a sentarse. —¡Lo sabía! Tienes su misma talla —dice Eneko. Ainoa, cuando salió de casa para acudir a su misteriosa cita, traía lo puesto. Ni por un segundo se le pasó por la cabeza que dormiría fuera del hogar, y menos allí. Al ir a acostarse, sobre la cama vio una nota junto a un vestido, ropa interior y un pijama, todo era nuevo, a estrenar. «Todo para ti, Ainoa. Espero haber acertado las medidas, también que sea de tu agrado», decía la nota. El vestido, de seda vaporosa y con un estampado floral discreto, moderno y veraniego, con escote barco y manga corta, lo lleva puesto, de eso hablaba él. Le cubre las rodillas, cosa que a ella le gusta poco porque piensa que esa largada es para gente de edad avanzada, como, por ejemplo, su madre. Pero éste se lo

45 ha regalado nada más y nada menos que un Conde, alguien que supuestamente entiende de elegancia en el vestir. —Habla de la madre de su hijo, el futuro Conde, ¿verdad? —No, hablo de Irene, madre de mi hija. Y será ella, mi hija, la próxima Condesa de Balagué. Sabrás que el título lo hereda el primer descendiente, ella es la mayor. Ahí es donde entras tú, la razón de que te encuentres aquí. Desconcertada abre la boca, muere por preguntar, hasta este momento no le había dicho nada sobre ninguna hija. Lo piensa mejor y la cierra, no debe parecer una entrometida ni nada por el estilo. Es su primer día, de no sabe qué, y no va a estropearlo y se dice: «Mantén la calma».

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Irene, a las pocas horas de haber nacido, es abandonada por su madre. La deja desnuda, con el cordón umbilical cortado por alguien sin experiencia y demasiada prisa por perderla de vista. Es medianoche, no le importa dejarla allí, metida en una caja de cartón y expuesta a todo, sin techo ni protección. Meritxell, una novicia de veintidós años de edad, a las ocho de la mañana, como cada día, sale del convento dispuesta a traer lo que la Madre Superiora le ha ordenado. Atraviesa el jardín y llega a la puerta principal. La abre, va distraída ojeando la lista de la compra y, en cuanto pone un pie fuera, tropieza con algo dándole una patada. Mira hacia abajo y ve una caja de cartón, le lo que pueda contener e inclina el cuerpo para mirar en el interior. Sus manos aún no han tocado la caja cuando escucha el llanto desesperado de un bebé. Con más nervios que destreza, lo destapa para asegurarse de que el bebé está en perfecto estado, al menos en apariencia. «¡Una niña! ¡Aquí hay una niña!», grita a todo pulmón. Nadie aparece e insiste de nuevo: «¡Por el amor de Dios, que venga alguien! ¡Venid!». La pequeña está envuelta en papel de periódico, sola, sin ni siquiera una escueta nota en la que diga el nombre de ésta o de la madre. «Irene, te llamaremos Irene», empezó a decirle mientras la mecía. La voz de Meritxell calma al bebé, deja de llorar, y sigue hablándole: «Hoy es 20 de octubre, es tu santo». La niña cierra un poco los ojos, le gusta la voz que le llega. «Tu nombre es de origen griego y significa “La que tiene paz”. Además, Irene es una mujer que destaca por su inteligencia, por ser ordenada, luchadora y trabajadora. Que eres

47 luchadora lo has demostrado. Eres increíble, o un milagro de la vida, has pasado la noche a la intemperie, al raso y a merced de Dios, que ha sido benévolo y misericordioso contigo. Y lograrás todo lo que te propongas en la vida, porque serás inquieta y muy activa. Ay, madre, tendré que vigilarte de cerca». La niña curva los labios, sonríe, o eso le parece a la novicia, que la tiene entre sus brazos. «Oye, que lo que te he dicho no me lo he inventado, lo busqué en internet. Mi madre se llama así y es buenísima, la mejor del mundo. La tuya…, la verdad es que deja mucho que desear. Y como no puedes entenderme te lo diré más clarito: es alguien con muchos problemas y ningún escrúpulo. La Madre Superiora, una mujer de estricta moral, acude a la llamada de la novicia. Ésta, después de explicarle cómo y dónde ha encontrado a la niña, se la ofrece para que sea ella la que la entre en brazos. La coge, y de inmediato siente algo especial por ella y decide quedársela. «Reunión urgente en el comedor», dice ésta a Meritxell. Una a una fue entrando, en fila, en completo silencio y con la cabeza gacha. Tomaron asiento, cada una en el de costumbre, y esperaron a que la Madre Superiora hablara. Y ésta no se hizo de rogar: «Dios nos llena la agenda de tareas, nos pone a prueba todos los días. Esta es una más, la niña, me refiero a la niña, por supuesto. He tomado una decisión, y estoy segura de que puedo hablar en nombre de todas al decir esto: la pequeña será criada aquí, por nosotras. Sólo nuestro Señor sabe por qué hace lo que hace. Si él nos la ha enviado, por algo será. ¡¿Estamos todas de acuerdo?!». Aunque la decisión ya estaba tomada por Aurora; la Madre Superiora, sentía la necesidad de saber qué opinaban las hermanas. Y ellas, unánimes, aceptaron el nuevo reto que se les imponía. «Gracias a todas. A partir de ahora nuestra vida queda relegada a un segundo plano, lo primero es la niña, trabajaremos para labrarle y asegurarle el mejor de los futuros». Dicho esto Aurora recibió una inesperada ovación, todas, en pie, sonriendo, aplaudían.

48 Irene crece fuerte, sana, con un prometedor futuro a la vista; piensa abrir una sastrería para familias de alta alcurnia, de linaje noble, la que acude a las grandes fiestas con sus mejores galas. Pretende ser conocida y reconocida por la calidad y vistosidad de sus creaciones, quiere que todo el mundo vaya comentando lo maravillosa que es con la aguja y el hilo. Por suerte, para su propósito cuenta con el inestimable apoyo de todo el convento. Ellas, vendiendo galletas, y pasteles y dulces varios, además de coser, están consiguiendo el capital necesario para apadrinar el proyecto de Irene. Pero ahora tiene catorce años y deben pasar cuatro más para poder cumplir su sueño; sólo cuando alcance la mayoría de edad se le permitirá abandonar el nido y volar sola. La espera le da igual, ya llegará, día tras día, mes tras mes y año tras año, la colman de amor. Nunca imaginó que se podía recibir tanto a cambio de tan poco, era feliz y en más de una ocasión lo manifestó: «No he conocido padre, pero tengo una madre y cien hermanas que me dais lo impensable. Ni viviendo cien vidas os podría devolver tanto amor. Gracias, os quiero». La Condesa Judith, que es una de las mejores clientas de las hermanas del convento, tanto en la compra de dulces como en el encargo de vestidos y trajes, el mismo día que Irene cumplió los quince años, la nombró su modista personal. Irene estaba que no cabía en sí, muy orgullosa de su primer logro. Una por una, fue dando las gracias a todas las hermanas, artífices de su sabiduría, que la habían instruido en lo necesario para poder llevar una vida como el común de los mortales. Y es que éstas, además de la costura, le dieron clases de cocina, leer, escribir, aritmética, historia del arte… Y debido a su corta edad, todavía no ha pisado Palacio. Por esa razón, la Condesa, una o dos veces al mes, visita el convento para encargar éste o aquél vestido.

Se levanta como un día cualquiera, dispuesta a darlo todo en el taller de costura. Pero hoy no será un día normal, sino que cambiará su vida para siempre, la hermana Meritxell entró como un huracán en su habitación.

49 —¡Corre, ponte un vestido de los de misa! —¿Por quién hay que rezar? —a Irene se le encoge el alma, últimamente han fallecido varias hermanas y teme lo peor. —No, alma cándida, uno bonito, de vestir. Tienes una cita. —Mi única cita es con Singer, la máquina de coser, y no le encuentro la gracia a tu broma. —Que no, tonta, que no estoy de broma. La Condesa te ha dejado un mensaje: está indispuesta y te recibirá en Palacio. Su chofer te recogerá en media hora. Y no debería habértelo dicho, pero lo dicho, dicho está. Se abrazan, saltan y gritan de alegría. Y a pesar de que por sus venas no corre la misma sangre y no son hermanas, las une un lazo muy fuerte. Pero en la partida de la vida ni siempre se juega limpio ni se va de frente, y esos lazos son susceptibles de romperse. Cuando se rompen, la persona que ha dicho que va a cuidarte y protegerte, te traiciona de la peor manera posible. Busca en su pequeño armario, está nerviosa e indecisa y no sabe qué ponerse para este gran día. Va a ser la primera vez que salga del recinto del convento y la primera vez que pise la calle desde que la recogieron. También la primera vez que la reciban en un Palacio y la primera vez de todo lo que está por venir. Después de probárselo todo, a pesar de haberlo diseñado y cosido ella misma, no se ve bien con nada. Todo su vestuario le parece inadecuado para una ocasión como esta, no porque éstos sean indecorosos, indecentes, escandalosos o de mal gusto, sino porque iba a verse pobre en un mundo de ricos. El chofer, que espera sentado al volante, ha dejado la puerta trasera abierta, invitándola a ocupar ese sitio. —Hola, buenos días —saluda tímidamente. —Buenos días, señorita. Suba, cierre la puerta y abróchese el cinturón. Irene quedó fascinada ante tanta belleza, nunca, antes, había visto tantos árboles, tantas flores o tanto verdor y esplendor. La naturaleza la conquistó y quedó imbuida de una nueva emoción, la que se siente al descubrir que hay una vida esperándola fuera,

50 en el exterior del convento. El corazón le late con mucha fuerza y se siente más viva que nunca. —Pasa, yo te acompañaré —le dijo una mujer de mediana edad a Irene. Alta y desgarbada, es la que le ha abierto la puerta. Muda de la impresión, va siguiendo a la guía por el interior de Palacio. Incapaz de asimilar lo que sus ojos están viendo, y a pesar de haberlo visto en las películas, no imaginó tanta riqueza en una sola familia, y menos impúdicamente exhibida, le parece una obscenidad. Siente un fuerte rechazo, ella ha sido criada en la sencillez, sin lujos, rozando la pobreza pero feliz. Es por eso que tanta ostentación, grandiosidad u opulencia, le produce algo de asco. Ya se iba cuando lo vio a él, a Eneko. Dos miradas furtivas se encuentran y se miran unos segundos, los suficientes para que sus corazones revoloteen como fieras enjauladas y crean que no podrán vivir el uno sin el otro. Y así ocurrirá, ellos se amarán como nunca lo hizo nadie. Pero el destino, que es caprichoso e incomprensible, ha trazado planes distintos, y son tan perversos que dan escalofríos.

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—Irene me gusta mucho, mamá—le dijo Eneko a los pocos días de haberla conocido—. No sé qué me pasa, pero no puedo quitármela de la cabeza. La Condesa, al oír la confesión, soltó una extraña carcajada, aguda, penetrante y perturbadora. —¿Quién…? —preguntó poniéndose muy seria—. ¿Hablas de la modistilla? Ese tipo de mujeres, las don nadie, están en el mundo para que disfrutemos los nobles, ricos o poderosos. Han venido para hacernos la vida más placentera o cómoda, y piensa lo que quieras, no hay más verdad que la mía. La mira extrañado, qué trata de decirle. Ella lo ignora, le da igual cómo la mire o deje de mirar. —¡Desflórala! Diviértete todo lo que quieras, es tuya, para ti. ¿Quieres te la envuelva en papel de regalo y le ponga un gran lazo? Puedo hacerlo, te lo aseguro. Y después, cuando te canses de jugar con ella, que lo harás, te buscaré una mujer para ti, una auténtica, de clase alta. Noble con Noble y purria con purria. No se debe mezclar Churras con Merinas, es abominable. Él, tan joven como inexperto, piensa que su madre bromea y que está dándole su bendición para cortejar a la chica.

Los días se suceden mientras ellos se aman con desespero, hasta que pasa lo inevitable. Están en la cabaña del bosque, en el sofá, acurrucados tras haber hecho el amor con tanta pasión como necesidad, cuando ella le da la buena nueva.

53 —¡Estoy embarazada! —Eneko, asombrado y sorprendido por la inesperada noticia, abre mucho los ojos—. Si no te lo he dicho antes es porque he estado valorando, sopesando si traerlo al mundo o dejarlo… Y sí, quiero, y con, o sin tu ayuda, nacerá. —¿De cuánto estamos? —De poco, acabamos de hacer los dos meses. La estrecha entre sus brazos. La besa por toda la cara hasta llegar a la boca, y se funden en un tierno y cálido beso, lleno de amor y ternura. Ella tiembla de emoción, de dicha, pero también de miedo, y llora. —Tranquila —la consuela, acariciándole una mejilla—. Te prometo que todo irá bien, amor. Te quiero más que a nada en el mundo. Lo sabes, ¿verdad? —Tu madre nunca me aceptará. No soy digna de ti, menos de ella. —¡¿Quién te ha dicho eso?! Eres la persona más digna que conozco, ¿me oyes? No quiero que vuelvas a decirlo nunca más, ¿entendido? —Abrázame, te necesito. Tras unos minutos abrazados, una rezagada lágrima decide que ha llegado su momento, que debe de salir y deslizarse por el pómulo de ella. Levanta una mano para secársela, pero Eneko la para, agarrándola en el aire. Acerca su lengua a la mejilla de ella y saborea la lágrima como lo haría con el mejor vino del mundo. Al cabo, con los ojos húmedos de felicidad, él acerca su boca a la de ella y se besan. Sus lenguas se enredan con energía, vivas, con más pasión y más amor del acostumbrado. Van a ser padres y se quieren, es todo lo que importa. Eneko le acaricia el vientre, ella ejerce un efecto mágico en él y la ama como nunca imaginó que se podía amar, por eso la toca con ternura y con extrema suavidad, temiendo dañar la vida que está gestándose en el interior de Irene. Acerca la lengua y, mientras con la mano sigue acariciándola, le dibuja un húmedo corazón. No lo esperaba, la ha pillado totalmente desprevenida y

54 se emociona. Se le eriza la piel y siente una agradable descarga por todo el cuerpo. —Ya no somos tú y yo, que al fundirnos formamos un solo cuerpo. Ahora somos tres —ella sonríe—, tú, yo, y ese diminuto ser que está formándose para salir a través de tu útero. ¿Cuánto medirá ahora? —No sé, imagino que unos siete u ocho milímetros. ¿Crees que seremos buenos padres? No tengo ningún referente, ningún modelo a seguir o imitar. —Mi madre no es un buen ejemplo de nada, doy fe de ello, pero estoy seguro de que lo haremos fenomenal. Nos dejaremos la piel para lograrlo, en el caso de que hiciera falta. Irene, yo te aseguro que el feto que llevas en tu vientre se convertirá en la criatura más feliz del mundo, confía en mí. —¡Ojalá tengas razón! Me costó muchísimo convencer a la Madre Superiora para verme contigo, y ella, al lado de tu madre, es una santa. —Tranquila, que de mi madre me ocupo yo. De algo tiene que servir los veinte años que acabo de cumplir. Soy un hombre.

La barriga crece más despacio que los problemas, Judith no quiere ni oír hablar del tema, sólo expresa rechazo, el que siente por: «La pordiosera, buscona y putón revenido». Éstos son los adjetivos que le dedica, así la bautizó cuando él le dio la noticia. —Mamá, ¡voy a ser padre! Estoy que no me lo creo. —Así debe ser, no te lo creas porque nunca ocurrirá, nunca. La pordiosera, buscona y putón revenido se ha equivocado. Esta no es su familia, nunca lo será, ha llamado a la puerta incorrecta y lo sabe, no es tan estúpida como aparenta. —¡Mamá, no hables así de ella! —Hablo como me da la gana. ¡Ve a tu cuarto y reflexiona! El embarazo no puede llegar a término, y no llegará. Hizo caso omiso a las advertencias de su madre, enamorado y comprometido, erróneamente pensó que ésta sufría de ataque de celos. Pero la vida, que da hostias como panes, se encargará de sacarlo de su confusión.

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—¡Se acabó por hoy! Me he excedido, te he dado material para dos capítulos, demasiado para tu primer día de trabajo. No tengo la menor intención de agobiarte, no vaya a ser que quieras salir corriendo —dijo Eneko a su hija. Ella, que para la grabadora a la orden de éste, no piensa lo mismo. —Quiero saber qué paso. ¡¿Cómo puede dejarlo así?! Estoy en ascuas. —Estoy cansado. Hablar del pasado me agota. Me voy a… —dejar la mente en blanco, quiso decir—. Me echaré un rato, tú haz lo que quieras, estás en tu casa. ¡Mírame a los ojos! —Ella lo hace, y le parecen los más tristes del mundo—. De ahora en adelante este es tu hogar, o tu casa, o tu Palacio o refugio, como tú decidas llamarlo, pero aquí está tu sitio. «Pobre hombre, con lo joven que es y lo que desvaría ya», pensó ella. «Mi lugar está en mi casa, allí, al lado de mis padres. He venido a trabajar, solo a eso, no voy a ocupar un espacio que no me corresponde. Tampoco lo quiero, porque en cuanto acabe con la labor que se me ha asignado, mi presencia aquí perderá el sentido». —¿Podemos continuar más tarde? —Lo pensaré. Sal, por favor. Antes de tomarme un respiro debo hacer una llamada. Si el recuerdo duele y el dolor mata, yo estoy dolido de muerte. —Ok, descanse, daré una vuelta por los alrededores. —Le pediré a una de las doncellas que te acompañe.

57 —No, por favor, déjeme ir sola. Necesito ordenar mis ideas. Acabando de cerrar la puerta, con la mano en el pomo y de espaldas al pasillo, alguien tira de ella. —¡El gato! —exclama al ver los ojos del chico. Él le tapa la boca con suavidad. —Ven, salgamos por la puerta de atrás. Le destapa la boca, le sonríe y sigue caminando. Cogida del brazo del chico, Ainoa no tiene ni la menor idea de quién es ni qué quiere, pero se siente poderosamente atraída. —En la vida me han llamado de todo, te lo puedo asegurar —empezó a decirle él. Están lo suficientemente lejos de Palacio y adentrándose en una zona boscosa—. Pero gato... Nunca se ha atrevido nadie a llamarme así. Bueno, sí, tú hace unos minutos. Y como me has confesado el apodo que me has puesto, me veo en la obligación de hacer lo propio contigo. Tienes más de uno, ahí van: la innombrable, la intocable, la indeseable… —¿Cómo te atreves a faltarme al respeto? Eres zafio, necio y patán. ¿Quién te crees que eres? —está indignadísima. —Tampoco te pases, no hay para tanto. Si lo dices por lo de indeseable, los reproches a mi padre. Soy Alan, hijo del Conde. Único heredero de todo lo que has visto y de lo que no también. Y no eres indeseable, uf… —suelta aire por la boca—. Muy al contrario, anoche no dormí pensando en ti, te deseo como jamás he deseado a nadie. Supongo que sabrás, porque será lo primero que te habrá dicho mi padre, que tengo prohibido acercarme a ti. —Veo lo obediente que eres, y lo mismo se puede decir de mí, también me ha… —Prevenido de lo crápula, malvado, mujeriego, perezoso… Vamos, que soy lo peor de lo peor —dice él, terminando lo que ella quería decir. —Sí, esa es la verdad y no voy a engañarte, me considero una mujer honesta. Tu padre no quiere que tenga ningún tipo de relación contigo. Y mira si lo ha dejado claro, que esa ha sido la única clausula del contrato que no me ha permitido negociar. —¿Por qué me acompañas? No estoy obligándote a nada.

58 —Porque me gustan los gatos. Es mi animal preferido y no me preguntes el porqué, no tengo la menor idea. Oye, ¿conoces el chiste que circula sobre ese felino? —Y te acompaño porque me gustas, me atraes igual que yo a ti. Y qué mejor que atraer y ser atraído, pensó mientras esperaba la respuesta de él. —¡Ilumíname! —Es una tontería, pero tiene su gracia: son dos animales en uno solo—la mira, él no sabe de qué habla pero le resulta muy divertida. Eres guapa a rabiar, pensaba mientras la escuchaba—: Es gato y araña, dos en uno, ¿lo entiendes? Lo único que entendía era que quería tomarla allí mismo. —Yo sé el de la zorra y la cobra, pero no lo desarrollaré, no es para una mujer como tú. —¿Y cómo soy yo? —Guapa, simpática, encantadora, divertida… Y te diría que estás más buena que el pan o más rica que la langosta. No voy a hacerlo porque es una ordinariez, una grosería que me dejaría a la altura del betún. —¿Lo estoy? —Que si lo estás… Te burlas de mí, ¿verdad? —No, no me burlo. Estoy muy nerviosa. No soy de las que se dejan llevar por los impulsos, de hecho es la primera vez que lo hago. —Me alegra saber que he sido el elegido. Nunca lo fui para nada, también es mi primera vez en algo. Ella se ríe. —¡No te lo crees ni tú! Naciste elegido. Tú has sido elegido para… —recuerda que Alan no será el próximo Conde, ni debe revelárselo ni lo hará—. Para deleite de todas las chicas guapas y ricas. —Que eres guapa es evidente, salta a la vista. De tu imperio aún no me has hablado, ¿cómo anda tu economía? —Lo siento, soy de clase media, ni estás a mi alcance ni yo al tuyo. La toma por la cintura, pegándose mucho a ella.

59 —Yo creo que sí, es más, a poco que te lo propongas caerás a mis pies. —No te hagas muchas ilusiones, por si acaso no ocurre. —Ocurrirá. ¿Te apuestas algo? —No, gracias, nunca apuesto con extraños —quita la mano de la cintura, que le tiene puesta él, y se alisa el vestido mientras le regaña—. Y déjate de confianzas que nadie te ha dado. Se mete las manos en los bolsillos, haciendo una mueca de disgusto. «¡Cómo me gustas, bandido!», pensó ella, al ver que hacía el gesto con total naturalidad. —Y no hagas mohines de niño mimado, que no me ablando con facilidad. Los juegos a los que jugáis los niños pijos no me van, no pierdas el tiempo. —Lo que tú digas, mamá. Ella se ríe. Le ofrece una mano. Alan, perplejo ante el giro inesperado de los acontecimientos, enlazó su mano a la de ella. Charlando y riendo, como si éstos se conocieran de toda la vida, llegaron a la casita del bosque, lugar en el que se refugia cuando quiere estar solo. Jamás ha traído a una chica, y no sabe por qué razón, pero con Ainoa es diferente. Inconscientemente, ha seguido el impulso que su corazón le dictó al verla. —Esto empieza a no gustarme. Creo que quiero marcharme —dijo ella en cuanto puso los pies dentro. —Podemos volver ahora mismo, si es lo que deseas, pero te aseguro que no es lo que piensas. Nunca, y cuando digo nunca es nunca, he venido con una chica, jamás. Y no pienso enredarte para acostarme contigo. Tranquila, que aunque me vaya la vida resistiré —Si supieras con qué fervor te deseo no lo pensarías, saldrías corriendo, pensaba él mientras le decía—: ¿Nos vamos? —deseó que la respuesta fuera que no, que se quedaban. Cruzó los dedos disimuladamente. —¿Nos quedamos? —contestó ella mordiéndose el labio. —Creo que es un poco pronto para decirte esto, pero siento algo… —No sigas, por favor. No juegues conmigo, no está bien —lo interrumpió, tenía un insoportable calor interno. ¿Serán las

60 llamadas feromonas? Se preguntó. Cree recordar que ocurre en los animales, solo en ellos, porque en los humanos, que se sepa, no está científicamente demostrado. Aún así, el olor que destila y transmite Alan, la vuelve del revés provocándole un deseo irrefrenable. Se apodera de la boca de ella robándole un beso, cree que lo está pidiendo a gritos. Una chispa prende rápida, alcanzándolos a ambos. El fuego se expande por los cuerpos de los dos y arde con intensidad. Ainoa se encuentra una lengua en su boca, es la primera de su vida. Tiene un magnifico sabor que no le recuerda a nada en concreto, pero le gusta y la saborea restregándola con la suya. Está bajándole la cremallera del vestido, los besos han dado paso algo más íntimo y más carnal. Despacio, porque no quiere que se espante, se ve sorprendido por el ruido que hace el tímido gemido que ha escapado de la garganta de ella. «¿Qué me pasa?», se preguntó Ainoa, jamás se ha visto en otra igual y no entiende nada. Sólo sabe, porque así lo percibe, que por su cuerpo corre un deseo líquido que se extiende a una velocidad que da vértigo. También que, de dejarse llevar por lo que siente, cruzará la línea roja de no retorno. «No dejes que el deseo sea más fuerte que tu voluntad y páralo antes de que sea tarde. ¡Espabila!», dice para sí, mientras el aire va llenándose de miles de feromonas. —¡No! —dice ella, luchando con todas sus fuerzas para no sucumbir a los encantos de él. Obedece, y aunque le hierve la sangre y está rabioso, la deja estar. Le sube la cremallera, ya la tenía casi bajada, casi a punto. Se enfada consigo mismo y se le borra la sonrisa que segundos antes iluminaba su rostro. Con los ojos rojos de ira, aguanta la respiración y le echa un último vistazo a la piel que está rozando con los dedos. —Eres un sueño inalcanzable, para mí, sí—, masculló entre dientes para que ella no pudiera entenderlo. —¿Qué?

61 —Que ya está, te la he cerrado —le dijo. Pero él no es de piedra, sino humano, y su instinto cazador sigue vivo y le grita: «¡Abalánzate sobre ella, tírala al sofá, fuérzala!». La curiosidad por saber a qué sabe la piel de una chica con principios, hizo que se preguntara: «¿Qué clase de braguita será la que lleva? ¿De seda? ¿Tal vez un escueto y minúsculo tanga? Espero que no sea de las que siempre me han horrorizado, las de cuello alto o católicas». El pensamiento le dio repelús y el bello de los brazos se le erizó, la sensación le desagradó sobremanera. Alan, que nunca ha sido condescendiente con sus semejantes, se ha burlado de las chicas que usan estas últimas, dice que son de remilgadas, estrechas enfajadas o raras revenidas, cualquier cosa menos de gente de mente abierta. Y según asegura, dice que lo ha comprobado y que sus colegas de juerga lo han corroborado; también dan fe de ello, declara esto como una verdad empírica: cuanta más tela tiene la prenda, menos calor aporta a la zona en cuestión. Imagina que está desnudándose para él, mostrándole con gracia lo que su ropa esconde. Ainoa deja ir un tímido gemido, y él, que tiene los ojos cerrados, se excita aún más. Ella, que no puede aguantar el calor que siente entre las piernas, le pide que le arrebate la inocencia. Sí, Alan la imagina virgen, así la quiere. Un sudor frío le recorrió la frente, recordándole que nada de eso estaba pasando, no ocurrirá hoy, está seguro y abre los ojos. Se seca el sudor y, mientras la mira a la cara, lo que más ama en la vida, que no es otra cosa que su virilidad, se quejó de ganas. Su cabeza, la pensante o la que razona, le dice que puede tomarla y disculparse después; tampoco iba a ser la primera vez. Mueve la cabeza, negando y expulsando los malos pensamientos. —¿A qué dices no? —Preguntó ella —Me tienes altamente confundida y preocupada. Entre que has cerrado los ojos, y las caras que ponías, he pensado que los problemas y tú vais de la mano. —Perdona, ordenaba mi mente. Soy un hombre impulsivo, emocionalmente inestable. Lo que quiero lo tomo sin más, pero tranquila, contigo haré una excepción e iré despacio.

62 —Gracias, supongo. —No las merezco. Se me ocurre algo, me gustaría practicar un juego contigo. —¡No es no! Aquí y en la Conchinchina. No soy de la clase de mujeres con las que tú acostumbras a tratar. Y a ver si os dais por enterados de una vez por todas: no, nunca quiere decir sí, significa lo que es, ¡no! Metéoslo en vuestras estúpidas cabezas. Lo siento, y perdona mi forma de hablar, pero es que este tema saca lo peor de mí, me enerva. Eso de que las mujeres decimos que no, cuando queremos decir que sí, es pura invención. Una argucia masculina que no os deja en buen lugar. —Debo decir en mi defensa, porque no voy a quedarme con los dardos que me has lanzado, que mi padre solo cuenta lo que le interesa. Por alguna razón que desconozco, la comunicación no es precisamente su fuerte, le gusta dejarme mal; cuanto peor mejor para él —lo mira desconcertada, porque le consta que el Conde lo quiere mucho, a su manera, pero se desvive por él—. Entre mi padre y yo solo mantenemos conversaciones sordas, carentes de todo sentido —soltó un exasperado bufido—. Mira, hagamos un trato —le coge una mano—: tú te olvidas de tu jefe y yo de mi padre, al menos por un rato. Nos centramos solo en nosotros, en conocernos un poquito más —lo miró pensando: Acaso no has entendido lo que te he dicho. Eres más insistente de lo que tu padre cree—. ¿Qué te parece si hacemos un test de compatibilidad? —¿Qué? ¿Cómo? ¿De qué vas? —preguntó sorprendida. —De alguien que quiere conocer a alguien. Es muy simple, divertido e inofensivo. —Ah, sí. ¡Sorpréndeme! —Haré unas sencillas preguntas, y tú y yo escribiremos las respuestas en papel, la verdad, por supuesto. Y nos mostraremos los papelitos al leerlo, todo legal, sin trampa ni cartón. —Qué interesante, ¡si señor! —Realmente está pensando en algo más picante, más sensual y sexual: Verdad o atrevimiento. Se imagina desnudándose poco a poco, jugando, sin ponerse en evidencia—. ¡¿Empezamos?! —añadió, ansiosa por el resultado.

63 Para su edad, Alan tiene muy desarrollada la imaginación, es un estratega del amor. Y ella, que lo intuía, empezó a pensar: «Hará lo que sea, y en lo que sea entra todo, por llevarme a la cama». Le entregó papel y lápiz. Estaba más nervioso de lo normal. Debía disimular, aparentar indiferencia. «Tranquilo, toma aire y respira hondo», le dice su mente. «No sospecha tu objetivo, no le has dado motivos para que lo haga. No lo estropees, ella no se imagina lo que tú andas buscando, y no es otra cosa que esto: la respuesta a la pregunta que verdaderamente te interesa, ¿cuánto tiempo deberás emplear para lograr que se acueste contigo?». Sabe que ésta no es como las demás, sino un hueso duro de roer. También que, aunque vacile de tener una dentadura fuerte, dura y potente, si da un paso en falso, ella no se dejará morder una segunda vez. —¡A ello! Película favorita. —The Matrix Reloaded —dijo ella. Muestra su respuesta, es la misma. Ella se muerde el labio inferior mientras se muere de ganas por él. —Color y número de la suerte. —Verde y trece. Vuelven a coincidir. A él se le ilumina la cara, sonríe, nunca en su vida ha visto nada tan bello ni tan hermoso. Y de nuevo siente el impulso de saltar sobre ella. Hace un sobreesfuerzo y se contiene. Escudriña los ojos de él durante unos segundos, intentando leerle el pensamiento. Al cabo estudia con detenimiento la cara de éste hasta llegar a los labios, y ahí se queda, embobada. —¿Te gusta el café? —preguntó nervioso, él no acostumbra a ser el observado, sino el observador. Su entrepierna, que hasta el momento permanecía ausente o retraída, le mandó una señal: estoy vivita, coleando, deseando llegar al núcleo del universo de la Diosa que tengo ante mí. Sabe que no está bien, que no debe dar rienda suelta a lo que su cuerpo le pide, y traga saliva—. De ser así, ¿cómo lo tomas?

64 Incómodo, deja caer un folio sobre su pantalón, justo en la parte que evidencia la turbación que siente. Demasiado tarde, ella, que no pierde detalle, lleva segundos notando el ligero movimiento del pantalón. Se avergüenza, está tan acalorada que le sobra toda la ropa. —Sí, solo y amargo. «Nunca hay dos sin tres», piensa él. «Empieza la prueba de fuego». —¿Cita a ciegas o encuentro fortuito? —Odio las citas a ciegas y creo en el destino. «Si el destino unió a mis padres, ¡qué mal ojo tuvo!», pensó antes de decir su respuesta. —No me gusta que me organicen las citas y el destino es un ser malévolo que juega caprichosamente con nosotros. Las dudas la asaltan y empieza a cuestionarse si aquello le disgusta o le agrada. No está segura de nada y se dice: «¿Hasta dónde piensa llegar? ¿Qué busca realmente de mí, sexo? Seguro que es eso. Le gusto, sí, es evidente, pero según me ha dicho el padre, y le creo, al chico le gusta cualquier cosa que se sujete sobre dos buenas piernas». —¿Sexo antes del amor o amor antes del sexo? —pone cara de pícaro mientras se frota las manos. Se ruboriza como nunca lo ha hecho, qué quiere decirle con esta pregunta, acaso está midiendo el nivel de decoro de ella. Le arde la cara y trata de dar una imagen fuerte y sólida. Y cuando cree que lo ha logrado se decide a contestar. —Sexo con amor, ¡por descontado! —sonó contundente—. No concibo lo uno sin lo otro, es una aberración. Soy persona humana y mi consciente intelectual es más elevado que el de los animales, por eso pienso y razono. A mí hay que conquistarme, y no ligarme. «Y yo, que no pienso enamorarme, disfruto del sexo a todas horas», pensaba él. «Estamos en las antípodas». —Sexo, con o sin amor ¡Que no falte! —tenía escrito él. —Ahí radica la diferencia entre el hombre y la mujer.

65 «En qué mundo vive esta chica», se pregunta. «Las mujeres que conozco son más promiscuas que yo, que ya es decir. Pero, cueste lo que cueste, ésta cae. Si no es así es que habré perdido mi sexapil y deberé emplearme en recuperarlo». Ella responde, una tras otra, las preguntas sin titubear. Él no sabe qué pensar, desconcertado, está preguntándose si ella es la chica inocente que aparenta o está tomándole el pelo, cosa que lo permitiría ni a ésta ni ninguna. Aún así se da cuenta de que está sonriendo, porque, en lo esencial, tienen mucho en común. —Dios… ¡cuántas coincidencias! Ni que fuéramos hijos del mismo padre. Ainoa rió tanto, que terminó con dolor de mandíbulas. Se siente hipnotizada, eclipsada por un joven libertino que malgasta la fortuna familiar en divertirse, en hacerse acompañar de especímenes femeninos. Alto y delgado, luce un estupendo y brillante pelo y tiene unos rasgos finos y delicados. Ainoa, que no puede apartar la vista de él, se regaña: «Éste no, recuerda lo que dice mamá: Nunca te enamores de alguien que te haga gastar un euro en clínex».

La devuelve a Palacio intacta, inmaculada, no por voluntad propia, por descontado, había desplegado todos sus encantos. Le regaló los oídos y le robó alguna caricia, pero no hubo manera, ella no estuvo por la labor de entregarse, ni a la primera ni con el primero de turno. —Ha sido un verdadero placer —dijo él. Ella le ofreció su mano derecha, y él la tomó y la besó—. Recuerda esto: tú y yo no nos conocemos, lo de hoy no ha pasado, no nos hemos visto. Lo último que me apetece es que mi padre me dé la chapa, ¿lo entiendes? Uf…, no imaginas lo cansino que puede llegar a ser. —Prometido. Tampoco lo haría, no estoy loca, tu padre me despediría. Soy una persona seria, responsable y coherente, y no me puedo permitir el lujo de perder el primer trabajo, mancharía mi curriculum. —Cierto. Pero aún no me has dicho qué haces aquí con él.

66 —Conocerte a ti, ¿te parece poco? Ya te dije que creo en el destino. —Te deseo —le susurra al oído. Ella enrojece, y él intenta arreglarlo—. Te deseo una feliz estancia aquí, con nosotros. A pesar de que no me hago ningún favor, te aviso, no será fácil; mi padre no sabe hacerle la vida agradable a nadie, ni siquiera a sí mismo. Contigo no va a ser diferente, estoy seguro. Ainoa, no te hagas falsas ilusiones y ves con cuidado, mi padre tiene el don de convertir las risas en llantos, los triunfos en fracasos y la luz en oscuridad. Es siniestro, triste pero real. —Gracias por tu interés, supongo. Si pretendes asustarme, lo siento, no lo conseguirás. Eres tan peliculero, tan inventivo y exagerado, que me haces reír. Y ya nos iremos viendo por aquí, supongo, de no ser que tu padre me encierre en el torreón más alto y tire la llave. —No hagas bromas de cosas serias. De haberte conocido en otras circunstancias, seguro que me habría partido la cara por ti. —Ahora sí que no entiendo nada, nada de nada. —Es bien sencillo de entender. Si me hubiera acercado a ti, en una fiesta, me hubiera visto en la obligación de pelearme con el montón de moscones que andarían babeando a tu alrededor. —Eres un adulador, aunque supongo que ya lo sabes, deben decírtelo a menudo. —No hago caso de lo que dicen las malas lenguas, solo me interesa lo que pienses tú, lo que digas tú y lo que sientas tú. Me gustas, y no porque me complementes en nada, que no lo haces, sino porque no necesitamos complementarnos, así estamos bien. Tú y yo, por separado, somos auténticos y completos. Cada uno, con su carácter, personalidad y principios, disfruta de la libertad de amar a quién quiera sin el temor de lo que digan o piensen el resto. —Tan profundo como erróneo —Él frunce el ceño—. Ah, veo que te olvidas de tu padre. ¿Dónde queda la advertencia que nos ha dado? No puedo pensar como tú, me juego mucho. Y sí, eres muy natural, aunque un poco fresco para mi gusto.

67 —Acabas de herirme de muerte y no lo merezco —Con lo bien que me he portado, que he querido hacerte el amor y entrar por todos los lugares posibles, y por los que no también, porque soy así de cabrito, pensó. Y se dijo para sí: Me he controlado y me pregunto: ¿de qué me ha servido si me sales con ésta? Y con cara lastimera añadió—: De este golpe no voy a recuperarme, eres consciente, ¿verdad? —Más bien soy una inconsciente, me he dejado llevar por la curiosidad y ya sabes el dicho. Ahora, y sintiéndolo, debemos separarnos aquí, será lo mejor para ambos. —No te librarás de mí, volveremos a vernos, te lo aseguro. Soy como el pegamento, donde me engancho… Se ríe, le parece gracioso a la par que excitante. Lo besa en la mejilla. Él pone cara de circunstancia, no sale de su asombro. —Pórtate bien. Y cuidado a quién te pegas en mi ausencia, pegamento —ironizó, dedicándole su mejor sonrisa. Esperando a que ella estuviera lo suficientemente cerca del Palacio, o lo suficientemente lejos de él, se preguntó: «¿por qué mi padre trae una golosina si no piensa dejar que la pruebe? Es una torpeza de viejo, seguro, y no se lo tendré en cuenta pero… ¿Y si no fuera así? No, no le creo capaz de una perversidad tan injustificable y absurda. La vida no ha sido justa con él, pero él es un hombre justo, cabal como pocos».

La espera la desespera, lleva una hora sola y aburrida en su habitación, el Conde no la ha llamado. Da un salto de la cama, y se dice mientras se calza: «Bajaré en busca de Cecilia, ella sabrá darme una explicación». Las escaleras las baja de dos en dos, medio corriendo medio saltando, necesita activar la sangre, tanto relax la estresa. Nada oye, nadie se cruza con ella, el Palacio parece deshabitado. —Cecilia, ¿dónde está tu señor? —le preguntó al verla. —Nuestro señor, ¡habla con propiedad! El señor Conde está en su habitación, acostado e indispuesto. ¿Por? —preguntó muy malhumorada.

68 —¿Y qué hago yo ahora? Estoy hastiada, aquí hay menos actividad que en un geriátrico. ¿Cuándo bajará? —Mira, niñata, no sé de dónde has salido ni qué haces aquí. Tampoco me importa, no es de mi incumbencia, pero desde que has aparecido el señor no es el mismo, y eso sí me incumbe y mucho. Por eso, cuando él esté presente, haremos ver que tú y yo conectamos. ¿Lo ves por algún lado? No, ¿verdad? ¡Piérdete! No daba crédito y pensó: «¡¿Qué le pasa conmigo?! No he sido yo la que ha llamado a la puerta pidiéndole un trabajo, me ha venido a buscar el secretario de un Conde, nada más y nada menos». Y se le pasó por la cabeza convencerla, sus intenciones para con el Conde eran buenas, pero enseguida cambió de idea. «Para qué, si no hay más ciego que el que no quiere ver ni peor necio que el que no quiere entender. No malgastaré una gota de saliva con ella, no merece mi atención». Dio media vuelta, y dándole la espalda la dejo allí, plantada.

Llega la hora de la cena y Eneko tampoco aparece. Ella, un poco harta de la situación, se acerca a la cocina con la intención de coger algo de comer y subírselo a la habitación. «Y si Eneko está indispuesto, yo no estoy dispuesta a cenar en el comedor. Si me ha dejado sola, sola estaré, no hay problema, cualquier cosa menos tener que soportar la vigilancia de estas amargadas». —¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntan. Ainoa no la había visto y da un salto, a la vez que se tapa la boca para no gritar. La que habla, asoma la cabeza por encima del mármol, estaba agachada, recogiendo algo del suelo. —No, muchas gracias, yo misma me prepararé el sándwich. ¡Menudo susto me has dado! Pensé que no había nadie. —Lo siento, no fue mi intención, no te esperaba. Nadie me dijo que visitarías mi territorio. Perdona, si no te he dicho quién soy. Me llamo Leire. Soy una de las cocineras, somos varias, ya nos irás conociendo. Estaba recogiendo un huevo, se me ha roto, y puedo prepararte lo que quieras, ese es mi trabajo. —No te preocupes, dime dónde está todo y yo me apaño.

69 —Eso es intrusismo laboral —sonríe, quiere dejar claro que bromea—. Tengo lubinas salvajes en el horno, casi hechas, con patatas panaderas y cebolla, las he regado con una copa de vino de la bodega Delas —Ainoa pone cara de no entender—. Veo que no sabes nada sobre vinos, ¡lógico y normal! Éste —dice al señalar la botella—, es de color amarillo pálido. Por cierto, eres Ainoa, ¿verdad? —Vaya, todo el mundo sabe de mí, estoy en desventaja. —Aspira su olor —dice ofreciéndole una copa. —Huele muy bien, supongo. No serviría para Sommelier, en cambio, parece que tú sí. —Aprendí de casualidad, llámalo azar, llámalo destino, tú verás. El caso es que mis padres acababan de separarse y, entre los dos, decidieron que el verano lo pasaría con mis abuelos, así, tranquilamente, arreglaban el papeleo para dar por finiquitada la convivencia. Yo, que tenía quince años, era una adolescente que vivía en un constante enamoramiento; si no era de Pepito era de Luisito, el caso era estar emparejada con alguien. Supongo que ver lo que veía en casa, discusiones a diario, hizo que buscara el cariño fuera del hogar. Y como no podía ser de otra manera, en cuanto llegué a San Sadurní d’Anoia, una población catalana de la comarca del Alto Penedés, conocí a Hugo, chico guapo donde los haya. Y en nuestra primera cita, en vez de llevarme al cine o al parque, me llevó a las cavas Cannals & Munné. ¡Qué fuerte! No he vuelto a ir y sigo recordando del nombre del lugar al que fuimos. —Sí, es que increíble la capacidad de almacenaje que tiene la memoria humana —intervino Ainoa, aprovechando que Leire le daba un sorbo al vino. —Sí, opino como tú. Y como te decía, que si no sigo voy a perderme, nos hicieron una visita guiada, todo muy profesional. Y nada más salir, le dije a Hugo que quería saberlo todo sobre ese fascinante mundo. Lo uno me llevó a lo otro y aquí estoy, en la cocina de todo un Conde, preparándole los mejores platos y comprándole los mejores vinos del mundo. Bueno, lógicamente no ocurrió tan rápido, tuve que esperar hasta cumplir la mayoría

70 de edad; esa carrera no es apta para menores, o al menos no lo era por aquel entonces. Lo cierto es que lo mío con los vinos fue como un amor a primera vista, un flechazo —en una copa ancha se sirve dos dedos. Y se la acerca a la nariz y dice—: A ver qué cuentas tú —lo huele, profundamente, empapándose del aroma de éste—. Por supuesto, muy bien, tal y como debe ser. No me has defraudado lo más mínimo —se da cuenta de que habla con el vino y se ríe—. Perdona, siempre hablo con los vinos después de abrirlos. —¡Cuéntame! ¿Qué dice éste? —Tengo unas exquisitas notas florales, cítricos confitados, vainilla y brioche —da un pequeño sorbo, y lo mantiene durante unos segundos en la boca—. Tengo un sabor concentrado, largo, equilibrado —añade después de habérselo tragado con lentitud, paladeándolo y saboreándolo. Sonríe—. Por hoy está bien, tanta información de golpe no es buena para el cerebro. Tu primera clase ha terminado, y a cambio de ilustrarte te quedarás a cenar conmigo. —No sé, no se me quiere mucho por aquí. —¡No digas tonterías! ¿Quién te hace el vacío? Seguro que son imaginaciones tuyas, porque aquí sólo hay buena gente, no me consta lo contrario. Cada uno con nuestras rarezas, eso no te lo voy a negar. Anda, ven, siéntate aquí, por favor —palmea una silla—. Estás en territorio amigo, zona de paz, no conflictos. No pongas esa cara y confía en mí. Vamos a comernos el pescado, a dar buena cuenta del vino y después verás las cosas de manera diferente, seguro que sí. La mira sorprendida, erróneamente, Ainoa pensaba que los criados no podían tocar la comida de los señores, de no ser para cocinarla. —Nací aquí, literalmente, en medio de esta inmensa cocina. A mi madre no le dio tiempo de acudir al hospital. Y desde que mis padres se separaron, y cada uno tomó su propio camino, se puede decir que soy la pupila del Conde. Puedo comer y beber lo que me apetezca con total libertad, sin miedo a represalias.

71 Mientras saborean la rica cena nadie las interrumpe, están solas y hablan de muchas cosas, y ríen, se sienten a gusto la una con la otra. Todo va sobre ruedas hasta que a Ainoa le puede la curiosidad. —Estarás al tanto de todo lo que se cocina y se ha cocinado en esta casa, ¿no? Leire, que a sus cuarenta y tres años tiene demasiados tiros pegados como para no saber qué pretende Ainoa, deja de sonreír y se sienta más rígida que un palo, como si se hubiera congelado o como el viejo sabueso que oye el grito de «Zorro a la vista». —Sólo te voy a dar un consejo, y porque me caes bien, deja de hurgar en las vidas de los que aquí vivimos. Si no lo haces… —pensó en cómo decírselo con suavidad y después lo soltó—. Conocerás una versión, de quién tú ya sabes, que no te agradará. Por las buenas es increíble, lo da todo, pero si lo cabreas saldrá la bestia que lleva dentro y… —Perdona, no pretendía ser curiosa. —Ah… ¿Y qué pretendías entonces? —Ni lo sé. No suelo beber y nos hemos acabado el vino. «Es cierto, el brillo de sus ojos no miente», pensó Leire. —Bueno, ten mucho cuidado, nunca sabrás quién anda con la oreja puesta y quién no. —Gracias. Estaré ojo avizor.

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Lleva unas semanas trabajando codo a codo con el Conde, la historia avanza poco. Su día a día es muy aburrido, monótono y monotemático. Para colmo de males, éste desaparece todos los días a la misma hora, ni un minuto antes ni un minuto después. Y a pesar de saber dónde está y cuánto tardará en volver; Eneko la tiene al tanto de sus idas y venidas, los días no se le hacen ni más soportable ni más llevaderos, sino tristes y largos. La única razón por la que no se ha ido, es Alan. Él es todo lo que necesita para ser feliz y poder continuar con la misteriosa labor que le ha encomendado el padre de éste. Los momentos que pasan juntos, a escondidas, compensa con creces el resto. Desde que Alan tiene uso de razón, hasta donde alcanza su memoria, su padre sufre de ansiedad e insomnio. El desajuste le genera pesadillas, miedo a la oscuridad, terrores nocturnos… Y a raíz de eso y por prescripción médica, para conciliar el sueño depende de potentes fármacos que lo dejan fuera de combate. Y Alan, que es un chico avispado, aprovecha el tiempo que dura la inconsciencia del padre para colarse en la habitación de ella. Esperándola, ansioso por tenerla entre sus brazos, tumbado en la cama de ella, cuenta los minutos que faltan para intentar lo mismo de cada día, lo que no ha conseguido. Y es que Ainoa es de cáscara gorda, dura e irrompible, no se entrega así como así. Hoy está contento, tiene un pálpito, traspasarán los límites de la amistad. Sí, porque él ya no se conforma con tocarla por encima de la ropa, quiere más, mucho más. Sonríe ante la inocencia de Ainoa, que está esperando a que él la bese, con los labios separados y la boca entreabierta. No se hace de rogar, y la besa. Ella es un enigma a despejar, un Ángel

73 que ha respondido a las experimentadas caricias de Alan, y a las que le ha puesto pasión como nadie. «Ayer es pasado. Hoy será prometedor», se decía mientras con su lengua rodeaba la de ella. El tiempo volaba mientras ellos se deshacían en caricias. Él, tan ansioso como excitado, porque por propia experiencia sabía que estaba a punto de ocurrir, le mordisqueó el labio superior y acto seguido el inferior. Y le parecen tan sonrosados, carnosos y húmedos, que se estremece. Fue un paso más allá, sus manos se perdieron bajo el vestido de ella, que tiritaba como si estuviera a la intemperie en una noche helada de enero. Percibió el aroma de la piel de él, olía a limpio, a mezcla de jabón y perfume. Sintió que el corazón se le revolucionaba, que un sentimiento de tensión sexual empezaba a desarrollarse en su interior. ¿Qué le había hecho él? ¿Cómo la había transformado de una chica modosita y con principios en una mujer con deseos irrefrenables? Fuera como fuese, y consciente de que ya es tarde para revertir la situación, inspira y expira mientras poco a poco va rodeando el cuello de él con sus brazos. Y así, agarrada a él, se aprieta contra el cuerpo de éste a la espera de que no tarde en dar el siguiente paso. La besa de forma tierna, saboreando no solo sus labios, sino también cada recoveco de su alma. Después aceleró el ritmo y atrapó su boca con vehemencia, imprimiéndole la calidez de su aliento. Ainoa siente la virilidad de él sobre sus piernas y sonríe. En el interior de su cuerpo brota un cosquilleo que la absorbe, la envuelve y le exige encontrar el ansiado y desconocido éxtasis. No quiere equivocarse, hoy no resistiría el rechazo de ella, han ido demasiado lejos como para volver al punto de partida. Se separa unos centímetros y la mira. Ella, que piensa como él, aunque ninguno sepa los pensamientos del otro, pícaramente le sonríe, dándole a entender que sí, que hoy tiene vía libre y que puede avanzar por la senda de su cuerpo. Pero él no lo hace, ha esperado tanto que no le va de unos minutos. La mira, le parece preciosa y contempla su bello rostro. —Oh, nena, eres más guapa que ayer y menos que mañana.

74 Lo observó a través de sus largas pestañas sin decirle nada, estaba tan asustada que no podía ni hablar. —No temas —dice él, que es todo un experto en mujeres y se ha olido la tostada, sabe que es virgen—. ¡Eres preciosa! —le susurra al oído—. Seré delicado, lento y tierno, lo que haga falta para que estés bien. Los verdes ojos de Ainoa emiten un destello de felicidad. Y él, que piensa que esta será la primera vez de muchas, vuelve a beber de sus labios. Mientras él está entregado, besándola, ella recuerda lo que le dijo su madre: «Mi niña, la primera vez debe ser recordada como algo muy especial, única e indolora. Y no te entregues a cualquiera, aunque cualquiera quiera entregarse a ti. Respétate y te respetarán». En el ambiente se respiraba algo más fuerte que una simple pulsión sexual, y Alan no podía más, estaba a punto de estallar. La sangre martillea en sus cabezas, y la pensante y la actuante le duelen por igual, la una por darle vueltas al mismo tema, ¿cómo actuar sin dañar? La otra por no actuar para no dañar. Y él, que sabe que no calmará ese dolor de no ser que la penetre, ya, de inmediato, deslizó los labios por su sabroso cuello. Cuando por fin alcanzó los pechos, turgentes y generosos, se recreó en ellos, lamiéndolos y saboreándolos mientras le daba gracias al destino. Llámesele destino o llámesele padre. Ainoa jadeó, sentir que él besaba su pubis, mientras con las yemas de los dedos le acariciaba los glúteos, superaba de largo lo que imaginaba que se podría sentir. Tiembla, acaba de quitarle las braguitas de encaje negro y las ha tirado al suelo. El ritmo cardiaco se le acelera a la vez que se le seca la boca. —No te dolerá, te lo prometo —dijo él a punto de entrar a matar. Cierra los ojos y acerca los labios a los de él, quiere centrar su mente, que el pánico no confunda a su cerebro y que sea un encuentro inolvidable, y no una inolvidable y desastrosa primera entrega.

75 Mareada de placer, sentía cómo las mariposas bailaban en su estómago. Y saboreando al hombre de sus sueños, y a punto de gritar, inclinó la cabeza hacia atrás. En breve le llegará el ansiado orgasmo, aunque no lo sabrá, su inexperiencia no le dirá qué le está pasando. Él se asusta, puede que le haya hecho daño aún sin querer, y detiene el movimiento para comprobar que está bien. Abre los ojos y le acaricia la cara. Ainoa lo mira, y le sonríe indicándole que está bien, que él es tierno y ella aguantará el tiempo que le haga falta o todo el que necesite para tocar el cielo. Y Alan mete un dedo en lo más profundo de su boca mientras le muerde la barbilla. Ella siente una fuerte contracción, y grita en voz baja. Instantáneamente, porque ha entendido lo que acaba de pasarle, la besa y la penetra con más ímpetu. En breve va a liberar toda la contención que lleva acumulada y está que no cabe en sí. Tras el acto, le ha parecido indescriptible por auténtico, no se despega un centímetro de ella. La besa por toda la espalda y vuelve a desearla, pero se contiene, esperará a que ella le mande la señal de que de nuevo está preparada para él. Sentir un cuerpo sobre su cama es algo nuevo y excitante. Se acurruca a su lado, y coge una punta de la sábana y tira hasta cubrir su desnudez. Ahora, después de la maravillosa entrega, le da vergüenza estar expuesta. Él sonríe, le encanta la timidez de ella. Se siente muy dichoso y cree que por fin está con alguien tan especial como excepcional. Acerca la mano y le acaricia la mejilla, y Ainoa siente el calor de ésta y es tan feliz que quiere llorar. Se echa sobre el hombro de él, apoyando la cabeza en su pecho. Cierra los ojos y piensa: «Moriría aquí, entre tus brazos, ¿dónde mejor? No he conocido nada que se parezca a esto». Alan cree que está recompuesta y la busca de nuevo, quiere tenerla, la necesita al menos una vez más. Ella lo frena, no está dispuesta a repetir, piensa que algo tan sublime no puede ocurrir dos veces en un mismo día. Él, que ya acostumbra a ser paciente con ella, la abraza y la aprieta contra él. —¡Quédate! —exclama cuando él se sienta en la cama para vestirse—. Hazme tuya —le susurra al oído. No quiere quedarse

76 sola y está dispuesta a darle lo que le pida, lo que haga falta con tal de que él no se vaya. Lo piensa durante unos segundos, quiere quedarse, no desea otra cosa, estar con ella es como levitar entre las nubes. —Sabes que no puedo, si me ven saliendo de tu habitación me destierran para siempre. No conoces a mi padre, no como lo conozco yo. Es el bien y el mal, como el doctor Jekyll y mister Hyde. Un hombre de sonrisas impostadas y amabilidad fingida, aunque, y desconozco la razón, las que te dedica a ti son reales y autenticas, le salen del alma. Te envidio un poco, no sé si te has dado cuenta —lo mira perpleja—. Envidia sana, ¡por supuesto! De la buena, no me mires con esa cara. Tú le haces mucho bien. Efecto placebo, lo llamo yo —le sonríe—. Creo que es un pobre diablo que, de sentirse traicionado, llegaría a ser el hombre más vengativo y cruel del mundo. —Ya que hablas de él, dime qué tiene como para morirse de un momento a otro —No sé qué te habrá contado, y puede que yo sepa menos que tú. Lo que sí te puedo asegurar, porque es veraz, es que mi padre no se muere por vivir, o al menos no lo manifiesta. Su… avinagrado o mal carácter, es consecuencia de lo que le hizo mi abuela, su madre. Lo tengo tan claro que apostaría el cuello sin temor de perderlo. También es la culpable o coautora, de que mi madre esté como está, imbuida en su tragedia. —¿Cómo lo soportas? Debe ser muy doloroso para ti. La besa, evitando la respuesta. —Debo salir antes de que sea demasiado tarde. —Huir de una respuesta no es lo que esperaba de ti. Me has decepcionado. —No es eso, de verdad que no —le acaricia una mejilla—. Seguiremos con esta conversación en otro momento, cuenta con ello, te lo prometo. Vuelve a besarla. Qué le ocurre, no puede desprenderse de ella, sus carnosos y sensuales labios lo traen loco. No ha sentido nada parecido en su vida ni de lejos. —Creo que te quiero.

77 —¿Que lo crees, qué estas contándome? —le reprocha ella. —Que sí, que te quiero y que bromeaba. Es tan fácil sacarte de tus casillas. Eres tan recta y formal que me encantas. —¡Bésame, tonto! Tras besarla, salió sigilosamente, toda precaución es poca y miró a izquierda y derecha, asegurándose de que nadie rondaba por allí. El recuerdo del intenso placer la hizo dormir como nunca. Despertó embriagada de felicidad y lo primero que notó fue un intenso olor a hombre, a sexo y satisfacción cumplida. Aspiró el aroma de su piel, impregnada del perfume de él, y se estremeció y lloró por no encontrarlo a su lado. Él olía a risa, y a placer y a satisfacción, y quiso pensar que también a felicidad. —¡Huelo a amor! —exclamó llevándose la mano derecha a la nariz. Ya vestida, fue a coger los pendientes que los tenía sobre la mesita y vio un papel doblado por la mitad. Un leve temblor de manos impide que pueda cogerlo. Se sujeta una con la otra y así consigue agarrarlo. Al abrirlo, ve que es de Alan y se pregunta: «¿Cuándo lo ha dejado ahí? Si no lo hizo al marcharse, que no, lo hizo mientras dormía. Ha entrado en la habitación sin que yo me dé cuenta de nada. ¡Cómo he dormido!». He estado con muchas mujeres, quizá demasiadas, quién sabe, y ninguna me llenó como lo has hecho tú. No sé que me está pasando contigo y me asusta, no estoy preparado para estar comprometido con nada ni nadie. Soy un espíritu que vuela libre, sin ataduras ni destino. Llegué a mi habitación y me tumbé, la cabeza me daba vueltas y no me podía dormir, y mira que yo, tras una buena sesión de sexo, duermo como un lirón. Y no quiero que te lo tomes mal, nunca he querido hacerte daño; antes me cortaría las venas. Me voy, tengo que desaparecer un tiempo, aún no sé cuánto, necesito pensar si lo que quiero es esto. Soy muy joven, los dos lo somos, pero yo he tenido que vivir la relación amor odio que ha habido entre mis padres y no quiero lo mismo para mí, y menos para ti. El amor nace fuerte y sano, pero nosotros, los que

78 decimos ser seres humanos, poco a poco lo vamos matando con nuestro egoísmo. ¡Lo que es la vida! Por primera vez me arrepiento de algo, de haber desoído los sabios consejos de mi padre. Me conoce muy bien, sabe que soy un verdadero desastre, por eso, mi querida Ainoa, sé que no te merezco. Y lo siento tanto, que prefiero recordar lo vivido que destruir el sentimiento que ha nacido en mí. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Y te quiero, de verdad que sí, y aunque parezca una contradicción, esa es la razón por la que me voy. Puede que te sientas traicionada, y hasta utilizada, pero con el tiempo me lo agradecerás, estoy convencido de ello. Y sé, y lo siento por mí, que harás inmensamente feliz al hombre al que decidas amar, seguro que así será. No estés triste, por favor, me destrozaría. Te quiero, y eres la primera persona a la que se lo digo y la primera vez que tengo este sentimiento, tan placentero como angustioso. Tampoco sé qué hacer con el revuelo que se forma en mi estómago, cada vez que te veo. Mi corazón y mi cabeza discuten sin ponerse de acuerdo en nada, Ainoa, tú eres tan sensual, provocativa y preciosa, que amarte me provoca vértigo. Lo había oído mil veces en boca de otros, pero una cosa es oírlo y otra muy distinta sentirlo. Es indescriptible e inigualable, y ahora que lo sé lo lamento. El amor no funciona en esta familia, ni lo ha hecho ni lo hará, estamos malditos, nacimos para amar pero no para que nos amen. Mi padre… Rompe a llorar desconsoladamente, no entiende nada. «Y si dice que me quiere, ¿por qué sale huyendo después de haberme amado de la manera que lo ha hecho?», pensó encogiéndose de dolor. Era el estómago el que reclamaba su atención, y se dobló sobre sí misma y chilló y lloró en silencio. Cuando las convulsiones fueron desapareciendo, el dolor dio paso a la rabia. «¡Qué tonta he sido!», se reprende. «Ya te lo advirtió su padre, ¿lo recuerdas?». Y tanto que se acordaba, pero una cosa es recordar y otra muy distinta es creer aquello que tu mente recuerda: «Mi hijo es un mujeriego empedernido. No te acerques a él, o mejor aún, no permitas que él se acerqué a

79 ti, nunca, bajo ningún pretexto». La rabia se convierte en odio, y éste hace que piense: «Seguro que a todas les dice lo mismo después de… ¡Idiota, idiota, idiota! No merezco otro nombre». Se limpia la cara y vuelve a acostarse, así no puede verla nadie. Alguien llamaba a la puerta con los nudillos, un golpe, dos, tres… —En pocos minutos estaré abajo, ya voy —dijo Ainoa sin molestarse en preguntar quién llamaba. Mientras se viste siente pena de sí misma, se considera una buena persona, trabajadora, solidaria, sincera, leal… Pero acaba de cometer un grave error, enamorarse de la persona equivocada no entraba en sus planes. «A lo hecho, pecho. Y no pienso llorar más, acabo de decidirlo. Ese chico no merece que derrame una lágrima por él. Además, ¿qué culpa tengo yo? Los sentimientos no pueden controlarse porque éstos nacen y se desarrollan a su antojo», pensó, intentando controlar el tembleque de piernas que tenía.

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Alan no se acostó, no pudo, tras escribir la nota, entró en la habitación y se la dejó donde pudiera verla. Se acercó a la cama. —Te quiero —le susurró al oído. Ella no se movió, dormía como un bebé—. Nunca dejaré de quererte, estoy seguro de ello. Nos hemos conocido en el peor momento, o quizá en el mejor, supongo que nunca lo sabremos —Ainoa cambió de posición y se giró hacia la ventana—. Entiendo que me des la espalda, me lo merezco. También espero que algún día puedas perdonarme, porque cuando se me pase lo que siento por ti, me gustaría ser tu amigo —ella no dijo nada, dormía profundamente. Roto de dolor, salió cual ladrón de Palacio. Siempre hizo lo que le dio la gana y alardeó de ello: «Vivo la vida con urgencia, como si cada día fuera el último. Me acuesto, o mejor dicho, yo retozo con las mujeres más bellas de la tierra. Soy afortunado». No siempre fue así de fácil o divertido, hubo momentos en los que deseó cambiar, descubrir qué siente el noble de corazón y no el de título, como lo era él. No fue posible, la cabra que tira al monte no hay cabrero que la guarde, ni el deseo de cambiar es tan fuerte como la naturaleza del hombre. Sentado en el asiento de piel, del Jaguar F-Type 400 sport, que el padre le regaló por su veinteavo cumpleaños, tapizado en marfil, y de color rojo en su exterior, éste fue, desde el minuto cero, el mejor aliado de Alan. En este coche subió a incontables chicas, y rió y movió la pelvis practicando sexo con las que se dejaron, que fueron muchas. Y por primera vez siente asco de la

81 de la persona a la que siempre ha idolatrado, él, siempre fue él. Pensando que estaba por encima de los demás, con derecho a lo que le diera la gana, fuera lo que fuese, hizo sufrir a las féminas que se le acercaron, y a las que no también, porque él era así de capullo. La culpabilidad lo golpea con contundencia y se dice: «Yo, que he sido de pasiones clandestinas y peligrosas, y nunca he querido comprometerme a nada, porque la que quería me la llevaba a la cama con promesas falsas y obsequios varios, daría lo que fuera por retroceder en el tiempo. Ahora entiendo por qué me atraían las casadas, porque si ellas estaban atadas yo estaba a salvo». —¿Cómo he podido dejarme llevar por el corazón? Por más que me lo pregunto no lo entiendo. Hay que ser imbécil, ¡pero de cuna! Quería llenar mi tiempo de placeres y diversión, sólo de eso. ¿Qué me ha pasado? He caído en mi propia red —con el puño de la mano derecha, golpeó el volante con rabia—. Estoy enfermo, eso es todo lo que me pasa, porque desde que la vi no puedo quitármela de la cabeza. Tampoco es para tanto, la chica no sabe de sexo, es una pobre inexperta. Cierto, lo reconozco, le ha puesto empeño, más del necesario. Pero en ningún momento ha querido mi virilidad dentro de su boca, a pesar de las muchas veces que se lo susurré. Una amalgama de sentimientos se gesta en su interior. Él se niega a admitirlo, se engaña diciéndose que no va a pasarle a él. Cree estar por encima de esas chorradas, su corazón no entiende de sentimientos y no le da la real gana de admitir nada. Se ríe, y se mira en el retrovisor interior del coche y se da cuenta de que está enamorado. Si alguien preguntara por su estado civil, éste, sin duda alguna contestaría: perdidamente enamorado. —¡Quién te ha visto y quién te ve! Al incorregible, libertino y compulsivo follador, se le ha ido la pinza por una niñata, ¿no es increíble? —Está hablándole al espejo del coche. El semáforo cambió de rojo a verde. Aceleró, pisando hasta el fondo, y las ruedas chirriaron. Moja pan en un huevo frito, ha parado en un restaurante de carretera y evoca el cuerpo desnudo de Ainoa. Lo añora, y añora

82 las curvas de vértigo, los pechos redondos, firmes y turgentes, la cara bonita y los ojos verdes y rasgados, todo, todo en ella. Está fascinado por el recuerdo y piensa: «No sé si podré olvidar esas nalgas. Uf… difícil lo veo». Traga saliva, se le ha hecho la boca agua. Y ya que está entregado a pensar, pensó: «¡Son idénticas a las de Lucia Lapiedra, sí!». Se refiere a su actriz porno favorita. Él, que es un gran consumidor de este género cinematográfico, se preguntó: «¿Cuántas veces habré aliviado mi necesidad con esta increíble Diva? Incontables. La de veces que le habré dado al play, adelante y atrás, para mirar cómo le daban por…», estos pensamientos le provocaron una calentura insoportable. Dejó de pensar y se centró en la comida. Terminó de comer y aún no tenía claro dónde ir. Necesitaba poner kilómetros de por medio. Está muy triste, se podría decir que algo deprimido también, porque una desagradable sensación de fracaso lo ha embargado y tiene ganas de llorar. La pantalla táctil se iluminó como un nido de luciérnagas, dando luz al oscuro interior del coche. India Martínez, cantante española de estilo flamenco y pop, cantaba: Si tú no estás aquí me sobra el aire. —No quiero andar así —cantaba él—, latiendo un corazón, de amor sin dueño. No puedo estar sin ti, tampoco quiero. De un manotazo apagó la radio, no quería seguir oyendo la maldita canción. Él, antes de que su perfecto mundo se viniera abajo, decía esto: «No quiero estar contigo, porque una diferente me espera cada día». Las dudas lo asaltan, qué extraño, alejarse le duele más que quedarse. Pensó en dar la vuelta, volver, quería compartir lo que ella estaba dispuesta a darle.

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Baja las escaleras distraída, recordando las últimas palabras de Alan, escritas en papel, porque el muy cobarde no dio la cara. Ni puede creerlo ni quiere, tiene que ser un sueño, una pesadilla, producto de su creativa y retorcida imaginación. La suerte no la acompañará esta vez. Es tan real como ilógico. «Me voy porque te quiero», resuena en su cabeza. —Buenos días. Lamento haberme retrasado. No podía salir de la cama, no me muy encuentro bien. —¿Qué te ocurre, hija mía? —le salió del alma, estaba muy preocupado por ella. —No lo sé, pero necesito ver a mis padres. Puede que sea el trabajo, quizá esté superándome. Respira profundamente, aliviado de que sólo sea eso lo que le pasa. —Lo entiendo, tranquila. No pasa nada, ya retomaremos el trabajo. Haremos una cosa, Aleix te llevará a casa, y si mañana te encuentras con ánimo, lo llamas y te trae de vuelta. Y si no es así tampoco pasa nada, deja pasar unos días. No me apremia la muerte. El cielo puede esperar, tu malestar no. —Pero… —¡No hay peros que valgan! —la interrumpe—. No dejaré este mundo sin habértelo contado todo. Estoy seguro de lo que digo, ve tranquila que a la vuelta me encontrarás aquí. Descuelga el teléfono. —¿Aleix? Necesito que lleves a la señorita Ainoa a su casa. Acababa de colgar el teléfono. La miró, y vio tristeza en sus ojos y supo que no estaba enferma, pero no quiso inmiscuirse.

85 —Cuídate mucho. —Gracias, estaré de vuelta lo antes posible. —No tengas ninguna prisa por volver. Pero recupérate muy rápido, no te imaginas cuánto te aprecio —¡Te quiero más que a mi vida! Exclamó para sí. Ella salió a esperar a Aleix, y él se quedó más desolado de lo que nunca imaginó, preguntándose si volvería a verla. Llegando a su hogar, le pide al chofer que pare. El resto del camino lo hará a pie, andar la ayudará a aclararse un poco. —¿Sabe que me juego el puesto de trabajo? No, no tiene la menor idea. El Conde, que es todo orden y contundencia, me lo ha dejado bien claro al decirme: ven, acompáñala hasta la puerta de su casa, y hasta la puerta quiere decir que te asegures de que está dentro, a salvo. No se te ocurra volver si no es así. —¿Olvida que ya tengo padres? No necesito que nadie más vele por mí. Mire, una cosa le digo: si no para ahora mismo me veré obligada a llamar a la policía. ¡Usted verá! Porque les diré que me ha secuestrado. ¿Quiere rendirle cuentas a su jefe? Sí, lo prefiere, ¿verdad? —Es usted más cabezona que… —su padre iba a decir, de poco no se le escapó—. Los cabezones de las fiestas populares. Su actitud nos traerá problemas a ambos, a usted y a mí. —Amén, señor. ¿Acaso me ve preocupada? —preguntó con altanería. Al quedarse sola miró a su alrededor. No había un alma por la calle, y echó a correr como si el demonio fuera tras ella. Al verla, su madre la abraza y la aprieta fuerte, la ha echado de menos. —También te quiero mucho, mamá —dice separándose un poco—. También te he añorado pero, si vuelves a apretarme así, me asfixiarás. Laura pensó que la veía muy poco, que cada vez venía con menos frecuencia. Y recordó que al principio venía un día entre semana y también los fines de semana, todos sin excepción. Conoció a Alan y empezó a dejar de lado a sus padres, todo el tiempo libre lo quería para estar con él, lógico por otra parte.

86 Y ahora, consciente del grave error, está tan arrepentida que le entran ganas de llorar. —Ainoa, mi amor, ¿estás bien? ¿Qué te pasa, dime? —vio lágrimas en la cara de su hija y se preocupó. —Os necesitaba —Un mal de amores que no puedo con él, pensó que sería la respuesta correcta. «¿Cuánto sabrá a estas alturas?», se pregunta preocupada la madre. «¿Hasta dónde habrá llegado? ¿Cuánto nos queda de ser sus padres?». —Estás diferente, ¿seguro que todo va bien? —le pregunta extrañada. Su hija, desde que vive en Palacio, lo primero que le pide al llegar es que le cocine una fideuá. Laura la prepara como nadie. Puso los labios sobre la frente de su hija, quería comprobar que no tuviera fiebre. —¡Déjame, estoy bien! Perdona por el tono, y te agradezco tu preocupación pero no es necesaria. Soy una mujer —En todos los sentidos, pensó. El hijo de mi jefe, antes de salir huyendo, se encargó de ello. Si mujer prevenida vale por dos, yo no valgo ni la mitad de una. —Necesito ver a Marta. ¿Te importa, mamá? —Mira, no quiero meterme en tus cosas, Dios me libre, no lo he hecho nunca y no voy a empezar a hacerlo ahora, pero tal vez no deberías volver a ese trabajo. Disfruta de lo que queda de verano y sal con tus amigos, cuando vuelvas a la universidad no tendrás tiempo ni para mirarte al espejo. —Lo pensaré, ¿vale? Asiente, qué otra cosa puede hacer. Ainoa entra en su habitación y llama por teléfono. —¿Marta? —¡Qué alegría oírte! ¿Qué puedo hacer por la desaparecida amiga? ¿Sigues en los brazos de tu maravilloso chico? Todo ocurre en su cabeza una vez más, martirizándola sin piedad, recordándole lo boba e incauta que ha sido. —Necesito contarte algo delicado. —¿De qué se trata? —preguntó intrigada.

87 —No, por teléfono no. ¿Te va bien que quedemos en una hora? No tiene ni idea de cómo decirle lo que le ha pasado y se le acelera el corazón. Tampoco le aclaró cuál era su trabajo allí, le dijo: «Lo sabrás con el tiempo, como todos, y no quiero que me preguntes más sobre el tema». Pero el amor es diferente, el amor es un sentimiento que no merece ser ocultado, sino proclamado a los cuatro vientos. Y eso quería, anunciarlo a bombo y platillo y alardear de novio. Pero hay que tener los pies sobre la tierra, y Ainoa los tenía, y sabía que para ella no era una opción, sino un suicidio laboral. Tampoco pudo callarlo, no hay mayor tragedia que un sentimiento amordazado. «Recuerda lo que te he dicho, no puedes contarle a nadie el secreto que te he confiado», le dijo a Marta, tras ponerla al día de su idílica relación. Su amiga, muy dada a hacer bromas, bautizó al chico con este sobrenombre o mote: «El Condesito». —En media hora estoy allí —contestó sin preguntar dónde, siempre quedan en el mismo local—, también tengo novedades. Marta, que es de ir contándolo todo, va a decirle que se está viendo con un hombre casado, que tiene treinta y cinco años y es un experto en el terreno sexual. También piensa decirle que besa como ninguno, y que toca como nadie y que la hace reír. Sonríe, porque Josué, así se llama el susodicho, le prometió que iba a abandonar a su mujer en menos de una semana, de eso ya hace más de un mes y no lo ha cumplido. Pero lo cierto y verdad es que a ella le importa bien poco, a moderna no le gana nadie. «No voy a presionarlo, no lo haré», empezó a pensar Marta. «No quiero parecer ansiosa, tampoco desesperada. No tensaré la cuerda, puede ser contraproducente para mí. Lo pasamos genial, en grande, ¿qué más podría pedir? Josué me llena de placer con cada roce de su piel, es muy atento, súper generoso, creo que así estamos bien». Recordó la expresión de los ojos de éste, ¡cómo la miraba! También el dulce tono de su voz, se derretía cuando lo escuchaba hablar. —Cueste lo que cueste, lograré retenerte junto a mí, vamos, como que me llamo Marta —dijo mientras buscaba qué ponerse.

88 Se vieron en la puerta de entrada. Se besaron en las mejillas y decidieron que iban a sentarse fuera, en la terraza y bajo una de las sombrillas de publicidad, el sol pegaba más de lo normal. Vuelta por aquí, rodeo por allá, que si qué guapa estás, que si te he extrañado… —Ya no soy virgen —al fin escupió su pena. —¡Cómo me alegro! Ese repliegue membranoso solo es un lastre para las mujeres de hoy, de las de ayer y de las de siempre —alzó una mano y añadió en voz baja—: ¡Arriba el sexo, fuera tabúes! Marta es muy liberal, siempre lo fue, y de bien jovencita ya decía que la virginidad estaba sobrevalorada. Ainoa, mucho más conservadora, nunca pensó lo mismo. Ésta, influenciada por su madre, decía que la primera entrega debía ser un acto de amor y no el resultado de un calentón. Así lo habían hecho sus padres y les había ido muy bien, hasta ahora. —Es que me la han robado —dice casi en un susurro. —¿Cómo…? ¿Te han violado? ¿Estás bien? ¿Te acompaño a la policía? —se pone muy nerviosa, no da crédito a lo que le cuenta su amiga. —No, afortunadamente no es eso, pero me han manipulado para conseguirla —Marta abre mucho los ojos—, y después me han dejado más tirada que piedra en huelga. ¡Soy una estúpida! Llora, no logra contener la tristeza que siente. —Ven aquí —le dice envolviéndola en un abrazo—. Estoy segura de que lo superarás, lo haremos juntas. Él se lo pierde, no llores por alguien que no te merece. Eres demasiada mujer para un estúpido engreído, como ha demostrado ser él. ¿Te acuerdas lo que nos decía Sofía, la profesora de secundaria? —Se enjuga las lágrimas mientras va negando con la cabeza—. Pues a mí su sinceridad me marcó mucho, dijo esto: cuidaos de los hombres, la mayoría son unos golfos desalmados que usan a las mujeres como clínex. —Sí —hace un amago de sonrisa—. Pero su opinión no era imparcial, si no recuerdo mal, la mujer era lesbiana.

89 —No estoy de acuerdo contigo. Me extraña tu respuesta, no es propia de ti. La condición sexual de una persona no la hace diferente, y tu comentario es súper machista. —Retiro lo dicho, cierto, se me ha ido un poco la pinza. Ya no recordaba lo reivindicativa que eres, amén de que tienes más razón que un santo. —¿Volverás a Palacio? —No he acabado el trabajo y él se ha ido, tengo dos buenas razones para seguir allí. —No hay nada más necio y terco que el amor, y lo sabes, sigues allí porque tienes esperanza de volver a verlo. A ti podrás engañarte, a mí no, detecto las mentira a una legua. Hazte un favor, ¡quítate a ese hombre de la cabeza de una vez! Ni eres ni serás la única, estoy convencida, las calles están llenas de chicas que se ha quedado colgadas de ese… ¡Olvídate de él! Esa clase de hombre no es para ti —se acuerda de Josué, casado, y decide no contárselo, no es el momento indicado, podría confundirla—. Siempre has dicho que el sexo es un acto importante para ti, tan íntimo como mágico, y que lo tendrías con la persona adecuada. Pues no solo no ha sido así, sino que lo has hecho con el peor de los peores. Ahora bien, ya que está estrenado, dale uso, ¡sácalo a pasear! —¿Qué? —preguntó perpleja. —Que si la primera entrega fue por amor, y ya está hecha, a disfrutar de lo que has aprendido. Si se ha acostado con la mitad de las que imagino, y sabes que no son pocas, debe saber lo que se hace pero que muy bien —Ainoa la fulmina con la mirada—. Perdóname, intento darte ánimo, infundirte confianza. ¿Quién se ha librado de un desengaño? Nadie. Llevo varios a mi espalda y sigo viva, el desengaño no mata, endurece. Hablando de chicos, tengo un íntimo amigo que tiene un amigo que te va a encantar. Lo habré visto un par de veces o tres, no más. Se llama Lucca y es italiano. Te partes de la risa con él, es súper gracioso, y súper guapo y súper sexy. —Gracias, no me interesa.

90 —Lástima, porque estoy segura de que es cien veces mejor que el Condesito ese, y más sincero, de eso no me cabe la menor duda. Mira, alguien tenía que decírtelo y me ha tocado a mí, el payaso ese ha estado contándote milongas hasta que has cedido a… No quiero recordarte lo ingenua que eres, pero ya sabes que soy de corazón indómito, bravío, cañero. En cambio tú… tú eres una buenaza, dócil e impresionable. Él lo supo desde el minuto cero y se aprovechó de su ventaja. Ainoa, te pido que quedemos los cuatro, sólo eso. Necesitas un poco de diversión, que alguien te recargue las pilas mientras te hace reír. Y que quede entre tú y yo, es buenísimo en… —¿Habéis…? —escandalizada, fue incapaz de pronunciar lo que seguía—. ¿Qué pretendes? ¿Quieres pasármelo cuando te has cansado de él? —Jamás se me pasaría por la cabeza. Me lo explicó Josué. —¿Quién? Creo que me he perdido demasiadas cosas desde que trabajo. —El amigo de Lucca, mi amigo. Han estado en alguna que otra orgía juntos y asegura que es realmente bueno, salvando las distancias con mi Josué, por supuesto. —No tienes remedio, eres de lo que no hay y quizá por eso me gustas. Somos la antítesis, completamente opuesta la una de la otra. Tú eres fuerte y yo frágil, tú descarada y yo vergonzosa, tú liberal y yo recatada. Y así lo dejo, porque las diferencias son interminables. No me preocupa tu forma de ser y lo sabes, como a ti tampoco te preocupa la mía, siempre nos hemos aceptado tal y como somos. Te quiero, igual que tú a mí, imagino —sonríe y sigue hablando—. Además, el hecho de que tus padres no estén juntos, y cada uno salga con quién le plazca, habrá contribuido al carácter tan desinhibido que tienes. Y no te lo tomes a mal, no es una crítica, sino una obvia observación. —Vaya, hoy estamos bien sinceras. Ríen. —Anda, Ainoa, cuéntame qué haces allí. Sabes que no voy a contárselo a nadie, absolutamente a nadie —une ambas manos y se las acerca a la boca—. Porfi, dímelo.

91 —Podría decirse que es un secreto de estado, sí, por ahí van los tiros. Ahora en serio, Marta, sabes que eres mi mejor amiga y confidente y no suelo ocultarte nada, pero de esto no puedo contarte una sola palabra. Y espero que lo entiendas, porque no me divierte estar allí. El tema o trabajo que me retiene, es muy desagradable. —¿Tanto necesitas el dinero? —Esa no es la cuestión. El caso es que acepté un trabajo sin saber qué había detrás y ahora ya no puedo dejarlo. Necesito… Y no me tires más de la lengua que no puedo hablar. —Cuéntale a tu jefe lo que ha hecho su vástago, lo obligará a volver, ¿no crees? —Mala idea. El Conde se avergüenza tanto de su hijo como de sí mismo. Es buen hombre, no creas lo contrario, pero la vida le ha sonreído poco, más bien nada. —Ya sabemos que el dinero no da la felicidad, aunque para mí lo quisiera, que vivo de las limosnas que me dan mis padres. —Te aseguro que su vida no la quiere ni él. Vale más arroz blanco en buena compañía, que langosta en soledad. —¡Cuánta razón! Conversaron durante horas, y al despedirse se fundieron en un cálido abrazo. Ainoa llegó a casa y su madre no estaba, se alegró. Fue a la habitación y llamó al Conde. —¿Cómo está? —Eso no importa. ¿Cómo estás tú, hija mía? —Mejor, papá. Uf… perdone la broma, señor Conde. No sé qué me ha pasado. Últimamente me llama así muy a menudo y no he podido resistirme. Eneko reía orgulloso. —Bueno, hija mía, vuelve cuanto antes. Te echo de menos, eres lo único que alegra los pocos días que me quedan, y los que no también. —Sólo un par de días, deme eso y volveré. Ahora a quién necesito es a mi madre, siempre me hace sentir bien. Sus brazos son el mejor de los refugios que conozco.

92 Nunca había sido capaz de distanciarse de sus sentimientos y una ráfaga de celos lo atravesó. Indignado, porque debía ser él de su hija, tuvo el impulso de ir a por ella, y abrazarla y acunarla entre sus brazos hasta que se le pasara lo que fuera que tuviera. —Vale, y no te digo adiós, sino hasta pronto. Sintió como su corazón bombeaba más sangre de lo normal. Estaba lleno de ira y quiso gritar, pero se conformó con golpear el teléfono en la mesa de trabajo. Cuando Ainoa entró en el salón, su padre estaba sentado en el sofá y parecía preocupado, algo fuera de lo normal rondaba la cabeza de éste. Extrañada, porque él es un hombre de carácter resolutivo; cuando no le ve solución a cualquier tema, lo aparca hasta que se la encuentra, le hizo un gesto con la mano. Éste, de un salto se levantó y fue a su encuentro. Sonreía como siempre, nada indicaba lo que le mortificaba por dentro. La estrechó entre sus brazos y la besó en la mejilla. —¿Ocurre algo, papá? Parecías... —Nada, este calor está matándome —vuelve a abrazarla—. Te quiero mucho —intentó que sus facciones, siempre relajadas, no reflejaran el malestar que sentía. La verdad volvía, y esta vez para siempre. Sí, Matías lo sabía bien, a partir de ahora tendrían que convivir con las nefastas consecuencias de ésta; la verdad no mata pero puede destrozarte la vida, y ese era gran temor—. Dejemos de hablar de penas y dime, ¿qué haces por aquí? Que no es que no me alegre de verte; eres lo más bonito que tengo, ahora que tu madre no puede oírnos —se ríe, siempre ha sido divertido y dicharachero—. No te esperaba hoy y me has pillado por sorpresa, nada más. Mientras Ainoa le explicó el porqué de estar allí, en un día no festivo, Matías se entregó a sus recuerdos, en cómo ella llegó a sus vidas. «Matías, voy tratar un tema delicado contigo. Ahora bien, si nos ponemos de acuerdo, que nos pondremos, ambos saldremos beneficiados. Y sobre todo Laura, en ella fue en la primera que pensé», le dijo la Condesa Judith.

93 «¿De qué se trata?», le preguntó Matías, incrédulo, entre las virtudes de esa mujer no estaba la de beneficiar a nadie que no fuera ella misma. «¿Quieres una niña acabada de nacer?», dijo ella, para más asombro de él. «Perdóneme, pero no entiendo nada. ¿Está ofreciéndome un bebé? ¿De dónde ha salido, por qué a mí y qué quiere que haga a cambio? Huelga decir que usted no da nada a cambio de nada. Y perdone que le hable con tanta claridad, pero no me fio de sus posibles buenas intenciones». «De tu insolencia hablaremos más tarde, que no te quepa la menor duda. Y ahora escúchame bien, pon la oreja a trabajar, la bastarda ha nacido, es prematura pero saldrá adelante. Está muy sana y es normal; normal dentro de lo que cabe, porque con esa madre… —la miró con cara de pocos amigos, hastiado de oírla, que todo y nada decía. Perder el tiempo no iba con él, y menos con una excéntrica amargada. Ella pensó que era un insolente, y le gritó—: ¡No me mires con cara de pepino amargo, tonto, más que tonto, y escúchame bien! La madre no podrá hacerse cargo de ella. Ha sufrido un lamentable e inevitable accidente, se lo ha buscado —Matías abrió mucho los ojos, apreciaba a Irene—. Ha entrado en coma, profundo como pocos. Los médicos dudan de que pueda regresar al mundo de los conscientes. Ahí entráis tú y tu mujer. No soy tan mala e insensible, por eso te la ofrezco a ti. No he olvidado lo mal que lo pasó Laura cuando sufrió aquel aborto, ni cómo le afectó saber que jamás te daría un hijo». «¿Y por qué razón no nos ha convocado a ambos? Sería lo correcto». «Primero he querido contártelo a ti, a solas, eres un hombre de temple. Es bueno reflexionar antes de actuar, y Laura es muy impulsiva y aceptaría sin pensar. Matías, piénsalo muy bien, tú eres la única tabla de salvación y pongo el destino en tus manos, el de todos y cada uno de nosotros. Verás, lo que necesito es que todo cambie para que no cambie nada, ¿lo entiendes?». «No sé si la entiendo bien, parece que esté vendiéndome un coche, uno que ya no utiliza».

94 «No pienso perder mi tiempo en discutir con un simplón, o la quieres o la dejo en la puerta de un orfanato, así de simple es. Tampoco estaría mal que siguiera los pasos de la que la madre que la parió, ¿no te parece?». Sabía que hablaba en serio. «No, no le haga eso —se apresuró a decir—. La quiero, por supuesto que la queremos, con nosotros estará bien. Dígame qué debo hacer y le prometo que no la defraudaré». «Es fácil, hasta un mente simple como tú lo entendería a la primera. Jamás, ni mientras viváis ni después de vuestra muerte, la bastarda debe saber de dónde salió ni cómo llegó a vosotros, ¿hablo claro? —Matías asintió—. En el hospital la registrarán a vuestro nombre; hija natural, biológica, seréis sus únicos padres. ¿Qué dices, te parece bien?». «¿Puedo saber qué ha pasado?», Matías necesitaba conocer cómo había sucedido y qué le había pasado a Irene, chica buena donde las hubiera. «¿Quieres esa niña?». «Por supuesto que la quiero». «Es todo lo que debe importarte, lo demás me incumbe a mí y sólo a mí. Corre a darle la buena nueva a tu esposa y la traes, que hay mucho papeleo que leer antes de firmar la entrega». «¿Está segura de lo que pretende hacer? El señorito… ¿Ha pensado en él?». «¡Mi hijo no es asunto tuyo! Cuando llegue el momento me ocuparé de él. Y trae a Laura antes de que me arrepienta». «Perdone, ahora vuelvo». Consciente de que era una locura, la verdad más pronto que tarde sale a la luz, aceptaron. —Papá, ¿has oído lo que te he contado? —acaba de decirle que los echaba de menos, que necesitaba pasar un par de días en casa, con ellos, y él no había reaccionado. —¡Claro! Me alegro de que vayas de por libre, es lo mejor para todos —No tenía ni idea de lo que ella acababa de contar, apenas le había prestado atención, pero recordó que su mujer le

95 había dicho que Ainoa era freelance, una especie de trabajadora autónoma—. Me gusta tenerte en casa, te quiero.

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La Condesa, harta de los lloriqueos de su hijo, explotó. —¡Jamás consentiré tal aberración! Ofrécele dinero, todo el que quiera o necesite para vivir, pero que desaparezca de aquí. —La quiero, mamá —replicó Eneko. —La quiero, mamá, la quiero, mamá, la quiero, mamá —se burlaba ella—. ¡Estoy harta, cansada de oír esa canción! Cambia el disco y madura de una vez. Y a ver si de una puñetera vez se te pasa la fiebre de la adolescencia. Mi paciencia está al límite y te lo advierto: lo único que conseguirás con esa estúpida actitud es obligarme cometer una barbaridad. —¿Se puede saber a qué te refieres? —O lo arreglas tú o lo haré yo misma, si no pones remedio, me la quito de en medio. Te juro que no me andaré con remilgos ni reparos. Me conoces lo suficiente como para saber que hablo en serio, muy en serio, ¿verdad? —Tenía los puños apretados y los ojos empañados, pero asintió con la cabeza sin rechistarle a su madre—. Y por si lo has olvidado, te lo recuerdo: ese tipo de chicas son para pasar un buen rato, nada más. Eres tan joven y tan inocente, que te la han dado con queso. Estoy segura que se ha quedado embarazada a conciencia, la muy puta... ¡La mato! A las cucarachas hay que aplastarlas y acabar con ellas antes de que se reproduzcan. —¡No...! —gritó desesperadamente—. No le hagas nada, ni se te ocurra. ¡Prométemelo! —Promesa por promesa; tú te comprometes a que esa furcia desaparezca de mi vida, en una semana, y yo no muevo un dedo.

97 —De acuerdo, no volverás a saber nada de ella —Ni de mí tampoco, pensó. —Me alegro de que entres en razón. Esa zorra no merece tu atención. Eres joven e incauto, y ahora no eres consciente, pero el tiempo me dará la razón. Ha sabido seducirte y abducirte. Su belleza te obnubiló, y puedo entenderlo pero… ¿quién nos va a asegurar que lo que lleva en el vientre es tuyo? Nadie, ya te lo digo yo. ¿Te has parado a pensarlo? No, por supuesto que no, ya me contesto yo. Irene es una buscona con deseos de grandeza, la calé enseguida. «Lo único que sé es que te detesto y que no volveré a verte. Eres mala, temible y peligrosa», pensó él. —Si tú lo dices —contestó. Su madre le lanza una dura mirada, penetrante, con un claro aviso: «No me enfades o probarás a qué sabe el dolor». El odio se gestaba en su alma, con tanta fuerza y rabia, que crecería a velocidad desenfrenada. Pero Eneko no estaba para ir prestando atención a lo que sentía por dentro, o actuaba rápido o la perdería para siempre.

Le contó a Irene, detalle por detalle, cómo iba a ser la fuga. Ella, que no estuvo muy de acuerdo, pero tampoco en posición de negarse, aceptó a regañadientes. Andaba medio feliz medio preocupada, eufórica y mareada a la vez, el día de reunirse con él se acercaba y no dormía bien. Y aunque ya no cosía, sino que descansaba durante todo el día, y las hermanas estaban más cariñosas de lo normal, tenía un mal presentimiento, el pálpito de que la fuga no iba a salir bien no la dejaba vivir. —Si la madre lo pilla, todo se irá al traste—. Le dijo Irene a Meritxell, que era con la que más amistad y confianza tenía. —Si no te tranquilizas, tu estado se verá perjudicado y no es lo que más te conviene ahora. Te lo repito, aunque no sé la de veces que te lo he dicho ya, tu hombre vendrá a por ti, lo dijo y lo cumplirá. Anda, ve, túmbate y duerme un rato —A ver si me dejas en paz de una vez. Estoy hartísima de que me taladres la

98 cabeza contándome la retahíla de cosas que pueden sucederte, pensó. —Tiempo dormido tiempo perdido. —No, en tu caso no. Mientras duermes no te fustigas y, de paso, a mí tampoco. Pronto estarás fuera de aquí, te voy a echar mucho de menos. Te quiero como si fueras mi niña, que lo eres. Irene se abraza a ella. Lloran juntas. Días después, ya tenía los pasaportes de ambos, la llamó. —Hola mi amor. Escucha bien lo que voy a decirte pero no se lo cuentes a nadie, y nadie es nadie. Mañana te recogeré a las nueve de la noche. Saldrás por la puerta que da al huerto e irás caminando hasta la salida de detrás, estaré allí. Hay algo más, y es primordial para salir victoriosos de ésta, por nada del mundo salgas al exterior hasta que no oigas el claxon de mi coche. Ella me vigila de cerca, mi madre, y puede que me retrase un poco. —Tengo miedo —dijo ella. —El miedo es bueno, nos hace prudentes. Te quiero, pero debo colgar antes de… Se despiden ilusionados, pensando que pocas horas después estarán unidos para siempre y que libres se amarán por siempre jamás. Pero el destino es caprichoso y perverso el ser humano, y cuando se mezclan esos dos componentes cualquier cosa puede ocurrir. Irene, que aún no ha aprendido a guardar un secreto porque la vida le había sonreído hasta ahora, le faltó tiempo para correr a explicárselo a Meritxell. —Te voy a echar de menos, mucho, ni te imaginas cuánto. —También yo, no te vayas a creer. Me voy con él, pero una parte de mí siempre estará aquí, con mis hermanas. Meritxell la abrazó con lágrimas en los ojos. —No estés triste, voy a ser inmensamente feliz. Salió de la habitación de Irene. Nerviosa, iba restregándose las manos, la llamada que estaba a punto de hacer era tan cruel como necesaria. —Condesa, tengo muy buenas noticias para usted. —¡Cuéntame!

99 Después de hablar con la Condesa se dejó caer en la cama, y llorando sin consuelo miró al techo. —Dios, perdóname por lo que acabo de hacer, sabes que no traicionaría a Irene, antes la muerte. Mi amor por esa chiquilla es grande, pero la amenaza fue clara y tajante. También la oíste, ¿verdad? O ella o todas vosotras, ¡tú misma! Como sabes, tengo potestad para clausurar el lugar en el que vivís cuando me dé la gana, y eso haré si me obligas. Mi familia lo construyó a cambio de favores y los favores no tienen fecha de caducidad, dalo por cierto. Y no importa los años que hayan pasado, sino lo que diga yo. Si queréis seguir llevando la apacible vida que lleváis, no te queda otra que claudicar —se secó la cara con las manos, seguía mirando al techo—. ¿Lo recuerdas, mi señor? Yo sí, lo tengo en mi cabeza. ¿Qué he hecho, Dios mío? Perdóname tú, porque yo nunca podré hacerlo. La puesta en escena fue cronométrica, los actores, cada cual en su sitio, estaban a la espera. Tiembla, está de rodillas, rezando, son las nueve y diez y no escucha nada. Si no oye la señal es que todo habrá acabado. No quiere pensar en ello, pero no puede evitarlo. «Gracias por oír mis plegarias», pensó al oírlo. Se puso en pie y salió a toda prisa. «¡Ahí estás, amor mío!», acababa de ver el coche, esperándola, a unos metros de la puerta. Fue hacia él pero, para sorpresa y decepción, Eneko no era el que estaba allí, sino tres hombres como tres armarios. Corren, vienen a por ella. No sabe qué ha pasado, pero el giro de los acontecimientos no traerá nada bueno. Un escalofrío le recorre la espalda y el miedo la paraliza, dejándola pegada, enganchada al suelo. Para cuando reacciona es tarde, los tiene prácticamente encima. «No penséis que voy a rendirme», empezó a pensar. «Y no permitiré que me cojáis, matones, yo correré más que vosotros». Pero el miedo es libre, y la sacudió de pies a cabeza diciéndole: «Han venido a matarte, los ha contratado Judith». Intentó con todas sus fuerzas correr, huir, ponerse a salvo, pero su barriga lo impidió, tenía un peso considerable y su cuerpo se tambaleó.

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Eneko cierra los ojos, se aprieta la sien. —¿Le duele la cabeza? —preguntó Ainoa. —Me duele el alma, el corazón, la cobardía. Me duele vivir sin ella y sin mi hija. —Los tres últimos días me ha contado muy poco. ¿Cuándo me dirá quién es su hija? —Todo en su momento, qué impaciencia la de la juventud. Ya te lo he dicho, lo que no te cuente verbalmente te lo dejaré por escrito. Y ahora, por favor, ¿puedes dejarme solo? Necesito desconectar. Mañana, a la hora de siempre, te espero aquí. —¿Podría contarme un poco más? —él mueve la cabeza de un lado a otro, negando—. Me aburro cuando no trabajo, aquí… —Lo que voy a decirte lo habrás leído, seguro que sí, pero así lo refrescas en tu memoria. Cuando el trabajo es un placer, la vida es una alegría. Cuando el trabajo es un deber, la vida es una esclavitud. —Nunca lo oí, ¿de quién es? —Del francés Maximilien Robespierre, abogado, político y orador. —Mi madre cuenta otro muy distinto, es de Mario Moreno, más conocido como Cantinflas. Y dice así: algo malo debe tener el trabajo, o los ricos ya lo habrían acaparado. Eneko ríe. —Me encanta tu madre, ¡cuánta razón tiene la mujer! ¿Te arrepientes de haber aceptado mi oferta?

101 —Para nada. Sus motivos tendrá para haberme escogido, no seré yo la que lo defraude. —Entonces, hasta mañana. El veneno hay que ir soltándolo poco a poco. —Si usted lo dice —dijo sin reproche, pero con un dejo de frustración. Triste, por la soledad y el abandono que siente, se fue a su habitación. Tumbada en la cama pensó en Alan, y se le formó un nudo en la garganta, no sabía nada desde… No quiere llorar, sabe que le costará reprimirse y piensa en Marta, seguro que ella le subirá el ánimo. —Hola. ¿Qué haces? —Nada. Bueno, estaba a punto de algo —A punto de tener un orgasmo, empezó a pensar. Me lo has cortado y no te lo voy a perdonar. Marta está con Josué, en la habitación de un lujoso hotel—. Iba a salir a correr, es lo que estaba a punto de hacer. El calentamiento lo he hecho bajando escaleras, por eso me pillas sofocada, de ahí que me falte el aire al hablar. —¡Qué bien vives! ¿Podemos vernos un rato? Si le pido a Aleix que me lleve, en una hora puedo estar allí. —No, no puedo y lo siento, no ando por la zona. Mañana te llamo. Desconcertada, sabe que su amiga le ha mentido, la conoce bien, se preguntó: «¿Qué me está pasando? ¿Me ha mirado un tuerto? Si no que otra cosa puede ser, ya me han fallado dos de las personas que más me importan».

Con el calendario lleno de cruces, cada una por un día que lleva sin verlo, sin tocarlo y sin olerlo, la ausencia de noticias la asfixia y ha perdido la motivación. Nada le importa, ni siquiera lo que su jefe dice haber pasado, tan solo puede prestar atención a su propio dolor. Duerme mal, come peor y está irritable. Eneko sabía que le pasaba algo, no imaginaba qué podía ser y le regaló un diario. Le aconsejó que no se guardara nada para ella y que lo vomitase todo en aquellas páginas. Desde entonces,

102 cuando se desvela, lo saca del cajón y anota lo que la atormenta o lo que le impide conciliar el sueño. Ahora está en un momento de esos, pero en vez de escribir, repasa lo escrito. Pienso en ti, despierta o semidormida, da igual que sea de día o de noche. Trato de entender el porqué de tu huída, pero no logro una respuesta que me satisfaga. Si tú supieras cuánto y cómo te amo, volverías junto a mí. Sé que carezco de experiencia, quizá haya sido eso lo que no te ha gustado de mí, lo que ha hecho que me rehúyas. Sí, porque si no es así no lo entiende, tampoco de otra manera, resulta a todas luces incomprensible, ¿no crees? Y si no, ¿cómo puede dejar una persona a otra, si la quiere? Es un completo absurdo, lo veo yo y lo ve cualquiera. En las semanas que hemos estado juntos he podido descubrir lo inteligente que eres, mucho, y me asombra que debajo de ese manto de sabiduría cohabite un ser irracional. Sería justo que me dieras la oportunidad de poder demostrarte mi evolución, nadie nace enseñado en nada. Puedes ser tú el profesor que me aleccione, pero has de volver, prometo estar a la altura. No sé qué hacer con lo que siento, no puedo con ello. No te conviene, me advirtió tu padre, y odio tener que admitirlo, pero tenía razón, toda. Pensó en dejar por escrito lo que su corazón le dictaba en aquel momento, en volcar toda la rabia contenida durante el día, pero un río de lágrimas descendió por sus mejillas y recordó la conversación que había mantenido con el Conde. «¿Dónde está su hijo, señor Conde?» «Ni está ni se le espera, afortunadamente para unos pocos», contestó éste con despreocupación. Después, al ver la carita que se le quedó a ella, añadió: «No me malinterpretes, por favor. Lo quiero mucho, pero…». «¿Tanto como a su hija?». «Por igual, no discrimino. ¡¿Qué dedo te cortas que no te duela?!». «Entonces, ¿a qué viene tanto pasotismo?». «No es otra cosa que precaución. Mientras estés por aquí no lo quiero cerca, quien evita la ocasión evita el peligro, te lo dije.

103 Pero no te preocupes, mi hijo sabe cuidarse solo. Fue lo primero que le enseñé, y era bien pequeño pero aprendió rápido. «¿Qué le dijo? Tengo interés en saberlo». «Le expliqué que no se debe esperar nada de nadie, el que evita la decepción se ahorra el dolor». «Muy buen consejo. Veo que sabe dónde está y me alegro, aunque no quiera compartir conmigo esa información». «Nunca haré nada que pueda perjudicarte». «¿Puedo preguntarle algo más?». «Ya lo estás haciendo, adelante, continúa». «¿No le cansa ir todos los días al hospital?». «¿Te cansa respirar?». «¡Me moriría!». «Tú misma te has contestado». «Tiene razón, perdone mi torpeza». «No es torpeza, sino falta de vivencias. El tiempo es el que da las mejores respuestas, también las peores», al decir la última frase el brillo de sus ojos desapareció por completo, tornándose éstos de un color más oscuro y opaco. Pensando más en lo perdido que en lo vivido, un bostezo le indicó que el sueño había regresado. Apagó la luz, cerró los ojos y se dejó mecer. A las seis de la mañana se despierta, consciente de que no dormirá más, se levanta. Mete la cabeza dentro del armario para buscar el playero y las chanclas. Vestida, y con el pelo recogido con un lápiz, se dirigió a la zona de la piscina. Es demasiado temprano, sabe que el personal estará metido bajo las sábanas y se tiró a la piscina, desnuda por completo. Se hundió y empezó a bucear dando brazadas, ya se había hecho diez largos a estilo mariposa y quiso saber cuánto resistía sin tener que coger aire, hacía tiempo que no practicaba y estaba algo oxidada. Agarrándose al borde, e impulsándose, salió de la piscina. No ha cogido ninguna toalla, todas, de un exquisito algodón con bordados y puntillas, le parecían inadecuadas para dicho evento.

104 Se puso el playero sobre el cuerpo mojado, dejando que el agua resbalara, gota a gota hacia los pies. Llega a la puerta del despacho. Está cerrada y no es normal, siempre la espera con la puerta abierta. Llamó con los nudillos y nada, no recibió respuesta. —El señor Conde aún no se ha levantado —Ainoa se gira al oírlo. Es Olimpia, una doncella más. Una cincuentona que nació de mala uva, bajita, muy delgada, sin ningún atractivo—. No ha descansado bien, como viene siendo normal. Pero desde que tú llegaste ha ido a mucho peor. En fin, eso no es cosa mía, sólo decirte que me ha pedido que le disculpes. Y dicho ésta, adiós. —Gracias —Yo también te quiero, pensó. A las doce del mediodía está saliendo del baño, el Conde no se ha dignado a bajar y ella ha aprovechado para escuchar todo lo que lleva grabado hasta el momento. Alguien habla, puede oír los murmullos desde donde está. Y se acerca despacio, no puede ser descubierta, quiere enterarse de qué hablan las dos mujeres. —He encontrado allí al señorito Alan —le decía Eduarda a Cecilia—. Al abrir la puerta para limpiar la casita del bosque… —¡Habla, criatura! ¿Qué pasa con el señorito? —Menuda melopea llevaba, no se sostenía en pie. Me da ha dado mucha pena, ¿me das permiso para ir a cuidarle? —No. Haremos lo que hemos hecho siempre, lo que ordenó su padre: si él solito la coge, él solito la suelta. Un grito de alegría enmudeció en la garganta de Ainoa, no podía creerlo. Sintió que la sangre se le agolpaba en las venas y que su corazón palpitaba con violencia. Volvió sobre sus pasos, con cautela y conteniendo la respiración, no podía permitirse el lujo de ser vista o escuchada. Se había desvanecido lo peor del calor estival y las nubes se estaban apilando, espesándose sobre su cabeza. Ella, que estaba corriendo más rápido que Usain Bolt en su último desafío, sintió que el corazón se le salía por la boca. Se dobló por la mitad, aún no estaba ni a medio camino pero el cansancio comenzó a hacer mella en ella. Sintió un dolor intenso y se incorporó, con las dos manos presionó la zona afectada para relajarla, y respiró todo lo

105 profundo que pudo. Era flato, sabía qué debía hacer y estiró la musculatura del psoas y del lumbar. El riego sanguíneo volvería a la normalidad en pocos minutos, pero no podía esperarse, cada segundo iba en su contra. «Si cuando llegue se ha marchado, el dolor será mucho peor que este», pensó mientras volvía a correr. Sabe el lugar exacto donde guardan la llave. La ve, y sonríe mientras la coge. Entra sin avisar, Alan está tumbado en el sofá, delirando, hablando solo. —¡Qué solito estoy! ¡Nadie me quiere! —repetía una y otra vez. Se conmovió, le pareció más pequeño e indefenso. —No estás solo, Alan, estoy aquí, contigo. En cuanto me he enterado he corrido a tu encuentro, aunque no lo merezcas. No me dijiste dónde estabas, tampoco si volverías. Y me has tenido en un sin vivir, pero el amor no es rencoroso, sino que perdona, comprende y cree. Por eso voy a llevarte a la ducha antes de que me des las explicaciones que necesito, las que después te pediré. —Tengo alucinaciones, creo oír a… ¡Qué malo he sido con ella! No da ningún nombre, y la ve desdibujada y cree que es una de las sirvientas. —No, no alucinas, soy Ainoa. ¿Por qué has bebido tanto? —¿Quién sabe el porqué de las cosas? Yo no, tampoco sé el cometido que tengo en esta vida. Lo único que se me da bien es deambular de cama en cama, ir con unas y otras para lograr mi objetivo, estar bien acompañado. No acostumbra a salir por las noches y desconoce el arte de ligar. «La ocasión la pintan calva», pensó. —¿Cómo las embaucas para llevártelas a la cama? —Te haré una representación teatral. Señorita, me pongo a sus pies, y no te hago la reverencia porque no puedo levantarme. Soy Alan, he quedado impactado al verla. Es usted tan bella que estoy conmocionado. Y bla, bla, bla, le doro la píldora hasta que logro lo que quiero. —¿Así de fácil?

106 —No siempre es fácil ni agradable, una se quedó pillada de mí y no sé cómo consiguió mi teléfono, pero lo hizo, jamás se lo doy a ninguna. La muy…, me llamaba día y noche sin descanso. Un día, harto de la situación, me cambié el número; huelga decir que nunca se lo descolgué. Y pasado un tiempo, cuando creí que había dado carpetazo al asunto, me la encontré. La inconsciente estaba esperándome en la carretera, de noche y fuera del coche, fingiendo una avería. ¡Menuda puesta en escena! Hasta tenía los triángulos bien colocados, ¿puedes creerlo? —Ella se encoge de hombros—. Fue para mear y no echar gota, yo, inocente donde los haya, le pregunté si necesitaba algo. ¿Sabes qué contestó? —No sé, cualquier cosa es posible contigo. Tampoco me va a sorprender, estoy segura. —Que se había enamorado de mí —Yo también, y hasta la médula, se dijo ella para sus adentros—. Y sin despeinarme, soy así de chulo, le contesté: tía, me gustas cero y me pones menos cero, ¿lo entiendes? Se puso hecha un basilisco, hablaba sin ton ni son y me dieron ganas de abofetearla, partirle la cara a golpes —Ainoa abrió mucho los ojos—. Me contuve, por supuesto, eso no es propio de personas, sino de bestias retrogradas, misóginos con más lengua que cerebro. Volviendo al tema, le pregunté que si creía que la mariscada, la que se metió entre pecho y espalda y pagué yo, era por su linda cara. Se quedó a cuadros y se puso más roja que un pimiento; ahí se dio cuenta de lo descarado que puedo llegar a ser cuando alguna se me pone flamenca. Y lo que suele pasar, verla en aquel estado me ayudó a empoderarme aún más. Pues no, bonita, le decía yo, las cosas no van así, y si yo pongo el dinero mi acompañante debe poner el cuerpo, quid pro quo o do ut des. O lo que viene siendo: si te doy es para que me des y no para que te lo quedes sin más —calla unos segundos. Momento que aprovechó ella. —¿No te parece que fuiste un poco cruel? —Ni por asomo. Y para algo inventaron los refranes. No se dice que a grandes males grandes remedios, pues eso hice yo. —¿Funcionó?

107 —Depende cómo lo mires. Lloraba y maldecía el día que tuvo la mala fortuna de conocerme. Pero se subió a su coche, lo arrancó y desapareció para siempre, ni tan mal, ¿no? —No te prepararon para escuchar la respuesta que mereces, mejor la guardo para mí. —Cómo me pones cuando te pones así de brava. Siento un deseo sexual, una emoción y un impulso que… —Bueno, se acabó la charla. ¡A la ducha! Lo desnuda y lo mete bajo el chorro de agua templada. —¡Desnúdate, duchémonos juntos! —A sonado a ordeno y mando pero conmigo no cuela. No somos pareja, ya no. Mientras lo aseaba le vino a la mente el padre del chico, el Conde sólo les había prohibido conocerse, que no era poco, pero ahora que habían desoído la orden quería saber cómo era él a ojos del hijo, qué sabía y qué desconocía, dónde había puesto el límite. —¿Cómo es tu padre como padre? —Es bueno, generoso, considerado y bastante permisivo, lo que viene siendo un padre, supongo. Aunque creo que no es del todo consciente de lo mucho que me quiere, y mira que me lo ha demostrado con creces. Le gusta dar una falsa apariencia, va de roca fría y dura, nada más lejos de la realidad. Hay una persona extraordinaria, sentimental, tierna y sensible en su interior. Pese a que con la edad y las heridas tenga mermadas las fuerzas, él nunca mostrará su debilidad. No flaqueará nunca, sea quien sea su adversario, antes se quita la vida, estoy convencido. —Me gusta lo que cuentas de él, hablar cómo lo haces dice mucho de ti. ¿Puedo hacerte una pregunta más íntima? —Me tienes desnudo, pregúntame lo que quieras. —¿Qué relación tenía tu padre con su madre? —Empiezas a tocar temas espinosos y no sé si a mi padre le gustaría esta conversación. Igualmente te lo digo, no me sufras: mi padre, no sé por qué, tenía un sentimiento de odio hacia ella, tan palpable, que no se molestaba en ocultarlo. «El que revela su secreto pone al descubierto su debilidad», contaba mi madre.

108 —¿Qué sientes por ellos, por todos ellos? —Por Judith poco o nada. El carnet de abuela no presupone prácticamente nada. Tampoco está, y cuando estaba… Y Brenda y Eneko son mis padres y siempre lo serán, les debo lo que soy y lo que llegaré a ser. Y ahora que lo pienso, Ainoa, ¿no estás tú muy preguntona hoy? —Y tú muy respondón y faltón. La carcajada de él se mezcló con la emoción del momento. Se le había pasado la embriaguez alcohólica pero se sentía ebrio de amor. Necesitaba abrazarla, acariciarla y tenerla para siempre junto a él. Pensó que le estaba dando un ataque de amor, o quizá fuera una obsesión por tomarla, pero su intuición le decía que, a poco que insistiera, la tendría donde quisiera. Y decidió luchar contra los impulsos sexuales que machacaban su cerebro, Ainoa no era como las demás y merecía un trato diferente. Parecía otra persona, aseado, vestido y peinado, estaba muy distinto a como ella lo encontró. Le había costado hacerse con la victoria, lo que tuvo que pasar solo lo sabía él. Orgulloso de su logro, pensó: «No me aplaudo porque no quedaría bien, a pesar de merecérmelo», sonrió al pensarlo. «Reprimirme no estaba en mis planes más inmediatos, por ella lo que haga falta. Tampoco acostumbro a hacer oídos sordos a mis impulsos, también lo he hecho por ella». —¿Podrás perdonarme? —pregunta él, con cara de cordero degollado. Tiembla como un flan, ¡qué más le gustaría a ella! —¿Por qué debería hacerlo? ¿Por haberme fiado de un tipo impresentable? ¿O por ser una estúpida más en tu larga lista? Sí, lo mires como lo mires es así, he sido otra de tantas. —No medí las consecuencias al acostarme contigo. Estuvo mal y me arrepiento, lo digo por si te sirve de algo. ¡Perdóname! No lo merezco pero lo necesito. El perdón es la palabra que más me cuesta decir, de hecho, no la digo nunca. Si contigo ha salido sola, sin forzarla, algo querrá decir, ¿no? No contesta, está tan dolida como enamorada.

109 —Perdonar es buenísimo para la salud, palabrita del doctor Alan —dijo mostrándole su mejor sonrisa. —Y que no te dañen más todavía. Me voy. Tú te encuentras bien y a mí me estarán echando en falta. —Vuelve mañana —no fue una orden, quería volver a verla y se lo rogaba con la mirada—. ¿Podemos ser amigos? —Creo que mis sentimientos están muy claros. Mi visita no cambia nada. ¿Por qué me engañaste sabiendo…? —se refiere a su virginidad. Abochornado bajó la vista. —No te mereces a nadie —dijo ella, que seguía tan dolida como cuando llegó—, absolutamente a nadie. Tu padre lo sabe, y tiene razón aunque me pese. Sí, Alan, no me mires con cara lastimera. Tú sólo te quieres a ti mismo. Sigues siendo un niño mimado, un malcriado que acabará mal, si no tiempo al tiempo. En esta vida hay que tener las cosas claras para saber escoger lo que realmente es importante. Ahí está la esencia de la felicidad. Tú, y perdona por ser tan sincera, estás hecho de materia hueca y careces de sentimientos. —No me conoces tanto, es más, no tienes la menor idea de nada. He estado vigilándote —la viva y penetrante mirada de él la traspasó, y quiso creerle—. Aún me pregunto el porqué, pero lo he hecho todos los días desde... Un día estuve cerca, mucho, necesitaba… —decide contraatacar, lo que iba a decirle no tenía mucho sentido—. Cuando te metiste en mi cama fue porque tú quisiste, por propia voluntad. Por más que me estrujo el cerebro no recuerdo haberte suplicado, ni tampoco amenazado. ¡No me mires así! —Exclamó al ver la feroz mirada de ella—. Deberías besar el suelo que piso, mojigata. Corre hacia la salida, ya ha oído bastante. La alcanza, la agarra del brazo y tira de ella. —¡Suélteme! —no lo tutea, está muy furiosa—. Sé que está acostumbrado a que no le digan que no, hasta puedo entenderlo, es guapo, rico y está de buen ver. Buenísimo, así le describió mi amiga, pero se equivoca conmigo, nunca seré bálsamo de nadie

110 —se le forma un nudo en la garganta, faltándole muy poco para llorar—. No debería haber venido, no merece mi atención. —Lo de mojigata no lo sentía. Soy un estúpido engreído. Ven, hablemos. —Entre usted y yo está todo dicho. Me da lástima, pero no tiene remedio, es un caso perdido.

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Irene cae sobre su lado izquierdo, con tan mala fortuna que se da un fuerte golpe en la cabeza y pierde el mundo de vista. Y para cuando despierta, tres años más tarde, no queda rastro de su embarazada barriga, la tiene más plana que una tabla. «Eneko», lo llama, no obtiene respuesta e intenta levantarse. No puede, no sabe qué le pasa y vuelve a intentarlo. La orden pensada hace el recorrido hasta el cerebro de Irene, llegando sin problemas. Ahí quedó, porque éste no podía analizar ni procesar la información recibida. Sin ninguna llamarada de intuición, ni sabe qué hacer con lo que le llega ni lo reenvía a la parte que corresponde, ella se angustia. Se pone muy nerviosa, su cerebro sólo almacena, ni ordena ni sintetiza nada. «¿Dónde está mi bebé? Que alguien me lo diga, por favor», creyó que decía en voz alta. Recordó aquella noche como si fuera ayer, iban a por ella y cayó de lado, pero... «¿Qué más pasó? ¡Piensa!», se dijo muy preocupada. Nada más recordó por más que se estrujó la cabeza, porque después de la caída sólo quedó una enorme mancha negra. —Hola, soy Isabel. ¡Qué sorpresa verte de vuelta! «¿Dónde estoy?», empieza a decir Irene. «Eneko y mi bebé, ¿cuándo vendrán?». Isabel no contesta, cómo va a hacerlo si no la oye. «¡Estoy preguntándote, haz el favor de contestar!», exclamó ella. Mientras Isabel sacaba la linterna médica de su bolsillo, con la intención de explorar el reflejo pupilar de su paciente.

113 «No me gusta que me ignoren. Es de muy mala educación, lo digo por si no lo sabes». La enfermera, examinándola, ve que no hay variación en el tamaño de las pupilas, tampoco hay movimiento ocular y sonríe. La historia no va con ella y piensa: «Judith, de momento puedes seguir tranquila». Saca de un cajón el martillo de reflejos. «Señorita, no pase más de mí, se lo suplico, no me tenga en este sin vivir. Dígame qué quiere que haga y lo haré, pero deme respuestas. ¡No se haga la sorda!», cree que Isabel está oyéndola y que pasa de ella. También cree haber alzado una mano, según lo que siente, o cree estar sintiendo, la tiene en el aire danzando, llamando la atención de Isabel. Pero no ha pasado, porque de su boca no ha salido ruido alguno, ella ni siquiera ha despegado los labios. Tampoco ha levantado la mano, éstas siguen paralelas a su cuerpo. Tras percutir y percutir, reiteradamente sobre las rodillas de Irene, Isabel llega a una conclusión: no hay reflejo tendinoso en la joven, y lo que sería una mala señal, o síntoma de que la cosa no va por buen camino, a ella le parece la mejor de las noticias. Pero dispuesta a comprobarlo todo, sí o sí el protocolo es el que manda, extrajo la aguja y el pincel que viene oculto en el mango del martillo. —Nada de nada —dice en voz alta—. No hay sensibilidad de piel, tampoco dolor o reflejos cutáneos. Lo siento, muchacha —En absoluto lo siento, empezó a pensar. Me alegro, aunque no puedo decírtelo—. Si no hay un estado mínimo de conciencia es que, técnicamente, tú no has vuelto. Sigues en… —La Condesa dará saltos de alegría, no veo el momento de correr a decírselo, se dijo. «¡No puede ser, mírame bien! Estoy aquí, hablándote a ti», gritó mientras tomaba conciencia de la realidad, estaba atrapada, encarcelada dentro de su propio cuerpo. No quería admitirlo y siguió gritando: «¿Cuánto tiempo ha pasado desde…? Al menos dime eso».

114 —Tres años en coma es lo que tiene —Me está oyendo, sí, ¡me oye! Pensó Irene—. Ahora vendrá el médico a echarte otro vistazo, aunque hay poco que ver, no tienes solución. «Él sabrá cómo sacarme a la superficie, estoy convencida», pensó esperanzada. —Eres el pasaporte para alcanzar mi mayor objetivo, que es salir de la pobreza. Gracias a ti voy a ser alguien. La besó en la frente. —No te mereces lo que te ha pasado pero… De lo perdido saca lo que puedas, decía mi abuela. Ahora debo dejarte, alguien está esperando noticia tuyas. «Sí, gracias, avisa a Eneko, por favor. Él sabrá decirme…». Un hombre con bata blanca se acerca a ella, lleva un par de minutos sola, aunque le ha parecido una eternidad. —Hola, mi nombre es Fadi. Soy tu médico, el que seguirá tu progreso —le cogió una mano, presentándose—. Por si estás preguntándolo, Fadi no es diminutivo de nada, nací en Líbano y mi nombre en libanés significa Salvador —En tus manos estoy, ¡sálvame! Decía ella—. A ver qué puedo hacer por ti, porque no sé si me oyes. En realidad no sé nada, ninguno lo sabe, hasta el momento no somos capaces de determinar si la persona en coma escucha. En estos años, tres en concreto, la expresión de tu cara no ha variado, tampoco ha salido ningún sonido de tu boca y no sabemos qué pensar —Irene intenta mover la mano, la que él le tiene cogida, debe hacerle saber que está de vuelta, que siente y sufre, porque escucha todo lo que se dice de ella. Pero encuentra un obstáculo, su cerebro está de huelga y no atiende a razones. El órgano más mandón del cuerpo se niega a transmitir lo que le pide ella—. En los años que llevo me he encontrado con algún que otro paciente que ha movido la mano, o un dedo o cualquier cosa, algo que indique un camino a seguir. La caída que sufriste fue provocada por tu avanzado estado de gestación. El mareo te llevó a perder la consciencia y desvanecerte, y esto derivó en un traumatismo craneoencefálico severo. Y no hay peor pronóstico que este y nadie imaginó que sobrevivirías. ¡Pero hete aquí, nos equivocamos! Ahora, lo primero es mandar que te retiren lo que

115 no necesitas, respiras por ti sola. También pediré que te laven un poco. Aseada se piensa mejor, ¿verdad que sí, Irene? Te llamas como la madre de mis hijos. Ya no estoy con ella, es una larga historia, ya te contaré, vamos a vernos a menudo —la mira a los ojos y le sonríe—. Niña, voy a pedir las pruebas necesarias para saber en qué punto nos encontramos. Confía en mí, haré todo lo que esté en mis manos. «Gracias. Haga lo que tenga que hacer pero sáqueme, aquí dentro no hay aire, me ahogo». Mientras le hacen las pruebas piensa en su bebé, lo imagina vivo. «Tres añitos, el fruto de mi vientre no es un bebé y me lo he perdido. El tiempo es recuperable, la vida no y estoy aquí, así que no pasa nada. Está con su padre, él lo traerá para que pueda verlo, o verla, no sé qué género usar, si masculino o femenino». Segura de que está con Eneko, respiró aliviada. A media tarde, Irene está dormida y Judith espera nerviosa los resultados. La puerta se abre y entra el doctor. —Señora Condesa, lamento decirle esto pero no traigo muy buenas noticias. Las pruebas realizadas nos indican que no hay actividad cerebral, tampoco emocional y es una pena, porque es demasiado joven para… ¡¿Qué quiere que hagamos?! Estamos a su entera disposición. —Dejarla aquí, acostada y descansando. Isabel se encargará de ella, de los cuidados que pueda necesitar. Gracias doctor, no se puede hacer nada más. —No me las dé, no las merezco —se siente frustrado, en su fuero interno albergaba la esperanza de poder ayudar a la chica.

Tres días después sigue allí, tumbada en la cama y vigilada por Isabel. Le pesan los ojos, mantenerlos abiertos es un enorme esfuerzo para ella. «¿Por qué no ha vuelto el doctor? Dijo que lo haría, nadie me ha explicado el resultado de las pruebas». Vio a Eneko, le sonría, estaba tan guapo como lo recordaba. La imagen aparece y desaparece con rapidez, es tan nítida como opaca o borrosa, y se preguntó: «¿Son alucinaciones mías, acaso no ha venido a verme? No, está aquí, lo sé, prometió que estaría

116 siempre a mi lado». Temblaba como gelatina volcada en vaso y se asustó, Isabel no dejaba de mirarla, tampoco se inmutaba y le gritó: «¿Acaso no ves cómo tiemblo? ¿Eres ciega? ¡Háblame de una puñetera vez! Pregúntame qué está pasándome, o mejor me lo cuentas, porque empiezo a verlo todo negro». Se desvaneció. Pasa más tiempo dormida que despierta, solo ve a Isabel, no sabe que por las noches otra persona se encarga de velar por los intereses de la Condesa. —¿Cuándo le diste la última dosis? —Irene abrió los ojos, alguien, que no ha visto hasta ahora, está hablando con Isabel—. ¿Alguna novedad? —añadió Aránzazu. Ha venido a relevar a su compañera. Son dos jóvenes muy ambiciosas que la les puede más que la obligación moral o natural. «La última dosis… ¿de qué y por qué? ¿Qué están haciendo con mi cuerpo?», pensó mientras escuchaba cómo intercambian información sobre ella. —La Condesa está muy contenta con nuestro trabajo, me lo ha dicho, y súper feliz de la catalepsia que sufre esta chica. Ese estupor catatónico nos beneficia a las tres por igual —Aránzazu la miró con indiferencia—. Mujer, a ti y a mí nos ha tocado el premio gordo de la lotería, ¿verdad que sí? Y la terminación y la pedrea; menudo sueldo nos cae cada mes. Es cierto, y no negaré que sea una lástima, ella no debería estar así. Pero toda la vida, desde que el mundo es mundo, la desgracia de unos beneficia a otros. No soy una jodida insensible, no pienses, pero tal y como está Eneko no volverá a España. «¿Qué significa que no volverá a España? ¿No está aquí?», pensaba ella. «No puede haberse ido sin mí, le conozco bien». —¡La lástima no da de comer! —Volvía a atacar Isabel al cabo de unos minutos—. Mis padres, para que yo pudiera tener estudios y ser lo que soy, se vieron obligados a pedir un crédito. Es lícito querer que los hijos tengan un futuro mejor que ellos, nuestros padres. Lo han logrado, los tuyos y los míos, y no me avergüenzo de nada. Y no tengo intención de tirarlo por la borda por alguien que no conozco de nada. Aránzazu, amiga mía, ellas sabrán sus historias y a nosotras no nos incumbe —Irene supo

117 que se refería a Judith y a ella—. Mira, ajo y agua para el que se meta con la persona equivocada. Nosotras a lo nuestro. —Supongo que así es, aunque el remordimiento no me deja vivir como quisiera. Se abrazan, deben estar unidas por el bien de ellas. Cuando su compañera se marchó, Aránzazu se fue al cuarto baño. Abrió el grifo, y mientras mojaba la punta de la toalla en agua se miró en el espejo. «Eres muy buena, y no permitas que nadie te haga pensar lo contrario. Sabes que de no hacerlo tú lo haría otra, el mundo está lleno de gente sin escrúpulos. Puede, no lo sé a ciencia cierta, que la bondad sea el alimento del alma, pero ni calienta ni llena estómagos». —Hola, hoy pareces algo más despierta —le dice al pasarle la toalla húmeda por la cara—. Dicen que no te enteras de nada de lo que ocurre a tu alrededor, que no estás del todo consciente. Yo creo que sí, que tú sabes lo que pasa. No soy tu enemiga, no lo creas pese a lo que oigas. Tampoco tu amiga, no lo pretendo, sólo soy una víctima más de esta sociedad, la del consumismo y egoísmo en el que estamos instalados. Todos queremos más, eso no puedes negármelo —Me duele la cabeza, pensó Irene—. Los publicistas son muy listos, conscientes de nuestras carencias, día y noche nos bombardean con esto o aquello, cosas innecesarias que nos meten por los ojos para que pensemos lo contrario, que no podemos vivir sin adquirirlas. Y todo aquél que crea que no es influenciable se equivoca, la información va directa a la parte mental que gestiona los sentimientos. Éstos nos otorgan o vetan la felicidad, según lo brillante o desgraciado que te sientas en el momento —Irene tiene la sensación de que la cama se abre y se la traga para siempre. Morirá allí, a manos de dos extrañas—. Y quiero sentirme feliz, siempre, cada segundo de mi vida; si este es el precio que debo pagar, lo pago con gusto. Mi misión no es hacerte daño, no soy ninguna criminal, sino mantenerte sedada y vigilarte, nada más. La señora Condesa ha sido precisa y tajante: mi compañera y yo debemos asegurarnos de que no te recuperes del estado en el que estás ahora —Las palabras resonaron en su

118 cabeza como puñaladas, enormes cuchillos atravesaban su piel por aquí y por allá, hasta dejarla sin una gota de sangre. Intentó dejar la mente en blanco, no lo consiguió, cómo iba a hacerlo si querían quitarle la vida, y en un hospital, lugar en el que se hace lo imposible por salvar al paciente. Un pinchazo en la garganta le indicó que la saliva que estaba intentando tragarse era inexistente, tenía la boca muy reseca. Con los dientes rozó la lengua, ésta le pareció de esparto, estropajosa y medio dormida. «Nunca volveré a ver a la gente que quiero», pensó desalentada. Aránzazu abrió una botella de agua, mojó una gasa y se la acercó a los labios de Irene. La apretó con los dedos y las gotas de agua se deslizaron hasta el interior de su boca. Ella lo notó, y el frescor suavizó la desagradable sensación que sentía. —No es que esa mujer te quiera muerta —dijo secándole la boca—. Tampoco viva, con que te mantengamos así le basta, no intervendrá. De estar en mi lugar harías lo mismo —¡Estás loca! Exclamó Irene—, no eres mejor que yo, para nada. Te camelaste al hijo de la Condesa para que te hiciera una barriga. ¿Cuál era tu objetivo, qué buscabas? ¿Ser de , formar parte de la aristocracia? ¡Qué ingenua! Deberías saber que las chicas como nosotras no tenemos cabida en esa sociedad. Ves, ya tengo otra razón para hacer lo que hago. En un futuro no muy lejano, yo, una simple enfermera, dispondré de una cantidad indecente de dinero y podré relacionarme con la Jet set. Mi objetivo es llegar a ser una de ellos. Bueno, cariño, creo que por hoy ya te he dado demasiada información. Debo inducirte el sueño, es lo que toca. Me caes bien, quiero que lo sepas, y si me guardas el secreto te contaré más otro día —se ríe, consciente de que no dirá nada.

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Ainoa no alcanzaba a comprender la perversidad de ciertas personas, y cuanto más sabía menos entendía. Eneko estaba ahí, en su butaca, contándole las vicisitudes que pasó su prometida para sobrevivir a las víboras que presumían de darle el mejor de los cuidados. Desmoralizada se levanta, llamará a su amiga, hoy la necesita más que nunca. —Necesito aire, señor Conde, saldré un rato al exterior. —Estás algo pálida, ¿te encuentras bien? —Todo lo bien que se puede estar en esta situación. Ciertas cosas son difíciles de digerir. —Comprendo. Abrígate, hija mía, al caer la tarde corre una brisa desagradable y no quiero que te enfermes. —Sí, gracias. —¿Qué sentimientos tienes ahora mismo? Sincérate, hazme el favor. —Sulfurada, encolerizada, aterrada e indignada. Si consigo quitármelo de la cabeza, hasta la próxima sesión de terror, creo que lo superaré. ¿Y usted? —¿A qué te refieres? —Que siempre hace igual, me ofrece un caramelo, deja que lo saboree un poco y me lo quita de golpe, sin avisarme de que lo hará. Le diré una cosa aunque no sea necesaria, me dejan tan mal sabor, que tengo pesadillas nocturnas y visiones diurnas. —¿Visiones, qué visiones? —La sombra de una mujer me persigue allá donde esté. No tiene cara ni cuerpo, sólo es una mancha oscura que pasa a toda

121 velocidad por mi lado. Señor, si usted me enseñara una foto de ella, pondría cara a lo que creen ver mis ojos. —Lo pensaré —respondió a pesar de saber que no podía, se parecen tanto, que Ainoa se vería reflejada en ella. —Gracias, ahora debo irme. —Sabré compensarte los malos ratos vividos aquí, junto a este viejo amargado. —Lo ha hecho, confiarle sus secretos a una extraña no debe ser fácil, nada fácil. Aunque es parco en palabras, lo que cuenta me marcará de por vida. La inocente que entró no será la misma que volverá a casa. «¡Cuánta razón tienes!», pensó él. —Te contestaré parafraseando a Julio Cortázar: las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma. Su cara era el reflejo de lo que sentía, estaba bajo mínimos. Ainoa se acercó y le dio un beso en la mejilla. Y él, desbordado porque la impetuosidad de su hija lo sacudió de arriba abajo y se echó a temblar, tuvo ganas de abrazarla, dejarse arrastrar por los sentimientos, al menos por una vez. La adversidad, la desgracia o infortunio, lo habían azotado sin miramientos. —La vida debería obsequiarnos con una caricia. Un abrazo por cada golpe estaría bien. Ella le indicó que se acercase. Él, que imaginaba para qué, estaba que no cabía en sí de gozo. —Te lo agradezco, ¡no sabes cuánto! Y acabo de recibir el primero de los muchos que se me debe. Le dio otro. Él no es de piedra, tiene las emociones a flor de piel y se ve invadido por un torrente de alegría, un chorreo de bienestar que recorre cada poro de su piel. Y ya ni puede ni quiere hacer nada por contenerse, la abraza. Ainoa lo siente más vulnerable que de costumbre, y le frota la espalda, quiere transmitirle tranquilidad, darle apoyo moral. —¡Eres genial, nunca cambies, hija mía! Tienes el don de sacarme sonrisas y lágrimas al mismo tiempo, y conviertes mi desesperanza en esperanza y el miedo en fortaleza. Eres perfecta

122 y tienes mucho amor para sembrar, aunque no hayas encontrado el campo adecuado. Sólo es cuestión de tiempo, de nada más. Si no me crees, espera y verás. «Si pudiera contarle el secreto que llevo en el alma, le diría que encontré el campo y sembré el amor. Pero la tierra era árida, casi desértica, había sido desatendida y carecía de los nutrientes básicos para da su fruto», pensó mientras salía. —¡Hola! ¿Qué te tiene tan abstraída de mí? Espero que sea más guapo que yo —le dijo a su amiga, cuando ésta atendió a su llamada. —Nada —contesta con excesiva frialdad—. Estoy ocupada, ¡imagina con quién! Ainoa, no quiero ser maleducada, tampoco descortés, eres mi mejor amiga y te quiero. Y por eso voy a ser clara contigo, si no te cuelgo me enfrío, chao. Se quedó helada, y no por el frío que hacía en la calle, sino por el desplante de su amiga. Cabreada con el mundo y con ella misma, utilizó una frase, de un libro que Marta le había dejado, para regañarse. «Deja de esperar que los demás te hagan feliz y fortalece el desapego». Esto la llevó a recordar cuánto le daba la lata su amiga con el tema del amor. «Ainoa, lo importante no es a quién elijas, sino que tu felicidad solo dependa de ti, de lo que tú quieras y de lo que tú consigas». Aprieta los puños y vuelve a reprenderse: «¡Qué torpe! Cómo pude pensar que conmigo sería diferente. El hombre no cambia, solo descansa hasta la siguiente tropelía».

Albert Einstein, en una de las frases que han quedado para la posteridad, decía: “No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo”. Ainoa debió pensar igual y se levantó a toda prisa en cuanto abrió los ojos. Hoy tenía algo más importante que hacer, lo que había previsto tenía prioridad sobre todo lo demás, quería dar un giro drástico a su vida y haría todo lo que fuera necesario para ello. —¡Déjate de reproches y actúa de una vez por todas! Si no verlo perjudica tu salud, ¡búscalo! Obvia lo que significa el sexo sin amor, tampoco es tan grave. Más de la mitad del mundo se

123 entrega en la primera cita, y no por eso se desvaloriza la persona —se dijo mientras se enfundaba en un mini vestido. Se dirige a la casita del bosque, está guapa y se siente bien. Un largo camino, con árboles, matorrales y piedras, es lo único que la separa de él. Lleva zapatillas rojas y negras, transpirables y con amortiguación, y corre para llegar lo antes posible. Fueron los kilómetros más largos de su vida y pensó que no llegaría nunca, pero allí estaba, en la puerta y con la llave en una mano. El factor sorpresa era fundamental para el disfrute de lo inesperado, nada podía fallar y aguzó el oído. Nada, no se oía ni el tic tac del reloj de pared y se alegró. Se sentó en el suelo de la entrada y se quitó las deportivas, procurando no hacer ruido. Se descolgó la pequeña mochila que llevaba a la espalda y se calzó los zapatos de tacón que había guardado en el interior de ésta. Y respiró profundamente y en silencio, cogiendo aire varias veces, estaba completamente agotada por la carrera. Todo apuntaba a que él estaba viviendo allí, aunque no lo encontró por ninguna parte. Desfallecida, creyó haber venido en vano, se dejó caer en el sofá; descansará un poco antes de hacer el camino de vuelta. Un beso en los labios la despierta, entreabre la boca. «Sabía que hoy nos veríamos», pensó mientras su corazón latía con más frecuencia de lo normal. Una lengua entra en su boca, la recorre despacio, degustándola y saboreándola como si fuera la primera vez. Ella cree que va a perder el sentido, por fin está conectada a Alan. Se imaginó sudando, palpitando y gozando debajo de él, y se dijo: «En breve estaremos unidos, íntimamente unidos, y lo que pase después no importa. Antes de correr hay que caminar». Sus lenguas se enredaban en un duelo frenético, las caderas del joven empujaban contra las suyas mientras ella gemía. Y tan feliz estaba que, sin abrir los ojos, le dijo: —Te quiero, te quiero, te quiero. No importa lo que sientas, pero hazme sentir tuya. —No sabía que un beso mío produciría tan mágico efecto, sobretodo en una chica tan guapa como tú.

124 Se alarmó y abrió los ojos, acababa de besar a un completo desconocido. Su cuerpo, que aún anhelaba las dulces caricias de Alan, quería más. Y estaba tan húmeda que se ruborizó. Inspiró profundamente, debía recuperar la calma. —¡¿Qué haces aquí?! Murmuró algo que ella no pudo entender. Sin perder ni un segundo, llevó los labios a la curva del cuello de ella y la apretó contra sí. La fragancia que desprendía Ainoa lo envolvió de tal manera, que el deseo se hizo patente en su ajustado pantalón. En cuanto notó el bulto contra su pelvis, lo empujó. Él, más tranquilo que una foto, se pasó la mano por el pelo. —Lo mismo podría decirte —dijo en tono amable—. Y voy a hacerlo, sí, también quiero respuestas. ¿Quién eres, qué haces aquí y cómo has podido entrar? —Ella abrió la boca—. No, aún no contestes, déjame acabar —la agarró por los hombros—. Tú también me deseas, puedo sentirlo. —No —contestó sacudiendo la cabeza—. No te deseo, no era en ti en quien pensaba para… Soy Ainoa, trabajo en Palacio y no quiero seguir cometiendo errores. Sólo me he pasado por si el señorito Alan necesitaba algo. Pero dime, ¿quién eres tú y qué haces aquí? —Soy Marc, el compañero de juergas de tu señorito Alan, y he venido a buscar lo que él necesita. Ay, el ladino de Alan, qué astuto e indecente es. Qué bien guardado se lo tenía, si, cuando le interesa es una tumba. ¡Verás cuando me lo eche a la cara! Su padre contrata a un monumento, a ti, y él se lo oculta a su mejor amigo. ¡Menudo amigo! Encendió un cigarrillo, y le dio una larga y profunda calada mientras ella decía: —Gracias por el piropo, creo, me siento tan halagada como confundida. —¿Eres una de las concubinas del Señorito? —le revolvió el pelo mientras se lo preguntaba. Tragó saliva y se alisó el pelo con rabia. —¿De qué siglo eres tú? —Retrasado, quiso añadir—. Una palabra horrible donde las haya, y empléese el sinónimo que se

125 quiera, que no mejora ni un ápice. Y para tu información, y creo que no me equivoco, aquí, en España, se llama así a las mujeres que conviven con sacerdotes y gozan de mala fama. Por tanto, la palabra que has empleado es errónea. No etiquetes a nadie de lo que no sea, y menos con maldad. ¿Piensas igual que yo o eres un falócrata? —¡Aristócrata! No se confunda, chica del servicio. Yo soy noble, heredero del título de Marqués de una ciudad que a usted no le importa, plebeya. Por tanto, puedo darle el uso que quiera al vocabulario, y a vosotras también —quiso rebatirle, decirle lo equivocado que estaba. Y se mordió la lengua, lo inteligente era esperar a que la tormenta se diluyera por sí sola—. Y porque no tengo la menor idea de qué relación te une a Alan, que si no te daba un meneo que se te iban a quitar las ganas de discutir con gente superior a ti. —Gracias, muy amable de su parte. Lo dejo para que recoja aquello que haya venido a buscar. —¿Algún recado para el Señorito? Si me da un beso puedo hacérselo llegar. —Dígale que todo está listo para cuando decida volver. —¿Nada más? —¡Nada menos! —exclamó con la puerta abierta, y a punto de cerrarla tras de sí. Corría loca de miedo, temía que el cavernícola, retrógrado y maleducado, al que acabada de conocer y no quería volver a ver, fuese tras ella. Pensó en Alan y se dijo: «Mejor que mi mente se recree en ti que pensar en tu amigo». —¡Vaya dos patas para un banco! —exclamó casi sin voz, medio asfixiada por el sobreesfuerzo de la carrera. Quiso volver a escuchar la voz de Alan, lo necesitaba tanto como el aliento que le faltaba ahora, que le dijera que la deseaba y que volvería a verla, que no había podido estar con nadie más a pesar de haberlo intentado, porque no puede sacársela a ella de la cabeza, la única mujer que ha querido y quiere. «Tu piel tiene el tacto como la seda caliente, nunca toqué nada igual», le había dicho Alan. Iba a llorar, las lágrimas estaban listas para salir de

126 sus ojos y resbalar por sus mejillas hasta desaparecer, y se negó en rotundo, no llorará por nadie que no dé nada por ella y se centró en su madre, ¡cómo la echaba de menos! También pensó en su padre, pero a él no lo necesita tanto. Laura es su asesora y ahora no está para aconsejarla. Miró el reloj, y al ver la hora que era los imaginó paseando. Siempre agarrados de la mano y con los dedos entrelazados, reafirmando el amor que sienten el uno por el otro a pesar de los años que llevan juntos, toda una vida. El pensamiento le provoca un poco de envidia, sentimiento que no conocía hasta ahora, y se entristece. Sopesó los pros y los contras de seguir con ese trabajo, ya estaba en su habitación, los pros pesaban poco o casi nada, pero los contras pesaban mucho y la balanza dictaminó que se fuera. Ainoa lo observó durante unos segundos, ensimismado con el crepitar de la leña, el Conde miraba fijamente la chimenea. Se encuentra de espaldas a ella, por eso no la ha visto llegar. Se fija en el cabello de su jefe, demasiado blanco para su edad, aunque luce sano y brillante. «¿Cuánto faltará para el desenlace de la historia? Quizá no deba irme aún». Mientras a ella la asaltaban las dudas, Eneko se giró. —¡Eres tú, hija mía! —exclama con un amago de sonrisa. —Hola, perdone que no haya dicho nada, le veía… —Tan lejos de este mundo que me dio miedo hacerle volver, pensó—, tan ensimismado en sus pensamientos que no me he atrevido a cortárselos. —Hablando de pensamientos, ¡acompáñame! Salen al jardín que da a la parte trasera de Palacio. Eneko va delante y ella lo sigue. Caminan un buen trecho y Ainoa teme que el corazón se le vaya a salir por la boca, él va tan rápido que a ella le cuesta seguirle la marcha; aún no se ha recuperado de la caminata anterior. —Estos son los pensamientos de Irene —dijo el Conde, al pararse delante de un colorido trozo de tierra plagado de éstos. —¡Cuántas mariposas, mire! —dice señalando unos metros más allá—. Qué lugar más bello. Es maravilloso y le agradezco

127 que haya querido compartirlo conmigo. Esta zona no la conocía, a menudo paseo por el exterior pero nunca me alejo tanto de… —Palacio, iba a decir, pero se da cuenta de que mentiría, porque la casita del bosque está bien lejos y hasta allí ha ido en más de una ocasión—. Hablando de otra cosa, si no he oído mal, usted ha dicho los pensamientos de Irene, ¿por qué? —La Zinnia es la planta que atrae a las mariposas. Su color naranja es tan llamativo que revolotean despreocupadas, felices, ajenas a lo que acontece a su alrededor —Ainoa lo mira—. Y no estoy evadiendo la pregunta, y de hecho voy a contestarte ahora: un día llegué aquí, caminaba distraído, pensando en mil cosas y en ninguna. No sé, creo que me trajo un impulso, una intuición o la llamada del amor, ¡a saber qué fue! —calla, queda atrapado, recordando—. La encontré aquí —dice al cabo—, y le pregunté qué hacía, porque pensé que ya estaría llegando a su hogar. Me miró con su carita de Ángel, y respondió: «Necesitaba pensar en algo que está pasándome, y qué mejor sitio que aquí, delante de un plantel de pensamientos, ¿no piensa igual?». Me dejó mudo, . Una sonrisa de vergüenza se dibujó en su cara. Sin poder evitarlo le dio la risa, nerviosa, de timidez. Cuando la risa desapareció, Irene estaba tan nerviosa que no tenia control sobre sí misma, se disculpó diciéndome: «Espero que usted no se haya molestado, la sensación de caer en la redundancia me ha hecho gracia. Bueno, me avergüenzo de la reacción que he tenido y no volverá a pasar, eso se lo puedo asegurar». Relájate, le contesté yo, sé tú misma. Irene, eres simpática, graciosa y desenvuelta al hablar, me gustas mucho, añadí antes de decir: además, lo que has dicho me parece un enrevesado y exquisito trabalenguas, no es fácil hablar así de bien. Ambos reímos, ella lo hizo con tanta espontaneidad y naturalidad que me pareció la risa más bonita del mundo. Le dije que podía venir siempre que quisiera, que si era cada día mejor que mejor. —Ainoa entendió que él seguía enamorado, al hablar de Irene, los ojos le brillaban de una forma especial—. Irene estaba incómoda, muy incómoda, la pobre no sabía cómo colocar las manos y se las frotaba una contra otra. Y yo, que lo último que quería era verla así, le regalé este lugar.

128 —¿Cómo se puede dar una parte de algo que está integrado en un todo? —Simbólicamente hablando, lógico, pero desde el corazón. Querida mía, empecé a decirle, éstos, señalé la planta, de hoy en adelante serán tus pensamientos. Aunque me miró incrédula le divertía la situación, y yo añadí: los pensamientos de Irene, ¡qué bien suena! No sé qué pasó en mi interior, fue decir esto y notar una sacudida de los pies a la cabeza. Si lo sé, claro que lo sé, lo supe en el mismo instante, la amaba como sólo se ama una vez. —¡Qué bonito! —dijo al ver que éste se emocionaba. —Es algo misterioso, y a la vez maravilloso y fascinador y mágico; aún puedo verla tal y como la vi aquella mañana. Llegó ataviada con un vestido blanco, impoluto, bordado con diversas florecillas silvestres, tan diminutas como blancas, era largo, solo se le veían los tobillos pero estaba muy sexy. El momento sigue tan fresco en mi memoria, que me estremezco solo de pensarlo. Un líquido caliente recorría todo mi cuerpo, y más tarde lo supe, fue mi sangre, únicamente eso, que reaccionó como si estuviera viviendo su primera primavera. —¿Qué hizo, qué paso? —él había vuelto a enmudecer. —Nada de nada, ese día no pude decirle nada más a pesar de lo mucho que quería decirle, mi lengua parecía enredada en la maraña de información que recibía del cerebro. —¿Puedo hacerle una pregunta incómoda? —Sí, puedes preguntarme todo aquello que se te pase por la cabeza. Yo contestaré las que crea oportunas o necesarias, sólo esas, no me expondré más de lo debido. —Entiendo que quiera mucho a la hija que perdió, es de lo más normal pero, ¿por qué no se dedica a disfrutar del hijo que tiene en casa? —Buena pregunta, llegarás muy lejos futura periodista. No lo sé, supongo que me falta inteligencia. ¿Recuerdas el caso tan mediático de los cinco chicos que, “supuestamente”, violaron a una joven? —Asiente, preguntándose a dónde quiere llegar con esa historia—. Afortunadamente vivimos en una era en la que la mujer se ha puesto el mundo por montera y, gracias al avance o

129 desinhibición de éstas, el hombre no debería tener la necesidad de tomar a nadie a la fuerza, que lo uno no justifica a lo otro, no voy por ahí. Lo anómalo e irracional es que se siga mancillando a la mujer, y aunque sólo lo hagan los retrógrados y tarados, no debería pasar —Ainoa, perpleja, abrió mucho los ojos—. No me mires así que no me gusta, nada tiene que ver conmigo. Lo que trato de decir es que todos nos movemos por impulsos, y claro, no siempre son buenos. No estoy justificando lo que se supone que hicieron esos… Para mí me guardo lo que pienso de ellos, si lo hicieron, pero no hay atrocidad mayor. Es una barbaridad, tan grande, que todo castigo es poco. —Completamente de acuerdo. —¿Sabes cuál es el problema? —Ella mueve la cabeza, no tiene la menor idea—. Imagina que el mundo es una cadena y el ser humano el eslabón que la mantiene unida, que cada eslabón representa una cualidad o valor en el individuo, hasta aquí todo bien pero, año tras año, en estos últimos tiempos, el hombre está degenerando a una velocidad extrema; por eso es tan común el cohecho o la corrupción en la gente que debería dar ejemplo. Lo peor de todo es que se está sustituyendo los magníficos valores por los grandes defectos. Tras irse por los cerros de Úbeda, y esquivar la respuesta, pone un pie delante del otro y echa a andar. Ella lo imita, segura de que la próxima parada será delante de las zinnias. —¿Sabes el porqué de que todas sean naranjas cuando hay una inmensa variedad de colores? —dijo al levantarse, después de haberle cortado y entregado un ramillete. —¿Y bien? —¿Qué respuesta es ésa? —Que no voy a seguir manteniendo una conversación con alguien que elude los temas que no le interesan, me niego. Dijo que sería sincero conmigo, ¿dónde está la sinceridad? No la veo por más que miro. —Tampoco has contestado tú a la mía. —Imagino, y apuesto a que no me equivoco, que este era el color favorito de ella. También estoy segura de que usted mismo

130 mandó plantarlas, ¿me equivoco? —Él negó con la cabeza—. Y ahora ¿hará el favor de contestarme? —Eres tan insistente y perseverante que me recuerdas a mí de joven. No cometas los mismos errores que cometí yo. Nunca, por nada ni nadie, dejes que otros manden sobre ti. Y tienes una cosa muy buena a tu favor, personalidad, aunque a veces no es suficiente para plantarse o imponerse sobre las personas… —No acabo de comprenderle, usted cuenta muy poco y yo entiendo menos. —Que no consientas que nadie influya en ti, y menos en tus sentimientos, ni siquiera tus padres. Tú eres la única que decide, la única que puede actuar sobre ti, independientemente de lo que haga o diga el resto. —Mis padres siempre me han dado ese mismo consejo, me dicen que debo quererme, respetarme y valorarme, que nadie me haga sentir lo que no quiero. —Sabio consejo. Escúchales siempre y perdónales cuando se equivoquen, y lo harán, errar es un defecto común entre los mortales —Y perseverar en el error es diabólico, recordó que así seguía el dicho—. En cambio, saber pedir perdón es una virtud de pocos. Tus padres están hechos de otra pasta, buena gente, y por ello, el día que te pidan perdón, por lo que sea, concédeselo, se lo tienen más que merecido. —A veces tengo la impresión de que los conoce. —Soy un viejo con experiencia y altamente intuitivo, sólo eso. Y ahora, señorita interrogadora, contestaré a su curiosidad —Igual me tutea que me trata de usted, pensaba ella—. En casa, mientras ha vivido Cruella Judith —siempre vio a su madre en el papel de «Mala del cuento». De cualquier cuento o historia, la más mala entre las malas—, todo ha brillado por su ausencia: el respeto, las caricias, las risas y bromas, todo, la lista es infinita. Nunca me respetó, me ninguneó todo lo que quiso y más, ni me acarició, al menos desde que tengo uso de razón, y si no expresó amor hacia mí es porque no existía tal sentimiento. Yo tampoco me quedo atrás, no he sido un buen padre y me arrepiento, pero es difícil dar amor cuando nunca lo has recibido.

131 —Si usted quiere a Irene, como asegura querer, sabe bien lo que es dar amor. Por tanto, no lo entiendo, ¿puede explicármelo mejor? —Es distinto, muy distinto, en el momento que te enamoras ya no piensas en nada que no esté relacionado con la persona en cuestión. Vives en une nube musical donde las mariposas bailan al ritmo de tu corazón. Cada mañana, como tienes la certeza de que la verás, te levantas feliz y con el corazón galopante, pero al acostarte el corazón está triste y melancólico, suspirando porque amanezca de nuevo y tenerla entre tus brazos. Y vuelvo al tema principal para decirte algo importante: si no recibes el amor de tus padres, difícilmente sabrás querer a tus hijos. —No lo entiendo, un hijo siempre es un hijo. —A lo mejor no me he expresado con la suficiente claridad, aunque quieras a tu hijo por encima de todo, el bloqueo mental, causado por esa falta de cariño, complicará el desarrollo natural y aparecerán sentimientos de ansiedad o vacío; así he vivido yo. —Voy comprendiendo, hasta me hago una pequeña idea de la desgarradora historia que le ha tocado en suerte, la misma que ha destrozado la vida de todos los que la compartían con usted. —Recuerdo lo feliz que fui cuando Alan llegó a mis brazos, fue un regalo. Y aunque eligió el peor momento para nacer, era tan pequeño e indefenso que me prometí que sería el mejor de los padres. Pero su madre no era como Irene, ni de lejos, Irene era una persona que destilaba amor por doquier, más noble que toda mi familia junta, porque lo era de corazón y no hay mayor nobleza que la honradez. Si Brenda hubiera sido de otra manera le querríamos como se merece. Era frágil, sufría el síndrome de los seres atormentados —ella frunció el ceño, nunca oyó hablar de esa enfermedad—. Es una especie de mal que ataca al tipo de persona cuya única motivación, en su día a día, consiste en estar quejándose de lo desdichado que es y de lo mal que lo trata la vida, recurriendo a lo afortunado que es el resto de la gente. Las personas que crecemos sin el amor y protección de unos padres, de no ser que la fortuna nos sonría concediéndonos una pareja idónea, que nos valore tal y como somos, corremos el peligro de

132 ser rechazados y cometer los mismos errores —la mira y sonríe, aunque parece triste—. ¿Alguna pregunta más? —¿Qué le pasó a Brenda? —También sufrió lo suyo. Éramos dos almas atormentadas en los abismos de nuestro propio yo. Ella cayó en un profundo y oscuro agujero, y yo, en vez de tenderle una mano y ayudarla a salir, la doté de herramientas para que pudiera seguir cavando hacia abajo, más debajo de lo que ya se encontraba. Y no soy un buen ejemplo de nada ni estoy orgulloso de mi comportamiento, pero hecho está. Cuando te imponen a alguien, porque sí, pese a que mil veces has dicho no, nada bueno puede traer. —Siento no poder hacer nada para aliviar su dolor. —Tampoco es así, hablar contigo está ayudándome mucho. Mi vida antes de tu llegada era tediosa y repetitiva, siempre he estado fustigándome por lo que pude hacer y no hice, y también por lo que permití que hicieran los demás, quedándome con los brazos cruzados. Me he volcado y revolcado en los recuerdos y en el dolor que éstos me provocaban. Pero hasta aquí, desde que permito que salgan al exterior, los verbalizo solo para ti, el dolor es más llevadero y menos intenso. —Una duda que me ronda, y no se ofenda, ¿está seguro de que Brenda no le transmitió esa extraña enfermedad? —Seguro que sí, soy tan desdichado como ella. Pero lo mío es distinto, porque a pesar de haber vivido con demasiada pena y nada de gloria, mis mariposas siguen intactas, vivas dentro de mi estómago, revoloteando cada vez que ven a Irene. ¿Vamos al despacho y trabajamos un poco? —Sí, pero antes quiero decirle algo. Entré en el salón con la intención de despedirme, iba a dejar el trabajo. —¿Por qué? —se apresuró a preguntar. —Porque me siento superada. Hago de sus penas las mías y no encuentro el botón de desconexión. —¿A qué debo el cambio de idea? Me gusta tenerte aquí. —A eso mismo, tampoco puedo desconectarme de usted. —No lo hagas, no por el momento. Te necesito junto a mí —dijo cuando ya empezaba a caminar.

133 —Me gusta que me exprese sus sentimientos, y me halaga. Mis padres me dicen a diario lo mucho que me quieren, y ahora que vivo aquí lo hacen a través del teléfono, me llaman a diario. Se detuvo, cogió aire y lo soltó muy lentamente. De nada le sirvió, las lágrimas, dispuestas a dejarlo en evidencia delante de su hija, se deslizaron por sus curtidas mejillas. Ella lo mira, y al ver la debilidad en los ojos de su jefe, un extraño sentimiento de ternura la remueve por dentro. —¿Quiere estar solo? Parece abrumado. Puedo adelantarme unos metros. —No, ¡maldita soledad, que ha llenado mi vida de vacíos! Quiero tenerte cerca, tan cerca que puedas oír mis pensamientos o secretos. ¡Ahí va mi primer secreto! Maté a la Cruella Judith y lo hice lentamente, poco a poco, día tras día. Antes de irse debía sufrir lo insufrible y retorcerse de dolor, era mi premisa mayor. Esa mujer era tan lista como estúpida y me lo sirvió en bandeja de plata. «Quiero llevarme el cuerpo intacto al otro mundo», repetía a todo aquél que estaba a su lado. La muy ignorante lo dejó por escrito y ante notario, así me regaló la inmunidad para acabar con ella. —¿Cómo lo hizo? ¿Cuándo? —Más adelante lo sabrás. Solo te lo he contado para que no me taches de santo, lo último que quiero es darte pena, tampoco la merezco. ¿Ahora crees que soy un monstruo, un ser horrible? —Aunque fue una pregunta retórica, estaba preocupado por lo que pudiera pensar ella—. Cuando volví, y me la encontré tal y como está ahora, deseé con todas mis energías tener alzheimer, uno fuerte y contundente, de los que llegas al final sin sufrir los primeros síntomas. Quería morirme, pero soy un cobarde que no tuvo arrojo ni para quitarse la vida. —Creo que lo que os han hecho es la monstruosidad más grande que he oído. Su madre, porque es su madre aunque usted le dé el apelativo que le parezca, era la encarnación de todos los males, la perversión personificada, una persona de pensamientos malévolos llevados a la acción, transgrediendo el límite de la ley conscientemente. Y sabedora del mal que causaba, a ella solo le

134 importaba el resultado, que no era otro que quitarse del medio a esa chica. Su madre no quiso aceptar que una simple modistilla fuera Condesa de Balagué. Pesó más el qué dirán que la posible felicidad de usted, su propio hijo. Tiene sentimientos encontrados, muchas dudas. Después de tantos días junto a su hija no sabe qué prefiere, si morir y dejar de sufrir, o vivir y conocer a la mujer inteligente e intuitiva en la que se ha convertido su hija. Si no lo ha entendido mal, su hija acababa de decirle que no ha cometido un crimen, sino un acto de amor, aunque haya sido a través de una fría venganza. «Y si pese a todo me quisiera, ¿por qué morir? Después de contarle la historia de mi vida podría decirle que ella es la niña robada, mi hija. No lo sé, lo pensaré con calma. Estoy dejándome llevar por mis sentimientos sin tener en cuenta los suyos». Confundido por la mezcolanza de sentimientos que darán sentido a su existencia, flota en un mar de dudas. La hija, por ignorancia inconsciente, está incitándolo a perseverar ante la adversidad. Ainoa pensó en Brenda, “La gran desconocida”, en lo poco que sabía: aristócrata, inestable y frágil, sufría de problemas de salud mental. Recluida en un centro específico, para este tipo de personas, era todo lo que había oído. «Con la poca información que me ha dado, sólo puedo hacer conjeturas sobre el verdadero alcance de la problemática de ésta», se dijo. Nadie le contó que Brenda era muy influenciable y no tenía una personalidad definida; hoy pensaba una cosa y mañana otra muy distinta. Pero también era muy rebelde, y eso, sumado a las malas compañías con las que se dejaba ver, la llevó a caer en el mundo de las drogas, sufriendo una fuerte adicción a éstas. Pero era tabú y no se debía contar, y solo los estrictamente necesarios estaban al tanto. Quedó embarazada y decidió rehabilitarse; feliz y esperanzada por algo que no llegaría a cumplirse. Con el paso de los años, y los palos que fue recibiendo, recayó. Y a medida que su cerebro se adaptaba a la presencia de sustancias nocivas y letales, otros circuitos cerebrales se afectaron y modificaron. —¿Te apetecería…? —se arrepintió de lo que iba a decir.

135 Ella hace un gesto de cabeza, no se corte, acabe la frase que ha empezado, le dijo sin palabras. —No, afortunadamente dispongo de los reflejos necesarios como para discernir entre la tontez y la sensatez, al menos a día de hoy, porque el mañana es un misterio insondable como cada individuo. Soy un carcamal, sólo eso, un viejo que procura no decir muchas tonterías. —Pues mire por donde, quiero saber qué tontez iba a decir. —¿Te apetecería cenar conmigo? Quiero llevarte a un buen restaurante. Sé de uno donde podremos desconectar de lo que a cada uno nos afecta. «Qué habrá querido decir con lo de nos afecta», pensó. Pero estaba dispuesta a averiguarlo —¡Por supuesto, no se me ocurre mejor plan! La vida en su Palacio es más aburrida que la iglesia. A Eneko le dio la risa. —No puedo estar más de acuerdo contigo, a mí se me hacía tediosa —Antes de que vinieras a vivir conmigo, hija mía, quiso añadir. —Ahora que estamos en un momento de sinceridad, le diré que llevo días dándole vueltas a un tema, al de escribir su vida, y no creo que sea la persona idónea, carezco de experiencia y no lo haré bien, estoy convencida. —Hija, nunca menosprecies tu valía personal, los demás se encargarán de hacerlo. ¿Conoces a Máxim Huerta? —Personalmente no lo conozco. Pero leí un libro suyo: “La noche soñada”, una historia sobre la búsqueda de la felicidad y lo difícil que es conseguirla. Quedé fascinada. Me pasa algo que no sé si es normal o no, pero, tras leer un buen libro, me quedo como huérfana durante unos días. Por eso, entre uno y otro, dejo pasar una semana, es el tiempo que me dura el proceso de duelo. Hablo más que un sacamuelas. ¿Qué iba a decirme? —Nunca calles por no molestar, soy un experto en eso. A lo que iba, que a mi edad, si no cuento las cosas se me van de la cabeza. Una lectora de este gran escritor y comunicador, Remei es su nombre, si la memoria no me falla, le escribió algo similar

136 a esto: No sé si eres consciente de ello, pero tardamos menos en bebernos un café que en prepararlo, en leer un libro que en escribirlo, en cocinar un plato que en comerlo y en elegir un regalo que en darlo. Así que no vivas únicamente de los momentos que quieres, sino de los que tienes, y busca un regalo con amor, cocina un plato con paciencia, escribe un libro con tesón y ponle corazón al café que prepares, ya sea para ti o para otra persona. El tiempo es oro, y no esperes para tener que vivir, vive para no tener que esperar —toma aire—. Hasta aquí lo que dijo ella, y en lo esencial he sido fiel al relato. Ha pasado tiempo desde que lo leí y no puedo recordarlo al detalle, siento no ser tan preciso como me gustaría. Y si estás preguntándote qué quiero decir, yo te lo aclaro: no aplaces para mañana lo que puedas hacer hoy, vive cada día con la misma intensidad que vivirías el último, no pienses en el pasado ni en el futuro, sino en el presente, en lo que quieres y necesitas hoy. —Muy profundo. No me negará que es justo lo que no ha hecho usted, ¿verdad? —Yo no he podido ser feliz con las presencias, sino con las ausencias. Seguro de que nada volverá, fui feliz, esos momentos fugaces nadie podrá arrebatármelos. Y no, no estoy viviendo de los recuerdos, ellos hacen que pueda seguir viviendo, que no es lo mismo. Quizá me hubiera quitado la vida antes, quién sabe. Guardó silencio, reflexionando sobre lo que acababa de oír. —Sabrás hacerlo —ella frunció el ceño, preguntándose qué sabría hacer. Habían transcurrido unos minuto desde que él dejó de hablar y ahora que retomaba la palabra andaba perdida—. Lo de escribir, de eso te hablo. Tu exquisito talento y tu extremado gusto, convertirá mi vivencia en un excelente libro. La historia de pasión e intriga, con tintes melodramáticos muy próximos a un culebrón, la hilvanarás y coserás con mucho arte, tanto, que la convertirás en una historia llena de pasión y sensibilidad. Yo, lamentablemente no estaré para ver el magnífico resultado. Las circunstancias me apremian y los sucesos me apuran. ¡Qué más da! Soy un pobre desgraciado envuelto en una nube iracunda y tormentosa. Por eso siempre estoy de mala luna —De muy mala

137 leche, pensó—. Tú pondrás a cada uno en su sitio y cada cosa en su lugar. Hija, sé que puedo contar contigo y confió ciegamente en ti. Y haciéndome este gran servicio, la vida que te espera será tan diferente como justa. —¿Cómo puede estar seguro de algo que yo desconfío? —Si escribes como hablas y hablas como escribes, desde lo más profundo de tu corazón, te aseguro que serás la próxima receptora del premio planeta. Y si no es así es que ya no queda ética ni ecuanimidad de juicio en este mundo. Hija, no te diré que todo me importa un comino porque faltaría a la verdad, aún queda gente a la que quiero con todo mi ser. Pero a estas alturas estoy de vuelta de todo, de los chismes que circulan por Palacio, de las falsas sonrisas y hasta del qué dirán o pensarán sobre mí. Todo me la trae al pairo —pensó en ella y en su hijo Alan—. O casi todo. —¿Por qué se siente tan bien conmigo, apenas acabamos de conocernos? —Me das oxigeno. Estoy como pez en el agua, cómodo y seguro. ¿Sabes una cosa? —Ella negó con la cabeza—. Desde tu llegada no necesito los somníferos para conciliar el sueño. Y es maravilloso, porque por las noches es cuando más me atacaba el fantasma de su ausencia. Éste, se presentaba en mi inconsciente conciencia y atacaba mi mente con flashes que me dejaban roto, psicológicamente destrozado. Hija mía, te quiero siempre alerta, atenta a lo que pase a tu alrededor. El tiempo nos advierte de las maldades ajenas pero no nos proporcionas las armas necesarias para combatirlos; mejor anticiparse que contraatacar después. El bueno casi siempre pierde, me lo ha ido demostrando el tiempo. Habla tú y hazme callar, que cuando cojo la seguidilla no hay quien me pare. —¿Qué añadir? La vida le ha negado el derecho a ser feliz. Espero conseguir la justicia que merece con el libro que escriba —de repente, una violenta irritación sacudió su interior. Estaba indignada. Y cabreada porque la vida se ceba con unas personas y a otras le concede todos los privilegios, exclamó—: ¡¿Cómo y cuándo nació la maldad en el mundo?!

138 —Es intrínseco en algunas personas, les viene de serie o es el legado que reciben al nacer. De ahí aquello de… Líbrame de las aguas mansas que de las bravas me libro yo. Lo que hay en el fondo del corazón, de cada uno de nosotros, a veces está tan escondido que es muy difícil descubrirlo antes de que sea tarde. Un ejemplo: el hombre más encantador y pacífico del mundo, mató a su mujer dejando estupefactos a propios y extraños. —No puedo decir lo contrario, faltaría a la verdad. Siguieron conversando hasta que él le pidió un descanso, en el restaurante seguirían con la magnífica charla. Estaba sola, quedaba mucho tiempo hasta la cena. Sin saber en qué entretener las horas, decidió llamar a su amiga. —Hola. ¿Cómo va todo por ahí? —¡Qué alegría oír tu voz, ni la recordaba! —Rió de alegría, y añadió—. Ahora eres tú la que me tiene abandonada y tirada como… —a Marta le gusta dramatizar, y hacerse la mártir es su mejor papel—. Una colilla de cigarrillo gastado. O como dicen en el pueblo de mi madre: «Más tirada que perejil en maceta». —¡Cómo te gusta ir de víctima! —ahora era ella la que reía, y con ganas—. Y dejémonos de parafulladas que no conducen a nada y hablemos como las personas adultas que somos. —Nena, ¿pero qué han hecho con mi amiga? Perdona, pero te echo mucho de menos. Voy, respiro y me pongo seria —oía como Marta cogía aire. También como fue expulsándolo—. He dejado a Josué, justo hoy, hace una hora, diez minutos y treinta segundos. No lo merecía, no era ni sincero ni leal. Éste, lo mejor que podría hacer es dedicarse a la política, porque se olvida de lo prometido con una pasmosa rapidez. Ainoa, lo siento, no debí dejarte de lado por alguien que no merecía mi atención. —No pasa nada, para eso estamos. Si estás bien me alegro por ti, y si no lo estás, con el tiempo pasará. Yo sí que te quiero, mucho, y te añoro. Aquí aún me queda para un tiempo y no voy a poder empezar el curso contigo, pero me incorporaré cuando esto acabe y recupere mi vida. —¿Cómo, dejas la universidad por un trabajo bien pagado?

139 —Sólo la aplazo unos meses. Me pasarás los apuntes, ya lo he hablado con mis padres y están de acuerdo con mi decisión. Cuando regrese, que será lo antes posible, lo haré como llegan los bebés, con un pan debajo del brazo. Pero el mío será mejor, porque vendrá relleno de jamón del bueno. Marta, amiga mía, la historia que compartiré, con todo aquél y aquella que se atreva a leerla, será increíble a la vez que verdadera. Voy a ser escritora antes que periodista, ¿puedes creerlo? —No me cabe la menor duda. Allá donde vas destacas, por eso me relaciono contigo. El que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. A mí me gusta rodearme de buena compañía, de gente de buenas costumbres y excelente educación. El Conde es igual que yo, no tiene un pelo de tonto. Es un perro sabueso con un olfato súper desarrollado, por eso se fijó en ti. Destacas por tu personalidad, tu inteligencia y tu carácter. ¿Qué dices tú? —Que ha sido el azar, la buena suerte o el destino, ¿qué si no? —¡Mis cojones! Ese hombre tiene ojos en todos lados, te lo aseguro. Mandaría a algún lacayo, de los muchos que tiene a su disposición, a salir de safari y no volver hasta obtener la mejor de las presas. Tú eres la presa. —Me gusta cuando das rienda suelta a tu vena creativa. Tú deberías ser la que diera forma al libro, complejo y complicado, por otra parte. —Las dos sabemos que mi creatividad dura lo que dura un buen revolcón. Sale de dentro a fuera, y yo me disperso con tal facilidad que rara vez me dura más de una hora. Necesitaría dos vidas para acabarlo. No sé echar el freno y escuchar lo que dice mi interior. Hablaron durante un rato más, de lo que le gustaba a la una y le preocupaba a la otra. Al despedirse, lo hicieron mandándose besos. Siempre han sido como uña y carne, inseparables. Mientras cenaban, él le explicó que su madre lo tuvo a los diecinueve años, pero su padre ya tenía los cuarenta. También le aseguró que lo que peor llevaba era no tener a Irene junto a él y no poder dormir abrazados todas las noches. Y no haber tenido

140 la oportunidad de ver crecer a su hija, a la que quería con todo su corazón, le había llevado a la determinación de querer morir por ella. —Puede desarrollarme eso, por favor —dijo sorprendida. —No puedo darte todas las respuestas, por ahora no. Pero, tras mi partida, te haré llegar una extensa carta. En la cual, con todo lujo de detalles y verdades, revelaré quién es y el porqué de mi silencio actual. —Vale. Me ha hablado un poco de la familia pero no me ha dicho nada sobre Alan. ¿En qué lugar queda él? —Está de buen humor y nunca se me presentará otra ocasión como ésta. Debo averiguar dónde anda sin levantar sospechas, pensó. —Eres la segunda persona a la que le abro mi corazón. Me has visto llorar, ¿tú sabes cuánto tiempo hacía que no lloraba o cuánto tiempo he mantenido bloqueadas mis emociones para no morir de dolor? No lo sabes, por fortuna o desgracia sólo lo sabe la persona que lo sufre. Y ya que te empeñas en hablar de Alan, mi hijo es un punto y aparte, alguien peculiar, muy distinto a las personas comunes. Sólo sé, y estoy totalmente convencido, que jamás amará a nadie sobre todas las cosas. Mi chico, aunque me duela admitirlo, carece de esa magnífica virtud. Y esta vez no lo digo a modo de crítica, para nada, me alegro enormemente. Éste no va a sufrir por amor o desamor, él sólo se preocupa de que la paga le llegue a tiempo. Se sentía decepcionada, había aceptado la invitación porque le apetecía salir de la rutina cotidiana, pero también, y eso fue lo que la impulsó a decir que sí, porque pensó que su jefe, después de beberse unas copas de vino le hablaría de lo que le importaba a ella. Eneko, acabó con el vino que le quedaba en la copa y se fue al pasado.

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Se despertó en una cama que no era la suya. La reconoció enseguida, era la habitación de su madre. Se sentó en la cama y se preguntó qué hacía allí, en el Palacete de Bruselas y sin saber cómo había llegado. Con ímpetu retiró el cubrecama, la sábana, que seguía pegada a su cuerpo, le impidió salir a toda prisa de la habitación. Necesitaba explicaciones y alguien debía dárselas. —¿Puedes hacer menos ruido? Estoy resacosa, querido. «¿Quién es esta tía?», se pregunta. «¿Qué hacemos aquí, los dos juntos?». Recuerda a Irene, tenían un plan de fuga. «¿Cómo he acabado aquí con esta…». —¿Quién eres y qué hacemos aquí? —¿Seguro que no recuerdas nada? —se ríe. —No estoy para muchas gracias, ¡responde! —Amnesia alcohólica, eso es lo que tienes. ¡Menuda resaca la tuya! Hola, soy Brenda, y mis apellidos, aunque importantes, son irrelevantes en estos momentos. —Encantado —le tendió la mano—. Supongo, no lo sé. Ella rió. Pero en cuanto vio la cara que ponía él… —Llevamos casados prácticamente una semana. ¿Ya te has olvidado de mí? ¡Qué rápido pasa la luna de miel! El cuento no es como me lo contaron, mi príncipe se ha dado mucha prisa en volver a ser sapo. —¡No me van las bromas, y menos las de mal gusto como ésta!

143 Lo último que recuerda es que se vestía para salir a recoger a Irene. Iba a llevársela lejos, a un pueblo deshabitado en el que los tentáculos de su madre no tuvieran alcance. —Nos conocimos en España, en una fiesta que tu madre dio en palacio. Nos emborrachamos e hicimos el amor varias veces. Eres un fuera de serie en la cama, pero imagino que estarás muy acostumbrado a que te lo digan —Eneko, cansado de los elogios o mentiras, la apremió con la mirada—. Voy, querido mío, no te sulfures. Te arrodillaste y me pediste matrimonio, fue bonito, lo reconozco —él abre mucho los ojos, atónito—. Sí querido, eres todo romanticismo, y no abras tanto los ojos que los perderás. Y aunque la tradición indique que se debe entregar un anillo con una piedra, y cuanto más grande es la piedra más grande es el amor que se ofrece, tú, querido Eneko, te lo saltaste a la torera. Bien sabemos el compromiso que conlleva dicho acto, y aún así acepté, nada puedes reprocharme, soy una mujercita obediente. Dos días después, porque tú no querías esperar por más tiempo, nos casamos. Nos casamos y nos trasladamos aquí, a mi amado país, y colorín colorado este cuento se ha acabado. «¡Qué está contándome!», exclamaba para sí. «Es mentira. ¡Cómo iba a olvidar algo así!». —Cuando te canses de decir estupideces inverosímiles, me cuentas la verdad. Eres una meretriz, ¿verdad que sí? Mi madre, ella ha sido la que te ha contratado. ¿Dónde está Irene? Quiero ver a mi madre, ¡ahora, ya! —Es de pésima educación llevarte a una mujer de luna de miel y preguntar por otra. No sé quién es esa tal… ¿Irene? Y la verdad es que tampoco me importa. No soy nada celosa, eso lo dejo para las inseguras. Soy una mujer que pisa firme. Eres mi esposo, legalmente, firmado y consumado —llora en silencio—. Has cumplido cada día y cada noche sin excepción —se tragó las lágrimas que le llenaban la boca, también el dolor que sentía y siguió explicándole—. También alguna tarde que otra, o casi todas, en la cama sí sabes quién eres y qué haces, ¡digo que lo sabes! Y de tu mamá, mi feliz suegra, sí que tengo respuestas para darte. Está aquí, en el Palacete y en la habitación del otro

144 extremo, pasando unos días con nosotros. Su pretensión es la de afianzar los lazos familiares antes de volver. Los consuegros se llevan fenomenalmente, todo va a las mil maravillas entre ellos. Ojalá tú y yo… —¡No hay ningún tú y yo! —gritó él—. Quiero dejar claro, desde ya, que no sé qué ha pasado, te lo prometo, no lo sé. Pero lo que pasará de aquí en adelante sí lo sé: no volveré a tocarte un pelo, si es que lo he hecho en algún momento, ya no creo nada de nadie. No sé cómo he llegado al Palacete ni cómo hemos acabado juntos. O si eres la inocente que aparentas o la culpable que imagino. Eso sí, y de esto puedes estar bien segura, ni cohabitaremos ni compartiremos cama, jamás. En el supuesto de que haya pasado, porque no recuerdo absolutamente nada. —Supongo que… un hombre de tu posición y cultura, por lógica sabe que la excesiva ingesta de alcohol interfiere con los receptores del hipocampo que transmiten el glutamato. O dicho de otra manera: hagas lo que hagas, estando en tal mal estado, tu mente no generará ningún recuerdo de ello; lagunas mentales, lo mismo que le pasa a los alcohólicos. —Perdona la pregunta, ¿te drogas? Por más que lo intentó, estrujándose la mente, no recordaba nada. Su cerebro no había guardado imágenes de lo ocurrido, no existía absolutamente nada de lo que ella aseguraba y aseveraba. Se tocó el estómago, lo tenía revuelto y le entraron ganas de ir a vomitar, e hizo un gran esfuerzo para no salir corriendo y pensó en Irene. Le dolía no saber de ella, y de repente, un pinchazo en el interior de la cabeza le dijo que estaba a punto de estallarle. —¡Y tú! Anda que no hemos compartido porros tú y yo. Y lo que no son porros también. «Esto es una deformación onírica, sí, no me cabe la menor duda. En cuanto me despierte acabará, estoy convencido». Fue a pellizcarse y… —¡¿Qué broma macabra es ésta?! —Gritó cuando el agua que contenía el vaso, que había sobre la mesa de noche, impactó sobre su cara. Brenda, fuera de control, acababa de tirársela. Él despertó de golpe, aunque no del sueño que esperaba, sino de la mayor de sus pesadillas.

145 —Lo que Dios ha unido… —¡Muérete! Sale a toda prisa, en paños menores, la rabia lo ha cegado y no ha visto las pintas que lleva. Después de buscarla por aquí y por allá, la encuentra en el salón. Sentada en el sofá, con el rostro relajado, parece contenta, feliz de haberse salido con la suya. Tiene los ojos cerrados y por esa razón no advierte la presencia de su hijo. «Me muero de ganas de darle su merecido», pensó mientras se acercaba. —¿Qué diantres está pasando, eh, dímelo ya? —Le gritó—. ¿Dónde se encuentra Irene? —volvió a alzar la voz. —La gente de nuestra posición nunca levanta la voz, es una falta de respeto, síntoma de la mala educación recibida. —¿Qué has hecho, mamá? —dijo en voz baja, susurrando. —Poner las cosas en su sitio, en el lugar que correspondían. Te lo advertí, no sé de qué te extrañas, hijo —le hablaba con la pasmosa tranquilidad del que planea una cena familiar sabiendo que tiene el éxito asegurado—. Te dije: o lo arreglas tú o lo haré yo. Sólo he cumplido con mi palabra, desoíste una orden y me obligaste a actuar, ni más ni menos ni menos ni más. ¿Y qué tal está Brenda? ¡Ella sí que es un pedazo de mujer! No sé qué le das, pero la tienes loquita. —Mamá, por lo que más quieras, ¡cuéntamelo todo! No te hagas de rogar, ¡dímelo! Con la misma frialdad que lo hace todo, le pone una cámara de video en las manos. Eneko la abre, pero tiene miedo a que se le caiga, sus manos tiemblan como si padeciera de Parkinson. Y cuando logra darle al botón de play, pregunta aterrorizado: —¿Está viva? —se ha quedado lívido, descompuesto, acaba de ver a Irene estrellándose en el suelo. —Viva, lo que se dice viva, está. El infortunio nos pone a prueba a todos y ella no la ha superado. Es normal, ¿dónde se ha visto que se mezcle la purria con los privilegiados? —Eneko no puede reprimir las lágrimas y baja la cabeza para que su madre no las vea—. Lo lógico y normal, es que cada oveja esté con su

146 pareja. No se puede mezclar el agua y el aceite, ni el alcohol y los antibióticos ni la luz con las tinieblas. Mira, hijo, no quisiera ser mala persona, de hecho no lo soy, por eso ella está en buenas manos, cuidada y mimada al detalle —¿Puedo verla? —dice con voz melosa. A nadie le gusta que le interrumpan cuando habla, pero a su madre no solo le molesta, sino que la enerva. De pequeñito ya le decía que no era el centro del mundo, y que no se atreviese a interrumpirla ni a dejarla con la palabra en la boca, nunca, si no, recibiría un castigo ejemplar. La madre le dedica una mirada dura, muy dura, como si le perdonara la vida. —¡No! Ni lo… —ve el odio reflejado en los ojos de su hijo y piensa: Suaviza un poco el tono—. De momento, y no sé por cuánto tiempo, lo que me pides es del todo inviable. Tengo más videos que enseñarte, lo haré. Irene está en coma, pero no sufre. Hagamos un pacto familiar: tú me das un heredero, y yo, en el mismo momento en que Irene salga del coma, dejo que vuelvas a España. ¡¿Qué me dices?! Creo que el trato es justo. —Quiero verla ya. ¡Ayer mejor que mañana! —El dolor es inevitable pero sufrir es opcional. No escojas la vía equivocada, por favor. Eneko, la irracionalidad es el peor enemigo de aquél que quiere negociar algo —sacude el sofá—. Ven, siéntate a mi lado y lo hablamos con tranquilidad. —Estoy bien así, gracias. —Como quieras, no voy a insistir. Mañana vuelvo a España y tú te quedas aquí, cumpliendo tu parte del trato —Eneko abre la boca, piensa decirle que no está de acuerdo, pero su madre se adelanta, y habla ella—. No puedes hacer otra cosa más que ésa. Por mucho que te empeñases o lo intentes, los hombres de negro te vigilarán día y noche sin descanso. Imagínate que estás en un bunker, porque no vas a poder salir de aquí hasta que yo tenga lo que quiero. Los hombres de negro son los vigilantes de seguridad que trabajan bajo las órdenes de ella, perros fieles y guardianes con

147 más músculos que cerebro. Y tan temibles, que la Condesa tiene la tranquilidad de que su hijo no dará ningún problema. —No pienso acostarme con esa chica. ¡Nunca lo haré! —Un poco tarde para tener esta absurda rabieta, ¿no crees? Lo has hecho, y no sólo una vez, sino muchas. Según cuenta, y me lo creo, tienes un apetito voraz, salvaje. También los delirios más locos que Brenda ha conocido nunca. Dice que estar junto a ti es como vivir en el paraíso, que se siente totalmente nueva. Y yo soy feliz por vosotros, me enorgullezco de ti, hijo mío. No lo estropees con un ataque de infantilismo tardío, por favor. —¿Cómo lograste traerme hasta aquí? —Con lo indispensable para anular tu voluntad. Una madre hace lo que sea por el bienestar de su hijo, caiga quien caiga. Ahora entendía el empeño de su madre, la insistencia para que se tomase un café. No un café, sino aquél café, a deshoras y sin ganas. Pero la forma de hablarle fue extrañamente amable, y él, que tenía prisa por salir, se lo bebió muy rápido, de un trago y sin sospechar nada.

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—Y ahora, ¿te ha merecido la pena soportar mi compañía? —dijo Eneko al acabar el relato. No tenía ninguna intención de hablarle de sus penas cuando le hizo la propuesta de llevarla a cenar, pero intuyó que no se lo pasaba bien, no estaba todo lo contenta que debía y no le quedó otro remedio. Absorta, embelesada y entregada, ha escuchado a Eneko, y la naturalidad con la que describe las escenas más trágicas de su vida, o el calvario que le ha tocado vivir, le han dejado los pelos de punta y el corazón encogido. No se puede comparar con nada de lo que ha vivido ella y se siente privilegiada, ella tiene a los mejores padres del mundo, son geniales. «¡Cuántas penalidades ha pasado! Pobre hombre. ¿Cómo puede una madre manipular o ningunear al hijo, pretendiendo cambiar el destino de éste? Y él, ¿cómo permite que ésta logre su objetivo?». La cabeza le daba vueltas de tanto pensar, y quiso contestar a la pregunta que él le había formulado, pero los pensamientos no la dejaron. No, no podía ponerle freno al ataque que estaba sufriendo y se dejó llevar. «¡Cuántas pesadillas vividas, cuánto miedo pasado! No me cambio por Eneko ni por todo el oro del mundo. Imagino sus noches en vela, deambulando por Palacio, urdiendo la muerte de su madre. Esa odiosa persona, o mejor dicho, ese animal que sin la más mínima compasión ni comprensión, destrozó la vida del único hijo que tenía. ¿Cómo se puede ser tan miserable, tan ruin o mezquino? No alcanzo a entenderlo». Al pensar en su jefe en

149 el papel de hijo, le vino a la mente Alan. «¡Otro que tal, menuda familia de cobardes!». —Ainoa, querida hija, ¿estás bien? ¡Reacciona! —Sí, todo lo bien que se puede estar tras oír semejante… Y sí, siempre, en todo momento, no concibo mejor compañía que la suya. —¡Qué buena actriz eres! Y te lo has pensado mucho para acabar diciéndome una mentira piadosa. No importa, hija, a ti te lo perdono todo. Le dedica una amplia y generosa sonrisa. Ella la recibe con agrado. Se siente muy a gusto en compañía de su jefe. Cada vez que él habla, ejerce un magnetismo inexplicable sobre ella. —Me hizo una oferta inigualable. ¡Cómo rechazarla! No, ni loca. La servidumbre me mira recelosa y el aire de Palacio huele a… —¡Calla insensata! Exclamó para sus adentros. —¿A qué huele? Nunca dejes una frase a medias, al menos conmigo. Tampoco empieces nada de lo que no estés segura de poder defender a capa y espada hasta las últimas consecuencias. No me gustaría que acabaras como yo, siendo un perdedor. —Huele a frustración, a infelicidad, a desesperanza, a poca vida y a exceso de muerte. Y por no extenderme más, porque no acabaría, huele a todo menos a hogar. —Ves por qué te contraté a ti y no a otra. Por el gran olfato que tienes. Lo has bordado, hija mía, no vivo en un hogar, sino en una maloliente prisión. —Al final, y de tanto llamarme hija suya, creeré que soy yo la que busca. Eneko, aunque temblaba por dentro, rió a carcajadas. —Me gusta tu gran sentido del humor. Y no me importaría que fueras tú. Eres tan parecida a ella que… —¡Cuénteme! —No abuses de mi confianza. —Le estoy muy agradecida por la gran oportunidad que me ha dado. No le defraudaré, lo prometo, aunque creo que eso ya se lo había dicho antes, en otra ocasión. El capítulo de hoy no lo he grabado, no me avisó y no cogí la grabadora.

150 —Sí, sí lo has grabado. Cuando lo necesites solo tienes que buscarlo en tu memoria. Ahí queda registrado todo lo que afecta a nuestra persona, también lo que nos importa de verdad —ella hace un gesto con la cara, incrédula, no le parece fácil recordar todo lo que ha escuchado esta noche—. Sé lo que te digo, hablo con conocimiento de causa, tengo mi vida grabada a fuego en la memoria y una bella historia de amor en el corazón. He tomado una decisión —iba a cambiar de tema de conversación y quiso hacerlo de una manera graciosa—: no llamarte más hija mía. Sí, no vaya a ser que te dé por reclamar —Ainoa abrió los ojos como platos. ¿A qué viene ahora semejante tontería?, se preguntó—. Eres mayor que Alan, la primogénita. Sois de años diferentes pero os lleváis meses, menos de un año. —¿Cómo reaccionará él cuando sepa…? Si piensa que todo es para él, y tanto le gusta el dinero, menudo chasco se llevará. «Me acabas de poner en un apuro, hija. ¡¿Cómo contestar preguntas difíciles de forma inteligente?!», pensó. —No sé. Mi hijo es tan impredecible y sensible como una bomba de relojería. Esboza una tímida sonrisa, su jefe tiene razón. Sabe que él la dejó para seguir disfrutando de la libidinosa vida que lleva, la que realmente le gusta y la nunca tuvo intención de dejar atrás. Se sintió más tonta que nunca, pero estaba muy enamorada y no podía sacárselo de la cabeza. —Cuando lo crea oportuno, hábleme de su hijo y de lo que debo contar de él. Imagino que él también tiene un papel en esta historia, ¿no? —Todos tenemos uno, sí. Cada cual desempeñará el que le corresponda, no dejo nada al azar. ¡Se acabó el trabajo por hoy! Por más que lo intento no hay forma de hacerte desconectar. Me da en la nariz que estás enamorada, ¿me equivoco? «Si creía haberle dado al botón Off, ha hecho lo contario al hacerme la pregunta, ha pulsado el botón On», se dijo para ella. —¡Qué más le da! Precisamente no me paga para hablar de mí —contestó un poco malhumorada.

151 —Sí, sí que me da, me afecta. Me preocupa que te cuelgues de alguien que no te merezca, hay mucho capullo suelto, más de los que te puedas imaginar. Se ha puesto de moda aquello de, te quiero porque te exhibo con orgullo pero mañana te doy puerta y exhibo a otra que esté menos vista. —Te veo muy puesto en las relaciones modernas, y gracias por preocuparte tanto por mí —lo tutea, y aunque pocas veces lo hace, piensa que el respeto no está reñido con la familiaridad—. Aún así, ya soy lo suficientemente mayorcita como para saber cuidarme solita. —Perdone, no estaba en mi ánimo ofenderla. —¡Perdóneme usted! Primero por haberlo tuteado, cosa que no debería haber hecho y me arrepiento; no somos amigos, sino empleada. Y segundo y último, por ser tan desconsiderada y tan maleducada. Usted preocupándose por mí, sin tener obligación, y yo, ¡estúpida de mí! En vez de agradecérselo, voy y le echo a los perros. Consciente de la risa encantada que bullía en su pecho, se preguntó cuánto tiempo hacía que no se reía de verdad, desde lo más hondo de su ser. Esa risa que sale a borbotones y que ya no puedes contenerla. Y dejó de estrangularla y guardársela para él y la dejó salir. Ella, ignorando qué le hacía tanta gracia a su jefe, no pudo evitar el contagio. —Hacía mucho tiempo que no me reía con ganas, tanto que ni lo recuerdo. No me he reído de ti, te lo prometo, sino contigo. Ha sido gratificante. Muy reconfortante, fenomenal. —Mi madre asegura que la risa es muy buena para la salud. Y los médicos dicen: según el estudio realizado, la risa aumenta el flujo sanguíneo y disminuye el azúcar en sangre. Por si fuera poco, también estimula el consumo de calorías y disminuye el dolor. Supongo que actúa sobre lo físico y lo psíquico. —Seguro que tu madre tiene toda la razón, aunque a mí me quedan pocos motivos para hacerlo. Mañana descansaremos los dos. ¡Fiesta! Te librarás de mí por un día. Aunque no me alegro tanto como tú, que seguro que lo emplearás en pasarlo bien. Yo,

152 en cambio, debo ir a hacer gestiones con Aleix. Te lo tienes bien merecido, disfrútalo por los dos. ¿Qué harás, si puede saberse? —Darme un chapuzón en la piscina, tomar el sol y leer un poco. En definitiva, descansar. —¿No vas a aprovechar para ir a ver a tus padres? Pensaba darte dinero para un taxi. —Esta vez, no. Y no me pregunte el porqué. —¡Amén! Si todo está dicho, podemos ir en paz.

A las diez de la mañana se despierta. Malhumorada, porque no se durmió hasta bien tarde y no recuerda qué hora era, pero sí las vueltas que dio en la cama y fueron muchas, se levantó para darse una ducha. El agua tibia había corrido por su cuerpo durante minutos, giró la manecilla del grifo al lado contrario y en unos segundos el agua empezó a salir fría. Enseguida se sintió bien despierta, y su mente, amodorrada hasta ahora, se agilizó. Vestida con un vaquero corto, con los bolsillos asomándole por debajo del pantalón, a la última moda, una camiseta ajustada y una gorra marinera de color negro; complemento de moda que ha revolucionado Instagram, salió por la puerta con destino a la casita del bosque, allí podría pensar y leer o viceversa. Busca la llave. Y al abrir la puerta se extrañó, las ventanas estaban abiertas y las persianas subidas hasta arriba. Pero no dio mayor importancia, a veces, la encargada de airear la casa no las cierra hasta bien entrada la tarde. «Me habré ido antes», pensó. —¡Guau, qué pantaloncito lleva mi niña! —sobresaltada se gira—. Te hace un estupendo culo, el que tienes, por supuesto. Y qué decir del resto. ¡Madre del amor hermoso! —No te molestes en piropearme. Ni malgastes saliva, estoy vacunada. Soy inmune y no me afecta nada que venga de ti. Abre de nuevo la puerta, con la intención de marcharse. —¿Te vas? —No debí venir. Creí que no habría nadie pero veo que me he equivocado. Últimamente me pasa a menudo, justo desde que te conocí a ti. Me preocupa, los errores empiezan a formar parte

153 de mi vida y no quiero que se conviertan en una constante. Debo remediarlo antes de que sea crónico e irreversible. —No debes justificarte, no lo hagas. Me alegro de verte. Te he añorado día y noche sin descanso. ¡Qué agotador es el amor! —Eres un embaucador y lo sabes, Alan. Si lo que pretendes es vender tus fallos como virtudes, te equivocas de persona, no trago ruedas de molino. Ni siquiera lo intento. Adiós. La agarra de la cintura del pantalón, girándola hacia él. —Hablemos. No te vayas, por favor. ¡Quédate! En alguna cosa deberemos estar de acuerdo, ¿no? En algo coincidiremos tú y yo, estoy convencido —Ella se encoge de hombros—. Vamos bien, en algún punto del camino nos encontraremos. Ven. La coge de una mano y la lleva a un extremo del salón. Ahí la deja, de pie, apoyada en la pared. Ella fue a replicar, esperaba otra cosa, pero no pudo hacerlo porque él le puso un dedo sobre los labios. —Shhh… Calla y sígueme la corriente. Camina despacio hasta el otro extremo, el que queda frente a ella. La mira a los ojos mientras se coloca en la pared que ha elegido para él, recto, erguido, desafiándola. —Camina hasta la mitad —le dijo casi en un susurro y con voz dulzona. No podía dejar de mirarlo mientras obedecía la petición de éste. No sabe qué ocurrirá, pero está excitadísima. —¡Stop! —dijo él, cuando calculó que ella había llegado a la mitad del recorrido—. Ahora me toca a mí. Se encuentran en el centro, nerviosos por igual. Él la agarra del mentón, le roba un beso. A ella le está muy rico, pero le sabe a poco y no piensa confesárselo. —¡Lo sabía, sabía lo que buscabas! Cómo odio tener razón, no tienes remedio —exclamó tras saborear la miel de los labios de él. —Cómo me pone verte enfadada. Estás guapa a rabiar, eres lo más bonito de mi vida. Vuelve a besarla.

154 Se agarra al cuello de él, muy fuerte, no quiere perderlo de nuevo. Durante minutos, Alan alternó los besos con miradas, como si estuviera evaluando su capacidad de control. O la de ambos, porque a ella también le costaba resistirse. Se sentía como chicle estirado al límite, a punto de partirse en dos, ya no podía esperar más y se preguntó: «¿Qué hago, ella parece receptiva?». Y le dio un beso abrasador. La notaba tan entregada como lo estaba él y metió los dedos entre su pelo, le ladeó la cabeza para mantener un contacto más profundo y volvió a besarla. Los besos dieron paso a un mutuo mordisqueo, ella a él y él a ella, se deseaban. Él ya tenía tensos los músculos y dura la hombría, muy dura, y necesitaba avanzar, pasar al siguiente plano. Pero no quiso precipitarse y siguió con lo que estaban, jugando al juego del amor. Cuando le hizo ademanes para que se quedara sin ropa, ella obedeció sonriendo. ¡Cómo la desea! ¡Cuán loco está por ella! Y por su esbelto cuerpo y por sus sabrosos labios y por todo lo demás. Ha pasado muchos días en soledad, la más espantosa de las soledades, lejos de lo que quiere; la increíble y dulce criatura que ha hecho que pierda la razón. Se pegaron el uno al otro, cara a cara, cuerpo a cuerpo con las respiraciones entremezcladas. Ainoa tiene la piel blanca por falta de sol y él está más moreno de lo habitual, y ese delicioso contraste aumentó la fiebre de él. Ainoa, harta de cuestionarse lo que está bien o mal, se deja querer porque le ha perdonado. Y quiere acariciarlo, saborearlo, consumir, aprender y saber todo lo que él pueda enseñarle. En contrapartida, Alan, el tiempo que pasó separado de ella, comprendió que ya no necesitaba la diversión para vivir. Había descubierto algo que lo motivaba y lo gratificaba más, el amor y la pasión. También es cierto que no perdió el tiempo en llorar su ausencia, y hasta que averiguó el mal que sufría, anduvo de casa en casa y de cama en cama, siempre acompañado de chicas con cuerpos de infarto.

155 Cogió el pecho de ella con exquisita delicadeza, él, que era más bruto que un arado. Ella, al sentir la mano de él paseando por esa zona, gimió de placer, alucinada por el giro que estaba dando su día de mierda. —Tienes piel de Ángel, ¿lo sabes? —sigue acariciándole el pecho. —¿Qué es piel de Ángel? —contesta entre gemidos. —La que tienen los bebés al nacer: tierna, inmadura, fresca, sabrosa e irresistible. De ahí que sintamos la tentación de darle un mordisco, cada vez que tenemos uno cerca. —¿Te gustan los niños? —sorprendida, acababa de caer en la cuenta de que lo desconocía casi todo de él. —Siempre que tú seas la madre, no lo dudes. —Una pregunta más antes de seguir… ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de actitud? La besa, mueve la lengua y explora su boca, y percibe un dulzor que lo marea de deseo. Sigue jugando con la lengua, y va pasándola por el pecho, de un lado a otro y vuelta al principio. —Stop —susurra ella—. Se acabaron las evasivas. Contesta a mi pregunta. —Hice una larga lista, más de lo que imaginé al principio, y en el lado derecho fui anotando lo que ganaba con mi soltería y en el izquierdo lo que perdía sin ti. No hace falta que te diga qué parte ganó, ¿verdad? Estoy aquí por ti, he vuelto sólo por y para ti. Te quiero. Qué extraño suena saliendo de mi boca. Ainoa, tú eres la primera a la que se lo digo, pero eso no es lo que importa realmente. Lo verdaderamente importante es que el sentimiento, tan profundo y verdadero, es nuevo para mí; la primera vez que lo sufro —ella le da un suave codazo en las costillas. Y Alan se pone las manos en ellas, fingiendo que le duelen—. ¡Qué bruta eres, me has hecho daño! Y no te burles de mí que ha sido mi primera experiencia. Es algo… No puedo explicarlo. Tampoco puedo entender cómo he podido vivir sin sentirlo. Maravilloso sentimiento donde los haya. Sólo de pensar en ti, bella mía, me dan temblores. Eso es amor, ¿no? Se lanzó a su boca y lo besó como jamás había besado.

156 —Te quiero, Condesito —sonríe—. Así te llama Marta, mi mejor amiga. Lo he dicho sin pensar y espero que no te moleste. —Por supuesto que no, futura Condesita. —Me has llamado futura Condesita. ¿Estás declarándote? —Eres la criatura más perfecta de toda la creación, después de mí, por supuesto —suelta una risita—. En serio, puedes estar bien segura. Eres sencillamente deliciosa, y sí, estoy pidiéndote que pasemos el resto de nuestras vidas juntos. Quiero conocerte, saber qué te hace disfrutar y dártelo. Su mirada se ensombreció de repente. «¿Qué le pasa?», se preguntó ella, mientras su corazón se aceleraba por momentos. —¿Ocurre algo que deba saber? —dice con voz temblorosa. —Mi padre nunca aprobará nuestra relación. Piensa que no sirvo para nada, que soy un inútil y que haré infeliz a la persona que tenga la desdicha de tropezarse conmigo. Es evidente que a ti te quiere más que a mí, a pesar de que yo soy su hijo y tú una completa desconocida. ¿No es increíble? Seguro que tú también te has dado cuenta, porque no hace nada por disimularlo. No es que necesite su bendición, pero tampoco quiero disgustarlo. Le quedan dos telediarios, dejémosle que los disfrute. Ainoa le acarició la mejilla y él la besó. —Te propongo un trato: de momento no le diremos nada a nadie, y cuando mi padre se marche, que desgraciadamente será muy pronto, te llevaré a Paris —tiene sentimientos encontrados, por una parte está feliz por lo que él le ofrece, pero el precio que pagará por ello es muy doloroso—. Allí, bajo la torre Eiffel, me arrodillaré y te pediré matrimonio. ¿Qué dices? —Que te quiero, que no puedo vivir sin ti y que el padre no es mío, sino tuyo, por tanto, tomes la decisión que tomes, voy a apoyarte al cien por cien. Con que me quieras y seas sincero con tus sentimientos, me basta. Deseándola de un modo desesperado, la tumbó en el sofá y se arrodilló ante ella. Besó su vientre, y lo acarició con la lengua mientras con las manos recorría las piernas en busca de lo que tenía entre ellas, el sexo. Esta experiencia lo estaba convirtiendo

157 en un hombre diferente, más fuerte y mejor. «No la abandonaré jamás», se prometió a sí mismo. Hicieron el amor una y otra vez, hasta que sus cuerpos por fin quedaron saciados, extasiados de pasión. Entre unas cosas y otras, se olvidaron de algo que podía darles un pequeño susto o traerles un gran problema, la caja de preservativos seguía intacta encima de la mesa del comedor. Después de una larga ducha volvieron al sofá. —Gracias, futura Condesita. —¿Por qué? —pregunta con voz almibarada. —Por existir. Ainoa empezó a darle besos por todo el cuerpo mientras le decía: —Quiero más. —¿Más qué? Si estoy entregándote mi bien más preciado, la soltería. Por ti dejo atrás una vida llena de sexo, drogas y rock and roll —dice medio en broma medio en serio. De sexo va bien servido pero nunca ha probado las drogas, ni siquiera una calada de un cigarrillo de marihuana. —Quiero más de lo que me has dado hace un rato, me ha estado tan rico —se ruboriza y la cara le arde. La agarró suavemente de la nuca. —No puedo prometerte que te haré feliz, sino que pondré el empeño necesario. Será difícil, te lo digo —lo mira poniéndole morritos—. ¿No acabamos de decir que no habrá mentiras entre nosotros? —ella asiente—. ¡Perfecto! Porque esa bonita palabra, felicidad, es la que más desgracias ocasiona. Sí, nos aferramos a ella como si nos fuera la vida en lograrla. Y se nos va, claro que se nos va, pero no como nos gustaría, sino perdiendo el tiempo intentando conseguirla. ¿Qué es lo primero que piensas cuando conoces a alguien? Yo te lo diré: que te haga feliz. Nos pasamos la vida exigiéndonos ser felices, y en cuanto la persona a la que admiramos nos decepciona, una sola vez, olvidamos los buenos momentos que nos ha dado y todo lo que hemos compartido se convierte en humo, desaparece. Esto es de libro: te prometo y te garantizo que te decepcionaré en más de una ocasión —abre los

158 ojos todo lo que le dan de sí, sorprendida. Alan no le dio nada de importancia a la reacción de ella. Se sentía muy inspirado, las palabras salían solas de su boca, sin pensarlas, por eso continuó argumentando su posición frente a la vida—. Ainoa, igual que el alma es intrínseca en el ser humano, la bondad o la maldad están intrínsecamente contenidas en él. Y no soy diferente al resto, la vida me ha enseñado que aproveche los buenos momentos que se me presentan sin pensar en el mañana ni en el que dirán los demás —¿Cómo? ¡No pienso como tú! —Intervino ella, que no podía callar más—. ¿No? —Retomó él la palabra—. Pues para muestra un botón: ahí tienes a mi madre; se volvió loca porque su matrimonio no se parecía en nada a lo que le habían contado, sino más bien a todo lo que le habían ocultado. Te aseguro, me consta, que mi padre, aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no supo quererla. Nada quiso añadir, él se ofrecía a ser su otra mitad y eso era suficiente para ella, pero pensó: «A partir de ahora trabajaremos juntos para que no se apague la famosa llama del amor. Me he propuesto ser la mejor de todas las que has conocido; lograr que no perdamos la esencia que mantiene unidas a las parejas es mi principal objetivo. Ay, qué larga se me hará la espera hasta darte el sí quiero. Aunque por el momento es inviable, y lo entiendo, la ansiedad que me provoca es inevitable; el miedo a que suceda algo inesperado, y desaparezcas de nuevo, azota mis carnes con fuerza». —Nunca negativo, siempre positivo —pensó en voz alta. —¿Qué? —preguntó él, arrugando la cara. —Que sigo queriendo más, y más y más y mucho más. Y si como has dicho, estoy en un momento dulce, no quiero que se acabe, sino empalagarme de él a través de ti, de tus manos y tus artes amatorias. Corren rumores de que eres un crack en la cama y quiero comprobarlo. —Si haces caso a los rumores, también se dice que las hago llorar. —Lloraré cuándo toque. Ahora tócame y hazme llorar, pero de placer.

159 La colmó de besos. Adicto a la perfección en el acto sexual y a todo lo referente al sexo, Alan se dejó llevar por las necesidades de la inexperta, provocándole unas explosiones de placer que la transportaron a un majestuoso y cálido clímax. —¡Prométeme que me serás fiel! —Eso sí que puedo cumplirlo, cuenta con ello. Mira, futura Condesita, aspiro a muy pocas cosas en la vida. Una de ellas es el calor de un hogar, pero necesito a una mujer que comprenda que no todo va a ser de color de rosa, sino que habrá claroscuros que llegarán sin avisar. Pero, si lo malo lo dividimos entre dos y lo compartimos, sólo será la mitad de malo, ¿no crees? —Vamos a entendernos muy bien, pero que muy bien. Tú y yo queremos lo mismo —Él arruga la frente, frunce el ceño—. Alan, no soy de Príncipes azules ni de Cuentos de Hadas, esos rollos no me van, sino de buenos momentos compartidos con la persona que ame, la misma que corresponda a mis sentimientos. La atrajo hacia sí agarrándola del mentón. La besó. No fue un beso cualquiera, ni parecido a los que le dio hasta ahora, sino como si tuviera el presentimiento de que este sería el último. Caminaron hasta el jardín trasero, pegados, agarrados por la cintura. A partir de aquí debían seguir por separado. La suerte es mejor no tentarla. —¿Puedo ir esta noche a tu habitación? —pregunta él, que debe esperar unos minutos allí, plantado, calculando que ella ya haya llegado y entrado en su habitación, nadie debe relacionar la coincidencia de la vuelta de ambos. —Pobre de ti que no lo hagas —contestó girando la cabeza. Y lanzándole un beso prosiguió su camino. Iba directo a la habitación de ella, pensaba saltarse la cena y esperarla allí, ni tenía hambre ni le estaba permitido hacerlo en compañía de la chica. Y recordó lo que su padre le dijo: «Hace siglos que no apareces a las horas de las comidas. Nunca te sientas a la mesa conmigo, sea diario o festivo. Y no te lo he reprochado ni lo hago, me da igual, conmigo estás cumplido. Eso sí, ahora que la chica vivirá aquí, aunque sea por un corto espacio de tiempo, soy yo el que te exijo que no aparezcas».

160 Pensando en lo vivido y en volver a repetirlo cuanto antes, en cuanto no hubiera moros en la costa, escuchó la inequívoca voz de su padre. La puerta del despacho estaba entre abierta y le pareció extraño. Sigilosamente, se fue acercando para descubrir quién era la persona con la que hablaba y qué le contaba. Eneko parecía malhumorado por algo importante. —Vigílales bien y no les quites el ojo de encima, mi hijo es un depredador sexual; sabes bien lo que le gusta una mujer. En lo que a mí respecta, quiero disfrutar tranquilo de Ainoa, mi hija prohibida. Ahora que la he recuperado quiero pasar lo mucho o poco que me quede a su lado. ¡Soy su padre, el auténtico, el que la engendró! Y aunque me reservo la verdad para después de… —Alan no podía con el enorme nudo que se le había formado en la garganta, y tragó saliva. No podía ser verdad, Ainoa no podía ser su hermana, le había pedido matrimonio y se había acostado con ella, aunque no por ese orden. Oír la confesión del padre fue como recibir un fuerte puñetazo en el estómago. Se dejó caer en el suelo procurando no hacer nada de ruido, dobló las piernas y se agarró las rodillas, metiendo la cabeza entre ellas. La arcada fue inevitable, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimirla y no ser delatado por ésta. Pero lo que su padre les había hecho no tenía nombre, y se alegró de que a éste le quedara muy poco. La tentación de abrirlo en canal y arrancarle el corazón fue muy fuerte y necesitaba vengar la afrenta recibida. Se levantó, lo más importante era saber qué se gestaba a sus espaldas y se centró en descubrirlo—. Tengo escritas dos cartas —escuchó que decía el padre—. Una para Alan, mi querido e incomprendido hijo, y la otra para Ainoa, también sangre de mi sangre. ¡¡Qué dedo me corto que no duela!! No se ha desmayado de milagro. Un sudor frío le recorre la espina dorsal y le provoca temblores. Respira e intenta relajarse, ha cometido incesto, y no una vez, sino varias, demasiadas. Ha practicado sexo con su hermana y siente asco de sí mismo. La prisa por salir hizo que subiera los escalones de dos en dos, debía hacer la maleta en el menor tiempo posible. Ahora sí que debe huir, esta vez para siempre. Si la verdad duele, con él

161 se ha cebado, lo ha hecho temblar con virulencia, de ésta no se recuperará jamás. «Mi hermana merece una explicación, no me cabe la menor duda», pensó, sentado en la maleta para poder cerrarla. «Pero no soy yo quien debe dársela, oírla de mi boca la destrozaría más si cabe». El corazón le latía como cuando alguna vez había tenido pesadillas, entendió qué le pasaba a su padre y por qué siempre estaba como estaba; el odio lo tenía consumido. «De lo malo, lo menos malo; mejor que piense que he vuelto a engañarla y que soy un indeseable, a que…». La honestidad que le prometió se revuelve en su interior, elegir lo menos malo es poco juicioso. Resulta muy difícil, por no decir imposible, restaurar las cosas a su estado anterior. —¡Soy sangre de su sangre! ¿No lo entiendes? —le decía a la maleta mientras la golpeaba con los puños—. He sido yo, su hermano pequeño, el que la ha mancillado. Y prefiero mil veces que piense que soy un gañán, o un cobarde hijo de puta o lo que sea, a tener que enfrentarla a la verdad. ¡Qué caprichosa que es la vida! —¡Caprichosa e hija de puta! Pensó—. Yo, que siempre me he vanagloriado de huir de aquello que me provocara dolor, y he salido indemne de cualquier o dificultad, ¡y mira que me he metido en líos! Permití que apartasen a mi madre de mi lado, dejándola allí, a manos de gente extraña. ¡Hete aquí mi gran error! Basta que uno no quiera algo para que le llegue por triplicado: una hermana de la cual estoy enamorado, una madre trastornada y un padre que me ha tenido engañado desde el día que nací. ¿A mí y a quien más? —Pensó en Ainoa, y sintió que el mundo se le caía encima—. El dolor es tan fuerte que me arde la piel, el cuerpo entero, cada centímetro que ella ha tocado está quemándose, calcinando uno a uno todos mis órganos internos. Salió de la ducha con peor ánimo del que entró. Se vistió con lo primero que encontró y bajó las escaleras arrastrando los pies. Olvidarla no iba a ser fácil, lo sabía y le dolía en el alma. Con la maleta a cuestas y llorando en silencio, porque el peso de la realidad lo aplastaba, echó un último vistazo a su hogar y se dijo: «Aquí no hay quien viva».

162 Con las manos puestas en el volante de su bólido, que era lo único que sentía suyo, partió. Y dejando atrás lo que más quería y lo que más le dolía, su hermana y único amor, se prometió que jamás querría a nadie. En eso no la traicionaría, ella o ninguna. Ainoa, a las cuatro de la mañana y harta de esperar, se pone una bata, cubriendo así el G-String, de estampados exóticos que pensaba estrenar con Alan. Iba a deslumbrarle, dejarlo sin habla antes de que él la dejara sin aliento, exhausta de tanto placer. Se lo regaló Marta, que a moderna y atrevida no le gana nadie. Y le explicó que es una prenda muy común entre las bailarinas, las exóticas o gogó. Con los nudillos, llamó suavemente a la puerta de la alcoba de él. No obtuvo respuesta y volvió a insistir. —Alan… —susurra mientras golpea la puerta—. No me iré hasta que no consiga lo que he venido a buscar, a ti. Después de repetidos intentos, y pensando que Alan duerme como una marmota, gira el pomo y abre la puerta. Es la primera vez que va a la habitación de éste para cubrir sus necesidades y está deseosa de que empiece la fiesta. La habitación está oscura, no ve absolutamente nada y acaba tropezándose con todo lo que él ha dejado por el suelo. Y haciendo peripecias para no caerse, pensó: «Tendré que educarlo. No es un virtuoso del orden, sino del caos». Y tanteando la pared encontró el interruptor de la luz. La estancia se iluminó, y ella pasó de la felicidad más absoluta a la incomprensión más dolorosa. Se le quedó cara de tonta, de la más tonta entre todas las tontas, y recordó lo que dice el refrán: «Engáñame una vez y será culpa tuya, engáñame dos y la culpa será mía». —¿Cómo se puede ser tan inocente? —Se preguntó en voz baja mientras registraba los armarios—. Y no tengo el carnet de tonta porque no me he molestado en solicitarlo, seguro que a mí me lo daban a la primera. ¡Asúmelo, niña, te ha abandonado por segunda vez! Es evidente que ha sido así, sólo hay que ver cómo lo ha dejado todo, parece más una leonera que la habitación de un futuro Conde.

163 Las perchas en la cama, las prendas tiradas por los suelos y de cualquier manera, evidenciaba que se entretuvo en elegir qué llevar y qué dejar. A ella la había dejado, esta vez sin una nota, sin explicación. «¿Qué me has hecho? Lo eras todo para mí», pensó mientras abandonaba la habitación con los ojos anegados en lágrimas.

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17

Tres años y unas semanas más tarde, volvía a estar frente a Irene. No pudo venir antes. Era lo que más ansiaba pero fue del todo imposible. El mismo día que ella salía del coma, a Alan lo ingresaban en un hospital por una meningitis vírica. El destino, que parecía estar en su contra, le jugó otra mala pasada. De pie, pegado a la cama y tan paralizado como ella, sintió que el corazón se le partía en dos. No podía verla así, tumbada, con los ojos abiertos y carente de toda conciencia, la imagen era tan dolorosa que empezó a marearse. —¿Me oye? —Le preguntó la enfermera que asistía a Irene, mientras corría hacia él. Eneko estaba lívido, a punto de perder el conocimiento —¿Está usted bien? Venga, que yo le ayudo a sentarse —dijo agarrándolo por los codos. —¡Suélteme! —Ella lo miró airada, pretendía ayudarlo y él le había alzado la voz. Y Eneko, suavizando el tono añadió—: Estoy bien, gracias por su ayuda. Ahora me gustaría quedarme a solas con ella, salga, por favor. —Mi nombre es Isabel —le ofrece una mano para que se la estreche—. La cuido a diario y le puedo garantizar que no sufre nada. No contestó, estaba demasiado abatido como para mantener una conversación. —Estaré fuera. No dude en llamarme si me necesita. Cerró la puerta al salir. —Hola, mi amor. ¿Te acuerdas de mí? «Por supuesto. ¡Cómo no hacerlo!», contestó ella. No ha podido oírla, porque de su boca no ha salido una sola palabra.

165 —No he dejado de pensar en ti y en nosotros, nunca, ni un solo segundo, y en lo que pudo ser pero no fue. Soy tan… —las lágrimas irrumpen en sus ojos, sin aviso, como las tormentas en verano—, desdichado. Y me siento tan desgraciado que deseo la muerte a diario. Eres lo único que me ha mantenido con vida, tú y sólo tú, amor. La esperanza de tu recuperación es el motor que gira y gira, para que yo no pare y lo mande todo a tomar... Me cambiaría por ti ahora mismo. Lo sabes, ¿verdad, amor? —sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón y se sonó ruidosamente. Minutos después, y con el ánimo algo recompuesto, sonríe amargamente mientras la coge de una mano—. Corazón mío, mi vida, mi único amor, ¿recuerdas qué me preguntaste el día que hicimos el amor por primera vez? Yo sí, lo tengo grabado en mi memoria, fresco como aquella mañana —las lágrimas llegaron a sus ojos enturbiándole la triste mirada. Tose, carraspea y vuelve a toser, pero el nudo que le oprime la garganta no se deshace tan rápido como necesita. Vuelve del lavabo, en un intento de recuperar la normalidad se ha refrescado cara y nuca. Y coge la botella de agua que hay sobre la mesita y le da un trago. —¿Me querrás siempre? Preguntaste tú, haciéndome ojitos —Dice él, que acaba de retomar la conversación justo donde la había dejado minutos antes—. Siempre es una palabra que tiene demasiado valor. Demasiado larga, demasiado intensa y rotunda para una vida tan corta; ésta fue mi respuesta. Pero vi tu cara, la que se te quedó al oírlo, y añadí: Sí, por supuesto que te querré siempre, y aunque el destino se empeñe en lo contrario, te amaré por siempre. Guardó silencio, no podía continuar. Irene esperó unos segundos, y después exclamó: «¡Y tanto que me acuerdo, fue uno de los días más felices de mi vida!». —Tú sabías que bromeaba —empezó a decir cuando acabó ella, como si la hubiera escuchado y esperado su turno—, y me diste un fuerte puñetazo en un hombro. Yo te tiré sobre la cama y volví a hacerte el amor. Fui del todo sincero contigo. Eres la

166 única persona a la que no le he mentido nunca, jamás, ni una vez. Te quise, te quiero y te querré, y eso no lo va a cambiar nadie. Y a pesar de no haber tenido al destino de nuestro lado, sino que no ha parado de ponernos trabas para que no acabemos juntos, a partir de ahora voy a hacer las cosas bien. Sí, ya sé que llego tarde; nunca es tarde si la dicha es buena, y he venido para quedarme. Voy a encontrar un lugar al que llevarte, puedes estar segura. Será nuestro hogar, una casa sin barreras arquitectónicas y cómoda, con todo lo que necesites para estar bien. Yo mismo voy a cuidar de ti, te lo prometo. ¡Al fin viviremos juntos! «Te olvidas de un detalle importante», empieza a decir ella. Sabía que no la oía y deseó poder comunicarse telepáticamente con él. «Estás casado, tienes un hijo pequeño y ahora te debes a ellos, y si esto te parece una menudencia, te recuerdo que está tu madre. Esa zorra nunca lo permitirá; me temo que tú no conoces su lado más oscuro y perverso. Esa mujer viene todos los días, y nunca falla, supongo que quiere asegurarse de que no regresaré, de que la china que se le metió en el zapato la ha aplastado para siempre. Pero dejémonos de tragedias, estás aquí y eso es lo que cuenta, ¡bésame!». La conexión que siempre hubo entre ellos seguía intacta. Se agachó y la besó en los labios con exquisita suavidad, no quería hacerle daño. Gratamente sorprendido, porque ella mantenía los mismos labios calientes y sensuales que recordaba, volvió a unir sus labios a los de ella. Una hora más tarde entró un hombre con bata blanca. —Hola. Soy Fadi, su médico. ¿Usted es…? —¿Qué puede decirme sobre su situación? —contestó con otra pregunta. Él necesitaba saber la verdad, fuera la que fuese ésta. No da credibilidad a nada de lo que diga su madre, es más, está seguro de que todo este tiempo lo ha estado engañando. Obviándolo o negándole la respuesta, coge el estetoscopio y se dispone a auscultar a Irene. —¿Se recuperará? —a punto de perder los papeles, pensó: Si tengo que preguntártelo otra vez no seré tan amable, eso te lo aseguro—. Quiero llevármela, ayer mejor que mañana.

167 —Eso va a ser del todo imposible, o al menos por ahora, si aquí tiene pocas posibilidades, fuera no tendrá ninguna. Le seré sincero, del todo sincero, señor Conde —En ningún momento le había dicho quién era él, aún no se había presentado e imaginó que habría sido su madre. Siempre diez pasos por delante de mí, pensó—. Debido a la caída, una arteria que va al cerebelo quedó seccionada. No me andaré con tecnicismos con usted, ¡para qué! A usted le costaría seguirme y no tengo tiempo para casi nada. La mañana siguiente a su ingreso infartó dos veces. Uno, el más importante y peligroso, en el tronco del encéfalo. El otro fue en el tallo cerebral y le provocó un coágulo de sangre que se quedó atascado en un vaso sanguíneo. Éste último fue intrascendental, leve y sin importancia. Pero el primero… El tronco del encéfalo controla el habla, la audición y la deglución. También controla la respiración, el equilibrio, el ritmo cardiaco, la presión y… Por no extenderme más, hasta el movimiento de los ojos. En fin, que el pronóstico no puede ser peor. Lo lamento, pero la situación es la que es. Se dejó caer sobre el sillón que había junto a la cama. No se esperaba un mazazo tan fuerte y quedó conmocionado, «¡No es verdad!», exclamó Irene. Era la primera vez que el médico hablaba abiertamente, sin ocultar nada y delante de ella. Irene, indignada, en vano intentaba llamar la atención de ambos. «Eh… ¡Miradme! Puedo oíros. También abrir y cerrar los ojos, ¿acaso no lo veis?». —¿A dónde la llevo, doctor? En algún lugar habrá alguien que pueda rehabilitarla. Ayúdeme, por favor. Y si hay que ir a otro continente se va. Al fin del mundo si hace falta, usted sólo tiene que encontrarlo. —No, desgraciadamente no lo hay, ni aquí ni fuera de aquí. —¿Pero han intentado hacer algo? Lleva semanas despierta, no sé cuántas, hasta ayer no recibí el telegrama. Espere… —lo saca del bolsillo. Lo despliega y lo lee—: Está de vuelta entre los vivos, quizá de paso, aún es pronto para saberlo. No pierdas el tiempo en algo que no te corresponde. No vengas, por favor.

168 ¡Quédate con tu familia! Por ella ya no puedes hacer nada —lo arruga y lo tira a la papelera. —No hay suficientes signos de conciencia como para… Si usted quiere —¡Quiero! —exclamó sin dejarle que terminara de hablar—. Vale. Aunque no estoy convencido de que sirva para algo, llamaré a Ariel que, además de amigo, es una eminencia. Todo un experto en fisioterapia. El mejor, tiene más de quince años de experiencia. También es uno de los mejores logopedas, y aunque de poco o nada servirá, si a usted le tranquiliza, por mí no hay ningún problema, enseguida hago la llamada. Minutos después de que el médico saliera de la habitación, entró Judith. Acababa de llegar, Isabel la llamó en cuanto Eneko hizo acto de presencia. Está enfadada, alterada, y cierra la puerta dando un portazo. —¿Te has vuelto loco? Has dejado abandonados a los tuyos para venir hasta aquí a ver un cadáver con los ojos abiertos. No puedo creerlo. Irene es un error del pasado, sólo eso. Un tonto y absurdo capricho de adolescente. ¡¿Qué parte no has entendido cuando te he dicho que no pierdas tu tiempo aquí?! Vuelve con Brenda y Alan, tu esposa e hijo. Ellos te quieren, te necesitan. —¡Volviste a engañarme! —gritaba él—. Aunque no sé por qué me sorprendo. El dicho, bien dice: el que nace lechón muere cochino —la madre lo fulminó con la mirada. Le dolía lo que él le decía pero dejó que se desahogara—. En tus genes no está la virtud de cambiar ni el arrepentimiento. No hay nada de bondad, sino una retorcida maldad que ya no tiene remedio. Ahora lo sé, nunca harás nada por enderezar lo torcido, tú prefieres perder el árbol a injertarlo con una rama que no te guste, ¿verdad? —Te equivocas del todo, no se puede mezclar una rama con una ramera —Enrojecido de ira levantó una mano para darle un puñetazo. Pero la presencia de Irene evitó que lo hiciera, la bajó de nuevo y se la metió en el bolsillo, deseaba partirle la cara—. He tirado la toalla, hijo mío —continuó la madre, haciendo ver que no había pasado nada—. Me he dado cuenta de lo mal que te he criado. Sola, y sin una figura masculina, nada bueno podía crecer. Estoy cansada, harta de luchar por mantener el honor de

169 la familia, haz lo que quieras. Quédate en España si lo prefieres, pero tu mujer y tu hijo también vendrán. Instalaos en Palacio, yo cuidaré de Alan y Brenda mientras tú lo haces con esta… —¡Ni te atrevas, nunca vuelvas a nombrarla si no es por su nombre! Y no hace falta que te diga cuál es, pero voy a hacerlo, Irene, ¡ése es su nombre! —mientras le decía todo esto a su madre, Eneko tuvo que hacer un sobreesfuerzo por no hacer lo que le dictaba su corazón; agarrarla del cuello y apretar fuerte hasta dejarla sin respiración.

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18

—Olvidé olvidarte, y mientras olvidaba por qué olvidarte recordé cuanto te amaba —dijo Alan con el móvil en las manos, a punto de marcar un número de teléfono. Llevaba varios días debatiéndose entre lo correcto y el aprovechamiento. —¿Lesley? —¡Alan! ¿Eres tú de verdad? ¡Qué alegría oír tu voz! Han pasado… ¿dos años? ¡Qué fuerte! ¿Seguro que eres tú? —Quién si no. El mismo idiota que te dejó plantada tras… Ya no soy así, he cambiado tanto que no me reconocerías —le miente, sólo quiere un poco de compañía. Tras mucho pensar en quién podía ayudarlo a salir del trance en el que se halla, le vino a la mente lo manipulable, dócil y divertida que es Lesley—. Ni te imaginas el porqué de mi llamada. Estoy en Bruselas y quiero que te vengas conmigo. No puedes decirme que no, porque te he comprado el billete de avión y no aceptaré tu negativa —sonríe, no le cabe la menor duda de que va a colarle el gol. —No sé qué decirte, de verdad que no lo sé. Tengo un buen trabajo, una casa grande y luminosa, dos gatos, un perro. Ahora vivo bien. Mis nuevos amigos me quieren de verdad, y no cómo tú, que me dejaste emocionalmente desequilibrada. Alan, tenía diecisiete años, una niña, sólo era una niña; te provechaste de mí de una manera miserable. Eres un niño engreído al que nada se le resiste, yo sí, he aprendido a no aferrarme a nada que duela más de lo que valga, y tú me hiciste mucho daño, demasiado. —Era, pretérito imperfecto, pasado. Enterremos el hacha de guerra. Va, Lesley, matemos el rencor. Ya no soy aquel crápula,

171 sino un hombre hecho y derecho, aunque con pocos pelos en el pecho, de eso no voy alardear contigo, me has visto desnudo. Lesley se ríe, siempre le hizo gracia la espontaneidad con la habla Alan. Pensó que no estaba todo perdido, si ella se reía era porque aún tenía una oportunidad, y decidió que iba a seguir insistiendo hasta quemar todos los cartuchos. —Ven, te prometo que no te arrepentirás. Volverás a llorar, pero de felicidad. Pienso dejarme la piel en conseguirlo. Respiró hondo, seguía enamorada. Su mente se vio asaltada por cientos de imágenes de aquella noche; lenguas, manos, piel sobre piel, besos largos, intensos e interminables, que la dejaron sin aliento. Excitada por los recuerdos, se vio de nuevo contra la pared, él la penetraba con su duro miembro, haciéndola disfrutar antes de llevársela a la cama, o al suelo o a la ducha… Sacudió con fuerza la cabeza y apretó los ojos, intentando contener esa agridulce avalancha de recuerdos que creía superados. —No te hagas de rogar, no vaya a ser que me lo repiense y me dé por llamar a otra candidata —se ríe, está bromeando—. Aquí vivirás como una Reina, pero qué digo, ¡cómo la madre de todas las Reinas! —Si decidiera ir, aún está por ver, te casarás conmigo en el plazo de un año. Se quedó de piedra, imaginó cualquier respuesta menos la que acababa de escuchar. «La niñata ha espabilado de lo lindo. ¿Qué hago?». —¿Sigues ahí? —preguntó, consciente de que media batalla ya la tenía ganada. De haber sido valiente, Alan le habría confesado la verdad, que se sentía solo, que únicamente buscaba compañía femenina y que ella era la idónea, la que más ratos buenos le había dado, que no la quiere, pero que aprendería a hacerlo si ella le daba la oportunidad. —Bueno, tampoco tengo nada mejor que hacer, por qué no —dijo Alan, más asustado que perro en canoa. Cruzó los dedos,

172 esperaba que ella dijera que todo era broma, que iría solo por el placer de estar con él. —Lo quiero por escrito y firmado ante notario, sí o sí. Y de incumplir con la palabra dada, y eres un experto en eso, recibiré una indemnización de… —calculó cuánto valía su cuerpo y su tiempo—. Medio millón de euros. El miedo a la soledad habló por él. —Un millón. Y dame tu correo electrónico que esta misma tarde te envío el billete de avión. No daba crédito, se preguntaba si se podía cambiar tanto en tan poco tiempo. —Te estás mofando, ¿verdad? —quiso salir de dudas. —Nunca he hablado tan en serio ni tan de verdad, ¡créeme! —¡Nunca he estado tan loco! Exclamó para sí. —[email protected] —Me lo he inventado, pero en diez minutos convertiré la mentira en realidad, pensó. «Soy un necio, un falso y un mentiroso que solo pienso en mí y en mis necesidades», pensó. Aún no se habían despedido y ya se odiaba a sí mismo. Pero la necesidad era más fuerte que la honestidad y debía sacarse a su hermana de la cabeza, y cuanto antes mejor, esa era su prioridad absoluta. Sudando por todos los poros de su piel, con el móvil en las manos y a punto de comprarle el billete de avión, pensó: «Voy a adquirir el juguete más caro de la historia. Espero que me dé un resultado óptimo, adecuado al precio pagado, si no…». Unas horas más tarde, Alan escuchaba el sonido del timbre, sabía que era Lesley y salió a recibirla. Impaciente por empezar la comedia, no permitió que lo hiciera el ama de llaves. —Eres más guapa de lo que recordaba. Muchísimo más, sí —la coge de una mano. Sonríe con picardía y le da la vuelta. La visión de la parte trasera fue más estimulante que la delantera y se excitó. Lesley llevaba un vestido negro, de fiesta, de tela de gasa con perlas de cristal, con espalda al aire, libre de tela hasta por debajo de la cintura, justo donde empezaba su trasero, y era tan ajustado que marcaba todas y cada una de sus curvas. Alan recordó otro de los numerosos motivos que lo habían llevado a

173 elegirla a ella; además de un cuerpo explosivo, y deseable, tenía un trasero fuera de lo común, tan bien formado que parecía estar esculpido en cera. Y todo esto venía acompañado de una cara bonita, unos ojos marrones de mirada intensa y un pelo castaño claro; el kit perfecto para desesperados como él. —¿Piensas seguir mirándome el trasero, para eso has hecho que venga hasta aquí? —dijo dándose la vuelta, y mirándolo. —Me has dejado boquiabierto y sin habla. ¡Es espectacular el cambio que has dado! Eres en una mujer de bandera, de las que dejan huella allá por donde pasan. ¡Y qué decir de lo que traes puesto! Te favorece muchísimo. Además de las magníficas curvas, que ya traías de serie, resalta tu elegancia —Sus halagos la humedecieron, pero recordó lo adulador que podía llegar a ser cuando se proponía… y lo miró con escepticismo—. Ah, ¿no es verdad lo que digo, me lo invento? La naturaleza ha sido muy generosa contigo, cierto, pero has sido tú, únicamente tú, la que ha sabido sacarle partido. Tienes clase y estilo, Lesley, no es un halago, sino una realidad. —¿Lo crees de verdad? —¡Por supuesto! —exclamó Alan, que sabía perfectamente cómo conseguir que ella perdiera el control sobre sí misma. —Entonces… ¿ahora eres demasiada poca cosa para mí? —Dímelo tú. Soy atractivo, con carisma y personalidad. Un hombre educado y refinado que cumple con todos los requisitos para merecer a una mujer de tu altura. —La esencia nunca se pierde, sigues siendo tú, el mismo de siempre. Sabes venderte como nadie y me alegro —la mira, cree que está mofándose de él y no piensa permitírselo, ni a ella ni a nadie—. De verdad que me alegro, he temblado al pensar que te podías haber dado un golpe en la cabeza y por eso actuabas así. Ver al viejo Alan me alivia, te lo aseguro. —¿Me acompañas a nuestra habitación? Alan era el mejor amante que había tenido, no encontró otro que le hiciera un poco de sombra. —Por supuesto —le ofrece la mano, quiere ir agarrada a él. Rechaza la mano y la coge en brazos.

174 Nunca antes la habían llevado en brazos a la cama, se sentía turbada y no podía razonar con claridad. Por eso se equivocó al pensar que a partir de ahora su vida sería maravillosa, una vida llena de momentos mágicos la esperaba, a ella y a sus hijos, los que éste le diera, cuantos más mejor. Y suspirando de felicidad hundió la cara en el pecho de él y se dejó llevar por el increíble sentimiento que renacía en su interior. Llegaron al dormitorio, la puerta estaba abierta y la entró tal y como la llevaba, en brazos Era joven y fuerte y quería hacerse el machito delante de ella. Durante el tiempo que durase aquella locura, él ha decidido dejarse llevar por el deseo sin control, sin meditación. Le dirá lo que ella quiera oír y hará lo que necesite ésta en cada momento; cree que es la única manera de purgar a su hermana de su mente y la única forma de sobrevivir. La besó en la boca. Le gustó mucho, más de lo esperado, y quiso desfogar la lujuria que controlaba su entrepierna. Estaba húmeda y caliente, pero siempre había sido prudente y había esperado a que el chico diera el primer paso. Hoy no va a ser diferente, si la quiere tomar la debe buscar, las chicas bien, o refinadas, deben hacerse respetar o aparentar que lo hacen. Sus padres, juez él y fiscal ella, la matricularon en el mejor colegio de Cataluña. También en la universidad más prestigiosa, donde sólo admiten a los mejores. Lesley iba para juez, como su padre, pero, para disgusto de su familia, una multinacional muy conocida la reclamó ofreciéndole un buen puesto y una nómina demasiado elevada para su edad. Ahora que se siente felizmente realizada, espera que él haya sido sincero y que no sea humo lo que le ha vendido. Se tumbó junto a ella, no podía esperar más. El cuerpo de Lesley reclamaba su atención e iba a satisfacerla. La besó, y fue quitándole la ropa mientras la colmaba de agradables elogios. El corazón de Lesley se aceleró hasta tal punto, que pensó que se le saldría del pecho. Estaban tan pegados que podía sentir su calor corporal.

175 —¿Quieres que te deje en ropa interior? No me importa, de verdad —recordó que era vergonzosa. No sabía si seguía igual o había cambiado, y quiso ser precavido. —No es necesario, puedes quitármelo todo —dijo con una sonrisa encantadora—. Soy una mujer. Sé lo que quiero, cómo y cuándo. Por fuera ya lo has comprobado, cuando entres verás… La silenció con un beso, estaba demasiado excitado. —Voy a hacer que disfrutes mucho. ¡Prepárate, te volverás loca de placer! Esta vez será diferente, al acabar me quedaré a tu lado, hoy y todos los días, te lo prometo. La ternura de su voz la hizo enamorarse de nuevo. Cerró los ojos, la oscuridad aumenta el deseo y no hay mejor droga que la sangre impregnada de placer. «Alan, aún no lo sabes, pero voy a convertirte en el marido perfecto, dulce y tierno como ninguno. No podrás vivir sin mí, de eso ya me encargaré yo. Me corto las venas si no lo logro, tú mismo», pensó mientras él la besaba. La besó una vez, y otra y otra y otra. Y cada vez fueron más y más profundos, más y más calientes y más y más sabrosos. Lesley se rindió a sus caricias. La mano de él estaba a punto de llegar justo donde ella la quería y se estremeció. Tenía la boca seca y se levantó a servirse una copa, el día se les había ido haciendo el amor. El primer trago golpeó fuerte su estómago, recordándole que no había ingerido nada sólido desde hacía demasiadas horas. Desganado por la pena y el sufrimiento, había estado comiendo lo justo para no morir de inanición. —Ainoa, ¿qué te pongo? —¿Cómo me has llamado? —¿Perdón? —preguntó extrañado, no sabía a qué se refería ella. —Repito, ¿cómo me has llamado? Precisamente mi nombre no es el que ha salido de tu boca. Y entendió; su mente le había jugado una mala pasada. —Anís no hay, ¿qué te pongo? Ves…, no te he llamado por ningún nombre. Aunque era de bebidas espirituosas, y él lo sabía, escuchó a la perfección lo que él había dicho.

176 —Quiero darte la oportunidad que me has pedido, en serio. Ahora bien, si me has traído hasta aquí para sustituir a… Quien sea, da igual su nombre, merezco una explicación. La bebida de la que has hablado, ¿tenía un precio tan elevado que no pudiste comprártela? ¿No estuvo a la altura de tus expectativas y te dejó mal sabor de boca? Como comprenderás, quiero saber qué pasó con esa increíble bebida. Te ha convertido en un yonqui de ella. —Era prohibitiva, altamente prohibitiva —ya estaba al lado de ella cuando acabó de decirlo. La agarró de la cara y la besó. —¡Lesley! —gritó de éxtasis mientras derramaba su semilla en el interior de ella. Muy a su pesar, aunque reconocía que Lesley era una mujer fantástica, no obró el codiciado milagro, Ainoa seguía intacta en su memoria. —Alan —empezó a decir, dispuesta a seguir machacándolo con lo de antes. Celosa, necesitaba saber con quién competía. El éxito radica en la acción sabia y bien ejecutada, recordó haber escuchado a menudo. Ella quería triunfar, pero Alan la conocía, e intuyó por donde iría la conversación y la miró con dureza—. ¡Mañana es mi cumpleaños! Veinte años, ¡qué mayor me estoy haciendo ya! —era verdad, y la verdad la hizo salir airosa de la difícil situación en la que se encontraba. Aliviado, miró el reloj, no tenía ganas de hablarle de ella, ni tampoco quería. Las doce en punto, marcaba éste. —¡Felicidades! —Recuerda su nombre, no vuelvas a meter la pata, se dijo. Buscó uno que fuera acorde con ella, en adelante lo usaría—. Turroncito, ¿sabes cuál va a ser mi regalo? Iremos a visitar La Gran Place, el lugar más emblemático de la ciudad, y el Palacio de la bolsa, el de justicia, el parque de Heysel. En este parque está el Atomiun, ¡te sorprenderá! Se ha convertido en un auténtico símbolo de la ciudad. Está formado por nueve esferas de acero de dieciocho metros de diámetro cada una. Un elevador en su interior, que se construyó en el año 2006 y te sube a la cima a la velocidad de cinco metros por segundo, es lo que más atrae al visitante. Y esto, más un par de noches de hotel y una botella del mejor champán, es lo menos que tú te mereces en un

177 día tan especial. ¿Qué opinas, soy lo suficientemente generoso como para que empieces a agradecérmelo ahora mismo? —No he querido interrumpirte, ya sabes lo bien que me han educado y por eso he esperado a que acabaras. Ahora bien, si de tu boca vuelvo a oír turroncito, o algo tan ridículo como eso, te juro que salgo por esa puerta y no vuelvo. —Ok, entendido, lo has dejado claro. Pero era un apelativo cariñoso, creado para ti y con amor; jamás lo utilicé con nadie. —Si no quieres confundirte o equivocarte, cuando quieras nombrarme llámame señora de López de Tejada, me gusta más y me sienta mejor. Lívido y paralizado, fue consciente que debía haber dejado que se marchase. Hubiera sido lo mejor para todos, él no sentía absolutamente nada por ella y se dijo: «De no haber conocido a Ainoa, ahora, en las mismas circunstancias, viviría un momento dulce y especial. Lesley es un huracán en la cama, todo fuego y pasión, menuda leona. Sabe bien lo que se hace y no se queda en posición Estrella; a la espera de recibir. Pese a todo lo bueno que tiene, no concibo otra relación que no sea de sexo, con ella no. Pensé que podía pero estaba equivocado, muy equivocado. ¡Cuánto te quiero, Ainoa! No podré con esto por mucho que lo intente». Maldijo a su padre, él era el culpable, siempre con sus intrigas y secretos: «¡Porque te mueres, sino te mataba yo!». Por muchas vueltas que le diera, el toro había salido por la puerta de chiqueros y ya estaba en la plaza, esperando a que el maestro cometiera un error para clavarle los pitones. Y nadie le dijo que iba a ser fácil, pero el toro, que parecía manso, resultó más bravo y codicioso de lo esperado.

Un par de días más tarde, en la habitación del hotel en el que están hospedados, duchados y vestidos para salir, él le hizo una pregunta. —¿Estás a gusto? Lo observó un instante, con curiosidad, preguntándose qué escondía la pregunta.

178 Alan le sostuvo la mirada, Lesley había crecido en todos los sentidos, incluidos los más atractivos. «Sobre todo en esos», se decía. «Tiene un cuerpo como para ir contándolo por aquí y por allá, jactándome de haberlo consumido». —Mucho. Todo lo a gusto que se puede estar cuando crees estar viviendo aquello que has soñado. Pero estaré mejor cuando compruebe que ha dejado de ser un sueño y se ha convertido en una magnífica realidad. —Quiero ser feliz, es lo único que puedo asegurarte. —Defínelo, ¿qué es para ti la felicidad? Buscó la manera de quedar bien y no hacerle daño. —No sé qué decirte, estoy descubriendo lo mucho que nos une y lo poco que nos separa. Por algo se empieza, ¿no? —Algo es mejor que nada, pero lo ideal es todo. Su mente, ocupada por otra mujer, le jugó una mala pasada. —No es feliz el que quiere, sino el que puede. Nunca podré serlo y no sé si quiero... —¿Qué tratas de decirme? —preguntó asustada. Todo iba tan bien hasta ahora. —Que he cometido un error, un gran error. Nunca debí… No ha estado bien. —Nunca falta un roto para un descosido. Alan, ni soy tonta, ni necia ni estúpida. Sé que vine a sustituir a otra, perfectamente lo sé —dijo en tono amargo. Él la miró, sorprendido—. ¿De qué te extrañas? Eres transparente, aunque intentas ocultarte tras una máscara, te conozco mejor que la palma de mi mano. Si quieres, podemos ayudarnos mutuamente, Alan. Creyó advertir un tono especial en su voz al pronunciar su nombre, y le dio un vuelco el corazón. —¿Cómo? —preguntó esperanzado. —Yo queriéndote y tú fingiendo que lo haces —Ella estaba convencida de que con el tiempo lo enamoraría —Leí hace poco una frase que me tocó la fibra. Si mi memoria no me falla, es de Marie Coulson y dice así: Enamorarse es como lanzarse de un precipicio. Tu cerebro grita que no es buena idea y que el dolor y el daño inevitablemente llegarán a ti. Pero tu corazón cree que

179 puede elevarse, deslizarse, volar. Sólo te pido una cosa, deja que el tuyo me conozca, que decida por sí solo, libre, sin cortapisas. —No entiendo. Perdóname pero no capto el concepto. —Si tu cerebro le manda impulsos negativos, tu corazón los multiplica por mil. Deja de pensar en Ainoa y todo fluirá, y te lo dice la que tuvo que olvidarse de ti —Alan se quedó helado—. Escuché perfectamente su nombre. Siempre he destacado por mi buen oído. Mi memoria auditiva es excepcional y la naturaleza me ha dotado con ese sexto sentido que sólo nos otorga a las mujeres; por eso soy la mejor en todo aquello que me proponga —Alan la miraba muy serio, como si estuviera sopesando cada sílaba que decía—. Y si mis cualidades las acompañamos de mi buen físico, el resultado nunca puede dar negativo. «¿Por qué no intentarlo? Lo que dice no es tan descabellado como suena aunque suene a locura. Si ha decidido echarme un cable, algo bueno habrá visto en mi». —De acuerdo, y prometo dejarme la piel, en cuerpo y alma, para que el resultado sea positivo para ambos. Lo besa. Y mete la lengua buscando la suya y la encuentra receptiva, juguetona. —¿Quieres salir o que inmediatamente me quite la ropa? Te dejo elegir —dice con una pícara sonrisa en los labios. —Mi cabeza, la de abajo que es la caprichosa y marchosa, apuesta porque te lo quites todo. Pero la de arriba, que es la que aún piensa con algo de claridad, me grita que salgamos por esa puerta, y de inmediato. —A la vuelta me resarciré, no te librarás tan fácil. Iban agarrados de la mano, paseando y hablando como una pareja de enamorados cualquiera. Alan tiene muchas cualidades, pero la de pensar no es una de ellas, es de impulsos, de actuar y esperar a que sus actos no le pasen factura, o que ésta no sea tan elevada como para no poder asumirla. —¿Entramos? —le susurró al oído, intentando no cometer más errores en los albores de la relación. Estaban delante de una joyería, cara, muy cara, y quiso sorprenderla.

180 A ella se le paró el corazón, entrar solo podía significar una cosa. —¡Qué cara has puesto! —dijo él, porque Lesley no podía responder—. ¿Estás practicando para hacer estatuismo humano? —Me tienes fascinada, estoy que no quepo en mí —confesó ella—. Eres un loco sin remedio, pero me encantan tus locuras. El joyero se puso los guantes blancos y le mostró una serie de anillos, todos con un generoso y llamativo diamante. Dudada mientras miraba unos y otros, no sabía si escogerlo con el engarce de cuatro uñas o con el de seis. Al final, después de mucho pensar y siguiendo el consejo de Arthur, el joyero, se decantó por el de seis uñas, que le daba una forma redondeada al diamante y lo hacía más llamativo. Cosa que no pasaba con el de cuatro, que parecía más cuadrado y menos bello. Sonreía mientras se miraba el anillo de pedida. Lo lucía en el dedo anular izquierdo, y por ahí, de acuerdo a las creencias tradicionales, pasa la Vena Amoris. Ésta, según se cuenta en los escritos, se extendería desde el cuarto dedo de la mano izquierda directamente al corazón. Ella desconocía la historia, igualmente se sentía una mujer empoderada, con una fuerza interna fuera de lo común. —Lo último que quiero es presionarte, por eso te pido que no me malinterpretes —hasta ahora todo iba realmente bien y el miedo a estropearlo azotaba su corazón—. ¿Tiene el significado que creo que tiene? —pone el carísimo anillo delante de los ojos de él. —¿Qué significa para ti? —Que aunque no me lo has pedido, y no será porque a mí no me haga ilusión, has adquirido un compromiso conmigo. —Sí, así es, el compromiso es mutuo. ¿No me dirás que no he escogido acertadamente a la mujer con la que en breve voy a casarme? La agarró del mentón y la besó. Estaba que no cabía en sí. El beso, lento, apasionado, largo, tan intenso y feroz, la mareó de placer.

181 Alan emitió un suave gemido. Se sentía cómodo a su lado, ni estaba enamorado ni lo estaría nunca, no de ella, la cogió por la cintura y la apretó contra sí. Su boca se derretía como la cera de una vela encendida. La danza de sensaciones, que él le provocaba, era tan nueva como gratificante. Le rodeó el cuello y apretó su boca contra la de él. —Te quiero, y te quiero a mi lado para siempre —dijo sin pararse a reflexionar. Lesley estaba borracha de amor, borracha de felicidad y de deseo. Y deseando estar borracha de placer, le dijo: —Tanta felicidad no puede ser buena, estoy a punto de que me dé una taquicardia y morir infartada —lo miró con descaro, como si no hubiera visto un hombre en toda su vida—. Necesito un calmante de los tuyos. Alan rió con ganas. —Primero calmaremos los estómagos, que el mío lleva rato quejándose. Después, tranquilamente, iremos a visitar lo que no hemos visto todavía, lo poco que queda por ver. Y por último, si tú quieres, me entregaré a ti y te haré lo que me pidas. —¿Acaso no me deseas? —un arrebato, impropio de ella, la hizo mirar a su alrededor para asegurarse que nadie más paseaba por allí, que la calle estaba desierta mientras ella se levantaba el vestido. La redondez de las nalgas, que mostraba el semidesnudo de Lesley, excitó sobremanera a Alan. Y sus lujuriosos ojos no le quitaron la vista de encima hasta que ésta no se bajó el vestido. —Si vuelves hacer eso, otra vez, no respondo de mis actos. Y contestando a tu pregunta: soy un hombre y eso ya lo define todo. El hombre se despierta con ganas y se duerme pensando en las ganas del día siguiente; así somos y así seremos. ¡Qué se le va a hacer, no tenemos solución! Se dirigieron a la Gran Place, al restaurante que Alan había elegido. El maître salió a su encuentro. Lo saludó por su nombre, se conocían.

182 —Marc, quiero presentarte a mi recién prometida. Todavía está caliente el anillo, se lo acabó de regalar. Ella es Lesley —le dijo Alan al maître. Marc, con mucha elegancia, tomó la mano de ella y la besó. —Encantado, señorita. Y nunca dudé del exquisito gusto de Alan, aunque me doy cuenta de que lo subestimé, porque usted es la mujer más bonita y elegante que ha entrado del brazo de él. Y no es un cumplido, sino una realidad tangible, evidente a ojos de cualquiera. —Hará que me ruborice —el calor irrumpió en su cara y se sonrojó. No era tan segura como aparentaba y sus ojos brillaron entre la diversión y la vergüenza. —Odio haberla incomodado, la compensaré con uno de mis mejores postres —dijo Marc al ver la cara de ésta. Y era verdad, realmente pensaba lo que había dicho, Lesley le parecía guapa, preciosa, más que muchas de las modelos que se exhiben en las revistas. Sonrió, se sentía halagada. —Gracias, encantada lo aceptaré. Los acomodó en una de las mejores mesas del comedor. —Aquí estarán bien. Si me lo permiten, me gustaría que se decidieran por el menú gastronómico de catorce platos. —Con tantos platos me pondré como una vaca. Marc rió. —No se preocupe por su línea, lo que servimos son platos minimalistas, pequeñas porciones de exquisita cocina. No se los nombraré todos por no aburrirla, pero le diré algunos: Moules, lo que en España llamáis mejillones, los servimos con diferentes salsas; marinera, vino blanco, tomate, ajo... También el famoso Waterzooi, es un estofado de pollo o pescado con verduras que —Alan le lanzó una mirada severa, como un reproche por darles la brasa—. Bueno, me debo a mis obligaciones. Mando la orden a la cocina y pronto estará listo. Cuando Marc se retiró, la pregunta que le rondaba la cabeza no se hizo esperar. —¿A cuántas has traído aquí?

183 La miró entre sorprendido y decepcionado. —No respondas, no hace falta —se apresuró a decir ella —. Lo importante no es quién fue la primera, ni cuántas sucedieron a ésta, sino la que elijas para ser la última. Ésa es la que importa de verdad, y espero ser yo. Mala suerte si no es así. Ver a Marc, que se acercaba con una botella de vino y una cubitera, la alivió. El gran berenjenal, en el que ya tenía metido los dos pies, tenía más espinas de las que imaginó. Y dispuesta a matar a la vieja Lesley, y darle la bienvenida a la nueva, se quitó un zapato y extendió una pierna en busca de la de él. Metió la punta del pie por el dobladillo del pantalón y poco a poco fue ascendiendo. —¡Lesley! —exclamó medio turbado. —Aunque nuestro país no llegue a ser el buque insignia en el mundo de los vinos —Marc, que ya había llegado a la mesa, al empezar a hablar interrumpió el morboso momento que ella le regalaba a Alan—, en los últimos tiempos hemos creado una serie de variedades de uva que están consiguiendo una gama de calidad nada despreciable. Por nombrarles algunas —¿Qué se ha hecho del callado y tímido Marc? Se preguntaba Alan. Aquí no vuelvo, se ha convertido en un plasta—: tenemos la Cabertín, la Rondo, la Pinotin o la Acolon. Y todas están funcionando bien, realmente bien. Éste es de la región de Valona, que desde el año 2005 posee una denominación de origen; Côtes de Sambre et Meuse. Un vino tinto con una diferencia cualitativa, elevada y a la alza. Perdonadme, hablo más que un perdido cuando aparece, creo que he interrumpido algo —acababa de fijarse en la cara de pocos amigos que Alan le dedicaba en exclusiva a él. —Cierto. Y ya que lo has hecho quédate a presenciarlo —a Lesley se le quedó la misma cara de desconcierto que a Marc, y pensando que iba a dejarla, rezó para que no lo hiciera delante del Maître—. Lesley —dijo clavando una rodilla en el suelo—. ¿Quieres ser la señora López de Tejada? Se emocionó, había soñado con el momento y en cómo iba a reaccionar. Pero la anticipada propuesta fue toda una sorpresa y le faltó muy poco para llorar.

184 —Sí quiero —su voz sonó muy profunda, evidenciando la felicidad que la embargaba. Alan se incorporó, y poniéndole una mano en la nuca selló sus palabras con un largo beso. —Creo que estoy de más, es obvio. Os doy mi más sincera enhorabuena y os dejo seguir con lo vuestro —dijo Marc, al ver que éstos no despegaban sus bocas. El maridaje entre el vino y la comida no pudo ser mejor, y al llegar los postres, Lesley se encontraba mal. Entre la opípara comida, y las dos botellas de vino que acababan de compartir, el cerebro lo tenía borracho de sensaciones y el estómago revuelto; exceso de comida y nervios no son la mejor combinación. —Estoy rara, no me siento muy bien. Él puso cara de preocupación. —¿Qué puedo hacer para ayudarte? ¡Haré lo que sea! «Me quiere, Alan me quiere», pensó ella, conmovida por la inesperada reacción de él. —Tranquilo, que estoy bien. Bueno, no lo estoy bien, pero lo estaré dentro de un rato. En cuanto pueda digerir la comida, y los acontecimientos de hoy, estaré como nueva. Son los nervios, no es nada nuevo, siempre se me van al estómago cuando estoy ansiosa por algo. —Ummm… curioso. ¿Puede decirme mi futura esposa por qué razón tiene ansiedad? Quizá pueda ayudarla con una buena dosis de amor. Mi retina tiene grabada cómo me has provocado en la calle, puedo visualizarlo cuando quiera y estoy haciéndolo ahora. Mira cómo babeo. ¡Qué culo más hermoso! Perdóname la grosería —le hizo un gesto para que ella se explicase. —Ansiosa de que llegue el día y ansiedad porque llegue. —Nada que no pueda solucionarte yo, vamos al hotel.

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—Estoy cansado, hija mía, y no sé qué he contado y qué he guardado para mí. La memoria empieza a fallarme. —¿Quiere que lo repase y le pregunte lo que no me cuadre o dude? —No lo creo necesario. Aunque sí hay algo que tú puedes hacer por mí. —Lo que necesite. De verdad, cuente con mi ayuda. —¿Conoces Barcelona? —De pasada, he estado alguna que otra vez. Me parece una ciudad muy bonita. ¿Por qué lo pregunta? —¿Me acompañarías? —¿A Barcelona? —Sí. La idea es la siguiente: nos hospedaremos una semana en un hotel de cinco estrellas; es una recomendación de mi buen amigo Aleix. Lo echaré de menos allá donde vaya —Eneko dejó ir un largo y amargo suspiro—. Me ha comentado que el hotel está situado en el prestigioso Passeig de Grácia, cerca del barrio financiero y rodeado de las tiendas, las atracciones culturales y los restaurantes más exclusivos de toda la ciudad. Y he pensado, si lo ves correcto, reservar la suitte Penthouse para los dos. Está en la última planta, es la zona más tranquila del hotel, tiene dos magníficos dormitorios con dos terraza, sala de estar/comedor y cocina. Si aceptas, yo espero que sí, le haré saber al director del hotel, mediante un correo electrónico, que necesitaremos que un mayordomo esté a nuestra entera disposición, tanto de día como

187 de noche —guardó silencio y observó a su hija, que negaba con la mirada—. Mira, Ainoa, no haces buena cara y estás…, mucho más delgada —ella abrió mucho los ojos—. ¿Crees que no me he dado cuenta? Es tan obvio como preocupante. —No se preocupe, que el tiempo lo cura todo. —Eso es una falacia de la verdad a medias. ¡¡Mírame bien!! ¿Tengo pinta de estar curado, mejorado, restablecido o aliviado? No, claro que no, estoy peor que hace veintitantos años. La vida no se hizo para los que no queremos vivirla, sino para los que la puedan vivir en armonía. El tiempo puede ser el mejor aliado, y no te lo negaré, pero también el peor enemigo, todo depende del bando en el que se posicione éste. Hija mía, en sólo una semana moriré, ya está decidido y no hay marcha atrás. Quiero, necesito divertirme. Y si es en buena compañía, mejor que mejor, porque esa es la mejor de las riquezas, ¡apúntatelo! —Hoy se ha levantado con la vena más melodramática de lo que suele ser normal en usted. Y nadie sabe con certeza el día de su muerte a no ser que… —él asintió—. ¡Nooo! ¡¿Por qué?! —Porque cada día, desde que tú estás aquí, la tentación de decirle a mi hija que soy su padre es más fuerte que yo. Y me la imagino tan noble como tú, tan guapa como tú, tan sincera como tú y tan cariñosa como tú. Cada día me cuesta más levantarme y cada noche acostarme, así no puedo seguir por más tiempo —Y no me quiero levantar porque me muero por abrazarte y no me quiero acostar porque me muero por no haber tenido el valor de hacerlo, pensó. —¡Hágalo, llámela y dígale la verdad! ¿Quiere que marque su número? Si me pasa su móvil y me dice su nombre, haré lo más difícil, dar el primer paso. —No puedo, muy a mi pesar. Mi hija tiene una vida, unos padres… No, no estaría bien y no lo haré. —No entiendo la diferencia, tarde o temprano lo va a saber. —Tan cierto y verdad como que no es lo mismo. Si lo hago pondré su vida patas arriba, y no quiero que eso pase. ¿Para qué replantearse cosas innecesarias? Mi hija, como mucho, lo que le pasará una vez que se destape el pastel, será que no le interese el

188 legado que le dejo y lo rechace. A mí, lo que de verdad me quita el sueño es que acabe odiándome por mi cobardía. —Ha pensado en Alan. —A diario. También en Brenda, que seguirá cómodamente instalada, y bien cuidada allí donde está. Judith tuvo la culpa de lo que le pasó. No toda, pero sí bastante —Ainoa pone cara de sorprendida—. No sé cómo puedes sorprenderte sabiendo lo que sabes; una mujer capaz de hacer lo que hizo es capaz de hacerlo todo. Voy a darte un pequeño anticipo, aquí y ahora; Judith no tardó en conquistar a Brenda, poniéndola de su parte, la mujer era tan buena actriz como mala madre. Siempre he dicho que su única religión era el yoísmo, se quería a sí misma y a nadie más, ni siquiera a su nieto, sangre de su sangre. Y otra de las razones que me llevaron a acabar con la vida de ella fue… —se quedó pensando. —¿Cómo lo hizo? —En realidad no fui yo, sino su egoísmo, él la mató. —¿Cómo, se la comió por dentro? —Así fue, poco a poco, muy lentamente, su egoísmo por no querer compartir el café Blue Mountain jamaicano, el más caro del mundo, acabó matándola. La planta se cultiva a 2000 metros de altitud y se cosecha a mano con mínima producción. Decía que algo tan bueno no podía estar al alcance de cualquiera, que para eso estaban las marcas baratas, las comerciales de siempre. Y amenazó con despedir al trabajador o trabajadora que tuviera la tentación de probarlo. Le hacía una marca al paquete cada vez que le preparaban uno, créelo, que yo estaba presente. Hablando de café, me tomaría uno, ¿y tú? —Sí, pero del barato, de una marca convencional. Ambos rieron. —No te preocupes, el café por sí solo no mata, lo que mata es el acompañamiento. —Eso me tranquiliza, creo. ¿Me dirá de qué lo acompañaba su madre? —De un insecticida tan bueno y caro como su querido café. Sí, no me mires así, que a grandes males terroríficas soluciones.

189 Y sin que lo supiera nadie, yo, personalmente, fui mezclando un poquito de muerte en cada paquete. Siempre con la tranquilidad y seguridad de que nadie más iba a tomarlo, por supuesto. De no ser así no lo hubiera hecho, palabra de Conde. —¡¿En serio que lo hizo?! —dijo escandalizada. —Las injusticias no siempre las revierte la justicia. Y por si eso no fuera lo suficientemente grave, hay ocasiones en que las convierte en justas, o así pretenden vendérselo a todo aquel que quiera comprarlo. De ahí qué, a personajes ladrones y corruptos, les salga gratis saltarse la ley. Éstos, hacen lo que les da la gana con total impunidad. Saben que son intocables, inalcanzables o inviolables; llámesele como se quiera, pero ese privilegio no lo merece nadie. Y como para muestra basta un botón, ahí tenemos la figura del Rey. Él sabrá lo que habrá hecho y lo que no, yo sé lo que muchos, lo poco que se rumorea en los diferentes canales de televisión y lo mucho que circula por internet. Y ahí está, tal cual y campando a sus anchas porque nadie se atreve a meterle mano; en el supuesto caso de que hubiera una razón para ello. No seré yo quien le juzgue sin tener pruebas fehacientes de los hechos. ¡Qué plasta me he levantado hoy! Da igual, para lo que me queda, me permito el lujo de ser como me dé la gana. Voy a recordarte lo que decía Martín Luther King, seguro que lo sabes: La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes. ¿Cierto? —No quitándole la razón no se la daré. Según mi criterio, ha aplicado una de las leyes que Dios dio a los israelitas a través de Moisés. Y según esta ley, el castigo debía ser proporcional al perjuicio que hubiera cometido el individuo. Y en esos casos, la ley mosaica decía: Fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente. —¿Eres religiosa? —le extrañó, desconocía esa faceta. —Esa palabra se usa muy a la ligera, demasiado. Religioso, aunque no en el más estricto sentido de la palabra, es todo aquel que produce el bien y no el que practica el mal. O cree que esos curas asquerosos, malnacidos violadores de niños, son personas religiosas o mensajeros de Dios. ¡Ni por asomo! Son gente de la

190 peor calaña que, amparados por sus compañeros, porque el que calla otorga y se convierte en cómplice del hecho, se esconden bajo el hábito para conseguir su objetivo; destrozarles la vida a pobres niños inocente. Estamos en el siglo veintiuno, ya es hora de llamar a las cosas por su nombre. —¿Cuál merezco yo? —No me ponga en ese compromiso, por favor. Ahora bien, que no verbalice lo que pienso no le exime de la culpabilidad. —¿Me consideras un asesino? —Matricida. Hablemos con propiedad. Dicho esto, aunque no soy nadie para considerarlo nada, me gustaría saber una cosa, ¿se lo dirá a sus hijos? —Por supuesto. El que nada teme nada esconde. Dejaré dos escritos, uno para Alan y otro para… —la mente estuvo a punto de jugarle una mala pasada—, ella. Aunque creo que hay cosas que es mejor callarlas y dejarlas como están. No estaré aquí para purgar ningún pecado de los cometidos y ellos no merecen que nadie les vaya señalando con el dedo. Los hijos de los asesinos no son criminales, sino víctimas. Y en eso sí estarás de acuerdo, ¿no? —Totalmente, y ahora, aprovechando que estamos en modo sincero, dígame, ¿piensa suicidarse? —No pienso suicidarme —Ainoa suspiró aliviada—. Voy a hacerlo, el tiempo de pensarlo pasó. —Cada vez le entiendo menos, y mira que lo intento. ¿Va a dejar sola a Irene, después de todo lo pasado? —En ningún momento he dicho eso. Irene se viene. Sí, esta vez no la dejo atrás, me acompañará. Ya nadie podrá ponerle la zancadilla para que no lo haga. —Estoy pensando… que si a usted le parece bien, podemos pasar un día en Barcelona, sólo uno. Podemos pasear por donde quiera, y visitar los lugares más emblemáticos de la ciudad hasta acabar rendidos. —Mi idea no era esa. Quiero ir a Montjuic, al Tibidabo y al Zoo. No pretendo hacer ninguna visita cultural. Quiero acción y diversión, aunque desconozco el significado de ambas palabras.

191 —Por mí perfecto, nunca he estado en ninguno de esos tres sitios. —Saldremos mañana. ¿A las siete de la mañana te va bien? —Perfecto, estaré lista a esa hora. Y pensándolo bien, lo de pasar una noche en Barcelona no es mala idea. Si vamos a andar todo lo que dice volveremos reventados. —¡Esa es mi chica! Verlo así de feliz hizo que se le saltaran las lágrimas. Éstas dieron paso a unos sentimientos inquietos que se agitaban en su cerebro, batallando entre lo ético y lo que le dictaba su corazón. «Lo que le ha pasado es injusto a todas luces, se mire del lado que se mire. Como también es indiscutible que es un asesino; le ha quitado la vida a otro ser humano y eso no tiene justificación de ningún tipo», pensó. E intentando justificar lo injustificable, Ainoa sentía compasión por su jefe, le vino a la memoria lo que había leído sobre esta temática. Cuando tomamos una decisión, inexorablemente las emociones y sentimientos juegan un papel determinante. «¿Entonces, la razón que lo llevó a hacer lo que hizo, tampoco era discutible?», empezaba a ahogarse en un mar de dudas cuando Eneko le lanzó el salvavidas. —¿Qué pasa, hija mía? —le preguntó mientras le sacaba las lágrimas. —Que me voy a quedar un poco huérfana. Él, intentando disimular lo afectado que estaba, rió. —Me gustaría darte un abrazo —lo miró sorprendida—. No hay nadie más y necesito un abrazo. Estoy muy falto de cariño. «Pobre hombre rico», pensó conmovida por la situación. —Venga —dijo abriendo los brazos—, abracémonos, que a mí también me vendrá bien. Hace demasiados días que no veo a mis padres. Se abrazaron. Él la quería más que a su vida y ella empezó a quererlo en su vida. —No lo hice por mí, ni por Irene ni por lo que nos hizo a los dos. Entendió perfectamente de qué hablaba Eneko, pero quería saber más.

192 —¿Entonces? —Te tenía por una persona perspicaz, con agudeza mental, gran ingenio y un alto nivel de intuición. Aunque creo que ya lo sabes y quieres oírlo de mi boca. Lo hice por ellos, únicamente por mis hijos. No iba a marcharme y dejarlos en manos de esa… ¡Ni loco! Nos desgració la vida a Irene y a mí, no podía permitir que también se lo hiciera a ellos. Cuando llegué a la conclusión de que mi vida ya no tenía ningún sentido, decidí quitármela de encima. Era mi única opción, la mía y la de mis hijos. ¿Alguna objeción? —La razón no exime a la culpabilidad, son cosas diferentes. —Aunque soy el único responsable de mis actos, por suerte carezco de sentimiento de culpa y no me siento mal por lo que hice, al contrario, debí haberlo hecho mucho antes y más rápido, con una sola dosis. Hubiera evitado tantas cosas, ambas estarían aquí, mi mujer y mi hija, sanas y a salvo. —Pero usted estaría en la cárcel, o habría pasado por ella. —¿Te parece que no lo estoy? Soy prisionero de mis actos y esclavo de mis secretos. Era, he encontrado la llave para abrir la puerta hacia la libertad y estoy a punto de traspasarla. No hay dolor eterno ni cuerpo que lo aguante. —Comprándole lo que dice, y ya le aseguro que no es nada fácil, Alan, en esas circunstancias, no existiría. ¿Se ha parado un segundo a pensarlo? Le habría negado el derecho a nacer. —Puede que no se llamase Alan y que no tuviera su cara ni su encanto, pero te aseguro que sería una persona estable y feliz. Pensó que tenía mucha razón, el amor entre los padres hace mejores a los hijos.

A las siete en punto se encontraron en el salón, y al primer golpe de vista, Ainoa no lo reconoció. —¡Se ha teñido el cabello! —¿Te gusta, me sienta bien? —Me encanta, le queda fenomenal. Se ha quitado al menos veinte años de encima. Se le ve rejuvenecido, le hace más guapo y más simpático, menos agresivo. ¿Cómo le ha dado a usted por

193 ahí? —No gano para sorpresas con este hombre, es un personaje de cuidado, pensó. —Vale que cuando paseemos por la ciudad de Barcelona a la gente le dé por pensar que soy tu padre, me halagaría mucho, pero que piensen que soy tu abuelo, no, de ninguna manera —la figura de Irene volvió a su mente, tan nítida como de costumbre. Un destello brilló fugazmente en los ojos de él, ella lo miró y le parecieron distintos, tanto en el color como en la forma, que se le habían achinado un poco. Y pensando que podía deberse al tinte castaño claro dorado, que le habían aplicado, se acercó aún más a Eneko. «No, no es eso, hoy tiene un encanto desconocido, un tanto diabólico», se dijo. Pararon en una cafetería, y mientras disfrutaban del café se entretuvieron hablando de muchas cosas, desde la más pequeña e insignificante anécdota, hasta la más personal y profunda. Eso sí, cada cual con sus reservas, secretos o inconfesables amores; Eneko por ella y ella por Alan. Nunca pensó que podría pasárselo tan bien, y menos con un hombre que deseaba la muerte a toda costa. Hoy parecía otro en todos los sentidos, estaba espitoso, y con una inusual alegría que contagiaba a propios y extraños. Llevaban casi dos horas en el Parque de Atracciones Tibidabo y ya se habían montado en el Diávolo, en el Hurakan y en el Piratta. Éste último, un barco que te eleva casi hasta tocar las nubes y te balancea a casi 180º, apto para los más valientes o descerebrados. Pese a no ser el caso de ellos, Ainoa insistió mucho en subirse con él. Ahora estaban en la cola de la Montaña Rusa y aún les quedaba alguna que otra atracción más. Ainoa estaba mareada de tantos movimientos, de tanto sube y baja y de tanto entrar y salir. Eneko también lo estaba, pero en su caso era porque no sabía cómo gestionar la frenética noria de emociones o el overbooking mental que sufría. —No sé tú, pero yo tengo más hambre que el perro de un ciego —dijo él cuando salían de visitar el castillo de Montjuic.

194 —Y yo más que un lagarto amarrado a una pita. He salido un poco mareada del parque de atracciones, pero subirme en el teleférico ha sido el remate, tengo el estómago revuelto. —Lo suyo es acercarnos al parque de la Ciudalela, allí hay un restaurante de los que me gustan, con encanto, buena cocina y buen vino. Después, como está al lado, daremos un paseo por el Zoo, que desde que mi abuela me llevó, y era bien pequeño, no he vuelto a ir. Y siempre quise llevar a Alan, pero el hombre propone y Dios dispone, no hubo ocasión. Ainoa hizo una mueca de dolor, pensando que él no la veía. Pero Eneko siempre está pendiente de ella. —¿Ocurre algo? ¿He dicho algo inapropiado o molesto? —¡Nunca! Sólo es un run run que tengo en las tripas, suena como el rugido de un león hambriento. —Ahora mismo lo soluciono. Llamó a Aleix y le pidió que se acercase con el coche. —Cambiando de tema —dijo mirándola directamente a los ojos mientras guardaba el móvil en un bolsillo—. ¿Qué esperas de la persona que te enamore? —Cualquier cosa menos cobardía. No se ofenda, no lo digo por usted; Dios me libre de querer juzgar a nadie. Soy de las que prefiere llorar junto a un valiente que tener que reírle las gracias a un cobarde, creo que es infinitamente mejor. El rostro de él cobró una expresión de repugnancia, de odio hacia su propia persona. Sus cejas se inclinaron levemente y sus ojos se inyectaron en sangre. Eneko se sentía más culpable de lo habitual, era el único culpable de su insana culpabilidad. «Morir es rendirse, y forma parte de la falta de valor que he tenido. Aún así, ni perdonaré mis culpas ni olvidaré mi falta de juicio. Si los locos pueden recuperar la cordura, soy un cuerdo bien loco», se dijo mientras la miraba, inmensamente orgulloso de ella. —Eres increíble. No cambies nunca. —Es demasiado benevolente conmigo para lo poco que me conoce. —Prométeme una cosa. —Siempre que esté a mi alcance, lo que quiera.

195 —Prométeme que serás feliz. —Lo prometo. O al menos moriré intentándolo. Y acaba de ponerse en modo padre. Lo hace demasiado a menudo, ¿es usted consciente? —Sí, plenamente consciente, y me gusta estar en ese papel. Aprovechando la coyuntura, hija mía —le dedicó una sonrisa de lo más encantadora—, quiero que tengas presente esto: la culpa nunca hace al culpable, sino que el culpable hace la culpa. Esta razón es más que suficiente para que te pienses dos veces cada paso que vayas a dar. Para mí ya es tarde, demasiado. —Aún no entiendo qué es lo que quiere exactamente de mí, de verdad se lo digo. ¿Se ha parado a pensar cómo quedará mi vida después de poner negro sobre blanco sus miserias? ¡No, no lo ha hecho! Y empiezo a pensar que es una persona egocéntrica y egoísta —Él abrió los ojos como platos de pizza—. También creo, o más bien estoy segura, que el yoismo es intrínseco en su familia —Ainoa pensó en Alan—. En todos y cada uno de ellos; no se escapa ni el gato —Eneko, desconcertado, pensó que ella, su propia hija, estaba siendo muy dura con él. Y el inesperado arranque de sinceridad le dolió más que una bofetada—. Tarde, o demasiado tarde, es un concepto que se aplica muy a la ligera. Las cosas no son siempre definitivas e irrevocables, con un poco de voluntad, por las partes implicadas, se puede llegar a un buen entendimiento. Eneko no tuvo tiempo de rebatirle nada, llegó Aleix. —Delante de él no hablaremos de nada transcendental. Sí, es cierto que está al tanto de todo. Pero hoy no pinta nada aquí y lo único que haremos es rellenar el silencio con una simpática y trivial conversación. Lo repetido aburre y lo banal entretiene. —Lo que usted diga. Es el que me paga la nómina, ¿no? —¿He cometido algún error? —preguntó descompuesto. —¡Alguno, dice! Está de broma, ¿no? —Me refiero aquí y ahora, contigo. Parece que no sea santo de tu devoción. ¿Qué ha cambiado desde ayer? Sólo me faltaba que tú también me castigases por mis hechos o falta de ellos. Yo soy mi peor juez, ni he pasado página ni lo haré nunca. Por eso,

196 la única manera de dar carpetazo al tema es acabar para siempre con él, conmigo en este caso. —Lo siento, perdóneme. No estaba en mi intención herirlo, el dolor de estómago se agudiza y me estoy poniendo de muy mala luna. Como muestra de mi amistad con usted, y aunque no esté de acuerdo con las formas, le prometo estar allí el día de su despedida. Aleix bajó la ventanilla. —¿No suben? —dijo mirando a su jefe. —Danos un minuto, por favor, Aleix. Y sube esa ventanilla que la conversación es privada. El secretario arrugó el morro y obedeció. —No, por ahí sí que no paso. Lo que dices es inviable. Ese día no puedes ir. Tú, Ainoa, la persona que ha trabajado para mí estos últimos y maravillosos meses, no estarás. Ese día, las dos personas que estarán allí lo harán en calidad de hijos. Tú y yo, jefe y empleada, nos despediremos mañana al terminar el tour. A partir del momento que recibas la carta, con todos los detalles restantes, serás libre de decidir qué quieres contar y qué quieres callar. En tu conciencia quedará tu decisión, para bien o mal. —¿Y quién avisará a su hija? —Eso no es cosa tuya. Los temas de familia sólo incumben a la familia. —Aleix, él se encargará, como hace con todo —añadió ella, a pesar de que nadie se lo había pedido—. Estoy un poco harta de los puzles que le faltan la mitad de las piezas y convencida de que él la conoce. Igual que conoce todo de usted, no me lo negará. —Ni confirmo ni desmiento. Calladito estoy más guapo. En boca cerrada no entran moscas, y la que pulula a mi alrededor es bastante traviesa, debo andarme con mucho ojo. Aunque estaba disgustada, sonrió. Se sentía utilizada por su jefe. Le pagaba muy bien, cierto, pero era poco sincero con ella. Eneko hizo un gesto, y Aleix bajó a abrirles las puertas. —Tiene mala cara, señorita. —¡Métete en tus asuntos! —dijo Eneko alzando la voz.

197 —Perdone, señor Conde. —No, perdóname tú. Soy un imbécil —Un imbécil que no quiere morir y que le asusta perder de vista a sus hijos. Pero no puedo seguir viendo al amor de mi vida enredada, atrapada entre dos mundos, pensó. —¿A dónde les llevo? Parece que el viento vuelve soplar en la dirección opuesta a la que debería. Corren malos tiempos para los aquí presentes —Aleix entró en pánico, su jefe le miraba con cara de pocos amigos—. Eneko, no me regañes, soy mayorcito y sé lo que me hago, también lo que me digo y por eso hablo de esta manera —El aludido, en pocos segundos pasó del malestar a un agradable asombro. Nunca lo había llamado por su nombre ni lo había tuteado—. Y no revelaré nada que no sepamos ya. El día que deje de verte, para siempre, habré perdido a mi mejor amigo, amén de un trabajo con un sueldo de ministro. Y Ainoa, aunque hace muy poco que la hemos dejado entrar en nuestra secreta hermandad, se ha ganado a pulso el título de abnegada y fervorosa peregrina. Para sorpresa de los que escuchaban, Aleix volvió a bajarse del coche. Se dirigió a la parte trasera de éste y buscó algo en el interior del maletero. —Ainoa, con este ramo de flores quiero darte la bienvenida al club de los que siempre tendremos en nuestro corazón a una buena persona. Una persona noble, de título y acción como lo es Eneko, mi jefe y tu… El tiempo será el encargado de decir en calidad de qué lo recuerdas tú. —¿Ves porque nunca me he desprendido de él? Es una joya única. ¡Cómo tú! El mundo está lleno de gente decepcionante y gente excelente. A mí me gusta rodearme de estas últimas, pero como a perro flaco todo son pulgas, las otras, las primeras, me acosan y me envuelven en su maligno manto. ¡Son fieras! Lobos con piel de cordero, que atrapándome en su boca e hincándome sus largos y afilados dientes han descuartizado mis sentimientos partiéndolos en mil pedazos. —Eneko —Aleix volvió a llamarlo por su nombre—. Y tú, ¿cómo nos recordarás? En el supuesto de que se pueda recordar

198 cuando ya se ha cruzado la puerta y entrado en el paraíso —lo que dijo no lo sentía, sólo intentaba quedar bien en un momento como este. Aleix, ateo convencido, librepensador, humanista y escéptico, siempre se negó a creer en nada que no pudiera ser demostrado. Y alegando que la relación entre la inteligencia y la religión era toxica e insana, no se dejó influir por ninguna. Mientras hablaban, Aleix, que era el que conducía el coche, seguía la conversación a través del espejo retrovisor. —¿Un convencido se ha reconvertido? Si no lo oigo no lo creo —dijo Eneko, incrédulo por las palabras de su amigo. —Nada más lejos de la realidad, querido amigo. Como bien sabes, porque lo has tenido que sufrir en tus propias carnes, las palabras, si no van acompañadas por acciones o hechos no dicen nada. Palabrería, un exceso de palabras sin sustancia ni utilidad; un querer quedar bien o rellenar incómodos silencios —recordó que no le había contestado a la pregunta—. Y no te salgas por la tangente y cuéntanos cómo nos recordarás. —No estoy eludiendo la pregunta, hacía una observación de tu grandilocuente locución. El día que te entrevisté, te conté que no me gusta la gente que dice lo que sabe, sino la que sabe lo que dice, que es muy diferente. Y cuando te pregunté qué podías aportar al puesto que te ofrecía, tu acertada respuesta fue: Sobre todo y ante todo discreción. No soy muy inteligente y en algo le fallaré, seguro que sí. Pero soy discreto en mis discrepancias, la vida me ha enseñado que debo ver, oír y callar, o sonreír al que me critica y no oír al que me insulta. Y dicho lo que dijiste, que me pareció perfecto y por eso te di el empleo, os abriré un poco mi corazón. A ti, mi mejor amigo, te echaré de menos por lo que has representado en mi vida, no hace falta que añada nada más, ambos sabemos el fuerte lazo que nos une —se giró hacia ella y le sonrió apenado—. A ti, Ainoa, por lo que pudo haber sido y no fue. Ella pensó que era por la amistad que empezaba a gestarse entre ellos. —Pienso igual que usted, si hubiéramos podido conocernos bajo circunstancias más tranquilas, tal vez nos uniría una bonita

199 amistad. Le estoy muy agradecida por todo. Sé que lo sabe pero igualmente quería decírselo. Y ahora que cada cual ha dicho lo que pensaba o sentía, quiero pedir un último favor. —¡Dime, sea lo que sea la respuesta es sí! —emocionado, le salió del alma. Estaba dispuesto a todo, menos a revelarle que era su hija. Ainoa miró a Aleix, indicándole que le hablaba a él. —El día que te acercaste a mí, por primera vez, pensé de ti que eras un engreído estirado. O un petulante orgulloso venido a más —Eneko sonrió, el ataque de sinceridad le divertía. Aleix, por su parte, pensó que la confianza daba asco—. Pero como el tiempo pone a cada uno en su lugar, creo que fue una suerte que te cruzaras en el camino de nuestro jefe. Le haces bien y eso me gusta, me da la tranquilidad que me falta cuando estoy dentro de Palacio —su mirada cambió de destinatario y volvió a Eneko—. Jefe, aprovechando la coyuntura, y me refiero a la casualidad de que estemos los tres juntos, ¿por qué no hacemos la comida de empresa? No falta tanto para navidad, y como dice que se va de viaje y estará fuera en dichas fechas. No sé, me ha parecido una buena idea. Tuvo que contenerse para no llorar allí mismo, en presencia de ellos. Emocionado, por lo mucho que la quiere y lo orgulloso que está de ella, y apenado por marcharse sin decirle la verdad, las lágrimas salieron de sus ojos y bañaron sus mejillas. —¡Qué loca conduce la gente! —dijo Eneko. Miraron al exterior, no vieron nada anómalo ni inusual. No había nada que mirar, Eneko había usado una ingeniosa táctica de distracción; aprovechó que nadie le miraba y se pasó el puño derecho por la cara. —Lo has dicho para cambiar de tema, Eneko. ¿No te parece una buena idea? —dijo Aleix. —La idea me parece bien, muy bien. Pero lo que me parece fantástico es que me tutees, que me llames por el nombre, ya era hora. Todos somos iguales ante Dios, ¿no dicen eso? —¡Y una mierda! Y perdona la expresión. Partiendo de la base, de que llamar de usted a alguien no nos hace inferiores ni

200 es sinónimo de pleitesía, y que el respeto es solo para quien se lo merece, de ser cierto lo que dice de él —habla de Dios, pero se niega a llamarlo así—, no permitiría que hubiese dos tipos de gente, la privilegiada y la apaleada. Y dejemos este tema que me pongo negro. No puedo con las injusticias sociales, eso de, dime dónde has nacido y te diré cómo te irá, es una aberración. —El gruñón que llevas dentro ha despertado tarde. ¡Pero no veas qué energía trae! Los ricos también sienten, sufren y lloran. Enferman y mueren como el resto de la humanidad. —Tu discurso está basado en una pequeña minoría y yo te hablo del resto, de la mayoría de los mortales. Cierto que tú has tenido peor vida que muchos de nosotros, imposible negarlo, pero tenías la posibilidad de cambiarla y te mostraste impasible o acojonado, o ambas cosas. Yo, en tu lugar, hubiera removido Roma con Santiago y no habría parado hasta lograr mi objetivo. Es cuestión de prioridades, únicamente de eso, y en el momento en el que te plantaste y le dijiste a tu madre que sí o sí la sacabas y te la llevabas contigo, y amenazó con desheredarte, dejándote sin nada, decidiste tu destino. Pero tu egoísmo no quedó ahí, fue más allá, debiste aceptar la ayuda que te ofrecieron para agilizar su marcha, minimizar el tiempo que le hubiera quedado, que por aquel entonces se desconocía —Ainoa aguantó la respiración, le costaba creer lo que escuchaba. Eneko no le había contado nada de eso. Y aunque no tenía la obligación de hacerlo, le molestaba que no hubiera querido compartirlo con ella, y sí con Aleix—. Dicen que el miedo es libre, es cierto, y circunstancial en el ser humano. Pero aumenta potencialmente cuando existe el peligro de perder el poder o control; sea económico, político, social… Es difícil posicionarse en la vida, lo admito, y esa es una de las razones por la que sigo soltero. Una doctora en psicología de la Universidad de California, asegura qué, «A más autosuficiencia, menos probabilidad de experimentar emociones negativas». Yo que soy un defensor acérrimo de las mujeres, que son lo mejor de la vida, siempre he pensado que son más inteligentes que los hombres, doy fe de ello. Aclarada mi posición, vuelvo a lo que dice esa mujer: en líneas generales, las personas solteras tienen

201 una vida más placentera que las personas casadas. La psicóloga, después del estudio realizado, ha llegado a la conclusión de que la gente soltera tiene más sentido de la autodeterminación y más posibilidades de desarrollarse continuamente como persona. —Otro motivo para no casarme. Gracias, acabas de abrirme los ojos a la realidad. —No estoy de acuerdo con ninguno de los tres, ni con esa afamada psicóloga ni con vosotros. Si tienes la suerte de dar con la persona idónea, y entre los dos saben mantener las columnas básicas de la relación, que son estas tres: el amor, la intimidad y la confianza, el éxito está garantizado. Espontáneamente, y al unísono, los dos oyentes aplaudieron las palabras de Eneko. —Mis padres me han enseñado que el mundo es para los que aman y son amados, las persona que nunca han sentido nada por nadie, o no han vivido un verdadero amor, realmente no han existido. Son ese tipo de personas que pasan por la vida sin pena ni gloria. O con mucha pena y sin ninguna gloria, depende de lo que le haya tocado en suerte —contaba ella, que pensaba igual que hablaba—. Y dejémonos de amores y desamores y vayamos al quid de la cuestión, ¿la comida sigue en pie o con las puyitas habéis perdido el hambre? —¡Qué envidia me da esta juventud! Por nada del mundo pierden el apetito. Yo, en cambio, a poco que se me tuerza algo no como ese día —dijo Aleix, mientras maniobraba para dejar el coche bien aparcado. El local no era muy grande, treinta mesas más o menos, y la carta que se exhibía en la puerta no era tan extensa como Ainoa esperaba. No obstante, y según les contó Aleix, que era el que lo había escogido, los diferentes platos, con identidad propia, eran de una calidad excepcional. Plato tras plato, conversaron animadamente mientras bebían y brindaban por esto o aquello. Llegaron los cafés, las copas y la cuenta. Eneko abonó lo que se debía, pero ninguno hizo ademán de levantarse y siguieron allí, sentados, charlando como grandes

202 amigos. Y si una buena comida tiene que ir acompañada de una buena sobremesa, lo estaban logrando. —Nunca te había visto tan dicharachero —dijo Aleix. —Nunca me has visto feliz —aclaró Eneko. —¿Y dónde radica la diferencia? Me refiero con respecto al resto de los días. —La libertad que me otorga saber que me voy, la comida tan excelente que nos hemos metido entre pecho y espalda, las copas que nos hemos bebido que, por cierto, hace bastante que perdí la cuenta, la inestimable fidelidad de mis dos trabajadores favoritos, el que ya era hora de que mi amigo me hablara como tal, ¡y qué coño! Por ti, Ainoa, porque eres una de las personas más excepcionales que he conocido. Y ya por último, aunque la lista es más extensa, porque he dicho una palabra malsonante y me ha sonado muy bien, tanto, que pienso soltarla a menudo. —Quédese un tiempo más entre nosotros —imploró Ainoa, con los ojos humedecidos. —Es mucho lo que pides, hija mía. Ya no dispongo de más tiempo. Mi ciclo aquí ha concluido, como todo concluye en esta vida. Tengo todo el derecho a irme y así lo haré. Y no quiero ni una sola lágrima, ni un halago ni un reproche. Hice lo que hice y ya está hecho, no hay vuelta atrás. Pero que mi paso por la vida te sirva de lección; piensa bien qué debes hacer o dejar de hacer en cada momento. Pero no pares mientras lo piensas, el tiempo pasa y no se detiene para nadie. Hazme caso por esta vez, y haz lo que yo diga pero no lo que haga, o peor, lo que haya hecho. —¡Menudo juego de palabras! Voy de asombro en asombro con usted. Hoy no gano para sorpresas —dijo Ainoa. —¿Podrías hacer un esfuerzo y tutearme? —Me dirá que sí, pensó Eneko. —Como poder, podría, pero ni quiero ni voy a hacerlo. Lo digo desde el respeto, no se ofenda. —Para ser tan respetuosa has sido muy descarada. Aleix reía de alegría, la actitud de su amigo, tan diferente a la acostumbrada, despertó en él ideas y pensamientos olvidados. «Una golondrina no hace primavera, tampoco una flor, pero hoy

203 parece haber dejado atrás la melancolía que continuamente lleva a rastras, la enfermedad ética en el que el sujeto responde a una pérdida con un sentimiento de culpabilidad demasiado invasivo, reprochándose, cada segundo, el auxilio denegado a la victima». —¡Echad un vistazo a vuestro alrededor! —Dijo Eneko, al ver a Aleix abstraído—. Todos los que veis, tanto a la izquierda como a la derecha, es lo más granado de la cuidad. Yo sé quién es cada uno de ellos o ellas, en algún momento de la vida hemos coincidido en un evento. —¿No se habla con ninguna de esas personas? —preguntó extrañada. —Con todas y cada una de ellas, sin excepción. Pero nada me aporta ninguna y nada me importa ninguna. No añaden nada de colorido a mi oscura vida; cuando tienes este sentimiento no vale la pena ningún tipo de relación. Además, y por si ya te has olvidado, nadie me reconocería con mi nueva imagen. —Muy ingenioso por su parte. ¡Sí señor, con un par! Ahora comprendo todo. No, todo no, acabo de recordar un detalle que se me había pasado por alto: el día que éste me asaltó —señala a Aleix con el dedo—, cuando estaba con mi amiga en la cafetería aquella, no las llevaba —se refería a las gafas de éste. Ahora las tenía Eneko, formaban parte de su nuevo look. Eneko le pidió, en la primera parada que hicieron y antes de bajarse del coche, que se las prestara. Aleix no las necesita porque no es miope, y sólo las lleva cuando está en un sitio público, donde hay gente. Un día, viendo un programa de Risto Mejide, decidió que quería unas iguales. A la mañana siguiente, en una óptica cercana a su casa, se las compró. Y Eneko, pretendiendo pasar desapercibido y no tener que hablar con nadie que no quisiera, creyó oportuno llevarlas puestas. Ni para comer se las quitó. —Dice el dicho que la primera impresión es lo que cuenta —contestaba Aleix—. Y yo digo que es muy importante que la primera vez que te dirijas a alguien lo hagas a vista descubierta. La persona en cuestión, al mirarte a los ojos, podrá intuir si tú le transmites confianza o desconfianza. Tú, chica inteligente, ya lo deberías saber, porque es de primero de periodismo.

204 La ironía con la que habló molestó un poco a Ainoa, que no dudó en contraatacar. —Ja, ja, ja. Siento ser más inocente que joven, mi querido contrincante. Pero cuando tenga tu edad, que ya tienes más años que Matusalén, tendré más potencial que tú. —¡Largo me lo fías, niña! Los hechos hablan y las palabras sobran. —No me gusta ni el clasismo ni el sexismo, pero todos los estudios demuestran que, aunque las mujeres tenemos el cerebro ligeramente más pequeño que los hombres, de media unos cien gramos más ligero, la utilidad es mayor y mejor. Los elefantes, por ejemplo, tienen un cerebro mucho mayor que los humanos, pero, hasta donde se conoce, nada sugiere que puedan tener una inteligencia mayor. Y aunque el cerebro femenino pesa un poco menos, ambos géneros tenemos una relación parecida del peso cerebral respecto al peso corporal. Otra diferencia, y no menos importante, la tenemos en el lóbulo frontal. Éste es el encargado de hacer juicios, predicciones, planear acciones futuras… Y en la región de la que hablo, la mujer tiene una mayor cantidad de células que el hombre. Y quiero añadir un rumor que circula por los mentideros: dicen que el tamaño del pene no importa; no es mejor el más grande, sino el que sabe lo que se hace. Nosotras, y a pesar de que el tamaño de nuestro cerebro sea más reducido, lo estiramos como un chicle para sacarle el máximo partido. —Para ti la perra gorda, Ainoa. ¡Qué cansina puedes llegar a ser! Ahora en serio, a veces es por torpeza y otras por falta de palabras. Sea como fuera, y por una vez, estamos totalmente de acuerdo; también he leído el artículo —Ainoa hizo un gesto de asombro—. No sé de qué te extrañas, leo mucho y variado. Que no tenga pareja no significa que no me gusten las mujeres, sino al contrario, que me gustan todas. Soy, o procuro ser, un hombre documentado. Nunca sabes con quién llegarás a hablar ni de qué tema, por eso es bueno saber un poco de todo. Volviendo a ese artículo, no recuerdo quién lo escribió pero le doy veracidad a la noticia —coge la mano derecha de Ainoa, se la acaricia—. Creo que nos conocemos lo suficientemente bien como para no caer

205 en absurdos malentendidos que no nos llevan a ninguna parte. Los dos sabemos qué es la música del lenguaje, ¿verdad? —Ella hizo un gesto de cabeza, afirmando—. Entonces, amiga peleona, deberíamos saber interpretar cuándo estamos bromeando, siendo irónicos o lanzándonos una advertencia. Los malos entendidos es lo peor en una relación, del tipo que sea. La comunicación es de vital importancia, y a veces, cuando tenemos la mala fortuna de toparnos con alguien que no entiende de razones, o no quiere entenderlas porque se cierra en banda, mejor callar que discutir. ¡Qué hablador estoy! Callaré, no vaya a ser que con tanto vino os descubra algo… Cae más rápido un hablador que un cojo, o algo así, empiezo a estar espeso. ¿Nos damos un beso para sellar la pacífica y duradera amistad, Ainoa? La que ojalá tengamos en adelante y para siempre. Y después de… —Que tu padre muera, pensó—, me gustaría que contaras conmigo para todo lo que te haga falta. De corazón te lo digo. Quizá no empezamos bien, no importa, ahora me gustas. Eneko sonrió, lo que acababa de escuchar lo tranquilizaba, los sentimientos de su amigo eran verdaderos. Ainoa se levantó decida a cumplir con el deseo de su recién estrenado amigo; lo será hasta el día de la muerte de éste. Aleix, por lógica, se irá muchos años antes que Ainoa, aunque ahora es demasiado pronto para que ninguno de ellos piense en eso. Él hizo lo propio, también se levantó, abrió los brazos para estrecharla entre ellos mientras se besaban en las mejillas. El tiempo pasó como una estrella fugaz en el firmamento, el camarero que les había atendido se acercó y les pidió con mucha amabilidad, y una enorme sonrisa en la boca, que debían dejar la mesa. Era la hora de recoger y volver a preparar para el servicio nocturno. —No es tiempo de ir al Zoo, ya no quedan horas ni ganas. Tampoco quiero que este día se acabe y os propongo ir al hotel, allí nos tomaremos la última. O las que se tercien, no seré yo el que diga cuánto podéis beber. Aleix, que ya iba un poco entonado, empezó a cantar.

206 —Ese jefe, ese jefe es, uh, uh, uh. Ese jefe, ese jefe es, uh, uh, uh. Ese jefe… —no pudo continuar, Ainoa le tapó la boca, todo el que paseaba por la calle miraba, y reía con las payasadas de Aleix que, además de cantar, saltaba y daba palmas. —Shh… ¡Basta, insensato! Si no te callas, hasta de la calle nos desalojarán —le regaño riendo. Cuando la compañía es la ideal todo fluye con naturalidad, y eso les pasó a los tres, estuvieron bebiendo y hablando hasta el amanecer. —Lo que bien empieza bien acaba, o así debería ser, ¿no lo cree? —dijo Ainoa mientras se metía en la cama de Eneko, en la suya no podía pegar ojo y decidió hacerle una visita. —¡¿Qué haces insensata?! —desconocía las intenciones de su hija y por un momento se asustó. Aunque estaba muy bebido, una hija es una hija. —Estaba en mi cama, solita, dándole vueltas a lo que me ha dicho: a partir de mañana no volveremos a vernos más. También me daba vueltas la habitación y no podía hacer nada por pararla. Entonces me he dicho: si esta es la última noche que voy a pasar con mi abnegado y cabezón padre, lo más normal sería que nos acostáremos en la misma cama y durmiéramos juntos. Se quedó pasmado, patidifuso, y con los ojos desorbitados y ahogándose con su propia saliva, exclamó para sí: «¡Lo sabe, lo sabe!». Respiró hondo. «No, no puede ser, siempre supe que era muy lista, pero no creo que me haya descubierto». Ainoa, que ya había encendido la luz, lo vio tan lívido que pensó que el motivo no podía ser otro más que la irrupción de ella en el espacio de intimidad de él. Y en un intento de relajar o suavizar la situación, bromeó. —No es lo que piensa, ¡relájese! Aunque se haya teñido y parezca más joven y más guapo, no es mi tipo, en absoluto, se lo aseguro. Se lo he dicho infinidad de veces y voy a decírselo por última vez: desde que llegué a Palacio no ha hecho otra cosa que llamarme hija mía, ¿verdad? —Asintió, temblaba un poco y se preguntaba a dónde les conduciría aquella situación. Y estaba dispuesto a afrontarla, también muy bebido, y se sentía bastante

207 empequeñecido ante ella. Y sin saber qué decir o hacer, no se le ocurrió nada mejor que desviar la vista hacia el suelo; como si al no verla ésta desapareciera por arte de magia—. Esta noche no tengo sueño, ni gota, estoy desvelada del todo. Tampoco me gustan los espacios grandes, resultan fríos, nada acogedores por más calor que haya en su interior. Además, aún me falta mucho por saber y entender, de su vida, digo. Por esa razón, mi querido papá, aunque sólo sea en la ficción y por un breve espacio de tiempo —Eneko suspiró aliviado, mucho, su hija no sabía nada y todo estaba como debía estar, como debía seguir—. ¡Déjeme dormir a su lado! Sé que no es necesario que le diga que no hace falta que se abrace a mí mientras dormimos. Pero se lo digo, ¡ni se le ocurra! Se rió con tantas ganas, que creyó que el pecho se le partiría en pedazos muy pequeños. —¿Qué le hace tanta gracia? —Tú, hija mía. Sólo tú. Cuando te elegí para mi propósito nunca imaginé que me harías pasar tan buenos momentos. —¿Quién le habló de mí? Me gustaría saberlo. —Un cazatalentos experimentado. Mi mejor fichaje. El tipo es un crack en todo lo que se propone. —¡Vamos, que no piensa decírmelo! —El buen periodista, es aquél que bajo ningún concepto o pretexto delata a su fuente de información. —Me gustaría que habláramos un poco de Brenda. De ese personaje, y perdone la expresión, poco o nada sé. —¿Qué quieres saber? En lo que pueda, te ayudaré. —¿Dónde están sus padres? Nunca he oído hablar de ellos, ni de su boca ni de la de nadie. —Justicia poética. Jean Pierre y Monique, así se llamaban los padres de Brenda, eran tan malos o más que Judith. ¡Y mira que eso es difícil, por no decir imposible! Pero a veces la vida te sonríe, aunque solo sea con la mitad de la cara. Brenda se quedó huérfana. Por fortuna, no tuvo que mover un dedo para lograrlo; el karma se encargó de mover los hilos necesarios para que las malas acciones de éstos no quedaran impunes.

208 —¿Cómo? ¿Puedo saberlo o también me está vetado? —Poniéndoles un árbol en medio de la carretera. Según nos explicaron los expertos, una fuerte racha de viento lo arrancó de raíz, hasta ahí todo normal, pasa a menudo. Pero éste, en vez de caer hacia el lado izquierdo, que era el sentido más lógico por su situación, lo hizo hacia el lado derecho invadiendo la vía por la que circulaban. Yo pienso, porque lo necesito, que fue cosa del destino. Éste pone a cada cual en su lugar, cada uno cosecha lo que siembra. —Si no recuerdo mal, porque hemos hablado tanto que ya no retengo ni la mitad, usted dijo que no creía en el destino, que cada uno debe forjarse el suyo. —El destino en el que no creo es en el de los cómodos, en el de los que se sientan a esperar que la fortuna les toque con su varita, que es justo lo que hice yo. Tampoco culpes al destino de todos tus males, ¡ayúdalo a ayudarte! Si uno sale a dar un paseo y no va mirando al suelo, lo más normal es que tropiece y se dé una leche. En este hipotético caso, ¿quién es el mayor culpable, el destino o el torpe que camina sin prestar atención? —El torpe, por supuesto. Intuyo que lo que trata de decirme es que hay que enfrentar y afrontar los problemas para después aceptar la responsabilidad que éstos exijan. —Por supuesto que sí. Hacer lo contario es cerrar los ojos a la realidad. Huir de las obligaciones y dejar de luchar por lo que se quiere, es un grave error. No sueñes con tu vida ni vivas una vida paralela, haz tangible lo intangible o palpable lo intocable. Lamento mis enormes y trascendentales equivocaciones, aunque sea tarde. Pensándolo bien, y para ser honesto conmigo mismo, no soy del todo culpable de mis fallos, tampoco lo es de su ceguera —Ainoa, inconscientemente bostezó—. Si te aburro me lo dices —ella negó con la cabeza—. Como te decía, si éste tuviera conocimiento de que su ceguera tiene cura, y no moviese un dedo por remediarlo, toda la culpabilidad recaería sobre él. Y dime que no estoy equivocado o que tengo razón, ¡va, dímelo! —se le humedecieron los ojos y le brillaban.

209 «De nuevo ha vuelto el hombre triste y trastornado que me acogió en su Palacio», pensó, afligida por la penosa imagen que daba éste. Una fuerza irresistible la empujaba hacia él, y quiso dejarse llevar y darle un abrazo para aliviar en la medida de lo posible la interminable estela, rastro o huella de la voluminosa losa que arrastraba en silencio y con la mayor dignidad posible, a modo de penitencia. —Tiene más razón que un santo —hizo chasquear la lengua y exclamó—: ¡No quiero perderlo, aún no, le necesito a mi lado! —No hay vuelta atrás. Y no insistas, por favor, o terminaré llorando. No soy el hombre de piedra que aparento, estoy hecho de un imperfecto y frágil cristal. —Me costará mucho no verlo más. Saber que no podré ni llamarlo por teléfono, será muy duro para mí. ¿Por qué no se lo repiensa durante unos días, meses o años? —¿Para qué? ¿Para alargar el sufrimiento y el malestar aún más? No, gracias. —Pero..., usted podría ayudar a Irene. Podría y debería, sí, debe permitir que le induzcan de una vez el sueño eterno. Y así todos contentos, Irene se marcharía en paz y usted se liberaría de la carga emocional que arrastra. —¿Quiénes contentos? Yo no, y soy el principal afectado. Primero: Irene nunca fue ni ha sido una carga para mí. Ni por un momento lo pienses. Segundo: de las cargas emocionales no nos libra ni Dios. No puede hacer nada ni por nuestros sufrimientos ni por nuestras luchas internas, absolutamente nada. Y tercero: o te vuelves a tu cama y me dejas descansar, o yo mismo te llevo. —No, ni lo sueñe. ¿No dice que se va? Pues ya descansará entonces, se va a hartar de hacerlo. ¡Ya te digo! Empachado, así va a quedar de tanto descanso. Y usted verá lo que hace, pero yo no me iría, sino que lucharía por la familia que me queda aquí. —Ya está todo hablado, no voy a añadir nada más. Y si no vas a dejarme descansar, cuéntame cosas sobre ti. ¿Quién es el que te hace sufrir quitándote el sueño, y de rebote también a mí? —Me habló de un tal… —empezó a decir, eludiendo así la respuesta—. En estos momentos estoy espesa y no recuerdo su

210 nombre. Da igual, lo tengo grabado, podemos obviarlo. Dígame, ¿cómo fue la rehabilitación? —Ariel, así se llama el fisioterapeuta. No pudo hacer nada, y nada es nada. Aún sigue trabajando para mí, o para ella, según se mire, y su cometido es lograr que no tenga ninguna úlcera en la piel. Todo aquel que permanece inmóvil, ya sea en una cama o en una silla de ruedas, es susceptible de sufrirlas. Por suerte o desgracia, vivimos en un mundo en el que el dinero, y el poder que da éste, mueven voluntades. Aunque estaría mejor dicho si dijera que las compra; si nadie pusiera en venta su dignidad no pasarían muchas cosas de las que pasan. Y el mundo sería más justo, más humano y racional. —¿Está insinuando que alguien se preocupó de poner todos los impedimentos necesarios para que Irene no se recuperara? —No insinúo, afirmo. Judith se encargó, a través de las dos enfermeras que supuestamente la cuidaban, de que Irene nunca volviera a ser la que era, la piedra que estorbaba en su camino. —¿Cuándo y cómo lo supo? —Demasiado tarde como para ayudarla. Demasiado pronto como para quedarme con los brazos cruzados. La culpable pagó la culpa, aunque ni Irene ni a mí nos sirviera de mucho. —Cuanto más me cuenta menos entiendo. Las enfermeras, esas de las que habla, siguen allí, trabajando para usted como si nada. —Judith les dispensó una especial protección blindando su relación laboral para salvaguardarlas de futuras eventualidades; de mí. Son intocables. Como ves, nunca fueron empleadas mías, otro de mis muchos fallos. Esta es otra razón por la que quiero irme, por si tenía pocas. —Está diciéndome que un hombre rico y poderoso, como usted, ni siquiera las ha denunciado. —Cuando no tienes pruebas no existe delito alguno. Judith fue muy lista, casi tanto como mala, y no me contó nada hasta el día de su muerte. A partir de ahí sólo pensé en irme y llevármela conmigo, a Irene, me refiero a ella. Será la vida la encargada de darles su merecido.

211 —Hay delitos que quedan impunes, ¿lo ha pensado? —¡Éste, no, te lo aseguro! La máquina está en marcha y no hay quien la pare. La suerte está echada, nadie puede hacer nada para cambiarla o desviarla de la ruta programada. Dejémoslo ya, no quiero que te veas implicada en algo que por naturaleza no te corresponde. Naturalmente que le correspondía, por derecho, mintió para protegerla. No tenía ninguna intención de despertar sentimientos de odio, les quedaban pocas horas de estar juntos y Ainoa estaba demasiado vulnerable por el exceso de alcohol. Y quiso pensar que también lo estaba por él. —Siempre velando por mi bienestar. Gracias, le voy a estar eternamente agradecida por elegirme a mí, habiendo millones de personas mejor preparadas que yo. Pero como es de bien nacido ser agradecido, voy a corresponderle. Responderé, a medias, la pregunta que tanto le atormenta. Me enamoré de la persona que no debía. Pero lo hice y a lo hecho pecho, asumo las posibles e irreversibles consecuencias. —Bienvenida al mundo de las equivocaciones. Cuando en el alma hay una sobredosis de sensibilidad, como es tu caso, hija mía, no se ve la maldad ajena. Por eso te aconsejo que te andes con mucho ojo en el tema del amor. Pero tampoco te hagas mala sangre, que errores cometemos todos. Unos más que otros pero ninguno nos libramos. Tú tienes algo muy importante a tu favor, la juventud, los pocos años que acumulas. Puedo asegurarte que cualquier día conocerás a la persona idónea, la acertada y la que mereces. —De poco o nada me sirven sus palabras, no me consuelan, jamás superaré el abandono sufrido. Tengo un fuerte dolor en el pecho que no me deja respirar —tuvo que contenerse para no llorar. La abrazó, no podía verla sufrir, su pena también era la de él. —Llora, te sentirás mejor. —Lo mismo le digo yo. ¿Quiere que lloremos juntos?

212 —¡Noo! Es preferible reír que llorar, como dice la canción. Y aunque reír provoca arrugas prematuras, es el mejor bálsamo para las penas. Un abrazo si te aceptaría, es más, de buen grado te lo daría yo. —Creí que nunca me lo dirías, llevo rato esperándolo. Eres duro de pelar, mi querido jefe, tienes más capas que una cebolla. Se echaron a reír, y en un gesto de absoluta complicidad, se guiñaron un ojo. La relación entre padre e hija, aunque llegaba a su fin, era inmejorable. Pasaron bastantes minutos abrazados y en silencio. Y fue el silencio más pesado de sus vidas, padre e hija, con un nudo en la garganta, se despedían el uno del otro sin palabras. Para Eneko, que era el único de los dos que sabía el vínculo que les unía, fue como si cortara de una vez, y para siempre, el hilo invisible que les unía.

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Lesley empleó todas y cada una de las herramientas, de las que disponen las mujeres, para ganarle la batalla a un hombre. Y no dudó al usar los recursos necesarios para lograr su propósito, crear una dependencia de éste hacia ella. Alan no tardó en rendirse y caer a sus pies. Estaba pillado, deslumbrado, fascinado por las potentes armas de seducción que demostró tener ella. Cuando paseaban de la mano, por cualquier lugar de aquella ciudad, era imposible que los ojos de todos los paseantes no se girasen a mirarla y admirarla. Su esbelto cuerpo, su porte majestuoso, su cara bonita o sus sensuales y exquisitos andares, nada pasaba desapercibido. Y él, tan incauto o inocente como corresponde a su edad, sintió que era extraordinariamente especial, y henchido de satisfacción la exhibía por la ciudad. —Chica guapa —tras pensar mucho en cómo llamarla, para evitar futuras confusiones, acordaron este cariñoso apelativo—. Estaba pensando… —la miró con ojos de deseo. Se encontraban en la cama, desnudos. —Yo soy más de actuar que de pensar. Lo último me da un poco de pereza —y agarró con ambas manos la hombría de su prometido y se la llevó a la boca. —A menudo me preguntas si te quiero o por qué te quiero. ¡Ves por qué, Chica guapa! Me das motivos suficientes para no despegarme de ti. —No me basta, quiero oírlo —dijo sacándosela de la boca y sosteniéndola en una mano. —Por tu inestimable e inmejorable compañía, por el poder de atracción que la naturaleza te dio y que tú has sabido utilizar

215 a las mil maravillas, por el relax que me proporcionas a diario y por mil cosas más. Ella aplaudió. —Buena actuación, pero aun no he oído lo que quiero oír. —¡Acércate! Lo hizo. Él la agarró del mentón y pegó su nariz a la de ella. —Te quiero, Lesley, te quiero a ti. Acaba lo que empezaste y volveré a decírtelo. Le hizo un guiño, ella rió de felicidad y se entregó a lo que él le había pedido. Cada gesto, cada palabra, todo era delicado y sofisticado en ella. Alan sacudió la cabeza, el adolescente excitado que llevaba dentro la deseaba a todas horas. Y aunque en su fuero interno no dudada de que estaba cometiendo un error, ella no se merecía lo que le estaba haciendo, se dijo a sí mismo que no era tan grave la mentira que le había dicho, aunque no la quería, estaba muy a gusto con ella. —Eres tan dulce, que siempre me haces caer en la tentación de comer pastel. Como bien sabes, no tengo fuerza de voluntad en lo que a dulces se refiere. Soy goloso por naturaleza, ¡qué se le va a hacer! Y empiezo a estar cansado de recorrerme todas las pastelerías, siempre en busca del más tierno, sabroso y fabuloso pastel. Pero tú, Chica guapa, cumples con todos y cada uno de los requisitos que busco; buscaba —Alan le dedicó una sonrisa, nervioso por la locura que se le había ocurrido. Ella, felizmente inocente, se la devolvió ampliada—. Quiero que me acompañes a las Vegas, ir y venir, será rápido. Sólo nos detendremos en un lugar especial, súper especial —aunque sorprendida, se imaginó lo que iba a proponerle. Esa Ciudad, la más grande del estado de Nevada, fue bautizada con el sobrenombre de “Capital Mundial del Matrimonio”. Está que no se lo cree—. La primera parada la haremos en el Marriage Bureau. Obtener la licencia matrimonial es imprescindible, y en esta conocida y afamada oficina, por una módica cantidad de billetes nos la emitirán. No hace falta que te diga que ese tipo de matrimonios no es legal en España, hay que

216 validarlo a la vuelta. Pero eso no será posible hasta que no pasen unos cuantos años, de momento no quiero volver allí, sino estar aquí, disfrutando de nuestro recién estrenado amor —Para evitar el peligro debo evitar la tentación, pensó. Por mucho que Lesley le diese, Ainoa seguía dentro de su cabeza. Mentalmente, Alan construyó un muro de protección o contención contra ésta. Era simbólico, en realidad inexistente o imaginario, pero a él le daba la suficiente tranquilidad como para mirar a Lesley directamente a los ojos sin avergonzarse de lo que le estaba haciendo, ni de lo que le restaba por hacer. Aquí se siente a salvo, por eso no tiene ninguna intención de volver a España, ni ahora ni nunca, ya lo ha decidido. Pero es tan cobarde como miserable y se lo guarda para él—. Y aunque no asistirá ningún invitado, no los habrá, la diversión está garantizada. Tendrás tu vestido de novia, tu ramo, tu limusina, tus fotos… No te va a faltar de nada, ni siquiera tu noche de bodas, Chica guapa. Y si la munición de mi hermoso rifle, calibre veinticinco, no me falla, volveremos embarazados. No cabía en sí de felicidad. —¡Cuánta razón tenía mi amiga Maribel! —Alan arrugó el entrecejo—. Cuando me telefoneaste, para hacerme tu novelesca propuesta, estaba conmigo. ¿Sabes qué dijo? —Él se encogió de hombros. Ella estaba aquí, nada debía temer—. ¡Corre, vete con él! La vida es un corto paseo y a veces desagradable. Intenta ser feliz por las dos. Prométemelo, quiero que disfrutes tu día a día como si estuvieras de vacaciones. Además, no tienes nada que perder y sí mucho que ganar. Si la historia no sale como tú y yo queremos, será lo más probable, volverás mucho más rica de lo que te fuiste. Pero…, si va como tú anhelas, habrás conseguido desposarte a un guapo adinerado. Amén del título nobiliario que éste te aportará. Sea como fuera, nunca volveré a ver a la Lesley que se marcha. Tu vida dará un cambio, y para bien o para mal te convertirás en otra persona. Y ahora te digo yo a ti —lo miró, dándole a entender que todo lo expuesto había concluido—; y vaya por delante que creo que estás para que te encierren, mejor ayer que mañana. Aunque, para ser del todo sincera, reconozco que estoy que no quepo en mí de gozo. Nunca me imaginé que

217 te atraparía así de fácil, la verdad. No sé qué más añadir, que te quiero y que estoy más nerviosa que un corazón en la mesa de un quirófano. Cuando no podemos salir del lodo no podemos salir de los problemas, así se encontraba él, sumido en un caos mental a raíz de los acontecimientos ocurridos. —Te quiero, y no te engaño cuando te lo digo —Quererte a mi lado es quererte de alguna manera, pensó—. Pero lo que más quiero es paz, que se diluya el desasosiego que tengo dentro de mí. Mi prioridad, la principal desde…, no hace falta que siga, es poder recuperar la estabilidad emocional que me caracteriza. No soy un loco enamorado de ti, lo admito, sino un enamorado que está loco por lograr enamorarse de ti. —Cuando te pones tan poético me descolocas del todo, no sé qué pensar —tragó saliva y se dijo: Éste me está utilizando, me ha elegido como paño de lágrimas. ¿Qué hago, me voy? No puedo irme, estoy feliz de poder vivir este momento. Le quería cuando llegué, y ahora mi corazón se ha afincado aquí y ya no es capaz de mudarse. No, no voy a ir a ninguna parte—. Se dice que la esperanza es lo último que se pierde, pues no la perdamos ninguno de los dos. Me he quedado un poco chafada. Mi cuerpo ha hecho plof, deshinchándose de golpe —La agarró del mentón y la besó. No quería oír nada más, a ninguno de los dos le haría ningún bien. Siguieron besándose durante minutos, sus labios no podían despegarse. Solo lo hacían cuando los pulmones pedían a gritos un poco de aire, entonces, cogían justo el necesario para iniciar un beso nuevo, lento y pausado. —Borrón y cuenta nueva, Chica guapa. Y levantémonos ya que hay que preparar la maleta, salimos en un par de horas.

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La ceremonia estaba a punto de concluir. Ella, que ya había dado el sí quiero, lo escuchaba emocionada. —Yo, Alan López de Tejada, te recibo a ti, Lesley Adeva, como esposa, y me entrego a ti y prometo serte fiel, siempre, ya sea en la prosperidad o en la adversidad, tanto en la salud como en la enfermedad —La vibración del teléfono móvil interrumpió el mágico momento—. Lo siento, perdóneme, será un segundo —dijo mirando al párroco o sacerdote. Éste no sabía de qué le hablaba y quedó a la espera de entender—. Debo sacar mi móvil del bolsillo, ahora. Tengo que mirar la pantalla para saber quién reclama mi atención, puede ser importante. Mientras él, nervioso perdido, metía la mano en el pantalón, Lesley, que tenía una corazonada, y no precisamente halagüeña, sudaba preocupación. —¿Dónde estás? ¿Qué haces? —Dijo Aleix, evidenciando la angustia que sentía. —Me pillas dándole el sí quiero a la mujer más bella de la... —¡Déjate de patochadas! —dijo sin miramientos, cortándolo en seco. Aleix no podía más, harto de los caprichos calamitosos del hijo de su jefe, no estaba dispuesto a escuchar más tonterías—. Dime el lugar exacto en el que estás y corre, ¡vuela! Un avión estará esperándote en el aeropuerto más cercano, preparado para despegar en cuanto llegues. Te pido que por una vez en la vida hagas lo correcto, lo que siempre se esperó de ti y lo que nunca sucedió. Es importante qué se dice, pero aún más cómo se dice, y el tono elevado, que Aleix utilizó al hablar, no dejó lugar a dudas.

219 Quizá, y era lo más probable, la vida de su padre había expirado ya. Alan tembló, sólo de pensarlo le dolía. No necesitó explicaciones, la cara de su ya medio marido lo decía todo. Entre eso, y que la contundente voz del secretario no pasó inadvertida para nadie, lo que no supo lo intuyó. Aún así, y esperando a que la respuesta por parte de él fuera que primero era lo que ya estaba a punto de concluir; un par de votos más y listo, serían marido y mujer, no dudó en hacerle el ofrecimiento. —Te acompaño. No me quedo aquí, voy contigo —lo dijo por hacer ver que lo apoyaba y por cumplir, realmente lo que esperaba era un imposible. —¡De ninguna manera! —contestó en tono seco y cortante, pero quedó enmascarado porque lo dijo en voz muy baja. Él no quería que sonara tan agresivo como resonó en su mente cuando lo pensó—. ¡Mírame a los ojos! —esta vez no le dijo aquello de, Chica guapa. Y aunque a ella no le pasó inadvertido, igualmente obedeció. Lesley, que estaba a punto de llorar, intentaba que él no se diera cuenta. No quería que la viera así de triste y afligida, ni que se llevase una patética imagen de ella—. Tú, en lo que yo voy y vuelvo, te quedarás en el hotel. Ahora te pediré un taxi, también otro para mí. No quiero que estés triste en mi ausencia —le acarició una mejilla con el dorso de la mano—. Lesley, no es una ruptura, sino un aplazamiento. Espera —buscó su cartera en el bolsillo trasero del pantalón—. Ten, quédate con la tarjeta, no tiene límite de crédito. Úsala para lo que necesites. Cualquier necesidad o capricho que tengas, nada te reprocharé, ¿me oyes, Chica guapa? —Ella suspiró, se sentía tremendamente aliviada, de nuevo la llamaba como siempre—. Y no te prives de nada, tú te mereces todo, todo —Todo lo que yo no puedo darte, pensó. Le dio un casto beso en los labios y salió a la calle. Compuesta y sin novio, en el más estricto significado de la palabra, las lágrimas habían emborronado su eyes line, también el maquillaje. Y como no paró de frotarse la cara, la sombra de ojos se le desdibujó por completo. El taxista, desconcertado por el desconsolado llanto de una novia, se bajó para ayudarla. Y entró en el taxi con su fabuloso

220 vestido corte sirena de encaje y pedrería, un vestido de ensueño con escote deep-plunge y la espalda en V, y le dio la dirección del hotel y se hundió en el asiento trasero. Alan, por suerte para ella, se había marchado en el primero que llegó. Nunca imaginaría la situación que vivía ella en estos momentos. El taxista lo llevó hasta el avión y lo dejó justo al pie de la escalera. Alan subió todo lo deprisa que pudo, la azafata le apremiaba con la mano. Pensó en su padre, le remordía la conciencia. «Si ha muerto no me lo perdonaré nunca. Me odio, soy un ser abominable, un despiadado y un…». —Lo siento mucho, papá —empezó a decir en voz baja, tan baja que la azafata que estaba próxima a él no pudo escucharlo —Estoy convencido de que has muerto en la más absoluta de las soledades, todo por mi egocéntrica personalidad. Sí, mi egoísmo te ha quitado la vida. Jamás he querido compartir nada contigo ni te he hecho partícipe de mis penas o alegrías. Y eso no es lo que más me duele, ni lo que me va corroyendo por dentro desde la llamada de Aleix, sino que Alan, yo, una persona insufrible e insoportable, estoy afligido y arrepentido porque tampoco quise que me calentaras la cabeza con ninguna historia tuya. Y debí, sí que debí haberte prestado atención, toda en vez de ninguna. Yo, ahora cuando alguien me pregunte cómo era mi padre, ¿qué les diré? Me preguntas por un desconocido, no sé bien quien era mi padre. No me molesté en conocerlo, tenía mejores cosas en las que entretener el tiempo. O, ¿qué puedo decirte? Aparte de que lo era todo para mí y yo todo para él, no se me ocurre nada más. O quizá me justificaría diciendo: tendrá que perdonarme, no me gusta hablar de las personas que no están presentes. No creo que sea ético. Tenía sus fallos, ¡pero quién no! La azafata llevaba un rato observándolo, preguntándose qué era lo que mascullaba entre dientes. —¿Puedo ayudarle en algo? Le veo bastante preocupado. —Ya me gustaría, nadie puede hacerlo. —¿Le apetece un trago? Puedo servirle… —¿Veneno? —se adelantó él—. Es lo único que calmaría mi malestar.

221 Le subieron los colores y se ruborizó. Pensó que allí estaba de más, que él no la necesitaba, de momento. Dio media vuelta para volver a su sitio. —¡Perdóneme! De nuevo he sido un imbécil maleducado. Lo llevo en los genes, como todos mis defectos, disculpe si la he molestado. Volvió sobre sus pasos y se sentó al lado de él. Alan no se lo había pedido, explícitamente no, pero intuyendo que lo haría, no esperó. —Me llamo Anastasia —extendió una mano, y él la besó. —Mi nombre es Alan, mi primer apellido es maleducado y el segundo insensible. Y porque no tenemos más, que si no. —Bueno, al menos le queda algo de sentido del humor. No pierda la esperanza, quizá se arregle todo. —Mi padre ha muerto. —Mi más sincera condolencia. Ahora entiendo todo. —No entiende nada, pero no se preocupe, no es culpa suya. Nunca valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos, somos así de imperfectos o de estúpidos. Nos cuesta mucho valorar las cosas, cada detalle, cada gesto, cada presencia… Nos pensamos, equivocadamente, que tenemos pleno derecho sobre aquello que es nuestro. Nunca apreciamos nada de verdad hasta que ya no nos pertenece. Y siempre es de la misma forma y por la misma razón, o bien porque lo hemos perdido, a través de la muerte, o porque hemos dejado que se aleje sin mover un solo dedo para evitarlo. Somos patéticos, al menos yo sí, y preferimos llorar la pérdida que luchar para que no ocurra el abandono. La tristeza o desolación, la mitad de veces la provocamos nosotros mismos. La vida, aparte de ser una… —Mierda, dijo para él—, es irónica y perversa. Soñamos con un amor para siempre y luchamos por conseguirlo. Y hacemos lo que haga falta, lo que sea por llegar a obtenerlo. Pero, ay amiga mía, cuando ya es nuestro y podemos disfrutarlo, empezamos a ignorar a esa importante y gratificante compañía, esa persona que incondicionalmente te ha ofrecido lo que tiene, su vida. Nunca le he dicho a mi padre que lo quería

222 mucho, tampoco poco, sencillamente no lo he hecho. Se ha ido sin saberlo. —Somos incapaces de reconocer lo esencial y nos dejamos atrapar por lo superficial, apartando así lo que realmente vale la pena, la familia, o las amistades o el amor de nuestra vida. Nos montamos una vida paralela y ficticia y nos olvidamos de vivir, que es realmente a lo que venimos todos. Y si de algo te sirve, aunque imagino que no, mi obsesión por volar; estar en el aire en vez de mantener los pies sobre la tierra, poco a poco destruyó una magnífica y maravillosa relación. —¿Qué paso? Imagino que nunca estarías en casa, ¿no? —No. Albert era un tipo estupendo, comprensivo, cariñoso. Todo lo que puedo decir de él es bueno, no había un solo pero, ni uno. Pero… mi juventud, sumada a mi inocencia y a mi poca cabeza, me llevó a una encrucijada. Mi jefe se quedó pillado por mí, y sobra decir que estaba casado, pero lo estaba y te lo digo. Me ofreció beneficios a cambio de una sola cita. Una sola, nadie lo sabría, solo nosotros dos. Caí a cuatro patas, mi voluntad fue más débil que la recompensa recibida. El remordimiento no me dejaba respirar, y poco a poco, día tras día, me iba asfixiando en la perfecta relación, que para mí ya no era tal. En fin, que un día exploté y se lo conté y si te he visto no me acuerdo, o no quiero acordarme. Ahora, cuando nos vemos, hacemos ver que no nos hemos visto o que no nos conocemos. Y por cierto, ha llegado a mis oídos que estabas a punto de dar el sí quiero cuando... ¡Qué fuerte! ¿Es verdad? —El simple no hace más que simplerías, el bobo boberías, el estúpido estupideces y el imbécil imbecilerías. Mézclalo todo y el resultado soy yo. ¡Menos mal que tengo un Ángel que vela por mí! No me deja ni a sol ni a sombra, esa es mi gran suerte. A lo largo de mi corta vida, no sé ya de cuántos líos me habrá sacado. Anastasia se sacó una tarjeta de presentación, de un bolsillo de la chaqueta de su uniforme de azafata. —Mi teléfono, dirección, horario de trabajo y días festivos. Espero que me llames algún día. Si es pronto, mejor que mejor.

223 No puede ser verdad que todo lo hagas tan mal como dices, es más, estoy segura de que, ¡ése pedazo de cuerpo! —Exclamó repasándolo de arriba a abajo—. Alguna cosa buena sabrá hacer, ¿verdad? Cogió la tarjeta por quedar bien, para que ella no se sintiera ni ofendida ni humillada. No estaba de humor para nada, ni para oírla quejarse. Bastantes problemas tenía con lo suyo. —¡Menuda cara se te ha quedado! No tengas miedo, no voy a comerte —Alan la miró mal—. Tranquilo, estaba de broma. Y ahora en serio, buscaba una conversación distendida, coloquial y amena. Lógicamente debes estar muy acostumbrado a que te aborden las mujeres, no es mi caso, sólo pretendía lograr que te relajaras. Un vuelo tormentoso y atormentado se eterniza, nunca parece acabar. Y ya que estoy siendo sincera contigo, el número de teléfono que te he dado es de mi psicóloga. Se llama como yo. El horario también es el de ella, días de trabajo y descanso —la cara de Alan no podía reflejar más asombro—. Las tarjetas las utilizo para sacarme de encima a los plastas de turno. A todo aquel que no me deja realizar mi trabajo con profesionalidad, le enchufo una y a correr, que ya soy libre para seguir con lo mío. —¿Y no te has parado a pensar en las consecuencias? A esa profesional, tú, con tus…, cosas de loca, continuamente la estás molestando. —Le hago publicidad gratuita, ¿te parece poco? Y después, lo que pueda suceder tras la equivocación, me la trae al fresco. —¡Estás loca! —Menudo descubrimiento, Alan. ¿Para qué crees que voy a la psicóloga dos veces por semana, para jugar un día al Parchís y otro a la Oca? Todo era mentira y todo formaba parte del guión que Aleix le había pasado a través de un email. Hasta el nombre era falso, Rubí es el auténtico. Aleix no eligió al azar el de Anastasia, sino imaginándose que Alan pensaría en Anastasia Steele, la chica de las cincuenta sombras de Grey. Sabía que el hijo de su jefe sólo pensaba con la bragueta y que esto despertaría su instinto más primitivo, dándole de que hablar durante todo el vuelo. Alan era

224 imprevisible estando tranquilo, nervioso podía ser una bomba de relojería. —Eres una analfabeta emocional, y perdona que te lo diga, si no lo hago reviento. Esa psicóloga ya ha hecho tarde contigo. La verdad es que estás para que te encierren y tiren la llave bien lejos. El fondo del mar sería el lugar más idóneo. —Aceptando que no soy perfecta, aunque tengo capacidad para mejorar, mucha, no estoy de acuerdo con tu diagnóstico. Sé conectar, y empatizar con el dolor ajeno es mi mayor cualidad, y controlo perfectamente mis emociones, y no sé si se puede decir lo mismo de ti. También trato de entender a todo el que tengo en mi entorno. No soy egoísta, ni superficial ni cualquier otra cosa que no sea una persona “normal y corriente” —entrecomilló con los dedos—. Y esto me lleva a hacerte una interesante pregunta: ¿dónde quedó la galantería masculina? Me estás poniendo a caer de un burro sin conocerme de nada, si eso te parece normal, será porque el loco eres tú. —Lo siento, no estoy en uno de mis mejores momentos. —Ya lo sé —Él abrió mucho los ojos, preguntándose qué podía saber ella—. Tengo la mala costumbre de tener siempre la oreja puesta, sobre todo en las conversaciones ajenas que no van conmigo. Y gracias a ese pequeño defecto escuché que después del entierro volverás en este mismo avión, y conmigo, volveré a ser tu asistenta —Alan la miraba atónito, cómo podía ser posible que una persona con menos cerebro que un mosquito estuviera allí, con él, un distinguido aristócrata—. El secretario fue el que llamó a mi jefe. Un tal… ¿Aleix? ¡Sí, eso es! Así se llamaba la persona que gestionó el vuelo y el resto de... —Hazme un favor, sírveme un trago y déjame en paz. —Perdone si soy un incordio para usted, señorito. Pero no se crea mejor que yo, según me ha dicho usted, sus neuronas, las pocas que puedan quedarle vivas, hacen aguas por su cerebro. Si es que éstas, por falta de uso, no se encuentran flotando ya. Me decanto por lo último; se ahogaron por falta de riego sanguíneo. —¡Es usted una insolente! —¿Insolente o demente, en qué quedamos?

225 —Y además repelente. Completita, no le falta un detalle. —Completa y armónica, así soy yo desnuda. Puedo traerle un trago, o los que quiera tomar, en definitiva ése es mi trabajo. Pero no tenemos alcohol, otra orden dada por la persona que ha contratado este servicio tan especial y molesto, tanto para usted como para mí. —¿Entonces qué hago, morirme de sed? —Agua tónica, eso es lo único que puedo ofrecerle si no le apetece agua. Tiene propiedades tónicas digestivas y nerviosas, de ahí el nombre de la bebida, también antipiréticas, analgésicas y anti-malaria. Como puede ver, todo son beneficios para usted, y más en el estado en que se encuentra. Harto de escucharla, de haber podido lanzarla en paracaídas lo hubiera hecho sin pestañear, se tragó toda la rabia contenida y aceptó la bebida. El capitán anunció el descenso del avión, estaban a punto de tocar tierra. —Alan, no te enfades por lo que voy a decirte —Él frunció el ceño, pensando: A ver con qué me sale esta pavita, porque ya me tiene hasta arriba—, mi nombre, el que reza en mi DNI, es Rubí —Alan creyó que estaba tomándole el pelo y se enfureció. Y cuando estaba a punto de gritarle… —. Soy psicóloga —dijo ella—. Ése es mi auténtico oficio, el que desempeño a diario y con mucho éxito, modestia aparte. Sólo estoy aquí por si tú me necesitabas, ya sabes, ansiedad, taquicardias, exceso de tristeza o cualquier otro síntoma que pudiera sobrevenirte. Todo ha sido una representación teatral. Si crees que he sobreactuado o me he excedido, pido perdón. Alan se desabrochó el cinturón y se puso en pie. Empezó a aplaudir y reír, todo a la vez. No era lo más sensato, el avión ya tocaba el asfalto con las ruedas, y ella le hizo un gesto para que volviera al sitio y de nuevo se abrochase el cinturón. —Porque me has pillado en uno de mis peores momentos —empezó a decirle cuando pudo parar de reír—, que si no… te ibas a enterar bien de quién soy yo. Y a pesar de pensar de ti, que estás como una chota, te hubiera empotrado contra algo y te

226 habría quitado las tonterías a golpe de porra. Y no hace falta que te lo diga más claro, ¿verdad? Ella negó con la cabeza. No podía hablar, se partía el pecho de la risa. —Trabajando de psicóloga me siento totalmente realizada y me gusta. Es una profesión gratificante y contiene los elementos esenciales para que sea así. Pero lo de hoy ha sido una pasada, desternillante, tronchante y jocoso. Hasta morboso, sí, ha tenido su morbo. Por cierto, ¿qué puntuación me das? —¿Sobre cuánto? —Sobre diez. —¡Veinte! Nunca se me ha hecho tan corto un trayecto, y dadas las circunstancias es doble mérito. Por eso te doy el doble del máximo. La miró, y se dio cuenta de que hasta ahora la había estado mirando sin verla. Y pensó que daba el pego, que podría ser una azafata más en cualquier compañía de vuelo. No era demasiado alta, metro sesenta y dos o sesenta y tres, por ahí andaba, ni uno más. El cabello largo, de color negro azulado y recogido en una cola alta, y su forma de hablar, con aire despreocupado, sumado a las facciones de niña que aún conservaba, la convertía en una persona jovial, agradable y deseable. Y empezó a mirarla de una manera muy diferente, como la mujer atractiva que era. —¿Puedo dejarte una tarjeta con mi teléfono, el de verdad? Lo digo por si me necesitas. Puedo ayudarte a pasar el duelo. —Pues no te digo que no. Me caes bien. Has sabido ganarte mi confianza, ¡y mintiéndome, qué raro todo! Y acabo de darme cuenta de un pequeño detalle, que ni me importa ni voy a poner ninguna reclamación, pero quiero saciar mi curiosidad. Si tú no eres azafata, ¿dónde está la susodicha, en tierra? —En la cabina de vuelo, haciéndole compañía al piloto. No puede despegar ningún avión, aunque sea del sector privado, sin cumplir con las normas reglamentarias. —Veo que te has metido de lleno en tu papel. —Soy muy profesional, en todo.

227 Mientras descendían las escaleras, Rubí apoyó su mano en el hombro de él. —Soy de Villacañas, un municipio situado al sureste de la provincia de Toledo. Y ahí, en Toledo ciudad, tengo la consulta. Cada día tengo que recorrer los sesenta y cinco kilómetros que me separan de mi puesto de trabajo. E ídem a la vuelta, cuando ya ha terminado mi jornada. A lo que iba, sé perfectamente que las noticias de lo que está pasando en Cataluña llegan sesgadas al resto de España. Sólo se cuenta lo que les interesa a cuatro. O al menos esa es mi opinión personal, que me cuelguen si no es así. Me gustaría saber tu opinión, como persona física, no como Conde, del problema entre Cataluña y España o entre España y Cataluña, da igual el orden que empleemos, el daño no cambiará por ello. —Aunque a mí no me toca de cerca, yo soy un privilegiado que vive entre algodones, los vientos provocan tempestades que no son buenas para nadie en absoluto. Y al final, cuando tras la tormenta llega la calma, de una forma u otra todos terminamos siendo un damnificado más. Es una pena, pero la sociedad en la que tú y yo hemos nacido llegará a su fin más pronto que tarde. Y todos lo sabemos, pero ninguno se molesta en encontrar una solución y evitarlo. Hace años que suenan campanas de muerte. No de personas, ¡no por Dios, no voy por ahí! Y espero que eso mismo desee la gran mayoría de las personas que habitamos el planeta, porque se está yendo a pique. Para que puedas hacerte una idea, ahí va este ejemplo: imagínate por un momento que a unos cuantos ilusos iluminados, que no saben qué hacer porque sus vidas son monótonas y aburridas, les diera por secuestrar al personal de un hospital; a los médicos, cirujanos, enfermeras… Y a todos los enfermos se les negara el derecho a una asistencia básica, ¿qué pasaría de darse ese caso? Lo inevitable, esto es lo que pasaría: los muy enfermos se morirían, los medio enfermos tendrían una posibilidad, y los que pasaban por allí, que ni les toca de lleno ni de cerca, dirían: la cosa no va conmigo. Yo no estoy infectado de nada, no necesito vuestra medicación y que cada cual se las apañe como buenamente pueda. La medicación

228 viene a representar las hipotecas, ayudas, subvenciones… Todo aquello que se solicita a diario y cada día se concede menos o se niega más. Los que nos representan, que se llaman mandatarios, presidentes o como ellos quieran, mientras se entretienen en ver quién la tiene más larga o más grande, el ciudadano pierde más y más beneficios y más y más privilegios, y es tanto lo que se va quedando por el camino, que el poder adquisitivo del ciudadano queda mermado, evidenciando lo mal que lo están haciendo los que dirigen el país. Ellos dicen a boca llena que vivimos en una “democracia”. Y lo entrecomillo con los dedos porque no opino igual, creo que es una dictadura de cuatro años, como poco. No soy independentista, ni socialista ni comunista... Pero respeto a cada cual por su libre pensamiento o sentimiento. Es más, abogo por ello y porque deje de existir la ley mordaza, la cual se aplica sin ton ni son; es una opinión personal y no voy contándola por ahí. Si la primera vez, allá por el año dos mil catorce, el de turno hubiera dejado votar a los catalanes, libres y democráticamente, te aseguro que tú y yo no estaríamos hablando de ello, sino de cosas distintas, menos transcendentales. Y como bien es sabido, por todo aquel que tiene dos dedos de frente, en aquel momento la gran mayoría no estaba por la labor del separatismo; se vivía en un confortable conformismo. Pero como el poder va de mano en mano, cuando el que está al frente es un... o un… Permíteme que los adjetivos descalificativos me los guarde para mí, he sido educado en las mejores escuelas, tanto en España como fuera de ella. Dicho esto, sólo puede pasar lo que está pasando, y eso lo sabe hasta el más necio. Un problema solucionado a tiempo es un problemilla, pero uno sin resolver, porque no hay intención por ninguna de las partes o una se implica más que la otra, éste, se convierte en un problemón de consecuencias insospechadas. Rubí, guapa, me ha encantado conocerte pero debo irme ya. No puedo entretenerme un segundo más, el coche está esperándome y el chofer apremiándome con la mano. Se dieron dos besos. Alan prometió llamarla. —¿Volverás? —preguntó ella.

229 —Sí, después de… Nada ni nadie me retiene aquí. Mi padre no estará y mi madre nunca estuvo. Corrió hacia el coche tragándose las lágrimas y masticando su propia desesperación. No recordaba haberse sentido tan solo y desamparado como se sentía en este momento. El timbre del teléfono lo asustó. Y él, que estaba hecho un manojo de nervios, al intentar sacarlo a toda prisa de su bolsillo se le escurrió de la mano, y acabó en el suelo. Entre que se quitó el cinturón, y se agachó a recogerlo, la llamada había finalizado. Miró la pantalla y no reconoció el número, no lo tenía registrado en su agenda y se alteró aún más. —Acabo de recibir una llamada de este número ¿cuál es el motivo y quién la ha realizado? —dijo todo lo rápido que pudo. —Hola, Alan. La voz era de mujer joven, y le sonó a familiar pero no la ubicó en ninguna boca conocida. —¿Nos conocemos? ¿Con quién hablo? —Van a ser ciertos los rumores que circulan sobre ti, que te olvidas muy rápido de las mujeres que pasan por tu vida. —¡Ojalá! —pensando en Ainoa, intentó que su voz fuera lo más neutra posible. —¡Qué melancólico ha sonado ese ojalá! ¿Podrías decirme por quién doblan las campanas? Es evidente que estás de luto y que todavía no es por tu padre. El duelo es algo inasumible para cualquier ser humano, el dolor duele sin preguntar. De las cinco etapas: negación, ira, negociación depresión y aceptación, dime, ¿en qué faceta estás? —De esa parcela de mi vida ni quiero hablar ni lo haré. Ni contigo ni con nadie, no te ofendas. —Quizá pueda hacer algo, ¿no crees? —¿Tiene solución la muerte? —¿A qué viene esa pregunta? —se estremeció, Aleix nada le dijo sobre la muerte de Alan. —A que mi problema es como la muerte, nadie puede hacer nada por mí ni por lo hecho ni por las consecuencias que esto va a traer. No lo había pensado hasta ahora mismo, y has sido tú la

230 que ha iluminado mi mente. Volveré a verla, tarde o temprano la veré y no podré mirarla a la cara. ¡¡Qué vergüenza para los dos!! Me duele tanto por ella que… —se le ocurrió algo que parecía una locura, pero decidió que debía intentarlo—. Rubí, hazme un favor, ven, voy a necesitarte a mi lado. —¿Seguro? ¿Y qué papel desempeñaré esta vez, el de novia profundamente enamorada? —No, el de la persona que eres, Rubí, una psicóloga que ha empezado a ayudarme a superar el peor trance de mi vida. —De acuerdo. ¡Gírate, mira hacia atrás! Lo saluda con la mano, va en el coche que está justo detrás del que ocupa Alan. —¿A dónde vas? —preguntó sin salir de su asombro. —Voy en tu rescate. Como buena profesional, siempre voy un paso por delante. Mi cometido no acababa al bajar del avión, pero debías pedírmelo tú. Aleix me ha contratado para todo y le estoy muy agradecida, paga realmente bien. Y es fundamental, o al menos para mí, que el necesitado solicite ayuda, sino de poco o nada sirve. —¡Qué buena eres, chica lista! Se acordó de Lesley, de lo mal que había estado no dejarse acompañar por ella, y pensó: «A la vuelta la compensaré». —Ya… Pero necesito saber más, todo. ¿Quién es, qué pasó o qué quieres que haga para revertir la situación? Cuando la vida golpea duro sentimos que todo se nos viene abajo. Acababa de pasarle a Alan, de repente todo se vino abajo, su mundo se derrumbó. —¿Tienes hermanos varones? —Uno. Se llama Francisco y es una persona excepcional. —¡Perfecto, me entenderás! Y ahora cierra los ojos durante unos segundos e imagínatelo yaciendo contigo, tocándote todo aquello que es íntimo, amándote y haciéndote sentir que eres lo más importante de su vida y que jamás amarás a nadie como te ama a ti, de esa manera tan especial. —Me da miedo hasta preguntártelo.

231 —No lo hagas, sobran las palabras. La respuesta es sí, yo lo hice. Pero no lo sabía. ¡Te lo juro, Rubí! No ha sido un incesto premeditado, sino accidentado. No soy ningún tarado mental, al menos en ese sentido no lo soy. —Y ella, ¿crees lo sabía? —Lo sabrá, pronto va a saberlo, si no lo sabe ya. He estado fuera y poca o ninguna información tengo. —De acuerdo, con lo poco que sé y lo mucho que imagino, el culpable más absoluto es tu padre, él y sólo él. Al no teneros al corriente del parentesco, o lazo de sangre que os une, ninguno de los dos tuvisteis la oportunidad de poder evitar lo sucedido. Aunque, pensándolo bien, la que necesita más mi ayuda es ella. Tú has tenido un poco de tiempo para poder digerir este amargo bocado, y ella, tu pobre hermana, acaba de metérselo en la boca. ¿Lo has pensado? —Ya no puedo pensar ni quiero hacerlo. Mi cerebro dejó de funcionar con normalidad. Tampoco duermo mucho, como poco y mal. Más que vivir, me dedico a vegetar. No tengo interés por nada ni nadie, tampoco inquietudes morales ni intelectuales. Eso sí, soy tan buen actor como tú, no, incluso algo mejor. De no ser porque me han llamado, y he tenido que volver, ya me habrían nominado: Alan López de Tejada, actor revelación Goya 2019. Y sí, mi padre nos avisó a ambos —¡¡Cómo?! —Exclamó ella, que cada vez entendía menos—. No de la manera que piensas, o de la que creo que piensas. Nos prohibió por activa y por pasiva, a ambos, cualquier tipo de acercamiento. Pero tú ya sabes cómo somos lo hijos, egoístas, tercos y más sordos que una tapia. Y a todos nos parecen muy pesados y nos aburren sus advertencias o consejos. Para rizar el rizo, creemos que creen que lo saben todo y que están equivocados, y los equivocados e ignorantes somos nosotros, los hijos. La lógica, ahora, a toro pasado cuando ya es demasiado tarde, me dice que… —el teléfono pitó en su oído—. Tengo una llamada entrante, te cuelgo. No me pierdas de vista, chao.

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Un día después

Hola, hija mía… Sonrió con infinita tristeza. Ahora conocía lo que era perder a alguien para siempre y de por vida. El dolor era tan fuerte que le arañaba la capa más profunda de la piel, y empezó a añorar la rara costumbre de su jefe. Esta sería la última vez que iba a oírlo y la última vez que él se lo diría, aunque no a través de palabras, sino impreso en un frío papel. Pensar en Eneko, y en lo bien que él la había tratado, durante el escaso tiempo que habían podido compartir, hizo que Ainoa se sintiera un poco más reconfortada. Le halagaba que ese hombre le hubiera dado el mismo trato que le daría un padre a su hija. Ensimismada, dándole vueltas al dolor que sentía, empezó a morderse las uñas, roídas y sangrantes desde el mismo momento en el que abrió la carta y leyó el saludo. Y no podía detenerse, el dolor de éstas solapaba el de las ausencias, que comparándolo, el de las uñas era infinitamente menor. Un sonido la sobresaltó, era el teléfono de casa y dejó lo que estaba haciendo para seguir leyendo las últimas voluntades de su jefe. Si tienes esto entre tus manos es que ya has abierto el sobre que te han entregado. Y eso significa que por fin he podido realizar el viaje junto a Irene. Aunque no es el que le prometí, porque el destino, en forma de Judith, se empeñó en construir un muro insalvable y separar nuestros caminos. Ha sido un verdadero placer, todo un orgullo poder tenerte a mi lado los últimos meses, disfrutando de tu inestimable y agradable compañía. ¡Qué bonito! Estarás diciéndote ahora, con los ojos empañados en lágrimas; puedo imaginármelo

233 aunque ya no esté. Pero el libro no es el único legado que voy dejarte; y ahora estarás abriendo la boca de par en par, como si te viera. He llegado a conocerte muy bien y me ha gustado mucho, no imaginas cuanto. Pero, lamentablemente, la herencia que te dejo abarca cosas agradables y cosas muy desagradables. Su sistema nervioso empezó a alterarse. Los músculos se le tensaron y el pulso de las manos empezó a fallarle, le temblaban tanto que el papel bailaba a su antojo. Cogió aire, estaba ansiosa por saber qué estaba por venir, qué acontecería en las siguientes líneas. Ha llegado la hora de la verdad, tarde o temprano tenía que hacerlo. Me refiero a dejar las cosa claras o ponerlas en su lugar, que viene a ser lo mismo. Hija mía, antes de seguir con esto necesito que hagas algo, respira profundamente un par de veces o tres, las que consideres oportunas. Lo que voy a revelarte no te resultará fácil de asumir, lo sé y lo siento. No debí permitir que pasara… Paró de leer y entró en pánico. Nada sabía aún, nada intuía, pero algo le decía que su vida, la que conocía, estaba a punto de cambiar. Pero como darle vueltas a la cabeza no resolvería nada, y estaba tan intrigada como muerta de miedo, aunque no supiera de qué, decidió echarse en la cama y seguir, porque al ritmo que llevaba no acabaría nunca con el calvario que le suponía leerlo. Pero pasó, y aunque se me abren las carnes por tener que ponerle fin a la apacible y maravillosa vida que llevas, ya no puedo aplazarlo más. Tampoco puedo llevarme el secreto a la tumba, no es justo para nadie, hija mía. Ainoa, de ser quién deberías haber sido, si todo hubiera ido tal y como esperábamos… Lo siento, he parado para coger aire, estoy que me ahogo en la tristeza de mi soledad. Hija mía, y ahora no es una forma de hablar ni un apelativo cariñoso, tú eres… —¡¿Qué quiere decir?! —Exclamó en voz alta —No puedo seguir leyendo, no entiendo qué está pasando. Y lo más fuerte es que no sé si quiero entender.

234 A pesar de saber el riesgo que entraña cualquier curiosidad, decidió acabar cuanto antes con el desasosiego que la invadía. Nuestra hija, la de Irene y mía. Somos tus padres, los de verdad, los consanguíneos o naturales. Los mismos que no han dejado de quererte ni un sólo segundo de sus vidas. Y tu nombre, que aunque me parece bonito y acertado, sería Ona; hasta en eso decidieron por nosotros. Y como bien sabrás, es el hipocorístico de Mariona, hipocorístico a su vez de María en catalán. Esta información es del todo innecesaria, ya lo sé, pero necesitaba coger aire para poder seguir con lo que de verdad es relevante y transcendental. Te quiero muchísimo, hija mía, necesitaba decírtelo una vez más. Los apellidos que acompañan a tu nueva identidad ya los conoces, son los que lleva Alan… Corrió al baño, ahora sí que ya no podía seguir leyendo una línea más. Acababa de recibir el mayor palo de su vida de quien menos esperaba. La carga emocional era de tal magnitud que no le dio tiempo a llegar. Mientras vomitaba y lloraba, en mitad del pasillo, se torturaba con este pensamiento: «Me he acostado con Alan, ¡mi hermano, sangre de mi sangre! Quiero morirme aquí y ahora. Te maldigo, Eneko, es imperdonable e imborrable lo que nos has hecho a Alan y a mí. Tú tenías la llave para que nuestro amor no solidificase, y pudiendo hacer lo que debías, porque yo hubiera movido cielo y tierra para evitar que dos hermanos se entreguen al pecado de la carne, miraste para otro lado». Estaba tan demacrada y triste, cuando Laura la vio, que ésta no pudo evitar llorar delante de su hija. —Lo siento. Siento no habértelo podido decir yo junto a… —tu padre, así continuaba la frase. Pero al darse cuenta de que hablaba de Matías, guardó silencio. —Nada ha cambiado, mamá. Los hechos son los que son y mi padre es el que ha sido siempre; el bueno de Matías, como tú y yo lo llamamos en la intimidad. Oírla hablar de esa manera la alivió, su hija había empleado el mismo tono dulce de siempre y se abrazó a ella. Emocionada y alegre, porque su peor pesadilla había muerto con Eneko, lloró

235 aún más fuerte, desahogándose tras tanto tiempo esperando este momento; su hija no los repudiaba como padres, sino que seguía queriéndolos igual. —Tranquilízate, por favor, no quiero que te pase nada —le dijo Ainoa, frotándole la mejilla con la mano. —Entonces… ¿estás así por la reciente pérdida de…? —No, mamá. Por él lloraré el día del entierro y los días que sucedan a éste, hasta que poco a poco asuma que se fue. El roce hace el cariño, y a raíz de estar estos meses tan cerca de él, algo cambió en mi interior. Le quiero, mamá, mucho. Era magnífico, extraordinariamente bueno. Pero le robaron lo que más quería y cometió muchos errores. Y lo que me ha hecho… Las lágrimas manaban incontenibles de sus ojos, resbalando por sus pálidas mejillas. —Te aseguro que tu padecimiento acabará pronto. Va a ser duro, no lo niego, pero unidas superaremos este mal trago. No sabía si se sostendría en pie o se caería en segundos, sus piernas temblaban nerviosas de arriba abajo. Para evitar un mal mayor, se dejó caer lentamente. —¡¿Qué pasa?! —decía preocupada su madre, a la vez que se sentaba junto a ella. La cogió con mucha ternura y la recostó sobre su pecho mientras le iba diciendo—: Cuéntaselo a mamá, a mí, niña mía. Seguro que tiene una solución, la buscaremos, te prometo que la encontraremos. —Me he acostado con Alan, ¡con Alan, mamá, mi hermano por parte de padre! Es asqueroso, tan repugnante y nauseabundo que necesito morirme. Me doy asco, me odio a mí misma por lo ignorante y estúpida he sido. —Eres hija única —Ainoa abrió tanto los ojos que parecía que iban a salírsele de las órbitas—. No tienes ningún hermano en ninguna parte del mundo. Relájate, tranquilízate, ya empiezo a entenderlo todo. Lo que había en el sobre que te he entregado no lo has terminado de leer, no puede ser otra cosa, allí está toda la verdad y no deja lugar a dudas. Mi amor, ve a tu habitación y acábalo. Después, con otra cara y desde una perspectiva distinta, seguiremos hablando.

236 —¿Cómo puedes saberlo? ¿Habéis estado en contacto todos estos años? Creo que me debéis muchas explicaciones. —Y te las daremos, por supuesto que lo haremos. Jamás te hemos ocultado nada, solo lo que ya sabes, que no es poco. Pero a veces las circunstancias mandan, incluso encadenan. Nosotros, por imperativo, sí o sí, nos vimos obligados a aceptar todas las condiciones impuestas por la Condesa para... Y después, cuando faltó ésta y sus tentáculos ya no podían darnos alcance, ni se nos pasó por la cabeza, eras tan nuestra que nos olvidamos hasta que llamó el Conde. Hemos intentado hacer lo mejor para ti en todo momento y creo que lo hemos logrado. Ainoa, cuando papá esté aquí, hablaremos largo y tendido. Lo que sé de Alan, es gracias a que he leído el contenido del sobre que ha llegado a nombre de tu padre y mío. Eneko nos cuenta la parte que desconocíamos de su historia. Papá y yo creíamos que Alan era hijo suyo. Besó a su madre. —¡Os quiero! No sé qué vida hubiera tenido con ellos, pero aquí he sido inmensamente feliz. Y no te atormentes, mamá, no se puede querer aquello que no se ha conocido. La realidad la desconozco, en parte, pero la verdad la he vivido cada día y sé que os habéis desvivido por mí, y por hacerme quien soy. Os lo debo todo y pienso compensaros. Estoy muy orgullosa de lo que soy. O de lo que era, tengo la cabeza hecha un lío. La besó de nuevo. Y su madre la abrazó y la apretó contra ella. Corría histérica de alegría, los ojos le brillaban como los del niño que recibe un inesperado regalo. Nunca me acosté con Brenda. Créetelo hija mía, nunca tuvimos relaciones íntimas, ni tan solo una vez, aunque eso lo supe algunos años después del nacimiento de Alan. Ella, aristócrata de nacimiento, quedó embarazada del chofer de su madre, íntima amiga de la mía. Y cuando Nicole, madre de Brenda, llamó a Judith para pedirle ayuda. Ella quería que acogiéramos a su hija aquí, en España, hasta que diera a luz y entregara al bebé a algún benefactor, y de esta manera se ahorrarían el escándalo y la vergüenza que conllevaría que

237 los de su linaje, gente de alta alcurnia, se enterasen de la supuesta acción indigna, de la degradación y bajeza de los actos cometidos por su hija. Judith, mala entre las malas, vio el cielo abierto o la luz a los problemas de ambas; y así fue que desperté en el Palacete de verano, casado con una mujer embarazada que me hizo creer que el hijo se lo había hecho yo. No la culpo, el monopolio de la mentira no le pertenecía a ella, y menos desde que me contó la verdad. Ambos, fuimos víctimas de los apellidos que llevamos. Mira, hija mía, piensa con mucho detenimiento lo que voy a decir a continuación: eres la Condesa de Balagué. Por ley, ese título es tuyo, ahora bien, si yo fuera tú, ni de broma me cambiaba los apellidos. Jamás modifiques aquello que te aporta felicidad. El título lo heredarás igualmente, lo quieras o no. Y con el libro, donde quedará publicado hasta la prueba de ADN que está impresa al final de estos folios, el mundo entero sabrá de qué cuna desciendes. Y por último, porque lo demás son datos, fechas y ciudades para el libro, quiero hablarte de Alan, el hijo mío que no es tu hermano. También te he entregado el resultado de ADN de él. No quiero dejar lugar a dudas. Y a lo que iba, que si no va a resultar que hablo más después de muerto que en vida, mi hijo te quiere, está locamente enamorado de ti aunque aún no es muy consciente de ello, por eso no corre a tus brazos. Como te decía, también le he dejado impresa la verdad. Debe saber el porqué de que su madre perdiera la cabeza sin motivo aparente. Él te lo contará, estoy seguro de ello, aún así, voy a darte un adelanto: la madre de Brenda le prometió que, si se casaba conmigo y yo reconocía a su hijo como propio, ella, podría divorciarse cinco años más tarde y vivir con el padre de su hijo, el chofer de la familia. Ese día nunca llegó, porque unos meses antes de cumplirse la fecha el chofer tuvo un fortuito accidente. ¡¿Destino o casualidad?! Y yo, que soy de los que no cree en las casualidades, sino en la manipulación del destino, sé que lo mataron, te lo puedo asegurar. Lo vi en los ojos de mi madre cuando le pregunté por “el terrible accidente”. Por aquella época, Brenda y yo ya

238 nos habíamos sincerado. ¡Qué ilusos! Decíamos que la unión haría la fuerza. Ella, completamente destrozada y con pocos motivos para vivir, volvió a coquetear con las drogas, hasta que perdió la razón y no nos quedó otra opción que la de ingresarla donde está. Por todo esto, y porque te quiero más que a nada en el mundo, debo pedirte que des tú el paso y te acerques a Alan. Nadie te querrá como te quiere él, eso te lo garantizo. Os pedí, con toda la picardía del mundo, que no os acercarais el uno al otro. No hay nada que se desee más que lo que está prohibido. Ya conoces lo que se dice: más sabe el diablo por viejo que por diablo. En fin, hija mía, ¡qué bien me suena ahora que sabes que siempre lo he dicho de verdad! A tu madre y a mí no nos separa ni Dios, aunque el demonio lo intentó por todos los medios. Os deseo, de todo corazón, que lo mismo os ocurra a vosotros, mis adorables hijos. Cuando os caséis, y ocurrirá en breve, si has decidido conservar los apellidos de Matías y Laura, tus padres y dos de las mejores personas que he conocido, serás Condesa por designación; la que te otorgará el matrimonio. Otro apunte, ¡no, si como siga así no me marcharé! Me gustaría que le cambiases el título al libro y le pusieras este: “No culpes al destino”. La realidad, la única realidad o único pecado, fue querer a tu madre sobre todas las cosas. ¿Qué te parece el título? Yo creo que suena realmente bien. Ah, otra cosa: no reveles cómo murió Judith, tu abuela. A mí ya no puede pasarme nada, y no hace falta que la gente os vaya señalando. Según el informe forense, murió de un cáncer de colon que no fue detectado a tiempo por el empecinamiento de la paciente. Se negó, por activa y por pasiva, a someterse a ningún tipo de prueba, a ninguna. Su cabezonería la mató, esto es cosecha mía, aunque real. Si no se hubiera encabezonado en separarme de mi Irene, los tres seguiríamos vivos. Y poco más me queda por decir. Te quise desde el mismo instante en el que me anunciaron tu nacimiento, aunque desde la distancia. De volver a nacer no cometería tantos errores, pero para esto no hay una segunda oportunidad y los que se van nunca vuelven. Por eso, te pido

239 encarecidamente que aproveches lo que tienes. Y yo te diré cómo: el día de la incineración de tus padres, será en breve, te acercas a Alan, lo abrazas y lloras en sus brazos. Él sabrá hacer el resto, estoy convencido. He podido observar cómo te mira. Y sé cuando una mirada es de amor y cuando es de deseo carnal; soy un hombre. Mis hijos se quieren y he sido testigo de ello, me voy tranquilo. Irene, tu madre, también os da su bendición. Me lo dijo dándome un apretón de mano… Cuando terminó no le quedaban lágrimas, tampoco clínex, el llanto había acabado con todo, hasta con su desesperación. Matías estaba en el comedor, de pie y nervioso, frotándose las manos con energía. —Hola, papá. ¿Qué tal tu día? —no sabía cómo abordar la desagradable conversación que les esperaba. —Ven —dijo abriendo los brazos—. Necesito abrazarte. Se fundieron en un abrazo largo y apretado, de sentimientos puros e intensos. —Deberías ir al hospital. Tu padre descansa en paz, al lado de tu madre. —¡¿Cómo lo sabes?! —Me llamó Aleix. Ese hombre es no tiene precio. Cariño, échate agua en la cara y lávate los ojos —la besó tiernamente en la mejilla, enrojecida de tanto llanto—. Te quiero, Ainoa, hija mía. Eres la niña de mis ojos. —Yo también te quiero, papá, y más de lo que pensaba, que era mucho. Me voy, quiero llegar lo antes posible. Hablaremos a la vuelta, o cuando quieras, tenemos toda una vida por delante. Salió de la habitación arreglada y con el pelo recogido a un lado. El blanco de sus ojos, estriados por diminutas líneas rojas, evidenciaba que había llorado otra vez. Estaba dolida, le dolía la muerte de un padre al que no le habían dado la oportunidad de poder desempeñar esa función, no con ella. Por eso se sentía la única damnificada. Primero se abrazó a Laura y le susurró que la quería. Y tras hacer lo propio con Matías, supo que había llegado el momento de afrontar la inaplazable y difícil situación.

240 —Me gustaría llevarte, hija, y esperarte tomándome un café en la cafetería del hospital. Y tómate el tiempo que te haga falta, yo quiero estar allí, apoyándote desde la distancia. —Gracias, papá. Pensaba llamar a un taxi, no tengo cuerpo para conducir hasta allí. En realidad no tengo cuerpo para nada. Matías besó a su mujer. Fue un beso tranquilo, dulce, de los que se dan cuando la relación está más que consolidada. Al cabo le acarició la mejilla, intentando transmitirle un poco de paz. Él, siempre más frío y sereno que ella, estaba un poco asustado por el giro que podían dar sus vidas a partir de que Ainoa saliera por la puerta, quizá para no volver. —Te mantendré al tanto de todo. ¡Quédate tranquila, estará bien! —Se giró y, dirigiéndose a su hija, dijo—: Voy al coche, y en lo que te despides de mamá, lo caliento para salir zumbando. Hizo un gesto de cabeza, estaba de acuerdo. Cuando se quedaron solas se abrazó a su madre, se acurrucó entre el pecho de ésta buscando protección. Salía del hogar que sentía como propio. Era la casa de papá y mamá, pero también suya. El recién estrenado sentimiento de orfandad la llevó a pensar: «Cuando algunas piezas del puzle se pierden, ¿desaparece una parte de lo que éste significaba o sigue manteniendo intacta su esencia?». Emocionalmente el duelo ya había comenzado y la pérdida había hecho mella en su cabeza. «¿Cómo gestionaré tanta pérdida emocional? Es imposible, me siento profundamente triste y no sé si voy a poder con esto. Esta extraña situación me ha desbordado, yo no estoy preparada para manejarla. Papá, jefe y amigo, aunque hayas esperado a irte para decírmelo, ¡¿cómo se supone que viviré sin ti a partir de ahora?! No quiero ni imaginármelo». Su corazón latía con fuerza, era el miedo a lo que se le venía encima. Bajaba los cuatro escalones que la separaban del camino de piedra. Le quedaba poco para llegar al coche y por primera vez quiso gritar, de rabia, de impotencia, de dolor. Apretó los puños con fuerza y se contuvo. De repente, sin esperarlo, se gestaba en su interior una amalgama de confusos sentimientos. Éstos iban y venían rápidos, tanto del amor al odio como del odio al amor,

241 sacudiéndola con energía. «¿A quién otorgarle un sentimiento u otro?», se preguntó. «A los que me lo han dado todo a cambio de nada o al que lo dio todo por mí, vigilándome siempre desde la distancia, atento a lo que pudiera necesitar». Ensimismada en sus pensamientos, se le pasó por alto que le quedaba un escalón por bajar. —¡Maldita sea mi estampa! ¡Maldito todo aquel que me ha robado la tranquilidad y el equilibrio! —exclamó sulfurada. En cuanto ella subió al coche, Matías apretó el acelerador a fondo. Iba a treinta kilómetros más de lo permitido, rezando por no encontrarse con la Policía autonómica. —Esto es un pésimo ejemplo de lo que nunca, bajo ninguna excusa o pretexto, se debe hacer al volante. Hoy, excepción que no se repetirá, estoy saltándome las normas —dijo mirándola, al ver que se restregaba las manos, impaciente. —Gracias, papá. Estoy viviendo el momento más difícil de mi vida y tenerte a mi lado me tranquiliza. Me da fuerzas para… —Quizá tu madre y yo tengamos algo de culpa, toda, según se mire. —¡No! —Exclamó con impetuosidad—. Y nunca os dé por pensarlo. ¡¿De qué sirve flagelarse ahora?! Para según qué ya es demasiado tarde, y no te mortifiques, papá, por favor te lo pido. Lo pasado, pasado está, de nada sirve pensar en lo que pudo ser y no fue —decir esto la hizo pensar en un párrafo de la extensa carta. La tenía tan memorizada que mentalmente la visualizó. Aunque creo que debo habértelo dicho ya, por si acaso no ha sido así; o te lo digo por primera vez o me reitero en lo dicho. Qué importa, ahí va: no me arrepiento de lo hecho, de nada, sino de todo aquello que no me atreví a hacer. De eso sí que estoy amargamente arrepentido. Por eso, hija mía, ni mi vida ha sido completa ni mi muerte habrá fracasado del todo. Con mi huída hacia delante, al dejar de existir hay una restitución recíproca de las cosas. Tú ya eres la que debiste ser y yo vuelvo a ser quien era, quien siempre fui, tu padre. —Cierto es que no sirve de nada, pero pudimos negarnos y no lo hicimos. Eso no estuvo nada bien, bailarle el agua era una

242 opción, no una obligación, por más Condesa que fuera. Pero tu madre… Ella… —¿Acaso crees que hubiera salido ganando? ¡Claro que no! Nací en desventaja, la partida estaba empezada y casi a punto de terminar. Y por eso perdí, si no hay igualdad de condiciones no hay combate justo. La que debió ser mi abuela no quiso, decidió por todos, incluidos mamá y tú. Tengo pruebas fehacientes, te lo aseguro. A pesar de todo, y aunque me duele decirlo porque he perdido a mis padres, alabo su equivocada acertada decisión.

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Alan llegó a España la noche antes de que Ainoa recibiera el sobre. Aleix le quería allí, a él y sólo a él. Creía que era lo mejor para su amigo y para Alan. De conocer Ainoa la verdad, antes de lo debido, no permitiría que su padre volviese a abandonarla. Habían pasado algún tiempo juntos, el suficiente como para que Aleix intuyera las reacciones de la hija de su jefe. —Aleix, ¡por fin vuelves a llamar! ¿Dónde estás, y a dónde me dirijo? —Nos vemos en el hospital. Estoy con tu padre, que ya va a emprender el viaje con Irene. Él no sabe que vienes, pero quiero que estés aquí, acompañándoles a atravesar la puerta sin retorno. Te entregaré una carta escrita por él, que va dentro de un sobre. Ahí encontrarás el camino para seguir sin él, detallado para que no tengas que preocuparte de nada. Pero como sabes, no todo es perfecto ni eterno, y también descubrirás cosas insospechadas e inimaginables, que o bien aplaudirás o bien maldecirás. —Gracias por lo que haces por nosotros, Aleix. Mi padre estaba en lo cierto, eres una persona legal y de total confianza —No sé, empiezo a tener serias dudas. Al llamarte y pedirte que vinieras, posiblemente haya traicionado la confianza que él había puesto en mi. —Mayor motivo para que te esté eternamente agradecido. —Estaré en la sala de espera. No te entretengas. —Llegaré acompañado de la niñera que has contratado para mí. Muy guapa, por cierto.

245 —De Rubí ya me encargaré yo. Que espere en la cafetería, está abajo. Se encontraron en el lugar acordado. —Tu padre está en la habitación con Irene, tumbados en la cama para… Yo, a modo de excusa, para poder salir a recibirte, le he dicho que necesito un café, que la noche iba a ser larga y dura. —Bien hecho. ¿Hay alguien con ellos? —No, están solos, Aránzazu no quería irse y casi he tenido que sacarla por la fuerza. Estaré en la puerta, vigilando para que nadie moleste. También para que a nadie se le ocurra impedir lo que tu padre está dispuesto a hacer. —Toma, esto es para ti, aquello de lo que hablamos. Léelo por encima, no disponemos de mucho tiempo. Minutos después le brillaban los ojos y los tenía húmedos. Ahora ya sabía la verdad, o parte de ella. Y el impaciente Aleix, que había estado dando vueltas por la sala mientras lo miraba, le quitó los papeles de las manos. —Ya es hora de que le devuelvas a ese hombre un poco de lo mucho que te ha dado. No quiere a nadie en la habitación, te aviso, tal vez te regañe. Qué importa, estás obligado a decirle lo que sientes por él antes de que sea demasiado tarde. Tu padre, la persona que ha tenido la peor de las vidas, merece tener la mejor de las muertes. ¿No lo crees tú también? No pudo hablar, le costaba mucho respirar y se dejó llevar por el secretario, desde hoy su amigo. Aleix, que lo llevaba cogido un brazo, tiraba de él. Alan no controlaba los nervios y arrastraba los pies al caminar. Recorría el pasillo medio llorando, Eneko siempre le había dicho que los hombres no lloran, que se guardan el dolor para ellos. Él sabía que era mentira, y más de una vez vio rastros de lágrimas en el rostro de su padre. Muy despacio abrió la puerta. Consciente de que era un ser débil, así lo habían criado, temió no poder soportarlo. —¡Hijo! —su padre sonrío al verlo—. ¿Qué haces aquí? Te hacía en Bruselas. Ven, rápido, acércate. ¡Qué alegría!

246 Tumbado en la cama, pegado a Irene y cogido a su mano, le hizo un gesto a Alan, que se había quedado inmóvil, observando la cámara que sobre un trípode estaba situada a los pies de la cama. Eneko le mostró el mando a distancia que tenía sobre la cama, junto a él, a la espera de poder pulsar el botón REC. —Nunca imaginé nada. He vivido en la inopia y yo… —las lágrimas traicionaron su impostada entereza—. Me avergüenzo y me arrepiento, todo a la vez. —Siempre te he querido como a un hijo propio, de hecho lo eres, llevas mi apellido. Y aunque te lo he dejado por escrito te lo digo de viva voz: eres mi hijo y como tal te he querido. Eneko ya se había sentado en la cama cuando le dijo esto, y se puso de pie y lo abrazó. Alan no pudo contener el llanto, y se echó a llorar como si fuese un niño desamparado. Ya nada podía hacer él, el sabio de Aleix recalcó diciendo: «Donde empieza su libertad termina la tuya, no interfieras». —Ella es Irene. Una de las mejores personas del mundo. La mejor, estoy seguro —le explicó a su hijo, cuando éste dejó de llorar. —¿Puedo darle un beso? —¡Por supuesto! Los que quieras. La besó en la mejilla con un poco de miedo, se la veía muy débil. —¿Cómo piensa hacerlo, señor? —¿T’has begut l’enteniment? —le preguntó, hablándole en catalán. ¿Te has bebido el entendimiento? Sería la traducción al castellano—. Ahora que me voy ¿me hablas de usted? A buenas horas mangas verdes. ¡Hay que joderse, si tiene uno que morirse para que le respeten un poco! Se echó a reír. «Nunca lo había visto tan dicharachero y feliz», pensó Alan descolocado. La situación le venía demasiado grande. Él, que su mayor dificultad era decidir a qué mujer embaucaría para poder llevársela a la cama, ni podía ni quería ponerse en la piel de su padre. Y por primera vez en la vida sintió ternura hacia alguien.

247 —A ver, papá, lo que trato de decir, aunque estoy seguro de que has pensado todos y cada uno de los detalles; los pocos que hemos tenido el privilegio de conocerte bien, sabemos que eres un hombre meticuloso y con sentido de justicia. Lo que me lleva a hacerte la siguiente pregunta: ¿cómo lograrás que tu acción de gran esfuerzo y valor no salpique ni manche nuestro apellido? Y te juro que no se trata de egoísmo, esta vez no. Me preocupa que la gente despiadada, que no tiene nada mejor que hacer, hable mal de ti. La eutanasia está penalizada, papá. Como también es ilegal inducir o cooperar con alguien para que éste lleve a cabo su suicido. Sí, ya sé que no podrán meterte en la cárcel, pero me sabría muy mal tener que escuchar que fuiste un asesino. —Sólo te pido una cosa, ¡vive! El miedo a sufrir también es un sufrimiento. Quiero que ames y que sientas libremente. Deja de lado ese escudo y muéstrate tal cual, nunca te has valorado lo suficiente y creciste menospreciado. Eres muy inteligente y, por tanto, te irá muy bien en la vida. Recuerda que la única persona con la que compites eres tú mismo, supérate acabando la carrera de derecho. Prométeme que retomarás los estudios. —Me has pedido más de una. —¿Qué? —Que has empezado diciendo que sólo me pedías una cosa y he perdido la cuenta de las que han sido. —Bueno, el que es generoso para dar tiene derecho a pedir. Y contestando a tus miedos, aunque no los hayas expresado, ella dará su consentimiento a todo. —¿Cómo? —Yo haré una serie de preguntas, unas serán verdad y otras no, y ella apretará mi mano solo cuando sea cierto. Por ponerte un ejemplo: le diré varios nombres de mujer, y solo cuando oiga Irene apretará mi mano. También parpadeará, lo hará dos veces para asentir y una para negar. Lo de abrir y cerrar los ojos no ha sido fácil, nos ha llevado unos meses controlarlo. Ella puso todo su empeño hasta lograrlo. El zoom de la cámara no dejará lugar a dudas. Ahora necesito que salgas, que nos dejes a solas. Llegó la hora de partir. Recorreremos juntos el camino que nos llevará

248 hacia la luz que marca la salida, y en el más allá descansaremos para siempre. Tú esperarás con Aleix, mi fiel amigo. Si quieres, por supuesto. —Así lo haré, papá. —Sé que no te dejo un mundo perfecto, pero recuerda esto siempre que te encuentres de bajón: eres muy bueno, y te quise desde el mismo instante que naciste. Con esos ojos de adulador, me miraste y sonreíste, conquistando un corazón endurecido por los golpes recibidos. Se abrazaron. Alan volvió a besar a Irene. —Ha sido un todo un placer conocerte, Irene —No sé qué más decirte, no puedes contestarme, pensó. Y se le ocurrió una pequeña gracia—. Y trata bien a mi padre, allá donde vayáis, o tendrás que vértelas conmigo. Para sorpresa de ambos, Irene esbozó una tímida sonrisa. —Ves, hijo. ¡Te lo dije! Es consciente de todo lo que pasa a su alrededor. —Deberías reconsiderarlo, papá. No me dejes, ahora que tú y yo empezamos a entendernos, no lo hagas. Te necesito, papá. —No me necesitas, aunque ahora te parezca que sí, llegarás por ti mismo a donde quieras ir. El mundo no se acaba conmigo, sino que empieza a partir de mí. Busca en tu corazón, ahí tienes la llave de la felicidad. No lo alarguemos más, empieza a ser un poco duro para mí. Sal, déjanos marchar en paz —no acabó de decirlo que ya tenía a Alan abalanzándose sobre él, lo abrazó. Triste y abatido, porque la próxima que lo viera no estaría vivo, cerró la puerta tras de sí. Cuando al fin se quedaron solos, pensó en su hija: «Ainoa, mi dulce niña, ¡cómo me hubiera gustado verte! Recibir a Alan ha sido una grata sorpresa, un regalo del generoso Aleix. Yo no quería ver a nadie, y así lo dejé por escrito. Pero ahora que lo he visto a él me iré añorándote a ti, necesitando un abrazo, un beso. ¡Qué día más bueno cuando te metiste en mi cama! No sabes la felicidad que sentí con esa inesperada sorpresa. La sensación de hormigueo, ese cosquilleo que te recorre el cuerpo de una punta

249 a la otra, dejándote una más que agradable y exquisita sensación de placer». Las lágrimas de él se fugaron de su cautiverio y atravesaron su rostro, y dejó de contener el sollozo que imploraba por salir, y mirando a Irene, lloró. —No podemos demorarlo más. ¿Estás de acuerdo? Ella le apretó la mano y recordó un momento muy feliz de su noviazgo, de los pocos que pudieron disfrutar. Eneko, el día del estreno de la famosa película Titanic, mandó comprar todas las entradas, todas las butacas para la última sesión. Disfrutaron de toda la sala para ellos. «Si tú saltas, yo salto», recordó que le dijo Jack a Rose. Ella estaba a punto de hacer lo mismo, saltar al vacío con él, porque Eneko, el único amor que había conocido, derrumbaría el alto muro de hormigón que les separaba. —Ahora que el telón está a punto de caer, la obra finalizará y el drama de nuestras vidas concluirá, quiero decirte algo, debo decírtelo: me voy tranquilo y feliz. Mi último papel ha sido el de celestina. Y está mal que yo lo diga, o que suene pretencioso, da igual, lo he bordado y eso es lo único que cuenta. No imaginas lo orgulloso que estoy. No podía marcharme sin antes ir dejando miguitas de pan por el camino, metafóricamente hablando. Aún así, ellos las encontrarán. Sí, ya sé que el destino tiene la última palabra o la última voz, pero de vez en cuando un empujoncito no está de más —ella volvió a apretarle suavemente la mano, no podía estar más de acuerdo con él—. Gracias, amor, gracias por tu apoyo y comprensión. Esa es una de las razones por las que no he dejado de quererte jamás. Volviendo a lo de los chicos, de haberse conocido a raíz de nuestra muerte, mi hijo, que es puro egoísmo, nunca la hubiera mirado con buenos ojos, la odiaría de por vida. Ella, sin comerlo ni beberlo, le habría arrebatado parte del legado familiar, y ahora todo es para los dos, de ellos y para ellos. Bueno, querida compañera, no lo dilatemos más que nos espera un largo viaje y hay que salir ya, pongámonos manos a la obra. Te quiero, lo sabes. ¡Allá vamos, sueño eterno, recíbenos cuanto antes!

250 La besó suavemente en los labios. Le cerró los ojos y se los besó, primero uno y después el otro. Y agarrados de la mano, y tras haberse inducido la muerte, emprendieron el largo camino sin retorno. Si la vida no se lo había puesto fácil, la muerte no iba a ser menos, ambos se retorcían de dolor. Y ahora equiparados, en las mismas condiciones, él tampoco podía hablar. El dolor, aunque intenso, le permitió un último pensamiento: «Os amaréis, hijos míos, y lo deseo de todo corazón porque sé que estáis hechos el uno para la otra». Recordó lo de, miembros y miembras, dicho por la ministra de igualdad, Bibiana Aído, y emuló el peculiar o singular lenguaje de ésta. Un acto reflejo lo llevó a acariciar la mano de Irene. Tenía la piel suave, como la persona que no ha trabajado nunca y que ha llevado una buena vida. —¡Qué ironía! —logró decir con mucha dificultad. Pero era tarde para ella, tenía las manos frías como un témpano. Irene y su mala costumbre, salir siempre antes que él. El último estertor fue como un fuerte latigazo cervical.

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—Cogeré un taxi, papá. No quiero que estés a la espera. Ve con mamá, te necesita más que yo —dijo bajándose del coche. —Gracias. —¿Por qué? —Por ser como eres. —Entonces no me las des, no me corresponden a mí, sino a vosotros. Ha sido vuestro logro, porque mira que nací con ganas de dar guerra. La lealtad que habéis demostrado dice mucho de cómo sois y vuestro amor ha obrado el resto. Besó a su padre y echó a correr. No esperó al ascensor, la ansiedad la devoraba por dentro y corrió escaleras arriba, cuatro pisos de un tirón. Llegó a la habitación respirando con dificultad y sin aliento. Lo último que esperaba, ni lo pensó, fue encontrárselo tumbado en el sofá. «Lógico, Eneko también es su padre». Los nervios se la comían, quería tirarse sobre él y gritarle a la cara lo mal que se había comportado con ella. Respiró, no era lugar ni momento. Aleix, sentado en un sillón y medio dormido, había dado un bote al oír la puerta. —Alan… Alan… —le susurró zarandeándolo suavemente de un brazo—. Ven, salgamos un rato. Te invito a un café. Desorientado abrió los ojos, aún no era consciente del lugar en el que se encontraba, la noche, tan larga como dura, lo había dejado machacado, hundido. —Lo siento mucho, Ainoa —dijo Alan, dándole un beso en la mejilla—. Lo de tus padres… no sé qué decir en una situación como esta. Tan difícil para todos que…

253 —Gracias. También lamento tu pérdida. —No vayas a irte. Tenemos que hablar de ciertas cosas y en media hora estaré aquí de vuelta. Ella asintió. Cuando se quedó sola, tímidamente se acercó a sus padres. Se emocionó, tumbados, pegados uno al otro y agarrados de la mano, parecían la pareja perfecta que su padre le había descrito. «La muerte es la última parada en cada aventura humana. Nada importan nuestros méritos ni nuestras derrotas, porque, pase lo que pase, nuestro cuerpo entrará en un proceso biológico en el cual la materia orgánica vuelve a aprovecharse por las mismas bacterias que nos habitan, y en dado caso, por el ambiente que nos acoge». —Lo que es la mente humana —decía en voz baja—, en el peor momento de mi vida, a ésta le da por recordarme algo que leí sobre el fallecimiento humano. Este no va a ser vuestro caso —les dijo mirándolos—. Habéis tomado la decisión acertada, la incineración es la mejor de las opciones; tampoco es que haya muchas. Lamento enormemente todo lo que habéis tenido que pasar para poder acabar juntos, sobre todo vuestra desdicha, me siento partícipe de ella, y en parte fue por mí, por mi insistencia en querer nacer a toda costa. Quizá, si yo no hubiera amenazado con llegar, la abuela, con el paso del tiempo hubiera aceptado a mamá, y todo habría sido muy diferente. Bueno, llegó la hora de despedirse, papá, mamá, os deseo un bonito y eterno viaje. Los besó. Y sin poder evitar el dolor por la pérdida, lloró.

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Alan bajó la cabeza, y empezó a besarla lentamente. Ainoa no se resistió, envuelta en la magia de su boca, olvidó el pasado y el presente. La lengua de él se coló en su boca, explorando su húmeda y olvidada calidez. Con las emociones a flor de piel, y dominados por un febril estado de deseo, ninguno quería afrontar la realidad. Y fue Alan el que decidió que las caricias debían esperar. —¿Estás bien? —preguntó, despegando sus labios de los de ella. —Todo lo bien que se puede estar en estos casos. Tampoco voy engañarte, nunca podré sentir lo que sientes tú, ni de lejos. Eran mis padres, eso es innegable. Pero a Irene la he conocido hoy y Eneko no pudo ejercer conmigo, el privilegio lo tuviste tú, sólo tú. De lo cual me alegro, no vayas a malpensar. Pero ambos le debemos lo más importante, al menos para mí; de no haberse sacrificado ellos, no nos hubiéramos conocido. Yo he sido muy feliz, te lo aseguro, y tú no puedes quejarte, no me parece justo. Sé que mi padre te ha querido mucho, muchísimo, él mismo me lo dijo en más de una ocasión. Y tu madre… Alma que no aceptó la muerte de tu padre y se castigó por ello. Volvió a besarla. Ella abrió la boca para intensificar el beso y sintió una sacudida, una fuerte descarga eléctrica que recorrió su cuerpo de punta a punta y atravesó el de Alan. La alegría no era el sentimiento que debía tener, ahora no, pero a él le dio igual, vivía y respiraba por y para ella y eso era

255 lo único que tenía valor para él. La quería, la quería como nunca quiso a nadie, ni a su madre, y ya no concebía la vida sin ella. Ainoa tomó conciencia de que la vida que llevaba se había ido, ya no existía como tal. Pero otra llegaba para quedarse y le dio la bienvenida, Alan la quería, lo decían sus ojos, sus manos, sus besos y sus palabras.

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Título original: No culpes al destino Primera edición, abril del 2019 © Antonia Arjona Diaz © Diseño de cubierta: Manuel Santolaria (www.Ideals.es)

Esta historia está basada en hechos irreales. Nunca han sucedido y nunca deberían suceder. No hay evidencias de que existiera un Conde de Balagué ni que se llamase Eneko. Pero, si alguna vez lo hubo, porque en internet no hay constancia de que así fuese, no era él ni por asomo. Éste, un entrañable personaje de ficción, nació y murió aquí, en estas páginas y este libro.

Y a todos los que habéis llegado hasta aquí, mil gracias por haberlo hecho. La oportunidad, esa incondicional que nos brindáis, queridos lectores, es la única manera de darse a conocer en un mundo tan difícil como este. También una de las mayores motivaciones para seguir creando historias que compartir.

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