Conocer II Curso de patrimonio cultural 2008/09

Conocer Valladolid II Curso de patrimonio cultural 2008/09 Este volumen reúne las contribuciones científicas presentadas al II Curso “Conocer Valladolid”, celebrado en la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción de Valladolid, en noviembre de 2008

© de esta edición: Ayuntamiento de Valladolid © de los textos: sus autores Germán Delibes de Castro, Manuel Crespo Díez, Julio Fernández Manzano, José Ignacio Herrán Martínez, José Antonio Rodríguez Marcos, Carmen García Merino, Pascual Martínez Sopena, Jesús San José, Eduardo Carazo, Ignacio Marinas, María Antonia Fernández del Hoyo, Jesús Urrea, Joaquina Labajo, Luis Resines, Luis Díaz Viana, César Hernández. © de las fotografías: sus autores o propietarios

Depósito Legal: VA-922-2009 I.S.B.N.: 978-84-96864-38-2 Impreso en España. Printed in

Edita: Ayuntamiento de Valladolid Diseño y maquetación: dDC, Diseño y Comunicación Imprime: Imprenta Municipal La Real Academia de Bellas Artes inició en 2007/08 un programa de cursos dedicado a divulgar los recursos histórico-artísticos de que dispone Valladolid para que puedan ser debidamente valorados por todos.

Los cursos, que están destinados a personas de todas las edades interesadas en conocer mejor su ciudad y provincia, se programarán anualmente, desarro- llándose en bloques trimestrales agrupados en cuatro campos: arqueología, arquitectura y urbanismo, arte y patrimonio inmaterial, complementándose con visitas a las zonas de interés.

1. VALLADOLID SUBTERRÁNEO p. 15 ¿Stonehenge en Tierra de Campos? Excavaciones en el yacimiento de la Edad del Cobre de El Casetón de la Era (Villalba de los Alcores, Valla- dolid). Germán Delibes de Castro, Manuel Crespo Díez, Julio Fernández Manzano, José Ignacio Herrán Martínez, José Antonio Rodríguez Marcos p. 35 La villa de Almenara de Adaja: una ventana al mundo romano en tierras de Valladolid. Carmen García Merino p. 41 Al norte de Valladolid. Los despoblados medievales en la Tierra de Campos y los Montes de Torozos. Pascual Martínez Sopena

2. VALLADOLID URBANO p. 69 La nueva tecnología aplicada a la documentación del patrimonio en Valladolid y su provincia. Jesús San José p. 85 Valladolid, destrucción de la ciudad antigua. Eduardo Carazo p. 97 El Arco de ladrillo de Valladolid en el entorno de la Estación. Ignacio Marinas

3. VALLADOLID ARTÍSTICO p. 109 El escultor Juan de Juni. M.ª Antonia Fernández del Hoyo p. 121 Reflexiones sobre la Catedral de Valladolid y noticia de algunas de sus pinturas. Jesús Urrea p. 141 El ambiente musical de Valladolid a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Joaquina Labajo

4. VALLADOLID INTANGIBLE p. 157 Aprender en Valladolid: Las cartillas de la Catedral. Luis Resines p. 165 Las leyendas populares de Valladolid y su relación con otros relatos. Luis Díaz Viana p. 179 Historia y vida tras los nombres. César Hernández

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La ciudad como entorno

Para el individuo de épocas remotas, el conocimiento del ámbito en el que moraba o por el que transitaba, era una necesidad vital. Para el individuo del siglo XXI puede parecer un lujo, pero indudablemente es un lujo “necesa- rio”, por paradójica que pueda parecer la expresión. La ciudad en que habita- mos tiene, como para los seres primitivos, unas cualidades o unas característi- cas que la conectan con nuestra existencia y presenta unos problemas cuya resolución afecta a nuestra vida cotidiana. Porque ese entorno, en el que la propia voluntad o el destino nos ha situado, es el resultado de la actividad humana de generaciones. Y en una época en la que la comunicación es ban- dera de tantos movimientos sociales y culturales, no podemos renunciar a comunicarnos con el medio en el que habitamos y por tanto no podemos renunciar a conocer el lenguaje de la ciudad, que nos habla con unos térmi- nos casi siempre precisos y de una gran riqueza semántica. La pasividad que muchas veces aqueja al ciudadano de hoy sólo puede ser redimida con la curiosidad, y esa curiosidad –voy a utilizar un ejemplo extremo– puede llegar a salvarnos la vida o nuestras propiedades en determinados momentos. Esta- mos acostumbrados a recibir casi a diario noticias que nos ofrecen los medios de comunicación en las que muchas personas se lamentan de haber edificado su casa sobre una vía de desagüe natural, llámese riera, rambla o valle, y se deploran una y otra vez las consecuencias de aquella imprevisión o de aquella ignorancia. El cuidado con que los monjes elegían en la Edad Media los luga- res de asentamiento de sus monasterios no obedecía a un talento natural o a una inspiración divina, sino a la observación detallada de las características del

[11] Conocer Valladolid terreno, de sus propiedades, de sus peligros y por tanto de sus posibilidades de habitabilidad y rendimiento. Yo no sé si hemos renunciado hoy por com- pleto a esa actitud positiva, activa, que nos integraría sin duda en el lugar que hayamos elegido para construir o seleccionar nuestra casa, pero, como decía antes, la curiosidad puede servirnos en bandeja datos y conocimientos propor- cionados por el habla de la ciudad si somos capaces de traducir su lenguaje. A ello ha tratado de contribuir el curso “Conocer Valladolid” que la Real Acade- mia ha organizado y que se plasma ahora en esta publicación gracias a la gene- rosidad del Ayuntamiento de la ciudad.

JOAQUÍN DÍAZ Presidente de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción

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VALLADOLID SUBTERRÁNEO

¿Stonehenge en Tierra de Campos? Excavaciones en el yacimiento de la Edad del Cobre de El Casetón de la Era (Villalba de los Alcores, Valladolid) Germán Delibes de Castro Manuel Crespo Díez Julio Fernández Manzano José Ignacio Herrán Martínez José Antonio Rodríguez Marcos1 Julio Valdeón Baruque. In memoriam

Stonehenge es un sobresaliente, y por ello mundialmente conocido, yacimiento prehistórico que se localiza en la llanura de Salisbury, en el sur de Inglaterra. Su construcción debió iniciarse hace aproximadamente 5.000 años y cuenta, como elementos más representativos, con dos grandes círculos de bloques de piedra enhiestos –las “piedras azules” traídas desde las canteras de Preseli en Gales, a trescientos kilómetros al oeste, y los bloques de arenisca sarsen de más de treinta toneladas, con sus bien acoplados y famosos dinteles–

1 La exposición realizada en la Academia corrió a cargo del primero de los firmantes, pero el texto que se presenta, basado sustancialmente en el trabajo de campo de un equipo, debe cabal- mente ser rubricado por la totalidad de sus miembros.

[15] Conocer Valladolid los cuales configuran el escenario de un lugar de culto seguramente frecuen- tado en fechas concretas del año, a juzgar por la importancia de la alineación del monumento con el solsticio de verano (Chippindale, 1989). Y “Stonehenge de Tierra de Campos” es la expresión con la que Anastasio Rojo Vega, colabo- rador del diario vallisoletano “El Norte de Castilla”, se ha referido meses atrás a un yacimiento asimismo prehistórico, El Casetón de la Era, en Villalba de los Alcores, actualmente objeto de excavaciones por parte de un equipo de arqueólogos de las Universidades de Valladolid y Burgos. Es probable que los lectores de “El Norte” sonrieran escépticos ante la audaz propuesta de Rojo y ante la posibilidad, casi increíble, de que los vallisoletanos hubieran permane- cido ajenos hasta el presente a la existencia de un monumento de tal grandio- sidad, cuando los anticuarios ingleses, caso de William Camden y John Leland, ya se derretían en elogios hacia el suyo hace más de cuatrocientos años (Chippindale, 1989: 34ss). Sin embargo, pese a la legitimidad de tales dudas, la hipótesis de Rojo no carece en absoluto de fundamento. En realidad el término henge, de uso común entre los arqueólogos britá- nicos, se emplea para describir un recinto circular o casi circular definido por un foso, es decir por una estructura excavada, y a su exterior por un terraplén. Tales fosos, cuya cronología se sitúa entre el final del Neolítico y los inicios de la Edad del Bronce, se ven interrumpidos en determinados puntos por puertas y por lo general cobijan en su interior hoyos y estructuras cuya función tiende a considerarse más ceremonial que doméstica (Barber y Regteren, 1999: 59). En el caso de Stonehenge está claro que las misteriosas construcciones megalíticas se han convertido en su principal distintivo y en su máximo valor simbólico, pero es justo destacar que el elemento que verdaderamente define el monu- mento y el que le hace consustancial al resto de los henges es un foso de 115 m de diámetro que delimita exteriormente el espacio de los célebres trilitos sarsen y de las piedras azules. Nuestro “Casetón de la Era es también un recinto de fosos, esto es un henge, que cuenta con las mismas puertas alineadas que el de la llanura de Salisbury, que presenta en su interior unas no menos enigmáticas estructuras, en este caso semisubterráneas e improbablemente de carácter doméstico, y que comparte con Stonehenge cronología (tercer milenio antes de Cristo) lo que justifica plenamente la comparación entre ellos (Crespo Díez et alii, e.p.). Sólo –nada más y nada menos, habrá quien diga– la falta en Villalba de los Alcores de las imponentes construcciones megalíticas explica por qué los arqueólogos hemos sido tan miopes a la hora de detectar esta clase de yacimien- tos, hoy completamente subterráneos, cuyo estudio constituye el eje de las excavaciones que desde hace tres años efectuamos allí. Nuestra conferencia tra- tará de hacerse eco de todas estas cuestiones.

[16] ¿STONEHENGE EN Valladolid subterráneo TIERRA DE CAMPOS?

El descubrimiento de El Casetón de la Era en el marco de un proyecto de Arqueología Aérea y primeras impresiones sobre el yacimiento. La observación desde el aire, esto es, a cierta distancia y con mayor perspectiva que pie a tierra, constituye un procedimiento bastante habitual para detectar yacimientos arqueológicos, al que los aviadores ingleses y fran- ceses, sobre todo, apelaron con asiduidad a partir de la primera guerra mun- dial. A través de ella no sólo se pueden obtener visiones de conjunto de todo tipo de restos superficiales, sino también detectar evidencias del subsuelo valorando, en este último caso, los contrastes en el crecimiento de la vegeta- ción. El principio que lo hace posible es sencillo: en el momento de madurar, las mieses de cualquier campo se tornan amarillas y sólo aquellos puntos que retienen mejor la humedad permanecerán todavía verdes durante algún tiempo. Esto es exactamente lo que sucederá en las áreas deprimidas (fosas, pozos, silos, zanjas) del yacimiento arqueológico enterrado, circunstancia que aprovechará el observador experto para obtener imágenes, normalmente foto- gráficas, de la realidad subterránea. En España, donde se ha explotado muy poco esta poderosa herramienta de prospección, un aviador y arqueólogo valli- soletano, Julio del Olmo, ha llegado a convertirse en un gran experto en Arqueología Aérea y sus tomas fotográficas han servido, entre otras cosas, para revolucionar el conocimiento de las grandes obras públicas y del urbanismo prerromano y romano en el espacio central de Castilla y León. También los yacimientos de las Edades del Cobre y del Bronce han mere- cido la atención de J. del Olmo, tras advertir que raramente en muchos de ellos existían líneas perimetrales, auténticos fosos de delimitación, similares a los de muchos yacimientos prehistóricos europeos. Tales estructuras se dejan ver, por ejemplo, en El Moscatel de Torrelobatón, en el Mesón de Villarmentero, en Are- nales-Zofraga de Rueda o en el pago de Santa Cruz de Casasola de Arión, por mencionar sólo cuatro importantes sitios vallisoletanos del casi centenar de los documentados. La espectacularidad de los fotogramas nos llevó a Del Olmo, a J. de Santiago y a uno de los firmantes de este trabajo (GDC) a visitar e inspeccio- nar sistemáticamente, ya en tierra, estas estaciones, a fin de obtener escala para ellas y, sobre todo, de recoger restos arqueológicos en superficie que permitieran adscribirlas a una determinada época, hecho que puso de manifiesto su casi gene- ral correspondencia con la Edad del Cobre (Delibes y Herrán, 2007: 148-152). El Casetón de la Era, al noreste de Villalba de los Alcores, en el límite de Tierra de Campos y de los Montes Torozos y a casi 800 m. sobre el nivel

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del mar, es uno de los más lla- mativos de estos “recintos de fosos”. De planta circular de tendencia ovalada, cuenta con tres zanjas perimetrales concén- tricas, de las que la exterior tiene aproximadamente ciento cin- cuenta metros de diámetro, y en Vista aérea la foto se aprecia la existencia de del yacimiento (Foto Julio del Olmo) diferentes puertas, algunas ali- neadas, e incluso una de ellas con una posible barbacana o bastión defensivo del tipo que en los recintos euro- peos recibe el nombre de “pinza de cangrejo”. La prospección terrestre del sitio, una vez más, hizo posible documentar en superficie restos calcolíticos o de la Edad del Cobre, pero también algunos materiales de la Edad del Bronce, muy particularmente cerámicas incisas y del Boquique, lo que dejaba abierta la duda de a qué época de las dos correspondían las estructuras fosadas reconocidas en las aerofotos. El descubrimiento desde el aire de El Casetón y, como hemos dicho, de tantos otros yacimientos de sus mismas características, representó un punto de inflexión en el conocimiento, bastante elemental, del Calcolítico de las campi- ñas centrales de la Submeseta Norte. En realidad, cuanto se conocía hasta entonces de aquella etapa, básicamente a través de las enseñanzas del Inven- tario Arqueológico de Valladolid y de unas pocas excavaciones de urgencia, era poco más que el equipamiento o cultura material de un “horizonte Los Cerca- dos-Las Pozas” así bautizado por la representatividad de los objetos exhuma- dos en estos dos yacimientos de las localidades de Mucientes y Casaseca de Las Chanas, en Valladolid y Zamora respectivamente. Un horizonte en el que, no faltando algunas vasijas decoradas con acanalados y triángulos de puntos, pre- dominan las cerámicas lisas de formas redondeadas (cuencos hemisféricos y globos de lámpara), todavía hechas a mano; en el que el sílex tallado, muy especialmente las puntas de flecha pedunculadas y las grandes piezas de hoz, siguen gozando de gran aceptación, al igual que las hachas de piedra pulimen- tada; y en el que el cobre, muy escaso pero fundido localmente a partir de minerales importados, a juzgar por la identificación de contados restos de vasi- jas-horno, se presenta bajo la forma de puñales triangulares, como los de Bola- ños y Muriel de Zapardiel, de leznas de doble punta, como la de Portillo o de hachas-cincel como la recuperada en Villalón de Campos, todos ellos en la provincia de Valladolid (Delibes y Herrán, 2007: 137-180).

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Materiales cerámicos, líticos y óseos de época calcolítica recuperados en el yacimiento

Dicha panorámica tecnológica, más o menos complaciente a primera vista, no puede ocultar, sin embargo, la existencia de un enorme déficit de información sobre los contextos, esto es sobre las características y la organiza- ción interna de los lugares de procedencia de dichos materiales. Y es que, pese a la excavación aislada de alguna cabaña, por ejemplo en Moradillo de Roa (Burgos) y Villardondiego (Zamora), y pese al reconocimiento de importantes agrupaciones de silos (?) en La Cistérniga o Geria (Valladolid), poco es lo que en el Duero Medio se sabe con seguridad de los establecimientos o sitios domésticos de aquel momento (García Barrios, 2007). La obtención de la planta de El Casetón a partir de la fotografía aérea introducía, por tanto, nuevas pers- pectivas para el análisis del problema: aquellos círculos posiblemente revelaban las líneas maestras y una imagen de conjunto de un verdadero poblado cuyos habitantes, igual que sus contemporáneos del valle del Manzanares (Díaz del

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Río, 2003), habrían dispuesto un abigarrado sistema de empalizadas, fosos y contrafosos para proteger un pequeño caserío instalado en el centro de todo el complejo. Ésta pasó a ser la nueva hipótesis de trabajo, en parte inspirada por las analogías del recinto descubierto con los de otros poblados prehistóricos europeos –los vilaggi trincerati del este de Italia, los Erdwerke del neolítico danubiano o el famosísimo Champ Durand del oeste de Francia, que, en opi- nión de Joussaume (1999), era un verdadero fortín dotado de las más sofisti- cadas defensas–, y también el aliciente definitivo para impulsar el plan de excavaciones que, como hemos dicho, tiene por escenario desde 2006 El Case- tón de la Era y constituye el eje de esta conferencia.

Características y cronología de los fosos. La impresión de una obra pública sólo imaginable en el seno de comunidades con una organización social de cierta complejidad. La primera campaña tuvo como principal objetivo ubicar con exactitud y sondear los tres fosos, a fin de conocer sus secciones, de documentar la natu- raleza de sus rellenos y de determinar su cronología, para lo que se proyectó una trinchera de casi cien metros de largo con una orientación norte-sur que, desde el centro, cortaba radialmente el yacimiento. Los trabajos se desarrollaron

Vista del corte y rellenos del foso nº 2 (intermedio). Campaña de 2006

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de acuerdo con tales previsiones en los fosos 1 y 2 (interior e intermedio, res- pectivamente), lo que permitió comprobar que las zanjas, de sección en “V”, eran bastante anchas (hasta tres metros y medio) y profundas (algo más de dos metros). Pero no pudo llegarse a las mismas conclusiones en el foso 3 debido al deterioro sufrido por sus paredes durante la Edad del Bronce. En cualquier caso, los rellenos de todos ellos aportaron idénticos restos de cultura material, propios del Calcolítico precampaniforme, que el carbono 14 (GrN 34319 = 4085±35 BP, para el foso 1, y GrN 30550 = 4035± 80 BP para el foso 2) situó hacia el segundo cuarto del III milenio ANE. Los dos fosos centrales, por lo tanto, corresponden a un mismo momento, sin que exista un gran desfase en su excavación, y lo mismo presumíamos del foso exterior (nº 3), aunque el hallazgo inesperado de algún material de tipología neolítica (un fragmento de brazalete de esquisto que aquí, en la Meseta, encontraba excelentes paralelos en el Neolí- tico Interior) por momentos dio lugar a pensar que era más antiguo que los res- tantes y el primero, por tanto, en la secuencia constructiva del triple recinto. Sólo se trató, sin embargo, de un espejismo momentáneo, pues el corte realizado durante el verano de 2008 justo en el extremo opuesto del círculo, en su mismo diámetro, ha venido a confirmar su cronología calcolítica y una coincidencia más que notable en sus fechas radiocarbónicas con las de las otras dos zanjas. Además, en la campaña inaugural tuvimos también la oportunidad de efectuar una interesante observación estratigráfica aprovechando el corte del foso 2. Allí, durante el Bronce Medio, se había excavado una cubeta no muy profunda, sin duda de esa época a juzgar por las cerámicas de estilo Cogotas I que contenía, cuya posición incontestablemente a techo del relleno de un foso calcolítico ya colmatado, aclaraba que el conjunto de los tres recintos de El Casetón de la Era correspondía a la Edad del Cobre, por más que luego se pro- dujeran frecuentaciones, con un carácter intrusivo, un milenio más tarde. Y también un estudio sedimentológico consiguió precisar que los dos metros de potencia de los rellenos de los fosos, constituidos por tierras y materiales muy dispares (arcillas caídas de las paredes, convertidas en costras de barro por las lluvias; cenizas de fuegos realizados en su interior; muy abundantes restos de consumo de mamíferos, cerámicas, pedernales y todo tipo de basuras), se habían depositado con enorme rapidez, es posible que en el foso 1, donde se detecta una decena de los referidos episodios de inundación, en no mucho más que otros tantos inviernos. Un misterio, sin duda, el de aquellas comunidades que, no habiendo regateado esfuerzos para excavar las zanjas, luego se resignaban a su rápida amortización, bien con sus desechos bien con otros naturales, como si la razón y las funciones que habían aconsejado trazarlas y excavarlas

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poco tiempo antes hubieran perdido su sentido primigenio. Claro que también es posible que los fosos fueran periódicamente saneados a fin de mantenerlos en su aspecto original. En todo caso, habrá ocasión de volver a hablar de los rellenos, especialmente de los antrópicos, cuando nos preguntemos por el sig- nificado de nuestro yacimiento. La realización de nuevos cortes en los fosos durante las campañas de excavación de los veranos de 2007 y 2008 dio pie a comprobar que tanto la sección de las zanjas (a veces en “U”, más que en “V”) como su profundidad y anchura experimentaron variaciones a lo largo de su trazado. Pero si, simplifi- cando, se consideran unas dimensiones medias de 2 m. de profundidad y de 3 de anchura para una sección en “V” de los 1000 metros lineales que resul- tan de sumar el perímetro de los tres recintos, el volumen de la tierra excavada por parte de los hombres calcolíticos asciende nada menos que a 3.000 metros cúbicos. Tres mil metros cúbicos picados y excavados en un piso de margas fuertes y de gran compacidad, en el que sabemos por propia experiencia que el trabajo con instrumentos metálicos de mano actuales resulta extraordinaria- mente penoso, unidos al problema de la evacuación de los áridos resultantes (nada hace pensar que quedaran en las inmediaciones del sitio), permiten hacerse una idea del titánico esfuerzo de su realización en época prehistórica con picos de asta, hachas de piedra, palas y otros aperos de madera. En len- guaje literario cabría hablar de una empresa sobrehumana, pero la razón nos

Vista aérea del área excavada en 2007. Se aprecia el trazado circular del foso nº 1 (interior), así como la puerta de entrada al recinto

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incita mucho más prosaicamente a calcularla en unidades de tiempo, en días de trabajo, acudiendo a baremos actuales, por ejemplo de manuales de cons- trucción, y las cifras obtenidas apuntan a que para la excavación y trasiego de las arcillas extraídas en los fosos de El Casetón de la Era fue necesario invertir, siendo muy optimistas, por encima de 2.000 jornadas. Hoy, acostumbrados a las aparatosas dimensiones de las obras públicas y a la megamaquinaria que se utiliza en ellas, la excavación de unos cuantos miles de metros cúbicos no nos produce la menor impresión: un bulldozer puede hacerlo en pocas horas. El reto debió ser mucho mayor hace siete u ocho décadas, cuando dicho movimiento de tierra sólo podía hacerse a mano, con picos y palas. Y si nos remitimos a la prehistoria, el mismo trabajo se adi- vina casi épico, primero por la precariedad de los instrumentos disponibles, también por la reducida dimensión de las comunidades a las que se atribuyen (un problema de fuerza de trabajo) y, en no menor medida, por la modestia de los excedentes alimentarios de unas sociedades pre-estatales que, aunque ya practicantes de una economía agropecuaria, no debieron vivir muy por encima del umbral de la subsistencia (Renfrew, 1973). Es mucho imaginar porque no tenemos información resuelta sobre tamaño y densidad de ocupación de los poblados ni sobre el número de hogares que permanecían abiertos en ellos, pero si nos guiamos por los cálculos de Chapman para las aldeas del Calcolí- tico del Sudeste peninsular, de dimensiones no muy distintas a las del centro de la Submeseta Norte –en torno a dos centenares de personas por poblado (Chapman, 1991: 219-220)–, habría que cifrar el número de adultos de cada asentamiento en 80, de suerte que una obra de 2.000 jornadas de trabajo como la requerida por la excavación de El Casetón de la Era habría supuesto nada menos de 50 días de plena dedicación (abandonando, por tanto, las acti- vidades productivas) de todos los adultos varones de la comunidad. Pero ¿a lo largo de cuántos años había que repartir esa aportación per capita? Aquí se impone reconocer nuestra incapacidad para discernir cuánto duró la excavación de El Casetón de la Era. La Arqueología se da por satisfecha revelando la correspondencia de los tres fosos a un mismo horizonte, el Cal- colítico Precampaniforme, y comprobando la agrupación de la docena de fechas de C-14 con que ya contamos para la ocupación del sitio en unas pocas décadas de la misma centuria, pero no va más allá. Ahí nos quedamos, por mucho que la notable simetría de los círculos concéntricos del recinto y la per- fecta alineación en muchos casos de sus puertas revelen que nos hallamos ante una obra perfectamente planificada y llevada a cabo con seguridad a partir de un meditado proyecto.

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En todo caso, como decíamos antes, tanto la dimensión de la empresa como la evidencia de que responde a necesidades y deseos no individuales sino colectivos nos instalan en el convencimiento de hallarnos ante una obra pública. Y, como reclamara insistentemente Gordon Childe (1968: 99), las obras públi- cas son manifestaciones propias de sociedades bastante evolucionadas. Requi- sito imprescindible para la obra pública es que los productores hagan acopio de bienes por encima de las propias necesidades de consumo para poder deri- var los excedentes hacia su realización. Un nuevo paso será la conversión de tales bienes en almacenamiento público con vistas a garantizar la subsistencia de unos trabajadores que, al comprometerse en la ejecución de la gran obra, se desligan temporalmente, como ya dijimos, del sector productivo. Y tras todo ello no cuesta mucho trabajo entrever una sólida organización social o la existencia de unos gestores, los “jefes”, cuyo papel y visibilidad será propor- cional a la cantidad de bienes obtenidos por tributación para la mencionada esfera pública. Todavía estamos muy lejos, sin duda, del surgimiento de esas sociedades formidablemente organizadas que reciben el nombre de “estados burocráticos” y que son propias de las primeras Altas Culturas de la historia, pero tan cierto como ello es que la comunidad responsable de la realización de un gran monumento como El Casetón de la Era hubo de funcionar necesaria- mente de acuerdo con una organización social compleja, inimaginable por ejemplo en las sociedades de bandas del Paleolítico. Por algo el propio Childe (1971), recordando asimismo la aparición por entonces de oficios secundarios como el del metalúrgico, se mostró partidario de identificar la Edad del Cobre nada menos que con “los inicios de la civilización”.

El misterio de los “recintos de fosos”: antes iglesias que castillos La preocupación de Gordon Childe por divulgar y trasladar al gran público las revelaciones de la Arqueología, le llevó en cierta ocasión a afirmar que “una tumba megalítica debería compararse con una iglesia más que con un castillo y sus nobles ocupantes con santos celtas más que con barones nor- mandos”, una forma de indicar que se trataba de tumbas y de lugares de culto y que su construcción con enormes piedras no respondía en absoluto al deseo de convertirlos en fortalezas (Childe, 1968: 144). También nosotros ahora, cuando discutamos para qué sirvieron los recintos tipo El Casetón de la Era, vamos a volver a preguntarnos si sus fosos constituyen una auténtica obra

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poliorcética concebida con la idea de proteger el caserío de un poblado o si responden al simple deseo de delimitar e individualizar un espacio cuya dimensión habitacional nos resulta más que dudosa. J.E. Márquez se ha interesado repetidamente por el significado de los recintos de fosos –o RPA, “recintos prehistóricos atrincherados”, como él los llama– de Andalucía y la conclusión a la que llega es bastante rotunda: en tales yacimientos no hay edificios domésticos, ni talleres, ni establos que autoricen a hablar de poblados, y la verdadera capacidad defensiva de sus fosos, emplazados por sistema en lugares llanos y demasiado extensos, es muy problemática. De ahí deduce la posibilidad de que se tratara de sitios ceremo- niales y de agregación social, esenciales en este momento de la Prehistoria reciente con vistas a estrechar los vínculos de unas poblaciones que aún no eran por completo sedentarias (Márquez, 2003 y Márquez y Jiménez Jáimez, 2008; Valera 2008). La excavación de “El Casetón de la Era” que, a diferencia de lo que sucede en la gran mayoría de los recintos de fosos peninsulares, fue concebida en el marco de un proyecto de investigación y no como Arqueolo- gía de Gestión, es decir con la posibilidad de desarrollarse sin premura y tan minuciosamente como se considerara preciso, constituía una excelente opor- tunidad para avanzar en esta discusión, lo que motivó que en las campañas de 2007 y 2008 lleváramos a cabo sendas excavaciones en área, de casi 400 m2 cada una, localizadas en los lugares que en principio parecían más favorables para la instalación del caserío de un hipotético poblado: el recinto interior y el anillo intermedio. El resultado fue en ambos casos igual de negativo: las caba- ñas, esas cabañas circulares, delimitadas por una zanja que sirve de base a un entramado de palos manteado exteriormente de barro, con hoyos de postes interiores, un suelo de tierra batida y un hogar central, peraltado, con revesti- miento de fragmentos de cerámica, esas cabañas, decimos, que nos son tan bien conocidas a través del testimonio de Las Peñas de Villardondiego, en el oeste de Zamora (Delibes et alii, 1995), no hacen acto de presencia en El Casetón. La observación suponía un desmentido concluyente del carácter habi- tacional del yacimiento, hecho en el que insistían otros detalles. Las únicas estructuras descubiertas, en efecto, eran esos hoyos o fosas circulares que habi- tualmente se interpretan como almacenes o basureros (Bellido Blanco, 1996) pero que apenas encuentran respaldo científico en nuestro caso para serlo. En El Casetón de la Era, por ejemplo, se ha aplicado sistemáticamente un proto- colo de flotación de sedimentos y no ha sido posible documentar en el inte- rior de tales estructuras restos de cereal o de otros vegetales susceptibles de ser almacenados. Además, la supuesta “basura” contenida en ellos (cenizas, restos

[25] Conocer Valladolid de fauna, añicos de cerámica), regularmente asociada a indicios de fuego, incluye objetos valiosos y en perfecto estado de uso, como hachas pulimenta- das, punzones de hueso, dientes de hoz, vasijas completas o restos metálicos, que debido a su frecuencia no pueden considerarse meros extravíos. Tampoco son raros los depósitos de animales sacrificados, renunciando a su aprovecha- miento cárnico (el caso, por ejemplo, de los cuartos traseros de un bóvido). Y la lista de objeciones se completa con la observación de que en no pocos casos los hoyos aparecen perfectamente sellados con barro, esto es, convertidos en depósitos aislados y estancos, lo que no dejaría de sorprender –por exceso de celo– si realmente se trata sólo de pozos-basurero. Por todo ello, Márquez (2006) no ha dudado en defender, frente a la aleatoriedad y desorganización de los componentes de un muladar o basurero, el carácter estructurado del contenido de estos pozos, lo mismo cabe decir del relleno de los fosos, y, en consecuencia, se muestra partidario de interpretarlos como evidencias cere- moniales en muchos casos resultantes de actos votivos y en otros de fenóme- nos de comensalidad (rituales públicos de consumo de alimento y bebida) cuya última razón de ser era el fomento de la cohesión grupal. Una lectura que resulta tentador aplicar a nuestro yacimiento y que, por cierto, no es en modo alguna distinta de la que los arqueólogos británicos hacen modernamente de sus “enclosures” y “henges”. Este novedoso punto de vista –un yacimiento ceremonial– nos sitúa ante el desafío de localizar el lugar o los lugares de habitación de quienes exca- varon y utilizaron el recinto, cuestión sobre la que, de momento, sólo tenemos algunas pistas. Durante el verano y el otoño de 2008 el equipo de El Casetón tuvo el privilegio de contar con la colaboración del arqueólogo alemán H. Bec- ker para llevar a cabo un estudio geomagnético del yacimiento, cuyos resulta- dos pueden considerarse excepcionales ya que proporcionó una planta gene- ral, de gran detalle, en la que quedaron anotadas todas las estructuras negativas (fosos y hoyos, por tanto) de época prehistórica. El mencionado trabajo, que desbordó ligeramente los límites del recinto de fosos, permitió comprobar, ade- más, la existencia al norte del sitio de una serie de empalizadas correspondien- tes a posibles campos, pero sobre todo, de cara a la cuestión que ahora nos interesa, alcanzó a detectar a naciente, en el sopié de la loma de La Tejera, el negativo de una serie de cabañas circulares que Becker cree poder identificar con un poblado o, mejor sería decir, con el poblado. Las perspectivas que abre esta observación justifican plenamente nues- tra decisión de intervenir allí en la campaña estival de 2009, pero mientras tanto, con la cabeza puesta en el problema del complemento doméstico del

[26] ¿STONEHENGE EN Valladolid subterráneo TIERRA DE CAMPOS?

triple anillo fosado, tampoco podemos olvidar que tanto bajo el claustro del monasterio medieval de Matallana como en el Prado de la Guadaña o cerca del Majuelo de los Monjes, lugares todos ellos a menos de un kilómetro de El Casetón de la Era, se han recuperado restos de la Edad del Cobre que bien podrían corresponder a establecimientos habitacionales. Sobre todo los inves- tigadores británicos (Burgess et alii, 1988; Darvill y Thomas, 2001) han puesto el énfasis en la escasa visibilidad arqueológica (por su reducido tamaño y por la escasa entidad de sus construcciones) de los poblados de este momento, cosa que rige también en nuestro caso, y atribuyen por ello a la gran obra pública fosada la condición de elemento centralizador y lugar de agregación de unas comunidades móviles y dispersas. En principio nuestros datos parecen adaptarse bien a su modelo, pero esto es algo que sólo podrá irse confirmando en el futuro con nuevas investigaciones.

La dialéctica hombre/naturaleza en el entorno de El Casetón de la Era durante la prehistoria reciente Como se ha argumentado, aunque El Casetón de la Era no sea un lugar de habitación, sí se atestiguan en él actividades de consumo, por lo que no falta cierta información sobre la subsistencia de sus excavadores y usuarios. En su mayor parte, ésta procede del análisis de ecofactos, esto es, de documentos que revelan la intervención del hombre en la naturaleza para obtener provecho de ella. En rigor, la reproducción de los animales es algo puramente natural, pero si dicha reproducción tiene lugar en régimen de cautividad y está mediatizada (selección de progenitores, por ejemplo) por la mano del hombre para un par- ticular aprovechamiento de los animales en cuestión, el hecho adopta un indu- dable sesgo cultural. Los huesos faunísticos pasan por ser de esta manera eco- factos llenos de interés que informan sobre las especies consumidas, sobre su condición o no de animales domésticos, sobre las edades a las que fueron sacri- ficados, sobre las pautas de su aprovechamiento cárnico, etc. Y el mismo inte- rés revestirán aquellos otros de naturaleza vegetal, como pólenes, semillas y res- tos de madera carbonizada, al desvelar cómo era el paisaje vegetal que rodeó en su día al yacimiento, si hubo o no y en qué grado interferencias humana (prác- ticas agrícolas, por ejemplo) y cuáles eran las posibilidades que ofrecía (ali- mento, combustible, forraje) a las comunidades que interactuaban con él. La información que aporta en este último sentido El Casetón de la Era, a falta aún de estudiar los macrorrestos botánicos obtenidos por flotación,

[27] Conocer Valladolid procede del campo de la palinología y alude a cómo evolucionó la flora del entorno del yacimiento durante la Edad del Cobre. A juzgar por el estudio de la trayectoria del polen acumulado en los rellenos de los fosos nº 1 y nº 2 por parte de José Antonio López Sáez, del CSIC, se pone de relieve que, cuando los hombres calcolíticos llegan a la cabecera del arroyo Mijares, en la frontera de los páramos de Torozos y de Tierra de Campos, prevalece en la zona una densa vegetación arbórea constituida fundamentalmente por roble y quejigo, por más que existiera también una orla de olmos cerca del arroyo. Tales hechos revelan un momento ambiental húmedo en el que los hombres, seguramente recién instalados allí, no cultivan en las inmediaciones del yacimiento, pero sí practican el pastoreo a juzgar por la densidad de ciertas esporas propias de los excrementos del ganado. En una fase inmediatamente posterior y coincidiendo con un ascenso de las temperaturas, la mayor parte de robles y quejigos serán sustituidos por otra quercínea termófila, la encina, pero lo más importante es advertir cómo la presión humana se traduce en un aclarado del monte, utili- zando el fuego (lo demuestra la presencia de hongos carbonícolas), y en la for- mación de un paisaje adehesado que soporta una actividad ganadera exten- siva. Y, por fin, pero aún durante el Calcolítico precampaniforme, en un paisaje todavía más abierto y degradado, en el que la cobertera de encina no supera el 20%, los alrededores inmediatos de El Casetón de la Era se convirtie- ron en el escenario de notables actividades agrícolas conforme se deduce de los altos porcentajes del pólen de cereal. Los análisis carpológicos o de semillas acabarán documentando con precisión qué especies concretas se cultivaban, pero los datos de El Buraco da Pala, un yacimiento de esta misma época del norte de Portugal, próximo a la frontera, nos dan una idea de ello (Sanches, 1987). Allí consta, en efecto, el almacenamiento de dos variedades de trigo y de otras tantas de cebada, pero también de leguminosas como el haba, el guisante y la lenteja, lo que sugiere la práctica, muy mediterránea, de una rotación de cultivos que favoreciera la rege- neración de los suelos. En ciertos silos, además, se guardaban bellotas, frutos consumidos asiduamente en el norte de la Península en tiempos prerromanos, a decir de Estrabón. Y también está atestiguada la presencia de lino que pudo cultivarse tanto con fines textiles como por su condición de planta oleaginosa. Como se ha adelantado, tras la acusada deforestación sufrida por el entorno de El Casetón a lo largo del Calcolítico se adivina la mano del hombre, responsable del éxito creciente de la agricultura y de la aparición de un paisaje de monte hueco muy interesante en términos pecuarios. La abrumadora colec- ción de restos faunísticos recuperada en el yacimiento, en proceso de estudio

[28] ¿STONEHENGE EN Valladolid subterráneo TIERRA DE CAMPOS?

por parte de C. Fernández, de la Universidad de León, resulta en este último sentido bastante reveladora pues, aunque sigan cazándose algunos ciervos, uros, jabalíes, liebres y conejos, la mayor parte de la carne consumida procede de una cabaña doméstica de oveja, vacuno, cerda y caballar que, por lo que sugieren los datos de un yacimiento hermano de la Tierra del Vino zamorana, Las Pozas (Morales Muñiz, 1992), tuvo un aprovechamiento singular. Los reba- ños ya no se consideran entonces, en efecto, meros stocks de carne en vivo sino fuente de recursos diversos cuya obtención no exige el sacrificio de las bestias. Se aprovechan los réditos, pues, sin dañar el capital. El número de restos de cabras y ovejas –hablan Las Pozas– no es abru- madoramente superior al de cualquier otra especie, pese a ser su carne en nuestras tierras la de más barata producción, y su pauta de sacrificio se sitúa por lo general a edad adulta, lo que legitima la sospecha de que la cría de ovi- caprinos estuvo primordialmente orientada a la explotación de la leche, del estiércol y, más dudosamente, de la lana2. Por otra parte, los elevados porcen- tajes de bóvidos –cerca del 40% del número total de huesos– podrían alentar la hipótesis de que estos animales fueran la alternativa cárnica al vacío produ- cido por la oveja. Pero, de nuevo, el predominio en la muestra de ejemplares adultos apunta a otros beneficios como la carga, la tracción o, muy atractiva- mente, puesto que se constata una gran abundancia de hembras, la produc- ción láctea3. Algo que no impide, naturalmente, que los restos de dichas reses acabaran, bien avanzada su vida, en la olla de la pitanza. Finalmente, el mencionado interés por la capacidad de arrastre de las grandes bestias se ve igualmente corroborado por la presencia, aunque testi- monial, del caballo, un animal que, según las primicias del estudio arqueozo- ológico de C. Fernández, está presente en El Casetón, tanto en su variedad sal- vaje como en la doméstica. Sólo el cerdo, por tanto, sin otro beneficio que la carne o, si acaso, el abono, escapaba a este tipo de planificación, lo que justi- fica la presencia en el registro arqueológico de animales jóvenes e incluso infantiles, consumidos como lechones. Tan sofisticado y meditado proceder en el campo de la ganadería, que ha sido bautizado por parte de A. Sherratt (1983) como la “Revolución de los Productos Secundarios”, adquirió plena carta de naturaleza en la Meseta española a partir de la Edad del Cobre.

2 Sólo hay textiles lanares claros de esta época en Suiza y en el norte de Europa 3 Que, a jugar por la abundancia de encellas, parece haberse orientado en gran medida a la producción de queso.

[29] Conocer Valladolid

Un lugar sagrado para el recuerdo: el revival de El Casetón de la Era en el Bronce Medio El desarrollo de las excavaciones durante 2007 y 2008 ha ido demos- trando que aquella superposición estratigráfica de un hoyo de la Edad del Bronce sobre el foso nº 2, a la que nos hemos referido en el segundo punto de este mismo trabajo, no es un hecho puntual sino una de las muchas muestras de que El Casetón conoció también una ocupación bastante intensa y genera- lizada durante la fase Cogotas I. Para ser más exacto, en un momento ligera- mente avanzado de la fase Proto-Cogotas, ya con algunas cerámicas del Boqui- que, que el radiocarbono sitúa invariablemente hacia la mitad del Segundo Milenio a.C. en fechas calibradas. No se trata, sin embargo, de un yacimiento que habiendo iniciado su trayectoria en el primer tercio del tercer milenio, la remate ahora, sin interrupciones, más de un siglo después, ya que existe un vacío completo de documentos de época Campaniforme y del Bronce Antiguo, lo que significa que las comunidades cogotianas regresaron a un yacimiento abandonado mucho tiempo antes. La pregunta es ¿lo hicieron por casualidad, desconociendo el pasado de El Casetón de la Era, o volvieron conscientemente a un sitio que estaba dotado para ellos de una significación especial? Sin duda nos decantamos por la segunda posibilidad, aunque en el momento del regreso el yacimiento se encontraba muy desfigurado con res- pecto a su aspecto original: por lo pronto, los fosos se hallaban ya completa o casi completamente colmatados de sedimentos, por lo que su visibilidad y su simbolismo liminal debían ser relativos. Pero, como hemos subrayado en otra ocasión (Delibes, 2002), la reocupación de estos recintos de fosos en tiempos de Cogotas I parece haber sido un fenómeno bastante universal, del que no fal- tan muestras en el valle del Manzanares (Blasco et alii, 2007), y que en la Sub- meseta Norte se constata cuando menos, además de en El Casetón, en La Corona de Alba de Cerrato, en San Miguel de Cubillas de Cerrato, y en El Parral y Somante al Cuadro de Esguevillas de Esgueva. Es preciso indagar en las razones por las que, tras no haber sucedido en las fases Campaniforme y Parpantique (Cobre Final y Bronce Inicial), las comu- nidades de las cerámicas de estilo Cogeces y decoradas con Boquique regresan a estos yacimientos, pero, teniendo en cuenta que las actividades llevadas a cabo por ellos allí fueron las mismas acreditados en el Calcolítico (los mismos hoyos, los mismos rituales de fuego, idénticos sacrificios de ganado), parece necesario pensar de nuevo en la continuidad del sitio como centro ceremonial. Richard Bradley (1998) titulaba muy sugestivamente el capítulo de uno de sus libros “La

[30] ¿STONEHENGE EN Valladolid subterráneo TIERRA DE CAMPOS?

persistencia de la memoria. Ritual, tiempo e historia de los monumentos ceremonia- les”, para destacar el fuerte arraigo de éstos, que les lleva frecuentemente a sobrevivir en las más azarosas situacio- nes. La vuelta de los pastores de Cogotas I a los recintos de fosos de la Edad del Cobre mil años después de su aban- dono, constituye un magní- fico ejemplo de esta sólida implantación de los sitios sagrados e, indirectamente, la Osamenta completa prueba de que las comunida- de un bóvido des de ambos periodos proce- depositado en el dían de un mismo sustrato interior de un hoyo étnico. Los recintos de fosos de la Edad del Bronce (fase Protocogotas) en general, y El Casetón de la Era en particular, se erigen, pues, en espléndidos testimonios de un fenómeno de larga duración que tiene como telón de fondo el mundo simbólico y de las creencias.

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[31] Conocer Valladolid

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[33]

La villa de Almenara de Adaja: una ventana al mundo romano en tierras de Valladolid Carmen García Merino [PROFESORA TITULAR DE ARQUEOLOGÍA. UNIVERSIDAD DE VALLADOLID]

Debido a problemas técnicos, la conferencia no pudo ser grabada, impi- diendo su posterior trascripción. Para dejar constancia, se ofrecen aquí alguna de las imágenes que la ilustraron y la bibliografía relacionada con el tema. Las primeras noticias sobre la existencia de restos arqueológicos en este lugar datan de 1887. Se iniciaron los primeros trabajos en 1942, dirigidos por el profesor Gratiniano Nieto, exhumándose 400m2 de mosaico. Los terrenos fueron comprados por la Diputación Provincial de Valla- dolid en 1969, iniciándose una serie de campañas dirigidas por distintos miembros de la Universidad de Valladolid. El enclave fue declarado Bien de Interés Cultural en 1994. Se elaboró un plan director en 1996 y se creó un centro de interpretación y museo que abrió sus puertas al público en general en el año 2003.

[35] Conocer Valladolid

Zona exterior del Museo

Interior del Museo. Estructuras de la Villa

[36] LA VILLA DE Valladolid subterráneo ALMENARA DE ADAJA

Mosaico de Hylas y las Ninfas

Mosaico de los Peces en la zona de termas

[37] Conocer Valladolid

Plano general de la Villa y el Museo

Hipocausto de las termas

[38] LA VILLA DE Valladolid subterráneo ALMENARA DE ADAJA

Fases de construcción de la zona de las termas

[39] Conocer Valladolid

Bibliografía ANTERIOR AL PROYECTO DE RECUPERACIÓN, ESTUDIO Y PUESTA EN VALOR DE LA VILLA PROMOVIDO POR LA DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE VALLADOLID Y LA UNIVERSIDAD DE VALLADOLID MAÑANES PÉREZ, T., La villa romana de Almenara-Puras (Valladolid). Valladolid, 1992. NEIRA, M.L. y MAÑANES, T., Mosaicos Romanos de Valladolid. Corpus de mosaicos de España, fascículo XI. Madrid, 1998.

BIBLIOGRAFÍA POSTERIOR AL PROYECTO GARCÍA MERINO, C., “Almenara de Adaja y las villas de la submeseta norte”. En Las villae tardorromanas en el occidente del Imperio. Arquitectura y función, pp. 411-434. Gijón, 2008 a. —–– “Nuevos documentos epigráficos del valle del Duero: un altar dedicado a Plutón y una estela funeraria rubricata”. Archivo Español de Arqueología, 81, pp. 265-271, 2008 b. GARCÍA MERINO, C. Y SÁNCHEZ SIMÓN, M., “Excavaciones en la villa de Alme- nara-Puras (Valladolid): nuevos datos”. Boletín del Seminario de Arte y Arqueología, LXVII (2001), pp. 99-124, 2003. —–– “De nuevo acerca de la villa romana de Almenara de Adaja (Valladolid). Excavaciones de 1998 a 2002”. Archivo Español de Arqueología, 77 (nos 189-190), pp. 177-195, 2004. GARCÍA MERINO, C., SÁNCHEZ SIMÓN, M. Y BURÓN ÁLVAREZ, M., “Las pinturas murales de la villa de Almenara-Puras (Valladolid)”. En Actas del IX Con- greso Internacional de la “Association Internationale pour la peinture murale antique”. Circulación de temas y sistemas decorativos en la pintura mural antigua. pp. 247-254, 2007. —–– “La exposición “Pinturas murales de Almenara-Puras: técnica, arte y sun- tuosidad”: nuevas aportaciones para el estudio de la pintura mural de la villa romana de Almenara-Puras (Valladolid)”. Estudios del Patrimonio Cultural, pp. 33-44. Revista digital www.sercam.es, 2008.

[40] Al norte de Valladolid. Los despoblados medievales en la Tierra de Campos y los Montes de Torozos Pascual Martínez Sopena [CATEDRÁTICO DE HISTORIA MEDIEVAL DE LA UVA]

Esta conferencia discurrirá por la Tierra de Campos y los Montes de Toro- zos, las dos comarcas de nuestra provincia que se hallan al norte de nuestra ciu- dad. La más próxima es el páramo de Torozos, la alta y vasta plataforma donde se encuentran Villanubla, Villalba de los Alcores o Castromonte. Desde su borde septentrional –por ejemplo, desde Montealegre o Urueña–, se contempla la cam- piña, la Tierra de Campos, una llanura suavemente ondulada que se extiende hasta el río Cea, casi en el límite entre las provincias de Valladolid y León.

Poblados y despoblados de la Edad Media. Concepto, variedad y balance Un despoblado es un sitio que alguna vez estuvo habitado de forma permanente y que ha dejado de estarlo. También se suelen considerar como tales los sitios cuya población queda por debajo de ciertos umbrales convencio- nalmente admitidos entre historiadores, demógrafos o sociólogos. Por ejemplo,

[41] Conocer Valladolid

en la consideración técnica de despoblado cabe un lugar ocupado sólo de vez en cuando por pastores, o aquél otro donde ahora viven unos pocos habitan- tes cuando hace 25 años se contaban por cientos. En la época medieval sucedía algo parecido. Por lo común, los despo- blados no se producían instantáneamente y no era raro que hubiera ocupan- tes ocasionales (el mundo estaba lleno de giróvagos, enfermos crónicos y pere- grinos –es decir, de desarraigados–, además de pastores). Muchos despoblados fueron en otro tiempo aglomeraciones donde vivían decenas de familias, cuyo número fue mermando a partir de un momento. Los residentes utilizaban una parte cada vez menor de sus edificios e instalaciones –casas y cercados, palo- mares y graneros, pozos, eras y bodegas–, mientras el resto se iba perdiendo sin remedio. Naturalmente, estamos hablando de la función de habitar. Una vez abandonado, el sitio seguía sirviendo para otros menesteres; los despoblados proporcionaban materiales para las construcciones de los pueblos del con- torno (la piedra, la madera y las tejas era bienes preciados), y podían llegar a convertirse en áreas de pasto. De forma que en los despoblados se refleja una sucesión de “usos” o de “vidas”: es decir, de soluciones que han asegurado una utilidad social, tan duradera como ajena al poblamiento estable. Dentro de la noción de “despoblado medieval” se destacan dos acepcio- nes. La primera, que se trate de un lugar que ha sido abandonado durante la

Teso Almenara. 2008

[42] LOS DESPOBLADOS MEDIEVALES EN LA TIERRA DE CAMPOS Valladolid subterráneo YLOSMONTES TOROZOS

propia Edad Media. Hay que advertir que el criterio es bastante vago, pues éste es un periodo muy largo –un milenio entre los siglos V y XV–, y las condicio- nes de abandono variaron a lo largo del tiempo. También nos referimos como “despoblado medieval” a cualquier núcleo que, habiéndose desarrollado durante la Edad Media, ha sido abandonado en tiempos más o menos recien- tes. Un caso típico son los cientos de monasterios medievales que ya fueron expoliados durante la Guerra de la Independencia (1808-1813) y se suprimie- ron con la Desamortización (1836). Para orientar a quien se interese por los despoblados medievales en los Montes de Torozos y la Tierra de Campos, cabe establecer una mínima tipolo- gía y traducirla en imágenes. El Teso Almenara, cerca de Villaesper, representa el modelo más elemental. En el siglo X era una especie de atalaya que domi- naba el contorno. Su propio nombre, de origen árabe, denomina a aquellas instalaciones en altura que servían para dar la alarma mediante hogueras; es decir, una almenara era un punto bien visible que avisaba de posibles peligros. Pero una ocupación de este tipo no deja muchas veces trazas significativas sobre el terreno. Lo importante es que toda almenara formaba parte de un sis- tema de comunicación visual, eficaz y sencillo, como percibirá quien ascienda desde la cercana carretera que une Villafrechós y Medina de Rioseco. Siempre tenían a la vista puntos similares: para el caso, desde allí destaca el cerro de Tordehumos, otro nombre revelador. En el siglo X era conocido como Auctario de Fumos, “otero de los humos”, lo que no deja lugar a dudas sobre su función. Pero ambos sitios no son equiparables; aparte de ser cosas diferentes un teso y un cerro testigo, el de Tordehumos ha debido estar coronado por un recinto fortificado desde aquellas épocas lejanas. Por tanto, este sitio no era un simple hito en la red visual, sino un castro de ciertas dimensiones, que precedió en más de dos siglos a la “villa nueva” edificada a sus pies por los años 1170. Cas- tros y castillos constituyen otro tipo peculiar de despoblados y contrastan con los pueblos que nacieron con ellos –o antes, o después–, y han subsistido hasta la actualidad. Los antiguos monasterios de Matallana y La Santa Espina, que en otro tiempo habitaron monjes del Císter, se hallan en sendas hondonadas de los Montes de Torozos y muestran el destino dispar de ese tipo de despoblados. Tras la Desamortización, la iglesia de Matallana y sus dependencias tuvieron la mala fortuna de convertirse en cantera para las obras del Canal de Castilla. Sus ruinas se han recuperado sólo recientemente, dando lugar a un sugestivo par- que arqueológico. La Espina, en cambio, se ha venido utilizando como escuela agrícola, lo que ha facilitado la ejemplar conservación de sus construcciones.

[43] Conocer Valladolid

Iglesia del Monasterio cisterciense de Matallana. 2008

Tras las atalayas, los castillos y los monasterios, queda por mencionar el tipo más común de despoblados: los pueblos desaparecidos. Para el intere- sado, el mejor ejemplo de cómo era un pueblo medieval castellano es Fuen- teungrillo. Habrá ocasión de resaltar este sitio, localizado en un reborde de los Torozos, que fue excavado en los años 1980-1990. Había sido abandonado en el tránsito del siglo XIV al XV y nunca volvió propiamente a habitarse; esto ha preservado una compleja información, puesta en valor tras acondicionar la administración regional el yacimiento para su visita. En estas dos comarcas vallisoletanas pueden detectarse de 250 a 300 núcleos de hábitat durante la Edad Media. Una parte con- siderable nació y des- apareció a lo largo del periodo. El proceso de Croquis de abandono se aceleró en Fuenteungrillo [publicado en diversas épocas. Las Revista de secuencias más anti- Arqueología, guas corresponden a nº 30 (1983)]

[44] LOS DESPOBLADOS MEDIEVALES EN LA TIERRA DE CAMPOS Valladolid subterráneo YLOSMONTES TOROZOS

Muro del castillo de Fuenteungrillo [2008] destructivas correrías guerreras; unas se atribuyen al rey Alfonso I de Asturias, hacia el año 750; las otras, que se sitúan poco antes del año 1000, son las del caudillo musulmán Almanzor. Una secuencia, mucho más prolongada, se rela- ciona con la fundación de numerosas “villas nuevas” entre los años 1120 y 1220; promovidas por los reyes de León y Castilla y dotadas de normas comu- nales (fueros) muy favorables, las villas ejercieron gran poder de atracción sobre su contorno; correlativamente, uno de sus efectos fue la multiplicación de los despoblados. En fin, la compleja crisis de la Baja Edad Media produjo un nuevo goteo de abandonos durante los siglos XIV y XV. Estas circunstancias parecen sugerir que la aparición de despoblados se asocia preferentemente con catástrofes. Es cierto que las hubo y que tuvieron graves efectos. Carlos Reglero ha observado que entre los años 1350 y 1480 se despobló el 30% de las aldeas de los Montes de Torozos. Mientras en una pri- mera fase hubo abandonos asociados con desastres imprevistos (son los tiem- pos de las sucesivas epidemias o “mortandades”), en la segunda se registraron más bien acciones compulsivas: los habitantes de varios lugares se vieron for- zados a dejarlos ante la actitud de los señores del territorio. Pero esto no es suficiente. ¿Comparten alguna característica los lugares que se abandonaron? Tomando como punto de partida las observaciones de los historiadores ingleses que mejor han estudiado esta problemática en su país, Reglero destaca una colección de factores de “vulnerabilidad”. El primero,

[45] Conocer Valladolid que habitualmente se trataba de pueblos de tamaño reducido; se puede decir que la Baja Edad Media supuso la desaparición de los pueblos que hacia 1340 eran los más pequeños de la comarca. Además, no era raro que sitios tales care- ciesen de términos propios. El segundo, que la cercanía de aglomeraciones dinámicas y bien pobladas favoreció las migraciones de corto radio; como se ha adelantado, los despoblados proliferan alrededor de las “villas nuevas”. Con todo lo cual se conjura, en tercer lugar, la citada violencia de los señores, que unas veces forzaron el abandono de sus lugares para favorecer ocupaciones más rentables, otras influyeron por su dominio de la aglomeración cercana y más importante, y en las terceras se vieron incapaces de defender a sus vasa- llos frente a señores más poderosos. Un nuevo factor fue la mala calidad de los suelos de ciertos términos; en el caso de los Montes Torozos y de zonas inme- diatas de la tierra de Campos y el Bajo Pisuerga, se abandonaron lugares que disponían de pocas tierras de calidad. En suma, los despoblados con frecuencia son el resultado de la inco- modidad; en la vida de los pueblos hay bastante de selección basada en la cali- dad de emplazamientos y recursos.

Fases y factores de los despoblados De entre los tipos de despoblados, este trabajo se centrará en las aldeas abandonadas. Para su estudio, el historiador cuenta con testimonios escritos de diverso carácter y con las aportaciones de la Arqueología; además, no debe prescindir de las tradiciones locales.

El rey Alfonso I asola los Campos Góticos (hacia 750) Respecto a la fase más antigua, aún se hace difícil ir más allá de algu- nas noticias tan manidas como vagas, que como máximo aluden sin precisar a los Campos Góticos, la Tierra de Campos, y sus amplios contornos. Todo el mundo ha oído hablar de la batalla de Covadonga, la legendaria victoria sobre los musulmanes que se fecha en el año 722 y que consagró a Don Pelayo como primer monarca de Asturias. Le sucedió su hijo Favila, al que mató un oso, y a éste su cuñado Alfonso I, conocido por sus correrías hasta el Duero, en el curso de las cuales depredó las tierras llanas que estaban sometidas al Islam. De acuerdo con la Crónica de Alfonso III, el monarca habría despoblado la región, regresando a Asturias con muchos de sus habitantes:

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“Alfonso I], junto con su hermano Fruela hizo muchas guerras con- tra los sarracenos y tomó muchas ciudades antaño oprimidas por ellos… y los castros con sus villas y vicos. Habiendo acabado por la espada con los árabes que ocupaban las ciudades, trajo consigo a los cristianos a la patria”1. La llamada Crónica Albeldense, que pertenece al mismo ciclo, abunda en la misma idea cuando afirma que Alfonso I yermó los Campos Góticos hasta el Duero, los asoló y vació de población, extendiendo el reino de los cristia- nos. Éstas son dos frases clave en la interpretación de la historia de nuestra alta Edad Media. Partiendo de ellas, y sumándoles buen número de indicios y argumentos, Claudio Sánchez Albornoz sostuvo que a mediados del siglo VIII se había producido una migración masiva de las gentes del valle del Duero hacia el norte. Pero esta perspectiva, que propone el abandono de todo núcleo habi- tado previamente, tanto en los ambientes rurales (“castros con sus villas y vicos”), como urbanos (“ciudades”), ha suscitado opiniones contrarias, que lle- gan hasta los recientes estudios de José Ángel García de Cortazar y Chris Wic- kham. La Arqueología ha abierto vías de interpretación alternativas –aunque su desarrollo es todavía incipiente–, y, de todas formas, es poco razonable atri- buir una operación de tanta envergadura a un caudillo montañés. No parece discutible, en cambio, estimar menos poblada la Meseta que las regiones medi- terráneas. Ni tampoco que el valle del Duero fue un espacio políticamente des- articulado en estas fechas y aún mucho después: es decir, una extensa área que permaneció al margen de los príncipes de Oviedo y de los emires de Córdoba hasta la segunda mitad del siglo IX.

Entre la colonización del territorio y las correrías de Almanzor (hacia 900-1000) El siglo X proporciona noticias más precisas, que alternan visiones de una agricultura expansiva y de la retracción momentánea que trajeron las expediciones de Almanzor, el famoso ministro del califa de Córdoba Hixem II. Varias de las imágenes más expresivas de todo el valle del Duero se localizan en la Tierra de Campos.

1 “Crónica de Alfonso III”, versión ‘A Sebastián’, epígrafe 13, J. GIL FERNÁNDEZ, J. L. MORALEJO y J. I. RUIZDELAPEÑA (est., ed. y trad.), Crónicas Asturianas, Oviedo 1985.

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Una primera serie tiene por escenario el sitio de Villobera. Éste es el nombre actual de un pago entre Aguilar de Campos y Villamuriel, inmediato al arroyo Bustillo –que en otro tiempo fue llamado Taratoi o Taradue–, donde los datos arqueológicos, la toponimia y un buen número de escrituras del siglo X (924-975), se combinan para ofrecer un rico balance informativo. Los textos se refieren a cierto Bera, que prestó su nombre a la Villa de Bera, y tienen como actores y testigos a sus hijos y nietos, así como a dos generaciones de vecinos; en ese tiempo –si no antes–, el lugar se había convertido en una aldea y con- taba con una iglesia dedicada a San Cipriano. Muchos de los protagonistas de los documentos poseían cortes y explotaban huertos, tierras de pan llevar y viñas2. También se interesaban por adquirir ganado vacuno y caballos, un posible indicio de su condición de campesinos-guerreros. Ocasionalmente manifestaron que el origen de sus bienes era la presura, la apropiación de áreas vacantes que denota los avances de la colonización del territorio. Por lo común, formaban familias conyugales –los padres y sus hijos–, y también se identifi- can algunos presbíteros y un par de jueces; nada extraño para cualquier comu- nidad local, aunque no aparece un órgano que le dé forma. La villa de Bera se hallaba cerca de un manantial permanente; hubo allí mismo un asentamiento anterior, tardorromano, cuyos materiales debieron reaprovecharse. Cobra fuerza la idea de que se trataba de un emplazamiento atractivo en un espacio ordenado. Desde el punto de vista de sus horizontes, los textos mencionan un distrito de contorno impreciso llamado Ataula, del que dependían Villa de Bera y otras villas e iglesias. Su centro era el castro de ese nombre, tal vez ubicado sobre una amplia superficie tabular –“La Tabla”–, que se yergue varias decenas de metros sobre la campiña, en los confines del pueblo de Moral de la Reina3.

2 La corte (curtis en latín), se describe como una casa y su patio rodeado por una tapia, donde puede haber construcciones auxiliares, un pozo y algunos árboles, así como un huerto. 3 Jorge Santiago Pardo ha cartografiado una pequeña constelación de asentamientos medievales coetáneos en un radio de 10 km. alrededor de Villa de Bera. Conjugando las informa- ciones de los documentos escritos y la prospección arqueológica, y contrastando los topónimos que figuran en aquéllos con las evidencias actuales, el autor localiza con precisión los sitios deVilla Tirso (act. “Villotis”) y Villa Antonane (act. “Antanillas”). Estima que otros yacimientos pue- den ser razonablemente identificados con los lugares de Quintana de Santa Eulalia, Portelo, Mere- deses y Villa Faragiones; más incierta es la localización de Matha de Ataulas y Fonte de Ozua. Algo distantes quedan los despoblados de Villagoia, Villalugan, Villagonzalo, y Zalengas, que han conser- vado sus antiguos nombres con escasos cambios.

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Asentamientos en el contorno de Villa de Bera según J. Santiago (Aguilar de Campos. Tres mil años de historia)

Gracias a la fecha de los documentos, se puede asegurar que las villas corresponden a un mismo estrato de poblamiento; también cabe añadir que comparten una problemática común. Como todas ellas estaban ocupadas en el siglo X y debieron despoblarse en el curso de los dos siglos siguientes para no ser habitadas nunca más, los materiales cerámicos que se recogen en superfi- cie (ninguno de los yacimientos ha sido excavado), ofrecen posibilidades de comparación. Entonces se constatan dos tipos de cerámica, una gris y otra parda, que caracterizan los yacimientos de forma peculiar: o bien se excluyen, o, cuando coinciden, una predomina claramente sobre la otra. Este hecho ha sugerido la coexistencia de poblaciones de distinta cul- tura en el centro de la Tierra de Campos durante el siglo X. Gentes que pro- cedían del norte, portadoras de las cerámicas grises, se encontraron con una

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Cerámicas grises de villa de Bera

tradición de cerámicas pardas, tal vez autóctona o influida desde el sur. Pero las docenas de nombres de persona contenidos en los textos abogan por un mestizaje cultural; en efecto, la onomástica de origen cristiano, árabe, latino o germánico se combina en el seno de las familias4.

4 En un documento fechado el 5 de enero de 936 se lee: “… Place a nos, Gundisalvus, Abolcacem, Manel, Humar, Bera y Mercatarius, permutar tierras con vos, el obispo Cixila y los mon- jes de los Santos Cosme y Damián:…en la villa de nuestro abuelo Bera os entregamos la tierra que se delimita desde el término de Venerio al de Arias, y desde nuestra corte hasta el término de Erme- sinda… Además, todos juntos os vendemos nuestra parte en la citada villa de Bera, en una corte, y dentro de ella una casa por entero y toda la parte que nos pertenece en las herrenes [ferragina- les, parcelas dedicadas a cultivos forrajeros], el huerto, la fuente y el ejido, con derechos de entrada y salida, así como llega la valla hasta la viña de Mahomat…”. Además de describir una corte, el texto muestra la diversidad onomástica de sus protagonistas (que eran al tiempo hermanos y nie- tos de Bera), y de sus parientes y convecinos: portan nombres germánicos (Gundisalvus, Bera, Arias, Ermesinda, todos ellos visigóticos, al igual que Cixila), y árabes (Abolcacem, Humar, Maho- mat), más otros que remiten al imaginario clásico (Mercatarius, Venerio, alusivos en origen a Mer- curio y Venus), y judeo-cristiano (Manel, Emmanuel). Colección Documental del Archivo de la cate- dral de León (775-1230) Tomo I:775-952, ed. E. SÁEZ, León, 1987, nº 106 [traducción de diploma en latín copiado en el Tumbo Legionense].

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Cerámicas pardas de Villa de Bera

En el extremo norte de la provincia, la comarca de Melgar de Arriba ofrece algunas noticias contemporáneas que resultan muy oportunas. De entrada, vienen a reforzar la idea de que el modelo de poblamiento de la región consistía en un semillero de núcleos de hábitat –villas y monasterios–, en torno a un centro territorial, para el caso el castro de Melgar o de Forakasas. Es signi- ficativo, por otra parte, que desde los primeros textos se conjuguen los actores individuales con un órgano colectivo, al que se conoce como collatione (932) y concilio de Melgare de Foracasas (979); a lo que parece, el “concejo” reúne a los notables locales, asegura el disfrute de ciertos bienes en común y tiene capaci- dad para disponer sobre ellos, y confirma los negocios privados del vecindario. Pero además se ha conservado un precioso testimonio del paso de Almanzor por la comarca. Es una noticia sobre cómo la decanía de Santa Euge- nia, una dependencia del monasterio de San Pedro de Eslonza, fue destruida por los musulmanes, en el curso de una devastadora correría que remontó el

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Ubicación de algunos de los asentamientos altomedievales del entorno de Melgar, según J. L. Rodríguez Fernández, Melgar de Arriba. Historia de una villa de Tierra de Campos... valle del Cea camino de Sahagún; en 988, un año después de los hechos, ape- nas se mantenía en pie la iglesia5. Es posible que muchos otros lugares sufrieran el mismo destino. Pero la ruina de Santa Eugenia fue temporal. Al igual que otra decanía cercana, la de San Mamés, sería restaurada en el siglo XI. Por lo tanto, los efectos de la época de Almanzor fueron tan destructivos como momentáneos. En realidad,

5 El 25 de noviembre de 988, el abad de Eslonza vendía a Ovecco iben Telliz –miembro de una poderosa familia de la región, los Banu Mirel–, la decanía de Santa Eugenia. Con tal motivo se recordó lo siguiente: “…Había también otra decanía en la ribera del Cea, [situada] entre el cas- tillo que llaman de Foracasas [Melgar de Arriba] y el Castro de Abduz [Melgar de Abajo] la cual había donado (a Eslonza) el obispo Don Frunimio… Y cuando los sarracenos se dirigieron a Saha- gún para destruirlo, como hicieron, también destruyeron esta decanía y se llevaron absolutamente todo. Y sólo quedaron las tierras [hereditate] y la iglesia de Santa Eugenia, que se halla situada por encima de la decanía...”. Colección Diplomática del Monasterio de Sahagún (siglos IX y X), ed. J. M.ª MINGUEZ FERNÁNDEZ, León, 1976, nº 340 [traducción de un documento en latín copiado en el Tumbo Gótico]. En los siglos X y XI se llamaba decanías a los establecimientos dependientes de un monasterio principal o casa maior; algunos monjes las habitaban, gestionando los intereses de la comunidad en la comarca. Más tarde se prefirió el nombre de prioratos. El monasterio de Eslonza estuvo no lejos de Mansilla de las Mulas (León).

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la desaparición definitiva de ambos establecimientos (así como la de muchos otros), se produjo en otra coyuntura distinta, la que corresponde a las “villas nuevas” del siglo XII avanzado.

Las consecuencias de las “villas nuevas” del siglo XII (entre 1130 y 1230) Melgar, Bolaños, Mayorga, Aguilar y Villalón. Villafrechós, Villabrágima, Villavicencio y Villagarcía. Montealegre, Tordehumos, Tiedra, Urueña y Peña- flor... Con Medina de Rioseco, suman una docena larga las “villas nuevas” que expresan la urbanización del siglo XII al norte de la ciudad de Valladolid, ella misma otra “villa nueva”. Lo que sucede en la Tierra de Campos y los Montes de Torozos es la expresión local de un proceso con escenarios diversos: como el cercano Camino de Santiago, la fachada cantábrica, o las extensas regiones del Sur del Duero. Todos los cuales forman parte, en realidad, de un fenómeno continental, que contempla el nacimiento de miles de “pequeñas ciudades”, “ciudades-mercado” o “villas nuevas” en el conjunto de Europa entre 1050 y 1350. Con estos diversos nombres se enfatiza alguna característica de aglome- raciones donde habitaban entre 500 y 2.500 almas, que celebraron mercados semanales y que muchas veces habían sido fundados por un privilegio. Otras veces no hubo estrictamente fundación: pero los mercados y los privilegios y el incremento de los habitantes sirvieron para remodelar la vida local; éste fue un caso frecuente en León y Castilla. Sin perjuicio de su relativa homogeneidad, circunstancias particulares han incidido sobre este fenómeno en cada región. Para el caso, hubo un factor muy significativo. Cuando murió Alfonso VII el Emperador en 1157, su primo- génito, Sancho III, heredó el reino de Castilla, mientras el de León quedaba para su hijo menor, Fernando II. La frontera entre los dos –una banda incierta y disputada–, cruzaba por medio de la Tierra de Campos y bordeaba los Toro- zos. Por su función de plazas fuertes, las “villas nuevas” terminaron sirviendo para definir y defender los límites de los reinos. Mayorga, Tiedra y Bolaños que- daban del lado leonés, mientras Medina de Rioseco y las otras citadas se situa- ban en la parte castellana. Los estudios sobre ambas regiones destacan que, una vez reunidos los dos reinos por Fernando III en 1230, se mantuvo el carácter de cabeceras comarcales que las “villas nuevas” habían adquirido. Sus concejos tenían juris- dicción sobre amplios alfoces, disfrutaban de gran cantidad de tierras labran- tías y montes, y se acostumbraron a recaudar los tributos municipales y regios. Sus mercados concentraban y animaban los negocios un día a la semana, y

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La frontera en 1183 (J. L. Rodríguez Fernández, Melgar de Arriba. Historia de una villa de Tierra de Campos...) dentro de sus muros se albergaba una sociedad compleja: además de labrado- res –en casi todas las villas se mantuvo un fuerte tono agrario–, había caballe- ros, artesanos y tenderos, además de buen número de clérigos. Resulta oportuno referirse a estos hechos porque su significado en la organización del espacio fue correlativo a su trascendencia para la evolución del hábitat. El contrapunto obligado de la política pobladora, conducida sobre todo por los monarcas de León y de Castilla, fue que proliferaron los despo- blados en torno a las “villas nuevas”.

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De los numerosos indicios que ilustran esta circunstancia, dos servirán como muestra. El rey Alfonso VIII de Castilla recordaba en octubre de 1185 que, cuatro años atrás, había permutado con la abadesa del monasterio cister- ciense de Gradefes sus bienes y derechos en diversos pueblos de la Tierra de Campos por la aldea de Villa de Bera (de que se ha tratado antes), “la cual con- cedí al concejo de Castro Maior”6. Este concejo no es otro que el de Aguilar de Campos. El monarca había adquirido un señorío para cederlo de inmediato a la “villa nueva” más próxima; era una forma de dotación patrimonial que Alfonso VIII y los monarcas coetáneos practicaron asiduamente como medio de asegurar el éxito de sus iniciativas. Lo cierto es que nunca más se hablaría de la Villa de Bera como un lugar habitado. En paralelo con la conversión de su término en un espacio de uso concejil, sus vecinos debieron trasladar su residencia a “Castro Mayor”, pronto bautizado como “Aguilar de Campos”. Un cuarto de siglo más tarde, una compraventa de tierras entre nobles daba cuenta de algo parecido en Villavicencio de los Caballeros y varios luga- res de sus alrededores. “... Yo don García Díaz y mi mujer María Muñiz, hacemos carta de venta a favor de vos, don Gutier Téllez [de Meneses] y vuestra esposa doña Aldonza González, de toda la heredad que nos perte- nece en Vila Vincencii y en Valle y en Padriezes, y en otros lugares que al presente están despoblados [herme], con cuyos moradores se pobló Villavicencio, así como los poseemos por herencia de nues- tros padres [patrimonio] o los hemos adquirido por nuestra cuenta [ganancia]”7. ¿Qué expresaba la idea de “poblar” a comienzos del siglo XIII? Villavi- cencio tenía una larga historia. Las noticias más antiguas son del siglo X y refle- jan un ambiente parecido al de Villa de Bera y Melgar: una serie de aldeas cer- canas entre sí, la actividad colonizadora, un concilio, el protagonismo de los notables. En cambio, se distingue mucho mejor que en los otros casos un hecho común: el creciente y encontrado poder de la nobleza y de la Iglesia conforme avanza el siglo XI. De 1091 a 1223, cuatro sucesivos fueros levantan

6 Colección Documental del Monasterio de Gradefes. I (1054-1299), ed. T. BURÓN CASTRO, León 1998, nº 187 [original en latín]; la operación de trueque de 1181, en J. GONZÁLEZ, El reino de Castilla en la época de Alfonso VIII, Madrid 1960, tomo II, nº 374 [original en latín]. 7 Monasterio de Gradefes..., cit., nº 307 [traducción del diploma original en latín].

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Villas reales de la frontera (según J. L. Rodríguez Fernández, Melgar de Arriba. Historia de una villa de Tierra de Campos...)

acta de los conflictos y los pactos entre los señores de Villavicencio y con su vecindario, de la mediación regia, del afianzamiento del concejo, o de los pro- ductos que llegan al mercado semanal. En definitiva, denotan el proceso de formación de una “villa nueva” a partir de un asentamiento previo. En 1136, se distinguen sus dos núcleos, la villa antiqua y la villa nova, mientras van esfu- mándose numerosos lugares del contorno, como Padrieces o Patreces; se trata, sin duda, de esos sitios “yermos” del documento de 1210, abandonados en pro de Villavicencio –por cierto, una de las pocas “villas nuevas” de la región pro- movidas por señores laicos y eclesiásticos, y no por los reyes–.

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¿Cómo interpretar el proceso? Lo he valorado como una crisis de creci- miento: no precisamente como una catástrofe, sino como un reajuste. La heren- cia altomedieval –una gran cantidad de pueblecitos–, cede ante un nuevo esquema: núcleos relativamente grandes en términos demográficos, que serán al mismo tiempo sedes del comercio periódico y lugares defendidos por murallas. En suma, aglomeraciones con vocación de polos de poder (político y eclesiás- tico, económico y social), a escala de la comarca, que encuadraban a un número todavía considerable de pueblos menores. Pero, como se ha adelantado, las “villas nuevas” rara vez fueron fundaciones aquí. Villavicencio, Tordehumos o Melgar, provenían cuando menos del siglo X. Lo nuevo fue su trasformación.

La crisis de la Baja Edad Media (de 1350 a 1440) Entre los historiadores europeos, los últimos siglos de la Edad Media son asimilados a una larga época de dificultades. Se habla en particular de la “crisis del siglo XIV”, de la que se dan imágenes agobiantes: epidemias mortífe- ras, clima destemplado, hambrunas frecuentes y guerras continuas. La huella de las calamidades es patente en muchos textos. Por ejemplo, las monjas del convento de Santa Clara de Astorga decidían renunciar en 1384 al señorío de dos lugares cercanos a Villalón, los de Fuentes y Castrillo de Chaves. Argu- mentaron que las “guerras y mortandades” sobrevenidas en los últimos treinta años habían arruinado todo provecho8. ¿Cómo olvidar que la “peste negra” se había abatido finalmente sobre Castilla al filo de 1350, y que después se pro- dujeron nuevos brotes? ¿Cómo no recordar que los últimos años del reinado de Pedro I (1350-1369), contemplaron una guerra civil de intensidad desco- nocida, triste culminación de una etapa de violencias? Fuentes y Castrillo quedaron abandonados, como más adelante se des- cribirá. Pero las noticias sobre los despoblados de esta época ofrecen otras informaciones que matizan cómo fue el proceso y cuáles fueron las sensacio- nes de la gente ante lo que estaba sucediendo. En ese sentido, un tercer caso reclama la atención: Fuenteungrillo.

8 El Archivo Municipal de Villalón atesora uno de los fondos más interesantes de nuestra provincia para el estudio de la Baja Edad Media. Las noticias sobre estos lugares que se ofrecen a con- tinuación y más adelante (notas 12 y 13), proceden de la Sección 4ª (números 16-25) [ordenación vigente en 1980]. En 1341, doña Inés Ramírez, una gran dama de la nobleza leonesa, donó al monas- terio de Santa Clara de Astorga todos sus bienes y derechos en Fuentes y Castrillo de Chaves; el con- vento de Santa Clara se obligaba a dar cada año 100 cargas de grano al convento de San Francisco de León, donde ella deseaba ser sepultada. Y en 1384, el convento de Santa Clara de Astorga renun- ciaba a Fuentes y Castrillo en pro del convento de San Francisco de León, como queda dicho.

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Fuenteungrillo. Muros del castillo y del recinto auxiliar [2008]

Situado entre La Mudarra y Villalba de los Alcores, el lugar es una refe- rencia clave en los estudios de arqueología medieval española. Un artículo de Julio Valdeón e Inmaculada Sáez divulgó en 1983 los resultados de las prime- ras excavaciones. Aunque identificado en obras clásicas sobre la provincia, el yacimiento de Fuenteungrillo no había sido excavado. Hoy constituye un hito inestimable e infrecuente de la colaboración entre arqueólogos e historiadores de los textos. Ese artículo daba cuenta de las campañas iniciales y relacionaba sus resultados con un pleito de comienzos del siglo XV, que mostraba cómo el lugar se fue despoblando durante dos generaciones; entre los años 1405 y 1412 se lo disputaron, ya deshabitado, los cistercienses de Matallana y el con- cejo de Villalba de los Alcores. Bajo su primer nombre conocido –Angurellos–, aparece en algún diploma del siglo X. A comienzos del XIII, dominaban en la aldea la orden militar de San Juan de Jerusalén (que perdura hoy bajo el nom- bre de “Orden de Malta”), y los Téllez de Meneses, los magnates castellanos más importantes de la comarca; como fundadores y protectores de Matallana, los Meneses favorecieron que este monasterio poseyera bienes y derechos allí9.

9 Conviene tener en cuenta que el monasterio fue incrementando su presencia en el lugar a expensas de la orden de San Juan y de los Meneses. Los últimos derechos de esta parentela fue- ron donados en 1404 al concejo de Villalba de los Alcores por sus titulares, el infante Fernando y su esposa, Leonor de Alburquerque, que eran señores de Villalba. El pleito concluyó en 1412 con el reparto del término de Fuenteungrillo entre los litigantes.

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De forma que el Becerro de las Behetrías –el gran inventario de los señoríos de Castilla en 1352–, levantó acta de los varios señores de Fuenteungrillo cuando se iniciaba la coyuntura que, medio siglo después, lo había de convertir en yermo. De las actas del citado pleito se dedujo que el pueblo había tenido varias iglesias, que poseía un castillo y estaba rodeado por una cerca o mura- lla, fuera de la cual se extendía otro barrio. Las primeras excavaciones se cen- traron en el castillo y en un par de viviendas. Se descubrieron hogares y silos –depósitos subterráneos de grano–, se precisó la red viaria, y se localiza- ron dos cementerios. Los vestigios de la cultura material eran pobres: nume- rosos clavos, abundantes fragmentos cerámicos, un par de molinos de piedra, algunos vidrios... Para los autores del artículo, todo ello probaba cómo se con- juga un lento abandono del hábitat y el reaprovechamiento de sus materiales por los propios emigrantes y las gentes de los alrededores. Más tarde se han ido ofreciendo nuevas perspectivas del proceso de abandono de Fuenteungrillo, así como de su historia previa. Ahora se consi- dera que Angrellos es un hidrónimo prerromano y no implica la existencia de la aldea de Fuenteungrillo en el siglo X; había, en cambio, un territorium o dis- trito jurisdiccional llamado así, según la costumbre de usar los ríos para defi- nir el espacio. La ausencia de textos hasta 1201 impide precisar sus orígenes, pero la aldea era en esta última fecha una aglomeración notable, formada por tres barrios con sus iglesias. Los de Santa Coloma y San Pedro quedaron fuera de la cerca –que sólo rodeaba el barrio inmediato al castillo, incluyendo las igle- sias de Santa María y San Miguel–. C. Reglero e I. Sáez estiman que la cons- trucción del castillo y la cerca data del periodo 1157-1230, cuando los reinos de Castilla y León estuvieron separados y el lugar con su comarca quedaron en la banda castellana de la frontera10.

10 Se destaca que el castillo comprendía dos recintos, avanzando que su parte más anti- gua es la ya descrita; sus características –un grueso torreón cuadrado de superficie próxima a los 1.000 m2 y cuyos muros tienen 1’8 m. de espesor–, y su ubicación esquinada, lo asemejan a otras fortalezas de la misma época, desde el Alcazarejo de Valladolid a la de Laguna de Negrillos (León), pasando por el castillo de Urueña. No es posible todavía fechar el segundo recinto, una construc- ción adosada a la anterior, que quizá se hizo después de la cerca. Abandonado con la despobla- ción de la aldea, el castillo sería reocupado cuando el monasterio de Matallana impulsó la explo- tación ganadera en el siglo XV y estableció allí una granja.

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C. M. Reglero e I. Saéz: Plano arqueológico del castillo de Fuenteungrillo

Pero Fuenteungrillo, que había llegado a ser un pueblo de buen tamaño, comenzó pronto a despoblarse. El barrio de Santa Coloma debió abandonarse en los primeros decenios del XIV. Como ya advirtieron los primeros estudiosos, las 50 familias que habitaban dentro del recinto hacia 1350, se habían redu- cido a la cuarta parte cuarenta años después. En los primeros años del siglo XV, el proceso culminaba, haciendo del lugar un “gran pastizal”, donde las vivien- das dejaron paso a corrales y parideras.

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¿Cómo se percibió lo que había sucedido? Parece significativo que se pensara que la despoblación comenzó antes de la fatídica “peste negra”. Y ade- más, que se estimase como causa aparente del declive local los excesivos tri- butos que alguno de los señores había impuesto a sus hombres; es visible que se había forzado la emigración hacia otros pueblos de la comarca, en los cua- les un mismo personaje había fijado exigencias menores11.

Destinos y enseñanzas de los despoblados ¿Cuál ha sido el destino de los pueblos deshabitados? Aún hoy, Villa de Bera/Villobera es propiedad del municipio de Aguilar de Campos. En princi- pio, no hay noticias de que esta circunstancia haya suscitado mayores proble- mas. En otros sitios, en cambio, el derecho sobre un despoblado ha generado grandes conflictos entre los señores y los concejos de la comarca. Así, el litigio por Fuenteungrillo se reprodujo repetidamente. Por fin, el contraste de acuerdos y reivindicaciones cristalizaría de una forma particular, adoptando una expresión folklórica: la llamada “procesión de las letanías de la Ascensión”, cuya primera noticia data de 1579. De año en año, las autorida- des del concejo y los clérigos de Villalba venían a la antigua iglesia de Santa María de Fuenteungrillo, la única que, convertida en ermita, se mantenía en pie. Allí los recibía un monje de Matallana, en representación del abad y del monasterio. De acuerdo con Carlos Reglero y José Luis Alonso Ponga, el acto servía para reivindicar los derechos jurisdiccionales que el concejo tenía en el prado de Fuenteungrillo. Éste es un tipo de manifestación ritual frecuente, que ha tenido sus acentos propios en cada sitio. Se trata, ante todo, de evidenciar en público los

11 El mencionado pleito recoge noticias que se remontan a mediados del XIV. Sobre el barrio de Santa Coloma, cierto testigo declaraba haber oído “que aquel barrio, en otro tiempo fue- ran las casas pobladas, mas que nunca él lo conoció poblado”. Otro recordó el desaliento del vecindario cuando Juan Alfonso de Alburquerque, heredero de la casa de Meneses y principal con- sejero regio en los años iniciales de Pedro I, impuso a sus hombres de Fuenteungrillo una contri- bución proporcionalmente superior a la de Villalba de los Alcores, pueblo más grande y donde debía tener muchos más vasallos: “… este testigo dixo que una vez él estando en este dicho lugar de Fuentes, que tenia las puertas çerradas y que pasaba don Iohan Alfonso de Alburquerque por la carrera de Valladolid, e que oviera decir a algunos vecinos deste lugar: ‘perdidos somos, que don Iohan Alfonso echa a Villalba mil maravedis y aquí a Fuentes, quinientos’...”; C M. REGLERO, “Señores y vasallos en una aldea castellana medieval: Fuenteungrillo”.

[61] Conocer Valladolid derechos que ostentan sobre tal o cual despoblado quienes son o se pretenden sus dueños. El acto puede presentarse bajo forma de toma de posesión, o como recordatorio de un pacto previo. No es raro que se acompañe de expre- siones religiosas, según se aprecia en el caso descrito, que le confieren un oportuno carácter sagrado. Tampoco cabe duda de que tanto los concejos medievales como los municipios modernos, convirtieran la repetición perió- dica de estos actos en ocasión para exaltar los sentimientos comunitarios, lo que se convirtió pronto en motivo de fiesta. Precisamente Fuentes y Castrillo de Chaves, antes aludidos, proporcio- nan algunos de los testimonios más expresivos de cómo un acto de posesión derivó hacia una costumbre festiva, sin perder su carácter reivindicatorio. Ade- más, tales noticias muestran imágenes impagables del aspecto que tenían los despoblados a poco de su abandono. Ambos lugares pasaron a manos del concejo de Villalón a comienzos del siglo XV. Pero hubo problemas de inmediato, pues Castrillo había sido tam- bién vendido al Almirante Alfonso Enriquez, luego primer señor de Medina de Rioseco; tal vez con Fuentes pasó algo parecido, aunque no se comprueba12. En 1413, cuando el conflicto se iniciaba, el concejo de Villalón envió a su mayordomo Alonso Fernández Romo a tomar posesión de Castrillo. Le acompañaban seis vecinos en calidad de testigos y un escribano. El acto se ini- ció en “un casar despoblado sin techo, con sus paredes, que parecía ser [la] casa del señor de otro tiempo”. Desde ese sitio, el mayordomo “... fue a una iglesia que solían llamar Sant Pedro, que está muy derrocada, e anduvo y se paseó por ella y alrededor de ella, y dijo que aprehendía, tomaba y adquiría la posesión de dicho lugar; y después fue por el termino [suso]dicho hasta una iglesia que solían llamar Sant Estevan , y la vio, y anduvo y se paseó por ella...” Junto a la iglesia había un olmo joven, del cual cortó una rama “en señal de posesión”.

12 En el mismo año 1384, el convento de San Francisco de León vendió los dos lugares a Pedro Sánchez de Basurto y su mujer, vecinos de Villalón, por 20.000 maravedíes, pues estaba pasando grandes penurias. La situación posterior se complicó. Su hija, Isabel Sánchez de Basurto, recibió en herencia estos lugares. Estuvo casada con Fernán Alfonso de Zorita II, quien, abusando de su condición, vendió Castrillo de Chaves a Alfonso Enriquez (P. MARTÍNEZ SOPENA, El estado señorial de Medina de Rioseco...). Una vez viuda, rechazó tal operación y, a su vez, vendió el término al concejo de Villalón por 11.800 maravedíes. [Los textos inmediatos, escritos en castellano anti- guo y provenientes del Archivo Municipal de Villalón, han sido retocados para facilitar su lectura].

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“Y después fue adelante por dicho termino hasta otra iglesia que solían llamar Santa Olalla, y asimismo entró en el campo [santo] que solía ser de la dicha iglesia, y anduvo y se paseó por ella”. El escribano que dio fe se llamaba Pedro González Baço y también anotó que en las tres iglesias “había unos lucillos de piedra de monumentos y enterramientos y piedras y altares”. Tantas iglesias sugieren que Castrillo –habitado todavía en los años 1340–, no fue un pueblo pequeño. Trascurridos veinte años y con el conflicto abierto, una nueva toma de posesión revela circunstancias nuevas: la primera, que la creciente ruina de los edificios y de su recuerdo corrían parejos; la segunda, que la ceremonia se había convertido en una acto concurrido, que oficiaba la muchedumbre de asistentes. En efecto, el concejo y justicias de Villalón habían sido convocados a campana repicada para el acontecimiento. Eran alrededor de doscientos hom- bres, unos a caballo y los otros a pie, quienes el 13 de septiembre de 1434 fue- ron a tomar posesión del lugar y término de Castrillo. Primero lo hicieron en las ruinas de una “antigua casa fuerte” –el casar mencionado–. Luego, en San Pedro, sólo reconocible por un ara de altar. Más tarde, en el camino de Villa- nueva de la Condesa a Villalón, dieron con vestigios de otra iglesia, “como señalaba un lucillo de altar que había allí”; su nombre no se recordaba ya. En fín, se describen otros actos simbólicos: “en señal de soberbia” –es decir, para demostrar su poder–, los expedicionarios bebieron en una fuente, se pasearon reguera abajo acercándose a las eras de Villanueva de la Condesa, llenaron

Villalón. Ermita de Fuentes [copyright VillalónDigital.com]

[63] Conocer Valladolid carros con espinos y escobas, y estuvieron cazando liebres con sus galgos junto al camino de Villalón a Fontihoyuelo... Ninguna de estas estampas tan vívidas ha sobrevivido al paso del tiempo. En cambio, otra sí: el vecindario de Villalón hace romería anual a la ermita de la Virgen de Fuentes –el otro lugar mencionado–, hoy patrona de la villa. Aunque no se sepa desde cuándo13, la jornada refleja cómo ciertos des- poblados llegaron a ser y se han mantenido como patrimonio de la comuni- dad. La romería es una forma de “aprehender” –un verbo que usó con preci- sión el escribano González Baço–, el espacio que pertenece a todos, haciendo de ese hecho una celebración compartida. La cual adquiere un carácter sacro en contacto con lo religioso. Cabe preguntarse si la sacralización de la fiesta es tan antigua como ella misma, a tenor de lo que indican Castrillo de Chaves y las primeras y tardías noticias de la procesión de Fuenteungrillo. Lo cierto es que no se trata de un caso aislado en la comarca. “La Curiesada” de Villafrechós, que se celebra el lunes antes de la Ascensión –fecha especialmente propicia, como se ve–, con- gregaba tradicionalmente al vecindario en el despoblado de Curieses; allí ya no se mantenía una ermita, sino un pozo14. Es oportuno recordar que Curieses es otro lugar que estaba habitado ya en el siglo X, y que se abandonó en los años 1180; sus vecinos, como los de otras aldeas de los alrededores de Villafrechós, se trasladaron a la “villa nueva” por mandato del rey. Es visible que las tierras que aprovechaban se integraron con ellos en el flamante concejo. Lo tengan presente o no, las gentes de Villafrechós actualizan cada año con esta cita sus derechos sobre un sitio que poseen en común desde hace siglos. Como hacen los villaloneses en la ermita de Fuentes.

13 En cierta pesquisa se lee que, mediado del siglo XV, Fuentes era un lugar despoblado que “tenia y tuvo término redondo sobre sí, deslindado por sus arcas y mojones”, y que había en él “una iglesia que llaman Santa María de Fuentes”, sin duda la predecesora de la actual ermita. 14 Una hermosa talla gótica es venerada en la parroquia de San Cristóbal de Villafrechós como la "Virgen de Curieses". Esto sugiere que en tiempos había en el despoblado una ermita, tras cuya desaparición se trajo la imagen a la villa. Agradezco a mis queridos amigos Sagrario Rodríguez y Jesús Asensio, de Villafrechós, la información sobre “La Curiesada”. Curieses se halla junto al camino de Villafrechós a Cabreros del Monte, a la derecha. Tradicionalmente, la fiesta se hacía en el propio despoblado. En la actualidad, el nombre y la fecha se mantienen, pero el sitio se decide cada año; la ermita de la Virgen del Cabo ha sido escogida como escenario de reuniones recientes. La novedad de los últimos tiempos es que se ha instituido una nueva romería a esta ermita con motivo de la fiesta mayor de Villafrechós (8 de septiembre, bajo la advocación de la Virgen del Cabo). Ambas celebraciones coexisten por el momento.

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Recreación del castillo de Fuenteungrillo [2008]

En definitiva, los despoblados no son simplemente la versión en nega- tivo del hábitat. Su interés arqueológico es patente y comienza a ser puesto en valor; no cabe duda de que esta orientación beneficiará al conocimiento de nuestra historia y de nuestro “patrimonio material”. Pero, como muestran los ejemplos precedentes, buen número de despoblados fueron o son privilegia- dos escenarios de la vida local: o mejor dicho, los sentimientos de identidad colectiva se han nutrido gracias a tales sitios. De modo que pozos y descam- pados, ermitas e imágenes, con sus conmemoraciones a fecha fija, también revelan un intenso significado como “patrimonio inmaterial” de cualquier comunidad.

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VALLADOLID URBANO

La nueva tecnología aplicada a la documentación del patrimonio en Valladolid y su provincia Jesús San José [ARQUITECTO DE LA UNIVERSIDAD DE VALLADOLID. RESPONSABLE DEL LABORATORIO DE FOTOGRAMETRÍA ARQUITECTÓNICA DE LA ESCUELA DE ARQUITECTURA DE VALLADOLID, JUNTO A JUAN JOSÉ FERNÁNDEZ MARTÍN]

El estudio del Patrimonio requiere de la aplicación de diversas técnicas, procedentes de diferentes campos disciplinares. Estas técnicas han variado con el paso del tiempo, en especial aquellas relacionadas con la generación de ade- cuadas documentaciones sobre los bienes patrimoniales objeto de nuestro aná- lisis donde, sin embargo, la confrontación entre la documentación redactada en diferentes momentos históricos constituye un requisito inexcusable para una adecuada interpretación del patrimonio. En el campo de la documentación gráfica las nuevas tecnologías han per- mitido la realización de documentaciones gráficas más completas y con unas componentes de precisión hasta ahora impensables; documentaciones que resultan imprescindibles si lo que se pretende es intervenir en el Patrimonio, pues todo proceso de intervención pasa por el conocimiento exhaustivo del objeto sobre el que se van a aplicar las labores de restauración, reparación, con- solidación, etc. Para ello el análisis de la arquitectura, sus sistemas constructivos

[69] Conocer Valladolid o de sus estructuras pasa por la redacción de adecuadas redacciones gráficas, con las que, a su vez difundir los resultados de los análisis realizados. Estos tres aspectos, intervención, análisis y difusión hacen referencia a tres factores que rigen toda documentación gráfica sobre el patrimonio: en pri- mer lugar, la finalidad para la que se redacta la documentación, en segundo lugar, los medios utilizados para la captura de los datos que van a permitir las posteriores documentaciones gráficas, en tercer, lugar los medios para repre- sentar los resultados del proceso de documentación. La documentación del patrimonio no siempre implica la intervención sobre él; nuestros intereses pueden deberse a labores de inventario, cataloga- ción o a trabajos dirigidos al conocimiento de determinados aspectos relacio- nados con el bien patrimonial que no implican una documentación gráfica exhaustiva. En todo caso los medios para la captura de datos con los que realizar la redacción de documentaciones sobre el patrimonio han variado notable- mente a lo largo de la historia, dando lugar a la incorporación sucesiva de medios técnicos que han experimentado una acelerada evolución en los últi- mos años. Así, a la medición a mano, con cinta métrica, se añadió la utiliza- ción de aparatos topográficos; posteriormente la fotografía permitió una cap- tura “objetiva” y “completa”, con un sentido de registro notarial de datos, desde la que se hacía posible no sólo conocer la forma sino también las dimensiones del patrimonio registrado por la cámara. Será precisamente la fotografía la que, en confluencia con avances en el campo de la óptica y de la mecánica, permita la aparición de los restituidores, aparatos con los que es posible dibujar la forma y geometría de los objetos desde su representación fotográfica. Los restituidores, analógicos primero, analíticos más tarde y digi- tales después, han dado paso a los escáner tridimensionales 3D, cuya captura de datos proporciona modelos virtuales en nube de puntos a color, donde el objeto se representa por millones de coordenadas espaciales X, Y, Z, desde las que obtener más representaciones, entre otras, las planimetrías convenciona- les de planta, alzado y sección. De igual manera, ha variado la forma de comunicar los resultados del proceso de documentación donde, junto al papel impreso, el ordenador, lo digital, constituye un medio de relevante utilidad que, a su vez, influye, de manera determinante en la forma de representar los resultados del proceso de documentación del Patrimonio, dada su potencialidad para procesar datos y reelaborar representaciones.

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Fidelidad al modelo: La precisión en la medida A lo largo de la historia de la documentación del patrimonio arquitec- tónico, bien sea con intención de intervenir en él, analizar sus aspectos estruc- turales, formales y constructivos, o bien difundir sus valores, se mantiene una constante a tener en cuenta: la de conseguir la fidelidad al modelo. La búsqueda de la fidelidad al modelo se traduce en la búsqueda de aparatos (máquinas), y sistemas que permitan capturar con precisión las dimensiones del objeto. Representaciones como las de Cósimo de Bartoli en Del Modo de Medir de 1564, muestran sistemas de medición para obtener con precisión la altura de una torre, es decir, capturar con precisión medidas de objetos inaccesibles. Esa misma idea, la de capturar la realidad (los datos que necesitamos de esa realidad para su representación), es la que subyace en la utilización de la cámara oscura primero y en la cámara clara después, que nos permiten obte- ner registros gráficos a partir de una imagen de la realidad; la que se proyecta sobre nuestro tablero de dibujo y sobre la que, literalmente, calcamos aquellos datos que convienen a nuestra representación. Los trabajos de Laussedat a partir de representaciones obtenidas con cámara clara sobre el castillo de Vincens, en 1898, le llevaron a definir el método de las intersecciones, con el que elaborar representaciones métricas a partir de dos capturas obtenidas con cámara clara, estableciendo el funda- mento de la fotogrametría estereoscópica. En la búsqueda de la fidelidad al modelo la cámara fotográfica se entiende como la máquina que garantiza máxima objetividad, aportando tal cantidad de información y datos precisos que permite sustituir la realidad por su imagen. A su vez, el conocimiento de las leyes de la perspectiva cónica y la asimilación de la imagen fotográfica a una perspectiva de este tipo, permitie- ron la restitución de datos desde la imagen para elaborar representaciones grá- ficas dibujadas en planta y alzado. A mediados del siglo XX surgen los restituidores analógicos logrando mediante un estereoscopio, con el que se visualizan dos imágenes fotográficas, reproducir las imágenes de la misma manera que lo hace el ojo humano, en tres dimensiones; imágenes virtuales desde las que el operador puede recoger distancias y medidas precisas, obteniendo salidas gráficas bidimensionales a través de reproductores mecánicos. Posteriormente los restituidores analíticos y digitales, a diferencia de los anteriores, procesarán los datos en el ordenador, obteniendo modelos tridimen-

[71] Conocer Valladolid

sionales de las capturas reali- zadas sobre la imagen tridi- mensional virtual generada en el restituidor, lo que da lugar al llamado modelo alámbrico, (conjunto de líneas que definen aristas, Restitución despieces de los paramentos, fotogramétrica de etc.), desde el que se hace los caballos de San Marcos con motivo posible diferentes visualiza- de su restauración. ciones tridimensionales del Publicada en modelo generado, así como C. Cundari, la elaboración de diferentes Fotogrammetria architettonica, redacciones gráficas. Roma 1983 En la actualidad los escáner láser 3D, constituyen la tecnología que permite la mayor fidelidad al modelo. Con ellos, tanto la toma de datos como el posterior procesamiento de los mismos se deja en “manos” de las máquinas, eliminando éstas la subjetividad y errores del operador. El funcio- namiento del escáner láser consiste en la emisión de un haz de rayos que al impactar sobre la superficie del objeto a escanear rebotan, proporcionando un pulso con el que se determinan las coordenadas X, Y, Z, de los puntos señalados por cada uno de los rayos, es decir, una lectura de la posición en el espacio de cada punto señalado. La captura del escáner supone la lectura de millones de puntos, una nube de puntos, desde la que generar un modelo informático que va a sustituir al propio edificio en el proceso de documentación, y con el que ela- borar redacciones gráficas convencionales en planta, alzado y sección.

Modelos gráficos: Representación científica La búsqueda de la fidelidad al modelo tiene su traducción gráfica en la persecución de dibujos que recojan con objetividad el patrimonio analizado, se trata de dibujos en los que a la precisión en la medida se aúnan características de claridad en su trazado y sujeción a códigos técnicos, de utilización general, sometidos a las leyes proyectivas que imponen los sistemas de representación. Desde estas consideraciones podemos hablar de representaciones con carácter científico, donde no sólo se muestra la forma y geometría de la construcción

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Alfred-Nicolas Normand Los Foros; envío de 1850-1852

dibujada, sino también su esencia arquitectónica y constructiva, manifestada en la expresión de texturas, el sentido masivo y la articulación de los volúmenes. La idea de representación científica queda bien expresada en los dibu- jos de levantamiento de la escuela de Beaux Arts, realizados con motivo de los envíos que los pensionados del premio Roma remitían a la Academia en París. Dibujos donde el sistema diédrico (sujetos a los códigos de planta, alzado y sec- ción), dan como resultado una representación fiel al modelo, pero donde ade- más se incluye el color, la textura e incluso el ambiente y el tratamiento de luces y sombras, convirtiendo a estos dibujos en un icono de la representación científica de la documentación arquitectónica. Los dibujos de Beaux Arts más que representar el edificio analizan su complejidad; la ruina se convierte en objeto de estudio, y para ello la utiliza- ción de unos recursos gráficos codificados y la técnica de la acuarela se aúnan, constituyendo una herramienta eficaz en el análisis constructivo-espacial de la

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Fachada del monasterio de Nuestra Señora de Prado

arquitectura. Una forma de dibujar cuyo desarrollo se había iniciado en el Renacimiento. Afectando de manera especial a la sección que, junto a la planta y el alzado, permite expresar no sólo la articulación espacial del edificio sino cómo se organiza el mundo interior de los muros, es decir, su resolución estructural, constructiva y espacial.

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La superación de la representación espacial y de la resolución construc- tiva de la arquitectura, mediante la articulación de planta y alzado, se produce en los dibujos analíticos de Auguste Choisy, quien recurre a la perspectiva axo- nométrica como medio para analizar y sintetizar las antiguas construcciones romanas; aplica para ello una particular axonometría seccionada, realizada “a vista de ratón”, es decir de abajo arriba, lo que permite sintetizar en un solo dibujo la representación del espacio interior con la definición constructiva en planta y sección.

Difusión del patrimonio: Divulgación digital Fundamentalmente desde el Renacimiento, la publicación de los estu- dios sobre el patrimonio, especialmente sobre las ruinas del pasado, se convir- tió en una constante de aquellos “artistas” que se formaban como arquitectos, no sólo porque medir y estudiar, en definitiva conocer las ruinas de la arqui- tectura romana, permitía elaborar propuestas para la nueva arquitectura, sino también como forma de prestigio personal, de manifestar unos conocimientos alcanzados por el estudio. Es así como comienza la proliferación de los trata- dos de arquitectura, lo que se ve favorecido por la aparición de la imprenta, que posibilita la multiplicidad de ejemplares, y por la disponibilidad del papel, material mucho más barato que la vitela y el pergamino de los manuscritos. Los tratados pasan así a convertirse en los divulgadores del conoci- miento arquitectónico, donde, además de analizarse los órdenes arquitectóni- cos y estudiarse las antiguas construcciones romanas, se incluyen también los edificios más relevantes de la época, e incluso las nuevas propuestas arquitec- tónicas. Las representaciones que ilustran los textos son cada vez más comple- tas y detalladas y ajustadas a los sistemas y códigos de representación. Actualmente la era digital ha permitido potenciar la divulgación del conocimiento, y ello incluye el conocimiento del patrimonio. El ordenador se ha convertido en una “ventana” que nos da acceso a una nueva forma de ver el mundo, donde se puede conocer en detalle los objetos e incluso elaborar representaciones virtuales del mismo para su mejor comprensión y análisis. Precisamente ésta es una de las potencialidades mas interesantes del orde- nador, junto con la facilidad para transmitir y difundir, la posibilidad de reelabo- rar la información que capturamos de la realidad, de crear esquemas, modelos, modelos virtuales, que nos permiten un conocimiento más profundo y claro del patrimonio, pero también una mejor forma de hacer accesible su comprensión.

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El laboratorio de fotogrametría En esta tradición de documentar el patrimonio arquitectónico y en la idea de difundir el estudio y conocimiento del patrimonio (precisión, repre- sentación, divulgación), especialmente arquitectónico, es en la que cabe enten- der la creación, en el año 1995, del Laboratorio de Fotogrametría de la escuela de Arquitectura de Valladolid1. Desde sus inicios se recurrió a los sistemas tradicionales de recogida de datos junto a los medios técnicos más complejos; recurriendo en la elaboración de resultados gráficos al mundo digital, donde los restituidores analíticos y digi- tales han supuesto unas singulares herramientas de trabajo en la elaboración de los modelos desde los que obtener representaciones más convencionales. En la actualidad la utilización de los escáneres tridimensionales protagoniza la toma de datos y posibilita las redacciones virtuales del patrimonio, pero, junto a las herramientas más tecnológicas de nuestro tiempo, los instrumentos convencio- nales siguen participando en los trabajos de documentación del Patrimonio. Entre los trabajos realizados con estas metodologías se encuentran: 1) La restitución de la portada del Monasterio de Prado, realizada por encargo de la Junta de Castilla y León en el año 1995. Este primer trabajo de restitución nos permitió valorar el carácter documental de las minutas de res- titución, cuyos registros gráficos han permitido, años mas tarde, elaborar las planimetrías orientadas a la restauración de la portada. 2) Para intervenir en la restauración del Colegio de San Gregorio se nos solicitó por el Ministerio de Cultura una documentación que permitiera a los arquitectos conocer el edificio casi sin necesidad de visitarlo. Ello nos permi- tió dar un paso más en nuestra idea de documentación. Por supuesto se generó el modelo alámbrico, es decir, las líneas de definición de la geometría y forma del edificio, desde las que elaborar los planos convencionales de plantas, alza- dos y secciones, pero también se elaboraron modelos sólidos como herramien- tas de visualización y análisis. El gran reto fue la creación de una base de datos de consulta gracias a un sistema web que permitía visitar y entender en detalle todos los elementos del

1 El laboratorio de fotogrametría está dedicado al desarrollo de sistemas, metodologías y técnicas para la documentación y difusión del patrimonio, cuyos trabajos se pueden consultar en la siguiente dirección: http://157.88.193.21/~lfa-davap/. El listado completo de las personas que hemos participado en los trabajos durante estos años es demasiado extenso para citar aquí, pero al menos destacar a: J.I. Sánchez; J. Martinez; J. Finat; J.J. Fernández; L. Fuentes.

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Dibujo de la fachada del Colegio de San Gregorio

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Dibujo de la fachada del Colegio de San Gregorio

edificio. La base de datos, de contenido gráfico, combinaba modelo sólido, fotos, dibujos, que era posible consultar siguiendo una disposición organizada por zonas del monasterio. Posteriormente parte del modelo restituido, la referida a la portada del edificio, sirvió de base para generar un sistema de localización de los problemas y deterioros de la fachada, así como, al terminar la intervención de restauración de la misma, indicar los resultados de la intervención. 3) En la revitalización del Monasterio de Santa María de Valbuena, en el año 1999, se nos encargó un levantamiento fotogramétrico del edificio que incluía el levantamiento topográfico de los terrenos circundantes; la aplicación de los avances informáticos en el apartado del tratamiento de la imagen se con- virtió en una nueva herramienta de trabajo. De manera que los recursos gráficos utilizados para elaborar la docu- mentación sobre las fachadas del edificio fueron la rectificación fotográfica, en blanco y negro en un primer momento y, más tarde, avanzada la tecnología digital, en color. El procedimiento de rectificación permitía conseguir la máxima

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fidelidad al “modelo” a la vez que, al utilizar imágenes, aportar datos de la tex- tura y el cromatismo de los paramentos rectificados; pues las imágenes foto- gráficas convenientemente procesadas se convierten en fotoalzados, represen- taciones fotográficas planas a escala. Un paso más en la captura y procesado de datos lo aportan los scan- neres tridimensionales, que proporcionan un sistema rápido y de extrema pre- cisión para capturar los datos del objeto. La cantidad de datos métricos cap- turados definen las ya mencionadas nubes de puntos, cuyo procesamiento en el ordenador y en combinación con la imagen digital, permiten generar un modelo virtual que sustituye al propio edificio a la hora de analizar su confi- guración, estructuras, forma y dimensiones, a la vez que elaborar documenta- ciones de precisión. Todo ello se puso en evidencia en el trabajo de documen- tación del Monasterio de la Armedilla, realizado para la Junta de Castilla y León, dirigido a elaborar una documentación previa a la intervención en el monasterio. El trabajo de documentación lleva consigo un trabajo multidisciplinar, donde participan profesionales de distintos campos disciplinares, aunando los

Claustro de Valbuena. Hipótesis del siglo XII

[79] Conocer Valladolid

Monasterio de Ntra. Sra. de la Armedilla

esfuerzos de arquitectos, arqueólogos, historiadores, etc, lo que garantiza la realización de trabajos de calidad y de adecuado nivel científico. La interven- ción del escáner tridimensional en estos procesos, ya desde la toma de datos y más tarde en el procesamiento de los mismos, conlleva la incorporación de técnicos informáticos, que se suman al complejo y variado equipo que debe dar respaldo a todo trabajo de documentación. Un aspecto importante de trabajos como el del Monasterio de la Arme- dilla, que contemplan la documentación y análisis de un edificio en ruinas, es la de propiciar el entendimiento del edificio para, junto con los datos y docu- mentos históricos, poder recrear la reconstrucción del edificio en determinados momentos de su historia. En este sentido, las nuevas tecnologías permiten, a partir de la interpretación de los datos y documentos, la generación de mode- los que hacen posible visualizar la forma y configuración de las edificaciones que, en nuestro caso, constituyeron el monasterio-palacio-panteón de Nuestra Señora de la Armedilla. En esta idea de dar a conocer nuestro patrimonio surge Las Ruinas de Dios, texto que tiene por objetivo divulgar el conocimiento de la arquitectura religiosa en ruinas en la provincia de Valladolid. Para ello se recurre al análisis

[80] LA NUEVA TECNOLOGÍA APLICADA Valladolid urbano A LA DOCUMENTACIÓN DEL PATRIMONIO

gráfico, al entendimiento a partir del dibujo, donde los levantamientos de humilladeros, ermitas, santuarios, iglesias parroquiales y monasterios, a través de modelos y planimetrías, se convirtieron en la base de un trabajo de documen- tación y análisis de edificios que apenas aparecen en los textos o si lo hacen es en los catálogos monumentales de forma muy somera. Algunos de los edificios estudiados se encontraban en muy mal estado, por lo que era urgente su documentación; otros, cerrados al culto, comenza- ban su proceso hacia la ruina; unos y otros, sin ser edificaciones de especial relevancia, proporcionaron una información muy valiosa que no sólo permitió el conocimiento de su configuración arquitectónica o de los sistemas construc- tivos y soluciones estructurales, sino también analizar su relación con los núcleos sobre los que se asientan estas edificaciones y de cómo condicionaba su presencia el carácter y forma de vida de sus habitantes. Este trabajo tiene un objetivo claro: rescatar esas ruinas utilizando los medios a nuestro alcance, que no son otros que su puesta en valor a través de un proceso de documentación, difusión y sensibilización de sus valores para, finalmente, promover su consolidación o restauración. Respecto a la metodología del trabajo de documentación realizado, se parte del levantamiento para describir el estado de esos edificios en el momento en que se visitan; para ello las planimetrías y las tomas de fotogra- fías constituyen la base de partida. Con base en ellas y en lo observado en el trabajo de campo, se analizan los sistemas constructivos (cúpulas, bóvedas, armaduras, etc.), así como los elementos que se integran en el edificio (espa- dañas, torres, portadas, etc.), y su funcionamiento estructural; de igual manera se analizan los materiales con que están construidos, los aparejos, el porqué de las enfermedades o patologías que les han llevado a su estado actual, extrayendo unas conclusiones y destacando de entre ellas las directri- ces para su recuperación. En este sentido distinguimos tres tipos posibles de recuperación: una sería la arquitectónica, la ideal, aunque el edificio no vuelva a tener la misma utilidad, como es el caso del Humilladero de Montealegre, ermita recuperada como edificio y que en la actualidad es una sala de exposiciones. La virtual, la única cuando el edificio tiene tal grado de deterioro que únicamente es posible contemplarlo a través de las recreaciones virtuales gene- radas por medios informáticos. Es el caso de iglesia parroquial de la Visitación de Nuestra Señora, en Calabazas, edificio que pudo ser documentado antes de su desaparición y del que hoy solo queda la espadaña en pie.

[81] Conocer Valladolid

Por último, la recuperación arqueológica se refiere a aquellas ruinas donde son tan pocos los restos y datos existentes que sólo mediante una minuciosa excavación arqueológica se podría llegar a conocer las trazas de sus muros u otros datos de interés. Baste como ejemplo la iglesia de St.ª M.ª del Castillo en Castrejón de Trabancos, cuyas ruinas (la espadaña de la iglesia) constituyen una gran escultura que decora el parque creado en el espacio que, en otro tiempo, ocupó el templo. Junto a la publicación, nuestro convencimiento de lo idóneo de las nue- vas tecnologías como forma de difusión del conocimiento, nos llevó a articular el resultado de este trabajo de documentación en una base de datos, divulgada vía web, donde no sólo se pueda consultar sino también aportar todo tipo de información relacionada con el edificio, como fotografías, textos y planos que, seguro, serán de utilidad a investigadores y estudiosos de estas arquitecturas. Nuestra creencia en la necesidad de facilitar el conocimiento del patri- monio nos ha llevado, más recientemente, a la búsqueda de documentaciones no solamente orientadas a técnicos y especialistas, sino también a un público más amplio, que alcanza hasta alumnos de bachillerato; en la idea de la nece- sidad de sensibilizar a las generaciones venideras de la necesidad de conocer y respetar lo que forma parte de nuestra cultura y nuestras tradiciones, pues son ellos los que deben garantizar su pervivencia, en la medida que lo perciban como útil y, por tanto, como bien que hay que conservar. La excusa fue un trabajo de inventario del Patrimonio Industrial de la provincia de Valladolid, realizado para la Junta de Castilla y León, para el que se visitaron 240 localidades, se inventariaron 456 bienes e incluso se hicieron registros de voz. Los datos se articularon creando primero una “base de datos”, donde se pudiera conocer el estado de edificios como la azucarera de Santa Victoria de Valladolid o el depósito de locomotoras de la estación Campo- Grande. Posteriormente con esta información se planteó un reto: la elaboración de una documentación que aunara un carácter técnico en la descripción del bien, con un sentido divulgativo para un público no versado en la interpreta- ción de documentación técnica. Para la realización de la propuesta se eligió el edificio de la Fábrica de Harinas de San Antonio en Medina de Rioseco. La elección de este edificio venía determinada por varios motivos, por una parte la fábrica conservaba toda la maquinaria en perfecto estado, por otra parte poseía un carácter simbólico ya que representaba un aspecto fundamental en Castilla y León en general, y en Valladolid en particular, como fue el desarro- llo de la industria harinera, además de encontrarse en la dársena del Canal de

[82] VALLADOLID, CIUDAD ARQUEOLÓGICA Valladolid urbano

Castilla, vía de salida para los productos hacia los puertos del norte. Pero ade- más las aguas del Canal no sólo servían de camino para distribuir la harina que producía la fábrica, sino que también proporcionaba la energía a la turbina que movía toda la maquinaria, así como la de otra fábrica y un molino antes de ir a parar al cauce del Sequillo. De manera que el edificio reunía todas las con- diciones para una amplia y completa explicación de diferentes aspectos, eco- nómicos, técnicos, arquitectónicos, sociales y de sostenibilidad. El resultado final propone un recorrido virtual por el interior de la fábrica, recreando los espacios con sus máquinas, que pueden visualizarse de manera individual mediante imágenes de alta resolución a las que se asocian textos que resumen su funcionamiento. Por otra parte se incorporan los planos de las reformas hechas en 1922 y por supuesto de su estado actual, el antes y el ahora de la fábrica. Junto a ello, un video explica, mediante un modelo infor- mático, el sistema constructivo y estructural del edificio, recreando una aproxi- mación al proceso constructivo. En último término un videojuego permite conocer el funcionamiento de la fábrica a través de la secuencia de intervención de las diferentes máquinas en el proceso de producción de la harina.

A manera de conclusión La documentación constituye la base imprescindible para el conoci- miento y estudio del patrimonio. Las nuevas tecnologías no sólo permiten la redacción de unas documentaciones de calidad y precisión, sino que hacen posible recrear el patrimonio a través de modelos virtuales que permiten la simulación de bienes de los que es impensable su reconstrucción e incluso de bienes ya desaparecidos. Otro aspecto importante de las nuevas tecnologías es la posibilidad que abren a la difusión y conocimiento del patrimonio, su estudio y puesta en valor, lo que pasa por la incorporación de diferentes disciplinas, de un trabajo en equipo que garantice documentaciones de calidad y de acceso a diferentes usuarios. Pero ante todo debemos entender que el principal objetivo de la docu- mentación y herramienta virtual es conseguir la conservación del edificio, él es el verdadero protagonista y objeto de nuestros trabajos documentales.

[83] Conocer Valladolid

Bibliografía DOCCI, Mario y MAESTRI, Diego. Manuale di rilevamento architettonico e urbano, Roma, 1994. CUNDARI, Cesare. Fotogrammetria architettonica, Roma, 1983. GENTIL, José María. Método y aplicación de representación acotada y del terreno. Madrid, 1998. FERNÁNDEZ, Juan José y SAN JOSÉ, Jesús. Fotogrametría aplicada a la arquitectura, Valladolid, 1998. ____ “La fotogrametría arquitectónica como técnica de documentación y aná- lisis del patrimonio”, Patrimonio histórico de Castilla y León, año II, nº7, Valladolid, 2001.

[84] Valladolid, destrucción de la ciudad antigua Eduardo Carazo [ARQUITECTO. UNIVERSIDAD DE VALLADOLID]

En Maurilia, se invita al viajero a visitar la ciudad y, al mismo tiempo, a observar viejas tarjetas postales que la representan como era... Hay que guardarse de decirles que, a veces, ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí... Es inútil preguntarse si éstas son mejores o peores que las antiguas, dado que no existe entre ellas ninguna relación; así como las viejas postales no representan a Maurilia como era, sino a otra ciudad que, por casualidad, se llamaba Maurilia como ésta. Italo Calvino

Las causas Para establecer las causas de la destrucción urbana en primer lugar deberemos realizar un recorrido histórico y temporal, partiendo del origen medieval de la ciudad. Siguiendo a J. Luis Sáinz Guerra, el núcleo inicial estaría en la actual plaza del Rosarillo, donde se conforma a partir del cruce de cinco caminos. Debió estar

[85] Conocer Valladolid circundado por una primera cerca, más que muralla, y se extendió hacia el sur encontrando un límite defensivo en uno de los ramales del río Esgueva. Con la llegada de algunos repobladores astures se levantó la primitiva ermita dedicada a San Pelayo, luego iglesia de San Miguel, situada en la actual plaza del mismo nombre. En este momento el núcleo urbano de Valladolid aparece polarizado en dos centros, continuando su crecimiento hacia el oeste con la construcción del alcázar medieval, luego el conjunto de San Benito, y sirviendo de límite o fron- tera un nuevo río, el Pisuerga que limita el crecimiento hacia el oeste hasta bien entrado el siglo xx. Por ello, la ciudad crecerá sobre todo hacia el este con el impulso que supuso el señorío del conde D. Pedro Ansúrez a partir del último tercio del siglo XI. Esta primera configuración medieval de finales del s. XI o principios del XII muestra una forma concéntrica con centro en la iglesia de San Miguel y ya enmarcada por una sólida muralla, perfectamente conocida y datada. El “plano” o dibujo medieval de Aranda de Duero nos permite imaginar lo que podría haber sido Valladolid en esta época.

[86] VALLADOLID, DESTRUCCIÓN Valladolid urbano DE LA CIUDAD ANTIGUA

Para la sucesión del desarro- llo de la forma urbana he escogido tres hitos relevantes de la historia de la ciudad, ejemplificados en tres edi- ficios que nos muestran tres momentos de la ciudad en el tiempo: • Valladolid como sede tem- poral pero continúa de la Corte de Castilla, ejemplifi- cada por el palacio tardome- dieval de los marqueses de Távara, destruido en 1929. • El Valladolid renacentista de Felipe II, con el palacio donde nació el Rey, el de los condes de Pimentel, actual Diputación Provincial. • Y Valladolid capital de España, con Felipe III y su Palacio Real, actual sede militar frente a la iglesia de San Pablo. El abandono de la Corte a principios del siglo XVII será un hecho absolutamente relevante para entender lo sucedido con la trama de la ciudad. Podemos estudiar la ciudad del siglo XVIII, pareja a la que abandona Felipe III en 1606, dejando uno de los centros históricos más grandes de la península en aquel momento, gracias al plano de Ventura Seco, punto de par- tida de cualquier estudio. Realizado en 1738 por este escribano de la Real Chancillería, se dibuja en un sistema pseudo perspectivo –similar al de Teixeira para Madrid–, norteado, cuestión ésta singular en los planos antiguos, y que sorprendentemente posee una gran fiabilidad, hecho comprobado mediante sistemas métricos contemporáneos. Está compuesto por cuatro partes encoladas, pues en aquella época no se realizaba papel de gran tamaño, y a su vez doblado en ocho partes. El plano completo ha sido recientemente digitalizado.

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Como comparación entre el tamaño de algunas ciudades españolas, sabemos que Sevilla en 1534 contaba con 55.000 habitantes; Madrid en 1561 con 28.000 h; y Valladolid en ese mismo año, el del “gran incendio”, con 42.000 h, y dos siglos después, en 1738, pasará a tener menos de la mitad, 18.500 habitantes, dato que nos refleja la decadencia social y económica producida en nuestra ciudad tras el abandono de la Corte. El plano de Ventura Seco fue calcado en 1901 por los ayudantes del arquitecto municipal Juan Agapito y Revilla, ganando este nuevo plano en cla- ridad gráfica pero perdiendo en originalidad y matices gráficos ya que el calco está hecho a tinta negra y línea y el original lo era en sanguinas y distintos gro- sores y trazos. Ello nos permite ahora estudiar con cierta precisión los elemen- tos que conformaban la ciudad de principios del siglo XVIII. En primer lugar, el río Esgueva, elemento fundamental que articula el paso de la ciudad medieval a la renacentista, con la plaza mayor y sus aleda- ños. Observamos un buen volumen de edificios religiosos que llenaban la ciu- dad antigua y de los cuales aún conservamos algunos. Un número no menor de edificios civiles pertenecientes a la nobleza, situados en manzanas de for- mación más antigua en torno a la plaza de San Miguel; los patios, como ele- mento conformador del vacío frente al lleno; las huertas, como elemento que esponja la densidad urbana, localizadas tanto en los edificios religiosos –sir- viendo de sistema de producción– como en las grandes manzanas de la zona más antigua medieval, sin olvidar las grandes plazas que articulan el recorrido urbano por Valladolid y, ya por último, el caserío como elemento de relleno de la trama urbana. En conclusión, la conformación urbana se componía a nivel arquitec- tónico a partir del predominio de las grandes piezas y en urbanismo con la implantación, tras el gran incendio de 1561, de un nuevo orden urbano reali- zado por los arquitectos de Felipe II. En su visita, el viajero francés Théophile Gautier nos describe la situa- ción de la ciudad en el año 1840: “Valladolid es una ciudad casi por completo despoblada. Puede contener doscientas mil almas, y apenas tiene veinte mil... Este efecto de soledad es aumentado aún por la gran superficie que ocupa esta ciudad, donde las plazas son más numerosas que las calles”. Estas afirmaciones se aprecian claramente en el primer plano conocido y entendido como tal, esto es, con sus mediciones, realizado por Diego Pérez en 1788 y donde vemos reflejadas las transformaciones de embellecimiento y ocio efectuadas por los Ilustrados.

[88] VALLADOLID, DESTRUCCIÓN Valladolid urbano DE LA CIUDAD ANTIGUA

Plano de Ventura Seco, remarcados los elementos urbanos

Podemos establecer una similitud con conocidos modelos de cambio: La ciudad, como el lenguaje, soporta dos modos de cambio. En primer lugar, el diacrónico, que en el lenguaje serían los cambios que de forma paulatina van introduciendo los hablantes y en la ciudad las pequeñas modificaciones que los propietarios realizarían en sus parcelas de viviendas. En segundo lugar, aludimos al cambio sincrónico o impuesto desde arriba por las autoridades, que en el caso del idioma sería la Real Academia de la Lengua con sus normas y en la ciudad las autoridades efectuando grandes intervenciones como la Plaza Mayor y su entorno o el acondicionamiento de sus riberas y paseos... Espolón, Plantío del Campo Grande... Pero a partir de 1808 la ciudad sufrirá un cambio traumático, produ- cido por la invasión de las tropas francesas que la ocupan durante un tiempo,

[89] Conocer Valladolid

Proyecto de urbanización y plantío de la ribera Pisuerga

ocasionando grandes destrozos motivados por la defensa o la intendencia. Nótese que aquí subyace la imposición de un nuevo modelo urbano en el que primará la higiene, la seguridad y el orden, conceptos heredados por la nueva burguesía que, a la postre, serán los que motiven la destrucción de la ciudad a lo largo de los siglos XIX y XX. Así, tras el abandono del ejército invasor en 1812 –plano de Francisco Marrón, 1836– comprobamos cómo existen numerosos conventos arruinados, palacios abandonados y algo que será fundamental: la aparición de una nueva clase social emergente, la burguesía progresista y liberal. Ésta propone un nuevo modelo de ciudad en el que es necesaria la renovación del tejido urbano para conciliarse con ese nuevo modo de vida, desatendiendo inicialmente la ciudad antigua y colocando su epicentro urbanístico en la plaza de Zorrilla. También, a partir de mediados del siglo XIX la llegada del ferrocarril supondrá un auténtico cataclismo en todos los sentidos, tanto en el bueno como en el malo, generándose el desarrollo de la zona sur de la ciudad, y abriéndose nuevos viarios en dirección Sur-Norte, que conecten el nuevo cen- tro burgués del desarrollo y la comunicación, como era la estación con la plaza Mayor y San Pablo, núcleo neurálgico y administrativo de la ciudad antigua.

Los sistemas Para la realización de todo este cambio es necesario establecer un nuevo marco legal, lo que lleva a establecer unos sistemas. El primero será la Des- amortización, proceso administrativo discontinuo, hasta 1837, con implica- ciones anticlericales y políticas que afectan al edificio y por tanto a la parcela.

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Se constituyó la Ley de Expropiación de 1836 que articulaba el sistema de enajenación pública de bienes privados. Esto conlleva la apertura de nue- vas calles y pone en valor grandes lotes de suelo desamortizados, generando más fachada, lo que ya no afectará sólo al edificio sino también a la manzana. Por último, hay que señalar el concepto de “alineación” con la aparición del Decreto de 1854, por el que todo núcleo de población superior a 5.000 habitantes debería contar con un plan general de alineaciones. Esto afecta a la trama urbana en su totalidad y de forma global, permitiendo así “renovar” y destruir el caserío medieval heredado. Para llevar a cabo este plan se cuenta con un nuevo agente económico, la burguesía liberal y progresista, que utiliza por primera vez el suelo y la ciu- dad como mercancía. Un claro ejemplo será lo que suceda con el convento de San Francisco.

La destrucción del centro histórico La burguesía pretendía un nuevo modelo de ciudad, pero Valladolid contaba con un gran casco histórico abandonado, y no tiene la oportunidad como en otras ciudades españolas –Madrid, San Sebastián, Barcelona...– de realizar un ensanche hacia fuera, por lo que su transformación debe hacerse sobre la ciudad antigua, la llamada durante el siglo XIX “reforma interior”. La ciudad institucional se situaba al norte y la nueva ciudad burguesa al sur, con el complejo del ferrocarril y los espacios aportados por la primera Desamortización de todos los conventos que rodeaban el Campo Grande –entendida como la primera operación burguesa de monetarización del suelo– mientras que la ciudad antigua, situada en el centro, estuvo prácti- camente olvidada hasta principios del siglo XX. Para la transformación existirán dos alicientes que inicialmente pueden parecer anecdóticos; por una parte, la construcción de un nuevo teatro, puesto que el de Lope de Vega resultaba pequeño, utilizando el gran solar ocupado por el antiguo palacio tardo-medieval propiedad de los Almirantes de Castilla para su ubicación. Este solar, situado en el borde de la ciudad antigua, y en el camino de la Plaza de San Pablo, constituirá un nuevo foco de atracción para la clase burguesa. En segundo lugar se, reconsideran los viejos sistemas de comunicación. La burguesía, con sus coches de caballos, el transporte público, desde la estación

[91] Conocer Valladolid hacia la zona norte, requerirán unas vías de comunicación anchas y rápidas. Ahora se introduce el concepto actual y contemporáneo del transporte y la velocidad. Tradicionalmente, entre la Plaza Mayor y la Plaza de San Pablo se esta- blecían tres itinerarios: el más antiguo atravesaba el puente del Val para reali- zar un recorrido tortuoso por calles estrechas, como San Antonio de Padua, atravesaba la plaza de San Miguel, que en esos momentos aún conservaba la iglesia en el centro, y de forma dificultosa se llegaba a la calle León, para ter- minar en la plaza de San Pablo. Este recorrido no era desde luego el más ade- cuado para el transporte rodado. Otro alternativo iba por la calle de la Platería para continuar por la anti- gua calle de Cantarranas y llegar a la plazuela de los Almirantes (frente a la iglesia de las Angustias) y seguir el recorrido de lo que era la antigua ronda de la muralla atravesando la que entonces se conocía como Corredera de San Pablo para llegar directamente a la plaza de San Pablo. Y el tercer recorrido venía desde Fuente Dorada, para bajar por la calle de Chapuceros, actual Bajada de la Libertad, e ir hacia la plazuela de las Carni- cerías atravesando un puente sobre el Esgueva para llegar a un paso muy estre- cho y muy castizo de Valladolid llamado el Cañuelo (3 m de ancho) para llegar luego a la antigua calle de Cantarranas y de ahí continuar hasta San Pablo. En definitiva, estos recorridos se consideraron inadecuados para el nuevo sistema de vida burgués, por lo que se redactarán dos proyectos. El primer proyecto, el más antiguo y menos traumático es el denominado Alineación de la Antigua Ronda, realizado entre 1844 y 1915 y donde se pre- tende ensanchar uno de los recorridos tradicionales citados. Iría desde la Fuente Dorada, por Chapuceros, ahora ensanchada bajo el nombre de Libertad, hacia la plaza de Carnicerías, destruyendo el callejón del Cañuelo para llegar a la calle Cantarranas, Angustias, la antigua ronda de la muralla y llegar a San Pablo. Con este sistema de alineaciones se va tallando el espacio, derribando casas para conseguir un recorrido más recto y menos tortuoso. El problema estaba en que con este sistema de alineaciones el Ayuntamiento traza líneas, pero deja al albur de la iniciativa privada cada uno de los solares, con ello el proceso se complica y se dilata tanto en el tiempo que no llega a realizarse por completo. Además interviene en el proceso el cubrimiento del río Esgueva a par- tir de 1850 por cuestiones no sólo de salubridad (recordemos que a él vertían los desechos de las Carnicerías), sino también de comunicación, eliminándose sus puentes.

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En definitiva, se comienza en 1844 regularizando la calle hoy Bajada de la Libertad; en 1850 se inicia la cubrición del Esgueva, y, en tercer lugar, se construye el teatro, foco de atracción de gran número de personas y vehículos, desaparece el callejón del Cañuelo, generando un espacio ancho y largo en proporción frente a las Angustias y en último lugar se derriba una manzana de viviendas que impedían la visión de la Catedral y que cerraba la plazuela de las Carnicerías. De tal manera que en origen nos encontrábamos con dos pla- zuelas concatenadas por un sistema de calles estrechas originándose ahora un espacio ambiguo que no es ni calle ni plaza. El segundo proyecto, la Gran Vía, comienza a gestarse siendo alcalde Miguel Íscar, a partir de 1877 y durará casi un siglo. Se trata de una apertura radical a través del tejido histórico. Se propone la línea recta como modelo urbano en el trazado de las ciudades, suponiendo para ésta un sventramento, término italiano que significa literalmente vaciar su vientre. El sistema de gestión es el llamado de apertura, es decir, gestión pública y expropiación forzosa, muy complejo, con varios intentos de proyectos falli- dos y la consiguiente duración en el tiempo, casi un siglo. Implicaba el derribo de numerosos edificios, palacios del siglo XV al XVII, así como un volumen importante del caserío urbano medieval. El problema principal para esta Gran Vía fue la iglesia de la Vera Cruz, auténtico estorbo para las pretensiones de los urbanistas. En torno a 1900 se llegó a un acuerdo con la cofradía para su compra, pero al no encontrarse las escrituras de propiedad no fue posible la transacción, salvándose con ello la iglesia. Pero sí llegó a realizarse una parte, como calle de Felipe II, calle absurda e inútil pues no lleva a ningún sitio, de una gran anchura y que supuso para la trama urbana la destrucción del núcleo medieval más antiguo, además de introducir una escala de ciudad con parámetros inadecuados y des- proporcionados en alineación, altura y formalización.

La idea de monumento La idea de monumento adquiere mayor importancia frente a la de patri- monio urbano, perdurando desde el último tercio del siglo XIX hasta práctica- mente la actualidad. El Catálogo monumental consistía en una lista privile- giada de monumentos susceptibles de ser salvados. En 1950, en Valladolid

[93] Conocer Valladolid estaban incluidos solamente 10, llegando al absurdo de proteger sólo partes de alguno de ellos, especialmente las partes pétreas. Es el caso de la Universidad de Valladolid, de la que solamente se mantuvo su fachada barroca. La idea de monumento implica además la necesidad de aislamiento, considerando al edificio como un valor visual; un buen ejemplo lo tenemos en la iglesia de la Antigua, despojada de las viviendas que la rodeaban para ser vista de una manera irreal, fuera de su escala original. Esto implica la no valoración arquitectónica de otras piezas del patri- monio urbano, como en el caso referido del entorno de la iglesia de la Vera Cruz, donde el desdén por la trama urbana medieval fue patente, justificán- dose en aras de una idea de higiene, orden y seguridad. Afortunadamente se encuentran teorías que entienden el monumento incluido dentro de su entorno y cómo éste es tan importante como el mismo monumento, dando al ambiente urbano un nuevo valor patrimonial1, y exten- diendo el concepto a toda la trama urbana. En Valladolid se conseguirá en fecha muy tardía, 1978... ya era tarde.

La restitución Frente a toda esta destrucción proponemos una restitución virtual tri- dimensional a través del dibujo por ordenador. Esto nos lleva a un análisis sucesivo de la forma urbana fundamentado en el estudio de la cartografía his- tórica, pero también de la documentación y clasificación de los datos de cada edificio desaparecido, datos utilizados como arqueología gráfica. Además, necesitaremos una cartografía cronológica de los distintos momentos urbanos para así ubicar en cada etapa los modelos tridimensiona- les de los diversos edificios. Esto es posible en virtud de la capacidad evoca- dora del dibujo, no sólo del futuro, como sería el caso de un proyecto, si no del pasado, de tal manera que a través del dibujo podemos aproximarnos al ambiente urbano perdido, y además nos sirve para explicar y entender la actual forma de la ciudad.

1 Idea que parte de la Escuela italiana de Gustavo Giovannoni.

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Para el trabajo de restitución virtual hemos delimitado el marco geográ- fico, por el momento, a un cuadrado de 660 x 660 donde se circunscribe el primer recinto de muralla medieval, siglos XI y XII y cuyo trazado es perfecta- mente evidente hoy en la trama urbana siguiendo sus calles. El otro elemento inicial de conformación sería el curso del ramal norte del Esgueva. En el cen- tro geométrico e histórico estaría la plaza de San Miguel, donde se encontraba la iglesia derribada en 1777. El marco temporal, donde hemos relacionado cronología y cartografía ha seguido una serie de etapas: • 1ª Etapa 1750: con el plano de Ventura Seco. • 2ª Etapa 1850: con planos de Joaquín Pérez Rozas. • 3ª Etapa 1950: con planos de ingenieros militares realizados para el Plan Cort. • 4ª Etapa 2000: Planos actuales del archivo municipal y ortofotos.

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El método llevado a cabo en este trabajo se inicia con la restitución de una serie de cartografías y planos a partir de la amplísima documentación recogida en el Archivo Municipal de Valladolid sobre alineaciones y aperturas. Hemos realizado una serie de planos generales, del ámbito de trabajo, a escala 1.2000 y en ellos se han dibujado las cubiertas de los edificios singu- lares, haciendo un plano por cada etapa temporal, luego las dividimos en cua- tro parciales que vamos superponiendo. Se necesita una metodología de ficheros razonablemente compleja, una investigación toponímica de los espacios, las calles cambian de nombre, la vin- culación de los ficheros informáticos a cada una de las parcelas y a sus edifi- caciones en el tiempo. A continuación, se realizan los dibujos tridimensionales de los edifi- cios, basados en toda la documentación recogida, para llegar a una solución volumétrica de renderizado con materiales y luces. Los edificios de alrededor se colocan en un gris desvaído pues el edificio resaltado no puede estar nunca suelto en su entorno, mostrándose siempre manzanas completas. La restitución informática, además de presentar una imagen virtual del edificio restituido, permite reunir en una carpeta informática toda esa informa- ción existente para llevar a cabo el dibujo, facilitando una mayor divulgación perfectamente entendible por cualquier persona. Otro aspecto a su favor es la economía de medios frente a la reconstruc- ción real de un edificio, aunque no puede evitarse el mantener una cierta acti- tud Violletiana (en la línea del arquitecto de Viollet le Duc), de reconstrucción ideal o aportar algo de invención. Hemos confeccionado una página web www.uva.es/valladolid_recons- truido como sistema de información flexible y exportable, donde siempre el patrimonio urbano es entendido como un valor sociocultural y cuyo sistema de defensa y protección descansa en el conocimiento y en la investigación. Esta idea está presente en todas las cartas de Restauración, desde la de Atenas a la más reciente de Cracovia, pidiendo una constante conservación y puesta en valor del Patrimonio Urbano, entendido como conjunto, no como piezas monumentales sueltas, idea totalmente contraria a la instalada en la sociedad vallisoletana desde el siglo XIX y que pudo materializarse con la ayuda de la especulación y el gran auge económico industrial y sobre todo por la existencia en todo momento de un gran consenso social a favor del derribo y la modernización.

[96] El Arco de Ladrillo de Valladolid en el entorno de la Estación Ignacio Marinas [INGENIERO DE CAMINOS. UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE MADRID]

Con esta conferencia pretendo poner en común una serie de reflexio- nes sobre un elemento del urbanismo vallisoletano, quizás poco comprendido por los ciudadanos. Trataré de las diferentes estructuras creadas en torno al ferrocarril, des- tacando, por supuesto, la del Arco de Ladrillo, inaugurado con motivo de una visita de la reina Isabel II en el mes de julio de 1858, para colocar la primera piedra de las obras del ferrocarril del Norte, en una arqueta en la zona de la Pilarica. Para quien lo desee consultar existe en Internet un análisis y cataloga- ción de los elementos arquitectónicos que componen el entorno de la Estación del Norte, recogidos en el “Plan Rogers”, proyecto urbanístico de los espacios liberados por el soterramiento del ferrocarril. Los elementos que se prevé conservar, aunque con otro uso, son: - El depósito de locomotoras, de especial singularidad estructural. Se trata de un edificio con forma de herradura, conectado con unas pla- taformas de giro que servían para que, una vez que entraban las loco- motoras, ir colocándolas en los distintos talleres. Estamos ante una

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innovación tipológica para su tiempo, pronto reflejada en los tratados del ferrocarril y extendida por toda Europa. - La pasarela metálica que cruza las vías y cuya finalidad era la de comu- nicar la ciudad, la estación de viajeros, andenes y vías de apartadero, con los talleres donde se construyen, montan y revisan los trenes, dos de los edificios de talleres se conservan. - La marquesina, aunque de principios del siglo XX, también entra den- tro de esos elementos que hay que mantener, pero en este caso bus- cándole una nueva ubicación. Y, por último, el Arco de Ladrillo, en una situación extraña debido a que su relación con las vías no se ajusta a una función propiamente ferroviaria sino urbanística, sirviendo de fachada a los viajeros que llegaban por el camino de Madrid o desde la ciudad como referencia visual desde el Paseo del Príncipe (Campo Grande). El motivo de esta localización se debió a que en un principio fue por- tada a la estación “de término”, pues la concesión era solamente del tramo Valladolid-Burgos, pero, al ampliarse ésta a la línea Madrid-Irún, la estación se convierte “en pasante”, transformándose entonces el proyecto general y dando lugar a la estación que ahora contemplamos. Por otra parte, el Plan Rogers plantea conceder al arco su función pri- migenia, la de puerta natural a esos nuevos espacios que con el soterramiento se incorporarán a la ciudad.

El Arco de Ladrillo desde el punto de vista del ingeniero El camino del progreso humano, para los ingenieros, ha estado siempre ligado a una serie de luchas por implantar nuevas ideas y, por ende, rebatir los prejuicios existentes. Ya desde Galileo, los hallazgos de las técnicas que mejo- raran los métodos de hacer las obras se veían siempre envueltos en polémicas o controversias que en muchas ocasiones no eran solamente verbales. Para los ingenieros del siglo XIX, la Ciencia fue el faro del progreso humano y, a través del conocimiento científico, buscaron soluciones para las necesidades del hombre en cuanto a belleza, orden y probidad moral. Éstos serán los ideales que movieron a los constructores del ferrocarril, cuyos intereses estaban liga- dos a la extensión de la revolución industrial y el comercio. Al proyectar una estructura no sólo se tiene en cuenta la tecnología y la ciencia, sino también la actitud, el deleite por la obra bien hecha, el imaginar

[98] EL ARCO DE LADRILLO DE VALLADOLID EN EL ENTORNO DE LA ESTACIÓN Valladolid urbano

Arco de ladrillo engalanado para la visita de Isabel II y conseguir la traza oportuna, siendo el cálculo un elemento al que se le da la misión de asegurarse frente al riesgo de quiebra de la estructura y ajustar el coste de la obra, prefiriendo los ingenieros ser reconocidos por esos ideales anteriormente citados. Todos estos fundamentos se plasman en el Arco de Ladrillo, pero ade- más, en mi opinión, tiene un valor añadido singular y es el de ser, si no el pri- mero, uno de los primeros que se construye en España utilizando el “cálculo elástico”, técnica que combina la resistencia de materiales con el cálculo mate- mático de los esfuerzos, permitiendo hacer las grandes obras de ingeniería del siglo XX.

Entorno histórico Francia, aunque algo más tarde que Inglaterra, entrará en la Revolución Industrial a partir de 1830, siendo el trazado del ferrocarril una pieza sustan- cial para su desarrollo y constituyendo un factor básico en el impulso del importante sector de la siderurgia, la creación de las compañías de transporte y la formación de un mercado europeo. Por otro lado, también Francia emprende la etapa colonialista, creando su imperio en torno al Mediterráneo y para el cual necesitará extender sus

[99] Conocer Valladolid redes hacia España. El objetivo francés era crear una línea que uniera París con Sevilla y que se conectara a la red que llegaba a Moscú y Estambul. En Amé- rica del Norte y con el mismo sentido estratégico y comercial se está trazando la línea del ferrocarril Transpacífico que iría de costa a costa. Después de las revueltas sociales de 1848, llega al poder en 1853 Napo- león III y se inicia un periodo tranquilo que favorecerá el progreso tanto social como tecnológico. La revolución industrial ha triunfado: la primera máquina de vapor data de 1820; en 1856 Singer inventa la máquina de coser y en 1859 se descubre el primer pozo de petróleo. Estamos pues ante los cimientos del gran desarrollo tecnológico de finales del siglo XIX y principios del XX. En España, y más concretamente en Valladolid, hacia 1836 se termina el Canal de Castilla, haciendo de esta ciudad el núcleo manufacturero de la zona norte, hecho determinante para que el Credit Mobilière Français la elija como su centro de actividad, tanto con la creación de talleres, como para diri- gir desde aquí los trabajos relacionados con su gran proyecto. No será pues, solamente una estación principal de la línea del ferrocarril del Norte, sino su centro. En 1855 se publica la ley de concesiones del ferrocarril –en esta fecha algunos historiadores sitúan el inicio de la Revolución Industrial en España– siendo la Sociedad de Crédito Mobiliario Español, sede española del banco francés, la concesionaria. Se comienza por la línea Valladolid-Burgos (1856); en diciembre de 1857 el Ayuntamiento cede los terrenos y en julio de 1858 nos visita la reina Isabel II, por lo que ya tenemos una secuencia de fechas que nos concretan el momento de la realización del Arco de Ladrillo, entre diciem- bre de 1857 a julio de 1858. El interés estratégico de los franceses abarcaba hasta Sevilla, por lo que las gestiones continúan. Apenas en unos meses se amplía la concesión hasta Madrid y posteriormente hasta Irún, momento en el que se crea la Compañía de Caminos del Hierro del Norte de España (1859), que será finalmente la que realice la obra del ferrocarril. En mi opinión, el Arco de Ladrillo tendría como finalidad halagar a la reina, pero, al mismo tiempo, hacer una exhibición de solvencia técnica que ayudara a los franceses en su afán por conseguir la concesión de la línea com- pleta. Para confirmar su función de puerta a un recinto de nueva tecnología, según cuentan las crónicas en 1859, el arco sirvió de entrada a la 1ª Exposi- ción Agrícola realizada en Valladolid.

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En 1860, ya con la concesión de la línea Madrid-Irún conseguida, se producen los nuevos proyectos y será el ingeniero Jules Lesguillier el que diseñe el taller de reparación de locomotoras. En 1862 Luc Ricour sitúa la esta- ción en la posición que ahora conocemos, pues a partir de 1863-64 se cons- truirá siguiendo un plan maestro de estación y talleres, donde el Arco en cierto modo queda desintegrado de ese proyecto general. Por aquel entonces se estaban llevando a cabo grandes obras: en 1869 se inauguró el Canal de Suez, primera obra grandiosa realizada desde la inicia- tiva privada por la ingeniería francesa, dirigida por el diplomático Fernand Leseep, que, junto al ferrocarril Transpacífico y al plan ferroviario europeo, constituirán los tres grandes proyectos mundiales para la creación de redes de comunicación globales en beneficio del comercio a gran escala. España deberá esperar a la llegada de la 1ª República, tras el derroca- miento de Isabel II, para asentar las teorías liberales e implantar los avances tecnológicos e industriales del momento.

Evolución en los procesos en el cálculo de estructuras

Galileo, en el siglo XVI, lanzó un desafío que ha sido el leit motiv de los trabajos de ingeniería hasta bien entrado el siglo XX y dice así: “el lenguaje de la naturaleza, de la realidad y del movimiento, cuando son comprendidos y ordenados por la razón humana es la matemática, y si se comprenden y orde- nan con el cálculo matemático de la resistencia de las estructuras se podrán construir edificios de cualquier dimensión”. Es decir, hasta que no dominaron el cálculo de las estructuras, no se pudieron realizar las grandes obras de nues- tros días. En su progreso intervienen tres escuelas: los físicos, dedicados al cono- cimiento de la resistencia de los materiales y a su comportamiento, esto es, la mecánica. Los matemáticos creadores de las herramientas necesarias para hacer medidas y predicciones sobre los procesos mecánicos que estudian. Y los ingenieros, pragmáticos, que con toda la osadía del mundo realizan obras apli- cando esos conocimientos que han aportado físicos y matemáticos, ordenados según las hipótesis del cálculo elástico. Los nuevos métodos compiten con los tradicionales, basados en reglas empíricas, cálculos geométricos y en la intui- ción de los grandes maestros constructores, como Tellford, o Perronet que, uti- lizando modelos a escala, extraerá reglas prácticas y fue maestro de los inge- nieros que construyeron el arco.

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Autoría del arco En cuanto a la autoría del Arco se la podríamos adjudicar a Jules Lesgui- llier, nacido el 15 de julio de 1825. Termina los estudios siendo adjunto al Secre- tariado de Ponts et Chaussées (puentes y caminos). Desempeña misiones en Córcega y en Borgoña. El 1 de marzo de 1856 llega con 31 años a Valladolid con la Compañía de Crédito Mobiliario para ejecutar los trabajos de la construcción de la línea Madrid-Hendaya como director. Permanece en la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España hasta el 16 de abril de 1864. En 1878 es nombrado director de los Caminos de Hierro del Estado francés y en 1881 Subsecretario de Estado para las obras Públicas. Fallece en 1889. Es el verda- dero artífice y coordinador de las estaciones de la línea Madrid-Irún. El otro posible autor es Theophille Luc Ricour, nacido en Bailleul el 16 de junio de 1831. Como alumno realiza misiones, trabajos y estancias en Le Garad, Gironde e Inglaterra. Concluye sus estudios como ingeniero el 21 de marzo de 1854. Adjunto al Secretariado de Ponts et Chaussées dirige en 1855 una explo- tación agrícola en la República del Ecuador. El 16 de enero de 1861 pasa a la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España para construir la línea Madrid-Hendaya en la que permanece hasta agosto de 1867. Trabaja después para la Compañía del Oeste francesa y para el Estado francés, llegando a Inspec- tor General de 1ª clase. Perteneció a importantes Comisiones del Estado francés ocupando altos cargos. En 1899 es nombrado director de L’École des Points et Chaussées, seria el autor de los proyectos de la estación y de los talleres, pero no pudo participar en la construcción del arco pues vino a Valladolid después. El Arco se construye de forma inesperada, por motivos coyunturales y no debieron tener mucho tiempo para pensarlo, yo me inclino a pensar que, suscitada la necesidad, utilizaron un proyecto previo, tal vez alguno de los pro- yectos de fin de estudios con el tema del arco mínimo. Quizás el autor sea uno de los 31 ingenieros jóvenes que vinieron para la construcción del ferrocarril, se lo autorizaron debido a la rápida construcción y bajo coste, y como no tenia función resistente pudo calcularse según la teoría elástica que entonces estaba en debate y no eran consideradas seguras ni aceptadas para las obras ferrovia- rias, y se hace como un modelo de verificación de las mismas.

El enigma del llamado “Arco de Ladrillo” El Arco de Ladrillo ha suscitado la curiosidad de los historiadores que lo han estudiado. Juan Agapito y Revilla resumió el enigma de la siguiente forma:

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“He procurado, mucho antes que ahora, investigar la razón de levantar tal arco en un punto y sitio tan curioso y sin justificación de ningún género, preguntando a funcionarios del ferrocarril, que no resolvieron en concreto mi curiosidad, pues mientras unos me decían que era una especie de arco triunfal para la inauguración del ferrocarril, con efímera vida pero que como resultó fuerte y bien construido lo dejaron luego como permanente; otros me contaron ciertas disputas entre los ingenieros franceses de cuya porfía salió el arco; y algunos, los más razonables, me dijeron que se hizo tal arco para probar la resistencia de una cimbra hecha para construir una obra de fábrica, un puente. Lo más probable sería esto último. Pero a saber cuál será la verdad”. Estas incógnitas han pervivido hasta la actualidad y las tres teorías son igualmente plausibles. La disputa entre ingenieros no seria otra que la pugna entre el cálculo tradicional y el elástico. La construcción en ladrillo es la idó- nea para saber si en el arco se producen tracciones.

El análisis de una obra: se trata de comprender el proceso, del cómo y del por qué, su biografía Siguiendo al maestro E. Torroja, al analizar esta obra deberemos tratar una serie de elementos: 1. La estática, es la parte de la mecánica que estudia las leyes del equi- librio, así el arco obedece a una fórmula que sigue la directriz, es decir, la línea que recorre los centros de gravedad de la estructura; estamos ante una parábola de 2º grado con esta fórmula: y= 0,0233x (X4-21X3-12X2+213X), y el canto varía linealmente El debate ingenieril podría ser entre: a) Los partidarios del cálculo elástico, que en aquella época ya sabían calcular el arco mínimo parabólico con esta forma y las hipótesis de la elasticidad. Este nuevo método, hasta entonces en experimenta- ción en la escuela de ingenieros pero aún en debate. En las Aca- demias de Ciencias, encargadas de informar sobre las causas que producían catástrofes o derrumbes, no estaba autorizado, de ahí que quizás lo utilizasen para un trabajo que no conllevaba riesgos. b) Los partidarios del “método de estimación de la línea de empu- jes”, descubierto a principios del siglo XIX donde se demostraba,

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Arco de Ladrillo. Arco parabólico cuadrático

con cálculos gráficos y la regla del paralelogramo, que si la resul- tante de los esfuerzos caía dentro del tercio central de la sección, la obra era estable. En este sentido, Santiago Huerta recoge un invento de 1861 de autor francés desconocido, que transforma la catenaria de un tren de cargas en la línea de empujes para un arco con un parecido asombroso a nuestro Arco de Ladrillo, la validez del método fue demostrada por Fuller en 1875. 2. La función, en este caso, era la de afianzar el prestigio técnico de los franceses, sorprender a los españoles para así conseguir la concesión de la línea. Pensemos también que al ser lo primero que viera la reina, a su llegada desde Madrid simbolizaría la entrada al “nuevo mundo” del ferrocarril, todo un heraldo de modernidad. 3. En las cualidades estéticas y económicas seguían a Perronet, maestro de nuestros ingenieros, “dad a la estructura la menor dimensión posible, la estética surge de la economía del material”. Idea básica que guía el diseño racionalista en esos momentos y nuestro Arco cumple a la perfección estas premisas, es sencillo y barato. 4. El material, la elección del ladrillo es un reconocimiento a lo Clásico, uno de los materiales más antiguos utilizados por la Humanidad para sus construcciones. Es un material que ante cualquier tracción se mani- fiesta mediante grietas, pero en este caso y tras 150 años no hay signo de ellas, lo que nos demuestra lo bien pensado y realizado que está.

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5. En cuanto al diseño se eligió como tipo estructural el arco, recor- dando cómo ya desde época antigua los arcos del triunfo conmemo- raban grandes hazañas. El arco está relacionado con la idea pura. Citando a Leonardo Da Vinci “el arco es una fortaleza que sale de la unión de dos debilida- des, cuando la mano izquierda apoya en la derecha se consigue la máxima fortaleza”. Según los árabes “los arcos tienen un duende que nunca duerme” y como bien saben los ingenieros, la ejecución de un arco es verdaderamente complicada, es habitual escuchar que es el “diablo” quien lo construye. 6. En la forma y la dimensión: primarán la sencillez y la esbeltez, de la que existen numerosos ejemplos conocidos por los ingenieros del momento, que, sin duda, contemplaron el cercano puente de Valdestillas, de

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Puente de Valdestillas

origen medieval y reconstruido tras la Guerra de la Independencia, cuya luz y forma es muy similar al nuestro, y construido también en ladrillo. 7. El proceso de ejecución: Muestra que los artífices tienen gran expe- riencia, pues la esmerada fábrica recalca la expresión del diseño, el espesor de las llagas de mortero es menor que los usuales de la región y reflejan la tradición centroeuropea. Dado que la reparación del puente de Valdestillas se realizó en una época inmediata, pudiera tratarse de los mismos operarios. 8. Por último, hay que considerar su trascendencia. En este sentido cabe señalar que la utilización posterior del arco mínimo, parabólico, de canto variable ha resultado prolífica para la construcción de puentes.

Puente del cubo

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VALLADOLID ARTÍSTICO

El escultor Juan de Juni M.ª Antonia Fernández del Hoyo [PROFESORA DE H.ª DEL ARTE DE LA UVA]

Comenzaremos planteando una simple pregunta, ¿por qué elegir a Juan de Juni en estos cursos denominados “Conocer Valladolid” si él no era valliso- letano y toda su obra no está en la ciudad? Son cuestiones que podrían susci- tar dudas pero sin embargo no deben impedir que todos consideremos a Juan de Juni como una de las glorias vallisoletanas. Gran parte de la vida, conocida, de Juni transcurrió aquí; en esta ciu- dad tuvo su taller durante sus últimos treinta y cinco años, cumplimentando los encargos recibidos desde fuera. Por otra parte, su identificación popular con Valladolid queda demostrada cuando, al hablar de la tópica gran triada de grandes escultores vallisoletanos, se le cita junto a Berruguete, palentino, y Gregorio Fernández, gallego. En realidad Juan de Juni es un personaje muy cercano y muy descono- cido al mismo tiempo. Su historiografía es numerosa partiendo desde los estu- dios del siglo XVIII: los breves apuntes que el pintor y tratadista Antonio Palo- mino le dedica en su Museo pictórico y escala óptica (1724) y las alusiones a su figura hechas por don Antonio Ponz en su Viaje de España. En el siglo XIX, tras la biografía de Ceán Bermúdez, fue Isidoro Bosarte el primero en demostrar un especial interés por el artista, dando a conocer novedades documentales que, a comienzos del siglo XX, sirvieron de un punto de partida para que don José Martín Monsó, pionero en todos los estudios vallisoletanos, se adentrará en

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profundidad en el conocimiento de su vida y obra. Otras aportaciones, entre ellas las de don Esteban García Chico, culminaron, en la segunda mitad de la pasada centuria, en los estudios del profesor Martín González, autor de una monografía imprescindible para conocer la biografía del artista y el catálogo de su obra (1974), enriquecida con posteriores trabajos suyos. Después de él, diversos historiadores hemos continuado esclareciendo aspectos de su perso- nalidad y de su arte. Desconocemos la fecha exacta del nacimiento de Juni, ya que en diver- sos testimonios otorgados en distintos años afirma tener una misma edad, pero, al menos de momento, nada nos obliga a rectificar la comúnmente admitida: 1507. Tampoco es absolutamente seguro, pero sí muy probable, que naciera en una localidad francesa llamada Joigny en la región de Borgoña, enclave estra- tégico a 140 km de París y donde ya desde época medieval se apreciaba un enorme interés por la escultura. No sabemos, tampoco, nada de sus ascenden- tes ni de sus posibles hermanos. Respecto a su formación artística, parece evidente que hubo de reali- zarse en Francia, suponiéndose tradicionalmente que la completaría luego en Italia, pero esta última hipótesis suscita muchas dudas entre algunos historia- dores actuales como Fernando Marías y Manuel Arias –yo creo que acertada- mente–, aunque nadie niega la influencia italiana, presente sobre todo en algu- nas de sus obras, y que fácilmente le pudo llegar a través de los grabados, vehículo fundamental para expander las nuevas ideas o los cambios formales que se producían en el arte. Documentalmente, las primeras noticias, lo sitúan al comienzo de la década de 1530 trabajando en la ciudad de León para el monasterio de San Marcos y, según ha demostrado recientemente Manuel Arias, también para la

Medallones en la fachada del convento de San Marcos. León

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Grupo escultórico de San Jerónimo Penitente en iglesia de San Francisco. Medina de Rioseco catedral. En estas sus primeras obras conocidas se manifiesta como un escultor de amplio registro en cuanto a los materiales en los que trabaja: piedra, madera, barro y alabastro, siendo aquí en el único lugar donde realiza una obra que no tiene carácter religioso: los medallones que adornan la fachada de San Marcos, una recopilación de personajes ilustres alusivos al mundo de la Antigüedad y del Renacimiento, que culminan en la figura del emperador Carlos V. Suyos son asimismo los relieves de la fachada de la iglesia del propio edificio, entre ellos el del Descendimiento, en los que deja ver su inspiración en grabados; suyo igualmente, sin duda, el relieve situado dentro del claustro representando el Nacimiento, aunque el tratamiento de la escena, tomada de un grabado de Bramante, con una perspectiva muy profunda, no vuelva prác- ticamente a repetirse en su producción. Y de su pericia con la madera nos da magnífica muestra en los relieves de la sillería del convento de San Marcos, que presenta notables parentesco con algunas del sur de Francia. Todos estos trabajos de Juni en León fueron compaginados con otros realizados en Medina Rioseco, señorío de uno de sus principales y primeros clientes, el IV Almirante de Castilla don Fadrique Enríquez, para su iglesia- panteón de San Francisco. En el año 1537 se le encargarán dos conjuntos escultóricos, esta vez en barro, lo que nos da a entender que en muy poco tiempo Juan de Juni se había creado una espléndida fama en León. Uno de los grupos se dedica a San Jerónimo Penitente, quien aparece acompañado de todos sus atributos: león, capelo y libro. Se le representa des- nudo, algo no frecuente en Juni que gusta más de la abundancia y el trata- miento de los paños. Tanto en el desnudo como en el patetismo de la figura, se hace presente la huella del Laoconte, hallada en 1506 en el entorno de la

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Grupo escultórico del Martirio de San Sebastián. San Francisco. Medina de Rioseco. Valladolid

Roma Antigua, y cuyo descubrimiento causó una gran conmoción, siendo el emblema de la escultura clásica a imitar en el Renacimiento y difundiéndose ampliamente a través de los grabados como sucedería en Juni. En el otro se representa el Martirio de San Sebastián. El santo adopta una postura no alejada del realizado por Berruguete –más excelso probable- mente– y va acompañado de dos personajes, un soldado y un judío, a los que se les ha encontrado numerosos parecidos con esculturas italianas pero que remiten también a iconografías francesas. Estas obras le abren el camino a encargos como el sepulcro del canó- nigo de la catedral de León, Diego Sánchez del Barco, en Villalón. Obra menos conocida, está realizada en un estilo muy del primer Renacimiento con su decoración característica de putti, grutescos en forma de candelieri, etc. Por cierto que dentro del catálogo de sus obras, en las que se cuentan numerosos sepulcros, este es casi el único en el que el difunto es el protagonista pues en los restantes utiliza la iconografía religiosa. Desde León Juni se trasladó a Salamanca, segunda ciudad en la que reside, manteniéndose también allí las incógnitas sobre su vida. No sabemos en qué año llegó, solo que vivía allí en octubre del 1540, cuando una grave enfermedad le obliga a hacer testamento, gracias al cual conocemos algunos

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Sepulcro del canónigo Sánchez del Barco en Villalón. Valladolid datos familiares. Tras referirse a su hijo mayor, Isaac, habido en una relación extramatrimonial con una mujer leonesa, manifestaba estar casado con Cata- lina de Montoya, su primera mujer, de la que desconocemos prácticamente todo, y con la que tenía una hija llamada María. En enero de 1542 se bauti- zará el segundo hijo del matrimonio con el nombre de Pablo Juni de Montoya, que llegaría a ser platero. En Salamanca realizó, en piedra, el sepulcro del racionero de la catedral Gutierre de Castro, que se conserva desmembrado, una parte en el claustro de la catedral vieja y otra en el trascoro de la nueva. El relieve situado en el claus- tro trata por primera vez de manera monumental el tema del Entierro de Cristo o el Llanto ante Cristo muerto, iconografía recurrente en su obra y que ha ser- vido para cimentar su fama y darle el marchamo de escultor de asuntos dramá- ticos, algo verdadero solo en parte, como comprobaremos. En el trascoro se con- servan las esculturas en bulto redondo de San Juan Bautista, muy bien movida, y de Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, verdaderamente encantadora. Juan de Juni ya muestra en ellas su estilo personal, inconfundible. Su manera de hacer es compacta, las figuras, no estilizadas sino robustas y cubiertas casi siem- pre por abundantes y expresivos paños, se mueven airosamente, buscando la curva, la llamada línea “serpentinata”, tan característica del estilo manierista.

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Probablemente en el mismo año 1542 Juni, quizá ya viudo, se instala en Valladolid, donde transcurriría el resto de su vida. La primera obra que rea- liza aquí, ya contratada en 1540 como sabemos por el testamento antes citado, es el formidable conjunto del Entierro de Cristo, que le había encargado Fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, y que todos los vallisoletanos conocemos perfectamente. Aunque ignoramos en qué momento comienza a trabajar en él, parece que en enero de 1544, fecha del fallecimiento del pre- lado, estaba ya instalado en la capilla funeraria que Guevara había hecho cons- truir en el desaparecido convento de San Francisco de Valladolid, situado en la Plaza Mayor. Fray Antonio de Guevara fue un personaje notable del momento; lite- rato –una de sus obras fue el famoso “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”–, capellán y cronista del emperador Carlos, era también franciscano. Además de una sencilla losa de pórfido que cubriría sus restos, pensó en un grandioso monumento funerario a modo de retablo en el que no aparecería él sino el propio Cristo en el momento de su entierro. El conjunto se disponía, como nos relata Bosarte, enmarcado en una espléndida escenografía, desapa- recida en la actualidad. Las figuras principales se cobijaban bajo una gran venera, escoltadas por sendos soldados que emergían, casi oprimidos, entre columnas; por detrás unos ventanucos donde aparecían otros soldados. Toda la capilla se adornaba con polícromas yeserías.

Reconstrucción ideal del “Santo Entierro” (1540), siguiendo la descripción de I. Bosarte. Dibujo por A. Burgueño

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Sin duda, esta gran obra cimentó la fama de Juni. La manera de repre- sentar el Entierro, con Cristo yacente rodeado de varias figuras, tiene numero- sos antecedentes tanto en Francia como en Italia; años después la repetirá, con grandes similitudes aunque en forma de relieve, en una capilla lateral de la Catedral de . Concebido como una escena teatral, alrededor de Cristo –cuya cabeza nobilísima tendrá repercusión en obras posteriores– se sitúan, con una sime- tría aún clásica pero con posturas fuertemente expresivas: José de Arimatea, que se dirige a los espectadores mostrando en su mano una espina de la corona, María Cleofás, la Virgen consolada por San Juan, María Magdalena y Nicodemo. Observamos las figuras potentes, el entrecruzamiento de las pier- nas, una de las cuales se oculta, los cuellos inclinados, los brazos levantados... actitudes todas dentro del estilo más personal del Juni maduro, que algunos consideran repetitivo o amanerado, pero es su manera de hacer, que define su personalidad. Juni siempre es él, un técnico de grandísima calidad tratando los materiales, pero manteniendo su propio estilo, al igual que otros artistas tam- bién manieristas como el Greco. La leyenda escrita en latín en el frente del sepulcro, cuya traducción no se había hecho hasta un reciente trabajo de Urrea, dice: “Entierra a tu muerto en nuestro mejor sepulcro”; está sacada del Génesis y corresponde a la respuesta que Abraham recibió al solicitar una tumba para el entierro de su esposa Sara. Las esculturas macizas se ensamblan y gracias a las fotografías que se hicieron durante su restauración vemos cómo parte del brazo de San Juan está en la Virgen y viceversa. Especialmente lograda es la policromía –faceta siem- pre muy cuidada en la obra de Juni–, siendo la figura de María Magdalena una de la más suntuosas. En 1686 se repintó el conjunto de la capilla, esculturas incluidas, que en la restauración realizada en 1977 recobraron su esplendor original. Después de esta obra el prestigio de Juni en Valladolid es enorme y se le encargan otras como el busto de Santa Ana, el del Ecce Homo, muy a lo romano y la cabeza de San Juan Bautista, las dos últimas en el Museo Dioce- sano de Valladolid. El escultor, casado entonces con Ana de Aguirre –de quien no tendrá descendencia y que fallecería en 1556–, y con taller establecido en la entonces Acera de Sancti Spíritus (hoy Paseo de Zorrilla), se convierte en el principal artista de la ciudad, si bien es cierto que en ausencia de Berruguete, instalado en Toledo. Porque es preciso recordar que Juan de Juni tuvo la “des- gracia”, por así decir, de ser contemporáneo de Alonso Berruguete, conside- rado muy por encima de sus colegas. Sin embargo, la relación entre ellos fue

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San Juan y la Virgen del sepulcro del Obispo de Mondoñedo. Museo Nacional de Escultura de Valladolid

al parecer buena, como demuestra que el maestro palentino nombrase al fran- cés tasador de su trabajo en la sillería de la catedral de Toledo y le dedicase el mayor elogio profesional al manifestar de él “que no ha venido a Castilla otro mejor oficial extranjero del dicho oficio que el dicho Juan de Juni”. En este momento de plenitud de su vida artística se suscita el pleito acerca del retablo mayor de la iglesia de Santa María de La Antigua. En el año 1545, esta parroquia vallisoletana confió a Juni la ejecución de su nuevo reta- blo mayor de manera directa, sin el habitual concurso previo, reconociendo así su categoría superior. Sin embargo, a los pocos días de firmado el contrato el escultor Francisco Giralte, seguidor de Berruguete, se ofreció a hacerlo por menos dinero, en menos tiempo y con otra traza, logrando que los parroquia- nos le traspasasen el encargo. Pero el maestro francés no se resignó, inicián- dose un pleito que duraría desde 1548 hasta finales de 1550, resolviéndose finalmente a favor del demandante. En consecuencia, hasta 1562 no pudo colocarse el retablo en el presbiterio de La Antigua. El pleito, que recoge numerosos testimonios a favor de ambos litigantes, ha sido un manantial de información sobre Juni, esclareciendo aspectos acerca de su nacionalidad, de su formación francesa y del prestigio de que gozaba entre artistas no solo valli- soletanos sino también de León y Toledo.

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Por todo lo dicho, se constata el enfrentamiento entre dos maneras de hacer diferentes; mientras la traza de Giralte –que desconocemos– era propia del primer Renacimiento, ordenada y con utilización de grutescos y labores menudas, la de Juni era enormemente innovadora y representaba el triunfo del manierismo. Es esta la primera vez que el maestro se nos presenta en su faceta de ensamblador, es decir diseñador de la arquitectura de un retablo. Muy simi- lar será la traza dada para el mayor de la catedral del Burgo de Osma (Soria), contratado en 1550. El retablo de la Antigua, trasladado en 1922 a la Catedral, está formado por elementos yux- tapuestos. Se estructura con un banco donde se representan los relieves de la Santa Cena y la Ora- ción en el Huerto, entre ménsulas formadas por cabezas de serafi- nes, de variados y sonrientes ros- tros. Sobre el banco se sitúa el primer cuerpo que en sus calles laterales alberga, entre columnas, las figuras, en bulto redondo, de San Andrés, San José, San Joa- quín y San Agustín; todas fuer- temente expresivas se vuelven hacia la Inmaculada situada en el centro. Las acompañan relie- ves representando el Abrazo bajo la Puerta Dorada y el Naci- miento de la Virgen. En el segundo cuerpo la composición se estructura en torno a las santas Lucía y Bárbara, cada una de ellas rodeada de relieves con escenas de la vida de Detalle del la Virgen y de Jesús. Destacamos retablo Mayor la línea helicoidal de las siempre de la iglesia bellas figuras femeninas. En el de la Antigua y último cuerpo la Dormición de la Descendimiento de Volterra

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Reconstruccción ideal del retablo de San Juan Bautista, por Luis Alberto Mingo, arquitecto

Virgen y la Asunción donde se aprecia un cambio de estilo muy relacionado con lo que hace Gaspar Becerra en Astorga. La calle central, que sobresale notablemente en altura, alberga la figura de la Inmaculada, muy bella y solemne; sobre ella, Santa Ana enseñando a leer a la Virgen; y encima el Calvario, que culmina con la efigie de Dios Padre. Es de des- tacar la representación del desmayo de María a los pies de Cristo crucificado, que denota el conocimiento de una pintura del italiano Daniele Volterra. De gran originalidad son los motivos decorativos, numerosos y muy cuidados. Completan el retablo tres sitiales a cada lado del banco, sin policro- mar como es habitual en las sillerías.

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Durante la misma década cumplimenta Juni otros importantes trabajos. En 1551, para la capilla funeraria de doña Francisca de Villafañe en el monas- terio de San Benito el Real de Valladolid, realizó un retablo que, tras la des- amortización, se dispersó y ha sido reconstruido basándose en una recreación en la que han participado J. Urrea, Luis Alberto Mingo y Manuel Arias. Lo con- trata Juni en unión con Inocencio Berruguete, sobrino del gran maestro del mismo apellido, repartiéndose entre ambos las esculturas. Obra de Juni son las dos piezas grandes, San Juan Bautista –figura muy próxima al Laocoonte–, y María Magdalena, conservadas en el hoy titulado, gratuitamente, Museo Nacional Colegio de San Gregorio, y una más pequeña, Santa Escolástica, exis- tente en la iglesia del Carmen Extramuros. En 1556 firmó la realización de un Calvario para la capilla que don Antonio del Águila, obispo de Zamora, poseía en el convento de San Fran- cisco, de Ciudad Rodrigo. El conjunto, que estaba horriblemente repintado, ha sido restaurado eliminando los repintes, con la consiguiente mejora en la visión de su magnífica técnica. Al año siguiente, en 1557, aborda una de sus obras más redondas: el retablo de la capilla de los Benavente, en la iglesia de Santa María, de Medina de Rioseco, presidido por una Inmaculada que mejora y perfecciona el modelo vallisoletano. Precisamente ese mismo año Juni contrajo matrimonio por tercera vez. Su esposa, María de Mendoza, le daría cinco hijos: dos niñas, que murieron en su infancia, y tres varones, Jusepe, Juan y Simeón, que eran todavía muy niños al faltar su padre. Muchas otras obras de Juni se conservan en Valladolid, ciudad y pro- vincia. Entre ellas, el retablo de San Francisco existente en el convento de Santa Isabel, la magnífica escultura de San Antonio de Padua, procedente del convento de San Francisco, y guardada en el Museo, y varios de sus Cristos. La iconografía del Crucificado fue largamente cultivada por el artista, quien consiguió crear esculturas muy diferentes entre sí pero dotadas de una perso- nalidad común. Todos menos uno, el Cristo de la Agonía del convento valli- soletano de Carmelitas descalzas, se representan muertos y la expresividad se impone a la corrección del canon. También en la ciudad, destacan el de las Huelgas Reales y el del convento de Santa Catalina, uno de los más clásicos; en la provincia, el de la parroquia de Olivares de Duero, sumamente personal. Tema preferido de Juni es asimismo el de la Piedad, con ejemplares interesantísimos en y Portillo. Pero existe en Juni un regis- tro quizá menos conocido o popular: las magníficas esculturas de la Virgen con

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el Niño que muestran su faceta más dulce y amable, desmintiendo su fama de autor únicamente de temas dolientes. Junto a las conser- vadas en León, Palencia, Detalle de la Galicia y Aragón, ocupa Virgen de las Angustias en el lugar relevante la arrogante y camarín de la majestuosa imagen de María iglesia de Nuestra con el Niño de la parroquial Señora de las de Tudela de Duero. Angustias en Valladolid Sin embargo, para ter- minar con esta breve aproxi- mación a la creación juniana, y en especial a las obras existentes en Valladolid, es ineludible aludir, y contemplar, la imagen más representativa y cercana a la sensibilidad popular, la Virgen de las Angustias, otra de sus obras cumbres, cuyo valor va más allá de lo propiamente escultórico. En mi opinión, Juni logra en esta Virgen de los Cuchillos, hecha en torno a 1561 para la cofradía a la que él mismo perteneció, expresar su más depurado estilo personal a la vez que se aproxima, como en ninguna otra escultura, a las creaciones del gran Miguel Ángel. Los últimos meses de la vida de Juni transcurrieron en Medina de Rio- seco, trabajando en el retablo Mayor de la parroquia de Santa María de Media- villa pero según trazas de Gaspar Becerra; su tiempo había pasado. Solamente dos días antes de morir dictó testamento, dejando encomendado a su hijo Isaac, escultor como él, el cuidado de sus hermanos menores, mandato que éste cumplió con todo rigor. Falleció Juni el 10 de abril de 1577, siendo ente- rrado en el convento de Santa Catalina, en una sepultura cuyo lugar exacto se desconoce, oculta por el entarimado del suelo, pero seguramente no lejos del hermoso Crucifijo que él mismo realizara. Muerto el hombre, su obra ha sobrevivido unida indisolublemente a la ciudad que eligió para vivir y crear.

[120] Reflexiones sobre la Catedral de Valladolid y noticia de algunas de sus pinturas Jesús Urrea

A muchas catedrales se les adjudica popularmente un calificativo, más o menos gráfico o poético, con el que se define o evoca su singularidad: a la de León se la conoce como la “pulcra leonina”; a la de Palencia como “la bella desconocida”, aunque cada día resulte más injustificado este epíteto; a la de Málaga se la denomina “la manca” por tener su fachada una sola torre; a la de Salamanca la “fortis salmantina”; etc., Como la vallisoletana no goza de ningún apelativo, acaso el más apropiado que podría concedérsele sería el de “la inaca- bada”. El término justificaría también otras carencias. La ambición de su proyecto y la debilidad de su soporte económico fueron los elementos que propiciaron la tragedia de su condición actual. Las obras tuvieron desde el comienzo un pie forzado: el mismo espacio donde se iba a ubicar presentaba graves problemas de cimentación, había mucha agua ya que por los alrededores del templo discurría el Esgueva, y fue necesaria una plataforma de cimentación costosísima que supuso una demora en la marcha de los trabajos, tanto en la Colegiata iniciada por Rodrigo Gil de Hontañón como durante la ejecución del proyecto de Juan de Herrera. Desde sus orígenes la catedral empezó siendo un gigante con pies de barro. No tuvo nunca un respaldo económico suficiente, ni a corto ni a largo

[121] Conocer Valladolid plazo, como para financiar las obras que el cabildo debía costear. Aunque se arbitró algún sistema para recaudar fondos, como la obligación que impuso el emperador al ayuntamiento para sufragar temporalmente la cimentación o, después, la concesión de un privilegio real que otorgaba permiso para impri- mir y vender en exclusiva, para toda Castilla y América, las cartillas de la doc- trina cristiana, todo resultó insuficiente. Por otra parte, la falta de raigambre popular del templo mayor fue defi- nitoria a la hora de levantar un gran edificio. Valladolid, convertida en ciudad en 1596, tampoco contaba con una población sólidamente arraigada. Su cre- cimiento de aluvión, condicionado por los vaivenes de la corte, la carencia de un sólido tejido de cofradías gremiales así como de una nobleza comprome- tida con la ciudad, no facilitaron precisamente que se destinaran limosnas a sufragar la construcción de las capillas de la iglesia principal y ni siquiera a participar en la marcha de las obras. Además el ayuntamiento se hallaba muy distraído en costear, a duras penas, otros proyectos municipales. Una dificul- tad añadida fue la inexistencia de espacio libre para desarrollar el nuevo pro- yecto. La necesidad de acometer el derribo de numerosas casas que se alzaban en el entorno de la antigua colegiata y que pertenecían al cabildo mermó igual- mente las rentas del mismo. Si Felipe II consiguió de Roma la creación de la diócesis de Valladolid, independiente de la jurisdicción palentina, el territorio que se la asignó para establecer sus límites, formado por pueblos y arciprestazgos hasta entonces de las sedes de Palencia, Segovia, Ávila y Salamanca, fue insuficiente para recau- dar fondos económicos con que sustentar el culto, mantener al cabildo cate- dralicio y además coronar el sueño de contar con un templo que representara dignamente la titularidad diocesana. Aparte de este problema, auténtico talón de Aquiles que nunca pudo resolver, la catedral tampoco gozó de un polo de atracción devocional, una imagen mariana o la reliquia de un santo milagrero, lo bastante significativa como para concitar los ánimos espirituales de una ciudad y su entorno que nunca se sintieron identificados con ella. Y como faltó la sustancia primigenia, el hecho o el objeto sobrenatural que provocase la asistencia masiva y conti- nuada de fieles en el templo, hubo que inventarse algo extraordinario que excitase los fervorosos anhelos religiosos. El hallazgo casual, a comienzos del siglo XVII, de la escultura de una Virgen por unos albañiles, que se bautizó con el nombre de Virgen del Sagrario, motivó temporalmente a la ciudad pero su culto no pasó de la veneración capitular.

[122] REFLEXIONES SOBRE LA CATEDRAL DE VALLADOLID Valladolid artístico

Las obras avanzaron tan lentamente que cuando en 1668 se detuvieron en el cru- cero, el cabildo, manifestando su impotencia, decidió inau- gurar lo construido cons- ciente de que, si para enton- ces se había levantado un tercio de lo proyectado, difí- cilmente podría verlas con- cluidas. La construcción del claustro ni siquiera se había iniciado aunque el “muñón” de piedra que asoma por lo que hubiera sido brazo del crucero en la nave del evange- Vista exterior lio, señale la puerta de su de la catedral imposible ingreso. con la segunda torre en En su interior se siguió construcción trabajando. A continuación del inexistente brazo sur del transpeto se edificó la capilla dedicada a la Inma- culada Concepción, que hoy sirve de sacristía; después se remataron las capi- llas de la nave de la epístola y, muy avanzado el siglo XVIII, se empezó a levan- tar otra capilla después de lo que habría sido brazo norte del crucero, construyéndose bastante de ella1. Increíblemente esta última se deshizo a prin- cipios del siglo XX para utilizar su piedra en la actual tribuna del órgano. Pero el mayor esfuerzo se dedicó a levantar y mantener en pie la torre de la nave del evangelio. Los graves problemas surgidos en su cimentación, dañada por el agua que manaba de los caños de la catedral, y las consecuencias del terremoto de Lisboa de 1755, acabaron por provocar su desplome en el siglo XIX.

1Aunque se ignora a qué advocación se quería dedicar, en ella se pensó colocar el sepul- cro del conde Ansúrez. El lunes 16 de marzo de 1648 se leyó en cabildo una carta del secretario y consejero Pedro de Arce en la que pedía “se prosiga su capilla y la correspondiente que se hace para el sr. conde don Pero Ansurez y que no quiere que se llegue a las capillas del cabildo, libre- ría y otra dando grandes esperanzas para adelante y que descubrirá nuestro Sr. camino para que halla algunos devotos que ayuden a todo el edificio”, acordando el cabildo que “se haga como lo pide y que le escriba el sr. deán con esta conformidad”, cfr. Archivo General Diocesano. Catedral. Libro del Secreto de los cabildos, 1645-1669, fol. 227.

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Como el cabildo no quiso deshacerse de las casas situadas delante de la fachada principal, con cuyos alquileres obtenía beneficios económicos, resultó imposible tener una visión frontal del templo. De no haber existido esas casas, se habría podido disponer de una gran explanada, a manera de lonja escuria- lense, que serviría de atrio pero, aunque permitiría contemplar cómodamente todo el imafronte, no se habría resuelto totalmente los problemas del desnivel que plantea el terreno sobre el que se edificó la catedral. Su interior es absolutamente arquitectónico, desornamentado, frío, matemático y en armonía con los postulados más estrictos de la contrarre- forma católica. En este sentido Valladolid se puso al día proyectando un edifi- cio moderno y en total consonancia con los postulados más estrictos de la con- trarreforma católica, en los que Valladolid dio muestras de ponerse al día proyectando un edificio moderno, representativo del espíritu más severo, aus- tero, seco y defensor de la ortodoxia predicada por la Iglesia Romana, en el que toda ornamentación resulta superflua y su riqueza se establece exclusivamente en el juego de líneas rectas o curvas, esferas, vacíos y huecos, hornacinas, pila- res acanalados coronados por espectaculares capiteles compuestos, y pilastras planas. Sin embargo, la sensación de grandeza y de monumentalidad se rompe con la provisionalidad otorgada a los testeros de sus naves; únicamente con visiones trasversales se obtiene la imagen de templo inabarcable y desespera- damente solemne y reiterativo. La falta de ornamentación característica de la arquitectura clasicista o herreriana, plantearía el dilema de cómo decorar adecuadamente la nueva igle- sia y sus capillas. El gusto del pleno barroco, de moda al iniciarse los cultos en el templo, no concordaba con el sentido contrarreformista de éste. ¿Fue cons- ciente de ello el cabildo y mantuvo una actitud respetuosa con el edificio? ¿La falta de medios o de interés por parte de canónigos y obispos impidió el enri- quecimiento ornamental de su interior? ¿Se debió al empeño por terminar el edificio o fue algo premeditado? En realidad la suma de todos estos factores provocó una parquedad decorativa que, seguramente de manera inconsciente, se avino bien con la sensibilidad que inspiró el proyecto arquitectónico. Diseñadas por Herrera, las capillas ofrecen la pureza y el rigor de su gusto pero también la dificultad de situar en su interior excesivo amuebla- miento salvo el altar de su titularidad en el testero. De espacio parietal redu- cido, además sus muros menores disponen de dos pares de hornacinas y un óculo abierto en su cabecera limita la altura del elemento compositivo princi- pal, bien sea pintura, relieve escultórico o retablo. La decoración más apro- piada para estos interiores hubiera sido, como lo es en el Escorial, un propor-

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Interior de la catedral cionado altar presidido por una gran pintura, sobre tabla o lienzo. Pero esto no se pudo conseguir. Ni en la vieja catedral había nada parecido ni se contó con suficiente dinero como para acometer un proyecto acorde. La iniciativa privada tampoco fue una alternativa válida. De las ocho capillas disponibles, únicamente dos pasaron desde el primer momento a manos particulares pero su decoración se realizó tardíamente. De la antigua catedral ni siquiera se trasladó a la nueva su retablo mayor, pieza excepcional del primer tercio del siglo XVI y obra del ensambla- dor Pedro de Guadalupe. Por considerarlo pequeño o no apropiado para el presbiterio provisional, el cabildo decidió su venta y fue a parar a la vecina localidad de Renedo y alguna figura al templo de La Cistérniga2. Por entonces se pensaba que la construcción de la nave mayor proseguiría y la instalación de un retablo habría obstaculizado temporalmente el avance; además, lo pro- yectado en origen sería un gran tabernáculo en el centro del crucero o en el presbiterio, por lo que conservar el viejo retablo no resultaba muy funcional.

2 Sobre el antiguo retablo mayor cfr. J. URREA, “El retablo de Amusquillo (Valladolid), obra de Pedro de Guadalupe”, Boletín del Seminario de Arte y Arqueología, 57, 1991, pp. 327-330.

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El tabernáculo barroco, presidido por una escultura de la Asunción coronada por ángeles y otros más en su exterior, dio paso cuando finalizaba el siglo XVIII a un gran lienzo de Zacarías González Velázquez. A mediados del siglo XIX se intentó trasladar al ábside mayor el retablo del desamortizado monasterio de San Benito, obra de Alonso Berruguete y, finalmente, en los años 20 del siguiente, aprovechando la restauración que se operaba en el tem- plo de La Antigua, se depositó su retablo mayor, obra de Juan de Juni. Al mismo tiempo, como gran parte de de los patronatos de las viejas capillas de la antigua colegiata o catedral primitiva se hallaban obsoletos, el cabildo se apropió de ellos y pudo disponer libremente de sus bienes muebles. Pero en realidad utilizó muy pocos en el ornato del nuevo edificio: varias rejas y algunas pinturas y esculturas renacentistas3, por ser consciente de que las piezas medievales no encajaban bien con el gusto barroco ni con el estilo del templo. La excepción la constituyó la espléndida sillería coral gótica, si bien se desató una polémica sobre el espacio en donde se debería situar ya que Herrera, siguiendo criterios más romanos, pensó disponer el coro en el pres- biterio, detrás del tabernáculo; sin embargo, el cabildo, más conservador, optó por montarlo en el medio de la nave central4. En cuanto a la dotación decorativa de las capillas catedralicias, todas contaron, desde un principio, con retablos presididos por esculturas. Curiosa- mente, ninguna optó por un ornato pictórico sino por la corporeidad figurativa de sus santos titulares. El matrimonio Santisteban-Salcedo, patrono de las capi- llas más próximas a lo que hubiese sido crucero del templo, las dedicaron a San Fernando y a Santa M.ª Magdalena. La primera tiene, desde entonces, un reta- blo salomónico con la escultura del Rey santo, obra de Alonso Fernández de Rozas, similar a las que hizo para las catedrales de Palencia y Zamora. En cam- bio, la consagrada a la Magdalena perdió su advocación en el siglo XIX y su titu- lar fue desplazada. Los Velarde ofrecieron la suya a Santo Tomás de Villanueva aunque se la conoce por capilla de Nuestra Señora de los Dolores5. Del patro-

3 Una escultura de Santa Ana, original de Francisco Rincón, donada en 1600 por Juan García Valerón, cfr. J. URREA, “Santa Ana”, en Cat. exp. Valladolid capital de la Corte (1601-1606), Valladolid, 2002, pp. 154-156. 4 Allí permaneció hasta los años 20 del siglo XX cuando sus sillas se dispersaron por dis- tintas capillas y los magníficos paneles de sus respaldos se convirtieron en puertas de armarios y otros se vendieron. (cfr. J. URREA, “La sillería coral de los canónigos de la catedral de Valladolid”, Boletín de la Real Academia de la Purísima Concepción, 34, 1999, pp. 49-68. 5 El retablo tiene esculturas de José Pascual, si bien a su titular se le representa en un pequeño lienzo colocado sobre el tabernáculo de la Virgen de los Dolores.

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nato de las demás (San José, San Pedro, San Miguel, San Juan Evangelista y Nuestra Señora del Sagrario) se res- ponsabilizó el cabildo al no encontrarse ningún particu- lar predispuesto a invertir en ellas sus recursos, siendo el escultor Pedro de Ávila quien en 1730 realizó los santos de las cuatro prime- ras. La excepción estuvo representada por la capilla de la Inmaculada, edificada y dotada por la familia Arce, la cual se decoró con un San Pedro retablo de pintura6. Regalado resucitando para Hasta el siglo XVIII el dar de comer templo mayor no dispuso a un pobre. de argumentos para multi- Plácido Costanzi plicar la atención de los fie- les. Entonces se brindaron dos oportunidades para conseguirlo gracias al reco- nocimiento de las virtudes de dos hijos de la diócesis: el más atractivo y que gozó de mayor popularidad, hasta lograr convertirse en patrono de la ciudad desplazando a San Miguel, fue San Pedro Regalado. El franciscano, canonizado en 1746, contó con altar propio en la catedral gracias al regalo que hizo al tem- plo el convento vallisoletano de su orden, que entregó un formidable lienzo del italiano Plácido Costanzi, pintado en Roma con motivo de la subida a los alta- res7. La declaración, en 1766, como beato del trinitario Simón de Rojas, que había nacido en el mismo espacio sobre el que se edificó la catedral, provocó que

6 En el siglo XIX el retablo, con pinturas de Felipe Gil de Mena, se desplazó al trascoro y la capilla se destinó a diferentes usos hasta convertirse en sacristía En 1928 el retablo se llevó a la capilla de San Fernando, cfr. J. URREA, “El desaparecido trascoro de la catedral de Valladolid”, BRAC, 35, 2000, pp. 63-70. 7 En el siglo XIX se desmontó su altar, hasta entonces en la capilla de San José, y la pin- tura se trasladó a la capilla de la Magdalena desplazando en su primitivo retablo a la Magdalena de Pedro de Ávila.

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su orden costeara un retablo que se instaló en la capilla de los Dolores, presidido por una pin- tura con la historia de La Virgen imponiéndole el cíngulo de castidad8. Sin embargo, no puede afirmarse que estos nue- vos altares con sus correspondientes pintu- ras aumentasen su culto ni tampoco atracción alguna sobre la catedral. A fines del siglo XVIII se produjo un in- tento de homogeneizar Asunción de la decoración de todas la Virgen. Z. González las capillas. El plan se Velázquez. inició con la colocación en el presbiterio de la gran pintura, ya men- cionada, dedicada a la Asunción de la Virgen, titular del templo, original de Gon- zález Velázquez; continuó con la sustitución del retablo barroco que hasta entonces tenía la capilla de la Virgen del Sagrario, por otro “a lo moderno”; y se interrumpió cuando quisieron modificar los retablos barrocos de las capilla de San Fernando y M.ª Magdalena cambiándolos por otros neoclásicos. Si bien esta idea habría supuesto la destrucción de los retablos barrocos preexistentes, discretos y muy bien ajustados al interior de las capillas, habría consagrado el gusto único al enlazar los principios clásicos renacentistas con los académicos del momento. Probablemente en este proyecto decorativo la pintura habría tenido también un papel más destacado que el desempeñado hasta entonces. Con seguridad, la vieja catedral no contó en su ajuar ornamental con muchas pinturas. Y de haberlas tenido, por la cronología del templo, habrían

8 Copia del original pintado por el flamenco Gaspar de Crayer que se conservaba en el convento de trinitarios calzados de Madrid (Museo Nacional del Prado, nº 3.337).

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sido pintadas sobre soporte de madera. Aquellas que fueran propiedad del cabildo por haber costeado los retablos en donde se hallasen, por ejemplo las que hizo en 1565 el pintor Gaspar de Palencia para el altar de la capilla de San Miguel, no pasaron a formar parte de la decoración de la nueva catedral cuando ésta se inauguró. Se sabe que al mudarse las alhajas de una iglesia a otra se pagó por el tra- bajo de “colgar los cuadros en los altares de las capillas y los de las sacristía”9, pero igualmente se tiene noticia de la venta en aquel momento de “las que están en la capilla de San Pedro y otras”, que no se consideraron necesarias y con cuyo importe pudieron sufragarse ciertos “gastos del adorno de la iglesia nueva”10. En los libros de cuentas tampoco aparecen gastos originados por la compra de cuadros, todo lo más alguno motivado por la restauración de pin- turas11. Como nunca se hizo inventario pormenorizado de las que la Catedral conservaba, resulta imposible averiguar cuándo ingresaron éstas en el templo. Precisamente un acuerdo adoptado por el cabildo en 1635 mandó poner letre- ros “en dos cuadros grandes del señor San José y San Pedro” para recordar que habían sido donados por el maestrescuela12. Sin embargo, los inventarios de alhajas, que comprendían los objetos más significativos y de mayor estima además de los de uso ordinario o extraordinario, no mencionan en ninguna ocasión los cuadros que había en cada momento en la iglesia, capillas o depen- dencias de su fábrica.

9 AGDV, Catedral. Libro de cuentas 1662-1674. 64 rs. a Juan Fernández y Juan Gómez el romo por su ocupación de pasar los cajones de la sacristía de la iglesia vieja a la nueva y mudar las demás alhajas de ella y colgar los cuadros en los altares de las capillas y los de la sacristía”. 10 AGDV, Actas del Cabildo, lunes, 23-IV-1668, fol. 769vº. El Arcediano se encargó de hacer este expurgo. Sin duda se referirían a “dos cuadros grandes del señor San José y San Pedro que ha dado el sr. maestrescuela para adorno de esta capilla” en los que, en 4-VII-1635, se ordenó poner en ellos letreros diciendo quién los había donado. 11 En 1668 se pagaron 70 rs. al pintor Felipe Gil de Mena “por aderezar el cuadro de San Pablo que dio a la obra el señor don Juan Antonio Reguero tesorero y canónigo cuando se fue a entrar religioso mercedario descalzo”. Por decreto dado el 18-V-1694 se pagaron 66 reales y medio “a Antonio Álvarez repostero de esta iglesia por el coste de un marco y conchas para el lienzo de Nuestra Señora de la Asunción de la sala de cabildo” (cfr. AGDV, Libro donde se asientan la par- tidas extraordinarias que entran en poder los señores mayordomos y administradores. Cuentas 1656-1720). En 2-VII y 16-VIII-1775 se entregaron 280 reales “por retocar, remendar y lucir todas las pinturas y marcos de ellas que hay en las referidas piezas de sacristía a José Miguel pin- tor” (cfr. AGDV, Catedral. Hijuela, 1775-1777). En 1802 se pagó “por la hechura de un marco, dorarle y limpiar la pintura de un cuadro” de la capilla de Don Pedro de Arce (cfr. J. URREA, “Noti- cias documentales sobre la catedral de Valladolid”, BSAA, 1970, pp.531 y 537. 12 AGDV, Actas del Cabildo, miércoles, 4-VII-1635, fol. 126.

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Tampoco facilita el estudio de la colección pictórica, el recurrir a los viajeros o a los primeros historiadores locales para desentrañar la paternidad y procedencia de las pinturas. Por desgracia, son muy escasos los testimonios de quienes se interesaron por este asunto. El abate Antonio Ponz, que visitó la Catedral en 1783, no se detuvo en anotar las pinturas que tuvo que ver, segu- ramente impresionado por las líneas arquitectónicas de la iglesia de Herrera o por considerarlas faltas de mérito según su estricto criterio académico. Tan sólo citó en la sacristía “algunas pinturas del estilo de Lucas Jordán, las cuales se atribuyen a un tal Piti”13. Ni siquiera reparó en lo que dijo en 1724 Anto- nio Palomino a propósito del pintor burgalés Mateo Cerezo cuando expresó que, “con motivo de dar una vuelta a su patria”, se detuvo una temporada en Valladolid “donde entre otras cosas hizo un Cristo Crucificado maravilloso para aquella Santa Iglesia”14, olvido que se apresuró a subsanar el puntilloso Isidro Bosarte asegurando haber visto “un Crucifixo en un altar de la catedral cerca del sepulcro de Don Pedro Ansúrez”15. Para la confección de su famoso Diccionario (1852), Pascual Madoz contó en Valladolid con un corresponsal que no fue otro sino Sangrador y Vítores, el cual refiere en la catedral exclusivamente “un cuadro de Zacarías Velázquez, representando la Asunción de Ntra. Sra.” en el altar mayor, ciertas “pinturas de mérito” en los altares de las capillas y una “colección de retratos de todos los obispos que han gobernado la diócesis”, situada entonces ésta “en una pieza reservada de la sacristía”16. El mismo Sangrador, al editar en 1854 su segundo tomo de la Historia de Valladolid17, incluyó una buena descripción del templo catedralicio y prestó singular atención a las pinturas distribuidas por altares y capillas recogiendo atribuciones seguramente formuladas por el pintor Pedro González Martínez, responsable de la restauración de algunas de ellas, la mayoría disparatadas cuando no generosas o gratuitas. La presencia de la pintura de Zacarías González Velázquez en el templo fue debida a la reforma que a mediados de 1797 se decidió efectuar en el pres-

13 Viaje de España, Madrid, 1947, p. 959. 14 A. PALOMINO, Museo Pictórico y escala óptica, Madrid, 1947, p. 978. 15 I. BOSARTE, Viaje artístico a varios pueblos de España [Madrid, 1804], Madrid, 1978, pp. 142-143. También lo señala V. Carderera en sus papeles, cfr. PORTELA SANDOVAL, “Adiciones al Dic- cionario de Ceán”, BSAA, 1976, p. 367. 16 P. M ADOZ, Diccionario-geográfico-estadístico-histórico [Madrid, 1845-1870], ed. Ámbito, t.8, Valladolid, 1984, p. 198. 17 M. SANGRADOR VÍTORES, Historia de Valladolid, II, Valladolid, 1854, pp. 159-178.

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La rendición de Sevilla al Santo Rey D. Fernando III. Manuel Peti biterio sustituyendo el baldaquino barroco por un “tabernáculo, altar, alzado de retablo, marco y adorno”, fabricado en diseño clásico por Eustaquio Baha- monde, para albergar un gran lienzo de Nuestra Señora18. El coste del cuadro ascendió a 10.560 reales y de las gestiones en Madrid se encargó D. Ramón de Palacio, comisionado por el canónigo penitenciario D. Gabriel Ugarte y Alegría en nombre del cabildo19.

18 AGDV, Catedral. Hijuela 1796-1798. 19 La pintura de Nuestra Señora de la Asunción estaba ya acabada en marzo de 1798 (AGDV, Libro de Acuerdos del Cabildo general, 1787-1805, Fol. 272vº y 273). El 9 de mayo de 1798 D. Ramón del Palacio escribe al Dr. D. Gabriel Ugarte: “Mi más ven. Dueño y Sr.: A la muy apreciable de vmd. de 2 del que rige suspendí contestar a vuelta de correo hasta buscar y hacer pago a dn. Zacarías Velázquez de los 10.560 rs. por las razones que se demuestran del adjunto rvº a favor de vmd. como mayordomo de fábrica según me tenía comunicado anteriormente. El Sr. Doctoral me ha entregado los 10.560 rs que vmd anuncia para el antecedente asunto del Cuadro de Ntra. Sra. con que así me es vm. deudor de 600 rs. del exceso sobre que nada he hablado a dho. Sr. Doctoral creyendo que vm. puede si gusta entregarlos ay junto con los 220 del importe de las aleluyas en poder de dn. Lucas Gutiérrez...”. En el libro de Fábrica se anota: 1796-1798 “A Zacarías Velázquez Pintor en Madrid por el coste de la pintura de Nuestra Señora y agasajo que se le hizo: 10.560 rs.”.

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Camino del Calvario. P. S i o n

En el inventario general que redactaron en 1915 los canónigos Morga- des y Zurita se recogieron algunas pinturas significativas20; en cambio, en el específico de 1970 se reseñó la totalidad de las que conservaba en ese momento el templo catedralicio y sus dependencias21. Ahora sólo pretendo señalar ciertas precisiones acerca del origen de algunas así como sobre la auto- ría de otras cuantas. Entre las pinturas que deben de haber pertenecido originalmente al templo se hallan dos grandes lienzos representando La rendición de Sevilla al Santo Rey D. Fernando III y La caída de San Pablo en el camino de Damasco, ori- ginales del pintor Manuel Peti y que, pienso, serían regaladas por el obispo Cueva y Aldana, al que retrató también el artista. Suyas son también otras dos, pequeñas, con asuntos de Nuestra Señora de San Lorenzo y San Pedro

20 AGDV, Catedral. Inventario. 21 J. URREA y E. VALDIVIESO, “Inventario de pinturas de la Catedral de Valladolid”, BSAA, 1970, pp. 159-171. Se inventariaron entonces un total de 136 obras.

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Regalado22. Menos claro está el origen de una gran pintura que muestra a San- tiago en Clavijo cuya atribución se ha visto confirmada al aparecer la firma de Peti después de su restauración23. Los seis cuadros con historias de la Pasión de Cristo, pintados en cobre por el flamenco Peter Sion, sabemos ahora que los regaló en 1814 el canónigo D. Benito Semprún que se mandó enterrar en la capilla de Nuestra Señora de los Dolores24. Igualmente una pintura de Santa Catalina mártir, copia de un original de Justus Tiel, del que existe otra en el convento de carmelitas descalzas de Calahorra (Logroño), la donó el canónigo D. Gumersindo Océn Pereda25. La copia del retrato de Santa Teresa pintado por Fr. Juan de la Miseria que conservan las carmelitas descalzas de esta ciu- dad, pintada por Blas González García-Valladolid fue entregado por D. Fran- cisco Herrero, dignidad de Tesorero de la catedral, así como la copia del San Sebastián, original de Orrente26. También Morgades y Zurita se interesaron por la pintura sobre tabla, de gran tamaño, que se conserva en la sacristía y que representa, según ellos, La inspiración de los libros del Nuevo Testamento. La describieron así: “en primer tér- mino San Pablo oyendo leer a San Lucas su Evangelio y en segundo San Juan con su In principio erat verbum y San Mateo y San Marcos con sendos libros entre un retablo fingido que decoran Profetas. El Espíritu Santo en forma de paloma se cierne sobre ellos y lo único que origina confusión es la presencia de la Santísima Virgen en este interesante grupo”. También la calificaron como “excelente cuadro... de una composición y ejecución esmeradísima” y sospe- charon asimismo que fuese de mano de Gregorio Martínez27. Sin duda se trata de una obra de Gaspar de Palencia al que acertadamente ha sido atribuida28 y

22 J. URREA, El Museo Diocesano de Valladolid, Cat. exposición. Caja de Ahorros Popular. Valladolid, 1987. 23 J. URREA, “Santiago en Clavijo”, Cat. exp. Del olvido a la memoria, II, Valladolid, 1999. 24 En su testamento ordenó entregar a la catedral “seis láminas de cobre de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo que tenía en su oratorio para que el cabildo dispusiese de ellas a su voluntad” AGDV, Actas del Cabildo, 3-VI-1814, fol. 327vº. 25 Según el inventario general de 1915 se hallaba situada sobre la puerta de ingreso a la sacristía desde la nave de la epístola. 26 Inventario de 1915. No se tiene noticia de un San Carlos Borromeo “algo mayor que los Apóstoles, de escuela italiana”, donado por el deán D. José Hospital. 27 Inventario 1915. 28 M. A. GONZÁLEZ GARCÍA y M. ARIAS MARTÍNEZ, “A propósito de Gaspar de Palencia”, Urtekaria, 1993, pp. 42-43.

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podría ponerse en rela- ción con un cuadro, “de composición extraña, que tira al estilo de Barto- lomé de Cárdenas y representa la Venida del Espíritu Santo”, que con- templó Ponz en el altar de la segunda capilla, a mano derecha, de la igle- sia conventual de San Pablo de Valladolid29. Precisamente, la guerra de la Indepen- dencia y las sucesivas desamortizaciones origi- naron la llegada de numerosas pinturas a la Venida del catedral. Sin embargo, Espíritu Santo. resulta difícil averiguar Gaspar Palencia su procedencia por el empeño que hubo en no dejar demasiadas noti- cias sobre los enjuagues que hizo el clero secular con los bienes que perte- necieron a los regulares. Y aunque se han teñido mucho las tintas sobre el comportamiento de las autoridades civiles con las propiedades desamortiza- das, los responsables de catedrales y templos parroquiales supieron también nadar cómodamente en aquellas aguas revueltas y obtener beneficios. Las únicas huellas encontradas que aluden a pinturas durante los años de gue-

29 Viaje de España, p. 961. Se corresponde con la cuarta capilla del lado de la epístola, bajando desde el crucero. Estuvo dedicada a la Macarena, luego a San Pedro mártir y por último a San Lucas. En 1580 era patrón de ella D. Juan de Torres Osorio, vecino de Castrogeriz pero el convento la vendió al Dr. Pedro Enríquez que fue quien la cambió el título. En 1599 D.ª M.ª Bel- trán Velazo y Cosío y su marido D. Jerónimo de Salazar pusieron pleito al Dr. Enríquez y lo gana- ron en 1603. La vendieron al convento en 1613 y en 1672 eran patronos D. F.º de la Peña y D.ª Bernardina de Ávila, vecinos de Cuellar. Cfr. Archivo Histórico Nacional. Clero. Valladolid. San Pablo. Libro Becerro.

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rra datan del 14 de marzo de 1809 cuando el lectoral cuenta al cabildo las gestiones que había hecho “para traer la sillería, cajones, pinturas y demás efectos que se puedan lograr del convento de San Pablo”, y del 11 de mayo de 1810, momento en que la autoridad competente manifestó “el gusto que tendría en que el cabildo trajese a su iglesia cuadros de la vida de San Pedro Regalado que se hallan en el convento que fue del Abrojo”, asunto para el que se comisionó al canónigo tesorero D. José Berdonces. Entre las pinturas que pertenecieron al convento de San Pablo, se tras- ladaron a la catedral en ese momento ocho cuadros con Historias de martirios, magníficas copias de los frescos pintados en 1583 por Antonio Tempesta y Nicola Pomarancio en la iglesia romana de Santo Stefano Rotondo30. Idéntico origen tiene la gran Anunciación que hoy preside la sacristía catedralicia y que se puede identificar con la que señala Antonio Ponz, en una de las capillas del lado de la epístola en el citado convento dominico, como del estilo de Barto- lomé de Cárdenas31. Durante el trienio liberal fueron depositados en la catedral, por orden del canónigo doctoral como gobernador de la diócesis, diversos “efectos de las comunidades suprimidas”, desde donde se arbitró su posterior distribución “en las parroquias del obispado conforme a las ordenes de las Cortes”. Entre ellos se hallaba el cuadro de los Desposorios de Nuestra Señora procedente del altar mayor del convento de padres capuchinos en donde había sustituido al del mismo asunto, que los franceses robaron durante su estancia en Valladolid, original de Antonio Pereda. Como ningún párroco lo había pedido para su templo ni tam- poco había lugar en las iglesias de la diócesis “donde pueda colocarse con la decencia correspondiente”, el cabildo decidió ponerlo el 19 de agosto de 1822 sobre el altar de su oratorio después de pensar en qué lugar “había de colocarse

30 J. URREA, Museo Nacional de Escultura. Pintura entre lo real y lo devoto. Valladolid, 2007, pp. 24-27. 31 Se colocó entonces como altar del oratorio pero en 1822 se ordenó colgarlo en una pared de la misma pieza. En 23-VI-1834 se construyó un altar para esta pintura que fabricó el ensambla- dor Jorge Somoza, restaurando el lienzo el pintor José Saco, cfr. AGDV., Catedral, Hijuela, 1832-1834. Viaje de España, p. 961. Se corresponde con la tercera capilla del lado de la epístola, bajando desde el crucero. Estuvo dedicada antiguamente a San Juan apóstol y evangelista. Perte- neció a la familia Daza pero en 1610 la vendieron a D. Pedro de Vega, regidor de Valladolid. En 1710 pertenecía a D. Fernando de la Mata y en 1756 a D. Francisco de la Mata Linares, cfr. AHN, Clero. Valladolid. San Pablo, Libro Becerro.

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para evitar el que se estro- pease y para exponerlo a la devoción y culto de los fie- les”32. Sin embargo, el cua- dro, original de Antonio Palomino, permaneció muy poco tiempo en el templo. La nueva etapa absolutista devolvió a sus propietarios los bienes confiscados que tan sólo pudieron disfrutar hasta 183533. También el cuadro de La Transfiguración del Señor, copia del original de Rafael Sanzio, se puede identificar con otro del 1er obispo. Don Bartolomé mismo tema que contem- de la Plaza pló Antonio Ponz “encima (1597-1600) de la puerta de la sacristía del convento de San Agus- tín”34 y que habría sido desplazado allí seguramente desde la capilla que, dedi- cada a dicho asunto en el claustro de aquel convento, era propiedad de la fami- lia Peñaranda y, que había colocado el lienzo en su altar en 159535. De otra pintura fechable en el primer tercio del siglo XVII, de la que no se sabe su autor ni se conoce su procedencia, representando El encuentro en la calle de la amargura36, puedo indicar que en la catedral de Burdeos se conserva un

32 AGDV, Actas del Cabildo. 1821-1823, fol. 12. En aquel momento también se instaló en otro paraje de la catedral “la apreciable estatua de San Bruno del Monasterio de Cartujos de Aniago que por orden del referido Gobernador se había traído a esta santa iglesia”. 33 La pintura, desamortizada, se integró en el denominado entonces Museo Provincial de Bellas Artes. 34 Viaje de España, p. 971. 35 M.ª A. FERNÁNDEZ DEL HOYO, Patrimonio perdido. Conventos desaparecidos de Valladolid, Valladolid, 1998, p. 283. J. URREA, “El desaparecido trascoro..., p. 65. 36 El inventario de 1915 la describe, en la capilla de Nuestra Señora del Sagrario, como apaisada, sin marco y “de agradable aspecto”.

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lienzo similar, atribuido al cartujo español Luis Pascual Gaudí, y otro más, idéntico, compareció en el mercado de arte inglés relacionán- dose sus figuras con las de Fabrizio Santafede y Gio- vanni Battista Lama, aunque se apuntaba también cierta vinculación con pintores fla- mencos37. Lo más probable es que todos tengan su ori- gen común en un grabado aún por identificar. Pero el conjunto de pinturas más interesante que guarda la catedral es la er galería de retratos de sus 3 obispo. Don Juan Vigil obispos (24) y arzobispos de Quiñones (12). Muy pocas catedrales (1607-1616) españolas pueden enorgu- llecerse de poseer una iconoteca tan completa consagrada al recuerdo de quie- nes la rigieron38. La restauración en los últimos años, dentro de un plan siste- mático, de esta serie me ha permitido la identificación y estudio de los pintores a los que se encargaron los retratos: Enrique Trozo (D. Bartolomé de la Plaza), Andrés López (D. Juan Bautista de Acevedo), Domingo de la Fuente (D. Fran- cisco Sobrino)39, Diego Valentín Díaz (D. Juan Vigil de Quiñones40, D. Enri-

37 Bordeaux, 2000 ans d histoire. Bordeaux. Musee d Aquitaine, 1971; Sotheby s, Old mas- ter paintings. II, London, 12-VII-2001, p.144, nº 318. 38 J. C. LOZANO LÓPEZ, “Las galerías de retratos episcopales y sus funciones representati- vas”, Arte, poder y sociedad en España de los siglos XV al XX, CSIC, Madrid, 2008, pp. 211-218. 39 J. URREA, El retrato en la pintura vallisoletana del siglo XVII, Cat. exp. Caja de Ahorros Popular. Valladolid, 1983. 40 J. URREA, El retrato en la pintura... s.p.

[137] Conocer Valladolid que Pimentel41, Alonso López Gallo, D. Juan Torres Osorio42, Fr. Gregorio de Pedrosa43, D. Juan Merinero44), Felipe Gil de Mena (D. Francisco de Seijas Losada), Diego Díez Ferreras (D. Gabriel Lacalle y Heredia) y Manuel Peti (D. Diego de la Cueva y Aldana)45 fueron los autores para los que, a lo largo del siglo XVII, posaron los obispos vallisoletanos. Sobre varios de estos retratos he conseguido reunir algunas noticias muy fragmentarias, deduciéndose de ellas que era el representado o su familia quien lo encargaba al artista. Así, en 1611, se pagó 100 reales al pintor Diego Valentín Díaz “por el trabajo, coste y cornisa del cuadro del señor patriarca Don Juan Bautista de Acevedo, que está en la sala de cabildo y capilla de San Marcos”46, completándose con ello el ornato de la pintura original de Andrés López. El del obispo D. Francisco Sobrino que, según su hermano el carmelita fray Diego de San José, nunca se dejó retratar en vida, se hizo para colocarle junto a los de sus predecesores y se comisionó en 1620 al racionero D. Fran- cisco Avendaño, sufragándose a medias su costo con fondos de la mesa capi- tular y de la fábrica47. En cambio el obispo Pedrosa, fraile jerónimo, notificó al Cabildo “el gusto particular que tendrá de que se pusiese en la capilla capitu- lar un retrato suyo”. Para ello encomendó a su secretario particular “hiciese copiar la cabeza de otro (retrato) que dio al convento de Nuestra Señora de Prado, remitiendo al cabildo el tamaño y postura de él porque estuviese uni- forme con los demás señores que en ella están retratados”48.

41 J. URREA, Felipe Gil de Mena, Cat. exp. Caja de Ahorros Popular. Valladolid, 1985. J. URREA, Diego Valentín Díaz, Cat. exp. Caja de Ahorros Popular. Valladolid, 1986. 42 J. URREA, El Museo Diocesano de Valladolid, Valladolid, 1987 43 J. URREA, Diego Valentín Díaz... s.p. 44 J. URREA, Del olvido a la memoria, I, Valladolid, 1998. 45 J. URREA, Del olvido a la memoria, VI, Valladolid, 2007. 46 El trabajo lo concertó el canónigo D. Francisco Sobrino. AGDV. Actas del Cabildo, 22- VIII-1611, fol. 377 y vº. 47 AGDV, Actas del Cabildo, 17-VIII-1620, fol. 221. Su rostro se sacaría del retrato que le hizo al difunto en 1618, de cuerpo presente vestido de pontifical cuando, se expuso su cadáver en el templo de San Lorenzo, cfr. M. CASTRO ALONSO, Episcopologio vallisoletano, Valladolid, 1904, p. 250. 48 AGDV, Actas del Cabildo, 14-VI-1645, fol. 39. En la clausura del convento de Santa Teresa se guarda otro, cfr. J. J. MARTÍN GONZÁLEZ y F. J. DELAPLAZA SANTIAGO, Catálogo Monumen- tal de Valladolid. Monumentos religiosos de la ciudad de Valladolid, Valladolid, 1987, p. 229.

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Aunque no se especificó el motivo, durante el día de la fiesta de Santa Clara, en agosto de 1634, se prestaron al escribano de número Jerónimo Ruiz “los retratos de los señores obispos que están en la sala del cabildo”, por entonces únicamente siete, pero se anotó que el acuerdo se hacía “por esta vez”49. Al año siguiente, se tomó el acuerdo de reenumerar los retratos exis- tentes50. Hasta 1774 no se vuelve a mencionar en las actas capitulares ningún otro retrato de obispo, pero aquel año se pidió al maestrescuela “que mandase hacer un retrato del Sr. Cosío y Bustamante y le colocase en el sitio donde están los demás”, como agradecimiento por “los favores que había hecho a la iglesia”51, entre ellos, su monumental reja del coro. Otra vez se habla de un retrato episcopal en 1786 cuando se autoriza al chantre “para poner el retrato del Ilm.º sr. D. Antonio Joaquín de Soria en la pieza donde se hallan los demás obispos que fueron de este obispado”52, permiso que se solicita nuevamente el 7 de mayo de 1802, en esta ocasión para colocar el de D. Manuel Joaquín Morón “obispo que fue de esta santa iglesia en el sitio donde están colgados los demás señores obispos”53. El 24 de marzo de 1859 el arcediano comunicó al cabildo que tenía ya dispuesto el retrato de su tío el Sr. D. José Antonio de Rivadeneira, último obispo de esta santa iglesia, y que le entregaría al cabildo para que se colgase en el lugar que le corresponde54. El del cardenal Moreno y Maisanove fue pintado en 1870 por Miguel Jadraque en Roma55 cuando el prelado se hallaba en aquella ciudad partici- pando en el concilio Vaticano I, y el del cardenal Cascajares lo donó en 1903 el conde de Cascajares atendiendo a la petición que hizo el cabildo a la fami- lia para evitar que quedase incompleta la galería de retratos de arzobispos56.

49 AGDV, Actas del Cabildo, Miércoles, 9-VIII-1634. 50 AGDV, Actas del Cabildo, Miércoles, 4-VII-1635, fol. 126. 51 AGDV, Actas del Cabildo, 14-IV-1774, fol. 248 y vº. Se pagó por el retrato 576 rs y 22 mrs, cfr. AGDV. Catedral, Hijuela, 1772-1774. 52 AGDV, Actas del Cabildo, 27-I-1786, fol. 468. 53 AGDV, Actas Cabildo, 7-V-1802, fol. 408vº. 54 AGDV, Actas del Cabildo, 24-III-1859 (1855-1864). 55 J. URREA, “Escultura y Pintura”, en Valladolid en el siglo XIX. Historia de Valladolid, IV. Ed. Ateneo de Valladolid, Valladolid, 1985, p. 514. Del mismo cardenal hizo otro retrato el pintor José Méndez y Andrés para el palacio arzobispal de Toledo, cfr. M. OSSORIO Y BERNARD, Galería biográ- fica de artistas españoles del siglo XIX, Madrid, ed. 1975, p. 422. 56 AGDV, Actas del Cabildo, 14-V-1902 y 20-XI-1903.

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Por último, el 28 de enero de 1953, el arzobispo D. Antonio García García manifestó su voluntad de “que después de mi muerte el retrato mío con orna- mentos pontificales pintado por José Luis Capitaine y obsequio por él hecho a mí, sea propiedad de la santa iglesia catedral metropolitana de Valladolid para que figure entre los retratos de los otros Arzobispos”57. Aunque no pertenece a esta serie, el retrato del cardenal y arzobispo de Sevilla D. Manuel Tarancón y Morón (1782-1862), que desempeñó durante 36 años la dignidad de doctoral en la catedral de Valladolid, lo entregaron sus albaceas testamentarios en 1864 “para que sea colocado donde mejor parezca”58. El excelente recuerdo que se guardaba de él en esta ciudad justifi- caba sobradamente la donación.

57 AGDV, Actas del Cabildo, 1951... 58 AGDV, Actas del Cabildo, 18-I y 27-II-1864.

[140] El ambiente musical de Valladolid a fines del siglo XIX y comienzos del XX Joaquina Labajo [PROFESORA DE ETNOMUSICOLOGÍA EN LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID]

Cuando comencé a trabajar sobre la música en Valladolid, me atraía la idea de analizar el funcionamiento sonoro de una ciudad como conjunto social dinámico, como organismo integrado donde lo privado y lo público, lo tradi- cional y lo nuevo, lo culto y lo popular, parecen entrelazarse generando per- manentes transformaciones en los hábitos colectivos. Decidí entonces centrar mi atención en el período del cambio de siglo (1890-1923), por ser éste un tiempo marcado por fuertes cambios sociales y económicos, que habrían de corresponderse con los experimentados en los comportamientos musicales de sus habitantes. Gracias al desarrollo del Ferrocarril del Norte, Valladolid evidenció en esta etapa rasgos de mayor interacción con el exterior y avances significativos en el desarrollo industrial. En consecuencia, gentes procedentes de poblaciones próximas y de zonas rurales se instalaron en la ciudad contribuyendo a incre- mentar sus actividades comerciales y de otros servicios. La música recorrió sus calles, plazas, iglesias, academias, colegios, cafés, bailes, salones o teatros hasta lograr una amplia partitura polifónica, entre cuyos ritmos y melodías no faltaron tampoco disonancias que apuntaban contradicciones en busca de respuestas.

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En este planteamiento, distinciones como música “culta” y “popular” no resultan funcionales. El “qué”, referido al repertorio, poco dice, en muchos casos, del carácter de cuanto la música es más allá de la partitura, en su con- texto, en su circunstancia –que diría Ortega–. La misma obra, interpretada en uno u otro lugar, por unas u otras voces e instrumentos, cambia de significado sin que por ello hayan de evaluarse tales cambios en términos absolutos de pérdidas o ganancias. El Wagner interpretado en aquellos días en el Teatro Cal- derón o en los Jardines del Campo Grande no era el de Bayreuth y no conte- nía sus mismos significados. Por tanto, vale más hoy preguntarse por lo que pudieron significar los diferentes tipos de expresión musical en la cultura de los vallisoletanos. Intentar comprender –a través del “qué”, “quién”, “dónde”, “cuándo” y “cómo”– lo que las diferentes prácticas musicales revelan sobre los modos con que sus habitantes intentaron adaptarse, o resistirse, a la transfor- mación del paisaje sonoro que les rodeaba; reconocer los tonos con que pro- yectaron sus más íntimas y compartidas aspiraciones.

El significado práctico y religioso de las campanas Desde las torres de iglesias y conventos diseminadas por la ciudad, las campanas marcaron con toques diversos el tiempo de celebraciones cotidianas y festivas. A fines del siglo XIX, sus ritmos eran aún los principales responsa- bles del jalonamiento del tiempo colectivo. La poderosa sonoridad del metal y la grandiosa amplificación que sus vibraciones adquirían en su caja de reso- nancia y luego en el tubo geométrico del campanario, hacían de ellas un ins- trumento privilegiado para emitir informaciones, no solamente relativas a las actividades vinculadas al templo en que se encontraban instaladas, sino tam- bién de carácter comunitario –nacimientos, bodas, defunciones...– y preven- tivo –avisos de incendios u otras calamidades naturales–. En caso de incendio, las Ordenanzas Municipales recogían la obligación de hacer sonar las campa- nas más próximas al siniestro –con un toque específico–, a fin de señalar su lugar y desde allí difundir la alarma a lo largo de la ciudad. Al margen de su carácter práctico, las campanas guardaban también significados simbólicos y esotéricos relacionados con su facultad para proteger a la población de catástrofes que sobrepasaban el control humano (Llop 1988). Tal poder, venía dado por las tradicionales atribuciones otorgadas al bronce y otros metales que las conforman, pero también por su carácter sagrado a par- tir del oportuno bautismo que recibían bajo nombres de concretas advocacio-

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Estado del carracón existente en el primer piso de la S.I.M. en 1982 nes (Ponga 1997). Su relevante papel para la comunidad parroquial no se correspondía, sin embargo, con la consideración social que se dispensaba a la figura del campanero. Las obligaciones de éste al servicio del culto sobrepasa- ban el deber de interpretar los diferentes toques tradicionales que, frecuente- mente, eran transmitidos por vía oral de padres a hijos –si bien se conserva en la catedral vallisoletana al menos un documento manuscrito a este respecto–. El campanero debía prestar también otros servicios de mínimo rango en el templo. En los Estatutos de la S.I.M. (1919: artc. 489) se le demandaba que, terminada su tarea, ayudara al perrero a barrer el templo. Llegada la Semana Santa, el sonido de las campanas debía, sin embargo, callar para dar paso al seco y ronco sonido de la madera de matracas, carracas y carracones, (Navas 1916:175). A medida que la rentabilidad económica del tiempo se fue imponiendo en la vida urbana, la colocación de relojes situados en las torres de los campa- narios fue extendiéndose. La medición objetiva del tiempo laboral interesaba tanto a quienes dirigían talleres y comercios, exigiendo la puntualidad de sus asalariados al comenzar la jornada, como a quienes deseaban terminarla a la hora convenida. En cualquier caso, la campana pertenecía a la iglesia y el reloj al ayuntamiento y tal fragmentación de sus funciones llegó a ocasionar durante el cambio de siglo algunos conflictos institucionales para su utilización y man- tenimiento.

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Música instrumental en espacios abiertos Si bien durante el cambio de siglo la ciudad no contó con la existencia de banda municipal propiamente dicha, una Real Orden de 1899 aconsejaba “la deseable asistencia de las bandas militares a los actos públicos”. Así, la Banda del Regimiento del Príncipe –que partiría de la ciudad en 1890–, la del Regimiento de Toledo (1893-1894) o la de Isabel II –cuya presencia se man- tuvo durante todo el período– cumplirían con las labores de apoyo a los actos públicos organizados por el Ayuntamiento para las que se solicitara su con- curso. La Música –como se denominaba familiarmente a este tipo de agrupa- ciones– se hacía presente al paso de procesiones, en los andenes de la estación del ferrocarril, en la plaza de toros y, de modo especial, durante la celebración de conciertos públicos en la Plaza Mayor y en los jardines del Campo Grande (en el paseo paralelo a la acera de Recoletos). Los conciertos veraniegos de la Banda de Isabel II, dirigidos por don Juan Mateo y su hijo Tomás Mateo (Varela de Vega 1992), dieron a conocer nuevas y viejas partituras que han permanecido durante generaciones en la memoria de muchos vallisoletanos. Aquellos conciertos al aire libre raramente se suspendían por razones climáticas: de amanecer la mañana lluviosa, los periódicos locales daban parte a la población de su conveniente traslado a la Plaza Mayor, donde los soportales que rodean la plaza ofrecían refugio a los melómanos.

“Con la música a otra parte”. Sugerencia de un suscriptor de El Norte de Castilla para los desplazamientos imprevistos de la banda de música. Publicado en diversas ocasiones durante la segunda década del siglo xx.

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El repertorio de estos conciertos, organizado al modo estructural de una suite, proponía una cuidadosa combinación de piezas de diferente carác- ter: grave, ligero, agitado…, concretándose en un ordenado devenir de paso- dobles, oberturas, fantasías de ópera, bailes de salón, fragmentos de zarzuela y danzas populares, con una sabia y estratégica secuenciación que conducía hasta un clímax final habitualmente premiado con largos aplausos. Merced a la realización de este tipo de transcripciones, es comprensible el calado popu- lar adquirido por determinadas oberturas y coros de ópera y zarzuela, cuya escucha en estos conciertos sobrepasaba con mucho la asistencia directa a los teatros, no siempre asequible para todos. Más allá de esta labor cultural, las bandas de música prestaban su apoyo como refuerzo a la realización de determinados conciertos especiales dentro de los principales teatros de la ciudad, convirtiéndose en uno de los principales recursos locales. Como ha señalado Carmen Rodríguez Suso (2006:20), el con- cepto de banda municipal retuvo caracteres marcadamente diferenciados de los de las bandas militares. No obstante, en Valladolid la ausencia de banda muni- cipal propició un interesante ejercicio de emulación por parte de la Banda mili- tar de Isabel II. La trascendencia de este tipo de instituciones no sólo fue signi- ficativa como medio de divulgación de un abierto y variado repertorio de interesante factura. También tuvo un valor ejemplarizante, como se deduce de la atracción y aprecio que suscitó entre muchos jóvenes deseosos de obtener una formación musical reconocida, y del impacto que ejerció sobre otras insti- tuciones, como en el Hospicio o la Policía Municipal, entre otras. Dentro de estas bandas, el aprendizaje del manejo de los instrumentos musicales y del conocimiento del solfeo se realizaba de modo gremial –de maestros a aprendices–, garantizando así, interna y autónomamente, la conti- nuidad de su supervivencia. Pero no toda la música que amueblaba la ciudad requería de músicos que dominasen la teoría y el lenguaje del solfeo. En este sentido, fueron numerosas las rondallas, murgas y tunas que, buscando o no compensaciones económicas por sus actuaciones, cubrían celebraciones y cor- tejos sin “saber música”. Ello no suponía ningún obstáculo en la consecución de sus objetivos, centrados en proporcionar motivos para la socialización en celebraciones festivas, académicas, políticas o privadas, ni para hacerse presen- tes durante la Navidad, el Fin de Año y muy especialmente el Carnaval. Fuen- tes diversas testimonian su vitalidad mostrando los recursos musicales de que disponían: guitarras, laúdes y otros instrumentos variados de cuerda pulsada o pinzada, panderetas... –residuales de la música asociada al teatro breve–, junto a algún violín o acordeón de más moderna tradición.

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Junto a ellas, músicos callejeros en busca de posibles contrataciones mostraban sus competencias a modo de anuncio publicitario en céntricas pla- zas y paseos que no desasistían tampoco los organilleros a las horas del paseo de media tarde. Bajo melodías específicas, los vendedores ambulantes gritaban su mercancía provocando aglomeraciones en su entorno. Los serenos, obliga- dos por las Ordenanzas municipales a cantar periódicamente la hora y la tem- peratura, reservaban sus cantos para el tiempo del silencio nocturno.

Música vocal en espacios cerrados Del mundo de las murgas había surgido en 1850, en Cataluña, bajo la dirección de José Anselmo Clavé, una de las primeras masas corales de carác- ter masculino. Este tipo de agrupaciones, nacidas en Europa al calor del ferro- carril y del crecimiento industrial y comercial (Labajo 1989), se extendió rápi- damente por el país. Valladolid se unió al auge del fenómeno coral con el Orfeón Escolar Universitario Vasco-Navarro (1880), activo ya al inicio del período y posteriormente. En 1890, contaba además con el Orfeón Pinciano –órgano representativo de la ciudad–, dirigido por José Aparicio y, ya en 1899, se le agregaría el Orfeón Castilla, de carácter regionalista más significado. Algún tiempo después, en 1920, desaparecidos estos dos últimos, Julián Gar- cía Blanco, maestro de capilla de la catedral metropolitana, fundaría la Coral Vallisoletana y Los Coros Universitarios (1929), que continuaron una inicia- tiva promovida en 1924 por el del organista de la catedral, Sr. Villalba (Labajo 1988: 74-75). Si el Orfeón Vasco-Navarro contribuyó en diversas ocasiones a reforzar el canto coral en los servicios catedralicios, el Orfeón Pinciano y el Castilla colaboraron frecuentemente en las programaciones de determinados actos y conciertos en los teatros principales. Su papel fue relevante representando a la ciudad en actos de hermanamiento interprovincial e interregional, plasmados fundamentalmente en el desarrollo de concursos junto a otras masas corales castellanas, gallegas, cántabras o portuguesas (Coimbra) principalmente, uni- das entre sí por los caminos de hierro. El esencial carácter representativo de estas asociaciones propiciaría que, en 1905, con motivo de la conmemoración del tercer centenario de la primera edición del Quijote, se celebrara en Madrid un gran encuentro nacional de orfeones bajo el impulso del Ministro de Instrucción Pública, Juan de La Cierva. También Santiago Alba –Ministro de Estado en 1922, anti-

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guo redactor de La Opinión y gerente de El Norte de Castilla–, había organi- zado, en 1901, siendo diputado por Valladolid, una visita de los coros Cata- lanes a la ciudad (Labajo 1988: 119-122): se trataba de contribuir a la dis- tensión de las relaciones entre Cataluña y Castilla. El carácter significado de la empresa fue reflejado en las primeras páginas de El Norte de Castilla y en otros periódicos nacionales durante los días en que los Coros Clavé estuvie- ron en Valladolid. La Catedral es indiscutiblemente la institución de tradición musical más antigua de la ciudad. No obstante, interesa recordar aquí algunos cambios fundamentales de sus actividades musicales en este período. Durante el siglo XIX, el canto religioso, había comportado una clara tendencia hacia la expre- sión operística y teatral que aparejaba la presencia de amplias agrupaciones orquestales en los templos. A finales del siglo, sin embargo, surgió dentro de la Iglesia Católica una amplia reflexión que culminó con la proclamación por parte de Pio X de un Motu Proprio en 1903, en el que se atendió a estas cues- tiones. Exhortaba allí el Papa a volver la mirada hacia el Canto gregoriano y a recuperar la práctica de la Polifonía sagrada, una propuesta que determinaría la convocatoria en Valladolid de un amplio congreso nacional en 1907. Vicente Goicoechea, maestro de capilla de la catedral desde 1890, se aplicó diligente- mente a esta reforma, una vez familiarizado con los recursos de la extensa biblioteca musical catedralicia (Aizpúrua 1992). Paradójicamente, es en este período cuando se hace desaparecer el simbólico espacio central que los constructores de las catedrales habían con- cedido al coro y, con él, al rezo en canto polifónico. Problemas en la tesore- ría condujeron, así mismo, a la venta de la reja que hoy se exhibe en el Museo Metropolitano de Nueva York. Al tiempo que los Congresos Eucarís- ticos y Catequísticos convocaban a atraer hacia los templos a una buena parte de la cristiandad que se había alejado de ellos, para algunos maestros de capilla y organistas se hacía costoso renunciar a la inclusión de elemen- tos populares en sus composiciones, mientras que, de modo paralelo, tam- bién les resultaba difícil aceptar el rigorismo con que algunos exigían pres- cindir de la riqueza expresiva característica de muchas composiciones románticas. No obstante, en 1920, el recién nombrado maestro de capilla, Julián García Blanco –niño de coro de la catedral de Burgos y entrenado en la armonización de temas populares tradicionales por Federico Olmeda–, con el apoyo de diversas instituciones orquestales y corales de la ciudad hizo posible la escucha de la Misa de Santa Cecilia de Charles Gounod, en un tem- plo abarrotado de fieles.

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La educación musical Muchos conventos y colegios religiosos vieron desaparecer en aquellos días sus magníficas orquestas. Sólo la permanencia de clases de música en algunos de ellos permitió a algunos de sus músicos y músicas –término de uso habitual en la época– mantener su actividad instrumental. La música había constituído un aprendizaje fundamental en la formación de las clases aristo- cráticas y, durante el siglo XIX, se fue extendiendo paulatinamente entre las cla- ses medias en colegios privados tutelados por órdenes religiosas. En los cole- gios de jesuitas gozaba de amplia tradición (Guillot 1991) y en Valladolid, el colegio de San José (Fernández Martín 1981) fue durante estos años un claro exponente, si bien su presencia ha quedado también documentada en otros centros de la ciudad. En este sentido, cabe destacar la actividad musical des- arrollada por las monjas del colegio de la Compañía de María, cuyos concier- tos ocuparon la atención de los periódicos locales. “Saber música” significaba, en la educación femenina, una plusvalía a la hora de contraer matrimonio y el estudio de la iconografía de este período, da fe de ello (Leppert 1993). Pero además, en el caso de las mujeres de clase media, aquel saber podía ampararlas en caso de verse obligadas a cuidar de su propia manutención (Labajo 1998). La educación musical, en este sentido, constituyó uno de los primeros trabajos “consentidos” a la mujer, principal- mente en clases particulares a domicilio y en academias privadas. Como bien entendió Fernando de Castro con su madrileña Asociación para la Enseñanza de la Mujer (Menor 2006:386). Durante el cambio de siglo, se contabilizan en la ciudad más de treinta profesoras particulares y doce academias destinadas a la educación “profesional”

Orquesta de las monjas del colegio de la Compañía de María, en Valladolid, a comienzos del siglo XX. Tarjeta postal de comienzos del siglo XX

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y de “adorno”. Por “profesional” se entendía el tipo de estudios destinados a la preparación de exámenes ante tribunales oficiales constituidos en el Conser- vatorio de Madrid. La de “adorno” era un tipo de enseñanza de carácter ama- teur, conducente al aprendizaje de algunas obras de fácil interpretación para divertimento personal o fiestas privadas. Más allá de la iniciativa particular y pública de estas academias, la Escuela Nacional de Maestras y Maestros se dotaría también de profesorado especializado para el desarrollo de la expresión musical en la educación gene- ral. Y, al mismo tiempo, al reorganizarse a nivel nacional, en 1910, los estu- dios de las Academias de Artes y Oficios derivando una parte de ellos hacia las Escuelas Industriales, se permitió la creación de una sección de Música, en 1911, que reunió al profesorado más relevante de la ciudad. En 1918, esta sec- ción se constituiría en Escuela Provincial de Música.

Salones, círculos, cafés y teatros El aprendizaje y práctica de la música, fuese de modo amateur o profe- sional, proporcionó a la sociedad vallisoletana los medios para el sosteni- miento de encuentros y prácticas socializadoras públicas y privadas de carác- ter interno. Con periódica frecuencia, en los salones de algunas casas particulares se celebraban pequeños conciertos donde voluntariosos solistas y pequeños grupos de cámara –siempre miembros o amigos de la familia– ofre- cían al auditorio sus dones y habilidades frecuentemente intercalados con la lectura, por parte de otros concurrentes, de poemas propios y ajenos; fiestas privadas que solían incluir la práctica del baile, en que no solían faltar –hasta avanzada la segunda mitad del siglo– las sevillanas. Del mismo modo, y con carácter menos restringido, los círculos auto- denominados “aristocráticos” venían abriendo también sus salones a este tipo de eventos desde mediados del siglo; cabe recordar las veladas y cotillones del Círculo de Recreo (1844) o del Círculo de Calderón (1864), donde se practi- caban, al compás de orquestas locales contratadas, valses y mazurcas. A ellos se sumaban otros de talante más cultural, político, gremial o, incluso, regional, como los que acogían, respectivamente, el Ateneo, el Círculo Republicano, el Tradicionalista, Venatorio, Mercantil, la Colonia Francesa, Vasco-Navarra, la casa de Palencia o la de Segovia. Y ya alejados de todo tipo de pretensión aris- tocrática, más de treinta salones de sociedades de bailes públicos –en su mayo- ría instalados en el popular barrio de San Andrés– acogerían el baile de la

[149] Conocer Valladolid cachucha y, con él, otros valses, mazurcas, polcas, chotis y seguidillas al son, en el más humilde de los casos, de un organillo. Por más que gavotas, valses, polcas o galops procedieran de espacios distantes a la piel de toro, la larga convivencia con sus ritmos y caracteres los había hecho propios con la mediación de compositores locales y nacionales. De tal modo que cuando, entre algunos, se desató la alarma frente al Fox-trot, el Boston, el Cake-walk o los Ragtimes que tanto apasionaron a Debussy, Ravel y Stravisnky, surgieron respuestas musicales y columnas críticas que, como la publicada en la Revista de Castilla (1904, 2, 55), ponían de relieve sentimien- tos de nostalgia y desorientación ante el nuevo paisaje que, poco a poco, iba coloreando y enriqueciendo los sonidos del nuevo siglo. Aquellos aires que atraían el interés de la otra parte del público que concurría a los cafés-concierto llegaban no sólo a través de partituras, sino también en las grabaciones que “La Voz de su Amo” y otras industrias disco- gráficas hacían llegar hasta Valladolid. Había razones para temer que pudieran disminuir la pujanza de expresiones más enraizadas en la tradición popular española. Pero la vocación de la ciudad no era ya la de construir murallas y eri- girse en fortaleza, sino la de sobrevivir abierta al mundo y a la diversidad de sus discursos. Los ciudadanos serían quienes habrían de elegir, para unas y otras músicas, su tiempo y su espacio en la ciudad. Así, mientras algunos cafés mantuvieron hasta bien entrada la segunda década del siglo su apuesta por el baile y cante flamenco (Labajo 2003:73), otros se decantaron por la programación de repertorios expresamente relacio- nados con las veladas de los “café-conciertos”, originados habitualmente a par- tir de transcripciones de fragmentos de ópera y música instrumental europea. En ellos, el piano y, más frecuentemente, grupos de cámara como quintetos y sextetos, eran dispuestos cuidadosamente en lugares preferentes de la sala para su adecuada escucha. Este tipo de “música de cámara” –sin duda nada comparable a la atención requerida para un cuarteto de Beethoven–, reclamaba actitudes y disposiciones no muy diferentes a las demandadas por las programaciones sinfónicas en el teatro. Se tratase de valses o de oberturas sinfónicas, su reducción a cinco o seis instrumentos obligaba a concentrarse en los sutiles planos que surgían del entretejido de sus líneas melódicas, convidando a compartir la conversación originada entre el pequeño grupo de músicos, cuyo trabajo resultaba, en contrapartida, más íntimo y sensorialmente más próximo.

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Sería un error interpretar, desde la perspectiva de hoy, que pudiera exis- tir un abismo entre las programaciones en estos espacios y cuanto se ofrecía en concepto de “concierto” instrumental en el principal teatro de la ciudad. La sociedad vallisoletana, como en general la española, estaba más habituada a convivir con la música teatral (Virgili 1987) –ópera, zarzuela, revista y otros géneros– que con el concierto sinfónico y eso lo sabían los empresarios teatra- les. Basta revisar los programas de este período del Teatro Calderón para com- probar cómo ofrecían con frecuencia una mera selección de fragmentos de sonatas, conciertos o sinfonías, con el fin de garantizar así el éxito del programa.

Tradición y tecnología Sobre estos modos de expresión musical “en vivo” se percibe a partir de la primera década del siglo una amenaza cuyo carácter ya no merecía ser esti- mado en simples términos de oposición entre lo nacional y lo foráneo. La inquietud provenía de la tecnología. Al tiempo que se creaban nuevas salas destinadas a la proyección cinematográfica, la actividad de los teatros comenzó a alternar, de modo creciente, la presencia del “séptimo arte” con sus progra- maciones habituales. Y, si bien es cierto que hasta la llegada del cine sonoro las proyecciones cinematográficas necesitaron de músicos que reforzaran, durante los pases de las películas, el discurso de las imágenes, ya no requerían todos los elementos de las plantillas orquestales existentes. Los esfuerzos realizados por la Sociedad de Socorros Mutuos Santa Cecilia, fundada en 1893, se vieron desbordados para atender los problemas que surgieron en las formaciones diri- gidas por Tiburcio Aparicio (T. Calderón), Zangroniz (T. Zorrilla) o Dn. Pedro Paulino (T. Lope de Vega), pese al apoyo que pudiera representarles la forma- ción en 1909 de la Sociedad Filarmónica de Conciertos o la fundación de la Sociedad de Profesores de Orquesta en 1916. Desde finales del siglo, el progreso en la mecanización de la música fue llevando a sustituir en algunos hogares el piano romántico por el piano mecá- nico (pianolas). Las diferentes casas comerciales, conocedoras del oculto deseo del consumidor de continuar interviniendo en el resultado final de la “parti- tura”, permitían –en los modelos más avanzados– controlar la velocidad, así como los matices de la intensidad, a través de pequeñas manijas situadas en el borde frontal del teclado. Del mismo modo, las orquestas de baile podrían ser ahora sustituidas por órganos automáticos que incluían instrumentos de percusión automatizados,

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José Gutiérrez Solana, La Cupletista, 1927 (Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando). Retrato de “La Goya”

aunque su elevado coste no parece que compensara demasiado a muchas de las sociedades de baile activas en la ciudad. Su llegada a Valladolid está constatada pero, sin embargo, fue el popular organillo o “piano de manubrio”, quien se encargó de asumir más cotidianamente en verbenas y bailes populares estas labores mecanizadas. Más de seis organilleros pueden contabilizarse a lo largo de este período del cambio de siglo. Sin su inestimable contribución a la difu- sión del repertorio de cupletistas y tonadilleras, sería imposible explicar la incuestionable popularidad que sus canciones han mantenido en la memoria popular. La venta de rollos y pianolas, como la de los nuevos gramófonos, cilin- dros y discos no corría por los mismos circuitos que venía haciéndolo la música impresa. Almacenes de partituras como el de Carlos Saco del Valle –con academia de música en la ciudad y padre del compositor Arturo Saco del Valle–, o como el del pianista Leandro Guerra o el de la Unión Musical, nada tenían que ver con la venta de discos de música y espectaculares gramófonos que la Casa Iglesias, Guillén e Hijo, o los bazares de Alcañíz y Moliner, aña- dían ahora a su larga lista de máquinas y utensilios. A medida que durante la segunda década del siglo la ciudad fue distan- ciándose de su entorno rural, una nueva mirada en busca de los orígenes per- didos se fue instalando entre los ciudadanos. Así, por ejemplo, las críticas aira- das publicadas en torno a la presencia de un dulzainero en la calle Miguel Iscar en los días festivos (El Norte de Castilla, 1904,15448, 3), puede servir como testimonio de la amplia capacidad de convocatoria que aún guardaba para muchos ciudadanos la presencia de una música que reclamaba el recuerdo de un mundo pasado y vivido. Retomar el interés hacia la cultura tradicional cam-

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pesina significaba reivindicar el valor de un patrimonio que había sido descui- dado por quienes, en la ciudad, habían ignorado las pequeñas estaciones que el ferrocarril transitaba en su camino hacia otras urbes, y olvidado los cami- nos de donde procedía el pan y la leche de cada mañana. Los trabajos de investigación realizados por Narciso Alonso Cortés, o las detalladas descrip- ciones de romerías y fiestas que contaba en El Norte de Castilla Aurelio Gon- zález, entre otros, dieron prueba del valor de un patrimonio que hoy es tan celosamente atendido. En resumen, el período del cambio de siglo constituyó un tiempo fértil y difícil, donde se puso a prueba la capacidad de la sociedad para dar respuesta local a los impactos recibidos del exterior. Los diferentes tipos de expresiones musicales pusieron en evidencia tensiones entre unos y otros grupos sociales y entre unas u otras tendencias estéticas. Su capacidad para integrar la diversidad en un único diseño permitió a los vallisoletanos creer en la utopía que la música guarda y, así, confrontar sus disonancias sin perder sus referencias. Profundizar hoy en esas dinámicas de encuentros y desencuentros, no debe ser considerado como una cuestión de “mera curiosidad” o como “saber de archivo”, sino como lección de supervivencia capaz de colaborar a proyec- tar futuro.

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VALLADOLID INTANGIBLE

Aprender en Valladolid: Las cartillas de la Catedral Luis Resines [PROFESOR DEL ESTUDIO TEOLÓGICO AGUSTINIANO DE VALLADOLID]

Las cartillas de Valladolid son un frágil documento, del que se conocía su existencia, pero escaseaban los datos sobre ellas e incluso el objeto en sí era un desconocido para el clero, y curiosamente las personas que más sabían del tema estaban relacionadas con el mundo de la enseñanza. Tras una profunda investigación en el archivo de la inacabada Catedral de Valladolid conocí la importancia que tuvieron estas cartillas de doctrina, no sólo desde el punto de vista de la catequesis, sino también desde el aprendi- zaje a leer y escribir de generaciones y generaciones de personas. Estas cartillas surgen como consecuencia de una petición del Cabildo vallisoletano al rey Felipe II, solicitando la autorización para imprimir estas cartillas en exclusiva, de forma que sirvieran como financiación a las obras de la nueva catedral. El privilegio que autorizaba la impresión en exclusiva de las cartillas tiene fecha del 23 de septiembre de 1583 y ya en diciembre de ese mismo año aparecerán las primeras, indicándonos la seguridad que tenían de su concesión y cómo todo estaba ya dispuesto. En el privilegio se dice que debían contratar imprentas en cinco ciuda- des: Salamanca, Madrid, Sevilla, Burgos y por supuesto Valladolid, con la

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intención de difundirlas de forma masiva por todo el reino de Castilla, de manera que todo el mundo pudiera utilizarlas para aprender a leer y a escribir, al tiempo que conocían la doctrina. Las cartillas se fueron imprimiendo con muchas difi- cultades: se debía contratar a intermediarios que gestionaran la impresión en las distintas ciu- dades, y como era de esperar siempre hubo falsificadores por lo que se necesitaba un control muy preciso y unas sanciones severas que evitaran la pérdida de unos ingresos fundamentales en la financiación de la Catedral. Estas cartillas se estuvie- Portada de la ron imprimiendo durante más primera cartilla. de dos siglos y medio, desde Año de 1583 1583 a 1844 y, gracias a la docu- mentación que se conserva en el archivo de la catedral, se ha podido precisar la cantidad impresa: ¡70 millones de cartillas! Estamos ante el principal instrumento para que los ciudadanos de los rei- nos de Castilla y América, mediante un método sencillo, claro y barato, apren- dieran a leer, a escribir –si lo practicaban–, la doctrina más elemental como son las oraciones, incluido el ayudar a misa en latín y finalmente la tabla de multi- plicar como remate a un aprendizaje básico y muy útil para esas épocas. Los ingresos por este concepto, restando los gastos de papel, tinta, trans- porte, personal..., iban destinados íntegramente a la financiación de la catedral; de hecho el ritmo de las obras va parejo al número de ejemplares editados. Así de 1583 a 1588, en cinco años se imprimieron 533.000, una autén- tica inundación de cartillas por todo el reino de Castilla; en el siglo XVI se hicie- ron 1.500.000; en el siglo XVII se subió a 28 millones y en el XVIII periodo muy activo en la construcción se realizaron 34 millones y medio; para, ya en el XIX,

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decrecer a 5 millones. En estas cifras vemos perfectamente refle- jado el ritmo de construcción y parada de las obras. Los objetivos de estas car- tillas se resumen en tres, difundir el conocimiento de la doctrina, cultivar al pueblo y financiar una gran obra arquitectónica, la cate- dral de Valladolid. Al ser un producto que generaba ingresos, pronto sur- gieron cartillas falsas, por lo que desde el primer momento apa- recerá en la portada una firma a mano para autentificarlas como legítimas. En algunas ocasiones se descifra con dificultad –el chantre creemos leer en la pri- mera– para luego sustituirla por Portada de la una estampilla, método mucho cartilla de 1674 más rápido. A pesar de todas las precauciones o los sistemas utilizados, se ha calcu- lado que aproximadamente se realizaba una falsificación cada diez años. De éstas falsas se han encontrado varias, por ejemplo la realizada en Valladolid, en la misma ciudad de la exclusiva, con idéntico formato por Fernando Santarén en 1820. Estas cartillas bien pueden considerarse Patrimonio Inmaterial, pues de este frágil pliego de papel se imprimieron 70 millones y solamente se han conservado veinte cartillas, razón más que suficiente para justificar esta afir- mación. Algunas se encontraron en los archivos judiciales porque fueron prue- bas en algún pleito precisamente por falsificación, otras fueron secuestradas judicialmente, pues hubo tres embargos judiciales a consecuencia de la calidad del papel o por las erratas, lo que nos indica las exigencias de calidad requeri- das; otra sirvió de guarda para fortalecer un libro. En fin, algunas se han con- servado sin que se sepa por qué ni cómo.

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Algunas páginas de la cartilla de 1674. A continuación del alfabeto y la jaculatoria consta “1676”

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Análisis de las cartillas En la primera hoja y como primer blindaje para defenderse de las fal- sificaciones aparece la firma o la estampilla del canónigo denominado obrero mayor, título dado al encargado de poner la firma y llevar la administración de la obra mayor, la catedral. En la parte superior, con la intención de premiar y estimular su uso, se otorgan indulgencias; así dice: “Concede su Santidad cien días de indulgencia a los que enseñaren o aprendieren en ella”. El segundo blindaje es la paulina o sanción canónica para aquéllos que infrinjan las normas –los falsificadores eran condenados a penas de cárcel– y reza así: “Ay Paulina con absolución reservada a su Santidad, y su Nuncio, contra los que contrahacen esta CARTILLA en todo, o en parte, contra los que la compra- ren, y vendieren, y contra los que enseñaren a leer en otra, que no sea de la Santa Iglesia de Valladolid.” Comienza la primera hoja con el christus o cruz, luego el abecedario, después la vocales acentuadas, a continuación la jaculatoria “Jesús, María y Joseph” y el año, para pasar directamente al sencillo método de aprendizaje de la lectura... con el silabeo: ba, be, bi, bo, bu, ca, ce, ci, co, cu... La popularidad de estas cartillas como método de aprendizaje lo demuestra un dato curioso: en “el Quijote”, segunda parte, capítulo XLII “de los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas”, Sancho responde al duque en relación con el gobierno de la ínsula Barataria, donde son menester las armas como las letras; y las letras como las armas. “Letras –respondió Sancho–, pocas tengo, porque aún no sé el abecé; pero bástame tener el christus en la memoria para ser buen gobernador”. El christus es la crucecita de la parte superior que precede al abeceda- rio, y eso era lo único que Sancho sabía: el inicio de las cartillas. Por supuesto Miguel de Cervantes las conocía perfectamente. Sigue el ejercicio de silabeo un poco más complicado, pero no excesi- vamente, para ir tomando confianza y poder leer la doctrina cristiana que comenzaba con el Persignarse, luego el Padrenuestro, el Ave María, el Credo –en letra más pequeña para que pudiera caber en el conjunto del impreso–, la Salve, los Diez Mandamientos, los Mandamientos de la Iglesia, los Sacramentos, “el yo pecador”, los artículos de la Fe en torno a la divinidad y a la humanidad de Cristo, luego las Obras de Misericordia; sigue con los Peca-

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dos Mortales o Capitales, las siete Virtudes, los ene- migos del alma, las poten- cias del alma, los sentidos corporales, las Virtudes Teologales y Cardinales. Todo ello sin explicación alguna; sólo era cuestión de repetir y aprender. El siguiente conte- nido, algo más complicado, trataba de la forma de ayu- dar a misa, en latín, porque en ese idioma era como se celebraba la misa. Y en la última hoja, la tabla de multiplicar, de Portada de la una forma diferente a como cartilla de 1754 la hemos aprendido noso- tros pero igual de efectiva. Así decían: “dos veces dos”, en vez de “dos por dos”. El precio o la tasa varió con los años; nunca fue excesivo: desde cuatro maravedíes, seis... hasta diez y seis, las más caras, por el doble número de pági- nas. En general, un producto barato aunque abundante. Recordemos los 70 millones editados, pero lamentablemente insuficientes para tan magna obra. Estas cartillas se imprimieron durante más de dos siglos y medio, haciéndose tiradas todos los años. Al principio, los canónigos contrataron cinco imprentas en las cinco ciudades antes indicadas, pero, ya comenzado el siglo XVII, les pareció más oportuno comprar su propia imprenta, la de la cate- dral –quizás sea una de las que más ejemplares ha tirado en todo el mundo–, a la viuda de un impresor burgalés, Francisco de la Presa, que la había adqui- rido en Nantes, donde se fabricaban las mejores en ese momento. A lo largo del tiempo las cartillas variaron muy poco. Por ejemplo, cam- biaron en el tamaño, más amplio o más pequeño para abaratar costes, o en el modelo como la de 1754, en cuya portada aparecen tres grabados con el escudo del conde Ansúrez, una imagen de la Virgen, patrona de la catedral y el jarrón de flores, símbolo del escudo nobiliario de la catedral, otorgando a la

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impresión cierto empaque. La firma en este caso es de Francisco Remolinos. En esta fecha se endureció la sanción pues los fal- sificadores únicamente podían acudir al Papa, en Roma, para que les fuera levantada. Excepcional es el modelo de 1790 donde utilizan tipos de imitación gótica para darle un aire más antiguo; se ha suprimido la referencia a la paulina, y sólo hay una referencia al privilegio real concedido para su impre- sión. Esta cartilla tiene una espe- cial connotación. Nos encontra- mos en la época de la Ilustración, cuando se pensaba que el apren- Portada de la dizaje con estas cartillas era insu- cartilla de 1790 ficiente, por lo que los canónigos tuvieron que ceder a la presión de la nueva mentalidad y realizar una cartilla, con una nueva portada sin emblemas que la resaltara y con el espacio dedi- cado al aprendizaje de la lectura mucho más extenso –mientras que lo dedi- cado a la doctrina sigue exactamente igual– para cumplir con las expectativas de la Ilustración. A estas cartillas las llamaban las “francesas” quizás a consecuencia de la identificación de Francia con la Ilustración, pero resultaron no ser del gusto de los maestros, a quienes les parecían más complicadas, terminando por volverse al modelo anterior. Hasta 1825 se fue renovando el privilegio, con la posibilidad aún de encarcelar a los falsificadores que lo contravenían, pero con Fernando VII no se prorroga, comenzando una etapa de decadencia, que dura hasta 1843-44: dejan de venderse en exclusiva, por lo que cualquiera podía imprimirlas y obtener los beneficios, de manera que acabarán liquidando el material de imprenta que había almacenado, hasta su extinción definitiva. Este fue el final de este frágil y sencillo producto: las cartillas que difun- dieron el nombre de Valladolid por todos los rincones de Castilla y América,

[163] Conocer Valladolid que enseñaron a leer a generaciones y generaciones durante más de dos siglos y que, paradójicamente, en esta ciudad donde se imprimieron casi los 70 millones de ejemplares fueron hasta hace muy poco tiempo unas perfectas des- conocidas.

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[164] Las leyendas populares de Valladolid y su relación con otros relatos Luis Díaz Viana [PROFESOR DE INVESTIGACIÓN DEL CSIC INSTITUTO DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA. CENTRO DE CIENCIAS HUMANAS Y SOCIALES. MADRID]

Sobre el concepto y los términos de “leyenda popular” La invitación a dar esta conferencia sobre leyendas y otros relatos popu- lares vallisoletanos supongo que se debe –entre otras razones– a que no hace mucho he publicado una obra sobre narraciones legendarias: Leyendas popula- res de España (Madrid: La esfera de los libros, 2008). Un libro que, como luego iré contando, tiene mucho que ver con Valladolid, los vallisoletanos y –en un sentido más amplio– con Castilla como tierra de la que surgieron algunos de los mitos españoles más difundidos. Así que no estará de más que empiece por explicar qué quieren decir en esta conferencia y aquel libro las palabras que he elegido para darles título: leyendas populares. Comenzaré por la segunda, “popular” que es la más com- plicada. Quienes me han leído o simplemente conocen algo de mi trabajo ya

[165] Conocer Valladolid saben que a mí me sigue gustando utilizar el término de cultura popular o el de cultura a secas, con preferencia a otros términos que suelen emplearse como sinónimos, porque es, en mi opinión, el que mejor define la materia principal de la que se ocupa la antropología: estudiar la unicidad de la condi- ción humana a través de las diferentes culturas o formas de cultura. Folklore, aunque parezca no estar de moda, tampoco me disgusta, es etimológicamente el “saber de la gente” (incluso o sobre todo de la gente que parecía más “rús- tica”), y en ese sentido el vocablo Folklore apuntaba –a mi parecer– a un asunto que sigue teniendo plena validez: que toda la “gente” crea y transmite cultura. Yo veo en este sentido al folklore como el código creativo según el cual la mayoría de la gente hace y comunica una cultura, “su” cultura popular. Y, a pesar de las derivaciones y connotaciones que la palabra pudo tener después de que fuera acuñada, creo que no traiciono con esta visión los planteamien- tos de sus orígenes. En España el folklore no parece haber tenido académicamente hablando muy buena fortuna, pues raramente ha encontrado el espacio cien- tífico que sí tiene, por ejemplo, en USA, donde me inicié en la antropología con maestros que se ocupaban de la cultura popular desde una tradición antropológica. Sin embargo, sí hubo y hay en torno al Centro de estudios His- tóricos de Menéndez Pidal –después incorporado al CSIC– una línea no inte- rrumpida de investigadores que, siempre en un marco académico, han hecho aportaciones muy estimables a la tradición folklórica española, entre los que cabría contar a personalidades tan destacadas como las de García de Diego o Caro Baroja –ambos estudiosos de mitos y leyendas–. García de Diego es autor de una muy erudita compilación de relatos legendarios (1958) y Caro Baroja de varios trabajos sobre estos géneros, entre los que merece especial mención por la profundidad de sus análisis el que dedicó a Mitos y ritos equívocos (1974). En uno de los proyectos impulsados por Caro dentro del CSIC, el de Fuentes de la Etnografía Española, llegué incluso a participar y es esa orienta- ción suya –integradora de Antropología y folklore– la que he querido recoger también en una Colección que dirijo en la misma institución y comienza ya a editarse: “De acá y de allá. Fuentes etnográficas”. ¿Qué puede aportar el conocimiento del folklore o de la cultura oral con el que algunos lo identifican al mundo actual? –se me ha preguntado hace poco en una entrevista–. Yo no hablaría tanto de “cultura oral” como de las otras culturas o, si se quiere, “culturas populares”. Ésas cuya desaparición parece decretada de antemano por el rumbo que lleva el mundo o, mejor, la dirección que le marcan los poderosos que realmente lo gobiernan. Y sí, pue-

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den aportar mucho. Son un antídoto contra la necedad y la razón de la “ver- dad única”. Pero además, sirven –sobre todo– por su propia existencia o resis- tencia para que nos preguntemos por qué tienen que desaparecer, por qué hay tantas cosas –a las que incluso se reconoce como valiosas y de ahí que se las pretenda preservar en archivos y museos– que tienen que sobrar. Pues la cul- tura popular como tal no desaparece, siempre encuentra resquicios desde los que resistir, pero sí los mundos que se sustentaban en ella: las formas de vida rurales que conocimos, por ejemplo. Es decir, todos esos saberes a los que se ha tachado como arcaicos y cuya extinción ha sido decidida apenas por unos pocos. Olvidamos, demasiado fácilmente, que al mundo rural, lleno de cono- cimientos, variedad y riqueza cultural que algunos llegamos a conocer en nuestro país no lo barrió la modernidad, sino el desarrollismo de la última época del régimen de Franco. Como muchas personas de mi generación me crié entre el pueblo y la ciudad en aquella época. La gente que me rodeaba en esa villa vallisoletana donde viví cantaba y contaba historias que tardé tiempo en descubrir que también podían ser literatura o lo que yo entiendo ahora por literatura. Era, especialmente en el medio rural, esa gente entre la que crecí, un “pueblo” que sabía el nombre exacto de las cosas (hablaban como los personajes de Delibes o mejor: Delibes escribió como ellos hablaban). Sin darme cuenta, o quizá sí, pero necesitando luego toda una vida para comprenderlo, descubrí que la gente crea constantemente palabras y relatos para contarse el mundo. Y que valía la pena ocuparse de ello. Quizá, en mi caso, esa elección de estu- diar lo “popular” fuera una manera de intentar conjugar esos dos mundos –urbano y rural– entre los que había crecido. Ya que pronto empecé a perci- bir que lo que más me interesaba, el cómo funciona la cultura, y –por lo tanto– eso que nos hace cabalmente humanos, era algo que ocurría diaria- mente a mi alrededor. Pues bien, a veces, desde lo que sabía o creía saber, he caminado hacia lo desconocido –por ejemplo, cuando me adentré en las respuestas que las cul- turas populares estaban dando a la globalización con sus propios vehículos, como Internet (Díaz 2003)–; pero en otras ocasiones, como ahora, siento que –según les gustaba decir a algunos románticos– voy más bien “de regreso”. Me inicié recopilando romances por pueblos castellanos, para pasar luego a estu- diar lo oral como proceso y los rituales como textos que podían ser interpre- tados. No me arrepiento de mis comienzos, de haber publicado Cancioneros y Romanceros con los que aprendí mucho. Haber hecho trabajo de campo desde la recopilación de folklore me forzó a hacerme mis propias preguntas.

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Porque pronto me di cuenta de que todo trabajo etnográfico implica la aplica- ción de una teoría sobre lo que se quiere encontrar y el cómo hacerlo. Fueron los problemas que estudiaba, y las dificultades que encontraba al hacerlo, los factores que me iban llevando hacia nuevos retos. Mis últimos libros reflejan de algún modo ese camino de ida y vuelta. Y el trabajo ya mencionado de Leyendas populares de España ha sido, entre todas estas últimas obras, mi desafío más difícil como investigador y ree- laborador de textos, como antropólogo y escritor, donde he pretendido reco- ger casi todo lo que sabía de las leyendas españolas, desde los antiguos mitos a los rumores por Internet. En él hay dos estructuras que lo articulan, porque no quise que el libro terminara siendo el típico vademécum de leyendas: una, que es una trama narrativa más o menos ordenada cronológicamente; una especie de recorrido por la construcción del imaginario español. Y otra, más interna y mínima, que sigue el esquema de un texto recreado por mí, seguido de un comentario extenso. Es éste, pues, un libro que se puede leer de muchas maneras. Recomiendo dejar la Introducción para el final y a los más jóvenes empezar por las últimas leyendas, las contemporáneas o “urbanas”, que seguro que les sonarán. Lo más difícil, con todo, no fue dotar de esa doble estructura al libro, sino encontrar un tono casi íntimo, como el que se originaba contando historias al amor de la lumbre. Y un estilo entre lo escrito y lo oral, que es como se ha difundido comúnmente la leyenda.

****** Hablemos, al respecto, de otro término fundamental al que hice refe- rencia en un principio acerca del título de esta conferencia: el de “leyenda”. Y empecemos comentando por qué la leyenda se llama así. Pues utilizamos para nombrarla un término que –aunque documentado ya en época altomedieval– no queda fijado en el sentido moderno hasta el siglo XIX. Sólo en esa época cobra la acepción de “narración tradicional que no se ajusta a la verdad histó- rica”. Procede el vocablo “leyenda” del latín, legenda, y significa “cosas que deben leerse o que se leen”. Sin embargo, las leyendas existen antes de que existiera entre nosotros un concepto con que designarlas, como la literatura existía antes de que apareciera el alfabeto y la “letra” que etimológicamente está presente en la palabra con la que nos referimos a ella. De la misma manera que el folklore, en cuanto a modo de crear colectivamente literatura y cultura, existía también con anterioridad al momento en que los románticos “redescu- bren” lo popular. Son, además, desde esta perspectiva, “leyenda”, “literatura” y “folklore” categorías universales que se dan en todos los pueblos y culturas.

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Las distinciones que, habitualmente, se hacen entre la leyenda y otros géneros narrativos de carácter marcadamente folklórico, como el cuento o el mito, tienden a escamotear una realidad muchas veces comprobada: que el mismo tema ha aparecido o puede aparecer –dentro de la tradición oral, pero también de la escrita– como leyenda, cuento o mito y, en el caso de la tradi- ción hispánica, como romance, nuestra balada por antonomasia. De lo que se desprende que tales géneros son –con frecuencia– “estados” en los que vive y se transmite una narración, más que un aspecto sustancial a la misma, según ya mostrara Van Gennep al referirse a la fábula y al cuento (1982: 20). Y que –como pasa con otras definiciones– la definición que comúnmente se hace de cada uno de ellos está de alguna manera relacionada con la que se aplica a los otros. La leyenda, por ejemplo, acostumbra a referirse a un lugar determinado; y, en ocasiones, a una época –por más que a menudo no resulte demasiado precisa–. Sus personajes son individuos cuyos actos tienen un fundamento que parece histórico y –frecuentemente– de una cualidad heroica. Además, casi siempre la leyenda busca cierta verosimilitud, a pesar de lo extraños o extravagantes que puedan parecer los personajes o hechos que en ella se nos ofrecen. El mito, por el contrario, no está generalmente localizado, sino que se sitúa en regiones y tiempos fuera del alcance humano o anteriores a toda his- toria. Sus personajes son dioses o semidioses; lo que se cuenta es decidida- mente inverosímil, pero –con frecuencia– posee un carácter fundacional para una religión o una cultura dadas. Por lo que vemos, pues, lo que tiene un género le falta al otro y al revés. Un mismo argumento puede atravesar todas estas fases o estados: del mito al rumor, pasando por la leyenda. O, justamente, recorrer el camino en el sentido contrario. Que el rumor se convierte –muchas veces– en leyenda es, al menos, un hecho comprobado. El mito, sin embargo, suele estar al principio más que al final de estos procesos y es por ello que se le concede una antigüedad mayor que a los otros géneros. Porque se encuentran los mitos –en efecto– en la raíz de toda literatura. El rumor, como el mito, tiene mucho que ver con la leyenda y –en oca- siones– se confunde con ella. Especialmente –aunque no sólo– cuando se trata de leyendas contemporáneas que desarrollan lo que, en principio, fue un rumor apenas estructurado, una sugerencia o una sospecha de que puede estar sucediendo tal o cual cosa: por ejemplo, que a la gente le extirpen un órgano de su cuerpo para traficar con él, como en el caso de la leyenda de “El riñón extirpado” que –en versión precisamente vallisoletana– incluyo en el libro

[169] Conocer Valladolid referido (Díaz 2008: 294-298). Pero lo que simplemente sucede es que –al estarse produciendo estos procesos en el presente– podemos percibir en tales casos recientes con más claridad que en el pasado lo que, quizá, haya sido una constante desde tiempos remotos: la proximidad o consanguinidad entre rumor y leyenda. Y rastrear así mejor la conversión en relato literario de lo que era un cotilleo “fugaz y olvidable” (Pedrosa 2004: 24).

Leyendas vallisoletanas de amplia repercusión literaria: convidados de piedra y licenciados extravagantes Desde que empecé a trabajar en mi tesis sobre “El romancero oral de la provincia de Valladolid” ha variado sin duda mi concepción sobre la literatura popular, aunque cuando releo alguno de mis primeros trabajos también tengo la sensación de que –quizá– no tanto como yo pensaba. Incluso compruebo que me he “repetido” bastante en el tratamiento de los mismos temas. Así, no deja de ser significativo que mi primer trabajo de investigación independiente lo hiciera sobre la leyenda, cuento y romance de El convidado de Piedra (1980), a partir de una vieja versión que se cantaba aún en mi propia familia, procedente por línea materna de la Tierra de Pinares vallisoletana. Y así es la narración que todavía “se sabía en casa” y pudo inspirar en su día la obra de Tirso sobre Don Juan: Por las calles de Madrid/va un caballero a la iglesia, va más por ver a su dama/ que por oír la promesa. A la entradita del templo/ había un santo de piedra; le ha agarrado de la mano/ y dice de esta manera: –¿Te acuerdas, gran capitán/ cuando estabas en la guerra jugando grandes batallas,/ jurando grandes banderas y ahora te encuentras aquí/ en este santo de piedra? Yo te convido esta noche/ a cenar en la mi mesa.

.****** A eso de la medianoche/ ha llamadito a la puerta; ha salido a responder/ un criadillo de mesa. El criadillo asustado/ a su amo le da cuenta: –Dile que pase, que pase/ que ya está la mesa puesta de perdices y conejos/ y otras cositas más buenas. Le acercaron una silla/ pa que se siente a la mesa: hace que come y no come,/ hace que cena y no cena, hace que bebe y no bebe/ y deja la copa llena.

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–Yo te convido una noche/ a cenar a la mi mesa, sabes que no tengo casa,/ que tié que ser en la iglesia. Al toque de la oración/ va el caballero a la iglesia, vio dos velas encendidas/ y una sepultura abierta. Acérquese aquí, caballero,/ acérquese aquí, no tema, tengo el permiso de Dios/ de hacer de usted lo que quiera.

.****** Cogió la espada en su mano/ y dijo de esta manera: –El mayor cacho ha de ser,/ ha de ser el de la oreja pa que otra vez no te burles/ de los santos de la iglesia. (Díaz Viana 1998: 144).

Los cuentos y leyendas que tratan de este asunto son muy abundantes y diversos pues la narración del convite al difunto se encuentra en las tradicio- nes orales y escritas de muchos países europeos como Francia, Alemania, Ita- lia o Islandia e incluso entre relatos siameses de fuera de este continente. Su posible relación con la estatua convidada de “El burlador” de Tirso de Molina ha sido estudiada por un gran número de investigadores que se afanaron en encontrar conexiones entre la leyenda y la obra teatral. Tanto el elemento de la aparición de un fantasma –que es una estatua, o sea, la representación de un muerto– como el dicho que el personaje de Don Juan repite en el texto dra- mático apuntan a que Tirso pudo beber en fuentes legendarias que resultaban bien conocidas por su público. “¿Tan largo me lo fiáis?”, que es lo que Don Juan dice al convidado, consistiría –así– en una frase proverbial derivada de narraciones populares al respecto y como tal la cataloga Maxime Chevalier en sus Cuentos folklóricos del Siglo de Oro (Chevalier 1983: 68). En España hay vigencia de este asunto dentro de la tradición oral de dis- tintas zonas tanto en forma de cuento como de romance. En ambos la invitación para cenar no se suele realizar a una estatua, sino a una calavera y quién la hace es un galán, un soldado o un estudiante. Al osado bravucón se le aparece enton- ces un esqueleto entero que devuelve el convite. En la versión en prosa recogida por Aurelio M. Espinosa en Daimiel (Ciudad Real), el incrédulo se salva por las reliquias o cruz que le da un sacerdote y porque el muerto, finalmente, se apiada de él (Espinosa 1991:123-125). No sucede esto en la muestra del mismo cuento recopilada por Luis Cortés Vázquez en la localidad salmantina de Villarino de los Aires, ya que en ella el soldado que convida al muerto sobrevive al banquete de ceniza que el fantasma le tenía preparado, pero –a efectos del susto– después “se metió en la cama y se morió” (Cortés Vázquez 1955: 57).

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Entre las versiones romancísticas se da un doble tipo de relato: en el primero (que es el que siguen las muestras castellanas conocidas), quien invita es un “galán” o un joven caballero y el invitado una calavera; en el segundo (propio de las leonesas), el que invita al muerto aparece ya siempre como un caballero y el fantasma que devuelve la invitación como una estatua, por lo que se acerca mucho más a los elementos que encontramos en el drama de Tirso. Al igual que en éste, hay muestras del romance donde, a diferencia de lo que ocurre en el Don Juan de Zorrilla en que el protagonista se salva, el caballero perece víctima de su osadía e incredulidad. Vicente García de Diego, que ofrece una versión sin localizar de la leyenda en su Antología, hace notar que las distintas versiones discrepan tam- bién en la circunstancia de que el muerto coma o se abstenga de comer. En su opinión, “esta pequeña diferencia puede tener un sentido decisivo en el entronque de la leyenda, o al menos puede dar una idea sobre su tardía difu- sión”, ya que los banquetes en los cementerios se celebraban –realmente– en Galia, Portugal y Asturias, siendo al parecer corrientes entre los cristianos pri- mitivos, por lo que en ciertas regiones este aspecto se seguiría viendo como “normal”, mientas que –según prosigue García de Diego– “en regiones donde los banquetes funerales no se usan se ha encontrado chocante la participación del muerto en el banquete y se ha modificado el romance importado, haciendo que el convidado no coma” (García de Diego 1958, I: 71-72). Es difícil discernir si el romance del caballero y la estatua obedece a una contaminación tardía por influencia de la obra de Tirso sobre el otro de “El galán y la calavera”, al que –en todo caso– tanto se parece o, por el contrario, el dramaturgo trasladó directamente a los escenarios el desafío del caballero a la estatua y fundió esta leyenda con las que pudieran circular sobre la figura de Don Juan. El carácter donjuanesco del protagonista en los dos tipos de romance aproxima sospechosamente ya ambas tradiciones, la del burlador y la de la esta- tua convidada, propiciando lo que hubiera sido la invención o refundición en la pieza de Tirso de dos corrientes hasta entonces separadas y distintas. Esto es lo que venía a pensar Ramón Menéndez Pidal, siguiendo las líneas de investigación que ya había abierto Víctor Said Armesto (1908), en el estudio que efectuó “Sobre los orígenes de `El Convidado de piedra ”: “A este germen tradicional, cualquiera que fuese, pertenecen sobre todo las escenas finales de `El convidado de piedra ; pero la leyenda hubo de ser notablemente ensanchada por Tirso con los episodios que forman el tipo del burlador de mujeres” (Menéndez Pidal 1968: 87-88).

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Y, en la misma dirección, realicé ese trabajo primerizo en torno a este tema donde aportaba una nueva versión recogida de la tradición oral acerca del romance del convidado sobrenatural, muy semejante a las también caste- llanas que ya publicara Alonso Cortés (1906: 35), y también me atrevía a suponer –con la inocencia y atrevimiento del investigador neófito– que entre las reformas conventuales que se hicieron en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid en 1617, pudo desaparecer el vestigio material de la esta- tua que dio pábulo a la leyenda (Díaz Viana 1980: 77-126). Pues el aspecto de que el suceso se ubique en una iglesia o convento concretos no ha de resultar, por cierto, irrelevante. Especialmente, cuando en “El burlador” también se menciona este detalle, como si fuera necesario justificar la circunstancia de que, transcurriendo la acción del drama en Sevilla, el sepulcro relacionado con la tradición castellana estuviera en otra parte. Que por algo habría señalado Tirso, al final de su obra teatral, lo siguiente: Y el sepulcro se traslade en San Francisco en Madrid para memoria más grande. ****** Algunos otros estudiantes o licenciados vallisoletanos también darían mucho que hablar. Es el caso de Andrés de Proaza, Doctor Fausto de estas tie- rras cuya leyenda está ligada, no obstante, más que a un lugar a un objeto. La leyenda del pacto con Satán encuentra en Fausto, mucho antes de que Goethe la tratara y convirtiera en paradigma de la literatura universal, una de sus moda- lidades más creíbles. Y es que el asunto del médico o doctor –no importa mucho en qué ciencias– que firma tratos diabólicos para lograr curaciones milagrosas y adquirir conocimientos sobrehumanos resulta bastante verosímil para todos aquellos que piensan que el saber tiene siempre procedencia sospechosa. En el Museo Provincial de Valladolid, todavía se muestra a los visitan- tes “el sillón del diablo”, un sillón de cuero como tantos del siglo XVI, que –según se cree– perteneció al licenciado Andrés de Proaza, quien fue conde- nado a la horca por practicar la vivisección de un niño. Y aún se dice de la silla en cuestión que todo el que se atreve a sentarse en ella muere o se vuelve inusi- tadamente sabio por lo que estuvo colgada bocabajo durante mucho tiempo en la sacristía de la capilla universitaria. El riesgo parece demasiado grande y más en tiempos como los que vivi- mos en que la ciencia no merece demasiado aprecio. La tradición universitaria sobre el sillón y el licenciado se mantuvo oralmente viva durante mucho

[173] Conocer Valladolid tiempo hasta que fue recogida en libro por Saturnino Rivera Manescau quien contribuyó a fijar y difundir la leyenda (1948). Otro licenciado no menos célebre es el inmortalizado con el apodo de “Vidriera” por Miguel de Cervantes quien, también según Rivera Manescau, podría haberse inspirado en un caso auténtico de locura que le habría contado el Doctor Alonso de Santa Cruz, médico de la Casa de Orates de Valladolid, con quien parece que el escritor mantuvo amistosa relación durante su estan- cia en esta ciudad: Miguel de Cervantes marchó de Valladolid en seguimiento y preten- sión de la Corte, que se había trasladado a Madrid, (y) el Doctor Alonso de Santa Cruz muriera un día, pese a la asistencia cuidadosa de su hijo el Doctor Antonio Ponce de Santa Cruz, ya eminencia médica de su tiempo, y en Madrid, en 1613, el autor de la más famosa historia del más famoso loco, Miguel de Cervantes, publicó una nueva historia de otro loco, adornándola con su ingenio, la de aquel loco que se creía de vidrio que le contara Alonso de Santa Cruz, al que llamó Tomás Rodaja, y le tituló “El Licenciado Vidriera”, y en 1622 el Doctor Antonio Ponce de Santa Cruz, juntamente con sus propias obras de medicina, dio a luz aquel libro de su padre el médico de la Casa De Orates de Valladolid, donde aquél recogiera sus observaciones médicas sobre la locura, con el título “De Melan- cholia”, y donde se relata el caso que sirvió de modelo a aquel amigo de su padre, que ya había muerto también, Miguel de Cervantes, para su novelita vallisoletana (Rivera Manescau 1948: 110-111).

Valladolid, ciudad de leyendas Los relatos a los que acabo de referirme, como todas las que aparecen en mi libro ya aludido, son leyendas populares y, además, de España, porque se han venido transmitiendo dentro de la tradición española o hispánica, inde- pendientemente de cuál sea su origen último o del carácter universal que ten- gan y de la difusión global que las más recientes de ellas suelen obtener. Pero no sólo son de España porque “pertenezcan” –en cierto modo– al legado cultu- ral de este país y sean españoles quienes las transmiten y conservan. También, y sobre todo, porque han contribuido –en una medida mayor de la que muchas veces se supone– a hacer de España y los españoles lo que son. Puede discu- tirse –si se quiere– la realidad nacional de España, pero lo que parece fuera de

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duda, examinando nuestras leyendas, es que hay un “imaginario español”. Que nuestra realidad no está completa –por paradójico que esto parezca– sin esa his- toria imaginaria o memoria reinventada que las leyendas aportan. Y estas leyen- das son de España –más incluso que españolas– porque se siguen contando popularmente aquí, ayudando a conformar una determinada identidad. ¿Qué caracterizaría la formación y difusión de las leyendas de España respecto a otras? Que nuestro país ha actuado como puente entre las tradicio- nes legendarias de procedencia indoeuropea y semítica, como puente entre Europa y América y como puente de las narraciones que iban y venían entre naciones o continentes y a través del Camino de Santiago. En mi libro de Leyendas populares de España creo que resulta evidente –como ya ha sido seña- lado en algún comentario a esta obra– la importancia y peso de la mitología castellana. Y no sólo porque mis recopilaciones sean castellanas y me haya dedicado a estudiar la narrativa popular de Castilla y León durante unos cuan- tos años: también porque el mito o los mitos sobre los que se construye la identidad española proceden en su mayoría de Castilla. Sin embargo, con fre- cuencia –y por paradójico que pueda resultar– se duda de la identidad caste- llana desde los ámbitos políticos y culturales de la propia región. Esa sensa- ción de que Castilla se ha abandonado o borrado a sí misma, quizá enterrada por el peso de su misma historia, se vive y siente especialmente en Valladolid, la capital de la Autonomía de Castilla y León. Se publican a menudo en los periódicos de esta ciudad noticias acerca de los restos arqueológicos que han aparecido y han sido posteriormente ente- rrados de nuevo. Informaciones, por ejemplo, sobre los vestigios romanos tan- tas veces encontrados y vueltos a tapar en las obras que incesantemente sitian a la capital: un alfar, canalizaciones, muros... Y es de todos conocida la “mala suerte” del Esgueva, cuyas reliquias del puente que lo cruzaba frente a la Casa de Cervantes tampoco fueron juzgadas de suficiente interés como para ser exhibidas. Que una ciudad se empeñe en hacer desaparecer uno de sus ríos ya es significativo. Que no quiera guardar ninguna memoria de él aún lo es más. Pero las leyendas son como esos ríos, que –aun manteniéndose subterráneos– no dejan de manar. Porque en Valladolid no únicamente los romanos parecían causar fasti- dio, buena parte del casco antiguo y muchas edificaciones de los últimos siglos desaparecieron en la segunda mitad del XX. ¿Fue especulación, desarrollismo o simplemente mal gusto lo que acabó con todo aquello? Seguramente hubo un poco de todo, pero pienso que lo que más influyó en la aceleración de ese pro- ceso fue una equivocada idea de modernidad. Había que acabar con lo viejo.

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Teníamos que aparentar ser lo más modernos y vanguardistas del mundo. Bas- tante de esta visión iconoclasta sigue imperando hoy en día. Y, con todo, las leyendas sobre lugares desaparecidos y otros bruscamente transformados siguen estando ahí: en historias que la gente cuenta porque las ha oído o leído en algu- nos de los libros que las recogieron. Pues la Cultura popular demuestra la capa- cidad del ser humano para contarse y contar. Para reinventarse en cada época. Y de ahí que para mí las mejores historias sean las que la gente se sigue contando. El Valladolid que conocí de niño ya apenas lo encuentro. A Valladolid, cada vez que regreso, casi no lo reconozco. Los grandes remodeladores de ciu- dades mataron sus esquinas, quitaron sus árboles, secuestraron su aire. He visto desaparecer la Plaza Mayor tal y como era, la de Tenerías –junto a la que viví–, deshacer y rehacer un montón de veces el Paseo Zorrilla, evaporarse el Teatro Pradera como un espejismo, incluso alterar el encanto romántico del Campo Grande y diluirse la ensoñación infantil del Parque del Poniente. ****** Del Puente Mayor sobre el río Pisuerga se contaban varias leyendas de las que Narciso Alonso Cortés se hizo eco en su Miscelánea vallisoletana (1955). La más fantástica de ellas incluye diablo también en el relato pues cuenta el lance entre dos galanes de familias rivales, los Tovar y los Rehoyo, así como la invocación a Satán que hizo el vencedor para poder cruzar el río y llegar hasta la orilla donde le esperaba su amada. El demonio condescendió, tendiendo el actual puente, pero cuando el caballero Tovar fue a buscar a su adorada Flor, sólo encontró un cuerpo calcinado e irreconocible. De los antiguos palacios que restan en la ciudad igualmente se narran dudosas historias: por ejemplo, del de los Valverde, sito en la calle de San Ignacio, esquina con la de Expósi- tos, se decía que las figuras de hombre y mujer que adornan la ventana que hay sobre su puerta, representan a la marquesa y al paje con quien aquélla mantuvo amores adúlteros. Y que el marqués, después de denunciar el hecho y conseguir que ambos fueran castigados, obtuvo de la autoridad permiso para colocar allí los retratos de los amantes de modo que su desvergüenza fuera conocida y su fin sirviera de escarmiento (Palacios Arregui 1987: 14-16). Del Campo Grande se contaba también una historia de duelos entre caballeros que recogió Zorrilla en su leyenda “Justicia de Dios” o “recuerdos de Valladolid”, inspirada por el relato que un fraile carmelita habría narrado en varias ocasiones a su padre, estando el poeta presente: Don Tello Arcos de Aponte mata a traición a Don Juan de Vargas como resultas de una disputa entre ambos por la mano de Doña Ana Bustos de Mendoza. Algún tiempo después, el

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crimen se descubre porque un fraile capuchino observa, desde el balcón de su celda conventual que daba al mismo Campo, a un caballero corriendo, espada en mano, tras otro al que alcanza y –finalmente– atraviesa con su arma. Un ter- cer caballero se acerca para socorrer al moribundo y es apresado por la Justicia. Éste no es otro que Don Tello, quien confiesa haber dado muerte a un hombre a traición. El capuchino no puede evitar que aquél a quien creía inocente fuera ahorcado y vive con pesar su profundo remordimiento. Un día, junto al Pisuerga, se lamenta: –“Pues sin justicia,/no hay Dios”. Y, de pronto, ve flotando sobre las aguas el cadáver de Don Tello y, bajo el mismo, otro cuerpo, también muerto. Don Tello levanta su cabeza y dice: –“En duelo injusto los dos,/ a trai- ción le asesiné:/ no preguntéis el porqué/ de la justicia de Dios”. Los lugares, como vemos, de algún modo hablan. Se cuentan a sí mis- mos a través de generaciones de voces. Lo que no le viene mal, casi podría decirse que salva la memoria, a una ciudad algo desmemoriada ya de sí, como Valladolid. Y es que una ciudad que –según comenté anteriormente– parece que se tapa a sí misma, es una ciudad que no se conoce o no quiere conocerse. En este sentido, y por mucho que les pese a algunos, Valladolid aparece tam- bién como un verdadero paradigma de esa ignorancia de sí y de los propios recursos que aqueja con frecuencia a Castilla y León. La misma estatua del poeta Zorrilla, caída del pedestal de su fuente, semeja ahora un peatón más, arrinconado por el tráfico y el humo de los coches. Pero si apenas perviven los edificios, las calles, los mercados, quedan –sin embargo– las historias. Ha escrito Manuel Lucena Giraldo en la Introducción a su libro Ciudades y leyendas, que “gracias a ellas (a las leyendas), los habitantes de cualquier ciudad, tanto en el pasado como en el presente, han conocido su procedencia, quiénes eran, de dónde venían, por qué estaban allí o cómo podían orientarse en calles y plazas, qué les estaba permitido y qué vedado, qué era digno de recuerdo y qué mere- cía el olvido” (2007: 13). Y conocer las leyendas, recuperarlas, descubrir la topo- grafía imaginaria de una ciudad ya en gran parte intangible, es también –¡qué duda cabe!– una buena forma, quizá la más íntima, de conocer Valladolid.

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[178] Historia y vida tras los nombres* César Hernández [CATEDRÁTICO DE LENGUA ESPAÑOLA. UNIVERSIDAD DE VALLADOLID]

Con frecuencia los árboles no nos dejan ver el bosque. Estamos inmer- sos en un sin fin de preocupaciones, trabajos, tareas, problemas... y ni siquiera pensamos en nuestras raíces o, si lo hacemos, es de una manera muy superficial. A fin de cuentas somos hijos de nuestro entorno, de nuestra intra- historia, de nuestros ambientes y circunstancias. Curiosamente, con jactancia solemos pensar que somos lo que creemos ser y, además, que somos fruto de nuestro esfuerzo, de nuestra voluntad, que nos hemos hecho a nosotros mis- mos, pero realmente no somos lo que creemos ser sino algo muy distinto. Tal vez, puesto que vivimos en sociedad, somos algo parecido al máximo común denominador del conjunto de opiniones que todos los demás de nuestro entorno tienen de nosotros, eso sí unido a nuestra opinión, que lógicamente es la más favorable. Ya Sócrates nos recomendaba insistentemente “conócete a ti mismo” porque era consciente de la dificultad que eso encierra para el ser humano.

* He mantenido la forma de exposición original, de conferencia, sin añadir las referen- cias bibliográficas ni las notas correspondientes.

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Los nombres de las personas Fijémonos en algo tan elemental como el nombre de alguno de nosotros, heredado de nuestros padres, abuelos, antepasados... o del santoral católico, por ejemplo. Pues este dato tan elemental, el nombre, encierra algo tan impor- tante como nuestra herencia del judaísmo, que permitía y propiciaba esa cos- tumbre. En cambio, hay otras culturas que prohíben radicalmente evocar, men- cionar, repetir el nombre de un ser querido muerto, ni imponérselo a otra per- sona, pues sería como evocar a sus espíritus malignos. Durante milenios una gran parte de la Humanidad ha tenido muy arrai- gada en su mente la magia de la palabra, su poder evocador y el temor reve- rencial hacia algunas de ellas, especialmente hacia los nombres de personas, e incluso aún hoy esos sentimientos atávicos perviven en bastantes culturas que ocultan sus propios nombres o vetan el repetirlos. Mencionaremos tan solo unos pocos casos para que vean hasta dónde ha llegado esa actitud frente a los nombres a lo largo de la historia. A veces, unos lo han hecho por temores, por el llamado tabú; otras por intereses, o por convenciones sociales, y en no pocas ocasiones se ocultan los nombres por motivos estéticos o por puro afán de secretismo. A lo largo de la historia ha habido muchas manifestaciones de esa pro- hibición de mencionar nombres, de proferir ciertas palabras; es lo que llama- mos el tabú lingüístico, es decir, el temor de que una palabra determinada puede producir efectos nocivos en quien la escucha; de ahí que muchas cul- turas no evolucionadas toman precauciones en utilizar ciertos nombres y en especial el de los muertos. Por acercarnos a algo no muy distante, en la Biblia (Éxodo 3-14) Yavhé o Elohim dice a Moisés cuando éste le pregunta por su nombre para poder comunicárselo a los hijos de Israel, “Yo soy el que soy” o, como aparece en las nuevas traducciones, “yo soy el que es y existe por sí”; es decir, oculta el miste- rio de su nombre, el nombre de la divinidad y, aún más, en el decálogo que entrega a Moisés expresa categóricamente: “no profieras en vano el nombre de Yavhé tu Dios, porque Yavhé no juzgará inocente a quien lo profiera en vano”. Los pueblos antiguos siempre han creído que existe un vínculo indiso- luble entre nombres, seres y objetos, y que se puede actuar contra las perso- nas o los objetos a través de los nombres. Pongamos algunos casos: los indios de Chiloé (isla del sur de Chile), donde vive un grupo de araucanos, estos guardan en secreto sus nombres indígenas y utilizan únicamente el nombre en

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castellano, hasta el extremo de que, si alguien que conozca su nombre lo dice en voz alta, se asustan y salen corriendo, pues el nombre forma parte de su parcela mágica que deben proteger mediante un sentido reverencial del nom- bre, como un tabú, con respeto y miedo. Otro tanto ocurre en muchos pue- blos de la antigüedad, y en los actuales indios del Orinoco, (los Chiricoas y los Piaroas...), entre otros muchos. Por el contrario, los judíos suelen dar a sus hijos nombres de sus ante- pasados muertos, costumbre que hemos heredado los cristianos. En cambio, entre los guajiros mencionar el nombre de un muerto reciente ante los miem- bros de la familia es un delito tan grave que en ocasiones es castigado con la muerte. Algo similar ocurre en ciertas tribus de Australia: cuando una persona muere, todos los miembros de ese clan que lleven su nombre lo cambian por otro. De manera semejante, entre los aborígenes del Chaco (especialmente, el de Bolivia): cuando muere una persona cambian el nombre a todos los que lo llevan, e incluso cuando muere alguien llamado Jaguar o Caimán, automática- mente cambian también el nombre del animal y dejan de llamarlo así. Es el consejo de ancianas el que se ocupa de poner los nombres nuevos. Hechos semejantes suceden en la India, en Groenlandia, en Madagas- car, en África Central, entre los esquimales… y en Vietnam. Aquí, cuando un niño está gravemente enfermo y ni las artes mágicas ni los medicamentos pue- den hacerle reaccionar, la familia le cambia el nombre, intentando con ello su recuperación, pues –dicen– así el espíritu del mal se confunde y se va a otro lado, le abandona. En definitiva todos estos pueblos conciben el nombre de una persona como una parte constituyente de ella, y son muchísimas las culturas en las que aparecen huellas de esas concepciones mágicas de la palabra. Y entre nosotros ¿qué otra cosa encierran las maldiciones e insultos? Recordemos un caso curioso de eufemismo que ha llegado hasta nos- otros. Durante toda la Edad Media y el siglo XVI, no se podía mencionar al dia- blo, ni siquiera como ‘el demonio’, un eufemismo latino heredado del griego –los daimones griegos eran unos espíritus malignos de los animales–, por lo que utilizaban otro eufemismo preferentemente “el malo”; o diantre, o el rey de las tinieblas, el ángel caído, o el ángel de la luz “Luzbel”, el genio del mal, o la mala cosa, denominación que aún pervive en nuestro refranero. Y ese eufe- mismo se conserva en la traducción castellana del Padrenuestro: “…líbranos del mal (o de todo mal)”, por no mencionar al maligno, al tentador.

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En nuestra cultura y civilización, por el contrario, evocar el nombre de nuestros antepasados y los nuestros propios es algo positivo, un signo de afec- tividad. En realidad los nombres, como verdad lingüística, no tienen por qué decir nada de las cosas o realidades que representan, salvo los onomatopéyicos y algunos pocos más. Pero originariamente los nombres propios de personas y de lugar solían y suelen tener un significado, una intención, recordar a familia- res vivos o muertos –así la filiación, con el sufijo -ez (como Rodríguez, que sig- nifica hijo de Rodrigo, Fernández hijo de Fernando o Hernando…)–, o evocar el nombre correspondiente del santoral, o a personajes ilustres admirados, etc. Del mismo modo los apodos, unas veces se refieren a defectos físicos –el chato, la coja–, psíquicos –el bocazas, el loco, el tonto ‘el pueblo–, o a oficios desprestigiados –el porquero, el purgas…–. Asombra pensar en la cantidad de nombres de persona que utilizamos herederos de la época de los visigodos, germanismos puros, góticos y algunos con un significado entrañable, como por ejemplo Álvaro ‘hombre prevenido’; Alfonso ‘siempre preparado a todo’; Fernando ‘atrevido para las paces’; Rodrigo significaba ‘famoso y poderoso’, Enrique ‘el más rico del lugar’; Elvira, ‘alegre y fiel’; Gonzalo ‘liberado por la lucha’, etc.

Los topónimos Nos centraremos ahora en un buen número de topónimos de nuestra zona, conocidos por casi todos nosotros, cuyo significado originario suele pasar desapercibido, pero que puede darnos luz para conocer un poco más de nuestra historia. Para ello seguiremos las interpretaciones técnicas de esos nombres sin atender en absoluto a las llamadas etimologías populares. La toponimia ha sido una ciencia muy atrayente para expertos y aficio- nados, pero en realidad es muy compleja porque necesita apoyarse en conoci- mientos filológicos, históricos, arqueológicos, de topografía, de botánica e incluso de lenguas antiguas desaparecidas. Para explicar un topónimo debemos conocer su significado pero tam- bién su difusión geográfica por otros lugares –el nombre de Alcazarén lo tene- mos aquí, pero también en Marruecos y en Egipto–, asimismo son importan- tes las primeras dataciones, aunque muchas veces sean fruto de latinizaciones erróneas debido a un clérigo inculto que lo transcribía mal al latín.

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Es cierto que todo topónimo es sospechoso: unas veces puede referirse a plantas del lugar –Olmedo, los olmos–, a animales –el nombre de España originariamente significaba ‘país de conejos’–, o bien a la naturalaza o aspecto del terreno –Horcajos, que es un cruce o confluencia de caminos, Ventosa de la Cuesta, Villalba de los Alcores–; a personajes históricos –Santiago, Sancho Nuño, la Mudarra que evoca al dueño del terreno Almutarraf–; otras veces a gentilicios castellanos o de moriscos –Villasarracino–, o nombres de santos y religiosos –San Llorente, San Cebrián, Saelices–. A fin de cuentas, como dice Menéndez Pidal, “la viva voz de aquellos desaparecidos transmitida de generación en generación, de labio en labio y que por tradición ininterrumpida llega a nosotros”, en realidad son una clara manifestación de nuestro Patrimonio Inmaterial.

Los étimos de pueblos vallisoletanos Comencemos por los étimos (palabra o raíz de la que procede una pala- bra) de nuestros pueblos cercanos. Bastantes responden al tipo de poblamiento del momento en que se crearon. Para ello se aplicaron básicamente tres térmi- nos, uno de ascendencia árabe, aldea que significa ‘caserío, finca’ –Aldeama- yor–; otro término latino: torres –Torrelobatón, Torrescárcela– y tercero, del que más existen, los que empiezan por villa, que se entiende como ‘granja grande donde viven varias familias’, y que hasta el siglo XVII se denominó fundo, término que ha pasado a Hispanoamérica: Villagarcía, Villarramiel (de ‘ramellus’, Villavicencio, Villamuriel –de maurelli, o sea, ‘villa del morito’–, Villafrechós –villa muy fértil–, Villacreces –villa que iba creciendo, aunque Crsecens era el nombre del fundador–, Villardefrades –‘de los hermanos’–, Villalba –que para algunos es ‘villa blanca’, pero que otros interpretan a partir de un término indoeuropeo ‘villa en la altura’–, Villabaruz –baruc es en hebreo ‘el bendecido’–, Villafáfila –de villa y Fabila rey asturiano–, Villalpando –de Al- Pande, nombre propio de origen árabe–, Villaduz –villa de Abiduz, el propieta- rio–, Villabrágima –de villa e Ibrahim, un clan con un nombre árabe de ascen- dencia judía–, Villacid –la villa del señor–, Belver –antes villa ceth ‘villa del gran señor’–, Villalón –Alón y Fahlon término árabe que significa ‘el señor’–. De Velilla se suele decir que es un diminutivo de villa, pero, a nuestro entender, proviene de un término latino, bela, que significa ‘altura de vigía’; y en efecto, si se pasa por allí, se ve cómo desde este lugar se puede vigilar todo el alto páramo para preservar , uno de los enclaves estratégicos fundamen- tales. Todos ellos, pues, son muestras de nombres que responden a los modos de población de los lugares creados.

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Hay un buen número de nombres que responden a los modos de vida y a instituciones medievales; en ellos predominan las quintanas. Quintana deriva de quinta y quintus, un arrendamiento por el que había que pagar la quinta parte al dueño, bien a un conde, bien a la Iglesia. Otra opinión es la de quin- tana como la calle comercial y principal de los campamentos romanos instalados en , pero de este nombre no existe información anterior a los árabes; por lo que es más seguro lo del impuesto “quinto”; así tenemos Quintanilla, una ‘quinta pequeña’. Otros nombres derivan de castrum ‘plaza fortificada’, como Castro- monte –‘en lo alto del monte una plaza fortificada’–, o Castroponce, antigua- mente llamado Castrodonninus –castro del señor, que a partir de 1175 pasó a propiedad de un conde llamado Poncio de Minerva, de donde le viene el nom- bre–; Castromembibre –con una evolución popular a partir de castro Bembibre, familia muy poderosa de ascendencia romana, de bene vivere ‘que vivían muy bien’–; Castronuevo, Castroverde de Campos o Castrillo, cruzado con castillos; Palacios y Palazuelos, como Palazuelo de Bedija –bedija que deriva de un antropónimo germánico, bitilla–. No tenemos ningún pueblo que haga referencia a industrias camineras, o salineras, ni a tejares, en esta zona. En otros casos, cuando se instalaban nuevos pobladores en un lugar, para denominarlo se fijaban en la orografía del terreno, así tenemos la mota, ‘montículo en un llano’, como Mota del Marqués; o Cabezón derivado de caput –cabeza– o capitionem aumentativo de caput que significa ‘cerro alto’. Contamos, asimismo, con loma,conotero del latín altarium>autario. Así Tor- dehumos que para algunos es ‘otero de humos’ creyendo que utilizaban el alto para encender señales de humo y comunicarse; pero, en realidad, la clave está en el humus fertilizante, pues era allí donde se producía para toda la comarca y alrededores. Por otra parte están los valles como forma orográfica, con las variantes valles y val como Valderas, –eras es un antropónimo del poseedor–, así como las vegas (Vega de Ruiponce). Sobre el origen del topónimo Berrueces hay dos teorías, una que lo hace derivar de barrueco y de ahí berrueco que es ‘peña granítica’; y otra, de berroces, originariamente ‘fuente, arroyo’; precisamente a la salida del pueblo existe una fuente de Verroz. A estos se unen todos los derivados de pozos y pozuelos y las vegas, como Becilla de Valderaduey, que viene de Vezella>Veciella, nacida a raíz de vaika ,prerromano, ‘veguita’, seguida del nombre del río Val de Araduey (< Ara-

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toi ‘tierra de Campos’). Boadilla , Bobadilla y Boecillo no proceden de la exis- tencia de muchos bueyes, sino de la raíz bobe – ‘altura por donde pasaban cier- tos caminos y donde había que pagar un peaje’–. Pocos fitotopónimos encontramos, es decir, nacidos por el tipo de planta que se daba en el lugar; así Olmos, Olmillos, Olmedo; o mata, ‘bosque- cillo de árboles’ o Matilla. Sardón es nombre que pervive en la zona leonesa para el acebo; Valdenebro de los Valles, de –val y de enebro–¸ así como todos los Melgares, que vienen de la mielga ‘un tipo de alfalfa’. Algunos nombres de pueblos de nuestra provincia tienen un origen poco claro. Así, por ejemplo, Tudela parece proceder de tutela ‘plaza defensiva’. El origen del topónimo , es bastante problemático y del que no hay nada definitivo: septimancas, latinización hecha por un clérigo, nada tiene que ver con siete, y sobre mancas hay varias opiniones con derivaciones muy complejas, entre las que no faltan las de origen griego, poco verosímiles. Si pasamos breve revisión al origen histórico de algunos nombres, nos encontramos con los: • Prerromanos: Barcial de la loma formado a partir de barcia, desperdi- cios del trigo, y lugar donde lo almacenaban. Roales de Campos, de roiales a partir de arrogiu. Urueña está formado sobre la raíz preindoeuropea –ur u or– que significa ‘colina, cerro’ coincidente con el euskera urri, también ‘colina’. Se formó sobre la forma adjetiva Oronia. Zurita también tiene étimo prerromano, coincidente con el vasco zuri ‘blanco’ • De origen latino (época romana): Belmonte, un ‘monte bellísimo’; Belber significa ‘hermoso’ Bolaños deriva de bulus –importante grupo étnico de la época impe- rial–, y su gentilicio bullianus. Cubillas viene de cova que es ‘cueva’. Mayorga, de maiorica ‘la más importante’ de la zona. Tordesillas, de otero

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• De nombres de santos occidentales y orientales: San Miguel, San- tiago, San Román de Hornija, San Cebrián, que era San Cipriano, San Pedro de La Tarce, proviene de del atarce, término árabe ‘muro defen- sivo’; y Santervás, que no es sino San Gervasio. • Topónimos de procedencia árabe son abundantes en nuestra provin- cia, fenómeno normal tras una ocupación de 800 años. Comence- mos por Alaejos, que procede de un nombre de persona, bien Alaeth, bien Halafe. Alcazarén es un dual árabe que significa los ‘dos alcázares’ o ‘los dos paradores’ que existían en la bifurcación hacia Simancas y Tordesillas en el corredor de Guadarrama hacia la meseta. Portillo, lugar en que existió un puerto donde había que pagar peaje por pasar, cuyo castillo se llamó en otro tiempo “de Asim”, nombre del jefe y de los descendientes encargados de contro- lar aquel puerto. Adalia y Adaja (río) significan ‘vid o noria’. Junto a Tordesillas existía un lugar, hoy despoblado, llamado Alcamin, que significa ‘horno’ y efectivamente era el lugar en que se cocían el pan, los ladrillos… Íscar, para algunos significa ‘valle, río, agua’… unido a un término celta isc, que significa ‘salto de agua’. Íscar es uno de los términos documentados más antiguos, en el 929. Almaraz es el ‘labrantío’. Almenara, son las ‘atalayas’, Villalba del Alcor donde alba es ‘montí- culo’ en indoeuropeo, al igual que alcor en árabe es altozano. La Mudarra de almutarraf. Zaratán, ‘cangrejo’, Villalbarba, villa de los beréberes (

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El nombre de Valladolid Sobre el étimo del nombre de nuestra ciudad ha habido bastante polé- mica y diferentes tesis. Durante años prevaleció la de Ángel Montenegro, que concedía a Valladolid un origen latino-celta, a partir de VALLIS TOLITUM, ’zona de aguas, zona pantanosa’ formada por las esguevas. Esta tesis se rebate por cuestiones filológicas, de evolución fonética y por la ausencia de nombres similares, ya que no hay ningún otro nombre parecido que responda a la raíz TOL- ‘lugares pantanosos’. Menéndez Pidal asigna un origen más antiguo, ligur, a dicha raíz, con un significado de “valle alto”, que es la hipótesis dominante entre los filólogos Según supuestas etimologías latinas o latinizantes tenemos VALLIS OLETUM, es decir, “valle de olivas”, pero esta nunca ha sido zona de olivares; y además oletum es un genitivo plural, algo rarísimo en la toponimia de los pueblos de España; por lo que esta tesis ha sido descartada. Algo semejante tendremos que decir del supuesto étimo valle de lides, sin documentación alguna en que basarse; al igual que otra que cifra su pro- cedencia en el euskera, valle de olaiz, siendo “olaiz” ‘lugar hermoso’, pero igual- mente sin fundamento ni documentación que la sustente. Sobre Valladolid no existe documentación en latín anterior al 1085, aunque en documentos árabes aparece la referencia al nombre de Walid, que era uno de los grandes jefes y dominadores, cuyo nombre se adaptó al caste- llano como Ulit y Olit. También conocemos la existencia de varios presbíteros mozárabes del siglo X y siguiente con nombre Ulit y Olit que vivían en Siman- cas y alguno de ellos firmaba documentos en el siglo siguiente. Muy posible- mente, alguno de ellos, el más ilustre, fuera designado para establecer pobla- ción en esta zona, de encrucijada, entre Cabezón y Simancas. Conviene advertir que a lo largo del s. XI era bastante frecuente encomendar la población o repoblación de ciertos lugares a clérigos mozárabes y/o cristianos. Y en nues- tra provincia, al igual que en las vecinas, tenemos numerosos casos de esta población conjunta (Alaejos, San Román de Hornija, Wamba, San Cebrián, Cañizal, Olmo, etc.), que, en ocasiones, se sustentaba en la creación de monas- terios. Fijémonos ahora, aunque brevemente, en algunos datos de tipo filológico: • En cuanto a la palabra “valle”, tras analizar todos los pueblos de nues- tra zona cuyo nombre comenzaba con vall o valle, he comprobado que nunca han evolucionado a valla.

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• Por otra parte, existe en árabe un término balad cuyo significado es ‘tierra, finca, población, lugar’, designación esta bastante lógica para el nombre de una población. • Siguiendo una ley filológica que reza así: “si hay varios posibles éti- mos, aquél que cumple todas las reglas es el seguro”, tenemos como resultado que si balad se refiere a unas posesiones, a un lugar y Olit es el nombre de un poblador, documentado, y si además las dos pala- bras son árabes, el resultado más seguro del nombre es el de Balad Ulit o Balad Olid. Curiosamente, en fuentes árabes aparece denominado como ’pueblo de Walid’ (Ibn Al-Jatib) y ‘ciudad de Walid’ (Galqasandi). • Un segundo dato de importancia filológica es que las dataciones documentales que han llegado a nosotros del siglo XI, que son los que ahora nos interesan, son en latín, salvo excepciones bien estudiadas. Y los escribas, generalmente, adaptaban al latín absolutamente inco- rrecto –llamado ‘bárbaro’– los nombres de lugar. Para ello, se basaban en etimologías populares o supuestas por ellos mismos. De ese modo Valladolid, en su opinión, estaba formado sobre valle y olid, que inter- pretaban a su manera • Ése era el siguiente paso provocado por la etimología popular para hacerlo más familiar. Mas, sabidos son los dislates de esa etimología popular, que en algún caso llegó a incrementar el santoral inventando un “San Moral”, a partir del nombre del pueblo Salmoral procedente de salmuera. En todo caso, siguiendo las leyes fono-morfológicas de la evolución del castellano, a partir del étimo valle tolitu sólo habría podido dar normalmente valletolido, Valtolid, Valletólido > Valtoldo, for- mas que no aparecen en ningún lugar. • Buscando en diversas fuentes documentales nos encontramos en la Colección Diplomática de Burgos del 1152 Valadolit; en la 1ª Crónica General del Alfonso X el Sabio aparece Valladolit y en un privilegio rodado de este rey de 1255 vemos Valladolit, terminado en -t, grafía bastante frecuente y, por último, en 1274 en otro documento aparece ya con d, Valladolid. Como puede percibirse, todas estas formas, al igual que parte de las que aparecen en los documentos de Mañueco-Zurita –precisamente las menos latinizadas– se acomodan perfectamente a la etimología que defendemos. Etimología que ya fue propuesta por Miguel Asín Palacios, aceptada por Alonso-Cortés y que nosotros hemos ratificado, justificado y documentado en varias ocasiones.

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Con todo lo dicho confirmamos que el étimo de Valladolid es balat-Olit, cuyo significado sería el de “tierras o posesiones entregadas en propiedad para ser repobladas a Olid” (Holit). ****** Con estas reflexiones he pretendido mostrarles la importancia y el inte- rés de los nombres de personas y de lugares, en los que subyace parte de nues- tra vida, de nuestro ser y de nuestra historia.

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