Intro

No nos salvará un milagro La historia no solo juzgará a quienes hoy niegan el cambio climático. Nuestros hijos, nuestros nietos, también condenarán a todos los que pudimos hacer algo y no lo hicimos

IGNACIO ESCOLAR Director de eldiario.es

Primero negaron la realidad. “El concepto del calentamiento global fue creado por y para los chinos para hacer menos competitiva a la industria estadounidense”, decía Donald Trump en 2012. La realidad le desmintió con datos incontestables. El último año registrado, 2016, fue el más caluroso de la historia desde que hay datos, según la NASA. Llevamos ya tres consecutivos batiendo récords y los 16 años más calientes han sido en lo poco que va de este siglo. De la negación del cambio climático pasaron a una segunda trinchera para defender sus posiciones. Una segunda mentira: que no era culpa del hombre. Que ya había pasado antes, que no sería para tanto… que era todo el sistema solar el que se calentaba. Que, como no es culpa nuestra, tampoco había nada que pudiésemos hacer para arreglarlo. La realidad les ha vuelto a desmentir, con huracanes que llegan hasta la costa de Galicia. Con sequías en un rincón del mundo, e inundaciones en el otro. Con incendios incontrolados. Con islas del Pacífico que van hundiéndose en el océano. El consenso científico es apabullante y poco más que el lobby de la industria contaminante niega ya la mayor: la responsabilidad humana en el calentamiento global. Los hechos son tozudos. El negacionismo climático lo es aún más, y han vuelto a cambiar sus argumentos a medida que iban quedando acorralados. Hay cambio climático –dicen al fin–. Es culpa del hombre –reconocen que tal vez sí–. Incluso Donald Trump admitió esa realidad en una entrevista en The New York Times, ya como presidente de Estados Unidos. Todo eso está pasando y no es un invento de los ecologistas o de los chinos, pero lo arreglaremos con un milagro. No hay nada que cambiar. “El mercado trabajará más rápido. Hay alguien ahora mismo en algún garaje que está inventando la forma de parar el cambio climático”. La frase es de Jeb Bush, exgobernador de Florida y el último de Bush que se postuló –en su caso, sin éxito– para la Casa Blanca. Resume bien la última mutación negacionista. Su última trinchera. La confianza ciega en la tecnología, el nuevo milagro, porque en el siglo XXI ya no colaría lo de rezar al santo para que llueva. Hasta el Papa Francisco I descarta esta opción. “El hombre es estúpido. La historia juzgará a los negadores del cambio climático”, asegura Bergoglio. ¿Ayudará a parar el cambio climático una tecnología tan avanzada que sea indistinguible de la magia? Ojalá fuese así, pero apostar el futuro de la humanidad a que nos toque la lotería es tan estúpido que solo se puede entender desde el egoísmo o la ignorancia. La historia no solo juzgará a quienes hoy niegan el cambio climático. Nuestros hijos, nuestros nietos, también condenarán a todos los que pudimos hacer algo, por pequeño que fuese, y no lo hicimos. El desafío es colectivo. Nuestra responsabilidad es individual. Manifiesto

La catástrofe es no hacer nada

YAYO HERRERO Activista, antropóloga, educadora social e Ingeniera Técnica Agrícola

A comienzos de los 70 se publicaba el informe Meado ws sobre los límites al crecimiento. Han hecho falta más de 40 años para que las élites mundiales reconozcan, al menos en los discursos, lo que el movimiento ecologista llevaba advirtiendo desde hacía décadas: de no afrontar una profunda y rápida transformación de los metabolismos económicos, enfrentaremos una gravísima desestabilización global de los ecosistemas y ciclos naturales con desastrosas consecuencias sobre los territorios y la vida. Lo que llamamos economía es un potente sistema digestivo que devora, a toda velocidad, minerales, petróleo, bosques, ríos, especies y personas, y defeca gases de efecto invernadero y residuos peligrosos que envenenan la tierra, el aire o el agua. El edificio del capitalismo globalizado se ha construido sobre la quema acelerada de carbón, petróleo y gas natural, desencadenando el cambio de las reglas del juego que han organizado el mundo vivo durante los últimos milenios. Hemos sobrepasado el pico del petróleo convencional, y las energías renovables, con tasas de retorno energético mucho menores y dependientes de una extracción de minerales también declinante, no pueden sostener la dimensión material de la economía, sobre todo sabiendo que esos mismos materiales son también demandados para electrificar el transporte y digitalizar y robotizar la economía. Las reservas de minerales no dan para todo lo que se pretende hacer con . Si además miramos la pérdida de biodiversidad —el mayor seguro de vida para adaptarse a fuertes desequilibrios—, el declive de reservas pesqueras en todo el mundo, el proceso de cementación y crecimiento de las ciudades, la contaminación masiva, el desorden radiactivo y la proliferación de productos químicos, podemos concluir que nos encontramos ante una gran encrucijada. Ese gran almacén y vertedero inagotable que algunos veían en la naturaleza tiene efectivamente límites que ya están sobrepasados y, a pesar de sus promesas y discursos, ni el capital ni la tecnología son capaces de reparar el daño que ellos mismos crearon. Aunque cada vez más personas son conscientes de que el planeta “está mal y hay que salvarlo”, la repercusión y consecuencias de esta crisis de lo vivo sobre la vida, la economía y la política pasan inadvertidas para la mayoría. Pareciera que la crisis ecológica es una cuestión técnica o de expertos, un asunto despolitizado. Pero plantar cara a la difícil situación que enfrentamos requiere afrontarla políticamente y cuestionar algunas creencias. Lo primero es entender que no hay economía o sociedad sin naturaleza. La economía es un subsistema de la biosfera, no al revés. La crisis ecológica está en el centro de la crisis económica. Los Treinta Gloriosos (de 1945 a 1973) que proporcionaron el llamado estado de bienestar, solo en una pequeña parte del mundo, no se van a repetir nunca más. No hay energía ni minerales que puedan sostener materialmente un pacto neokeynesiano. Por tanto, necesitamos pensar cómo satisfacer las necesidades humanas de forma justa sin contar con bienes que ya no existen y con el cambio climático en marcha. En segundo lugar, hay que recordar que la crisis ecológica y el cambio climático inciden con mucha más violencia sobre las personas más pobres, dentro y fuera de nuestras fronteras. Cuando la economía no crece se destruye y precariza el empleo, y los recortes afectan a servicios públicos y a necesidades básicas que pasan a ser atendidas en los hogares. Las familias se convierten en el sostén material ante las crisis y dentro de ellas son mayoritariamente mujeres quienes de forma no libre terminan sosteniendo la vida. El cambio climático y el extractivismo están en el origen de la expulsión de muchas personas de sus hábitats, generando unos movimientos migratorios masivos que no han hecho más que empezar. Quienes tienen poder económico, político y militar se sienten con el derecho a disponer de un mayor espacio vital, aunque para ello haya que expulsar, ahogar, congelar o matar de hambre o a la población “sobrante”, que es estigmatizada como no empleable, antisistema, fanática o violenta, para poder justificar moralmente su abandono y exterminio. La crisis ecológica es por tanto, parte, la más material si cabe, de la lucha de clases. Se trata de ecológico-distributivo que desvela que nos encontramos ante una tensión estructural entre el capital y la vida. En tercer lugar, es preciso tener muy en cuenta que esta crisis no tiene una solución meramente tecnológica. Con frecuencia, la tecnociencia controlada por el mercado se postula como la única capaz de resolver los problemas que ella misma ha creado. Para saber si esas soluciones son o no aceptables hay que preguntarse si pueden ser universalizadas, si van a poder alcanzar a cubrir las necesidades de las mayorías sociales. Con la correlación de poder existente es perfectamente imaginable una “patada adelante” que garantice los niveles de vida deseados a una parte minoritaria y privilegiada, a costa de la desposesión de amplios sectores de población. La tecnología es condición necesaria pero no suficiente. Necesitamos rearmarnos comunitariamente para resistir las promesas individualistas y adormecedoras de la tecnolatría e interpretar la crisis en clave de problema político. Si tenemos bienes comunes limitados y decrecientes, la única posibilidad de justicia es la distribución equitativa en el acceso a la riqueza. Luchar contra la pobreza es luchar contra la acumulación de la riqueza. En cuarto lugar, parece que los grandes poderes económicos y políticos no se fían de sus propias recetas y ellos sí que se están moviendo y tomando medidas ante la crisis ecológica. En el plano económico proliferan y se intensifican los tratados de libre comercio que blindan el acceso a materias primas y protegen la obtención de beneficios en contra de la vida de la gente; en el plano político se legisla contra la resistencia y las alternativas autoorganizadas que pongan en riesgo las tasas de ganancia del capital o generen poder popular y descentralizado. Los documentos estratégicos militares señalan que ante un futuro de creciente , son los ejércitos, con su eficacia y rapidez de actuación quienes pueden constituirse como “especialistas del caos” y llevan ya tiempo haciendo movimientos para colocarse en posición de ventaja ante los conflictos. El cambio climático, considerado un multiplicador de amenazas, sirve de justificación para abordar las migraciones forzosas o la violencia del extractivismo, no como una cuestión de justicia, sino de seguridad. Reorganizar las sociedades para que quepamos todas requiere un reajuste valiente, decidido y explicado del metabolismo social. La clave es aprender a vivir bien y de forma justa con menos energía y materiales. Delegar en quienes recortan servicios básicos, desahucian y degradan condiciones laborales, o confiar en quienes han hecho de la corrupción una forma de gobierno estructural es objetivamente inútil, pero pretender aplicar políticas emancipadoras y redistributivas mediante meros retoques en un capitalismo que se pinta de verde, también lo es. Y en un marco de incertidumbre creciente, cuando quienes prometen seguridad, justicia y bienestar fracasan, lo que viene detrás son los neo- fascismos. Ya está pasando. La magnitud del desafío es tal que sería preciso decretar un período de emergencia y excepción para aplicar medidas urgentes que pasarían por: 1.- Iniciar un proceso constituyente que sea la base para un cambio jurídico e institucional que proteja los bienes comunes (agua, tierra fértil, energía, etc.), garantizando su conservación y el acceso universal a los mismos mediante un control público, que podría ir desde una verdadera regulación hasta la socialización (no hablamos de la mera estatalización). 2.- Reorientar la tecnociencia, de forma que la I+D+i se dirijan a resolver los problemas más graves y acuciantes. 3.- Establecer una estrategia de adaptación y mitigación del cambio climático capaz de garantizar la necesaria reducción de gases de efecto invernadero y la protección de las personas, otras especies y los ecosistemas. 4.- Abordar un plan de emergencia para un cambio del metabolismo económico basado en el decrecimiento drástico de la esfera material del mismo: transformación de los sistemas alimentarios (con una reducción drástica de la producción y consumo de proteína animal), cambio de los modelos urbanos, de transporte y de gestión de residuos, relocalización de la economía y estímulo de producción y comercialización cercanas. 5.- Dedicar recursos económicos y financieros para acometer las transformaciones necesarias y urgentes. 6.- Garantizar la financiación de esta transformación generando una banca pública no especulativa y centrada en posibilitar la transición. 7.- Establecer un sistema fiscal que sostenga servicios y sistemas de solidaridad pública garantizando la equidad y reparto de la riqueza. 8.- Acometer un proceso de educación, sensibilización y alfabetización ecológica que alcance al conjunto de la población, desde las instituciones hasta las escuelas, los barrios y pueblos, orientado a la adopción del principio de suficiencia y la cooperación como aprendizajes básicos para la supervivencia. 9.- Impulsar y alentar todo tipo de iniciativas autoorganizadas y locales que pongan la resolución de las necesidades en el centro. Este camino debería haber comenzado hace décadas pero, por el momento, la disociación entre la dureza de la situación y la ausencia de medidas políticas es dramática. Por el contrario, exponer la crudeza de estos datos y exigir que sea la prioridad de las agendas políticas es tildado, con frecuencia, de catastrofista. Es un error garrafal confundir la consciencia de los datos con la catástrofe. Los datos son datos y es absurdo rebelarse contra ellos. La catástrofe es que COP tras COP (las cumbres del clima de la ONU) se constate que vamos al colapso y los resultados sean irrelevantes. La catástrofe es no hacer nada. Nadie llama a su doctora catastrofista cuando le diagnostica un tumor. Más bien, afronta el proceso de curación, reorientando todo hacia la prioridad de conservar la vida. Eso es lo que toca ahora. Esa la tarea política más importante, heroica y hermosa que tenemos por delante.w Entrevista

«No podemos evitar el colapso climático, pero sí intentar repartir el golpe para que no barra a millones de personas»

Naomi Klein Periodista, escritora y activista canadiense de gran influencia en el movimiento antiglobalización y el socialismo democrático

MARTA PEIRANO Periodista en eldiario.es

Hace tres años que Naomi Klein cerró su trilogía contra el capitalismo. La primera entrega, No Logo (2000) la catapultó al estrellato, y acompañó a la primera generación de activistas contra la globalización. La doctrina del shock, siete años más tarde, explicaba cómo los gobiernos neoconservadores utilizan el miedo como herramienta política para inyectar medidas tóxicas contra la ciudadanía, como recortes en sanidad, educación y derechos civiles. Cerraba la trilogía Esto lo cambia todo (2014), un ensayo sobre el cambio climático. En lugar de un eslogan, traía una extraordinaria propuesta: usar “la doctrina del shock” para acabar con el capitalismo. Usar el mismo método criminal para darle la vuelta al sistema. “Lo que necesita el clima para evitar el colapso es una contracción en el consumo de recursos; lo que necesita nuestro modelo económico actual es expansión sin trabas”, explicaba en el libro. “Solo uno de estos modelos se puede cambiar, y no son las leyes de la naturaleza”. La idea era buena, pero quizá demasiado optimista. En 20 años de negociaciones y acuerdos para proteger el medio ambiente, no solo no se había detenido el proceso de autodestrucción. Muy al contrario: las emisiones habían crecido un 61%, catapultando el planeta a un aumento de temperatura incompatible con la vida tal y como la conocemos. El libro empezaba con la decepción de París, donde 196 estados acordaron frenar la subida del termómetro por debajo de la línea roja de los 2ºC con polvo de hadas. La falta de compromiso ha demostrado ser sólida: han pasado tres años y las estructuras que produjeron la crisis en primer lugar siguen creciendo de manera ordenada. Desde la primera gran conferencia climática de Ginebra en el 79 hasta la cumbre de Bonn del pasado noviembre, todos los acuerdos internacionales para iniciar el proceso de desarticulación de las industrias más tóxicas se han estampado con el muro del capitalismo supranacional. El esfuerzo medioambiental y la voluntad política son energías antagónicas, reflejo de un sistema económico basado en la sobreexplotación. La provocativa propuesta de Klein fue usar la crisis medioambiental como caballo de Troya para inyectar medidas humanitarias y desprivatizar las infraestructuras críticas. Para salvar el planeta hace falta desacelerar la economía, argumentaba entonces. Y la manera más rápida, sencilla y efectiva es ponerla en manos de la comunidad. La estrategia era nueva, los planes que había dentro no. La lista era el reverso del proceso que nos ha llevado hasta aquí: cambio a energías renovables, rediseño de las ciudades para un fomento del transporte público sobre el coche y del tren sobre el avión. Paquetes de ayuda para los desastres que están por venir. Agroecología. Regulación. Un plan Marshall para salvar la tierra. Tres años después, vuelve a España a presentar su cuatro libro, Decir NO no basta, su manual de estrategias para la era post- Trump.

Han pasado tres años. ¿Por qué esto no lo cambió todo? Se entiende que lo que lo iba a cambiar todo no era mi libro, ¿verdad? (risas). Es verdad que no ha cambiado todo. ¡Pero ha habido progreso! Por ejemplo, integrando protocolos de acción climática en la agenda política, como ha ocurrido en la campaña de Sanders, en la de Corbyn. Incluso Varoufakis está exigiendo un nuevo acuerdo europeo medioambiental.

Es un progreso muy pequeño considerando la urgencia del problema. Sí, claro. Pero cuando escribí el libro había una brecha monumental entre las estrategias para abordar la crisis financiera y las de la crisis climática. Tanto es así que cuando entrevisté a Tsypras por primera vez me dijo: a la gente ya no le preocupa el cambio climático porque ahora está ocupada con la crisis financiera.

Es alarmante cuando es la izquierda quien lo dice. ¡Exacto! Y en España con Podemos pasó exactamente lo mismo, la idea de que no puedes perder el tiempo pensando en el cambio climático porque tienes que poner comida en la mesa. Creo que hemos conseguido romper algunas de estas dicotomías. Hemos conseguido que algunos políticos empiecen a pensar en que el plan para parar el cambio climático es el único que pondrá comida en la mesa. Que nos ayude a salir de esta crisis económica permanente. Ese plan es posible y estamos empezando a diseñarlo.

Hablemos del ‘Leap Manifesto’ que firmó con otros 60 movimientos en Canadá. Aquí es donde pone en práctica su idea de utilizar el cambio climático como caballo de Troya para acabar con las desigualdades. Precisamente. Porque queremos que Canadá funcione solo con energías verdaderamente renovables. Pero también creemos que en el proceso de convertirnos en un país más verde tenemos una oportunidad única de hacerlo también más justo. Que debemos tratar de compensar o al menos corregir las injusticias cometidas con los pueblos indígenas, que podemos reducir las desigualdades económicas pero también de clase, de raza y de género. Y que podemos crear una industria basada en cuidado mutuo y del planeta. Por eso nos sentamos con 60 líderes de movimientos medioambientales y civiles, para ver cómo podíamos unir nuestros esfuerzos y elaborar un plan. He oído que ese plan se acaba de colar en el proyecto olímpico de Los Ángeles. ¿No es increíble? En pocos días habrá un Manifiesto Leap Los Ángeles. Estamos trabajando con un concejal para sacar adelante la resolución que convertirá a Los Ángeles en una ciudad de cero- carbono para 2025. Que es ridículamente pronto, pero la idea es usar el dinero de las Olimpiadas para construir infraestructura verde. Y en el proceso nos estamos asegurando de que esta conversación incluye no solo a los comités energéticos, de comunicaciones y de transporte, etc. Tiene que incluir también a representantes de todas las comunidades, para asegurarnos de que se habla de justicia económica y social. Y tiene razón cuando dice que las cosas no pasan lo bastante deprisa. Desde luego que no está cambiando lo suficientemente rápido para mí. Pero si hay algo que hemos aprendido de los últimos cinco años de política enloquecida es que las cosas, cuando empiezan a cambiar, lo pueden hacer muy deprisa. Para bien y para mal.

¿Qué le hace pensar que no es demasiado tarde? ¡Ya es demasiado tarde! Al menos es demasiado tarde para salvar el medioambiente. Pero no es tarde para todo, y hay diferentes grados de desastre. El cambio climático que ya estamos viendo es catastrófico, al menos para aquellos que han perdido su casa y su cosecha, o para la isla que ha sido arrasada por el huracán. Y ya sabemos sin lugar a dudas que, hagamos lo que hagamos, vamos a ver el doble de eso. Y no sabemos qué aspecto tiene el doble de eso porque estas cosas no cambian de manera lineal. Ya estamos viendo el impacto brutal en Europa, donde este verano habéis visto pasar un huracán por Galicia, Irlanda y Escocia. Y habéis visto lo que pasa cuando el viento huracanado se junta con la sequía que afecta la cuenca del Mediterráneo y estallan esos enormes incendios. No es lineal, no es un solo evento. Es la intersección de todos esos eventos. Es demasiado tarde para salvar el clima, pero no demasiado para salvar a la humanidad. Es de vital importancia que cambiemos radicalmente nuestra manera de tratarnos unos a otros, porque el futuro es catastrófico. Y, si dejamos que nos siga gobernando este sistema económico brutal, las cosas se van a poner muy muy feas en el contexto del desastre. Si no nos gobierna la idea de que las vidas humanas son importantes, todas las vidas, independientemente del color de su piel, de su nacionalidad o religión, el futuro es devastador. Por eso la idea de justicia climática es tan urgente. No podemos evitar el colapso climático, porque ya está pasando. Pero podemos intentar repartir el golpe, para que no barra a millones de personas de un plumazo.

Katrina había sido el huracán tropical más destructivo para la costa estadounidense hasta que llego Harvey este verano. Y Harvey vino acompañado de tres huracanes más. Hace doce años estaba George W. Bush en la Casa Blanca, y dijimos que aquel desastre no se podía gestionar peor. Ahora está Donald Trump, demostrando que estábamos equivocados. ¿Qué hemos aprendido de Katrina que podamos aplicar con Harvey? Hemos aprendido muchas cosas. Por ejemplo, en Puerto Rico la gente identificó de inmediato que se estaba usando el desastre para privatizar la electricidad, incluyendo el sindicato de las eléctricas. Y, cuando se le dio el contrato de reconstrucción a Whitefish, una extraña compañía minúscula, sin experiencia en el sector y con solo dos trabajadores, enseguida descubrieron su conexión con la administración Trump [concretamente, con el secretario de Interior Ryan Zinke], el escándalo fue inmediato y el contrato fue cancelado. Al mismo tiempo, se está invirtiendo un gran esfuerzo en un proyecto de reconstrucción popular que ha unido a granjeros, pequeños nodos de energías renovables, etc. La diáspora puertorriqueña en los EE UU está ayudando mucho, frenando los procesos típicos de la doctrina del shock y asegurándose de que en este momento la isla recibe ayuda, y no se somete a un proceso de rediseño aprovechando la situación de emergencia. Es posible que ocurra de todos modos, porque el enemigo es grande y poderoso. Pero este nivel de organización y de preparación no tiene precedentes. Que en mitad del desastre, con el agua hasta el cuello, con todos los sistemas caídos, los puertorriqueños sean capaces de identificar el peligro de privatización y quieran reconstruir el sistema con energías renovables, controladas por la comunidad, en lugar de dejar que los salve Elon Musk [empresario, el cofundador de Tesla y PayPal, entre otros], es extraordinario. La gente se ha puesto las pilas. La gente ha aprendido las lecciones de Katrina. Entonces sí que tiene una visión de futuro, que es el centro de su último libro. Una visión de futuro que es muy excitante, porque el nuestro ya no es un movimiento que funciona solo en negativo, que dice: “No queremos la privatización”. También es capaz de decir cómo quieren reconstruir sus infraestructuras, y con ellas su sociedad. Soberanía alimentaria, energías renovables, independientes, sostenibles. La cancelación de deudas que han sido contraídas de manera poco limpia, antidemocrática.

El caso de Puerto Rico es particularmente flagrante, como estado libre asociado a Estados Unidos. Porque no hay voto y su deuda ha sido definida por la colonización. Increíblemente antidemocrático. Mira ese consejo de gestión de emergencias que está tratando a Puerto Rico como una colonia. Es muy significativo.

También sería apropiado que el activismo estuviera orientado a una gestión ciudadana del desastre, como la famosa defensa civil contra catástrofes naturales que hay en Cuba. Cierto, aunque en el caso de Cuba la autosuficiencia ha sido impuesta sobre ellos. Y creo que en este momento de reconstrucción se pueden generar modelos ejemplares de otra forma de organización social. Esto es lo que esperamos de Puerto Rico, que se convierta en un ejemplo negativo de la doctrina, en el que se aprovecha el shock para construir otra sociedad más justa, más limpia, más sostenible.

En ese sentido, ¿qué clase de ejemplo sería Detroit? Es interesante que lo preguntes. De hecho, hay una delegación de Detroit en Puerto Rico, porque hay muchos elementos comunes en su gestión de emergencias. Pero no, Detroit no es un buen ejemplo. No está pasando nada en Detroit.

¿No es un ejemplo de futuro, como otras ciudades a las que el futuro está llegando antes? Como Nueva Orleans con Katrina, o Puerto Rico con Harvey. Hablamos del futuro de una manera muy imperial: como algo que “llega”. Pero el futuro es algo que ya ha llegado a todos los rincones del planeta, aunque no lo hayamos identificado aún. En los sitios a los que ha llegado estamos comprobando algo que ya sabíamos de antes: cuando se acaban recursos básicos como el agua y la comida, la tendencia no es hacia la justicia y los comunes. Más bien hacia la guerra o el autoritarismo. Eso es verdad y por eso Puerto Rico es tan interesante para mí ahora mismo. Porque tienen mucha experiencia con los desastres. Este no es su primer shock. Allí están todos estratificados en capas: el imperialismo económico, el colonialismo, el militarismo. Y encima de todos estos shocks, llega el shock climático. Son expertos en shock. Creo que esta vez podrían tener la respuesta. A fondo

Historia de un planeta atormentado

El ser humano bate récords planetarios con inusitada facilidad y rapidez. Quizá uno de los más sorprendentes es el de ser la única especie capaz de apropiarse de aproximadamente la cuarta parte de toda la producción biológica primaria neta de la Tierra. Este es el impacto primordial y último de nuestra especie sobre el planeta. Pero no el único

FERNANDO VALLADARES Doctor en Biología, profesor de investigación del CSIC y de la Universidad Rey Juan Carlos

Toba (Indonesia), hace 75.000 años: la mayor erupción volcánica jamás registrada causó una debacle ambiental que estuvo a punto de exterminar a la especie humana. La cantidad de cenizas aportada a la atmósfera generó un frío y una caída en la productividad primaria del planeta de tal calibre que apenas sobrevivieron 500 hembras reproductoras de nuestra especie, según reconstrucciones demográficas recientes. Fukushima (Japón), año 2011: el sexto terremoto más potente jamás medido golpea la costa noreste, cambia en nueve centímetros el eje de rotación de la tierra y pone a Japón cuatro metros más cerca de EE UU. Debido a este terremoto y al tsunami asociado pierden la vida más de 19.000 personas. Pero lo peor estaba por ocurrir. La ubicación en la zona de una central nuclear que se ve parcialmente destruida por el terremoto y el tsunami provoca un episodio de contaminación radiactiva sin precedentes, que genera un éxodo de un cuarto de millón de personas y una extensa zona marítima y terrestre en la que la vida humana no es segura. Seis años después, se han medido 530 sieverts por hora en los restos el reactor destruido, cuando una dosis de radiación de 10 sieverts es suficiente para matar a una persona en semanas. La diferencia principal entre estas dos catástrofes naturales es que los efectos de la segunda se amplificaron enormemente por la huella humana. Lo mismo que está ocurriendo ahora y a escala global con el cambio climático. Nos encontramos en un periodo interglaciar, un periodo donde se espera que las temperaturas suban por causas naturales. Pero a este calentamiento hay que sumar los efectos de la emisión a la atmósfera de toneladas de gases con efecto invernadero, unos gases que en otras circunstancias podrían servir para “descongelar” o “templar” la Tierra pero que en la actualidad están generando un sobrecalentamiento rápido y preocupante. Para muchos nos encontramos en el momento más peligroso de la historia de la humanidad. La renacida amenaza nuclear y el cambio climático han hecho que el llamado reloj del apocalipsis, ese que según un comité de expertos científicos y premios nobeles nos indica cuan próximos estamos de la catástrofe final, esté más cerca que nunca del temido momento. Lo paradójico es que es la propia humanidad la que está empujando las manecillas de ese reloj, conduciendo al planeta a unas condiciones en las cuales una de las formas de vida que no serán posibles es la humana. Pero la historia de un planeta atormentado por las actividades de nuestra especie comienza mucho antes de los desastres nucleares de Fukushima o Chernóbil, mucho antes de la constatación de que estábamos acentuando el agujero de ozono o alterando el clima del planeta. El primer impacto. El primer impacto humano global en el planeta ocurrió hace unos 50.000 años con la extinción de la megafauna del Pleistoceno. Aunque el ser humano ha estado modificando localmente el medio natural durante decenas de miles de años, es con la “revolución neolítica,” que trajo agricultura, ganadería y asentamientos permanentes, cuando la huella humana se hace conspicua y realmente global. Está bien comprendido por los científicos y bien asimilado por la sociedad que nuestra emisión de gases con efecto invernadero, especialmente el CO2 que liberamos por la quema de combustibles fósiles, está detrás del calentamiento global y las alteraciones climáticas asociadas. Pero hace ya más de 8.000 años que comenzamos a alterar el CO2 atmosférico y esa temprana huella global es detectable y medible. Una revisión reciente muestra evidencia científica de ríos y lagos alterados a escala global por las actividades humanas durante los últimos 4.000-12.000 años. Las alteraciones tempranas y más importantes en estos sistemas de agua dulce fueron de cuatro tipos: erosión del suelo, contaminación (restos de cobre, mercurio y plomo derivados de las actividades humanas se observan en lagos de Europa, Asia y Perú), introducción de especies exóticas y modificación del hábitat mediante presas y alteraciones del cauce y la cuenca. Todos estos impactos se acentúan notablemente a partir de las edades de bronce y acero (hace 3.000-5.000 años). Las migraciones humanas llevaban asociado ya en la prehistoria el transporte voluntario o involuntario de micro y macro- organismos y de sus formas de resistencia (semillas, esporas, huevos, propágulos en general). Los primeros humanos transportaban voluntariamente consigo las especies de plantas y animales que conocían y sabían gestionar, pero también introducían en nuevas áreas geográficas insectos, aves, reptiles, microbios, plantas y hongos que integraban las listas de sus principales comensales y parásitos. Cada gran movimiento migratorio y cada campaña militar de conquista de nuevos territorios que tuvo lugar en los tres últimos milenios estuvo asociado a la movilización no solo del trigo, la alfalfa, la palmera, la cabra o el cerdo sino también de las ratas, el virus de la gripe, las chinches, las llamadas “malas hierbas”, las cucarachas o la lepra. Por ejemplo, existen reconstrucciones moleculares precisas que muestran la alteración genética de extensas poblaciones de pinos y encinas en la Península Ibérica como consecuencia de la expansión del imperio romano. Estos procesos sutiles de alteraciones o contaminaciones genéticas al favorecer ciertas variedades o formas se suman a los conocidos ejemplos de extinciones de flora y fauna local, particularmente en islas, por la introducción deliberada de gatos, cabras o cerdos o por la introducción inadvertida de ratas, insectos o plagas durante los últimos dos milenios. Como todo proceso relacionado con el cambio global, la evolución temporal de estas “invasiones biológicas” ha sido exponencial. En la actualidad tenemos varios centenares de especies exóticas, desde cotorras argentinas hasta mosquitos tigre, acacias, mejillones cebra, cangrejos rojos, ailantos o tortugas de Florida que se han establecido en miles de zonas del planeta por acción del hombre y que están afectando al buen funcionamiento de numerosos ecosistemas y causando importantes pérdidas económicas e impactos en la salud humana. Curiosamente, en un nuevo giro de tuerca de cambios ambientales, el ser humano está dejando poco espacio para algunas especies hasta ahora abundantes. Las especies de aves mas comunes que durante siglos han mantenido un equilibrio con la actividad humana están dejando de serlo. Hay evidencia para Europa de que el gorrión, la golondrina, el mirlo y muchas otras especies de aves que acompañaron al hombre en sus asentamientos rurales y urbanos durante siglos o milenios están perdiendo efectivos. Entre las causas de este enrarecimiento de especies se barajan dos: la contaminación y la limpieza, renovación y constante eliminación de residuos orgánicos. Así pues, no solo las especies raras están en riesgo sino también muchas de las comunes. En un primer momento el ser humano desplaza a muchas especies y obliga a otras a adaptarse a su modo de vida. Después las abandona o cambia de hábitos y no queda espacio para ellas. Lo que se ha visto para las aves europeas se está viendo también para numerosos insectos, mamíferos y plantas. De hecho, la pérdida de biodiversidad es el límite planetario que hemos rebasado en mayor medida. Estos límites planetarios que definiera Röckstrom y colaboradores hace más de una década establecen valores de referencia, umbrales que, una vez sobrepasados, hacen que el sistema se vuelva impredecible y la situación irreversible. La revolución de Jethro Tull. Al periodo que transcurre entre las primeras huellas inequívocas de la actividad humana en el funcionamiento del planeta y la revolución industrial se denomina Paleoantropoceno. Entre la revolución neolítica, que trajo la implantación de la agricultura, hasta la revolución industrial, el planeta ha sufrido varios momentos de expansión humana que han estado vinculados a la domesticación de ciertas especies muy productivas o a ciertos desarrollos tecnológicos que han permitido un crecimiento demográfico más intenso de nuestra especie. Jethro Tull no es solo el nombre de un grupo de rock progresivo sino el de un gentleman británico que con sus inventos y su actitud participó en la revolución agraria del siglo XVIII. Esta revolución trajo consigo un aumento de la población humana, al igual que ocurrió con la revolución verde en pleno siglo XX. La clave en la revolución verde estuvo en la recién adquirida capacidad de fertilizar los campos de forma extensiva y global gracias a la fijación artificial del nitrógeno atmosférico mediante el proceso de Haber-Bosch. A partir de la revolución industrial el impacto humano se dispara y crece de forma exponencial. Pero no será hasta los años 50 del siglo XX que se encuentran testigos irrefutables y globales de la huella humana y se acepta por el mundo académico el comienzo de una nueva era, el Antropoceno, caracterizada precisamente por esa influencia profunda del ser humano en el funcionamiento del planeta Tierra. Los numerosos ensayos con bombas atómicas que se realizaron a mediados del siglo XX dejaron una señal inconfundible y global (los residuos radiactivos de plutonio) que puede comprobarse en los sedimentos recientes de diversos puntos de la Tierra como la playa de Tunelboca, en la Ría de Bilbao. El Antropoceno está repleto de términos, conceptos y testimonios que, como las acumulaciones de huesos de pollo, los plásticos marinos, los “tecnofósiles” o los neominerales, permiten cuantificar, datar y monitorizar la profunda injerencia humana en los procesos naturales del planeta de una forma objetiva y referirla a unos estratos o capas geológicas que cualquier científico presente o futuro puede analizar o estudiar. La huella humana en el planeta es hoy tan extensa geográficamente como variada en su tipología. El ser humano está aumentando la frecuencia y fuerza de los huracanes, extendiendo en más de un mes el periodo anual de riesgo de este tipo de eventos en las zonas tropicales. Lo mismo cabe decirse de los grandes incendios que han sufrido en la última década en Australia, California, Amazonía, Indonesia, Chile, Portugal y España, y en estos casos a nuestra injerencia en el clima hay que sumar nuestros cambios de uso del territorio, que lo hacen mas proclive a incendios catastróficos. Por nuestra alteración del clima se funden rápidamente los glaciares en el Ártico, los Alpes, el Kilimanjaro o los Andes y desaparecen mares y lagos a una velocidad sin precedentes en el registro geológico del planeta. La desaparición de los lagos Poópo (Bolivia) y Chad (África) o del Mar de Aral (Asia) se debe no solo al cambio climático, también a la sobrexplotación de un recurso clave como el agua subterránea. Las sequías intensas en el Sahel y el África subsahariana causan fallos masivos en la agricultura de subsistencia que practican millones de personas en estas regiones y provocan movimientos migratorios masivos y desesperados. La sobrexplotación de recursos no solo afecta al subsuelo: nos estamos quedando sin la otrora abundantísima sardina, y mas de la mitad de los caladeros mundiales de todas las especies de peces de interés comercial han rebasado los umbrales de sobrepesca; el restante 50% está ya en el número máximo de capturas para mantener las poblaciones de peces o muy próximos a este máximo. Del Castor al terremoto de Lorca. Con la exploración del subsuelo nos quedamos sin recursos hídricos, mineros o petrolíferos y estamos aumentando la sismicidad del planeta. La técnica de fracking, empleada para extraer con mayor avidez los combustibles fósiles del subsuelo, produce miles de temblores al año solo en EE UU. En España vivimos algo parecido con el proyecto Castor, que pretendía almacenar gas en una sima submarina; generó centenares de microseísmos al año y llegó a producir un terremoto de magnitud 4 en Vinaroz. Aunque los políticos y los responsables negaron cualquier relación con el gaseoducto, la evidencia científica en torno a las causas de esta sismicidad fue incontestable y el proyecto tuvo que abandonarse y la monumental inversión de dinero público se perdió. Resulta muy interesante el caso del terremoto de Lorca, Murcia. Ocurrió en 2011 y tuvo una magnitud mayor que el de Vinaroz (5,1) pero aun así insuficiente por sí sola para explicar los grandes daños generados en la población. El terremoto fue por causas naturales: la falla de Alhama sobre la que se asienta la zona tarde o temprano hubiera generado este terremoto o alguno mayor. Pero el daño se amplificó por la huella del hombre. Un estudio reveló que la extracción excesiva de agua en el subsuelo generó una gran inestabilidad en el conjunto y que este colapsara ante un terremoto notable pero no devastador como el acontecido. La capacidad humana para afectar a los grandes ciclos de la materia ha sido siempre notable. Desde el momento que pudo talar árboles con una simple hacha comenzó a interferir en el ciclo del carbono, uno de los ciclos que más nos preocupa en la actualidad. Mientras la tasa de fijación del carbono atmosférico (CO2) por parte de los ecosistemas naturales se mantiene más o menos constante a escala geológica, al igual que el paso de este carbono al subsuelo mediante la fosilización de la materia orgánica, el ser humano ha alterado el ciclo acelerando la re-emisión a la atmósfera del carbono que lentamente se fija en los organismos fotosintéticos de bosques, praderas y océanos, y más lentamente aún se almacena en el subsuelo. Esta aceleración de parte del ciclo la comenzamos a generar hace miles de años con el descubrimiento del fuego y la magnificamos sobremanera en la revolución industrial al comenzar a explotar el petróleo, el carbón y el gas, que son formas muy concentradas de carbono. Lo interesante es que el ser humano influye en la función de secuestro del carbono atmosférico que realizan los bosques tanto directamente, por gestión forestal, como indirectamente, por deposición de nitrógeno (fertilización) y cambio climático. Así, el ser humano juega a aprendiz de brujo en un ciclo global complejo como el del carbono, acelerando la acumulación de carbono en la atmósfera y afectando directa e indirectamente la capacidad de ciertos ecosistemas, como los bosques, de volverlo a fijar, eliminándolo de donde más daño nos hace ahora. De momento, la injerencia múltiple de nuestra especie en este ciclo de la materia, injerencia que comenzó hace miles de años y que en la actualidad no ha hecho sino multiplicarse, solo puede medirse y parcialmente simularse. Cada poco tiempo un nuevo estudio científico revela complejas interacciones que afectan al carbono que se aporta o que se quita de la atmósfera. Extrayendo fósforo del suelo y nitrógeno del aire para hacer fertilizantes y aprovechando la energía basada en el carbono que se almacenó durante cientos de millones de años, los seres humanos estamos aumentando la productividad y acelerando ciertas partes de los ciclos de la materia y energía muy por encima de los niveles naturales. El ser humano bate récords planetarios con inusitada facilidad y rapidez. Quizá uno de los más sorprendentes es el de ser la única especie capaz de apropiarse de aproximadamente la cuarta parte de toda la producción biológica primaria neta de la Tierra. Este es el impacto primordial y último de nuestra especie sobre el planeta. Pero no el único.

Reportaje

EL AGUA Habrá menos y estará más contaminada

Los efectos del cambio climático sobre el agua son numerosos. la temperatura marina sube 0,27º por década, los polos se derriten y sube el nivel del mar, que se tragará zonas habitadas o de gran valor. el aumento de la temperatura desplaza a especies, que invaden otras zonas. lloverá menos, nevará menos, habrá menos agua dulce y por tanto más contaminada y cara de tratar

MIGUEL ÁLVAREZ COBELAS Museo Nacional de Ciencias Naturales. CSIC

Un enemigo sin cuerpo recorre tu mundo: el cambio climático. “Pues yo no lo veo”, se dirán much@s lector@s. Pues sí, ahí está, ahí está… el cambio climático ha llegado ya. Si has conseguido leer hasta aquí, ahora te voy a contar cómo afecta el dichoso cambio a las aguas, a las del mar y a las dulces. Resumen del partido: 1º) los gases de efecto invernadero, emitidos por el ser humano, calientan La Tierra más de lo debido; 2º) las temperaturas del aire aumentan en todas partes; 3º) disminuyen las lluvias y las nieves en bastantes sitios; 4º) suben el número y la intensidad de las cosas climáticas más raras, como las olas de calor, las sequías y las inundaciones; 5º) aumenta la radiación ultravioleta que recibimos. “¿Y qué resultados producen todos estos fenómenos en el mar o en las aguas dulces?”, quizá te preguntes. Las aguas del mar se calientan, los hielos del polo norte y del polo sur se derriten, el nivel del mar aumenta, los acuíferos subterráneos se rellenan menos, los ríos y los lagos se secan más… Ya llego al asunto. Empiezo por los mares.. El calentamiento del mar tiene varias consecuencias desagradables. Una —que ya te he dicho— es que se acaba el hielo polar. Otra es la expansión térmica: cuando sube la temperatura, el agua ocupa más espacio. El resultado de ambos procesos: crece el nivel de los mares. En los últimos 25 años, ha subido algo más de dos centímetros por década en todo el mundo, tomando la cifra más baja conocida. “Vale”, te dirás, “así mi niño se puede bañar más a gustito”. Sí, quizá, pero esto no es lo de “ande yo caliente y ríase la gente” de Góngora. Como siga así, el mar va a cubrir bastantes sitios del mundo. Islas como las Carteret, cercanas a Nueva Guinea, unos cuantos atolones habitados en el Pacífico Sur y grandes zonas del subcontinente indio (parte de las llanuras de la desembocadura del río Ganges, en Bangladés), entre otros lugares, desaparecerán totalmente bajo las aguas. Pero yo aún diría más. Porque el aumento térmico del agua marina tiene otros efectos malos. Cambia el clima de los continentes. Las corrientes marinas cambian. Las zonas llamadas “de afloramiento”, donde hay más pesca por entradas de aguas frías profundas ricas en sustancias nutritivas que alimentan a las redes tróficas, disminuyen. Muchas especies, antes residentes en zonas tropicales y subtropicales, se mueven hacia las zonas templadas y empiezan a echar de allí a las que antes había; esto ha ocurrido ya con muchas macroalgas del Cantábrico, en cuyas áreas geográficas de distribución están viéndose sustituidas por algas del Mediterráneo, adaptadas a unas temperaturas superiores. La planta sumergida de Posidonia está en regresión en ese mismo mar por el cambio climático. Un erizo tropical (Diadema antillarum), que devora vegetación acuática a toda velocidad, ya ha llegado a las Canarias. ¿Y qué más me puedes contar de España? Aquí tenemos un héroe desconocido, sin estatua en ningún parque o plaza. Su nombre: Josep Pascual i Messeguer. Desde 1970, este señor ha estado midiendo la temperatura del agua de mar todas las semanas delante de L’Estartit, en Girona. Nadie lo había hecho nunca durante tanto tiempo seguido.. El delta menguante. Gracias al amigo Josep sabemos que la temperatura marina ha subido unos 0,27 ºC por década en la capa de los primeros 50 metros de agua. O sea, que hoy el agua allí está 1,25 ºC más caliente que en 1970. Una buena prueba del cambio climático. Lo dicho: pido para él una estatua o una calle. ¿Por qué tantos militarotes las tienen y este héroe civil no? Así que, si el agua ya está bastante caldorra en el Mediterráneo de por sí, piensa que aún lo estará más dentro de unos años. El nivel del agua ha subido 1,5 milímetros por año en el último siglo en los mares del mundo. En el caso más favorable, se supone que habrá subido unos 40 cms en nuestras costas para finales de este siglo. Se prevé que sitios muy conocidos, como el delta del Ebro, que ya estaba acortándose por falta de sedimentos debido a la construcción de grandes embalses en el río, ahora se irá haciendo más pequeño por el aumento del nivel del mar. Muchas playas (y sus chalets), pero también los estuarios del Guadiana y del Guadalquivir, se verán afectados. El aumento de la temperatura marina ha tenido otras consecuencias. Han llegado a nuestras costas algas grandes de origen tropical, peces subtropicales, más medusas (con lo que pican las malditas)… También han llegado más especies de algas microscópicas que producen las llamadas “mareas rojas” (grosso modo, una proliferación de una o distintas microalgas en cualquier cuerpo de agua en una zona determinada y que tiene un efecto nocivo en otro organismo) y perjudican a los cultivos de mejillón. Y otra cosa que no se ve a simple vista, pero que es importantísima: la relación inversa entre el aumento del CO2 en el aire y el carbonato en las aguas marinas. Sí, hay bastantes organismos que necesitan el carbonato, como algunos del plancton (los Cocolitofóridos) y las almejas, los caracoles, los mejillones… Como habrá menos carbonato en el agua, todos esos organismos se verán muy perjudicados. El agua dulce. “Chaval, y te olvidas de las aguas dulces”, pensarás. No, también tengo de eso para dar y tomar. En primer lugar, parece que va a llover menos en muchos sitios del mundo, la Península Ibérica entre ellos, aunque esta tendencia aún no se ha detectado claramente aquí, en la piel de toro. Y en las zonas donde nieva mucho, como las cordilleras, irá dejando poco a poco de hacerlo. Así que tendremos menos nieve, menos hielo, los glaciares se irán derritiendo. La consecuencia de menos agua dulce será que muchos ambientes acuáticos que hasta ahora eran permanentes se harán temporales, y muchos de estos últimos desaparecerán. Más problemas. La cantidad de aguas subterráneas disminuirá en todo el mundo, lo cual es algo muy serio porque de ellas dependen muchos ríos y lagos, además del agua de bebida de muchos pueblos y ciudades. No sé si sabías que en nuestro país un tercio de la gente bebe agua de pozo, o sea, agua subterránea. ¿Y qué decir de muchos ecosistemas que tú y yo apreciamos, como la marisma de Doñana, la albufera de Valencia, Las Tablas de Daimiel, las lagunas de Ruidera…? Cada vez tendrán menos agua porque recibirán menos agua superficial y subterránea. Como habrá menos agua, la contaminación se concentrará más. Nuestros ecosistemas fluviales y lacustres, ya de por sí bastante contaminados por las aguas residuales de pueblos y ciudades, solo depuradas parcialmente en todos los casos, sufrirán más contaminación por nitrógeno, fósforo, materia orgánica, compuestos tóxicos, metales pesados, etc, etc. Y un problema que nadie verá con sus ojitos, pero de enorme importancia, será que aumentará la duración de la estratificación térmica de lagos y embalses. De pasada, te diré que hay más de 1.000 embalses en España. ¿Qué es la estratificación térmica? Un proceso por el cual se forman varias capas de diferente densidad a distintas profundidades en esos sitios durante el verano. Cuanto más dure la estratificación, peor calidad del agua, más especies de microorganismos indeseables, algunos tóxicos para ti y para mí, incluso. Bañarse en esos sitios será más peligroso para la salud; como el agua será más escasa, su potabilización será más cara; la biodiversidad de las aguas bajará también. La depuración de las aguas sucias también resultará más costosa. La invasión de especies. El aumento de la radiación ultravioleta, producido por el cambio global, ya está teniendo efectos perjudiciales en nuestros ambientes acuáticos. En concreto, afecta a la vida de unas algas llamadas Carófitos, que son el verdadero “pulmón” de muchos lagos y lagunas por toda la Península Ibérica. Sí, porque su fotosíntesis produce mucho oxígeno, que contribuye a transformar para bien la materia orgánica presente en el agua. También estamos viendo ya en las aguas dulces la invasión de especies que vienen de otros sitios, muchos tropicales. Algas verdes (de nombre Tetrasporidium) en el Guadiana de Badajoz y en más sitios, helechos acuáticos (Azolla) en Doñana, el mosquito-tigre (cuya larva es acuática) por todas partes, algunas almejas de agua dulce (el mejillón-cebra y otros), grandes peces que antes no estaban (los peces-gato del Danubio) en los embalses del Ebro, pero también desde hace tiempo ya en el río Henares. También vemos que algunas especies están reaccionando ya al cambio climático, como sucede en el bajo Ebro con las larvas acuáticas de una especie de efémera (Ephoron), un insecto que no pica, las cuales empiezan a reproducirse más pronto en el año y alcanzan mayores biomasas, gracias al aumento de la temperatura acuática. ¿Y nuestras amigas las truchas, como las llamaba el bueno de Miguel Delibes? Irán disminuyendo, porque el ascenso de temperaturas las perjudica y el de la contaminación, también. Ya lleva pasando eso muchos años con un pariente de las truchas: el salmón, cuyas capturas en la cornisa cantábrica no dejan de bajar. Finalmente, te hablaré un poco de mi propia investigación sobre el agua y el cambio global. La laguna de Las Madres es un humilde ambiente enclavado cerca de Arganda del Rey, en Madrid. Este que escribe lleva estudiándola todos los meses desde 1990; 28 años acabo de cumplir al lado de esa señora. Pues bien, debo decirte que el periodo anual de mayor crecimiento del plancton ha aumentado allí unos 31 días por década. Pero para que veas que todo es más difícil de lo que parece, todavía no he detectado cambios notables en la composición y la dinámica de sus animales y plantas. Y es que con el cambio climático también sucede que unos procesos contrarrestan a otros, lo cual hace más difícil su estudio, como también se ha comprobado en lagos de Suecia y Alemania. Antes de acabar, conviene que sepas que hay otros problemas ambientales que no debemos olvidar. Algunos están relacionados y se ven potenciados por el cambio global. Los problemas olvidados. Otros no, pero tanto hablar de cambio climático nos ha hecho olvidarlos. Por ejemplo, ya nadie habla de la contaminación del agua dulce y marina, ya nadie habla del uso abusivo del agua (que disminuye las reservas superficiales y subterráneas), ya nadie habla de la esquilmación de las pesquerías (el boquerón, por ejemplo, desaparece del País Vasco)… Las chicuelinas del capote del cambio climático nos han llevado a nosotras, pobres vaquillas afeitadas, hacia terrenos del coso donde esos otros problemas ambientales se pasan por alto. Y no: siguen siendo graves porque afectan a la salud de los ecosistemas, pero también a la de las personas. Por favor, no nos olvidemos de ellos solo porque su origen y causantes estén más cerca. En fin. Todavía sabemos poco sobre este asunto del agua y el cambio global. ¿Por qué? Por dos motivos. Uno es que el agua habla sin cesar y nunca se repite, como decía el premio Nobel mexicano Octavio Paz; por eso resulta muy difícil llegar a conclusiones sólidas en su estudio, las que tenemos son todavía demasiado líquidas. Otro es que se destina muy poco dinero a investigar y, ¡claro!, así no hay conocimiento que aumente, ni política que valga con base científica para la prevención y la mitigación de este problemón. Cambio global y agua: dos compis a la greña.

Reportaje

OCÉANOS Y MARES Principio y fin del cambio global

Todas las formas de vida de la tierra dependen del agua marina. Los océanos almacenan la mayor parte de la energía del planeta y las corrientes ayudan a distribuirla, haciendo habitables las latitudes más altas. Pero el ser humano está ocasionando cambios en estas columnas de agua y no se sabe qué consecuencias tendrá

JOSÉ LUIS PELEGRI Jefe del Departamento de Oceanografía Física y Tecnológica. Instituto de las Ciencias del Mar. CSIC.

Todas y cada de las formas de vida de esta gran casa que llamamos Tierra, incluida la especie humana, dependen de la presencia de aguas marinas. Los mares y océanos son el elemento más importante de nuestro gran hogar. Los océanos constituyen más del 99% de la masa viva que hay en nuestro planeta. Asimismo, almacenan la mayor parte de la energía y de otras muchas propiedades que constituyen la base de la vida en nuestro planeta; de hecho, la composición de los principales elementos químicos es similar en el agua de mar y en los seres vivos, una similitud que indudablemente responde a que el origen de la vida tuvo lugar en los mares. Las corrientes oceánicas también contribuyen a la distribución de la energía que nos llega del sol desde las regiones ecuatoriales y tropicales hacia las zonas de latitudes más altas, a partes aproximadamente iguales con los vientos atmosféricos. Sin estas corrientes y vientos, las regiones templadas serían áreas gélidas, no aptas para la especie humana. Una visión holística de todas estas características nos lleva a imaginar a nuestro planeta como un gran ser vivo, formado por multitud de subsistemas. La interacción de todos estos subsistemas da como resultado un sistema con características sorprendentes, con un comportamiento mucho más rico que el que esperaríamos de la mera suma de los subsistemas: es lo que denominamos un sistema complejo. Y dentro de esta misma perspectiva, con seguridad deberíamos ver a los océanos como el gran sistema circulatorio de nuestro planeta, responsable del almacenamiento y distribución de propiedades como gases, nutrientes y energía. Este sistema circulatorio oceánico tiene la peculiaridad de que las propiedades fluyen en un sistema abierto —que difiere del sistema cerrado de venas y arterias que encontramos en los mamíferos— el equivalente del sistema linfático. Este sistema circulatorio abierto, con un número de arterias y venas limitado o inexistente, es característico de seres vivos como los crustáceos, moluscos, cefalópodos e insectos. Se trata de un gran sistema linfático (una palabra que proviene del latín lympha, que quiere decir agua) que ocupa la mayor parte del cuerpo del animal. Los océanos son por tanto el sistema linfático de la Tierra, con corrientes encargadas de distribuir todas las propiedades para mantener la vida del propio planeta. Una de estas corrientes es la que se ha dado a conocer como la cinta transportadora global (global conveyor belt), que en lenguaje más técnico se suele llamar circulación meridional profunda (global overturning circulation). Se trata de una circulación a escala global que se inicia cada invierno en las altas latitudes del Océano Atlántico Norte y en algunos puntos de la plataforma continental Antártica. Durante el invierno, el agua superficial aumenta mucho su densidad y se hunde hasta el fondo oceánico, en lo que representa el comienzo de una ruta planetaria. Durante este viaje, que dura cientos de años, el agua poco a poco se hace menos densa y se acerca a la superficie, eventualmente regresando a las zonas donde se inició el recorrido. Oxígeno y calor. Este viaje es muy importante para nuestro planeta por dos razones principales. La primera es que el agua regresa a la superficie cargada de nutrientes inorgánicos, que ayudarán a mantener la producción primaria (el proceso de fotosíntesis que utiliza energía solar para transformar el carbono y nutrientes inorgánicos en materia orgánica al tiempo que se produce oxígeno) de las aguas superficiales. Esta producción primaria es aproximadamente la mitad de toda la que ocurre en la Tierra, significando una gran fuente de alimentos (desde las micro- algas hasta los grandes peces) y la mitad del oxígeno que respiramos. La segunda razón es que está corriente contribuye de modo substancial al flujo de calor hacia altas latitudes del Océano Atlántico Norte, alcanzando las costas occidentales de los países del centro y norte de Europa. El calor que traen estas corrientes se libera a la atmósfera y aumenta la temperatura hasta convertir estos países en lugares habitables. Un claro ejemplo de la importancia de la cinta transportadora es lo que se conoce como el hiato del calentamiento global. Se trata de observaciones que indican que, a diferencia de lo que ocurre en el resto del planeta, durante las últimas dos décadas las aguas de altas latitudes del Océano Atlántico Norte no se están calentando sino enfriando. La explicación sería que la cinta transportadora se ha ralentizado, lo que tiene como consecuencia un menor transporte de calor hacia estas regiones subpolares. Los cambios en la intensidad de la cinta transportadora no son nuevos, ya han ocurrido en el pasado de nuestro planeta. Durante los últimos 2,6 millones de años, desde que se expandieron las capas de hielo polar y empezaron las glaciaciones cuaternarias, la Tierra ha experimentado cambios notables en su clima, pasando de épocas relativamente frías (glaciales) a épocas más cálidas (interglaciales). En su fase inicial estas glaciaciones tenían una periodicidad de unos 40.000 años, pero durante los últimos 800.000 años la periodicidad ha aumentado a unos 100.000 años. El cambio de la temperatura media global del planeta entre las épocas frías de un máximo glacial y las cálidas de un máximo interglacial es de unos 4º a 7°C, aunque la variación localizada en las altas latitudes ha sido mucho mayor, de unos 15º a 20°C. Estos cambios estuvieron asociados a modificaciones en el ímpetu de la cinta transportadora global, mucho más intensa en las épocas interglaciales que durante las glaciales. La incertidumbre del cambio. Actualmente, estamos en un máximo de época interglacial y tanto la intensidad de la cinta transportadora como la temperatura media del planeta son, de forma natural, relativamente elevadas. Sin embargo, la humanidad está ocasionando cambios significativos en la estructura de la columna de agua —en el océano Atlántico Norte las aguas superficiales se vuelven más cálidas y saladas— que inevitablemente ocasionan modificaciones importantes en la intensidad de la cinta transportadora. Y lo peor es que no sabemos a ciencia cierta hacia donde nos van a llevar esos cambios. Si bien la comunidad científica está de acuerdo en que la emisión de gases tipo invernadero, principalmente asociado a la quema de combustibles fósiles, nos lleva hacia un calentamiento de las capas atmosféricas, existe una notable falta de consenso sobre cuál será su efecto sobre la cinta transportadora global. Esto es muy importante por cuanto estamos violando de modo flagrante el más elemental principio de prevención: no realizar aquello de lo que desconocemos las consecuencias. El gran experimento planetario. La humanidad está realizando un gran experimento planetario cuyo resultado podría ser catastrófico. Los cambios en la climatología de algunas regiones —con las consecuencias en términos de temperatura, pluviosidad y biodiversidad— podrían ser extraordinarios. Y estos cambios podrían ocurrir a velocidades muy altas, de modo que no nos daría tiempo para adaptarnos. El aumento que estamos observando en la frecuencia e intensidad de los grandes huracanes podría ser un ejemplo. Del mismo modo que si se tratase de una fiebre o sudoración extrema para eliminar patógenos o toxinas, los huracanes pueden interpretarse como el mecanismo que las capas bajas de la atmósfera utilizan para eliminar el excesode calor que allí se está acumulando. Los océanos también tienen el segundo gran rol de cualquier sistema linfático: su capacidad regulatoria o inmunitaria es extraordinaria, si es necesario haciendo que el clima del planeta oscile entre estados interglaciales y glaciales. Así pues, el océano tiene un sistema regulatorio de la acidez del agua (el sistema carbonato) y otro sistema para la regulación de los nutrientes inorgánicos disueltos (producción y remineralización de materia orgánica). Son mecanismos que, al igual que en cualquier ser vivo, permiten que el sistema funcione de un modo optimizado, independiente de si está en un estado de reposo o ejercicio. La Tierra, o quizás mejor deberíamos llamarla el Océano, es muy probablemente el más complejo y eficiente entre todos los sistemas vivos. Como cualquier otro sistema complejo, tiene una elevada capacidad para autorregularse. Sin embargo, no hay ninguna garantía de que la especie humana, que no es más que un subsistema dentro de la complejidad planetaria, pueda adaptarse de forma similar a esos cambios climáticos.

Reportaje

LOS BOSQUES Principio y fin del cambio global

Es difícil sobreestimar la importancia de los bosques. Albergan la mayoría de la biodiversidad del planeta, Controlan el clima, proveen de madera y por los árboles de la tierra circula más agua que la que hay en los ríos de todo el mundo juntos. Su futuro está en nuestras manos, y el nuestro va unido al suyo

JORDI MARTÍNEZ-VILALTA Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales y Universidad Autónoma de Barcelona

Entre 2012 y 2015 se produjo en California una sequía extraordinariamente intensa, sin precedentes en los últimos 1.000 años. Como resultado, más de 100 millones de árboles han muerto, según los últimos datos del servicio forestal estadounidense. Episodios similares, aunque a menudo de menor magnitud, se han observado en prácticamente todos los biomas de la Tierra, incluyendo las selvas tropicales y, por supuesto, los bosques de nuestro entorno mediterráneo. En nuestro ambiente, estos episodios de decaimiento afectan principalmente a especies que tienen su límite sur de distribución en la cuenca mediterránea, como el pino silvestre o el haya. ¿Qué indica este fenómeno y qué relación tiene con nosotros y con el cambio global? Es difícil sobreestimar la importancia de los bosques. Desde el punto de vista cultural, muchos historiadores sostienen que la madera ha sido el material más importante en la historia de la civilización, por encima de la piedra o los metales. La madera ha sido el elemento de construcción por excelencia y también la principal fuente de energía a lo largo de la historia de la humanidad. Todavía hoy, nuestra energía procede en su mayor parte de combustibles fósiles, formados a lo largo de millones de años a partir de restos vegetales. Desde una perspectiva más biofísica, el papel de los bosques es también formidable: albergan la mayor parte de la biodiversidad de la Tierra, controlan el clima y los ciclos biogeoquímicos globales, incluyendo el del carbono y el del agua. Los bosques con su transpiración retornan a la atmósfera más de la mitad de la precipitación que cae sobre los continentes en forma de agua o nieve. En otras palabras: circula más agua a través de los troncos de los árboles que a través de todos los ríos de la Tierra juntos. En buena medida los bosques dan forma al planeta tal como lo conocemos. A largo plazo, la distribución de los bosques viene determinada por el clima. No encontramos bosques de manera natural en lugares donde las condiciones son demasiado frías, como las cimas de las montañas, o demasiado secas, como los desiertos. El tipo de bosque depende también del clima: no existen selvas lluviosas fuera del clima cálido y húmedo de los trópicos, ni podemos esperar que crezcan hayedos bajo el clima seco del sur de España. A lo largo de la historia de la Tierra la distribución de los bosques ha cambiado siguiendo los cambios en el clima. Algunos de estos cambios ocurrieron hace millones de años, como los que atestiguan los bosques fósiles en distintos lugares del mundo, que a menudo muestran troncos petrificados de árboles tropicales en lo que ahora son desiertos prácticamente sin vegetación. Otros cambios son mucho más recientes y ocurrieron mucho más rápido Hasta hace unos 4.500 años amplias zonas de lo que actualmente es el desierto del Sahara estaban cubiertas por praderas y bosques tropicales. Un cambio en el clima modificó el régimen hidrológico de la zona y propició la transición hacia el desierto desprovisto de vegetación que actualmente conocemos. Centenares de ejemplos similares, aunque no siempre tan dramáticos, se han documentado en otras regiones. La conclusión es clara: si cambia el clima, cambian los bosques. Y si hay alguna cosa de la que estamos seguros es que estamos modificando el clima. Por desgracia, el cambio climático está aquí para quedarse. Por supuesto hay todavía mucha incertidumbre en cuanto a cuál va a ser la magnitud del cambio. Ésta dependerá en buena medida de la progresión de nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, pero también de la propia respuesta de los bosques. Un sumidero de dióxido de carbono. Casi un tercio de las emisiones antrópicas de dióxido de carbono, principal causante del calentamiento global, son absorbidas por ellos. Si no fuera por este sumidero la magnitud del cambio climático sería mucho mayor. Sin embargo, todas las evidencias apuntan a que esta capacidad de sumidero de los bosques se reducirá a medida que las condiciones sean más cálidas y más secas, pudiendo incluso llegar a revertirse. Las sequías extremas que padeció la Amazonía durante los años 2005 y 2010, por ejemplo, provocaron que el conjunto de la selva tropical amazónica se convirtiera en una fuente neta de dióxido de carbono; es decir, en un contribuyente neto al calentamiento global. Lo mismo se observó en extensas zonas del continente europeo durante la ola de calor del verano de 2003. Los bosques, pues, son protagonistas del cambio climático por partida triple: como origen de los combustibles fósiles que utilizamos y por tanto de nuestras emisiones de dióxido de carbono, como reguladores de la concentración de este gas en la atmósfera, y como sistemas particularmente sensibles a los cambios en el clima. ¿Qué hace que los bosques sean tan sensibles a la sequía? Las plantas necesitan agua en grandes cantidades para mantener su funcionamiento. En condiciones favorables, un solo árbol puede llegar a transpirar cientos de litros de agua en un solo día. Toda esta agua es absorbida del suelo y transportada a través de los troncos hasta las hojas, donde casi toda se evapora a la atmósfera (una pequeña parte se utiliza en la fotosíntesis). La energía solar, que provoca la evaporación del agua en las hojas, es la que genera la fuerza de succión necesaria para subir el agua hasta las copas de los árboles, que pueden llegar a estar a más de 100 m del suelo. A mayor temperatura mayor es la capacidad evaporativa de la atmósfera y, por tanto, mayores los requerimientos hídricos de las plantas. Embolia por sequía. En condiciones de sequía, la fuerza de succión necesaria para transportar el agua aumenta hasta el punto de que puede producirse la rotura de la columna de agua que conecta las raíces con las hojas. Cuando esta columna se rompe se forman embolias de aire que obstruyen los conductos. Si estas embolias se propagan por el sistema conductor la planta deja de poder transportar agua, su copa se seca y finalmente muere. Este mecanismo de disfunción hidráulica, análogo en muchos aspectos a las embolias que se producen en el sistema circulatorio de los mamíferos, explica la muerte de las plantas en condiciones de sequía, desde las plantas que olvidamos sin regar en nuestras casas a los bosques de coníferas en California con los que comenzábamos el artículo. La cuestión no es pues si los bosques responderán a cambios en el clima, puesto que no hay ninguna duda que lo harán, si no cuan cerca estamos de que los cambios en el clima produzcan modificaciones irreversibles en los bosques. Los episodios de mortalidad forestal que estamos observando sugieren que en muchas zonas no estamos lejos. Al mismo tiempo, sabemos que los bosques tienen una notable capacidad de ajuste que a menudo les permite recuperar sus características básicas poco tiempo después de padecer perturbaciones intensas. La capacidad de rebrotar después de los incendios o la sequía de muchas especies mediterráneas es un claro ejemplo de este comportamiento. La clave está en determinar el punto de no retorno, el límite de cambio ambiental a partir del cual el sistema colapsa y es sustituido por un nuevo ecosistema, vegetado o no. Una de las mayores dificultades a la hora de determinar estos umbrales es que la dinámica de los bosques responde a muchos factores que interaccionan entre ellos de maneras complejas. De manera que cuando se observa un cambio no siempre es posible atribuirlo a una única causa, o aislar la contribución de un factor determinado (climático, por ejemplo). La dinámica reciente de los bosques en la península Ibérica ofrece un buen ejemplo de esta complejidad. Los datos de los últimos inventarios forestales, que contienen información muy detallada de la composición y estructura de nuestros bosques, han permitido detectar cambios importantes en las últimas décadas. Cambio del uso del suelo. Los planifolios, especialmente encinas y robles, están aumentando en detrimento de los pinos. Estos cambios tienen implicaciones importantes para el funcionamiento de los bosques y se han producido al mismo tiempo que la temperatura promedio en España ha aumentado aproximadamente 1 °C y las sequías se han intensificado notablemente. Sin embargo, otros factores han variado, y mucho, a lo largo del mismo periodo. En particular, el uso del suelo y el aprovechamiento de los bosques se han modificado muchísimo en los últimos 50 años en España. Hemos pasado de una situación en la que la madera y la leña eran recursos económicos importantes y el carbón vegetal era esencial como fuente de energía doméstica, a una situación en la que el valor económico de estos recursos es tan bajo que prácticamente no se explotan en muchas zonas del país. La reducción en la intensidad de la explotación ha afectado, sobre todo, a los planifolios, lo cual podría explicar su expansión. ¿Cuál es pues el factor dominante en la dinámica reciente de los bosques ibéricos? Parece claro que los cambios en el manejo son los que han tenido un papel más importante en los cambios observados hasta ahora, pero el efecto de la sequía no es desdeñable. Las masas forestales relativamente jóvenes y en crecimiento resultantes del abandono de la gestión (o de la agricultura) en muchas zonas implican un aumento progresivo de la competencia por el agua. En condiciones de sequía esta elevada competencia se traduce en episodios de mortalidad causados directamente por la falta de agua (disfunción hidráulica) o favorecidos indirectamente por ésta, como las infecciones y plagas forestales (escarabajos barrenadores, procesionaria) que afectan a los bosques debilitados por la sequía. Grandes proveedores. Los cambios en la composición de los bosques no son ni buenos ni malos en sí mismos, aunque si se producen de manera imprevista acostumbran a producir impactos negativos sobre las sociedades. Los servicios ecosistémicos, entendidos como el conjunto de los beneficios que los humanos obtenemos de un ecosistema, ofrecen una manera de visualizar estos impactos. En el caso de los bosques estos servicios incluyen la provisión de madera (todavía importante en muchas zonas) pero también la provisión de alimentos como las setas, la regulación climática, la regulación del ciclo hidrológico o los valores recreativos y espirituales. El marco de los servicios ecosistémicos permite comparar distintas alternativas de gestión y escenarios futuros tomando en consideración la multiplicidad de beneficios que obtenemos del bosque. Al mismo tiempo, es un marco que promueve una visión antrópica y utilitarista de la naturaleza y, por tanto, no está exento de problemas, especialmente si los servicios ecosistémicos se acaban traduciendo en valores monetarios. Los bosques del futuro vendrán determinados en buena medida por nuestras acciones, ya sea directamente mediante la gestión o indirectamente a través de nuestro impacto sobre el clima. Su futuro está pues en nuestras manos, y el nuestro va unido al suyo. Los bosques han generado a lo largo de la historia una compleja combinación de reverencia y hostilidad, ya que a menudo se han visto como la antítesis de la civilización, como aquello que hay que eliminar, o como mínimo controlar, para que ésta florezca. Esta paradoja esta presente ya en la obra literaria más antigua que conocemos, la épica de Gilgamesh, donde el héroe somete primero el bosque de cedros que crecía cerca de la ciudad de Uruk, en la antigua Mesopotamia, para después lamentar la degradación que sigue a la destrucción del bosque. Es de esperar que 4.000 años de historia nos hayan enseñado a hacerlo algo mejor.

Tribuna

Un refugio en los bosques Renunciar a los bosques es olvidarnos de nosotros mismos. Es abandonar la conexión con la tierra

RAÚL REJÓN Periodista de eldiario.es

El cambio climático amenaza con convertir una buena parte de España en desierto. Lo dice el Ministerio de Medio Ambiente del poco verde Gobierno de Mariano Rajoy así que algo de peligro sí que debe haber. Pocas imágenes son más contrarias a un desierto que un bosque. Hogar que centuplica la biodiversidad. Ecosistema diverso y rico. Esenciales para la vida. Cruciales para asegurar que la humanidad tenga agua, en la definición de la FAO. Los bosques, las auténticas masas de árboles, además, prestan un servicio climático impagable al tragarse los gases que los humanos se empeñan en lanzar a la atmósfera en una carrera hacia la autodestrucción. Y se quedan con gran parte de ellos. Detienen su funesto poder invernadero. Los bosques. Allí donde crecen sanos ayudan a esos mismos humanos a adaptarse al cambio climático que ya se deja sentir. Y entonces. ¿Por qué son los grandes olvidados? Y no se trata de un olvido retórico. Es contante y sonante: en dólares y euros que se dedican a otras cosas. De hecho, los estados invierten 39 veces más fondos en actividades que deforestan que a la protección de los bosques. En España, tenemos más de un tercio del suelo forestal sin árboles. Los bosques españoles no llegan a ocupar una tercera parte del territorio en el que podrían crecer. Donde ofrecerían todos esos regalos beneficiosos: cobijo, almacén de dióxido de carbono, alimento, lluvia, agua...¿seguimos? Renunciar a los bosques es olvidarnos de nosotros mismos. Es abandonar la conexión con la tierra y con lo primario. Darle la espalda a la propia esencia humana. Y lo peor es que esta renuncia es selectiva. Porque a lo que no parece que se renuncie es a la dimensión económica de los árboles. Una señal sobre esto: la Comisión Europea ha consignado que los bosques españoles que ocupan zonas protegidas están, en general, en un estado poco favorable. Y, por otro lado, constata que bastante de lo que se ha venido repoblando ha sido con fines comerciales. Los números dicen que hay más árboles en España. ¿Más bosques? Los bosques no son plantaciones de árboles. Da igual de pinos o eucaliptos. Esa idea hay que desterrarla por más que ofrezcan luego algunos beneficios contables. Esas plantaciones, por ejemplo, son pasto fácil de las llamas en incendios cada vez más pavorosos. Otro efecto del cambio climático. Los incendios. Entonces sí que los bosques están presentes en el imaginario colectivo. Quien más o quien menos se ve concernido por ellos. Pero luego, poco a poco, volvemos a la casilla de salida. Y la casilla de salida está cada vez más lejos si, de verdad, hay un deseo de que el cambio climático no se lo lleve todo por delante. Wangari Maathai fue una mujer keniana que ganó el Premio Nobel de la a Paz en 2004. Maathai había tenido la visión de que los bosques serían la palanca con la que promover la igualdad de las mujeres, conseguir un progreso sostenible y un desarrollo más humano. Se le atribuye la plantación de 47 millones de árboles en su cinturón verde africano. Al mundo y a España le hacen falta muchas Wangaris Maathai: la mujer árbol. Reportaje

LAS MONTAÑAS En las cumbres del planeta

El calentamiento global, cuyas consecuencias ya se ven en las cimas, junto a la acción humana, provocan que la mayor parte de la diversidad en las alturas tenga escasas posibilidades de persistir. No hay mucho tiempo para actuar

ADRIÁN ESCUDERO Universidad Rey Juan Carlos de Madrid

La fascinación por las montañas es un global. Su diversidad biológica, paisajes culturales, historia y gente, nos atraen como un imán. Buscamos montañas cuando queremos huir de los agobios de nuestra existencia y les conferimos un valor casi sobrenatural y trascendente al poner monasterios o centros espirituales allá arriba. Si preguntamos a la gente qué debe ser una prioridad de conservación para las generaciones futuras, la mayoría encabezaría la lista con montañas. Son un icono y bálsamo colectivo. Las montañas son también un excelente observatorio natural para estudiar los cambios ambientales. En un espacio pequeño tenemos una variación climática predecible. Al ascender por sus cuestas desciende la temperatura a un ritmo promedio de 0,6 grados por 100 metros y aumenta la precipitación. Es por ello que los investigadores hemos recurrido con frecuencia a evaluar el desempeño de nuestros organismos modelos, plantas, animales o lo que sea, en condiciones climáticas contrastadas a lo largo de gradientes altitudinales en montañas. Un laboratorio barato para estudiar el motor más conspicuo del cambio global, el calentamiento. No resulta sorprendente que las primeras evidencias de efectos del calentamiento se encontraran en las montañas. Si este motor de cambio global estaba operando, lo esperable era que los organismos se desplazasen hacia arriba o hacia latitudes más alejadas del Ecuador. Efectivamente; en nuestras montañas ibéricas se comenzaron a acumular evidencias, por cierto de las primeras a nivel mundial, de dicho movimiento ascendente; el efecto escalador. Así, casi a principios de este milenio se describió cómo los matorrales de alta montaña, dominados por piornos serranos y enebros rastreros, estaban haciéndose más densos y desplazándose hacia arriba, cómo el límite arbóreo de pino albar comenzaba a ascender o cómo las mariposas diurnas se habían movido en promedio casi 200 metros hacia la cima desde los años setenta del siglo pasado. Las consecuencias son evidentes: las islas de alta montaña ocupadas por plantas y animales orófilos, especialistas de la alta montaña, son cada vez más pequeñas. Los ocupantes de esos barcos menguantes y aislados en un mar de llanuras, muchos de ellos endemismos de áreas de distribución muy pequeñas y confinados en un reducido número de cimas, no pueden saltar a otros sitios. Su futuro es fácil de predecir, la extinción. La acción simultánea de otros motores de cambio global hace, si cabe, más preocupante el futuro próximo. La caída dramática de la cabaña ganadera, fundamentalmente ovina, que durante siglos modeló el paisaje y la diversidad biológica de estas montañas, está acelerando y estableciendo sinergias con el cambio del clima; la matorralización de los pastos de las zonas más elevadas. El abandono del uso del fuego en muchas de nuestras montañas, la herramienta más tradicional para mantener abiertos los pastizales que utilizaban los rebaños, ha incrementado, por pura dinámica secundaria, la pérdida de hábitats allá arriba. El inesperado factor humano. Sí, somos conscientes de que esto puede resultar contraintuitivo. Que la disminución del número de ovejas y vacas o la rarefacción en el uso del fuego puedan ser agrupadas entre los factores que pueden estar catalizando la pérdida de diversidad en nuestras montañas no parece fácil de entender. El síndrome de Bambi con el que muchos crecimos o la constatación de los horrores de los incendios más recientes en zonas densamente habitadas rodeadas de cultivos forestales hacen difícil establecer esta conexión; pero no hay duda de que buena parte de la diversidad que disfrutamos en nuestras montañas es el resultado de la acción y gestión tradicional del hombre en ellas; ganado, fuego o desbroce. Esto implica que su abandono ha de tener importantes implicaciones en términos de conservación y mantenimiento de la diversidad. En este sentido, hemos podido constatar que durante los últimos cincuenta años la mayor parte de nuestras montañas ha perdido por un lado su elenco de flora orófila más notable, al tiempo que ha aumentado su riqueza de la mano de especies banales y nitrófilas ligadas a ambientes antrópicos que han alcanzado las cimas de la mano de los excursionistas, deportistas o amantes de la naturaleza que, en números inimaginables, ascienden a las cumbres y dispersan todos estos elementos. Sí, el uso masivo y recreativo de las montañas es otro motor de cambio global que también opera como un disruptor importante de la diversidad biológica. La reducción de los remanentes de hábitat alpino como consecuencia del cambio global no es el único problema. Algunos son más sutiles. Por ejemplo, se ha constatado que de forma generalizada se ha producido un adelantamiento de la fenología de muchas especies. Son muchos los ejemplos de plantas que adelantan su floración o fructificación. Interacción planta-animal interrumpida. Esto puede llegar a ser un grave problema. Las interacciones planta-animal, por ejemplo, son claves en la viabilidad de muchas especies, de manera que si se produce un desajuste temporal entre los organismo involucrados en una interacción las consecuencias pueden ser dramáticas. Un ejemplo bien conocido de nuestras montañas es el caso del papamoscas cerrojillo, una pequeña ave migradora que viene sufriendo un declive en la Sierra de Madrid durante su estación reproductora ¿Cuál es el problema? Las parejas reproductoras no son capaces de conseguir recursos para mantener a sus polluelos, de manera que su éxito reproductor es pírrico y su futuro, al menos aquí, es muy preocupante. Se alimentan básicamente de orugas las cuales, a su vez, comen hojas recientemente formadas y todavía tiernas de los melojos. Este árbol como tantas especies adelanta su foliación como consecuencia del cambio climático. Esa aceleración de la emergencia de las hojas va acompañada de un inicio más temprano de la actividad de las mariposas que ponen, en las hojas, huevos de los que eclosionarán las larvas que comerán esas hojas. Desafortunadamente, el ave no adelanta su viaje y, en consecuencia, cuando llega a nuestras sierras es ya tarde; las hojas han madurado y las poblaciones de su recurso trófico ya están al mínimo. ¿Por qué no vienen antes? Este bicho parece idiota. Sin embargo, la razón no tiene nada que ver con su voluntad. No viene antes porque el disparador de su viaje es lumínico. La cantidad de luz no se ve afectada por el cambio en el clima mientras que la respuesta del melojo es térmica. Sigue comenzando su viaje en las mismas fechas en las que lo ha hecho siempre. Este tipo de desajustes pueden afectar a muchas interacciones planta animal, algunas tróficas como ésta, pero también mutualistas como las establecidas con polinizadores o dispersantes de flores y frutos. Las consecuencias de nuevo son fáciles de imaginar. Mecanismos evolutivos para persistir. Lo que tenemos delante para nuestras montañas parece una película de terror. Aunque sabemos que algunas especies son capaces de persistir de la mano de mecanismos evolutivos que implican la adaptación a las nuevas condiciones —tal como hemos podido constatar en algunas poblaciones de plantas situadas en el borde más caliente de su área de distribución en las montañas—, las evidencias sugieren que la mayor parte de la diversidad ahí arriba tiene escasas posibilidades de persistir. Estrategias ligadas a alta capacidad de adaptación fenotípica o tolerancia a las nuevas condiciones de algunas especies o la posibilidad de establecer nuevas interacciones con otros organismos para persistir localmente bajo condiciones muy diferentes, por ejemplo, viviendo bajo la sombra protectora de alguna de las especies con las que entran en contacto en estas comunidades nuevas y emergentes, no parecen suficientes para minimizar el impacto de estos cambios. Podemos ralentizar la desaparición de las islas de montaña mediante una gestión muy activa con desbroces, apertura de espacios o cualquier otra cosa, pero el futuro pasa, si no tomamos medidas de carácter global, por conservar esa diversidad en bancos de germoplasma, jardines botánicos, zoos. Podemos jugar a ser dioses moviendo especies de montaña en montaña en lo que hemos denominado migración asistida, pero las incertidumbres y los condicionantes éticos de dichas acciones de gestión tan radicales son tan complejos que parece razonable esperar. No hay mucho margen. No hay mucho tiempo. Si la gobernanza global no pone el tema como prioritario pronto dejaremos de disfrutar de buena parte de la diversidad de nuestras montañas. No parece que quede tiempo, pero… Análisis

Modelos climáticos un calentamiento imparable

Aunque se detengan las emisiones hoy, el planeta seguirá calentándose como consecuencia de lo ya vertido a la atmósfera. La única diferencia entre Las cuatro proyecciones sobre cambio climático es si lo hará 0,9ºC o 5,4ºC

DAVID BARRIOPEDRO Instituto de Geociencias. CSIC

En la Conferencia de París sobre el Clima (COP21) de 2015, 195 países firmaron el primer acuerdo vinculante sobre el cambio climático con el objetivo de “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C sobre los niveles preindustriales”, y más concretamente limitarlo a 1.5 °C. El acuerdo se construye sobre las evidencias del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC), que desde 1990 viene advirtiendo de las causas e impactos del calentamiento global. Su quinto informe, en el que participaron más de 830 científicos de 85 países, concluye que “el calentamiento en el sistema climático es inequívoco y (…) la influencia humana es clara”. Para comprender las implicaciones de este acuerdo es inevitable hablar del sistema climático, los factores que le afectan y cómo podemos detectar, atribuir y prever sus cambios. El sistema climático y sus componentes (atmósfera, océano, mantos de hielo, etc.) experimentan continuos cambios que se reflejan en la temperatura global del planeta. Estos pueden tener un origen interno, como el fenómeno de El Niño, y ser perceptibles durante años o décadas. Es lo que se conoce como variabilidad interna o “ruido”, porque en escalas climáticas es caótica e impredecible. Existen también agentes “externos” que fuerzan respuestas globales en escalas de tiempo muy diversas. Algunos tienen un origen natural: los cambios en los parámetros orbitales de la tierra determinan los ciclos glaciares e interglaciares; la inactividad solar durante el Mínimo de Maunder coincidió con un periodo inusualmente frío; las cenizas del volcán Tambora (1815) causaron el “año sin verano” en Europa, etc. Por último, existen forzamientos externos de origen antrópico, fruto de las actividades humanas (quema de combustibles fósiles, cambios en el uso de suelo, etc.), asociados al aumento en la concentración de gases de efecto invernadero, que ha alcanzado niveles sin precedentes. Una velocidad de cambio acelerada. Las evidencias del cambio climático son irrefutables: desde principios del siglo XX el planeta se ha calentado 0.85 ºC y el nivel medio del mar ha crecido 0.2 m. Los océanos se acidifican, la masa de hielo y nieve ha caído a mínimos históricos, y la ocurrencia de temperaturas récord ha aumentado un 75%. Muchos de estos cambios y la velocidad con la se están produciendo no han tenido precedentes. El cambio climático está aquí, y ha venido para quedarse. Pero, ¿podemos identificar sus causas? Para ello contamos con los modelos climáticos, millones de líneas de código informático que resuelven numéricamente las ecuaciones físicas por las que se rigen los procesos que tienen lugar en el sistema climático. Dividiendo el planeta en una rejilla tridimensional, es posible aplicar estas ecuaciones a cada elemento de volumen. Aunque algunos fenómenos no se conocen suficientemente o tienen dimensiones inferiores a la rejilla del modelo (como las nubes convectivas), se pueden aproximar mediante relaciones empíricas llamadas parametrizaciones. Al igual que el sistema climático, un modelo consta de submodelos que simulan los procesos de los subsistemas y sus interacciones bajo determinadas “condiciones de contorno”, dadas por la evolución de los forzamientos durante el periodo que se desea simular. Modelos imperfectos, pero capaces. Existen diferencias estructurales entre los modelos en función de los procesos que simulan, su resolución espacial o el tratamiento de las parametrizaciones. Además, las simulaciones se ven afectadas por el “ruido” inherente a la variabilidad interna del sistema. Como consecuencia de estas incertidumbres, los modelos climáticos son imperfectos y sus simulaciones no coinciden plenamente. A pesar de ello, son capaces de reproducir el calentamiento observado del periodo industrial tanto a escala global, como hemisférica e incluso continental. Si en las simulaciones se elimina el aumento de las concentraciones de CO2, los modelos no son capaces de reproducir el calentamiento observado desde mediados del siglo XX, lo que constituye una prueba incontestable de que las actividades humanas son la causa principal del calentamiento. De manera análoga, se ha detectado una influencia humana en el calentamiento del océano, la subida del nivel del mar, la pérdida de hielo, los cambios del ciclo del agua y en numerosos fenómenos extremos: el aumento de olas de calor, precipitaciones intensas o sequías. Las actividades humanas han duplicado la probabilidad de episodios como la megaola de calor que afectó a Europa Occidental en 2003 causando 70.000 fallecidos. Además, los modelos permiten hacer proyecciones de cambio climático para los próximos siglos. Puesto que se desconocen las condiciones futuras, se han contemplado cuatro posibles escenarios. Sus diferencias radican en las trayectorias que seguirán las emisiones según diferentes estimaciones socioeconómicas y las políticas de mitigación. Las proyecciones para finales de siglo indican un calentamiento global de entre 0.9 ºC y 5.4 ºC por encima de la temperatura preindustrial. Esta gran incertidumbre proviene sobre todo del escenario elegido. Así, en un mundo “verde” el calentamiento oscilaría entre 0.9 ºC y 2.3 ºC, mientras que en uno fuertemente carbonizado lo haría entre 3.2 ºC y 5.4 ºC. En todos los escenarios, el océano se seguirá calentando y acidificando, y el nivel medio del mar continuará subiendo. Los cuatro escenarios experimentarían un calentamiento similar en las próximas décadas. Esto está relacionado con la inexorabilidad del cambio climático: aunque cesaran hoy las emisiones, el planeta seguirá calentándose durante décadas por lo ya emitido. A partir de mediados de siglo, las proyecciones de los escenarios divergen según el grado de carbonización. Solo en el mundo “verde” la temperatura global se estabilizaría antes de 2100 y, aún así, se mantendría constante durante siglos antes de volver a niveles preindustriales. La necesidad de limitar el calentamiento global se refuerza por el hecho de que algunas entidades críticas del planeta (Groenlandia, el Amazonas) podrían verse alteradas o destruidas si se superan ciertos umbrales críticos. Por encima del límite de 2 ºC que establece París entraríamos en un escenario encaminado al deshielo del hemisferio norte, poniendo en peligro a ciudades costeras e islas. Contener el cambio climático dentro de unos umbrales de salvaguarda pasa irremediablemente por una reducción sustancial de las emisiones. Si se quiere cumplir con París, el total de emisiones acumuladas desde la era industrial no debería exceder las 2.900 gigatoneladas netas de CO2. De ellas, casi dos tercios ya se habían emitido en 2011, lo que deja un margen de 1000 gigatoneladas; solo el mundo “verde” cumpliría estas expectativas. Para alcanzar el objetivo de estabilización de 1.5 ºC solo podríamos emitir 400 gigatoneladas, esto es, unos 10 años con las tasas de emisión actuales. Algunos científicos argumentan que el objetivo de París es inalcanzable, otros que solo será factible mediante la captura de CO2 de la atmósfera y los más optimistas abogan por una nueva “revolución industrial” basada en una reconversión tecnológica exponencial a energías limpias. En cualquier caso, es el mayor reto al que se ha enfrentado nuestra civilización. Reportaje

LAS CIUDADES El escenario en el que nos jugamos el futuro

Las urbes solo ocupan el 2% de la superficie terrestre, pero consumen el 60% de la energía mundial, emiten el 70% de los gases de efecto invernadero y generan el 70% de los residuos. En ellas y desde ellas deben impulsarse las medidas que hagan sostenible la vida en el planeta

ANTONIO LUCIO GIL Especialista en movilidad y socio del proyecto Eunoia

La batalla de la sostenibilidad (del planeta) se ganará o se perderá en las ciudades”. Así se declaró solemnemente en la Cumbre de la Tierra de Rio de Janeiro, en 1992. Brotaron lemas como “piensa globalmente y actúa localmente” o “desde lo local se puede cambiar el mundo”. El documento general que resultó de la misma, con vocación de plan de acción global para el nuevo siglo, la Agenda 21, dio carta de naturaleza, en su capítulo 28, a las llamadas “agendas 21 locales”. Las ciudades ocupan el 2% de la superficie terrestre, consumen el 60% de la energía mundial, emiten el 70% de los gases de efecto invernadero y generan el 70% de los residuos. Estos son los datos que utiliza la agencia de Naciones Unidas que directamente se ocupa de la realidad de las ciudades (UN-Habitat); pero es habitual encontrar en otras fuentes cifras aún mayores, imputándose a las mismas hasta el 75% y 80% de la contaminación (en emisiones y vertidos) y el 70% del consumo energético. Procede tomar estas cifras como aproximaciones. Detrás de sus diferencias existen modulaciones relevantes en la definición de los indicadores, empezando por la propia definición de ciudad. “Una ciudad es una palabra que puede describir cualquier cosa. Un pequeño asentamiento en el Medio Oeste, con menos de 10.000 personas” o “Tokio, con una población que se aproxima a los 40 millones de personas”. “Si cualquier cosa puede definirse como ciudad entonces la definición corre el riesgo de no significar nada”. Así empieza El lenguaje de las ciudades, la última obra de Deyan Sudjic, director del Museo de Londres. La Conferencia Europea de Estadística de Praga, en 1966, propuso que se consideraran ciudades “las aglomeraciones de más de 10.000 habitantes y las de entre 2.000 y 10.000 habitantes, siempre que la población dedicada a la agricultura no excediera del 25% sobre el total”. En realidad, cada país ha establecido sus propios umbrales. No obstante, la mejor respuesta al desasosiego de Sudjic creemos encontrarla en la definición cualitativa de ciudad que han dado sociólogos urbanos como el francés François Ascher, (Los nuevos principios del urbanismo). Ciudades son “las agrupaciones de población que no producen por sí mismas los medios para su subsistencia”. La ciudad por definición no es autosuficiente. Su existencia, desde sus orígenes, responde “a una división técnica, social, espacial de la producción”, implica intercambios de todo tipo entre los que producen los bienes de subsistencia y los que producen bienes manufacturados, bienes simbólicos, poder o protección (siguiendo la explicación de Ascher). La revolución industrial, con su desarrollo técnico, alteró por completo esa relación de intercambio campo-ciudad y desencadenó tal proceso de localización de la población en las ciudades que sólo en los últimos cien años mientras la población mundial se ha multiplicado por cuatro la urbana lo ha hecho por doce. De Europa y norteamérica a África y AsiaEste proceso, en principio, se focalizó en el mundo industrializado. En 1950, más del 55% de la población urbana mundial eran europea o norteamericana. Sumaban 700 millones. Pero a partir de ese momento las cosas cambiaron. Y la explosión demográfica de las ciudades se identificó, primero con América Latina, durante varias décadas, y ahora, en los últimos lustros, con África y Asia. Hoy sumamos unos 4.000 millones de urbanitas sobre una población mundial de más de 7.500 millones. Y las proyecciones hablan de 5.000 millones de aquellos para el 2030, lo que exigiría la construcción de una ciudad de un millón de habitantes cada semana. Como en la novela de Dickens, nos enfrenamos a la “historia de dos ciudades”, a la historia de dos planetas urbanos distintos. En el mundo desarrollado desde finales del siglo XIX, por unas razones u otras se reacciona con suficiente capacidad al hacinamiento de las nuevas masas obreras urbanas en infraviviendas y se promueve la urbanización ordenada a través de marcos legales y políticas públicas de infraestructuras y viviendas. En los países en desarrollo del resto del mundo las cosas van a suceder de manera muy distinta, predominando de facto el desbordamiento informal, incluso a pesar de los esfuerzos de algunos estados desarrollistas, como los iberoamericanos de los años 50 a 70, por acercarse a las pautas de políticas públicas urbanas europeas. Tendremos que ser conscientes de que cuando hablemos de casos ejemplares como Copenhague o Frankfurt estos no podrán ser extrapolables fuera del circuito cerrado de las ciudades desarrolladas. En el mundo en desarrollo las cosas son muy distintas, y sus ciudades están determinadas por los slums, los tugurios, las villas miserias, las comunas, las favelas, las bidonvilles, una misma manera de nombrar los barrios de chabolas en cada país. Más de la mitad del millón de habitantes que semanalmente se sumarán a la humanidad vivirán en tugurios. Acercarse a esta otra realidad urbana exige un gran esfuerzo de comprensión. El profesor londinense Abdou Maliq Simone nos recuerda cómo “el principal recurso que los ciudadanos africanos han tenido más a mano para hacer ciudades ha sido principalmente ellos mismos”; y cómo “en la mayoría de las ciudades africanas, el 75% de las necesidades básicas se satisfacen de manera informal, y estos procesos de informalidad ocupan todos los sectores y dominios de la vida urbana”. La huella de los metabolismos urbanos. Formales o informales, los sistemas urbanos, no son, ni pueden ser, autosuficientes. Para mantener viva su actividad y organización, requieren de flujos de entrada de materiales y energía procedentes de sistemas naturales. Dependen igualmente de esos sistemas naturales para los flujos de salida de los residuos contaminantes que resultan de la utilización de aquellos materiales y energía. La ciudad depende del mantenimiento equilibrado de estos sistemas naturales de soporte, de subsistencia. En las sociedades agrarias, sin crecimiento, esa dependencia, ese equilibrio, estaban presentes de forma intrínseca; en la tecnología vernácula, en los ritos y relatos “de aldea”, y en la gobernanza de los bienes comunes — agua, pastos, bosques—. Tal era el caso en Segovia, mi cuna, de la Comunidad de Ciudad y Tierra. La revolución industrial y tecnológica, con sus dos siglos de prosperidad y crecimiento anual medio de 3,5%, vino a diluir entre los urbanitas el sentido de dependencia de los ecosistemas, se instaló una fe ciega en los avances científicos y técnicos, generalizándose la idea de que el crecimiento es y será constante, sin límites. El catedrático de urbanismo José Fariña, aborda en su blog (un generoso tesoro para todos los interesados en la ciudad) esta cuestión de la mano de Ortega y Gasset y su Meditación de la Técnica (lecciones de 1933). Entendiendo a la ciudad como la mayor creación técnica de la humanidad, y partiendo de su admiración y reconocimiento a la técnica como algo inherente al ser humano, sin la cual este no es tal, concluye advirtiendo cómo el paisaje artificial desarrollado por la técnica ha ocultado a nuestros ojos la naturaleza primaria y ha creado la falsa apariencia de que la humanidad no está limitada. Hoy sabemos que este paradigma es el que ha entrado en crisis a partir de las paulatinas evidencias científicas del desbordamiento de los ciclos naturales básicos para el funcionamiento seguro de los ecosistemas de subsistencia. Desbordamiento que el científico ambiental Johan Rockström concentra en nueve grandes áreas (el cambio climático inducido por la emisión de gases de efecto invernadero; la sobreutilización de los recursos de agua dulce; el uso abusivo del suelo, con destrucción de hábitats y deforestación; etc.). Dependerá “de los modelos de organización urbanos que la explotación de recursos naturales aumente o disminuya en el tiempo”, se señala desde la ecología urbana (Salvador Rueda). Para que disminuya se va a requerir una gestión mucho más inteligente de la complejidad maximizando la entropía, en términos de información (principio de Margaleff), es decir aumentando la eficiencia. En esto consiste precisamente la economía circular, y las energías renovables en relación con las redes inteligentes y el vehículo eléctrico; y la multifuncionalidad de los espacios públicos; y, en movilidad, la recuperación de la proximidad y de las potencialidades autónomas no motorizadas, la intermodalidad, los sistemas integrados de transporte público y los nuevos servicios; las infraestructuras verdes; la rehabilitación integral energética de edificios; la regeneración de barrios y tejidos urbanos; la interacción de todo lo anterior con la productividad y la generación de empleo. En definitiva, en esto consiste un urbanismo inteligente y decente, no entregado a la mera lógica competitiva. Al hilo de esto recordemos cómo Lewis Mumford (La Ciudad en la Historia, 1961), refirió el desarrollo urbano de Ámsterdam en los siglos XVI-XVIII como el mejor ejemplo en el que las fuerzas dinámicas del capitalismo, aún a su pesar, acabaron actuando además de en pos de su beneficio en pos de un fin público. Aventuramos que fue clave para ello la “cultura del territorio” de los holandeses, quienes (retomando las reflexiones de Ortega y Fariñas) nunca dejaron que el paisaje artificial les hiciera olvidarse de la naturaleza primaria Las ciudades que construyeron con admirable esfuerzo, cohesión y técnica estaban por debajo del nivel del mar. En el plano de la gobernanza, enfatiza Mumford como “durante los dos o tres siglos en los que el capitalismo se mezcló con las instituciones más antiguas y recibió la influencia de ellas, su dinamismo dio origen a algunos de los mejores planos residenciales que hayan conocido las ciudades hasta hoy”; beneficiando incluso “hasta los sectores más humildes de la clase media”. Tiene sentido, pues, que evoquemos a la vieja Comunidad de Ciudad y Tierra de Segovia, proyectando la ciudad en la categoría y la tierra en el planeta. Transición basada en objetivo.. Volviendo al siglo XXI, la gestión de la complejidad urbana de manera eficiente, para reducir su entropía y su presión sobre los ecosistemas naturales, a través de todas esas líneas de acción que hemos referido, va a requerir de estrategias dignas de tal nombre, con objetivos, medidas, normas, financiación. Estrategias que conjuguen los objetivos de habitabilidad y calidad de vida, con los objetivos de descarbonización energética. Estrategias operativas en cada una de las distintas escalas de gobierno (de manera esencial estrategias locales y estrategias-país), siendo indispensable su eficaz interacción (gobernanza multinivel). Estrategias participativas, que sepan construir consensos políticos, ciudadanos y empresariales. Y, desde luego, estrategias dotadas de una visión a largo plazo, que se sepa vincular con las políticas y acciones inmediatas. Compartimos con Jeffrey Sachs la idea de que dos herramientas son esenciales a tales efectos, la retroproyección (backcasting) y las hojas de ruta tecnológicas. Ello no solo es compatible con el mercado (frente a posiciones negacionistas de uno u otro signo), sino que es el modo habitual de actuar por parte de las industrias de vanguardia tecnológica (p. ej. la Ley de Moore en relación con los microprocesadores, según la experiencia de Intel). Las estrategias locales: objetivos y redes. En este sentido se ha recorrido un intenso camino desde los planteamientos iniciales de las “agendas 21 locales” hasta la concreción de objetivos de las estrategias actuales. Para ello ha sido clave el papel de las redes de ciudades, en su pluralidad, institucionales o ciudadanas, generalistas o focalizadas (ICLEI, Eurocities, Pacto de Alcaldes europeos, C-40, red de ciudades intermedias de la UCGL, POLIS, Energycities o “Ciudades en Transición”) Un caso paradigmático de red es la Asociación Europea de Municipios en Transición Energética (Energy cities), que agrupa a más de 1.000 autoridades locales. Nace en 1990 a fin de impulsar políticas energéticas locales más sostenibles. En el año 2002 se plantea la idea de transición energética, sobre la base de las experiencias y planteamientos innovadores ya en marcha, vinculándose la acción presente con una visión a largo plazo, y conjugándose en todo momento los objetivos de habitabilidad y calidad de vida para todos con los objetivos energéticos. A finales del 2015, en el contexto de la Cumbre del Clima de París, se lanza el objetivo de ciudades 100% renovables. Por su parte Frankfurt (miembro de Energy Cities) es vez un buen ejemplo de estrategia-ciudad. En 2012 desarrolló un primer planteamiento de funcionamiento de la ciudad con 100% energías renovables para el año 2050. En 2015 se acuerda el Plan Maestro para ello, disponiendo de una “hoja de ruta tecnológica” a tal efecto; basada en un estudio previo de factibilidad a cargo del Fraunhofer Research Institute, incluyendo simulaciones de necesidades energéticas hasta 2050 en todos los sectores, considerando escenarios cambiantes de población y precios. El objetivo general se articula mediante la reducción de consumo de energía del 50% y mediante la aportación de energía renovable, en partes iguales de origen local, y de origen regional. Merece destacarse la interacción de esta estrategia-ciudad con la estrategia-país (pues el proyecto se concreta a resultas de una convocatoria federal); con la estrategia-land (la mitad de la energía renovable vendrá de la región) y, sobre todo, con la ciudadanía, por un lado, a través de las cooperativas de generación, y, por otro lado, como consumidor concienciado, a fin de hacer realidad las reducciones del 50% de la demanda energética planificadas. No todo es tecnología, pues. Una parte esencial de la transición pasa por cambios en la manera de consumir, en los estilos de vida. Por último, como ejemplo de estrategia-país ninguna resulta más oportuna que la Transición Energética alemana. Toma como horizontes temporales los años 2020 y 2050. Su concepto fue lanzado oficialmente en septiembre del 2010, tras décadas de avances de todos los colores. Una precisa hoja de ruta (con objetivos, plazos, medidas, proceso de evaluación) fue aprobada en el verano del 2011 por el Gobierno federal, el Bundestag y el Bundesrat, con el consenso de todos los partidos. Se fijan oficialmente reducciones en la emisión de gases de efecto invernadero de un 40% para el año 2020 (respecto a 1990) y del 95% para el 2050. Prescribe reducciones del consumo energético primario del 20% para el 2020 y del 80% para el 2050. En términos de inversión se la equipara con el esfuerzo de la reunificación y de la reconstrucción posterior a la guerra . Más de la mitad de dicha inversión corresponde a una ciudadanía de perfil muy transversal. En ese sentido, Craig Morris y Arne Jungjohann (Energy Democracy. Germany’s Energiewende to Renewables, 2016) han destacando el activismo empresarial de sectores conservadores rurales o el apoyo intelectual del ordo-liberalismo, cuestionando a quienes han situado este proceso dentro de las “narrativas anticapitalistas”, como es el caso de Naomi Klein (2014). En todo caso, la transición energética alemana es un proceso que se convirtió en política nacional a partir del impulso y del camino previamente recorrido por las ciudades y los ciudadanos, en claro ejemplo de movimiento de abajo-arriba, de base comunitaria. Se confirma la intuición de 1992. Es desde lo local desde donde se está impulsando la transición llamada a recuperar el equilibrio de los metabolismos urbanos con la biocapacidad del planeta.

Reportaje

LA SALUD No solo enferma el planeta

La presión social sobre los políticos por el cambio climático es nula porque se percibe como un problema lejano. Pero medio ambiente y salud suelen formar un binomio. y sus efectos llegarán al ser humano

JOSÉ VICENTE MARTÍ BOSCÀ Y MARÍA BARBERÁ RIERA Sanitat Ambiental. Direcció General de Salut Pública. Generalitat Valenciana

No creemos equivocarnos si consideramos que, en nuestros días, la mayoría de los ciudadanos de este país acepta como una realidad el cambio climático, incluso afirman que es un fenómeno ambiental causado por los humanos y muchos de ellos ven este problema como un tema en el que debemos implicarnos. Una parte importante también reciclan sus residuos y observan con simpatía el ahorro de combustibles y la sustitución de modelos energéticos que impliquen la disminución de la emisión de gases de efecto invernadero. Pero no hay que ser demasiado optimistas, sobre todo si consideramos dos datos sencillos. Uno individual hasta cierto punto: la adquisición de coches eléctricos e incluso de los modelos híbridos avanza muy lentamente, demasiado. El segundo, también de carácter individual, tiene implicaciones sociales: la escasa exigencia a nuestros representantes políticos, locales, autonómicos o estatales, para que elaboren planes y acciones contra este problema, situación que se plasma en el lugar que ocupan estas medidas en los programas electorales, incluso en la poca concreción de estas cuando existen. ¿Por qué sucede esta situación, en buena medida contradictoria? Probablemente porque se ve como un problema ambiental muy lento, con efectos a largo plazo. Es cierto que es un problema de origen ambiental, pero como en muchos otros de este origen, medio ambiente y salud es un binomio de efectos contiguos. Por eso, creemos que es esencial aportar información sobre el cambio climático en relación con nuestra salud y la de nuestros hijos, aspectos siempre de interés prioritario. El profesor McMichael y sus colaboradores ya planteaban en 2003 (ver gráfico de las páginas 56 y 57), incluso mucho antes en sus publicaciones científicas, la necesidad de ampliar las investigaciones sobre los fenómenos que vinculan al cambio climático con la salud, sus efectos, las medidas de adaptación a estos y su evaluación para proteger nuestro bien más preciado: la salud individual y colectiva. Casi quince años después, el gráfico sigue siendo actual, aunque podemos complementarlo. El impacto del cambio climático sobre la salud. Los efectos del cambio climático en la salud podemos enumerarlos partiendo de la siguiente lista de elementos que se van a ver afectados, cuya relación con la pérdida de salud es clara: 1.- Olas de calor y frío: el efecto más conocido del cambio climático en cuanto a los posibles resultados en la salud, debido a la ola de calor que sufrió gran parte de Europa occidental, en el verano de 2003 y, especialmente, España por su situación geográfica. Esto ha provocado que en la actualidad todas las comunidades autónomas y las principales ciudades del país tengan programas sanitarios frente a las olas de calor y, en menor medida, al frío intenso. Con todo ello, quedan evaluaciones de los sistemas preventivos por realizar: ámbito territorial homogéneo desde el punto de vista del clima, temperaturas umbrales de disparo, a partir de las cuales la mortalidad aumenta, calidad del acceso a la información de alertas por la población… De otra parte, aunque parezca contradictorio, hay mayores posibilidades de descenso de picos de temperaturas en invierno. 2.- Eventos extremos: los principales en nuestro ámbito son las lluvias torrenciales y las inundaciones, la sequía, los temporales de viento y, en menor medida, las tormentas de granizo, los aludes y los deslizamientos de tierras. Lo adecuado ante todos ellos, es disponer de planes y programas específicos que, en algunos casos, cuentan con amplia experiencia. En cualquier situación, los servicios sanitarios y otros servicios asistenciales, coordinados por protección civil, son elementos imprescindibles para aminorar los efectos de estas situaciones. 3.- Agua: problemas de calidad, por las eventuales contaminaciones químicas o biológicas por los efectos del cambio climático, como de escasez, sobre todo de agua dulce por la sequía. 4.- Alimentos: en un escenario de cambio climático, los eventos extremos y la sequía pueden, previsiblemente, crear problemas de disminución de la producción de alimentos de origen animal (ganadería y pesca), pero también afectar a su distribución y almacenamiento ante el aumento de temperaturas e, incluso, de contaminación química y biológica. 5.- Vectores transmisores de enfermedades: aunque en un escenario de incremento de temperaturas, la presencia o nueva aparición de vectores transmisores de enfermedades que habían sido eliminados de nuestro hábitat es un tema bien conocido, con potenciales focos de cría tras precipitaciones intensas, podemos concretar la situación con uno de ellos que está en plena expansión en nuestro país: el mosquito tigre, que se localiza por el Mediterráneo español y algunas zonas del centro y norte del país. 6.- Contaminación atmosférica: representa la otra cara de la misma moneda que el cambio climático, con efectos en la salud multiplicativos, pero debemos recordar que, en alguna medida de protección, los efectos son inversos para la contaminación atmosférica que para adaptación al cambio climático. 7.- Polen: con el cambio climático, las estaciones polínicas o periodos de polinización se alargan, al tiempo que hay un incremento de la producción de polen y esporas de los hongos, siendo posibles los cambios en las especies productoras de polen que producen alergias. 9.- Radiaciones ultravioletas: en España, un aumento de temperaturas provoca un incremento de la exposición a estas radiaciones, con las consiguientes pérdidas en la salud, por la combinación entre estas y las altas temperaturas. Efectos en la salud humana 1.- Olas de calor y frío: incremento de la mortalidad ligada al calor o, en menor medida, al frío. Sobre todo personas mayores, debilitadas y enfermas, que en el caso del frío, implica también a niños y jóvenes. 2.- Eventos extremos: ahogamientos, lesiones, diarreas, enfermedades por vectores, infecciones respiratorias, de la piel y de los ojos. Problemas de salud mental. 3.- Agua: incremento de enfermedades y brotes estacionales de transmisión hídrica. Aumento de la exposición a contaminantes biológicos y químicos. 4.- Alimentos: incremento de enfermedades y brotes de origen alimentario. Caso especial, el de la contaminación de productos marinos, en su producción, transporte y almacenamiento, con intoxicaciones relacionadas con su conservación. 5.-Vectores transmisores de enfermedades: modificación en la incidencia y distribución de las enfermedades vectoriales. Riesgo de enfermedades relacionadas con el mosquito tigre: Zika, Chikunguña y dengue, aún sin casos autóctonos en España: todos son importados por viajeros españoles o foráneos. 6.- Contaminación atmosférica: incremento de los ingresos hospitalarios por enfermedades respiratorias y cardiovasculares. Incremento de la mortalidad relacionada. 7.- Polen: exacerbación de las alergias respiratorias, como rinitis alérgica y asma. 8.- Radiaciones ultravioletas: Cánceres y enfermedades de la piel, cataratas y daños oculares. Efectos inmunológicos. Medidas de protección colectiva 1.- Dotarse de un sistema de vigilancia en seguridad alimentaria sobre peligros vinculados con el cambio climático. 2.- En las regiones o comunidades con amplia tradición en el uso de fitosanitarios, crear un observatorio de plaguicidas. 3.- Evaluar la exposición a contaminantes y residuos ligados con el cambio climático, estimando la exposición en distintos grupos de población y distintas zonas en el tiempo. 4.- Elaboración de herramientas de trabajo que aporten información sobre la salud ambiental, que sirvan de apoyo para mejorar la salud de la población y minimizar así sus efectos: sistema de vigilancia de riesgos ambientales, grupo técnico de trabajo sobre cambio climático y salud, grupo de expertos sobre vectores y salud… 5.- Proteger la salud de la población de los efectos potenciales del cambio climático: las olas de calor, la radiación solar y los problemas derivados de la presencia del mosquito tigre, con planes y programas específicos de actuación concretos en cada caso y con implicación de los municipios de la comunidad, competentes en algunos aspectos de las actuaciones. 6.- Las zonas de abastecimiento de agua de consumo humano y todo su sistema (captaciones superficiales o pozos, depósitos y redes de distribución) deben someterse a estudios de resistencia al cambio climático, lo que se denominan, pruebas de estrés hídrico. 7.- Consideraciones adicionales sobre otras medidas en el sector salud: mitigación en centros sanitarios. 8.-Informar a la población sobre posibles riesgos para su salud derivados del cambio climático y formar a personal sanitario para minimizar dichos riesgos. 9.- Propuesta de elaboración de un informe específico sobre cambio climático en el ámbito territorial de nuestra actuación. 10.- Estudios específicos de género y salud: situación de las mujeres ante el cambio climático.

Reportaje

EL AIRE Cuando el cambio climático también significa contaminar la atmósfera

Tenemos un doble problema: un clima cambiante y una atmósfera cada día más contaminada. Aunque podrían parecer situaciones diferentes (una global, la otra local) y por ello no relacionadas, nada más lejos de la realidad. la presencia en las ciudades de ozono, partículas contaminantes o mercurio está muy ligada al cambio climático. Y viceversa

ALFONSO SAIZ-LÓPEZ Director del Departamento de Química Atmosférica y Clima en el Instituto de Química-Física Rocasolano del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Tenemos dos problemas. Y, aunque no lo parezca, muy relacionados entre sí: un clima cambiante y la contaminación atmosférica, cada día más acuciante, sobre todo en las ciudades. Podríamos pensar que son dos problemas de índole diferente (local, sobre todo en las ciudades, en el caso de la contaminación y global en el caso del clima); nada más lejos de la realidad. La contaminación atmosférica se puede definir como la presencia en la atmósfera de sustancias químicas, partículas o materiales biológicos que causan disconfort, daños o incluso muerte a los seres vivos. Sin embargo, la gran mayoría de estas sustancias están presentes de forma natural en nuestra atmósfera. Por tanto, otra definición de contaminación atmosférica puede ser la presencia en altas concentraciones de tales sustancias químicas y partículas. Ese aporte adicional, y desproporcionado en las zonas urbanas, es obra del ser humano y se produce por la combustión masiva de combustibles fósiles o de biomasa; por ejemplo, y principalmente en las ciudades, los gases y partículas emitidos por los automóviles. Por otro lado, la evidencia científica nos muestra irrefutablemente que el clima de la Tierra está cambiando y desviándose de su propia variabilidad natural. Sabemos que las concentraciones de dióxido de carbono se están incrementando en la atmósfera, este año rebasando la barrera de las 400 ppmv (partes por millón en volumen). Desde el comienzo de la Revolución Industrial, la temperatura del aire se ha incrementado en la mayor parte del planeta. Además, estamos asistiendo a cambios en los patrones de precipitación, a una mayor frecuencia de eventos meteorológicos extremos, y a cambios en la nubosidad, humedad y vientos. Veamos cómo uno y otro interaccionan y cómo la contaminación atmosférica puede afectar al clima. Los cambios en la composición química de la atmósfera inducen cambios en el balance de energía de nuestra atmósfera a través de absorber o reflejar la luz que nos llega del sol y la radiación que nuestro planeta emite; los desequilibrios en ese balance conducen a cambios en la temperatura y el ciclo hidrológico de la Tierra. Estos cambios en la composición de la atmósfera han sido particularmente dramáticos en el pasado reciente debido a la industrialización masiva, la agricultura intensiva, urbanización y el tráfico por tierra, mar y aire. Las consiguientes emisiones de contaminantes han resultado en cambios en el balance de energía en la atmósfera y con ello en el clima. Por ejemplo, el incremento de ozono en la troposfera, la capa más baja de la atmósfera en contacto con la superficie, ha conllevado un calentamiento del clima; mientras, diferentes componentes de las partículas atmosféricas pueden ejercer efectos de calentamiento o enfriamiento sobre el clima. A su vez, el cambio climático afecta al aire que respiramos dado que la contaminación depende de la meteorología. Se prevé que el clima del futuro favorecerá condiciones de estabilidad atmosférica dado que se desacelera el transporte atmosférico global y se incrementa la frecuencia de situaciones anticiclónicas en latitudes medias. Pero, ¿cómo puede afectar este futuro escenario climático, en realidad ya muy presente en algunas zonas, a la contaminación atmosférica? Veámoslo, por ejemplo, con el caso del ozono superficial. El ozono es un compuesto que se produce naturalmente en la atmósfera pero que también se forma por la actividad humana. El ozono y el tráfico. En la estratosfera, entre 10-50 kilómetros sobre la superficie, la capa de ozono previene la llegada a la superficie de la dañina radiación solar ultravioleta. Sin embargo, la exposición al ozono en la superficie puede conllevar problemas de salud asociados con el sistema respiratorio. Este ozono superficial es un componente principal de la contaminación atmosférica en las ciudades, donde se forma por la interacción entre la luz solar y contaminantes precursores como los óxidos de nitrógeno y los compuestos orgánicos volátiles, ambos emitidos por el tráfico y la actividad industrial. Los niveles de ozono están por tanto influenciados por la interacción entre emisiones y condiciones meteorológicas. Generalmente, altas temperaturas, cielos claros y poco viento, asociado a inversiones térmicas, favorecen las altas concentraciones de ozono. Por ello, aún manteniendo el mismo nivel de emisiones, el incremento de la temperatura y la mayor frecuencia de condiciones de inversión térmica, consecuencias del cambio climático, hacen que los niveles de contaminación por ozono se estén agudizando. Este hecho complica, todavía más, la efectividad de las medidas legislativas ambientales destinadas a su reducción en ciudades. Los incrementos de polución por ozono debidos al cambio en el clima incrementarán la ya preocupante cifra de muertes prematuras asociadas a la exposición a la contaminación atmosférica. Un ejemplo que sirve para estimar cómo la contaminación del aire evolucionará en un futuro clima más cálido son las actuales olas de calor, cuya frecuencia en Europa se ha incrementado en los últimos años. El clima del futuro incluye mayor frecuencia de veranos secos y cálidos y con ello mayor número de olas de calor. En realidad, ese futuro ya ha llegado y así las olas de calor sufridas en los últimos 20 años muestran episodios de altas temperaturas que aceleran la formación de ozono en las ciudades, elevándolo a valores muy por encima de los estándares establecidos por la legislación. Se cree que de las muertes prematuras asociadas a estas olas de calor alrededor de un tercio se relacionaron con problemas de salud causados por las excesivas concentraciones de ozono. Las partículas contaminantes. Las partículas contaminantes son una mezcla compleja de sulfatos, nitratos, carbón mineral y orgánico, polvo, etc. Estas partículas pueden emitirse directamente o se pueden formar en la atmósfera por gases precursores. Las más pequeñas, de diámetros inferiores a 2.5 micras pueden penetrar en nuestro sistema respiratorio con efectos adversos para la salud. Al igual que con el ozono, sus concentraciones en la atmósfera dependen de las emisiones y también de la meteorología. Así, el cambio climático tiene también el potencial para alterar de manera significativa la cantidad de estas partículas en nuestra atmósfera aunque existe todavía incertidumbre entre los científicos sobre los mecanismos por los que el cambio en el clima puede alterar el balance de material particulado en la atmósfera. Sin embargo, sí hay consenso sobre algunas fuentes importantes de emisión de partículas y como se están viendo afectados por el cambio climático. Es el caso de los incendios forestales de origen natural, cuya frecuencia y duración se ha incrementado como resultado del incremento de los veranos más secos y cálidos en regiones de latitudes medias, como la Península Ibérica. Las partículas emitidas por los incendios afectan a la salud pública, incrementando el riesgo de dolencias respiratorias. Las proyecciones de los científicos auguran un incremento en la frecuencia de incendios forestales y con ello un incremento en las emisiones de partículas a la atmósfera. Se piensa que este incremento podría incluso compensar la esperada reducción de emisiones de partículas antropogénicas hacia mitad de siglo. Asimismo, el polvo atmosférico es también considerado un componente de la contaminación atmosférica. Las proyecciones climáticas para nuestro país incluyen mayores y más severos episodios de sequías que incrementan la aridez del terreno y con ello la emisión de polvo a la atmósfera. Finalmente, otro componente de la contaminación atmosférica es el mercurio, un contaminante neurotóxico. Un clima más cálido conlleva un aporte adicional de mercurio en la atmósfera como resultado del aumento en las emisiones de mercurio desde el suelo debido al incremento en la transpiración de los ecosistemas boreales. El mercurio emitido es muy estable en la atmósfera y puede ser transportado a zonas muy lejanas a la región de emisión, convirtiéndose así en un problema ambiental de escala global. Por todo ello, los gobiernos y agencias medioambientales deben considerar el cambio climático, también, a la hora de tomar decisiones para proteger la calidad del aire de las ciudades. Políticas más exigentes. El “factor clima” implica que las políticas de control de emisiones de contaminantes atmosféricos deberán ser más exigentes para cumplir con los estándares de calidad del aire de nuestras ciudades. A la par que el mundo se mueve hacia el desarrollo de políticas de energía y transporte compatibles con la mitigación del cambio climático, será importante tener en cuenta los efectos que tales políticas globales pueden tener sobre la contaminación del aire tanto a escala local como regional. El desarrollo de políticas energéticas sostenibles ofrece una oportunidad para mejorar la calidad del aire que respiramos por medio de transicionar a fuentes de energía no contaminantes. El efecto del cambio climático sobre la calidad del aire tiene por tanto que ser examinado en concierto con el efecto de los futuros cambios en las emisiones de contaminantes. Se espera que estas emisiones cambien rápidamente en las décadas venideras como consecuencia de políticas energéticas más sostenibles dentro de un medioambiente cambiante. La lista de compuestos químicos que conforman la contaminación atmosférica es mucho más amplia que los pocos citados en este artículo, tan amplia como permiten las innumerables reacciones y transformaciones que tienen lugar en la química del aire. Muchos de esos compuestos son conocidos, algunos de ellos son monitoreados por las redes de medida de calidad del aire en las ciudades, sólo algunos de estos últimos están regulados por la legislación, y muchos otros compuestos son todavía desconocidos para la ciencia, pero todos ellos componen el cóctel químico que respiramos a diario. Cóctel cuya mezcla está cambiando y lo continuará haciendo como consecuencia del cambio climático. Reportaje

LOS ALIMENTOS El vino, termómetro del planeta

El mapa de la producción de vino es una guía perfecta de cómo el cambio climático afecta a la Tierra. Las características de la uva mantenían su cultivo reducido a unos pocos lugares del mundo, pero la subida de la temperatura permite expandirlo a regiones como Gran Bretaña

DARÍO PESCADOR Divulgador científico, autor de ‘Operación Transformer’.

Como muchas ciudades de zonas vinícolas, Trier, a la orilla del río Mosela, es un sitio encantador. Fundada en el siglo IV a.C. y después conquistada por el emperador Augusto, es la ciudad más antigua de Alemania. Aquí los romanos plantaron las primeras vides en las laderas del valle. Aquí es donde podremos degustar un delicioso blanco de uva Riesling, fresco y ácido, o quizá el delicioso Eiswein, que se obtiene de las uvas que se han helado en la vid. No se nos pasará por la cabeza pedir un tinto, y precisamente en eso nos estaremos equivocando. Los tintos alemanes están en auge. En 1980 solo un 10% de la producción alemana era de vino tinto; en la actualidad es más del 37%. La variedad tinta pinot noir, conocida en Alemania como Spätburgunder, se está dando excepcionalmente bien, convirtiendo a Alemania en el tercer país productor de esta uva después de Francia y EE UU. Los blancos también se están beneficiando del calor. Hoy la región está teniendo cosechones de uva Riesling que madura dos semanas antes de lo que era normal hace apenas 50 años. La historia se repite en Francia, donde existen registros de las vendimias desde hace más de cuatro siglos. En las últimas tres décadas ha sido necesario recolectar dos semanas antes de lo habitual de media. Si se exceptúan el cannabis, la coca y el opio, el cultivo de la uva es el segundo más lucrativo del planeta, después de los tomates. Pero la vitis vinifera es una planta muy quisquillosa. Las uvas necesitan calor y pocas lluvias para madurar y que se formen azúcares, pero al mismo tiempo necesitan frío y algo de lluvia para conservar la acidez. Si hace demasiado frío, las uvas no maduran, y los vinos son ácidos e imposibles de beber. Mucho calor y las uvas maduran demasiado pronto, tienen mucha azúcar, pero no pueden completar la maduración fenólica, que es la que da los aromas al vino. El resultado son vinos demasiado alcohólicos y sin matices. Es lo que ocurrió en Francia tras la ola de calor de 2003. La vendimia se adelantó un mes entero, pero los vinos de aquel año fueron mediocres. Por eso el cultivo del vino está limitado a las escasas regiones del mundo con un clima mediterráneo, unas pocas manchas de color en el mapamundi. Allí donde hace más calor, más frío o llueve más, simplemente no hay cosecha. Sin embargo, con un cambio en la temperatura media de solo un grado y medio en los últimos años, esas manchas están ya desplazándose. El mapa del vino es una guía perfecta de cómo el cambio climático está afectando al planeta, y está ocurriendo ante nuestros ojos. Vinos esquimales. En un país en teoría tan inhóspito para las uvas como el Reino Unido, este año se han plantado un millón de vides para producir dos millones más de botellas. En solo diez años los viñedos ingleses se han duplicado, especialmente para la producción de espumosos. Algunos expertos sugieren que el sur del país puede convertirse en la nueva Champagne, y precisamente son las compañías francesas como Taittinger y Vranken-Pommery Monopole quienes están invirtiendo en los espumosos ingleses. Un poco más al sur, en la Borgoña francesa, el cambio en el clima no es una bendición sino un problema para el Chablis, uno de los vinos más famosos de la región. Con caídas repentinas de temperatura de 10 grados en un solo día, heladas en primavera y calor intenso en verano, algunos viñedos han perdido el 80% de su producción. El ministerio de agricultura francés estimó recientemente que en 2017 se producirían solo 37 millones de hectolitros en el todo país, comparados con los 45 millones de 2016. En todo el mundo, la producción de vino cayó en un 8,2% en 2017, uno de los peores registros en 50 años. Aunque hay unos pocos ganadores, el aumento de las temperaturas es un verdadero problema para todos los demás. Un estudio de 2013 en el que participaron científicos de EEUU, Chile y China afirma que en 2050 la mayoría de las regiones vinícolas actuales serán inviables debido al calor. Se acababa el vino en explotaciones actuales de Ribera del Duero, Rueda, Burdeos, Languedoc, Provenza, la mayor parte de Italia, e incluso Sudáfrica. Con un aumento de las temperaturas entre 2,5 y 4,7 grados, la caída de la producción puede ser el 85% en la Toscana o el Ródano, de un 74% en Australia, hasta un 70% en California y un 40% en Chile. Los nuevos vinos de calidad tendrán denominaciones hasta ahora impensables: Gales, Noruega, Polonia, Columbia Británica, Montana o Tasmania. El cambio climático amenaza uno de los conceptos más arraigados del vino: la denominación de origen. Aunque la asociación entre la calidad del vino y la zona de la que proviene es más antigua, fue en 1855 cuando el emperador Napoleón III quiso clasificar los mejores vinos de Burdeos por su calidad para mostrarlos a los visitantes de la exposición universal de aquel año en París. La calidad de los vinos se otorgaba dependiendo de los crus, los lugares concretos donde se cultivaban las uvas: la región, el valle, la colina e incluso el lado de la colina. Este sistema entronca con el concepto de terroir, la idea de que la tierra donde crecen las uvas imparte al vino características únicas que no se pueden conseguir en otro lugar, instaurada por los monjes benedictinos y cistercienses que ya cultivaban viñedos en Borgoña en el siglo VIII. Esto también determina las estrictas normas que rigen las denominaciones de origen, como, por ejemplo, la prohibición de usar riego en los viñedos, y el precio de venta de la uva dependiendo de su procedencia, lo que luego determina lo que se paga por la botella. Pero cuando el viñedo o incluso la región entera deja de ser productiva por el aumento de las temperaturas, este sistema va a dejar de tener sentido muy pronto. Será necesario cambiar las variedades de uva, usar nuevas técnicas agrícolas para el cultivo, desde el riego hasta la refrigeración, e inevitablemente, llevarse las vides a otro sitio. Para que los grandes vinos sobrevivan, habrá que saltarse las normas. Viñedos montaña arriba. Los vinos del viejo mundo tienen mucho que aprender de las técnicas empleadas en el nuevo. En Mendoza, Argentina, a diferencia de en Europa, las vides se plantan en alto, formando parrales, para que las propias hojas de la planta protejan las uvas del sol implacable y mejoren la circulación del aire, refrescando los frutos. El riego, lejos de estar prohibido, es la única forma de hacer viable el cultivo. A pesar de esto, la producción argentina de vino sufrió una caída del 30% en el año 2016 por culpa del calor. La buena noticia es que se ha recuperado casi por completo en 2017. La tecnología y una mayor flexibilidad está dando ventaja a los nuevos países productores de vino. Frente a las caídas de Francia, España o Italia, en este año suben, además de Argentina, Brasil, China y Australia. Un cambio moderado en la temperatura puede gestionarse en el propio viñedo: aumentar el espacio entre las vides, irrigación, o incluso rociar las plantas con agua para bajar la temperatura. Sin embargo, estas técnicas ya están teniendo un impacto en los acuíferos. En California, el riego y rociado de los viñedos, unido a la sequía, ha hecho descender el caudal de los ríos hasta un 21%. La tecnología en la bodega también puede mitigar los efectos. Es posible usar diferentes levaduras para regular la fermentación, reducir los niveles de azúcar en el mosto por ósmosis, añadir enzimas o sales que controlan la acidez, o incluso separar los componentes del vino por filtrado o estratificación, eliminando el alcohol que sobra. Técnicas que son anatema para las denominaciones de origen más tradicionales. Cuando todo falla, con el valle asfixiado por el calor, los viñedos deben buscar tierras más altas y más frescas. A partir del año 2001 bodegas Torres comenzó a plantar pinot noir cerca de Tremp, una localidad leridana del Pirineo, donde a día de hoy están garantizados los días soleados y noches frescas que la uva necesita. Bodegas CVNE ya ha trasladado muchos de sus viñedos de la Rioja Baja a la Rioja Alta, donde las temperaturas son unos cuatro grados más bajas. Sin embargo, en regiones como la Mancha, la más extensa del mundo, se puede llegar pronto al límite aceptable de temperatura para la uva tempranillo. Aquí aparece otra solución: cambiar de variedad de uva y buscar aquellas que aguanten mejor las temperaturas. Es lo que están haciendo en bodegas Torres, cambiando el tempranillo por monastrell, y el pinot noir por tempranillo. Incluso están rescatando algunas variedades previas a la plaga de la filoxera, que arrasó los viñedos europeos en el siglo XIX. Estas uvas antiguas soportan mejor la sequía y el calor. Sin embargo, cambiar los varietales es un riesgo enorme. Las viñas no rinden en un año, al contrario, necesitan una década para producir vinos de calidad, y son las cepas viejas las que dan los mejores caldos. Un error al elegir la variedad puede significar la ruina. Aunque lo más importante es que los aromas y sabores cambian. Es otro vino. Cultivos sostenibles. Tanto el uso de irrigación como el traslado de las zonas vinícolas tiene un gran impacto en el ecosistema. La urbanización que producen las nuevas explotaciones en Montana y Ontario está poniendo en riesgo zonas naturales. En China, que es la región productora de vino con mayor crecimiento del mundo, las zonas adecuadas para la extensión de los viñedos son las mismas que ocupa el hábitat del panda gigante, que ya está en peligro de extinción. En Sudáfrica el traslado de las vides montaña arriba pone en riesgo a miles de especies de arbustos y flores únicos en el mundo. La crisis del vino es un ensayo general que pone de manifiesto cómo se enfrentan los problemas que genera el cambio climático. Si el vino ya tiene tantos problemas, ¿qué ocurrirá con otros cultivos más importantes, los que forman la base de la alimentación de la mayor parte de la humanidad? La respuesta es, como siempre, la tecnología. Un país pequeño, frío y densamente poblado como Holanda se ha convertido en el principal productor de tomates del mundo, usando invernaderos que cubren un área mayor que la isla de Manhattan, avanzados sistemas de riego o cultivos hidropónicos, produciendo más con menos recursos. La modificación genética se presenta como la única solución posible para conseguir nuevas especies que prosperen en estas condiciones climáticas y puedan alimentar a los 10.000 millones de humanos que tendrá el planeta en 2050. Aunque el futuro de la agricultura ya ha llegado, está desigualmente distribuido. Sin salir de Europa, en España, amenazada permanentemente por la sequía, el 80% del agua del país se emplea en regadíos poco sostenibles, con enormes pérdidas de recursos hídricos. Aún más lejos están los países en vías de desarrollo. La agricultura de subsistencia prevalece en zonas superpobladas de África y Asia, que son las que más pueden verse afectadas por el cambio climático. Al igual que ocurre con los sabores del vino, las señales del cambio climático son sutiles, pero sus consecuencias son igualmente devastadoras. Por ejemplo, ha bastado un pequeño cambio en la temperatura mundial para que crezcan las algas que habitan en los hielos de Groenlandia, oscureciendo el suelo, que absorbe así más radiación solar. En unos pocos años esto puede producir que millones de toneladas adicionales de hielo se fundan cada verano y aumente el nivel del mar, desplazando a millones de personas. Pensemos en esto cuando nos ofrezcan probar un tinto de Finlandia.

Tribuna

La apuesta de Pascal: cambia carne por legumbres

Sobre la inminente destrucción del planeta en que vivimos

“LA ESPERANZA NO ES COMO UN BOLETO DE LOTERÍA QUE PUEDAS AGARRAR SENTADO EN EL SOFÁ Y SENTIRTE AFORTUNADO... LA ESPERANZA ES UN HACHA CON LA QUE DERRIBAS PUERTAS EN CASO DE EMERGENCIA” HOPE IN THE DARK. REBECCA SOLNIT

MARTA PEIRANO Periodista de eldiario.es

Ecoansiedad: “Angustia de ver la lenta y aparentemente irrevocable evolución del cambio climático, y preocuparse por el futuro de uno mismo, de sus hijos y de las generaciones venideras”. Es extraño calificar de patología la angustia por la inminente destrucción del planeta en que vivimos, pero la Asociación Americana de Psicología la ha tipificado como tal. Técnicamente, una patología es una respuesta desproporcionada a fenómenos naturales o cotidianos que nos impiden seguir con nuestras vidas. Pero si nuestras vidas nos conducen de manera irreversible a una muerte dolorosa, agónica y miserable, cualquier cosa que nos haga cambiar de vida es la reacción apropiada y mentalmente sana a la destrucción del único planeta que, de momento, podemos habitar. Como dice Rebecca Solnit, la esperanza no es un billete de lotería que puedes agarrar sentado en el sofá. Más, cuando es una de las pocas cosas en las que el 99% de la comunidad científica está de acuerdo. Pero no es la única. Otra reacción mentalmente sana es buscar maneras de frenar ese proceso antes de que sea demasiado tarde. Incluso si, como defienden algunos científicos, ya no hay nada que podamos hacer para detener el desastre inminente. Es probable que tengan razón. Pero, como no podemos estar seguros y nos lo jugamos todo, hay que hacer la misma apuesta que Pascal: si pensamos que podemos salvarnos y ponemos todos los medios a nuestro alcance, es posible que nos salvemos. Pero si no creemos que nos podemos salvar y no hacemos nada, entonces lo habremos perdido todo. Este es un argumento racional, pero tampoco es el único. Desde un punto de vista moral, la conclusión es la misma. Hemos podido demostrar que el calentamiento global es el resultado de nuestro estilo de vida. Puesto que los hijos no son culpables de los pecados de sus padres y que compartimos el planeta con muchas otras especies que son irresponsables del desastre que se avecina, es nuestra obligación moral hacer todo lo que esté en nuestra mano para detener o, al menos, suavizar el impacto. Por ejemplo, podemos dejar de comer animales. Sería la medida más efectiva porque, haciendo esa sola cosa, podríamos alcanzar los acuerdos de París. No haría falta cambiar ni un solo aspecto más de nuestras vidas; solo cambiar las costillas por lentejas y las salchichas por un buen potaje de garbanzos. Incluso pizza y tortilla de patatas, siempre y cuando no nos comiéramos a la vaca ni a la gallina que las hacen posibles. Tal es el impacto que tiene la industria ganadera en el futuro del planeta. Podríamos hacer eso. Sería duro, porque cambiar de hábitos es complicado. Solo hay que ver lo que cuesta dejar las cosas que sabemos que nos perjudican, como el tabaco, el azúcar o a los narcisistas. Pero más duro es perderlo todo en un Tsunami, vivir a 50 grados o saber que nuestros hijos tendrán que pelear por el agua. También podemos hacer otras cosas. Por ejemplo, apoyar a partidos políticos que entiendan la gravedad de nuestra situación y pongan en marcha las medidas adecuadas para enfrentarnos a ella. Exigir a las administraciones locales, regionales y nacionales que cumplan con sus promesas de reducir el carbono, favoreciendo tecnologías e infraestructuras que lo permiten, desde las redes de transporte público o ferroviarias a la promoción de energías sostenibles. Usar transportes que reduzcan la contaminación en las ciudades, como la bicicleta o el transporte publico. Podemos exigir castigos ejemplares para aquellas empresas que consumen, desertizan y envenenan el planeta para ahorrarse dinero y comprar productos de empresas que se comprometan a reducir el impacto medioambiental. Exigir medios de comunicación que nos ayuden a distinguir unas de otras. Podemos compartir recursos con otros miembros de nuestra comunidad, desde compartir coche con compañeros de trabajo a hacer circular aquello que no necesitamos, desde la ropa y enseres de nuestros hijos, hasta libros o ropa. Podemos gastar menos en general, tener menos cosas. Ninguna de esas cosas tendrían el impacto de dejar de comer animales, pero tendrían impacto. No solo en el planeta sino en nuestras vidas. Está comprobado que comprar menos cosas, comer mejor, compartir experiencias y ser más solidarios nos hace más felices. Ahora, cambiar cuesta. Nuestra naturaleza odia los cambios y los resiste con argumentos de todo pelaje. Por ejemplo, es bien sabido que hacer ejercicio es el cambio más productivo que podemos hacer para mejorar nuestras vidas, porque no solo desencadena cambios metabólicos que mejoran nuestra salud física y mental, sino que sus efectos facilitan otros cambios positivos porque facilita el sueño y favorece la autoestima. Sin embargo, no llevamos una semana cuando empezamos a murmurar que no tenemos tiempo, que no tenemos fuerzas, que no nos gusta el profesor de spinning, que nos pilla lejos de casa o que no nos hace tanta falta, después de todo. Nos jugamos mucho, pero no todo. De todos los argumentos que tenemos para no hacer nada acerca del calentamiento global, el peor es que la acción individual es inútil. Este es, desde mi punto de vista, uno de los mayores logros del capitalismo: hacernos creer que ninguno de nosotros cuenta, que nuestras decisiones son irrelevantes, que no tenemos nada que hacer contra la máquina implacable que domina nuestras vidas. Lo cierto es que, si los números y los especialistas confirman que hay una oportunidad de frenar o, al menos, ralentizar la lenta y aparentemente irrevocable evolución del cambio climático cambiando una sola cosa, no solo debemos hacerlo por Pascal. No hacerlo es la verdadera patología. Y debería ser tratada antes de que sea demasiado tarde. Reportaje

LAS MIGRACIONES Diásporas climáticas

El siglo XXI multiplicará los desplazamientos provocados por los fenómenos naturales extremos, una situación que ya afecta a 200 millones de personas

GONZALO FANJUL Director de investigaciones de la Fundación porCausa

Nadie hubiera dicho que aquella tierra semidesértica produjese nada, nunca. Sin embargo, en la pequeña parcela que rodeaba la jaima de Aourriye (“Libertad”), en la región mauritana de Assaba, su familia aprovechaba los meses de lluvia entre septiembre y noviembre para cultivar alimentos como el mijo y el sorgo. Con su pequeña cosecha, un puñado de animales y la actividad trashumante de los hombres, ellos y las comunidades rurales de Mauritania han ido toreando el hambre a lo largo de generaciones. Aquel verano de 2012 las cosas eran diferentes. Cuando entrevisté a Aourriye, la lluvia no había llegado en la temporada pasada y el temible período del soudure (carestía de pocos meses) se había extendido a lo largo de todo el año. La sequía empujó al marido de Aourriye a la emigración y a ella y a sus ocho hijos a la desesperación. “El año pasado hubo un periodo de recogida de alimentos, pero este año no”, contaba. “En la época de lluvias, cultivo; esa es mi actividad y vivo de eso. Ahora tengo muchas dificultades para encontrar alimentos para mis hijos. Todos comen lo mismo, del mismo plato. También tengo muchas dificultades para conseguir agua (…). Por supuesto, estoy preocupada con el futuro de mis hijos. Lo que más deseo para ellos es que puedan ir a la escuela y que en el futuro sean autónomos, se puedan mantener”. En un país de algo más de cuatro millones de habitantes, el 25% de los mauritanos se arraciman hoy en la ciudad de Nuakchot, cuya población se ha multiplicado por 120 desde 1980. No menos de 200.000 han buscado suerte en diversos países de la región, del Golfo Pérsico y de Europa. Otros muchos les seguirán. Son parte de los llamados migrantes y refugiados “climáticos”, un concepto que tomó cuerpo político por primera vez en noviembre de 2015, cuando la Cumbre del Clima de París incorporó este término al catálogo de desaguisados provocados por el calentamiento global. “Nos enfrentamos a grandes movimientos migratorios y de refugiados, y el cambio climático es una de las causas fundamentales del número récord de personas que se han visto obligadas a migrar”, dijo en aquel momento William L. Swing, Director General de la Organización Internacional de Migraciones. Desde entonces, el término se ha establecido por derecho propio en el imaginario político global. La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) calcula que una media de 21,5 millones de personas se han visto obligadas cada año desde 2008 a desplazarse de su lugar de origen como consecuencia de fenómenos naturales extremos como inundaciones, tormentas, incendios y períodos extendidos de calor intenso. Un número indeterminado de otros muchos miles de desplazados son las víctimas directas de fenómenos lentos pero insorteables como las sequías, la variabilidad de las lluvias, la degradación del suelo y el aumento del nivel de los mares. De acuerdo con las cifras expresadas en el Foro de Diagnóstico sobre las Migraciones Climáticas —celebrado en Madrid en noviembre de 2017— el número total de afectados se acerca mucho a los 200 millones desde el año 2008. Pero incluso esta cifra podría quedarse corta si, como propone Greenpeace, incluimos en esta categoría a quienes se ven obligados a desplazarse como consecuencia de las propias medidas de lucha contra el cambio climático. Poblaciones enteras de África oriental, por ejemplo, han sido expulsadas de sus territorios para desarrollar grandes operaciones comerciales de reforestación. El triple frente. Las migraciones climáticas plantean desafíos fundamentales en tres frentes. El primero de ellos es legal. La acepción genérica reconocida por la Cumbre del Clima esconde un batiburrillo conceptual que no deja claro quiénes son realmente estas personas y cómo pueden ser contadas. Ambas cosas son imprescindibles cuando se trata de desarrollar y proteger sus derechos. Mientras que los supuestos actuales de las normas de protección internacional definen con claridad quiénes están bajo su amparo —víctimas de conflictos y persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas— y cuáles son las obligaciones de los Estados y de sus autoridades, en el caso de los refugiados climáticos esta obligación legal es inexistente. Algunos expertos, como el director del Centro para el Estudio de los Refugiados de la Universidad de Oxford, Alexander Betts, han señalado la necesidad de expandir el alcance de las obligaciones de protección internacional para adaptarlas a una realidad muy diferente a la de hace más de medio siglo, cuando estas fueron establecidas (ver cuadro). Otros han señalado la oportunidad de extender al desplazamiento internacional regulaciones existentes para otras circunstancias, como los Principios Rectores sobre el Desplazamiento Interno (1998). El propio Parlamento Europeo se planteó este asunto en 2011 sobre la base de un menú de posibilidades que iban desde la creación de un nuevo marco legislativo hasta la extensión de los actuales mecanismos de protección, pasando por el impulso político que dio lugar al reconocimiento de estos migrantes dentro del Convenio Marco de la ONU sobre Cambio Climático. Lamentablemente, cualquier posible compromiso de Europa en este campo se diluyó a partir de 2014 con la llamada crisis de refugiados, un fenómeno que ha puesto en riesgo incluso los estrechos supuestos de protección previstos en la legislación actual. El segundo desafío es de carácter humanitario. Las cifras mundiales de desplazamiento forzoso —que alcanzaron un nuevo record a finales de 2016 con 65,6 millones de personas— constituyen solo una parte de las necesidades humanitarias globales, que afectan actualmente a 136 millones de seres humanos víctimas de conflictos, persecución, desastres naturales y pandemias. Mientras tanto, la brecha que separa las necesidades financieras de los recursos ofrecidos por los donantes se hace cada vez más grande: si en el año 2012 las agencias internacionales reclamaron 8.800 millones de dólares y recibieron 5.800 millones, cinco años después las necesidades humanitarias globales prácticamente se han triplicado (23.500 millones de dólares) y la financiación disponible se ha estancado en menos de la mitad de esa cifra. Nada en el horizonte de las migraciones climáticas sugiere que esta situación vaya a remitir. Más bien lo contrario. Solo en los últimos meses hemos sido testigos de temperaturas récord y una ola de incendios sin precedentes en regiones enteras de Estados Unidos y Europa occidental; de huracanes en el Golfo de México y el Caribe que han arrasado vidas y hogares y destruido décadas de inversiones e infraestructuras en Texas y Puerto Rico; o de inundaciones de proporciones bíblicas en Nepal, India y Bangladesh que han matado a no menos de 1.300 personas y desplazado a 40 millones. La recurrencia de fenómenos naturales extremos —derivados directa o indirectamente del cambio climático— constituye un signo de nuestro tiempo y una de las mayores amenazas humanitarias que haya vivido el planeta a lo largo de su historia. Como ha demostrado el caso sirio —cuyo conflicto violento fue precedido entre 2006 y 2010 por una devastadora sequía que disparó la vulnerabilidad y el descontento de la población— las crisis humanitarias son fenómenos complejos en donde diferentes factores se imbrican para generar círculos viciosos cada vez más difíciles de romper. El tercer reto está directamente relacionado con los anteriores y es de carácter político. El mejor modo de atender las necesidades de los migrantes y refugiados climáticos es, en primer lugar, reconocer la responsabilidad histórica que los principales países contaminantes tienen en su situación. En segundo lugar, trabajar de manera activa para prevenir la intensificación de estos flujos antes de que se produzca. En ambos casos existen pocas razones para ser optimistas. La cumbre del clima celebrada en Bonn hace pocas semanas escenificó el doble fracaso de una agenda que mantiene las emisiones de CO2 en los niveles récord alcanzados en 2015 y de un armazón político seriamente debilitado por el abandono y los ataques de la Administración Trump. A la espera del milagro. Es difícil que un puñado de legisladores que consideran el calentamiento global una conspiración liberal o un castigo divino reconozcan la obligación de compensar a otros por ello. Curiosamente, necesitaremos algo muy parecido a un milagro para salir del atolladero: si la comunidad internacional quiere financiar en 2050 las estrategias del adaptación al cambio climático —que mitigarían de manera cierta las consecuencias sobre el desplazamiento forzoso—, el esfuerzo anual de los países donantes tendría que crecer entre 6 y 13 veces de aquí a 2030, de acuerdo con las estimaciones más recientes de la Agencia de la ONU para el Medio Ambiente (UNEP). El siglo XXI es ya el siglo de la movilidad humana. Cuánto de este proceso será voluntario, ordenado y provechoso para todas las partes, y cuánto se reducirá a la huida caótica y desesperada de masas desposeídas de sus recursos más esenciales dependerá en parte de nuestra capacidad para intervenir ahora. La clave está en reconocer en lugares como Mauritania la fotografía del mundo que seremos y actuar en consecuencia.

“MIGRANTES DE SUPERVIVENCIA”: ADAPTANDO LAS NORMAS DE PROTECCIÓN INTERNACIONAL A LA REALIDAD DEL SIGLO XXI El régimen de protección de los refugiados creado tras la Segunda Guerra Mundial fue concebido para amparar a aquellos que escapan de la acción directa de los Estados o incluso de actores no estatales, pero lo que no hace es proteger a aquellos que escapan de privaciones económicas extremas que pueden llegar incluso a amenazar su propia existencia. En este caso, los culpables son Estados frágiles o fallidos que fracasan en la protección de sus propias poblaciones, convirtiéndolas en “migrantes de supervivencia”. Este concepto, acuñado por el profesor de la Universidad de Oxford Alexander Betts, describe el desplazamiento de centenares de millones de seres humanos procedentes de países como Somalia o Zimbabue, donde el régimen criminal e incapaz del recientemente depuesto Robert Mugabe provocó la huida a Sudáfrica de unos dos millones de sus ciudadanos. Aunque el trabajo del profesor Betts se centra en la región subsahariana, es difícil no reconocer en esta categoría a otras muchas poblaciones, como los centenares de miles que han abandonado el llamado Triángulo Norte centroamericano huyendo de la violencia y la desigualdad extremas. En ocasiones —como en el caso de Kenia— los Estados de acogida han optado por reconocer a estos desplazados internacionales forzosos la misma condición de refugiados que a los demás. Pero esta es la excepción, como señala Betts, y las agencias internacionales no hacen más que seguir el criterio que establecen los gobiernos en cada caso. “Necesitamos reconocer que existe un vacío fundamental en la protección internacional. (...) No se trata de cargarnos con nuevas normas e instituciones, sino de hacer que las actuales funcionen mejor. (...) Los migrantes de supervivencia tienen derechos humanos fundamentales, y en ocasiones el único modo de garantizarlos es no devolverles forzosamente a Estados que no pueden o no quieren protegerlos”.

Tribuna

¿Por qué no hicisteis nada para evitarlo? La situación es tan crítica que nuestro rango de prioridades ha cambiado. Ya no hablamos de mitigación sino de adaptación

JOSÉ LUIS GALLEGO Divulgador ambiental y escritor

La del cambio climático está llamada a convertirse en una de las mayores traiciones de la historia de la humanidad. La de una generación, la nuestra, contra las que nos han de suceder. Estamos ante una cuestión moral más que ecológica, pues sabemos a ciencia cierta que la gran factura del calentamiento global la pagarán las generaciones futuras. A mediados del siglo pasado ya sabíamos que las emisiones de dióxido de carbono (CO2) generadas por la quema de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural) estaban multiplicando su presencia en las capas altas de la atmósfera provocando el calentamiento global del clima de la Tierra. En 1988 la ONU creó el panel de expertos en cambio climático, el famoso IPCC, para seguir su evolución, evaluar las posibles consecuencias y proponer mecanismos de adaptación. En 1990 presentaron el primer informe, en el que detallaban sus modelos de proyección climática: los escenarios hacia los que nos dirigíamos. Ya teníamos la hoja de ruta del calentamiento global: sabíamos que estaba ocurriendo, que nosotros éramos los responsables y que nos conducía al desastre. Sin embargo desde entonces no hemos hecho más que ir a peor. Las cumbres climáticas se han contado por fracasos. No hemos sido capaces de alcanzar ningún acuerdo ambicioso y vinculante para reducir las emisiones de gases invernadero. Y, mientras tanto, nos hemos convertido en la primera generación de humanos viviendo en una atmósfera con más de 400 partes por millón (ppm) de CO2 y aumentando. La situación es tan crítica que nuestro rango de prioridades ha cambiado. Ya no hablamos tanto de mitigación como de adaptación. Nuestro mayor afán es ahora contener el aumento de la temperatura media del planeta y que no se nos dispare por encima de los dos grados (uno y medio se propuso ingenuamente en París). Estamos en una nueva fase: la del sálvese quien pueda. El objetivo principal es que lo peor no nos ocurra a nosotros. Nuestro legado no puede ser más miserable. Agacharnos para esquivarla y que la pedrada de un cambio climático catastrófico le pegue en la frente a los que vengan detrás. Esa es la cobarde estrategia que defienden la mayor parte de los actuales dirigentes políticos mundiales. Y esa va a ser la categoría moral con la que vamos a pasar a la historia, la que nos enfrentará a los reproches de quienes padecerán las consecuencias de nuestra inacción climática. Debemos prepararnos para responder, desde el sonrojo y la vergüenza, a la incómoda pregunta que nos harán cuando lo que sabemos suceda: ¿por qué no hicisteis nada para evitarlo?

Tribuna

El inmenso coste de la pasividad Hacen falta cambios profundos en un modelo económico cuya principal víctima somos nosotros mismos

JUAN LÓPEZ DE URALDE Diputado de Unidos Podemos y Coportavoz Federal de EQUO

Ya en el año 2006 el economista británico Nicholas Stern publicó un informe sobre el daño económico global que supondría la inacción contra el cambio climático. Stern cuantificó el coste de las inversiones necesarias para la lucha contra las emisiones contaminantes en un 1% del PIB mundial; pero también vaticinó que si no se actuaba los costes serían 20 veces mayores. Pero lo que quedó muy claro en su informe es que sería mucho mayor el coste de no hacer nada: la inacción pasa factura. Cada día, los impactos del cambio climático son más visibles: intensas olas de calor, aumento de los incendios forestales, veranos cada vez más largos, aumentos de las temperaturas. Lo cierto es que la realidad está dejando cortos los escenarios más pesimistas; quizás solo se han equivocado en una cosa: el cambio es más rápido de lo previsto. Pero no es sólo el cambio climático. En las últimas semanas, diversos informes han vuelto a elevar el nivel de alarma sobre el grado de destrucción que nuestra actividad está causando en el planeta. Un reciente estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences concluye de forma contundente que estamos ante la sexta extinción de especies vivas. La destrucción de los hábitats naturales, la introducción de especies exóticas invasoras, la sobrexplotación de los recursos hídricos y la sequía, la expansión urbanística sin freno, los incendios forestales, las prácticas agrícolas intensivas, la utilización de sustancias químicas nocivas, la caza indiscriminada, la contaminación de las aguas, los plásticos en el medio marino… Son tantas nuestras acciones que tienen como consecuencia el declive de la biodiversidad que es profundo y urgente el cambio que tenemos que acometer en nuestro modo de vida si queremos frenar este drama. Pero ¿por qué estamos tardando tanto en reaccionar? Hay datos escalofriantes sobre los impactos en la salud de la contaminación. Según el estudio Medioambiente saludable, gente saludable, presentado en la Asamblea de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, más de doce millones de personas al año mueren a causa de la contaminación y la degradación del medio ambiente; cifra 234 veces superior a la que provocan los conflictos armados. El coste de la destrucción ambiental trasciende ya lo ecológico, para convertirse en un problema de índole social y económico, y cada día que pasa la situación empeora. El factor tiempo es un elemento que diferencia la lucha ecologista de otras luchas sociales, ya que los efectos de la degradación están siendo en muchos casos irreversibles, y los impactos pueden tardar decenios en ser visibles. La situación es extrema: la crisis ecológica se ha agudizado en los últimos años, y ya no hay rincón del planeta que sea ajeno a esta urgencia. Es necesario actuar, y hacerlo en todos los frentes. Nada puede justificar la pasividad política en la que estamos inmersos. Hacen falta cambios profundos en un modelo económico cuya principal víctima somos nosotros mismos. Sin duda, la acción ciudadana es imprescindible, pero no es suficiente. Es necesario que las instituciones públicas en las que se toman cada día decisiones que afectan a nuestro futuro común afronten de forma prioritaria la acción para detener el deterioro ecológico. Pero, como explicó Naomi Klein, “no se trata solo de cambiar las bombillas, sino el modelo económico”.