Un Rey Sin Corona

Frank Correa

Un Rey Sin Corona

Primero uno trabaja para el nombre. Luego el nombre trabaja para uno. Garry Kasparov

Un minuto antes de comenzar el torneo, Macfarlane observó por el cristal de la academia a los jugadores que disputarían dos puestos para la gran final del campeonato de Cuba, a celebrarse en La Habana el próximo verano. Ninguno le pareció imbatible.

La academia la habían pintado de blanco y engalanada con cintas y flores. El piso estaba limpio.

Junto a la mesa de la merienda había una tribuna improvisada y encima un cartel con una frase: El ajedrez es algo más que un juego, es una diversión intelectual que tiene algo de arte y mucho de ciencia. Es además, un medio de acercamiento social e intelectual. GM J. R. Capablanca, ex campeón mundial.

El ajedrez había sido para Macfarlane un asunto siempre postergado. Ahora parecía llegado el momento. Lo aprendió a jugar a los tres años, impelido por su hermana Rosita, campeona absoluta del sexo femenino. Joven poco sociable, de mucha fiereza, que incluso doblegaba a varones del primer nivel. Rosita lo entrenó para contrincante y así poder evaluarse.

Limitaba de esa forma el mal sabor de jugar con extraños. Perder una partida solía perturbarla. Por eso jugaba duro, y transmitió al hermano su filosofía: La insolencia contra el rey enemigo. El aplomo para sacrificar piezas y obtener posiciones. La confianza total en la victoria y en sus leales, sin importar jerarquías. Solo disposición a morir por ganar la partida. Fue campeona absoluta de ajedrez en la academia, hasta que su hermano la venció en aquella partida, donde quedaron los reyes solos en medio del tablero, y se batieron a sable hasta quedar exhaustos. Finalmente tras una escaramuza en la cima de un risco, su hermano consiguió propinarle una estocada mortal, entonces abandonó el ajedrez para siempre y se convirtió en oficinista. En cambio Macfarlane continuó sometiendo rivales. Forjándose un nombre.

Y aunque nunca estudió teoría ni participó en eventos oficiales, los jugadores callejeros del parque Martí le temían. Siempre doblegaban los monarcas ante sus ataques.

El parque Martí estaba situado frente a la academia.

Por la tarde sacaban tableros y piezas a los bancos. Una política de masividad en el deporte.

También prestaban relojes para que jugaran rapitransit. El rapritansit da vista al jugador de ajedrez.

En los bancos se reunían jugadores callejeros, asiduos o casuales, y a veces campeones y maestros, a escenificar cruentas batallas sobre las 64 casillas.

Macfarlane jugaba poco. Ganaba siempre. Era solo juego de manigua, que no contaba en las estadísticas. Se ganaba o perdía sin importar.

Nunca pudo matricularse en la academia. Ni jugar torneos. Pero soñaba con ser campeón de Cuba. Y demostrarle a la hermana que su inmolación no fue agua en terreno baldío. Dentro de la academia el ambiente era ya de torneo. Los jugadores se mostraban tranquilos. Saludaban. Merendaban. El reloj en la pared marcó las once y su nerviosismo creció al llegar el momento de la apertura. Porque aquel iba a ser su primer torneo. Hacía un rato, mientras intentaba vender en el parque el reloj suizo, el director de la academia había llegado corriendo. --¡Qué bueno verte, muchacho…! ¡Tengo un grave problema… necesito un guantanamero que me saque del aprieto!

--¿Qué pasa?

--Se enfermó un jugador del equipo Guantánamo… a última hora… me acaban de avisar… y casi va a comenzar la competencia… No hay tiempo de localizar al que le sigue en el equipo… y eso me obliga a cambiar el pareo…

¡y la programación…! ¡Por eso necesito que me ayudes… que juegues de suplente…!

Macfarlane no creyó lo que oía. Y mientras el director continuaba rogándole ayuda, se imaginó sentado en una mesa… y su nombre en la pizarra avanzando a la clasificación. Una semana atrás lo habían deportado de La Habana, por ¨ilegal¨. Después de estar encerrado un mes en una celda de una estación de policía. El director de la academia no sabía eso. Lo convenció finalmente con cuatro palabras.

--Almuerzo, merienda, comida, gratis… Su estomago crujió al escuchar comida. Jugar en un torneo oficial de ese nivel parecía un sueño. Comerse uno de aquellos emparedados, con refresco, o un plato de congrí con pollo frito, una realidad. Entraron al salón. El director lo llevó a su oficina. Le indicó una silla. Trajo un pan con jamón y un refresco enlatado, muy frío. Lo dejó que comiera tranquilo. No sabía de la prisión de Macfarlane, ni su deportación, pero sí que estaba pasando las de Caín. Cuando iban a dar las doce en el reloj, regresó a la oficina. --¿Te sientes mejor? --Mucho mejor.

--Tengo que pedirte otro favor --ahora bajó la voz --. Necesito… a ver cómo te explico… que no te exhibas mucho… es decir juegas… almuerzas… comes… después te vas a tu casita… tranquilito… no socialices mucho… y sobre todo, no hables de política…

--No se preocupe, director… solo voy a jugar ajedrez. --Tengo que preocuparme… Sé que eres del Mará de La loma del chivo… y esa gente no es bien vista por el gobierno… --No se preocupe, director…

--¡Sí! ¡Tengo que preocuparme…! Yo sé que eres buen muchacho, hermano de Rosita la campeona… solo que no has tenido suerte… Pero también sé, que la gente del Mará son mal visto por… --Le digo que no se preocupe… --¡Y yo te repito que sí… debo preocuparme….! Pero si has entendido, muy bien. Va a comenzar el torneo. Recuerda, calladito… no hace falta que te esfuerces… si ganas o pierdes ¡qué importa…! Y es mejor que la gente del Mará ni venga por aquí… --Entendido. Salieron de la oficina. Los jugadores ya estaban alineados frente a los tableros. El director tomó el micrófono. Dio la bienvenida a los participantes que disputarían los dos puestos de la zona oriental para la gran final. Explicó que el torneo era a siete rondas, por el sistema suizo. Deseó suerte a los ajedrecistas. Le cedió la palabra al comisionado nacional, que había viajado desde La Habana a presidir el evento.

También estaban en la presidencia el primer secretario del partido, el presidente del Poder Popular y otros presidentes de organizaciones políticas y de masas. Y mucho público, amantes del ajedrez. Y los jugadores callejeros del parque, que llenaron completamente la academia.

Macfarlane estaba de pie al lado de una mesa de juego, frente a un contrincante. Cerca de la pizarra.

Al final de la tabla aparecía su nombre, y 2150 de coeficiente Elo, junto al título Experto Provincial, un par de fraudes del director de la academia para justificarlo. A pesar del mes de encierro y la hambruna, su juego continuaba siendo incisivo, pudiera decirse subversivo. Desde que la filosofía Mará le reveló la verdad intrínseca del raciocinio, aplicaba cada principio en las partidas. Ahora sus variantes, golpes y contraataques eran el doble de mortíferos.

Sus estrategias transitaban por caminos inexplorados. Atajos por donde ningún estudioso de este viejo juego, considerado también deporte, se había aventurado. El comisionado nacional de ajedrez terminó su discurso recordando al Ché, cuando profetizó a los grandes maestros cubanos del futuro. Luego entregó el micrófono al primer secretario del partido, que vestía una camisa roja, a cuadros, y comenzó una arenga contra la ineficiencia en la calidad de los servicios, criticó los problemas en la terminación de las obras constructivas y viales, pidió cerrar filas contra el ausentismo, la llegada tarde en los centros laborales, exhortó lograr la excelencia empresarial en las unidades presupuestadas, y sobre todo, y lo más importante, no darle ni un minuto de tregua al imperialismo yanqui, que estaba siempre agazapado y listo a atacar.

En la pared central de la academia colgaba una pintura al óleo de

Capablanca, escoltada por dos fotos de igual tamaño, en blanco y negro, del comandante en jefe jugando una partida contra el campeón mundial ruso

Tigran Petrossian, y el ché Guevara, también frente a un tablero fumando tabaco. Cuando el dirigente partidista terminó su discurso, dando Vivas a Fidel, a

Raúl, a la Revolución y al Socialismo, el director de la academia dio la orden ¡A jugar!

En la primera ronda su oponente fue el nuevo campeón de Las Tunas. Un joven que llegaba al torneo envuelto en la aureola de sus victorias sobre el viejo campeón provincial. Vestía elegante. Sus modales, pausados.

Avanzó el peón rey hasta la cuarta casilla y con el dedo índice, hundió el postillo del reloj, que echó a andar. Pero Macfarlane estaba ido. Transcurrió un cuarto de hora así, sumido. No estaba ahora en la academia de ajedrez de Guantánamo, sino en una celda de la Quinta estación de policía, en el municipio habanero Playa. Su mochila, donde cargaba la confitura que vendía en la calle, había sido decomisada junto a todo el dinero que llevaba en los bolsillos. Además, le impusieron una multa por venta ilícita y esperaba ser deportado en tren a su provincia, junto a decenas de ilegales más, capturados en las calles por no poseer el cambio de dirección de La Habana. Un hampón de la peor calaña lo mandó a matar con la policía.

A través de una llamada telefónica dio el santo y seña de Macfarlane, y donde encontrarlo con su venta ilícita. Caminaba al mediodía por una callejuela de Romerillo, pregonando

¡sorbetos… africanas… galleticas rellenas con cremas…! cuando un patrullero se detuvo a su lado. Macfarlane simuló buscar una dirección.

La puerta del auto se abrió y uno de los agentes dijo: --¿Cuánto vale la africana?

--¿Qué africana? Yo no vendo nada. --No tengas miedo, mijo. Es para el chama...

Macfarlane miró al policía. Encontró un par de ojos apacibles en un rostro sereno. Creyó ver un buen padre deseando llevar golosinas a su hija. --Dos pesos.

El rostro del agente cambió por completo. Ahora seco y fiero. Le pidió la licencia para vender alimentos en la calle. No la tenía. Le pidió el carné de identidad. Leyó sus datos personales. --¿De Guantánamo? Le pidió el cambio de dirección. --¿Qué cosa es eso? El policía sonrió. Le quitó la mochila y lo esposó. Le ordenó subir a la parte trasera del auto, separada de los asientos delanteros por un grueso cristal. Avanzaron a toda velocidad por Novena rumbo a la estación.

Durante el trayecto Macfarlane confesó que no estaba haciendo nada malo.

Solo buscándose unos pesos para pagar el alquiler… y comer. Les pidió, por favor, que lo dejaran ir.

--Si me hubieras dicho la verdad desde el principio… tal vez te soltaba aquí mismo… pero mentiste… y eso es otro delito... --Además, seguro que antes de salir del alquiler, no le encendiste una vela al viejo Lázaro -- dijo el que conducía sonriendo --. ¿Por qué estás alquilado, no…?

--Ilegal en La Habana –dijo el otro. En la Quinta estación se lo entregaron al carpeta. Firmaron unos papeles.

Sin mirarlo una sola vez se marcharon en el patrullero, a cazar más ilegales. El carpeta mecánicamente decomisó la mochila de confituras. Lo registró y le incautó el dinero.

Después llamó al centinela para que lo llevara a una celda. --¿Hasta cuando estaré aquí? --preguntó Macfarlane. --¡Sabe Dios…! --dijo el centinela, masticando una de sus africanas.

El campeón de Las Tunas para su primera partida, había previsto una apertura Ruy López variante de la dama, con la que había destronado al viejo campeón de su provincia. Pero habían transcurrido quince minutos y Macfarlane continuaba abstraído, porque la celda era calurosa, oscura, sumamente apestosa. Y lo peor, no estaba solo. Una decena de delincuentes de caras malas, más otra docena de ilegales, yacían en el piso o daban paseítos dentro del reducido espacio sin ventanas.

Le irritó que cada policía, al pasar frente a su celda con detenidos, o con las bandejas del sancocho, masticara un sorbeto, o una africana.

Se acostó en un rincón.

Calculó cuánto había perdido.

Comprendió que todo. Incluso la mochila. Supo por sus compañeros de encierro, que los ilegales serían deportados a sus provincias, cuando la suma de todas las estaciones de policías de La Habana llenara un tren. El campeón de Las Tunas se levantó de su silla, desconcertado. Fue hasta la mesa de la merienda. Pidió un té. Aprovechando que los árbitros atendían una consulta en una mesa, su entrenador le preguntó: --¿Qué pasa…?

--No sé… ha perdido veinte minutos, pensando… y no acaba de jugar… --Tienes que tener cuidado… nadie lo conoce… dicen que está jugando de suplente… ¡Mira, movió una pieza! Dándose cuenta del tiempo perdido, Macfarlane había movido su peón rey. No quiso enmarañarse con una siciliana y romper la Ruy López del tunero, porque la Ruy López le gustaba. Tal vez porque una vez había visto el retrato del viejo Ruy López, en uno de los libros de ajedrez de su hermana. Con su barba de Quijote. Su cuello de vuelo. Su cara de hombre bueno. Cuando jugaba contra aperturas Ruy López, la victoria era solo cuestión de tiempo. Su hermana le enseñó todos los secretos aprendidos con su padrino

Macho, contra la Ruy López.

Más los trucos que aprendió en el parque. Más los que se inventaba.

El tunero corrió a su puesto. Sacó un caballo. Escribió en su planilla caballo tres alfil rey. Accionó el reloj, que comenzó a moverse otra vez a su favor.

Macfarlane echó una ojeada por la sala. Disfrutó jugar al fin en un torneo. De reojo vio en la mesa izquierda dos contrincantes debatiéndose en el medio juego de una defensa Karocan. Ventaja para las blancas, que en el flanco rey hacían zafra con los peones negros.

Macfarlane sacó un caballo. Hundió el postillo de su reloj. Escribió la jugada. Comprobó que el bolígrafo era de fuente, muy vistoso. En el parque tal vez le darían veinte pesos cuando terminara la competencia.

El contrario se apresuró a responder su movimiento. Macfarlane descubrió que sudaba. Y lo miraba con obstinación. Los próximos diez movimientos fueron realizados de manera mecánica. La apertura Ruy López ha sido sin dudas la más utilizada en la historia del ajedrez, por ser de la más antigua. El despliegue de piezas abre un abanico infinito de pericias. Si no se cometen errores, en la Ruy López siempre se llega a finales. Pero en esta partida el tunero cometió tantos fallos, que a Macfarlane le pareció estar jugando ajedrez callejero del parque. Donde ganar o perder una partida no importaba. Pero si vencías mejor, porque obtenías el privilegio de seguir jugando. Ahora el campeón de Las Tunas tenía mucho tiempo a favor en el reloj, pero muy pocas posibilidades de salvar su rey, enroscado entre las torres que apenas le dejaban respiro. Macfarlane se preguntó con cuál pieza matar al monarca del tunero.

Tal vez un rey abusivo. Tirano déspota. Dictador. Que no merecía la vida.

¿Un flechazo del alfil? ¿La espada justiciera de un caballero?

¿O mejor, pasarlo a cuchillo, con aquel peón que avanzaba indetenible, a coronarse en los siguientes movimientos?

Hubo un aplauso atronador en la sala, sobre todo de los jugadores callejeros, cuando Macfarlane dio el jaque mate magistral en la casilla 8.

El director colocó en la pizarra el primer resultado. La primera victoria de Macfarlane.

Cuando regresó a su casa, de noche, encontró un gentío en la calle. Había también autos de policía y muchos uniformados. Su hermana le contó que Valentín, el vecino, había enloquecido de repente y tenía de rehén en el cuarto de arriba a su hija de cinco años. La policía había cercado la casa y lo conminaba a entregarse, pero Valentín se asomó una vez por la ventana y les gritó que se marcharan. --¡Es un asunto de marido y mujeeeeeeeer…! --Te guardé tu comida. Está tapada sobre la mesa. --Ya comí. --¿Dónde? --En el restaurante del hotel Brasil. --¿Cómo fue eso?

--Me invitaron a jugar en la semifinal.

--¡¿En la academia?! ¡No te creo! --Pues créelo. En la mismísima semifinal nacional. A la hora de comenzar faltaba un jugador, el director me encontró a mí. Me introdujo en el pareo. Y ya tengo un punto. Le gané al campeón de La Tunas. --Felicidades. ¿En cuánto movimientos?

--Treinta y cuatro. --¿De una Ruy López?

--¿Cómo lo sabes? --En Las Tunas solo juegan Ruy López. ¿Y tú, que tiraste?

--Nada. Dejé que se matara solo. No cuidó sus caballos, ni sus alfiles, ni sus peones… no cuidó absolutamente nada… --En Las Tunas no cuidan nada.

En aquel momento hubo una confusión en la calle. Un policía que escaló hasta el alero para observar lo que pasaba dentro del cuarto, había caído al pavimento. Lo llevaron al hospital en un patrullero. --¿Qué le pasó a Valentín? --Todavía no se sabe. De pronto se volvió loco. Cogió la niña y está encerrado en el cuarto. --Del carajo… --¿Y quién más ganó hoy? --Juan Borges y otros que no conozco... los demás quedaron tablas. --¿Están jugando los hermanos Mayo? --Sí. El mayor entabló con Héctor Louit y el menor fue el que perdió con

Borges.

--Si está jugando el Gran Maestro Juan Borges y los Maestros Internacionales Héctor Louit y Fernando Mayo, no tienes muchas posibilidades.

--Quizás… --¿Una vez le ganaste a Héctor Louit?

--No. Nunca ha jugado en el parque. --¿Y a los hermanos Mayo?

--Al menor. Con el otro jamás me he enfrentado. Ni con Borges. --Borges ha sido dos veces campeón de Cuba. Es bueno. Quizás triplique este año. --Quizás… --¿Y los otros quienes son?

--A algunos los conozco de nombres. Uno fue una vez campeón nacional… hay algunos nuevos… de academias... --Bueno --dijo la hermana poniéndole un brazo en el hombro --, a tirar sicilianas, tartakower y ninzoindia… y mucho peón dama. --Todo eso está requete pasado. Estoy jugando igual que en el parque. Solo me interesa aplastar al que me pongan delante. Como si fuera el que me quitó la mochila. Y el dinero. Y se comió mi africana. --¡Ay… la mochila…! ¡Cada vez que me acuerdo que me la botaste…! --No te la boté. Me la quitaron. --¡Para que te pusiste a vender en la calle! ¿Tú no sabes que eso es ilegal? --Tenía que vivir… había que pagar el alquiler… y comprar comida… mientras encontraba un trabajo. Para poder trabajar tenía que hacerme el cambio de dirección de La Habana… que costaba un ojo de la cara… o un sinfín de papeles… Todo un trabalenguas… Valentín seguía encerrado con la niña en el cuarto. Los oficiales a cargo del operativo esperaban por la ambulancia del hospital siquiátrico.

El loco mantenía las ventanas cerradas. Y cuando las abrió una vez, se elevó un murmullo en el gentío que lo asustó y volvió a cerrarla.

Rosita se había lavado la cabeza y se montaba un torniquete en el pelo. Estaban en el portal, sentados en banquetas, mirando el panorama del gentío como si fuera una película. Refunfuñaba porque no lograba colocar las presillas del torniquete correctamente.

--Así que jugando en la semifinal nacional… ¡Qué bien…! --Y con Elo y todo. --¡No me digas…! ¿Cuánto?

--2150. --¡¿Eso…?! ¡Qué mierda! Yo tenía 2450 cuando me ganaste. --Y Experto Provincial. --¿Título también? Bueno, es lo mínimo que exige ese nivel. Pero es una mierda igual. Y un fraude. El director puede quemarse por eso. ¿Se estará volviendo loco? --¿Tú crees? --Dicen que en su familia todos terminan locos. ¿Tú sabes la cantidad de gente que se está volviendo loca por estos días? ¡Mira Valentín… obrero de avanzada… vanguardia nacional… militante del partido… y enloqueció… así por así…! En aquel momento regresó el patrullero del hospital con el policía accidentado. Traía la pierna enyesada y continuó el operativo desde el auto.

También llegó la ambulancia del hospital siquiátrico. Dos médicos estudiaron la situación. Decidieron subir al cuarto, a hablar con Valentín.

Consiguieron hipnotizarlo. Se lo llevaron sedado, en la ambulancia.

Todos se fueron a sus casas. La niña lloraba en brazos de Leovigilda, pero estaba bien.

La ronda dos comenzó más temprano. A las diez. Después de la merienda. Macfarlane jugaba en primera fila. Privilegio de los vencedores.

Su oponente era un jugador de sesenta años, campeón de Ciego de Ávila, que le estrechó la mano antes de comenzar la partida con la misma efusión que al despedirse, en la jugada cuarenta, aplastado de manera visceral por las torres de Macfarlane. Poseía un Elo alto. Era Maestro Internacional, pero no se hallaba en buena forma. Estaba muy flaco. Fumaba mucho. Se veía ansioso. A veces parecía hallarse lejos de la academia, de Guantánamo, de Cuba. Planteó una apertura India de la dama y Macfarlane recordó a un flaco como éste, que fumaba igual de seguido, que estuvo detenido con él en la celda, por vender yogurt en la calle. El flaco daba paseítos constantemente por toda la celda, con los ojos clavados en el piso, buscando cabos. Aunque no era un calabozo grande, siempre se las agenciaba para encontrar alguno.

Los recolectaba. Cuando tenía varios cabos armaba una breva, gorda, larga.

Se la fumaba sentado en un rincón del calabozo, pensando tal vez en su yogurt y en el dinero perdido. Cuando terminaba de fumar apagaba el cabo y lo guardaba en el bolsillo. Y volvía a sus paseítos interminables recogiendo más cabos. Al cuarto día de estar en la celda trajeron a un hombre joven y fornido, detenido por vender langosta. Se dejó caer en un rincón junto a Macfarlane.

Estuvo callado hasta que llegó la noche y se puso nostálgico, entonces soltó la lengua. Dijo que era pescador submarino y capturaba toda clase de peces con escopeta y paños. Colocaba nasas para atrapar langostas y redes para caguamas. Luego las vendía a los extranjeros. Por denuncias de confidentes la policía comenzó un seguimiento, hasta atraparlo con las manos en las langostas. Dijo que lo había perdido todo, hasta la mujer y era lo que más le dolía. Enseguida le llegó a la celda la noticia que su mujer regresaba tarde en la madrugada, de la marina Hemingway, con tremenda nota. En el mes que estuvieron juntos en la celda, el pescador submarino y Macfarlane se hicieron grandes amigos. El ajedrecista vio al pescador perder treinta libras, una por día, y perder todos sus músculos, debido a la mala comida y al sufrimiento por el engaño que era víctima.

Estaba triste. Se martillaba la cabeza imaginando las mil formas de la traición.

--Y nada menos que con el hijo de Cachimba.

La primera información se la trajo a la celda un policía del barrio, que estaba destacado en la estación Quinta, tal vez como una medida de ablandamiento para que confesara rápido. Después un hombre también de su barrio, que había apuñaleado a la mujer y recaló en la celda durante una semana, dio detalles. --Es con el hijo de Cachimba, el ex policía, que te está tocando. Y duerme todas las noches con ella, en tu cama. Tu caso es ahora la comidilla del barrio, junto al mío. El pescador submarino se traumatizó de tal manera, que no dejaba un minuto de hablar de su esposa. Una rubia despampanante de ojos azules. Alta. Nalgona. De pechos abundante. Con una cinturita que era un caramelo. La había sacado de la calle y vuelto persona. Le construyó una casa y le compró un auto. Con el dinero de la venta de langosta y de pescado, y con el alquiler de la casa de sus padres a extranjeros. El auto que le regaló a la mujer era un Peugeot, color gris metálico. El suyo era un Yarys, blanco. Ahora seguramente el Peugeut lo estaba conduciendo el hijo de puta hijo de Cachimba. El apuñaleador contó, que una noche había rascabuchado por la ventana del cuarto a su mujer y aquello parecía una película pornográfica. Una orgía.

Al pescador no le interesó la confesión, en cambio le preguntó cómo estaba el cuarto, y si todavía estaban el televisor, el DVD, el estéreo.

--No sé, solo la miré a ella.

--Es verdad todo lo que dices, esa es ella. En la cama hace eso. Cuando la celda oscurecía se escuchaba el murmullo de su pena.

La saqué de la calle. La saqué de la mierda.

La hice persona. Le construí una casa.

Le compré un auto. Y la primera noche de mi detención se fue con el hijo de Cachimba para la marina.

Una noche le confesó a Macfarlane que tenía un plan, a través de un compinche. --Voy a quemarle el auto con un dispositivo colocado en el alternador de la corriente. --Ése es un delito peor que vender langosta --le dijo Macfarlane. --No me importa. Y cuando salga en libertad le voy a cortar la cara. Concluyó una partida y en la sala se escuchó un aplauso, que devolvió a Macfarlane a la academia. Vio al campeón avileño parado en el área de fumadores, observándolo desde lejos. Estaban en el medio juego de la India de la dama, que iba viento en popa. Pero todo se fue al demonio cuando en la jugada veintiséis el avileño no se dejó enredar en una patraña que le preparó Macfarlane

Consistía en dejar a la intemperie un caballo, sin ninguna protección, que al perderlo abriría una brecha.

El avileño no se comió el caballo y le desbarató su plan, eso lo irritó.

Aquel caballo se convirtió en pieza de encono. Estuvo hasta la jugada cuarenta en el tablero, sin protección y sin que lo comieran. --Le voy a quemar los muebles –repitió el pescador submarino en la penumbra del calabozo. Con cada minuto que pasaba su odio crecía en su psiquis como un virus.

Profería amenazas sin parar. De madrugada, sus cavilaciones se elevaban como un lamento, sobre los ronquidos intermitente de los reos, acostados en el piso de cemento.

--Le voy a echar un compuesto químico en la cisterna, para que pierda la piel cuando se bañe… Ojalá se bañen juntos, para que coja también el hijo de puta ése. Era fácil encender los celos del pescador submarino. Los presos viejos lo atormentaban con sugerencias filosóficas sobre el adulterio. Los más descarados se aprovechaban del pobre hombre y lo incitaban a que hablara de su esposa. Que diera detalles. Los morbosos juraban que era mejor sacar los demonios fuera, hablando. Ciego de rabia, pensaba que haciendo público sus gustos en la cama se vengaba. --Le encanta subirse a horcajadas y que la penetren hasta el cuello. Que le echen la cabeza para atrás, jalada por el pelo, y con la otra mano la ahorquen mientras le dan duro. Y cuando llega al orgasmo apura su cabalgata y grita y se contorsiona como en un ritual. Es fanática al sexo anal y oral y que le eyaculen en la cara.

--Eso sí es verdad –confirmaba el rascabuchador. Los presos no disimulaban la lujuria.

Algunos se masturbaban en la oscuridad, muy callados, mientras escuchaban.

La parte que más le pedían, era ella montada a caballo sobre el hijo de Cachimba, ahorcada en medio del orgasmo.

Y fue el caballo lo que distrajo al Maestro Internacional de Ciego de Ávila, que al decidir tomarlo ya era tarde, porque Macfarlane le propinó una combinación de jaque mate con alfiles, tan drástica, que resonó un aplauso en la sala más ruidoso que el de la partida inaugural. Jugadores que habían seguido la batalla y aficionados del parque, lo felicitaron cuando salió al vestíbulo. El director también lo saludó, con reservas. Ahora Macfarlane encabezaba la pizarra con dos puntos, junto a Borges y otros ganadores. Pero ninguna partida de la segunda ronda se mostraba a la altura de aquella, la del caballo solo.

A las seis de la tarde comió en el restaurante del hotel Brasil, reservado para los participantes en el torneo. Cumpliendo lo pactado con el director anduvo callado, sin intimar, esquivando preguntas.

Después se dirigió por Crombet hasta la calle José Antonio Saco y entró en

La casa de los mil colores, en La Loma del chivo, cuna del Mará, donde sus amigos lo esperaban. Ya sabían que jugaba en el torneo y que había ganado dos partidas.

--Mañana iremos a verte --dijo mará primero.

--Les recomiendo que no. Fue una condición del director para dejarme jugar. --No nos importa.

--¿Desde cuando tienes Elo…? --preguntó mará tercero --¿Desde cuándo eres Experto Provincial…?

--Eso fue una estratagema del director. Requisitos que pedían… --Yo creo que por calidad, tu Elo debe pasar de 2600… y teóricamente eres… no sé… ¿Gran Maestro…?

Estaban alrededor de una mesa, donde aparecía un periódico Granma abierto de par en par. Continuaron su análisis. --Esta noticia del PIB no es cierta. Puedes comprobarlo con el mejor de los indicadores: la calle. Número de habitantes en edad de trabajo contra número de trabajadores y trabajadores que producen. Comparas los precios de los productos con relación al año anterior. Todo eso lo divides entre materias primas importadas y exportadas y ahí está el verdadero PIB de un país. Una cifra diferente a ésta --mará primero le dio un golpe seco con el dedo a la página. --Mira esta otra --dijo mará cuarto --, Viet Nam, exportando y creciendo. China, disputando el mercado mundial. Chile, democracia y economía. Brasil, encabezando la producción de azúcar…

--¿Qué tiene esa noticia? --preguntó mará segundo.

--No sé… pero mírenla… mírenla… Escudriñaron la noticia, no hallaron nada, aparente. Luego sonrieron y asentaron. Así era la filosofía Mará. Revelar lo que no se advertía.

--Todos están comentando tu partida de hoy --dijo mará octavo --. La del caballo solo.

--El hombre no quiso comerse el caballo. Nunca. Hasta que no le quedó alternativa.

--¿Mañana con quién juegas? --No sé… con uno de los que ganaron hoy.

Dejaron a un lado el periódico, que ocultaba lo visible a la vista, y para solventarlo, leyeron una página de Ragtime, el final de El viejo y el mar y unos párrafos de Autobiografía de Malcom X.

Después tocaron y cantaron mará. Los temas Cien días, cien noches. De visita pasamos por el mundo. Tardes de lluvia. Y un tema nuevo titulado Felicidad.

Salió de La casa de los mil colores a medianoche. Atravesó el parque vacío. Miró la academia apagada. Los tableros con sus piezas ordenadas. La pintura del campeón mundial entre las fotografías de los líderes revolucionarios.

La pizarra, donde aparecía su nombre con dos victorias. Llegó a su casa y su hermana ya se había acostado. Se fue a dormir sin pensar en mañana.

Pero no pudo dormir ni un segundo.

El pescador submarino continuaba a su lado en la oscuridad, revelándole sus planes de asesinato.

“Aunque en verdad no quiero que muera. Porque la amo. Solo deseo que pierda un ojo en la explosión y quede fea. O pierda la piel con el ácido en el agua y el hijo de Cachimba la rechace, para que tenga que correr a mí, a pedirme perdón”. El recogedor de cabos pasó por delante, satisfecho de encontrar uno grande.

Entraron a la celda a un detenido. Se quedó pegado a los barrotes de la puerta, llamando al guardia.

--Cuando salga le voy a rajar la cara. Y a él le voy a dar con un bate, porque a las manos tal vez me supera. Es más alto.

La rubia de ojos azules y los planes de asesinato, con premeditación, nocturnidad y alevosía no lo dejaban dormir. Tampoco recordar que había perdido la mochila de su hermana y la confitura y el dinero. Y sobre todo, haber perdido a la muchacha de La Habana, que seguro no vería más. Porque él también tenía su corazoncito, que sufría su poquito, aunque no lo pregonara a los cuatro vientos. No tan grande como el de su amigo, el pescador submarino, ni tan profundo como para matar. Macfarlane se movió en la cama y recordó al hampón. En aquel momento seguramente estaba poseyendo a la muchacha, en su habitáculo de Cuba y Amargura, Habana Vieja. Ensartándola por detrás y reprendiéndola en el oído:

--¡Así que pensabas dejarme por un “palestino”… ¿eh…?! ¡Coge… coge…! ¡Pinga habanera…! Le daba duro mientras agarraba el largo pelo rojizo de la muchacha, como una rienda.

El hijo de Cachimba hacía lo mismo con la rubia de ojos azules, en aquel momento.

Rosita roncaba bajo en el cuarto contiguo y a veces deliraba incoherencias Macfarlane se viro boca arriba. No deseaba que se derrumbara el edificio de Cuba y Amargura y muriera alguien, solo para vengar la ofensa. Había rescatado a la muchacha de ser esclava de hampón, pero perdió la partida ante una jugada maestra, con apoyo de la ley. --La policía es el mejor aliado que existe --se dijo. No durmió un minuto esa noche de la segunda ronda.

Tampoco las treinta noches que pasó en el calabozo de la Quinta estación. Como tampoco pudo dormir, ninguna de las noches en el alquiler del cuartucho de Cuba y Amargura, pegado al hueco de la pared mirando a la muchacha sufrir. Recordó cada noche pegado al hueco de la pared. Sus orificios nasales respirando la carcomida cal centenaria del viejo edificio y el asfixiante polvo de la marmolina. Un redondel que enfocaba a la muchacha en la cama, atendiendo clientes. Y luego las afrentas de hampón, cuando la poseía a la fuerza. Y al llegar la mañana, cuando terminaba su jornada de trabajo, que entonces la muchacha podía descansar.

-¡Levántate campeón… va empezar la ronda tres… no vayas a perder por for fiet...! --No he dormido ni un minuto –se sentó en la cama.

--Me enteré ayer que ganaste otra vez y juegas hoy con Borges.

--¿Sí? --Te cuidado, con blancas Borges es duro… no se te ocurra caer en su truco del cambio de damas… es su mejor arma… --No te preocupes. No cambiaré la dama…

--Ni cambies el peón rey, si te obliga a entrar en la variante yugoslava… --¿Cuál es esa? ¿La del aburrimiento?

--Esa misma. Pero no olvides que es una variante de la defensa Grunfell y a Borges le sale bien cuando obliga al contrario a jugar su plan… Y si llegan a finales por nada del mundo le caigas atrás a su rey… es una artimaña. Me voy a trabajar. --Está bien. Vete tranquila. --Eres un cabeciduro… sé que vas a hacer lo contrario. Buena suerte. Cuando quedó solo se levantó y fue al refrigerador. Estaba pelado. Solo con pomos de agua. Después de lavarse se fue a la academia. A merendar y reponer fuerzas. Y a jugar.

En efecto, el Gran Maestro Juan Borges era su oponente en la ronda tres. Y todo lo pronosticado por su hermana ocurrió esa mañana.

El dos veces campeón de Cuba jugó con blancas. Planteó una apertura yugoslava.

Ofreció el cambio del peón rey.

Propuso cambiar las damas.

Macfarlane lo aceptó todo, sin miramientos.

Alrededor de su mesa se reunieron espectadores y jugadores de otros tableros, que se tomaban un aire en sus partidas para ver la pugna de los líderes.

En la jugada veinticinco Borges había logrado ventaja de un peón y un alfil, que acrecentó con una torre en la movida cuarenta. Macfarlane lo aventajaba en tiempo. Casi no había consumido un cuarto de hora, cuando las dos horas reglamentarias de Borges estaban a punto de expirar y tuvo que apurarse. Y ceder terreno.

Jugaron como en rapitransit. Intercambiaron casi todas las piezas.

Borges sacó el rey del escondite y lo paseó con una escolta por el tablero. Macfarlane lo persiguió, con rey y caballo. A cada golpe del reloj se elevaba un murmullo en la sala. Borges era un jugador de fuerza. Con mañas. De no haber estado aguijoneado por tiempo, tal vez hubiera logrado tablas. La ventaja del medio juego se le esfumó entre las manos. Alguien comentó en el público que en aquella partida se cumplía el precepto del viejo Steinitz, el peón es la causa más frecuente de la derrota. Macfarlane comenzó a cerrar los caminos, a obligar al rey contrario refugiarse nuevamente en el trono. Como escapatoria el Gran Maestro intentó el jaque perpetuo, buscando empate.

Macfarlane sacrificó el caballo, la torre, el alfil, y hubiera inmolado

incluso el rey, si lo permitiesen las reglas. Hubo un murmullo extraño en la sala y luego una ovación, cuando

Macfarlane coronó su peón torre dama y arrinconó al rey de Borges contra una piedra, para matarlo . Aplausos y vítores de los aficionados del parque Martí.

Algunos marases que estaban en la sala chiflaron. Cara amarga de Borges.

Preocupación en el rostro del director de la academia. Otro punto más en la pizarra.

Cuando decidió marcharse a La Habana, Macfarlane le pidió prestada la mochila a su hermana, que le advirtió cien veces se la cuidara.

Le dio el dinero del pasaje y diez pesos, para comida en el camino, hasta que llegara al contingente de la construcción, donde pensaba encontrar trabajo. En las oficinas del contingente le pidieron el cambio de dirección de La Habana. No sabía qué rayos era eso. Y sin dinero para volver a Guantánamo, se fue a La Habana Vieja, a casa de Maykel Brown, sobrino de mará primero y amigo de Macfarlane, que lo dejó dormir allí esa noche. Al día siguiente Maykel le dio un empleo: cuidar cajas de tabacos. Debajo de la escalera en un solar derruido, cuidaba las cajas enmascaradas de la policía entre los escombros, hasta que Maykel encontrara un turista en la calle buscando tabacos. Por cada una de las ocho cajas que cuidó, Maykel le dio un cuc.

Al llegar la noche comieron en un paladar de la calle Picota.

Maykel lo instruyó en la complejidad de la vida en La Habana y el asedio de la policía.

Macfarlane le preguntó ¿qué cosa era el cambio de dirección?

--Un trabalenguas --dijo Maykel, que llevaba diez años en La Habana y ni con dinero lo había logrado.

Prometió enseñarle a fabricar cajas de Cohíba, Montecristo y Prominentes, los tabacos más buscados.

Para armar una caja primero hay que comprar los tabacos a los trabajadores de la fábrica.

Después los anillos. Los sellos. Los timbres de calidad.

Se arma la caja y se lacra, igual que las originales. Compitiendo en calidad y mejor precio que el estado. Cuando llegó a La Habana hacía diez años, con sus primeros veinte dólares Maykel se compró una bicicleta, que después le reportó miles. Su primer trabajo fue transportista. Llevar los pedidos de tabaco de un sitio a otro, labor realizada comúnmente a pie, que Maykel aventajó con la bicicleta y se adueñó del mercado. Después comenzó a armar cajas, el dinero grande. Supo guardar y se compró un cuarto. Le construyó una barbacoa y lo amuebló. El tabaco le dio eso. Le halló un alquiler a Macfarlane en el tercer piso de un viejo solar de

Cuba y Amargura. Un cuarto de mala muerte propiedad de hampón.

Tenía en la mochila otro calzoncillo, un par de chancletas, una toalla y un tubo de desodorante, además de un viejo cepillo de dientes azul y un tubo de dentífrico aplastado.

Se había buscado ocho cuc el primer día, pero tuvo que pagar cinco por el alquiler del cuarto y dos más por la comida.

No tenía sabana, ni manta, ni tolla, ni jabón, ni un número infinito de necesidades.

Pero en realidad Macfarlane no aspiraba a una bicicleta, ni a aprender a armar cajas de tabacos, ni a un cuarto con barbacoa y negocio con turistas.

Solo anhelaba jugar ajedrez… aunque nunca pensaba en eso. Por la ventana del cuarto se advertía una planicie irregular de viejas azoteas, sobre fachadas tristes, como la propia noche. Una perspectiva de sub mundos donde cada habitación hubiera sido tema para un libro.

Esa tarde de la tercera ronda, al llegar a su casa encontró otra tragedia. En la esquina un camión acababa de atropellar al Yety y lo habían llevado para el hospital en mal estado. Macfarlane intentó contarle a su hermana los detalles de su victoria contra Borges, pero ella lo cortó. --Acabo de presenciar algo que me tiene traumatizada… Escucha esto… un camión arrolla al Yety en la esquina y lo lanza por el aire… escucho el frenazo y salgo al portal… a la carrera… y veo que el Yety pasa en ese momento por delante de mí… en el aire… desorganizado… me pregunta qué hacer… le digo: ¡gira…!

--¡Espérate un momento…! ¡¿Me estás diciendo que conversaron mientras lo arrollaban?!

--Es una metáfora. Solo le indiqué con la mano que volteara… porque iba mal… y me hizo caso… por eso se salvó... cayó de frente al pavimento. ¿Sabías que el frontal es más difícil de romperse que el occipital y el parietal?

Si llega a caer en la posición que llevaba se mata, porque iba a dar con la columna vertebral contra el suelo. Macfarlane fue hasta el sitio donde había caído el Yety. Allí estaba la marca de su frente en el asfalto, junto a un pozo de sangre, que ya empezaba a coagular. Cerca había un peine, un zapato y un diente.

Macfarlane recogió el zapato y el peine. Lo llevó a casa del Yety. Se lo dejó a la abuela, que estaba llorando. No le habló del diente. Deseó que no fuera nada malo.

En el barrio el Yety era muy querido. Tuvo una historia de delincuencia juvenil, pero ahora estaba reintegrado a la sociedad. Hasta quería aprender a jugar ajedrez. --¿Estaba borracho? --preguntó Macfarlane. --Dice la gente que no bebe hace rato, pero hay que estar ciego para no ver un camión. --¿Y el chofer del camión? ¿No lo vio a él? --No sé… cuando escuché el frenazo salí a la carrera, pero ya el Yety iba en el aire… hecho una etcétera. ¡Felicidades por tu victoria de hoy…! Escuché la noticia en el radio. Dijeron que es tu primera victoria sobre un Gran Maestro… --No es así… La primera fuiste tú…

--A tu partida le otorgaron el Premio a la belleza. ¿Lo sabías?

--No. --¿Trajiste la hoja de anotación?

Macfarlane se la dio, doblada como un tabaquillo.

La hermana la abrió con cuidado. La leyó jugada a jugada mientras se representaba la partida mentalmente.

Frunció el ceño cuando llegó al medio juego y dijo: --El ajedrez sirve, como pocas cosas en este mundo, para distraer y olvidar las preocupaciones de la vida diaria. José Raúl Capablanca, ex campeón mundial.

Discrepó con gruñidos en los intercambios de piezas. Recitó otra frase de Capablanca: el ajedrez puede aprenderse hasta un punto y no más allá. Lo demás depende de la naturaleza de la persona.

Cuando llegó a los sacrificios preguntó al hermano: --¿Crees que fueron correctos estos sacrificios? --Hay dos clases de sacrificios: los correctos y los míos. --¿Te crees Mijaíl Tal? --No. Yo a Tal lo minimicé. --¡Qué vanidad! ¡Dios mío! --De mi hermana lo aprendí… --Es verdad… yo era el colmo de la vanidad… hasta que me ganaste en aquella partida…. ¿Sabías que yo también retiré del ajedrez a otra persona…? --No. --Retire al viejo Macho… --¿A Macho?

--Sí.

Macho tenía noventa años y vivía en el apartamento de arriba. En 1957 ganó el campeonato de Cuba.

Siendo muy joven había conocido a Capablanca, que elogio su innovación a la apertura catalana. Con la revolución no pudo jugar ajedrez. Tuvo que irse para la construcción… y a la agricultura… Se retiró como custodio de un policlínico, con un salario espurio.

El período especial obligó al gobierno a autorizar las religiones y como Macho desde niño practicaba el Palo monte, se alivió económicamente con el cobro de las consultas, de los trabajos de rompimiento y las limpiezas a sus ahijados. Los remedios del palero resultaban eficaces para paliar la crisis.

Enseñó a su ahijada Rosita cuando cumplió los siete años, los secretos del ajedrez. Le decía en cada lección, que luego eran utilizados en la vida diaria como defensa. Macho tenía escrito a mano un libro titulado Creaciones del juego ciencia, que mantenía abierto permanentemente junto al tablero de ajedrez en su sala y todos los días lo perfeccionaba. Un fajo de hojas escritas en letra de molde y presilladas con un trozo de alambre. Al año siguiente de aprender a jugar ajedrez, bajo la supervisión de Macho, Rosita se inscribió en la academia. Estudio teoría y análisis. En poco tiempo aventajaba por mucho a las chicas de su equipo, y de otras categorías. Incluso a los varones de más nivel.

Recibió entrenamientos en cursos que impartieron maestros de la capital, que viajaban a Guantánamo cumpliendo un programa de preparación de atletas orientado por el INDER.

Pero una tarde Rosita consiguió ganarle una partida a Macho y el viejo la felicitó y le dio un beso. Y juró no jugar con más nadie, nunca.

--Estoy muy viejo para perder en ajedrez --dijo. Aquella última partida de Macho fue una contienda entre titanes.

La muchacha desplegó un ataque demoledor sobre una posición que hasta ese día, Macho consideraba invulnerable y sacrificó sus caballos y sus alfiles al mejor estilo del actual Macfarlane. Entonces Macho se dio cuenta que no tenía escapatoria y dijo que no jugaría más, con ella ni con nadie. Que subiera a su casa solo a limpiarse.

Tenía un altar con todos los santos del panteón yoruba, que custodiaban su prenda sagrada. El apartamento de Macho estaba lleno de libros de ajedrez y de íconos de la religión Palo monte. En un rincón de la sala había una mesa con un tablero listo, dos sillas y el libro abierto. En aquella mesa Macho jugaba contra sí mismo. Y contra los libros. Y contra Rosita, el tiempo que estuvo enseñándola. La historia se había repetido de la misma manera con su hermano. Ella le enseñó todo lo aprendido con Macho y lo que había cultivado por su cuenta en las academias y convirtió al pequeño en un verdadero comecandela. Hasta un día que el discípulo la derrotó de manera fulminante. Con una apertura danesa que era toda una innovación.

Por eso la apertura danesa en la vida de los dos hermanos era un tabú. Rosita repetía que ahí se manifestó el proverbio del Gran Maestro ruso

Vasili Smislov: En el ajedrez, como en la vida, el adversario más peligroso es uno mismo. Rosita pensaba en todo esto, mientras reproducía la partida de su hermano

contra Borges, en la planilla de anotación. De pronto se echó a reír. Dijo que si prohibían el ajedrez posiblemente se volvería contrabandista.

Y añadió: --De pocas partidas aprendí tanto como de mis derrotas --. Guardó la planilla de anotación para razonarla más tarde, en un tablero --. Me preocupa lo que acabo de ver en esa hoja. Estás improvisando y eso puede costarte caro. --No concibo como siendo el ajedrez un juego tan viejo, se recicle constantemente… --¡Ah… recuerda lo que dijo Fisher! El Ajedrez es la Vida. --Entonces la cosa es atacar y defenderse… sobrevivir… matar contrarios… matar al rey… --Lo has definido de la manera correcta. No tienes entrenador… así que imponte disciplina. Vete a dormir. En aquel momento llegó la noticia que el Yety había sido operado y estaba fuera de peligro. Se fueron a dormir más tranquilos.

Casi de madrugada, trajeron a un hombre que había matado a otro en una riña.

Se sentó entre Macfarlane y el pescador submarino.

El guardia que trajo el desayuno le dio un jarro de aluminio, abollado y mugroso, con guachipupa y un pedazo de pan, pero el hombre no quiso comer nada.

Todos lo miraban con cautela.

Sus ropas estaban manchadas de sangre. Tenía también sangre en las manos. Contó que estaba borracho y enloqueció de repente, buscó un cuchillo en la cocina y le dio seis puñaladas a su mejor amigo. “Sin querer”. Por una razón absurda que bajo los efectos del alcohol la vio como un asunto de “moral”.

--Lo maté por unas croquetas --dijo con voz llorosa. Maté a mi mejor amigo por unas croquetas del Mercomar, repetía sin parar, como un conjuro.

Cuando lo interrogaban, o en la molicie del enclaustramiento, se remachaba sin parar: --Por unas croquetas del Mercomar. Al parecer se sentía aliviado con la frase. Estaba compungido y desolado, con las manos manchadas de sangre y una recta de años preso, por delante. Decir que el móvil del homicidio fueron unas croquetas del Mercomar parecía calmarlo. Como si la banalidad del móvil lo fuera a ayudar con el tribunal. Esa madrugada un fuerte olor a sangre que emanaba de sus ropas y sus manos inundó la celda. Por la luz que entraba a través de los barrotes del pasillo, se podía ver el negro de la sangre coagulada en sus uñas.

Fueron dos botellas de ron, decía. Ron Bocoy.

Cuando iban a abrir la tercera, su amigo le brindó unas croquetas de pescado, para picar… y ahí comenzó la pelea. El amigo trajo las croquetas en un plato de aluminio. Dijo que tenían los estómagos estriados de tanto ron y debían comer algo. Puso el plato en la mesa y le dijo:

--Come. --¿Me has visto cara de muerto de hambre…?

El amigo rió. Le brindó una croqueta. --¡Ah… porque resulta que tengo cara de muerto de hambre…! ¡Tú vas a ver ahora…!

Fue a la cocina y cogió un cuchillo. --¡El muerto de hambre será tu madre! --le dio seis puñaladas en el abdomen. Su amigo ni siquiera supo lo que pasaba. Murió en el acto. Los gritos de las mujeres avisaron a los vecinos y llamaron por teléfono a la policía. El hombre soltó el cuchillo y pareció despertar. --¡¿Qué ha pasado?...! ¡¿Cómo pude hacerte eso… Juanca?! --¡Tómate la guachipupa y aliméntate, que aquí no hay croquetas del Mercomar…! --le dijo el guardia --. ¡Y prepárate para una recta de años…!

En la cuarta ronda, cuando apareció en la academia por la mañana, el director lo llamó a la oficina.

--¡¿Te has vuelto loco?! ¡¿Cómo que ganarle a Borges?!

--¿Qué pasa con eso? Yo pensé que era bueno para la provincia…

--¿Bueno para la provincia…? Creo que esto se está yendo de rosca…

¡¿Cómo que ganarle a Borges…?! --Se puso a correr con su rey… y lo perseguí…

--¡No me refiero a eso… te digo que esto tiene muy mala pinta… tres puntos de tres…! ¡Y solo siete rondas! ¡¿Te imaginas…?! ¡Ahora tienen que matarse entre ellos…! ¡No… qué va…! ¡No sueñes con clasificar!

--¿Qué tiene de malo? --¿Qué tiene? ¡Para que lo sepas… si clasificas al torneo nacional, automáticamente obtienes el título de Experto Nacional... y cuando busquen tu expediente y vean que no existe, explota todo! ¿Te imaginas…? ¡Ahí mismo me jodo yo…! Creo que debes retirarte… desaparece… ya inventaré una razón para justificarte. --Es imposible, director. Tengo que seguir. En aquel momento entró el Gran Maestro Juan Borges a la oficina. Saludó al director. Felicitó a Macfarlane. Le preguntó: --¿Por qué me seguiste con tanta saña y desabrigaste tu retaguardia…? Eso me confundió… no supe discernir si era mediocridad o destreza. ¿Sabías que eso me entretuvo? Eso… y la falta de tiempo… Como si hablara con un viejo amigo, Macfarlane le expresó al Gran Maestro: --Los reyes que duran no salen al combate. --Pero el tuyo encabezó la persecución…

--El mío no es rey, ni nada. Es un impostor.

Rieron mientras salían de la oficina. El director se dejó caer en una silla.

Se puso las manos en la cabeza.

Borges y Macfarlane se detuvieron frente a la pizarra. Miraron un momento la tabla.

Macfarlane iba de líder con tres puntos. Seguido de Héctor Louit, Fernando Mayo y el campeón de Holguín, con dos y medio. Con dos Borges cerraba el grupo de los líderes.

El periódico Venceremos comentó en su tirada de ese jueves, la partida de la tercera ronda. Blancas GM Borges Elo 2564 vs Negras EP Macfarlane Elo 2150.

Apertura Yugoslava. 0-1. El nivel de juego de Macfarlane --según el periodista que redactó la nota y que sabía de ajedrez, --, se destacaba muy por encima del resto de los jugadores. Al final se hacía dos preguntas: ¿De qué academia salió este talento? ¿Será nuestro próximo campeón? ***

El ajedrez en el mundo es un deporte y para algunas personas, un juego aburrido. Pero existen hombres para los que el ajedrez es una condición de vida: Los que se hacen maestros y expertos están atrapados en ese enigma.

Capablanca era el jugador predilecto de Macfarlane.

El de su hermana, Alekine.

Y en aquella cuarta ronda, Macfarlane le demostró al auditorio que su victoria iba en serio. Jugó contra el sub campeón de Holguín, que desarrolló una apertura danesa. La misma con que Alekine arrebató la corona mundial a Capablanca en 1927, tras un agónico match de treinta y nueve partidas que mantuvo en vilo incluso a personas que nada sabían sobre este juego.

El divino Capablanca, el rey invencible, fue derrotado de manera épica por el ruso Alexander Alekine, que le arrebató el título para conmoción del mundo entero. La misma apertura con que Macfarlane convirtió a su hermana en oficinista. Cada movimiento de aquella apertura le dolía. En lo más profundo. Por el martirologio propinado a Rosita y tronchado su brillante carrera. Por eso quiso terminar esa partida rápido. En honor a su maestra. Y de paso, cobrar de manera simbólica la revancha de Capablanca contra Alekine. Que el campeón ruso jamás concedió. La apertura danesa es un gambito. Se sacrifican un par de peones centrales, con el objetivo de obtener dos tiempos de ventaja sobre las piezas negras y dejar los alfiles apuntando el punto de enroque. Es una apertura sumamente peligrosa. No es recomendable aceptar los peones si no se conocen todos los métodos de defensa.

Macfarlane sacrificó tres, innovando de esa forma el gambito danés. Y le asestó al sub campeón holguinero un jaque mate tan extraño, que los jugadores del parque lo llamaron buldócer arrasando un campo de marabú.

Además de aplausos, arrancó chiflidos y gritos en el auditorio. El holguinero salió de la academia rápido. Cabizbajo. No se le vio en el almuerzo. Ni en la comida. Era un jugador con buenos resultados. Se había preparado muy bien para el torneo. Su entrenador, el Gran Maestro Walter Alpes, se hallaba en la sala y observaba a Macfarlane detrás de unos lentes de aumentos. Dos ojillos inteligentes y en constante aviso, sospechaban de la desfachatez intelectual y física de aquel jugador desconocido, de apellido

Macfarlane --Pudiera ser un récord para semifinales --dijo el periodista del Venceremos, que estaba en la sala cubriendo el evento. --No sé… --Voy a ver si se lleva esa estadística. ¿Y quién la lleva? Pero estoy seguro que muy pocas veces, se ha ganado una partida de semifinales en nueve movidas. Si ganas el torneo voy a hacer un reportaje. --Ya veremos… --se alejó del periodista. El director lo fustigó en la oficina. --¡Lo que me faltaba… gritos en la academia…! ¡Y chiflidos…! ¿Qué es esto? ¿Un circo? ¡Y en primera plana la gente del Mará! Muy pronto veré la academia tomada por la Seguridad del Estado, colocando micrófonos hasta en las piezas…

--¿Usted cree? --¡Ya lo creo que sí…! Es mejor que mañana no vengas…

--¿Qué? No entiendo…

--¡Cóño…! ¡Que-ma-ña-na-no-ven-gas…! --¿Por qué?

--Ya inventaré una excusa… no te preocupes… --No puedo -- dijo Macfarlane en voz baja, regresó a la sala.

Varios jugadores analizaban con detenimiento la pizarra. Se hicieron a un lado cuando llegó a ellos, con el respeto que inspira un líder. A su flamante victoria de la cuarta ronda la acompañaba un signo de asterisco y un signo de admiración.

En la columna de puntaje se notaba claramente su escapada. Pero Macfarlane no miraba lo mismo. Estableció la jerarquía de la pizarra por el tamaño de los títulos: Gran Maestro, Maestro Internacional, Maestro Nacional, Experto Nacional… Y por el número de coeficiente Elo: 2465. 2395. 2350. 2325… Su título EP y su Elo 2150 era lo hizo sentirse pequeño, a pesar de sus triunfos. --Lo maté por una croquetas –le dijo al oído el hombre con restos de sangre negra coagulada en las uñas, aterrorizado por la recta de años que le esperaban, mientras el flaco daba vueltas interminables por la celda, buscando cabos y el pescador submarino planeaba meticulosamente vengar “la afrenta” de su rubia ojiazul con el hijo de Cachimba.

Miraba la pizarra y los veía a todos ellos, como piezas de ajedrez.

La muchacha observada por el agujero, complaciendo extrañas peticiones sexuales de los clientes.

Hampón fumando hierba en su cuarto, con la música de Yakarta y El chacal a todo volumen. Una noche loca…. es lo que quiero contigo…

Era una pizarra grande, donde cabía incluso la oscuridad del pasillo que iba hasta su cuarto, la escalera semiderrumbada del solar, la peste a orine, a moho, a jiña... Salió de la academia y fue al parque, a hacer tiempo hasta la hora de la comida en el restaurante del hotel Brasil. Se sentó en el banco de los marases. Hablaron de temas disímiles: cultura, política, religión, homofobia, sexismo, racismo, represión, literatura, pero de ajedrez ni una palabra.

Al llegar a su casa, su hermana le pidió que subiera a ver a Macho. --Me ha llamado tres veces… pero no pude subir por estar montándome el torniquete... No lograba ensartar las presillas en el pelo y eso la molestaba. Utilizaba un espejo de mano, donde aparecía su rostro y parte del cabello mojado y su esfuerzo inútil con las presillas. Macho era medio familia de los Macfarlane. Vivía solo, con la única compañía de un perro sato, sumamente malcriado. Como palero siempre estaba limpiando la casa de todos los males.

También se limpiaba él mismo.

Y limpiaba a Rosita.

A Macfarlane lo limpiaba a distancia, porque el muchacho se fiaba muy poco de las religiones y casi nunca subía al segundo piso. Macho repetía sin cesar: ¡A ese muchacho hay que limpiarlo!

--¡Hay que limpiarlo! --repetía una y otra vez.

Se paraba frente a la prenda sagrada, vestido con su atuendo religioso. Rompía palos, preparaba polvos, encendía velas, soplaba con aguardiente a los santos y repetía:

--¡Límpialo Oggún… límpialo…! Macfarlane no supo nunca que Macho lo limpiaba de lejos.

Cuando se encontraban en la escalera, o en la calle, Macho le pedía con vehemencia: --¡Sube a limpiarte cabeza de hacha…! ¡Sube…!

Pero no hacía caso. Siempre andaba esquivando a Macho. Rosita se limpiaba los días primero de enero para comenzar Iré el año. Pero su hermano no subía nunca. Aunque esa tarde era mejor subir y hablar un rato con el anciano, antes que soportar a Rosita con su berrinche ante el espejo por su torniquete. Subió los dos tramos de escaleras y tocó en la puerta de Macho. --¿Quién anda? --Soy yo… Macfarlane… --¡Ah…! Pasa… Pero ten cuidado con el perro… se volvió loco… --¿Cómo que loco…? --Loco… como oyes… de repente… se volvió loco… ¿Qué…? ¿Viniste a limpiarte?

--No… Dice Rosita que la estuviste llamando... no puede subir porque está ocupada… --No recuerdo para qué la llamaba… no lo recuerdo… --el anciano caminó despacio hacia el altar --, tal vez era para que te recordara que debías limpiarte… vamos a aprovechar que subiste y romperte un par de palos en la cabeza, para arrancar cualquier maleficio que te hayan echado…

--Deja… deja… no quiero limpiarme… --Quédate un rato… tú nunca subes… ni a limpiarte, ni a nada… vamos a aprovechar que estás aquí… Macho cogió un palo del altar y se dirigió hacia Macfarlane.

--¡Deja… ya me voy…! Pero un gruñido extraño en el cuarto lo detuvo. --¿Y eso?

--Es el perro… lo tengo encerrado… --Yo pensaba que estabas bromeando… --¿Bromeando? ¡Se volvió loco, de remate…! ¡Tuve que encerrarlo en el cuarto! --Yo creo que eso es jodedera tuya… --¿Jodedera…? ¡¿No oyes que tuve que encerrarlo?! Detrás de la puerta se escuchó un quejido lastimero. Luego un aullido, de dolor. Una tos perruna sostenida. Un soplido de angustia. Y un lamento de perro enfermo. --¿Está enfermo?

--¡Que enfermo ni enfermo…! ¡Está loco!

--Yo creo que deberías sacarlo a coger aire… --¡No…! ¡No vayas a abrir la puerta…! ¡Ni se te ocurra…!

El perro gimió… lloriqueó… carraspeó… raspó la madera con las uñas… imploró en su lenguaje canino auxilio… --Vamos a sacarlo un rato afuera…

--¡Noooooooo…! --Macho intentó detener a Macfarlane, pero era tarde. Al abrir la puerta, el perro salió como una exhalación y pasó veloz entre las piernas de los hombres, se tiró por el balcón de cabeza. --¡Te dije que no abrieras la puerta… que estaba loco…!

--¡Yo pensé que era jodedera…! Se asomaron al balcón. El perro yacía reventado en la acera. Su sangre negruzca avanzaba lentamente en dirección a la cuneta.

Varias personas se habían acercado al lugar y preguntaban qué había pasado. Una mujer señaló arriba: --¡Esos dos degenerados… lo tiraron…! Rosita se asomó, miró al perro, luego al balcón. Macfarlane le hizo señas, que luego le explicaba. --¡Tienes que limpiarte…! ¡Te lo digo una y cien veces…! ¡Tienes que limpiarte…! Volvieron a la sala. Macfarlane se detuvo junto a la mesa, con el tablero donde se desarrollaba una partida. Al lado yacía el libro, viejo, abierto de par en par. En realidad no era un libro. Eran trescientas cuartillas escritas en letra de molde y presilladas fuertemente con alambre de cobre.

El contenido del libro, Macfarlane lo conoció el día de la partida final del torneo.

Ahora solo vio el tablero, con el despliegue táctico de las blancas sobre el rey negro, que se atrincheraba. Y la buena caligrafía del mar de oraciones que pudo abarcar, de la página donde se hallaba abierto el libro. --¡¿Cómo que loco…?! --preguntó Rosita.

--¡Loco! ¡Quimbao! ¡Tostao! ¡Quemao! ¡Achicharrao! ¡Fundío…! ¡Yo pensé que era jodedera de Macho… abrí la puerta y salió ese desquiciado como una flecha… a tirarse por el balcón! --¡Hasta los perros se están volviendo locos…! ¡Tengo que felicitarte por tu victoria de hoy…! ¡Cuéntame… ¿cómo fue ese jaque mate en nueve…?!

--Una combinación… --Recuerda lo que siempre te digo: solo ha existido un Mijaíl Tal. Déjame la planilla sobre la mesa, para repasarla más tarde. ¿Mataste con la dama? --No. Con el alfil rey. --¿Por donde le entraste, por un costado? --No. De frente. --¿De frente con el alfil rey? --Eso mismo digo yo… --¿Así que una combinación nueva…? ¿Jaque mate en nueve… con el alfil rey… de frente...? --Rosita se miró satisfecha por el espejo el hermoso torniquete logrado --. ¿Entonces sacrificaste la dama? --¡Claro…! ¡Para matar en nueve hay que sacrificar la dama…!

--¿Apertura…?

--Danesa… --¿Con la danesa…? ¡Entonces te diste gusto…!

--No quise recordártela… perdóname…

--Es triste, porque fue una apertura danesa la que utilizó Alekine para ganarle a Capablanca, aquel verano donde Alekine era imparable. Y cuando

Capablanca se preparó para la revancha, el ruso nunca se la quiso dar y el campeón cubano murió con el amargo sabor de la derrota… Date un baño y acuéstate a dormir. Y no pienses en nada. Recuerda que estás jugando la semifinal nacional… y que vas de líder, con cuatro.

Se acostó pero no pudo dormir. Ni un segundo. Cerraba los ojos y aparecía la imagen del perro, en el centro de un tablero vacío.

Los abría y estaba allí, echado frente a Macfarlane en la casilla cuatro rey, esquizofrénico a full… esperando… Una vez el cansancio del día lo venció y cerró los ojos. Soñó que el perro era su amigo y habían transitado una existencia juntos y salvados mutuamente de muchas tempestades y avalanchas y el perro necesitaba correr porque había llegado el momento de hacerlo y el comprendió que cuando llega el momento debes lanzarte, veloz, insólitamente lucido en tus actos y entonces le abrió la puerta de la habitación donde estaba enclaustrado por falsa alarma, y le dijo ve, muchacho, ve, y su viejo amigo el perro se disparó a toda carrera por la sala, que en el sueño era inmensa como una llanura... y el corrió con él, lo alcanzo y se miraban y reían mientras avanzaban sobre los desiertos y las estepas, corrían y corrían sobre los mundos y los universos felices, libres, hasta que finalmente apareció el balcón, el al vacío y cayeron juntos y al abismo y en la caída el ajedrecista atrapó al perro en el aire y lo abrazó fuertemente, le pidió que debían regresar a la cordura, que la demencia era inconcebible en sujetos como ellos, con una gran misión que cumplir.

Lo envolvió con su camisa bacteria para protegerlo del frío. Lo acarició y lo besó mientras bajaban juntos al vacío.

Y cuando el perro al fin tuvo un instante de luz… le dijo que sí… con la cabeza… con la lengua… con las patas… con el rabo…loco de alegría por haber regresado al sano juicio… pero de repente aparecieron abajo los arrecifes, acercándose a ellos velozmente y se estrellaron al unísono, despedazándose. En la quinta ronda le tocó jugar contra el campeón de Holguín --¿dos holguineros consecutivos?, una alegoría --, y sucedió un hecho insólito, que además de Macfarlane y los implicados, solo lo han conocido hasta hoy los marases y su hermana Rosita. Aquel acto de magia: ir un rato a pensar al patio interior de la academia y regresar a la mesa de juego entrando por la puerta de la calle. Ante el asombro del director. El desconcierto de Gran Maestro Alpes. La incredulidad de muchos jugadores, que seguían con atención su partida de la quinta ronda, contra el campeón de Holguín. Del auditorio de fans de Macfarlane. De los marases, que sonrieron al verlo entrar, sin haberlo visto salir. Y ante la decepción del campeón holguinero, que ya casi saboreaba su triunfo por tiempo.

El campeón de Holguín tenía tres puntos, a costa de dos victorias y dos empate. Llegar invicto a Macfarlane le sumaba interés al encuentro.

Y tener en su esquina al GM Alpes se consideraba ventaja.

El campeón de Holguín planteó una apertura Ruy López, por orientación de su entrenador Alpes, que la noche anterior hizo un análisis profundo de la partida de Macfarlane contra el campeón de La Tunas, en la primera ronda. Aseguraba reconocer el flanco débil de guantanamero, después del cambio de alfiles. Los jugadores del torneo hablaban poco entre sí.

Todos parecían ensimismados en sus mundos de ajedrez. Al finalizar las partidas subían a sus habitaciones en el hotel Brasil, a descansar, mientras repasaban sus partidas del día mentalmente.

Sus vidas transcurrían inmersas en el tablero y sus mentes, reflejaban múltiples partidas en estudio de posibles variantes, en distintas posiciones de juego. Una eclosión de visiones que daban al cerebro, el semblante de una computadora con mil ventanas abiertas a la vez. El cerebro de Macfarlane estaba programado fuera de lo común y podía recordar ahora mismo todas las partidas efectuadas en el año. Aún más, reproducirlas con total precisión sin necesidad de la hoja de anotaciones. Jugaba poco, en un ajedrez que no se anotaba en una planilla por ser callejero, pero de una calidad similar a un torneo cuando asistían maestros y expertos a jugar contra aficionados, o entre ellos. Los maestros iban allí a explorar variantes y estrategias imposibles de experimentar en una lid oficial.

Macfarlane nunca estudió teoría.

Solo leía un viejo libro que su hermana guardaba como un tesoro, compuesto de cien frases célebres escritas por hombres famosos, con relación al ajedrez: campeones mundiales, políticos, hombres de negocios, artistas…

Rosita guardaba ese libro con celo. Cuando el hermano se sentía perturbado, se prestaba para reanimarlo.

Aquellas cien frases, expresaban con sencillez y originalidad diferentes aspectos de este juego practicado y admirado desde la antigüedad, por personas que apreciaron su belleza y los valores culturales y humanos. A Rosita, la frase que más le gustaba del libro era: Soy Alekine, campeón mundial. No necesito pasaporte. A Macfarlane le gustaban todas. De la primera a la cien. Porque cada una le enseñaba algo.

La tarde anterior a aquella partida de la quinta ronda, el GM Alpes hizo pesquisas sobre la procedencia del jugador desconocido, que marchaba a la cabeza del torneo. Sus pesquisas lo llevaron al parque. Se instruyó sobre los trucos de los jugadores callejeros y por la noche entrenó a su pupilo. Repasó hasta el cansancio la posición después del cambio de alfiles. A medida que avanzaba la partida, Macfarlane se dio cuenta de la estratagema y trazó una “contra lógica” al plan de Alpes: “sacrificar piezas sin razón”. En la jugada diecinueve provocó un pandemónium en la sala, cuando sacrificó la dama, “sin ton ni son”, según comentó Alpes al director de la academia, mientras tomaban té en la mesa de la merienda.

--Ha entregado su dama sin ton ni son. Tu suplente juega bien, pero ya comenzó a cometer pifias.

El director se encerró en la oficina y se frotó las manos.

“Si Macfarlane pierde ya es otra cosa”. El campeón de Holguín miró desde su silla al GM Alpes, que le dijo sí con la cabeza. Tómala.

No lo pienses. Es tuya.

Un regalo del imbécil de la camisa bacteria. Todos en la sala dijeron lo mismo: --¡Qué fallo!

Menos los marases, que percibían lo invisible, el resto del auditorio se disgustó con Macfarlane. Entonces entregó un alfil. Murmullo de desencanto, por aquel otro error garrafal. Sacrificó una torre. Sonrisa de Alpes. Alegría infinita en el corazón del campeón de Holguín, que tomaba la torre. Que se veía ya con cuatro puntos, alcanzando al líder. Contrariedad en el auditorio que colmaba la sala --menos en los marases, que avistaban lo incorpóreo --, por aquel nuevo error de su ídolo. Ahora Macfarlane entregó todos sus peones, siempre mirando fijamente al Gran Maestro Alpes, que tras sus lentes de aumento, redondos y blancos, sus ojillos inteligentes comenzaron a preocuparse por tanto error consecutivo.

Luego, como en la irracional sucesión de una pesadilla, fue entregando uno a uno sus peones.

El campo de batalla aparecía cubierto de héroes negros, pero extrañamente, los restos de la tropa suicida del mariscal Macfarlane podían avanzar en todas direcciones, sin obstáculos.

Su ejército era un caballo, una torre y un alfil, comandados por el rey, que encabezaba el ataque.

Que no era rey ni nada, solo un impostor que hacía trampas. Porque aquella fue la mayor trampa acaecida en la historia del ajedrez.

El rey blanco tembló desde su torre, al observar el avance trepidante de los negros, sobre el campo de cadáveres. Tembló también Alpes, al analizar la magnitud de cuánto se acercaba.

El director no quería ver aquello. Se encerró en la oficina, muy triste. Algarabía en los jugadores callejeros ante el ingenio de su ídolo. Los marases observaban, callados. Con los próximos movimientos, el rey del campeón holguinero estaría muerto. De manera inevitable. Jaque mate en dos, como anuncian los acertijos en las revistas. Mientras que el holguinero se devanaba los sesos buscando escapatoria para su rey cercado, a Macfarlane le sobraba tiempo y fue al patio de la academia, que estaba vacío. Se sentó en un banco, a pensar. El patio era espacioso. Un lugar solitario. Con árboles frondosos y rodeado de paredes altas que protegían del sol. Diseñado para meditar, pero muy poco utilizado por lo atletas. Se comunicaba con la academia a través de un pasillo, también vacío.

Sentado en el banco, intentó desentrañar la naturaleza del hampón, que le hizo aquella jugada sucia en La Habana.

“Por meterme a salvarla”, se dijo.

“Por rescatar a una princesa raptada en un castillo”. En la historia hampón venía a ser el dragón, con toda aquella enormidad abdominal. El castillo era el tugurio del solar de Cuba y Amargura, que hampón había dividido con tabiques de madera y convertido en tres cuartos. Uno lujoso para él y dos más para alquilar. Dos celdas de castigos. Una de

Macfarlane, la otra de la princesa cautiva. Matar en dos al holguinero --y en extensión a Alpes --, era matar también un poco al hampón, que en una partida de ajedrez venía a ser el rey enemigo.

Recordó la celda oscura, de la 5ta estación. Y la cantaleta del pescador submarino. --Mandé a echar ácido sulfúrico en la cisterna… para cuando se bañen suelten el pellejo… las tetas… la pinga… El olor a polvo, mierda, orine y culo, de los que llevaban tanto tiempo en la celda sin bañarse, le llegó hasta el banco como una ola. Treinta días sin lavarse la boca, sin bañarse, comiendo mal, durmiendo en el piso, por vender confituras, por pescar submarino, por vender yogurt, cinco años por langosta, jaque mate inevitable. El día que trajeron al pescador submarino, lo metieron en la celda de un empujón. Gritó que conocía su aveas corpus y tenía derecho a una llamada.

--¿Sí? ¿Cómo en las películas?

Estuvo callado una semana y aunque un policía se “encargó” de decirle, que su mujer salía con otro todas las noches, “hasta altas horas de la madrugada”, no fue hasta la noche que trajeron a un vecino del barrio que había apuñaleado a la esposa, por celos. Era un hombre bueno. Tranquilo. Nadie se explicó tal arranque.

--¿Qué pasó? Conozco a tu mujer, es seria… decente… ¿Por qué lo hiciste? --Por puta --dijo el vecino y contó su historia.

--Los celos me cegaron… cogió un cuchillo y le tasajee la espalda, la nalga y el brazo. Y todo solo por culpa de tu esposa…

--¡¿De mi esposa?! –el pescador submarino se sentó en el piso de concreto de la celda. -Sí, de tu esposa. Que está tirada por la calle del medio… ¡Acabando…! Yo también cogí celos con el hijo de Cachimba… cuando pasó esta mañana por mi casa manejando tu auto y pitándole a las mujeres… la verdadera culpa la tiene tu mujer… ahora todos los hombres estamos erizados con el hijo de Cachimba! Pasó esta mañana exhibiéndose… haciéndose el rico ricote… tocó el claxon dos veces y mi mujer corrió al portal… a mirar… Tuve que pincharla y cortarla… ¡para que aprenda a respetar…! Macfarlane se miró los zapatos. Allí estaban las cortadas de la navaja que le lanzó hampón, cuando los sorprendió escapando del solar. Se salvó porque se puso los zapatos en las manos, como guantes, y detuvo los navajazos con la suelas. Las dos suelas estaban picadas por la navaja. Salvó de ese modo, con la defensa de las suelas, a la muchacha, que también iba a ser picada.

Escapaban juntos en aquel momento, bajaron las peligrosas escaleras a la carrera, cogidos de la mano, y cuando casi alcanzaban la calle, apareció hampón en la puerta del solar.

--¡Eh… miren a los palestinos… escapándose…! Macfarlane forcejeó con él, para que ella pudiera salir a la calle y consiguió conectarle un derechazo al mentón, hampón cayó al piso, como una mantequilla, pero se levantó como un resorte y sacó una navaja.

Su filo brilló bajo el sol de las tres. Afuera la calle Cuba estaba desierta y en la esquina de Amargura había un policía patrullando. Como un relámpago Macfarlane se quitó los zapatos y los calzó en las manos.

Era suelas muy buenas. De los llamados zapatos de feria, producidos por cuentapropistas. Hechas de goma de camión. Detuvo los navajazos y salió a la calle. Caminó directamente hacia el policía de la esquina. Iba descalzo, con los zapatos en la mano, pero sereno. Le preguntó dónde quedaba el hospital más cercano. --Traigo un dolor de callos que me está matando. --Almejeira --dijo el policía. Macfarlane se perdió por la calle Amargura rumbo al capitolio. Hampón había subido al segundo piso, a atisbar los movimientos del policía y comprobar que Macfarlane no lo hubiera delatado. La muchacha lo esperó en el parque central y cuando llegó se abrazaron. Caminaron muy juntos hasta una parada de ómnibus. Cualquier ruta que los sacara de allí les servía.

De seguro hampón iría tras ellos, porque sabía que no podían delatarlo. Eran dos ilegales: ella jinetera, él vendedor de tabacos.

Cargó el maletín de la muchacha y su mochila en el mismo hombro y en el otro descansó la cabeza de la joven. Subieron a un ómnibus que iba para Playa, al oeste de la ciudad.

--Yo tengo una prima en Romerillo --dijo ella --. Tal vez me ayude a encontrar alquiler.

--Y yo puedo ponerme a vender confitura en la calle, para mantenerte. Iban de pie, en el pasillo del ómnibus repleto, abrazados. Acaban de escapar de un dragón y el cautiverio en un castillo. Él vendería confituras para pagar el alquiler y sostener el hogar. Ella lo esperaría en casa, con la comida lista.

Se puso de pie y caminó un poco por el patio. Era un patio extraño. Siempre vacío. Llevaba un cuarto de hora allí y solo había aparecido una vez el GM Walter Alpes, que lo miró de soslayo y desapareció rápido. Después el director, que regresó igual de veloz a la sala. Macfarlane vio el pequeño baño destinado al personal de oficina y quiso utilizarlo. Resultaba más íntimo que el baño de la sala. Cerró la puerta por dentro con un pestillo. Se sentó en la taza y efectuó despacio como vaciando la inmundicia de la celda, del solar, de la policía que le incauta su supervivencia Miró su reloj y calculó que aún le quedaban cinco minutos para efectuar su jugada, por suerte mate en dos.

Al mirar el reloj suizo se acordó otra vez de la muchacha. Cuando llegaron a Romerillo la prima los alquiló en el cuarto de arriba.

Ella tendió la cama y aclimató el nido de amor, entre escombros y materiales de construcción. Con los doce cuc que había ahorrado del negocio del tabaco, se fue hasta la fábrica La Estrella, en El cerro, los invirtió en confitura y los volvió veinticuatro, que al otro día serían cuarenta y ocho... menos los gastos diarios… Compró africanas, sorbetos y galleticas rellenas con crema.

La mujer que le vendió la confitura era santera y estaba vestida de blanco. Tenía la casa llena de altares con velas encendidas y guardaba la confitura en un saco, debajo de los santos.

Le dijo a Macfarlane debía hacerse un ebbó y vestirse mucho de blanco, porque veía un mal que iba sobre él que era un obsolvo ofo, que era un obsolvo de pérdida. El cuartucho de la santera estaba situado junto a la cerca de la fábrica y por allí los empleados sacaban los productos robados para los revendedores. Macfarlane no se comió por el camino ni una sola confitura, para sacarle el máximo de provecho a la inversión y al otro día duplicarla intacta. Se estrenó de vendedor callejero con hidalguía. Pregonaba seguro. Fuerte. Sin miedo. Su voz era diez decibeles más alta que los otros vendedores y recorría la calle de arriba abajo como un anuncio. --¡Vaya… coge tu africana… mira…! ¡Galleticas rellenas con crema…mira…! ¡Mira los sorbetooooooooo…! ¡Mira!

Obligaba a la gente a mirar. Pregonaba con ahínco. Vendía bien.

Se levantaba temprano y se iba en guagua hasta la fábrica de chocolate La estrella, en el Cerro, a comprar. Regresaba al mediodía y se bajaba del ómnibus en 19 y 42, reparto Buena Vista, vendiendo por todas las calles de

Buena Vista. Llegaba casi de noche a Romerillo, un sinfín de callejuelas y pasillos hacinados de cuartos, casi todos habitados por ilegales.

Romerillo era un barrio malo. La policía lo pensaba dos veces para entrar.

Macfarlane lo recorría de norte a sur y de este a oeste, sin dejar ni una sola callejuela o pasillo por recorrer, anunciando su producto. Se hizo de una clientela fija.

A veces terminaba de vender temprano y volvía a la fábrica. Así se ahorraba el viaje al otro día y entonces dormía la mañana con la muchacha. Miró el reloj otra vez. Ahora sí estaba apurado de tiempo. En ajedrez no existe peor tragedia, que perder por tiempo una partida ganada. Por suerte era mate inevitable en dos. Comprobó que no le quedaba nada por expulsar y buscó algo para limpiarse. Halló detrás del lavabo una vieja revista Jaque Mate, que diezmaban como papel higiénico. La hojeó. Por instinto buscó alguna Ruy López similar en posición a la que estaba jugando, pero casi todas las que aparecían eran sicilianas.

Se detuvo en una página que reflejaba el duelo final de un torneo Capablanca in memoriam, entre el Gran Maestro sueco Ulf Andersson y el

Gran Maestro cubano Guillermito García.

Al comentario de la partida lo acompañaba un gráfico de la posición, y una foto.

En el comentario se elogiaba la excelente distribución y equilibrio de las piezas blancas desplegada por el sueco y la tenaz defensa del flanco rey por parte del cubano. En cambio Macfarlane descubrió una desolación profunda en la tropa blanca. Un inmenso sobresalto existencial en Andersson y mucha angustia y no comprendió por qué Guillermito no sacrificó los caballos y los alfiles, para coronar un peón en reina y matar a Andersson de manera vil.

No lo comprendió. Ni se explicó por qué. Tampoco le interesó el hipócrita análisis del experto. Ni el gráfico que ilustraba la posición final. Fue la foto. ¡Era estupenda! Guillermito sumamente despeinado se estrujaba la cara con las manos. La preocupación mostrada en sus ojos parecía querer traspasar las piezas en el tablero. En cambio, Andersson, que estaba apurado de tiempo, aparecía con cara de sueco feliz, con los brazos abiertos queriendo abarcar el universo. Se limpió con la página. En aquel momento sintió que afuera colocaban un candado. Intentó abrir la puerta pero fue imposible. Llamó. Pero nadie escuchaba. Estrelló su hombro contra la madera y solo consiguió dañarse.

No haría el ridículo de gritar, porque un escándalo pondría fin a su participación en la competencia, si investigaban la causa de su encierro cuando perdiera por tiempo y salía a relucir el director con su invento de suplente… su falso Elo… su título petate.

Quien puso el candado estaba loco. O desesperado. Esperó a ver si alguien llegaba. En vano.

Decidió que no iba a perder su partida de jaque mate en dos, “por tiempo”. Subió a la taza del inodoro. Empujó el falso techo y descubrió un conducto de concreto muy oscuro. Sujetándose a los bordes subió y se introdujo. Avanzó deslizándose acostado y trabajoso, raspándose los codos, apartando

basura con las manos, tragando polvo, hasta llegar a un espacio que parecía no estar ya sobre la academia. Avanzó más, siempre en un espacio mínimo y oscuro, hasta llegar a un tramo de aluminio. Se deslizó muy despacio desconfiando desplomarlo con el peso. Encontró una aspillera. La zafó. Se dejó caer. Estaba justamente sobre el tatami de la academia de judo, donde se efectuaba en aquel momento una pelea de un campeonato provincial. Cayó en el mismo instante en que un yudoca proyectaba a otro con una técnica de Osotogari. --¡Ipón! --gritó el árbitro, que estaba encimado sobre los atletas en el colchón, y en eso les cayó Macfarlane arriba. Los cuatros quedaron tendidos en el tatami. Tuvo que pedir muchas disculpas, para que lo dejaran salir de allí. El comisionado de judo quiso confirmar su versión y lo acompañó hasta la academia de ajedrez. Se quedó hablando con el director.

¡Macfarlane corrió a su mesa, movió el caballo y con la otra mano hundió el postillo de su reloj, que fenecía!

El campeón de Holguín movió su rey y golpeó el reloj con el puño para ver si con el impacto, caía al fin la bandera de Macfarlane, que en el último segundo que le quedaba de tiempo avanzó su alfil hasta una posición terminal, ponchó su reloj y gritó: --¡Jaque mate al rey!

La academia estalló en aplausos. Macfarlane salió apresurado de la sala.

Ido Torres, Mará primero, además de inventor del ritmo Mará, era escritor. Tenía escrita una novela, fábula realista de la ciudad imaginaria

Monatáguan, “Guantánamo al revés”, una sucesión de planos donde el protagonista cada cierto tiempo se mueve en la cama, dando la sensación que cuenta un sueño. Ido Torres trabajaba en la base naval de Guantánamo. Una noche soñó que una deidad del Caribe aparecía, para investirlo a la posteridad por medio de la música. Al final del sueño la deidad le entregaba el sonido de las claves del ritmo Mará y le pedía que lo diseminara por el mundo. Al subir de madrugada al coche motor que llevaba a los trabajadores a la base, Mará primero se encontró con su gran amigo Teófilo Brown, que la noche anterior había tenido exactamente un sueño idéntico. Pero las claves que la deidad del Caribe le entregaba a Brown eran otras.

Las fundieron. Entonces surgió el ritmo Mará.

Esa madrugada, en el tren que llevaba los trabajadores a la base, nació el ritmo Mará. Que luego se convirtió en filosofía.

Mará primero y Mará segundo.

Luego se unió Alillo, Mará tercero. Wichi, Mará cuarto.

El yacán, Mará quinto. Macfarlane, Mará sexto…

Casi todos eran descendientes de emigrados. Luego de cincuenta años de crear el Mará y con una edad avanzada, Ido y

Teófilo continuaban componiendo marases y soñando con el momento de sacarlo al mercado. Ensayaban en la sala.

Las claves la llevaban acompañándose de percusión sobre una mesita de centro. Cantaban al livintong, alternando con el análisis del periódico y la lectura de libros. Habían perdido la cuenta de cuántos marases tenían listos para entregar a una disquera, pero seguro que pasaban de quinientos. Todos con una armonía estructural de alto vuelo, hermosa poesía y fuerte contenido. Además era un ritmo contagioso. Sabroso. Que no era son, ni guaguancó, ni rumba, ni changüí, ni guaracha, ni nada. Era Mará.

Un día, Ido Torres y Teófilo Brown viajaron a La Habana, donde una comisión de expertos los escuchó y examinó sus partituras. Finalmente dictaminaron que en efecto, habían creado un ritmo.

Lo inscribieron en el registro de autores.

Ido y Teófilo regresaron a Guantánamo con los papeles que certificaban su creación artística.

Intentaron organizar un grupo musical, que cantara y tocara Mará. Pero fue imposible.

Cada vez que tenían los músicos preparados y conseguidos los instrumentos, algún extraño suceso fracasaba su intención.

La última vez que lo intentaron, consiguieron a diez jóvenes graduados de la escuela de arte provincial, que se impactaron con la exquisitez y la grandeza del Mará.

Los muchachones estaban seguros que iban a arrasar con ese ritmo. El rap, el reguetón, el rock, el pop, la fusión, “tendrían que coger la cola”. Ensayaban en La casa de los mil colores, bajo la asesoría de Mará primero y Mará segundo, y los otros marases. Montaron diez números. El acople y la tesitura lograda por las voces, hacían retemblar las paredes de la vieja casona de Teófilo Brown, que llamaban de los mil colores, porque todo el que entraba allí daba un color distinto. El saxofonista improvisaba como un negro de Detroit, pero con las raíces de La loma del chivo, con sus calles anchas muy bien pavimentadas, llenas de cuarterías y aguas albañales. El piano llevaba una clave adicional, subordinada al sonido de las dos claves primigenias, un honor conferido a Alillo por su perseverancia en el

Mará. En los coros, la síncopa de la letra erizaba de pies a cabeza al quien la escuchaba.

En ciertos momentos el Mará parecía música de iglesia, por la esplendidez de conjunción de los sonidos sol y sí, alternando con sí sol y fa.

Sobre todo en las síncopas. El director del grupo de jóvenes era el saxofonista. Primer expediente de la

Escuela Nacional de Arte. Cuando fue a escribir la partitura para los instrumentos quiso sonearlo, pero reconoció que era imposible.

No era son. Era Mará. --Es Mará --dijo Ido Torres, sonriendo. --¡Mará Mará!--reafirmo Teófilo Brown.

Cuando las partituras de los instrumentos estuvieron listas y ensayadas las voces, aquello parecía una jazz band de lujo. Los habitantes de La loma del chivo acudían todas las tardes a ver ensayar a los músicos. A bailar y cantar Mará. Se conocían las letras de todas las canciones y la cantaban con los músicos. El Mará se escuchaba en todos los confines de la loma, desde la calle Los Maceo hasta el mismísimo puente de San Justo. Era un trinquete lo que saldría al mercado musical ese año. Pero un día antes del estreno, misteriosamente, todos los jóvenes fueron reclutados para el Servicio Militar y asignados como integrantes de la banda de música del ejército oriental. Por la concentración de intelecto y el análisis crítico que hacían del periódico Granma, la Seguridad del Estado comenzó a monitorearlos.

Infiltró el Mará con agentes disfrazados de teatristas. Que emitieron informes de lo que hablaban y hacían.

En el legajo que se abrió fueron declarados subversivos.

“Movimiento de negritud, racismo invertido”, diagnosticó un perito. “Ninguno trabaja. Muchos son ex reclusos. A veces hay delitos allí”.

--¿Así que escapando por el falso techo? --preguntó Mará primero. --Casi pierdo la partida.

--¿Y saliste arrastrándote? --Como una lombriz…

--¿Y caíste exactamente sobre una proyección de Ipón? --Derribé a los yudocas y al árbitro… juntos… --¡Qué novedad!

--¿Quién habrá sido? --No importa quien fue. Concéntrate en la tabla. Tienes cinco puntos. Quedan dos rondas. ¿Cómo van las posiciones? --Héctor Louit va segundo, con cuatro y medio. Fernando Mayo y Borges empatados en tercer lugar con cuatro. --Ya le ganaste a Borges. Te falta Héctor Louit y el mayor de los Mayo. --Sí. --Pero clasifican dos. --Claro… --El ajedrez es una ciencia… recuérdalo… --El ajedrez es arte y cálculo --dijo Mará octavo. --El ajedrez es imaginación --dijo Alillo, Mará tercero.

--Robert Fisher dijo que el ajedrez era la vida. Pero el escritor Mark

Pasternak replicó que no era así, ¡tenía reglas! --En el ajedrez, como en la vida, el mayor adversario que puede aparecer es uno mismo -- dijo Macfarlane.

--Un jugador de ajedrez es primordialmente un actor --dijo Mará noveno, el teatrista.

--El Ajedrez es una amante, a la que volvemos una y otra vez, sin que nos importe las muchas veces que nos deja --dijo Mará séptimo, que era poeta.

--Aquellos que crean que entienden el ajedrez, no entienden ni un comino de la vida --dijo Mará primero.

Volvieron sobre el periódico. La zafra recién concluida era la peor de la historia. Durante unos juegos deportivos en el extranjero, abandonaron la delegación cubana dos peloteros, tres boxeadores, un camarógrafo, un comentarista deportivo y un masajista. La breve nota oficial los llamaba traidores. También la zafra del café incumplió los planes de recogida. La reducción de la población de bueyes para arado en el campo, echaba al piso lo planificado para suplir con animales de tiro la falta de combustible del parque automotor. Pasaron al editorial. El mismo del año anterior, con datos actualizados. Fueron al parte meteorológico. Anunciaba lluvia. Pero afuera el sol rajaba las piedras. --¡Así que escapando por el falso techo…! --repitió mará primero --. ¡Qué evento…!

***

De madrugada lo despertaron voces.

Un grito de mujer.

El estruendo de un vaso. Jadeo y los muelles de un colchón chirriando.

Macfarlane tenía la luz del cuarto apagada, pero vio en la pared una luminosidad y fue hasta ella. Era una rendija que miraba directamente a la cama del cuarto de al lado.

Se veían dos cuerpos desnudos sobre una cama. La mujer estaba debajo, penetrada. Encima hampón la sujetaba por los brazos como un cepo.

Se movió tenazmente mientras eyaculaba. Su cara asemejaba la de un payaso.

El goteo de un hilo de baba caía sobre una herida que ella tenía en la frente y sangraba. La muchacha era bonita y de buen cuerpo. Pero la presencia del hampón le provocaba repulsión. Cuando Maykel lo llevó al tugurio buscando alquiler, Macfarlane se había indigestado de solo verlo. Su antipática facha de chulo. Sus cadenas de oro golfi enrolladas en el cuello. Su inmensidad abdominal. Su peste a boca, a ron, tabaco, ganya. Su chistes racistas. Su evidente colaboración con la policía.

Su exigencia del pago por adelantado.

Tanto dinero por aquel cubil. --Es que esto es La Habana, mi chama… --le dijo el gordo racista, borracho, engreído, chulo y chivatón, dueño del cuarto.

La muchacha comenzó a llorar. Hampón le dio una bofetada. Luego la empujó y se puso de pie.

De espaldas al agujero, sus nalgas caídas y llenas de granos copaban la visión.

Se agachó para recoger el pantalón y mostró en la espalda un tatuaje, un nombre y la cicatriz de un machetazo.

Se vistió y salió del cuarto. Sus pasos se apagaron por las escaleras. Ella se sentó en la cama. Su cabello negro con vetas rojizas, en contraste con su piel bronceada y sus senos firmes y redondos, lo hubieran excitado rápido, si no llorara como la niña desprotegida que era y le sangrara la cara. Una princesa encerrada en una torre por un rey feroz y su futuro rescatador allí, pegado a la rendija, con su peón ayudante que ahora movía desaforado en la mano. Única forma de exorcizar el ataque enemigo que lo coartaba en aquel escondrijo de La Habana Vieja. Un enemigo encabezado por el cambio de dirección que le exigían para poder trabajar. Seguido por las cajas de tabacos que debía cuidar para sobrevivir, de una policía que lo esperaba en las esquinas para pedirle el carné de identidad. Más los cinco cuc que debía poner diariamente en la mano de hampón por dormir en aquella pocilga, más los otros dos cuc, por la cajita de comida. Más sus necesidades existenciales, intelectuales y físicas… todas alineadas correctamente como piezas de ajedrez, en ejército compacto y bien entrenado, que recibió con estoicismo sus abundantes chorros de semen.

Durante los treinta días que permaneció Macfarlane preso, mantuvo la misma endemoniada impasibilidad que lo caracterizaba en sus partidas: Ido del mundo. Trasladado a otro lado hasta en su última partícula.

A veces los contrarios se descompensaban porque creían que Macfarlane no estaba allí. Y cuando aparecía, era ya para asesinarlos. Desestabilizaba a los contrarios con su técnica de no existir.

En la celda pasaba como invisible. Desapercibido por días.

Además del pescador submarino solo lo veía el vendedor de yogurt, en cada una de sus vueltas infinitas por la celda recogiendo cabos.

Era visible para ellos por la necesidad de mantener alguna conexión con el mundo real, mientras vagaba en otros espacios. Una noche, acostado en el piso de la celda de frente a una pared, vio desfilar ante él todas las piezas sacrificadas en sus partidas. Las recordaba a todas, como si acabara de jugarlas. Miles de peones. Cientos de caballos, alfiles, torres, damas… Había peones muertos como verdaderos soldados troyanos. Se quitó el sombrero ante ellos y los reverenció mentalmente. Igual a muchos caballos, que murieron al galope en los ataques y ocupaban un lugar especial en su recuerdo. Otros murieron mientras pastaban, en asaltos traicioneros de los rivales y desfilaron ante él durante toda aquella larga noche una infinita procesión de corceles, con sus aureolas sobre las crines negras, o albas, le guardó a cada uno su minuto de silencio postrero, y pidió que Dios los tuviera en su gloria eterna.

Alfiles fenecidos mientras lanzaban saetas envenenadas con cianuro, su veneno predilecto. O que sucumbieron sorprendidos en el campamento mientras dormían, igual recibieron sus honores reales durante aquella noche que pareció interminable. Envueltas en el silencio sepulcral de sus piedras, desfilaron legiones de torres, descacarañadas por la arremetida de las catapultas, ennegrecidas por el fatuo y el aceite hirviendo, mordidas en sus almenas por garfios lanzados en las escaladas. Y las damas, ¡cuántas damas muertas… sacrificadas en el esplendor de sus vidas… bellezas truncadas! Sueños y proyectos tronchados con el sesgo de una orden impartida por el rey, su majestad Macfarlane, que desde hacía catorce años no perdía un partida de ajedrez. Su rey ya ni recordaba que cosa era la muerte. Al principio, cuando empezó a jugar ajedrez, recibió estocadas, sablazos, flechazos, pedradas y hasta escupidas en forma de jaques, de la mano de su hermana mientras le enseñaba. Después no había vuelto a perder jamás. Eso lo consolaba. Las pocas partidas que había perdido en toda su vida, las consideraba aprendizaje. De todos sus leales caídos, que marcharon solemnemente durante aquella interminable noche oscura, lluviosa y fría de septiembre, en la pared de la celda de la 5ta estación, Macfarlane rindió un tributo especial a los muertos en sus experimentos.

Algunos solo invenciones que no contenían ningún fin y eso le hizo reconocer la vileza de los monarcas que han dejado para la historia, ejemplos de sacrificios de pueblos enteros, muchas veces para causas baldías.

Macfarlane no recuerda si el pase de revista a sus muertos en la 5ta estación, se repitió la noche antes de su partida con Héctor Louit.

A veces jura que fue solo en la celda. Por la letanía del pescador submarino, con su angustia de la traición como himno. ¿Entonces por qué Héctor Louit aparecía alistándose para la partida sexta, la penúltima, en su habitación del hotel Brasil? Esmerado en lograr su raya al medio ante el espejo, con un peine de nácar con listas marrones. Abotonando su camisa de punto, hasta el cuello. Se peinó también las cejas. Exprimió una espinilla. Se sopló la nariz. Si los sucesos del mes del encierro ocurrieron en La Habana, en la celda de la Quinta estación, porque aparecía Héctor Louit ante el espejo, meditabundo. ¿Dejavú? Estaba acostado en el piso de la celda. El olor a polvo y a mierda era inconfundible. La ansiedad de hallarse encerrado lo oprimía. Héctor Louit estaba listo. Esperando que amaneciera para bajar de su habitación del hotel y entrar a la academia con su peinado del siglo dieciocho y su fama de persona decente.

Después que sacaron al vendedor de yogurt, con una multa, y se llevaron al pescador submarino para la prisión El combinado del este, a esperar el juicio,

Macfarlane existió solo para los guardias en una lista.

Apenas probaba el sancocho, dejaba la bandeja en el piso junto a la puerta.

Se volvió invisible para los reos. El agua que bebía de la pila casi a ras del suelo, junto al orifico de las necesidades, nadie la escuchaba caer.

Se tendía en su rincón, en posición fetal y dejaba vagar sus pensamientos en un torbellino múltiple. En su cabeza se superponían la muchacha del cuartucho de Cuba y

Amargura, la mochila decomisada sobredimensionando la faz de la injusticia, los tabacos Montecristo que no podía fumar porque eran del

“negocio”, aunque sí olerlos y agigantarse de sueños con su fragancia, los navajazos del hampón con su sisgueo al atravesar las suelas de los zapatos de feria, los ojos azules de la mujer del pescador entornados en medio del orgasmo, la figura de ébano de Maykel Brown, condenado años después por venta ilícita y muerto de tuberculosis en la prisión de Pinar del Río, ¿Héctor Louit alistándose en su cuarto de hotel para la sexta ronda? Cansado de la posición fetal se tendió bocarriba y se estiró en toda su extensión. Sus pies chocaron con la pared. Con un brazo rozó al pescador submarino, que se despertó y dijo: --¿Qué hora es? --Tal vez las tres… o las seis… Un preso roncaba en la oscuridad. Otro se tiró un pedo, largo como un soplido enfermizo. Al pescador submarino su abogado le había comunicado el día antes, que lo iban a trasladar para el Combinado del este.

Para el piso de pendientes.

La fiscalía le pedía cinco años, pero el abogado iba a luchar porque lo dejaran en tres. Dos en régimen sin internamiento.

--Por pescar langosta… y venderlas a los turistas… por coger peces con atarraya… cinco años… ¡¿Qué es eso?! El pescador había dicho por la tarde: “Estoy listo para lo que venga.

Dispuesto para ir a cualquier lado. Hasta al fin del mundo. Si lo he perdido todo…la libertad, la mujer… ¿qué me queda?”.

Cuando lo sacaron a ver al abogado, la luz que entraba por la ventana lo cegó y no encontró la silla. Cayó al piso con estrépito.

El abogado y el custodio lo ayudaron a levantarse. Cuando lo sostuvieron se sintió un hombre de papel. Endeble y flácido en toda su extensión

No se cansaba de repetir, que la oscuridad del calabozo era igual a la semipenumbra del fondo del mar a cuarenta brasas. Y de noche una boca de lobo, como el canto del veril. Con los días habían perdido la noción del tiempo. Podían creer lo mismo que eran las tres, o las seis. Cuando traían el desayuno, sabían que era de mañana, el sancocho del almuerzo el mediodía y la tarde era las bandejas de aluminio que repartía el guardia, cochambrosas, achatadas por los golpes, un objeto que chocado contra las rejas podía hacer mucha bulla.

--¿Qué se ha sabido de Valentín? --Nada. Sigue ingresado en el 15.

--Pobre hombre… obrero de avanzada… vanguardia nacional…

--Deja a Valentín tranquilo y piensa en mañana. Juegas la sexta ronda.

¡Concéntrate… que vas con negras frente a Héctor Louit, que también viene invicto…!

--Sí… --Louit es una roca con blancas.

--¿Una roca? --Sí. Una roca. ¿Qué piensas tirar tú? --Los peones torres.

--¿La defensa Pirc? ¿Estás loco? Esa no es una defensa para semifinal. Y menos contra Héctor Louit.

Macfarlane pensó en hampón y su cara de roca, cuando los sorprendió huyendo del solar.

Estaba feliz de haber defendido a la muchacha como un verdadero rey. Con las suelas de los zapatos de feria. Recordó el escozor que sentía en las palmas de las manos, cada vez que la navaja atravesaba la goma. La hermana bajó el café del fogón y le sirvió una taza. --Bueno, si empleas la Pirc, entonces vas a tener que cambiar la dama, para poder abrirte más tarde. No era jugador de cambiar la dama, a no ser que lo propusieran con arrogancia… o insolencia... en cambio no pude defenderla, cuando hampón la sacó de Romerillo por los pelos. En ese mismo instante el patrullero lo detenía en la calle con la mochila de confitura y sin cambio de dirección. Un evento coordinado. Un policía lo esposaba con las manos a la espalda, Mientras hampón la sacaba a rastras del alquiler. La llevó otra vez a su habitáculo de Cuba y Amargura. La encerró en el cuarto y le dio una paliza. Luego la violó.

Después le dio otra tunda y volvió a violarla. --¡Y ponte linda, para que empieces a atender clientes y recuperes el dinero perdido! ¡Bruja! --Si te verifican, te anulan --dijo la hermana --. Coeficiente Elo falso, título falso, jugando la semifinal sin haber participado en las provinciales… --Esta tarde el director se encerró en la oficina con el comisionado nacional y el árbitro… pensé que hablaban de mí… --¿No has comentado con nadie sobre el encierro? --Con nadie.

Todas las madrugadas de la semana que estuvo en el alquiler de Cuba y Amargura, observó por la rendija a la muchacha, acostada, esperando a los clientes que le subía hampón. Casi todos viejos, que terminaban rápido. Una madrugada, hampón le trajo una lesbiana ardorosa, que le hizo de todo. Parecía estar medio borracha, sacó del bolso dos consoladores y un vibrador eléctrico. Otra noche subió a dos hombres, que con una cámara de video filmaron escenas impensables. La penetraron a la vez por ambas sendas. Escogían posiciones incómodas, pero excitantes.

Le pagaron buen dinero a hampón por el show.

Ella no vio un centavo. Había madrugadas en que no subía nadie y hampón la emprendía contra ella, diciéndole que arrastraba mala suerte.

Todas las noches, invariablemente, la poseía. Al amanecer se iba a dormir y ella podía ¡al fin! taparse de pies a cabeza y llorar. --Me tenía el carné de identidad raptado --le dijo en el ómnibus que los llevaba a Playa, cuando escapaban --. Además, es socio de todos los policías de La Habana. Me amenazó con deportarme si lo abandonaba. No hay lugar donde meterse que no te encuentre con sus socios policías.

Al fin se llevaron al pescador submarino. Pobre hombre. Las langostas lo habían conducido al abismo. Y los peces. Y las redes que colocaba en el canto del veril para las caguamas. A veces cogía careyes y los mataba dentro del agua con el facón y esperaba la noche para sacarlos. Disecaba el caparazón y lo vendía a los artesanos. Aprovechaba toda su carne, que era exquisita y nutritiva, una parte para alimentar a la familia y la otra le reportaba buen dinero. El alquiler de la casa de sus padres a extranjeros, acrecentaba su fortuna, llevaba una vida de millonario, pero todo eso había terminado. Ahora era un gordito cabizbajo, infeliz, que sacaron por la mañana, esposado, hasta el carro jaula.

Se despidió de Macfarlane con un nos vemos.

Pero a ese precio Macfarlane no quería volverlo a ver, jamás. Ni recordar su historia. Aunque el pescador submarino aparecía en su vida a cada rato. En sus noches de insomnio. En las partidas. Recordándole por siempre el horror de la miseria. Durante el torneo se presentó en formas disímiles. Incluso en medio del combate. Disfrazado de peón. A veces de alfil. Le hablaba en el oído, como en la celda, contándole sus planes.

O vuelto un caballo, clamando ser sacrificado para terminar la penuria. Rogando utilidad para matar la “dama enemiga”. O al rey Cachimba júnior.

El dolor del pescador llegó a ser una condición social en su entorno. Macfarlane al escucharlo, lo establecía como parámetro. Sobre el pescador había una capa social que lo desbordaba.

Por debajo existía otra, insondable. Asfixiada por la falta de oxígeno. --A mí porque me cogieron… pero… ¿y los otros… los que siguen libres…?

La sexta ronda creó una expectación jamás vista en los torneos de ajedrez en Guantánamo. Desde muy temprano se había reunido en la sala todo el elenco del parque Martí, que veían en Macfarlane a su representante. También el resto de los jugadores esperaban ese encuentro. Y sobre todo la prensa.

El reportero del periódico Venceremos, acababa de ganar un premio de cuento y añadía a sus notas informativas cierto colorido literario.

Por esos días los editores le propiciaron un espacio fijo en el periódico, crónicas sobre el torneo semifinal nacional.

La gente compraba el periódico tras la deportiva, para seguir el campeonato como una novela.

El jefe de redacción hacía muy pocas correcciones a sus textos, que se incluyeron también en formato digital.

Navegó por esos días en Internet con comentarios laudatorios. Encabezó un par de veces las “notas más vistas”. Acababa de leer el libro Periodistas literarios, o el arte del reportaje personal, de Norman Sims, y estaba contagiado con la forma expresiva norteamericana para escenificar la no ficción.

No perdía ni un solo detalle interesante acontecido en las rondas. Anotaba todo: Los ojillos inteligentes del GM Walter Alpes, detrás de los lentes redondos. La concurrencia habitual y solidaria de la afición de Guantánamo. La pintura del campeón mundial Capablanca, entre Fidel y el Ché. El aire taciturno del campeón de Ciego de Ávila. El peinado del siglo dieciocho de Héctor Louit. La semejanza entre los dos holguineros. Fernando Mayo semejante a un nórdico. El comisionado nacional y su paso autoritario. “En un torneo fuerte, con ajedrecistas de primer nivel, algunos en su mejor momento, aparece un advenedizo de camisa bacteria que no piensa las jugadas y siempre está abstraído en reflexiones múltiples, a la vez en una celda, pregonando confitura por las calles de Romerillo, soldado a una rendija en la pared de un solar habanero, o de líder, virándole el rey a los contrarios”.

A diferencia de Macfarlane, que había resultado un eléctrico con cinco victorias al hilo, Héctor Louit sabía jugar torneos.

Traía un paso invicto: cuatro victorias y un empate.

Era descendientes de franceses. Muy respetado como ajedrecista y buena persona.

Dos veces sub campeón de Cuba. Había participado en las últimas cuatro finales nacionales.

Macfarlane lo enfrentó con la misma filosofía del parque: Preparar el terreno para en su momento, saltar sobre el rey enemigo. A las dos en punto, el árbitro principal dio la orden: ¡a jugar!, y el mutismo fue absoluto. Se escuchaba el sesgueo de las piezas sobre el tablero y el tac tac de los golpes en los relojes. Hubo exclamación de asombro cuando Macfarlane movió un solo paso el peón torre rey. --La defensa Pirc --dijo Mará primero. --¡¿Qué eso?! --murmuró Alpes. Habían colocado un tablero gigante en la pared, con grandes piezas movidas mediante un garfio, para informar el curso de la partida a quienes no alcanzaban acercarse a la mesa. La lentitud estructural de la defensa Pirc desesperaba a Macfarlane, que la odiaba, pero por alguna razón la escogió entre un centenar de opciones. Una fuerza rara lo impulsó ese día a jugar la Pirc, pese a toda la benevolencia que ofrece al contrincante. En pocas movidas Louit tuvo toda su fuerza de ataque desplegada, mientras Macfarlane se reprendía con sus peones en la casilla tres y sus piezas

principales atrincheradas.

Fue una guerra de desgaste la escenificada por Louit, contra la montaña que era Macfarlane con su Pirc, sin mostrar combate.

Ni una sola flecha de un alfil.

Ni siquiera asomar la cabeza de un caballo. El rey y la reina descansando en sus aposentos.

La andanada de Louit fue una lluvia intensa en todo su caudal, mientras el pescador submarino avanzaba bajo la tempestad, el corazón asaetado, la cabeza rota por las piedras de las catapultas, jurando a Macfarlane que la mataría sin piedad cuando cumpliera la condena.

No le prestó atención a sus lamentos, continuó soportando de manera estoica la embestida del dos veces sub campeón de Cuba, descendiente de franceses, considerado un genio de la estrategia.

Sus misiles sacudieron las torres de Macfarlane en las esquinas, que resistieron como si fueran de cuarzo. En el estruendo se escuchaban muchos ¡Ay…! de los que morían. Y un ¡Oh…! de miedo, dejado escapar por la dama, ante el peligro inminente. Pero el rey la protegió con sus brazos de rey y resistieron el temporal juntos. De entre la lluvia de flechas, una de cobre alcanzó otra vez al pescador submarino, que gritó: ¡Me han matado…! ¡De amor…! ¡Fue ella la que hizo el disparo…! Hubo un tercer ataque feroz, nutrido, y un abordaje en las almenas, pero los soldados leales defendieron sus posiciones con sus vidas. Corría mucha sangre, oscura, viril, como un río, de los soldados que morían por la patria.

Durante un rato más continuó la acometida, chocando sin misericordia contra la montaña que era Macfarlane. Solo chocando. Cuando volvió la calma, Macfarlane calibró los daños recibidos por su tropa y comprobó que eran los necesarios. “Colaterales”. Nombrados en el idioma de guerra moderno: “Víctimas sin relieve”.

Porque sus caballos estaban descansados, los alfiles con sus flechas listas y las torres, aunque diezmadas por el furor bárbaro del fuego, esperando la orden: “Derrumbarse sobre el enemigo”. Antes de salir a la batalla, les rindió un homenaje póstumo a los caídos y los enterró en el panteón de “los eternos”. Lanzó a su tropa una arenga honesta, sin artilugios efectistas, salida de lo más profundo del alma.

Una lágrima caliente rodó por su mejilla de rey y cayó sobre la hierba, fundiéndose a una gota de rocío y brillaron juntas bajo el sol de la tarde. Después dio la orden de marcha. La batalla fue pareja en el centro del tablero. En la jugada cincuenta las posiciones de ambos ejércitos aún eran fuertes. Cada movimiento equivalía a un año de contienda. Fue como si llevaran cincuenta años de batalla. Macfarlane sacrificó dos piezas, solo para que Louit notara su serenidad ante las pérdidas. En cambio no fueron sacrificios fútiles. La casilla seis no volvería a pertenecer jamás a Héctor Louit. Tampoco la columna torre rey. Louit vestía traje blanco.

Su peinado era con una raya al medio.

Hablaba solo, mientras pensaba. Más bien parecía hablar con las piezas... o con alguien invisible que lo acompañaba.

En la sala había marases que escudriñaban el tablero en la pared. Todos en el Mará sabían jugar ajedrez y aunque veían lo invisible, reconocieron que las posiciones para ambos bandos eran “endiabladas”. Los jugadores de manigua del parque Martí pronosticaron tablas.

El GM Walter Alpes analizó la posición parado detrás de Macfarlane. Mencionó que una partida idéntica jugaron en Helsinki, 1970, el ex campeón mundial ruso Mijaíl Botvinnik y el danés Bent Larssen. Terminó en empate. --Tablas --dijo Alpes en voz alta.

Louit murmuró algo, en el soliloquio. Pensó su jugada largo rato. Macfarlane se aburrió y fue al patio a estirar las piernas. Se sentó en el banco junto al baño. El pescador submarino llegó hasta él y susurró que había descubierto la mejor forma de matarla, pero la idea fue borrada por el olor a orine del solar, a mierda, comida podrida, moho, musgo, paredes centenarias y el efluvio de los muertos que habitaron el edifico en sus trescientos años. Historias encerradas en doce apartamentos, que cien años después se convirtieron en veinticuatro y cien años más tarde en cuarenta y tantos. Declarado inhabitable en los noventa, cuando se desprendió un pedazo de azotea, pero sus inquilinos no quisieron refugiarse en albergues y continuaron viviendo en el peligro.

El año pasado se había desplomado un pedazo de escalera, entre los pisos segundo y tercero, que los dejó incomunicados. Hampón y otro vecino colocaron escaños de madera, acuñados con piedras, que soportaban el peso pero temblaban sobre el vacío cuando alguien subía o bajaba. El último susto ocurrió una semana atrás, cuando Justina se puso a dar bomba en su inodoro tupido y las vibraciones desmoronaron un pedazo de balcón, que cayó con estruendo sobre un auto parqueado en la calle.

Como caería en los próximos movimientos la roca que fue Héctor Louit, porque Macfarlane, mientras recordaba el edifico ruinoso de Cuba y Amargura y su muchacha perdida, decidió sacrificar la dama, “buena, discreta, callada, tan virtuosa como para morir por arrebatarle al descendiente de franceses, su dominio en la columna alfil rey”.

Luego entregó su caballo Lucero, y antes de enviarlo a la muerte, le dio un beso en la frente, en el lunar blanco, unas palmadas en las ancas, le acarició la crin, abundante y con penachos, y lo mimó un rato. El ajedrez es un juego absolutamente lógico, con sus leyes generales, que solo se pueden conocer intuitivamente o trabajando mucho. Macfarlane podía ser considerado un artista en la intuición, pero en el campo del trabajo no aportaba nada. Intentaba terminar sus partidas de manera rápida, con la máxima economía de medios. Sacrificaba piezas para despejar el tablero y ahorrarse la molestia de cavilar. --Si pienso juego mal --era su adagio.

Por eso jugaba rápido.

Cuando pensaba, se le aparecía el pescador submarino. O hampón con su cara huraña.

O la muchacha por la rendija, vuelta “instrumento de trabajo”.

O la prima de Romerillo, con aquella cantidad de nalgas. O los policías subiéndolo al patrullero, decomisándole la mochila, comiéndose su confitura. O la celda oscura, sucia, apestosa, repleta de hombres presos y el recogedor de cabos con sus vueltas infinitas. El tren de deportados, rumbo a Guantánamo, lóbrego como la celda, sin agua, ni comida, ni luz... Ahora Héctor Louit para salvarse, tenía que entregar varias piezas en continuidad. Tantas, que el daño sería irreparable.

Decidió escaparse con él, porque encontró en sus ojos la mirada tierna de un muchacho. Ella tuvo una vez también esa mirada, pero la vida le mostró su cara fea. Después La Habana sacó su rostro feroz, al bajar en la Estación Central y encontrase a hampón, que la sedujo con mimos, y la acomodó gratis en un cuarto. El primer día le compró ropas y zapatos, la trató como a una reina. Ella estaba anestesiada con tanto buen trato y se entregó a hampón confiada, “pero a la semana vino medio borracho y me sacudió”. --¡Se acabaron las vacaciones…! ¡Ha pagar lo que se debe…! Quiso rebelarse y le dio una tunda.

Le quitó el carné de identidad. Dijo que si salía a la calle no iba a durar una hora, porque la iba a mandar a matar con la policía. --Todos son mis socios. Desde el carpeta hasta el jefe de unidad. En todas las estaciones de La Habana.

Cuando regresó a la mesa, encontró a Louit peleando con sí mismo.

El ajedrez está más cerca de las matemáticas que cualquier otra ciencia, según Anatoli Karpov. Y era cierto. Louit estaba obligado a restar tiempo por ganar posición. Multiplicar eficacia para sumar supervivencia y lograr dividir el punto. Dio un jaque.

Macfarlane ofreció sus torres en sacrificio. Fue como si dos grandes edificios en ruinas de La Habana Vieja, cayeran de repente sobre la calle. La tropa de Louit quedó diezmada bajo las piedras. De entre la humareda se levantaron soldados y oficiales se reagruparon a la voz de mando, trazaron su táctica, pero la posición era comprometida. Louit era un jugador perfeccionado en el análisis. Encarnaba la hipótesis que “solo un hombre culto puede acceder a las cumbres del ajedrez”, en cambio se ahogaba frente a un vagabundo. El ajedrez es una lucha consigo mismo. Un elixir que alarga la vida. Un culto a la sabiduría y a la virtud. Louit era un hombre culto, un adalid de virtudes. Seguro gozaría de una vida larga, pero Macfarlane aplicaba trucos del parque. Consideraba que “el mejor entrenador de un ajedrecista era uno mismo”.

Existía una leyenda en los torneos, que asemejaba a Louit con un erizo, que cuando se halla acorralado sacaba las púas. Sus púas fueron una secuencia de jaques al descubierto y dobles jaques, que se convirtieron solo en disturbios.

La afición se agolpaba cerca de la mesa para ver. Seguían con atención cada movimiento de los jugadores. Una arqueada de ceja, un bostezo, lo escudriñaban. Louit cambió de pronto su sistema de juego. Improvisó con un extraño sacrificio que hizo sonreír a Macfarlane. El ajedrez, con toda su profundidad filosófica intrínseca, es ante todo un juego de imaginación, de carácter y voluntad. Macfarlane desbordaba las tres cosas. Y otras más, que ninguno de los participantes del torneo ostentaban.

Por ejemplo, podía detectar y alejar el peligro diez jugadas antes. Las púas del erizo Héctor Louit se doblaron contra la ferrosa coraza del líder, que conmocionó a la afición con una hermosa combinación de alfiles y como remate, utilizó el viejo truco del parque, inventado por Cachirulo, dejar desguarnecida una posición crucial y dejar escapar un leve: ¡oh…!, amago de arrepentimiento… señal de fuerte efecto psicológico para confundir al contrincante. --Si el error no existiera, debería inventarse --pensó. Louit cayó en la trampa. Entonces Macfarlane comenzó el trayecto rumbo al trono enemigo, paso a paso, solo, espada en mano, entre una andanada de flechas y explosiones de enormes piedras lanzadas desde lo alto.

Asomado en una almena, el rey de Louit observó aterrorizado el avance de

Macfarlane. Envió una orden crucial al arquero: ¡Matadle!

Pero las flechas pasaron por su lado, silbando. Al parecer respetaban su condición de líder. O su espíritu contingentista. --¡Caballo, aplastadlo…!

Con un salto felino, el rey de Macfarlane esquivó la embestida, y de un solo tajo degolló la cabeza del alazán, que rodó fuera del tablero con estruendo. Los peones recibieron el mismo mandato: ¡Matar al intruso!

Pero cada uno pereció de una estocada. La proximidad de la derrota es más terrible que la derrota misma. Con solemnidad Louit viró su rey. Se puso de pie. Tendió su mano.

En la sala se escuchó un largo aplauso, solemne, sin chiflidos, por honor al gran jugador que era Héctor Louit.

El restaurante del hotel Brasil era espacioso. De aspecto romántico. Una escalera de mármol en forma de serpentina, con balaustres de caoba bruñida, subía a las habitaciones. Por estar situada dentro del restaurante, los comensales veían subir y bajar a los huéspedes, que también observaban a los comensales en su gula. Un fastidio. Era sábado. Día de menú reforzado. Chuleta de cerdo con yuca y mojo criollo. Ensalada de col y tomate. Arroz congrí. De postre, mermelada de guayaba con queso. Un banquete.

Para comer, Macfarlane esperó que todos se hubieran marchado del restaurante.

Lo sintió en el alma por su hermana, que estaba a base de pan con tomate y refresco instantáneo. Era de noche. Para una buena digestión, decidió caminar y meditar sobre la

última ronda, contra Fernando Mayo.

Bajó por la calle Pedro A. Pérez hasta el 2 sur, dobló a la derecha rumbo a Martí, cuando de repente apareció un hombre que caminó a su encuentro. --¡Ven acá! ¡¿Dónde están los papeles…?!

--¿Papeles…? ¿Qué papeles…? --¡Ah… ¿bromitas conmigo…?! ¡Tú vas a ver! El hombre hizo un ademán extraño y Macfarlane creyó que sacaba un cuchillo y echó a correr. El hombre lo persiguió como un endemoniado. El ajedrecista corría a toda velocidad. Miró una vez hacia atrás y vio que no era un cuchillo, traía una piedra en la mano. Doblaron corriendo Máximo Gómez, el hombre respirándole en la nuca. Enrumbaron hacia el 3 sur a toda carrera, pero a medida que corrían su perseguidor se fue rezagando, hasta que la distancia llegó a ser de una cuadra. En el 6 Macfarlane dobló por Luz Caballero y lo perdió de vista, pero siguió corriendo hasta el 10 y se detuvo. Tomó aire, para reponerse. Se preguntó quién rayos era aquel hombre y qué papeles pedía, pero su sosiego duró poco, porque volvió a aparecer con la piedra en la mano, esta vez más iracundo y amenazando con matarlo, y echó a correr más asustado. Tomó por el 11 hasta Beneficencia, que era oscura y ancha, luego dobló hasta San Lino. Vio unas escaleras y sin pensarlo dos veces subió corriendo

hasta una azotea oscura.

Tanteando en la oscuridad fue hasta el borde, a mirar abajo al tipo de la piedra y casi aplasta a dos hombres acostados en el piso, rascabucheando a una mujer de una casa de enfrente.

--¡Oye socio, cuidado…! --¡Disculpen!

--¡Acuéstate, cóño… que nos van a ver…! Macfarlane se acostó junto a ellos y vio una ventana abierta y una mujer desvistiéndose. Tenía un cuerpo soberbio y unas nalgas empinadas. Era rubia y el pelo ensortijado le llegaba a la cintura. De seguro era la locura de los hombres del barrio. --Esa puta se parece a mi mujer… --le dijo el pescador submarino en el oído, acostado también a su lado --, mírale el culón y las tetonas… se le parece un mundo… Pero el susto petrificaba a Macfarlane y no pudo apreciar la belleza en toda su magnitud, le preocupaba la calle, dos pisos abajo, donde ahora pasaba el hombre con la piedra en la mano, cojeando, jadeando, colérico, buscando en cada escondrijo. Se detuvo un momento frente a la escalera, pero dudó en subir y siguió de largo. Macfarlane se sintió aliviado. Los hombres se masturbaban frenéticos. --¡Mira eso pezones…! ¡Y la pendejera…! Los dejó en sus faenas y bajó despacio las escaleras. Salió a la calle. No había nadie.

Esperó un rato cobijado entre las sombras. Nada.

Su corazón quería salirse del pecho. La digestión se le había paralizado. Decidió por fin salir.

Caminó por la acera pegado a los jardines, hasta el 6, cuando de la oscuridad surgió el hombre con la piedra. --¡Los papeles, cojone…!

Macfarlane echó a correr otra vez. Corrió, corrió y corrió… y cuando casi le abandonaban las fuerzas, encontró una casa con un velorio lleno de gente y entró. Se escondió detrás del ataúd. Entre las flores de las coronas. Un ramo de rosas le tapaba la cara.

El hombre de la piedra siguió de largo por la calle, gritando que le diera los papeles. Sus amenazas se elevaban por encima del llanto de los dolientes. Estuvo escondido tras el ataúd por una hora. Viendo llegar gente a despedirse del difunto. Escuchando chillidos de dolor de las mujeres, pero no miró ni una sola vez al muerto que reposaba a su lado. Aunque percibía su olor casi descompuesto. Cuando resolvió salir, fue a paso doble a su casa. Entró y cerró la puerta con llave y con pestillo. Se dejó caer en una silla, todavía asustado. --¡¿Qué pasó que vienes blanco como un papel?! --le preguntó su hermana. --¡Me ha sucedido lo inaudito…! –y le contó su odisea. Como respuesta recibió una carcajada. --¡¿A ti también te persiguió…?! --¿Ah… porque ha perseguido a más gente? --¡Ay… mijo…! ¡Es el administrador del agromercado! ¡Se volvió loco esta mañana, por una factura de productos que le falsificaron y tiene que pagarla! ¡Anda por la calle cayéndole atrás con una piedra a todo el que se encuentra, buscando al culpable! La ambulancia del hospital siquiátrico, con la policía, lo recogieron hace un rato.

--¡Tremendo susto…! ¡Se me paralizó la digestión! ¿Tienes algo para el dolor de barriga? La hermana le dio una pastilla. Macfarlane se dejó caer sobre la cama. La hermana se acostó a su lado. --Bueno… eso no debe perturbarte. Mañana es la última ronda. Y vas contra Fernando Mayo, el campeón provincial. En una suposición, si perdieras con Mayo, ¿cómo terminaría la tabla?

--¡No me hables de perder! ¡No resisto pensarlo! --En una suposición… ¿cómo quedaría la tabla? --Yo, en primer lugar, empatado con Borges. Pero escuché decir a un

árbitro que por el sistema sonembornosequé… --Sonemborberge. El sistema de desempate. --Ése, por haberle ganado a Borges, el primer lugar era mío… --Era… ya empiezo a verlo con nostalgia… hubiera sido lindo… tú en la final nacional, jugando contra Leinier, Bruzón, Nogueiras… virándole el rey al revés… --Virándole el rey… esa sí es una frase. --O más hermoso aún: que hubieras ganado un puesto para las olimpiadas… y enfrentarte a Anand, Kramnik, Gata Kamsky…

Iban en el ómnibus que los llevaba al barrio marginal Romerillo, del municipio Playa.

Ella metió la mano en el maletín y sacó un reloj de pulsera. Se lo dio.

--Toma, como prueba de amor.

--¿Y esto?

--Me lo regaló un cliente anoche, a escondidas. Sabía que él me quita el dinero… me dijo que era un reloj suizo... vale mucho. Llévalo tú. Le colocó el reloj en la muñeca. Lo abrazó. Lo besó dentro de la multitud del ómnibus. Con la descripción que hizo la muchacha, fue fácil encontrar a Sarita en Romerillo. Un barrio hacinado de callejuelas, donde todo el mundo conocía a

“¿la nalgona que jinetea en Quinta avenida?”. Con su “trabajo” Sarita había hecho una ampliación de su cuarto y estaba construyendo una habitación arriba. Los alquiló allí, entre sacos de arena y materiales de construcción.

La muchacha cocinaba en una hornilla eléctrica que le prestó la prima. Y tenía la comida lista cuando Macfarlane regresaba por la tarde de vender confitura. Vivían felices de cumplir sus sueños.

La mañana de la última ronda, Rosita lo despertó bien temprano. --¡Lávate y vístete, que Macho quiere hablarte! --¿Para qué? --No sé… pero te ha llamado varias veces… dice que necesita que lo veas antes de irte a jugar…

--¡Qué no sea para limpiarme…! --¡No sé…! ¡Ve a ver…!

Macfarlane se lavó y se vistió. Subió. Tocó la puerta.

--¿Quién anda?

--Soy yo… Macfarlane…

--¡Ah… pasa…!

Entró al apartamento del anciano. El fuerte olor a cera derretida, aguardiente y sangre de animales muertos en los sacrificios, le recordaron su niñez, cuando la hermana lo llevaba de la mano a conversar con “el maestro”. A pesar de sus noventa años Macho estaba fuerte como un roble. --Perdóname lo del perro el otro día…

--No te preocupes mijo… se había vuelto loco… y terminaría suicidándose tarde o temprano… ya había intentado electrocutarse primero… después quiso ahogarse en el tanque de agua. Las dos veces lo salvé. Por eso lo encerré en el cuarto… ¡Extraño mucho a ese loco…!

--¿Para qué me llamabas...? Estoy apurado… --No te preocupes… va a ser rápido… Rosita me contó que estás jugando en la semifinal. --Sí… --Y que vas con seis de seis… --Sí… --Y que hoy se acaba la cosa… --Así es… --Ven… siéntate un momento en el tablero… Se acercaron a la mesa. El anciano se sentó con una agilidad que asombró a Macfarlane. Sus ojos brillaron de felicidad al estar frente a las piezas.

El joven se sentó en la silla de enfrente.

Sobre el tablero había desplegada una posición de juego muy complicada. El fajo de hojas presilladas con alambre continuaba abierto junto al tablero.

Macfarlane observó la buena letra.

--¿Dime… qué ves…? --¿Dónde?

--En esta posición de juego… ¿qué ves? --Bueno… las blancas tienen unos deseos inmensos de apoderarse del flanco rey… más que deseo es una necesidad vital, para sobreponerse al ataque del alfil negro y la diagonal de peones… pero después aparecerá el caballo negro, que se convertirá en una verdadera cabeza de caballo ahí… hasta que las blancas sacrifiquen una torre para producir una abertura… y este peón de aquí… que no sirve ni para freír espárragos… lo cambie por cualquier cosa, o lo regale, tras la posición necesaria para arreciar con la dama, antes que la torre negra salga… Macho sonrío por las ocurrencias de Macfarlane, que efectivamente, había visto el peligro diez jugadas antes. Y dijo: --El Ajedrez sirve, como pocas cosas en este mundo, para distraer y olvidar momentáneamente las preocupaciones de la vida diaria. ¿Sabías que fui una vez campeón de Cuba? --Rosita me lo dijo. --Y que conocí personalmente a Capablanca… --No lo sabía… --¿Y que mi victoria contra el campeón argentino Miguel Nadjorf, aparece en los manueales de teoría?

--Ni lo imaginaba…

--Este libro que ves aquí, son mis innovaciones a las defensas europeas… que jamás pude publicar… tenía cincuenta años cuando llegó Fidel a La

Habana y tuve que preocuparme por sobrevivir… dejé de jugar para dedicarme a otras cosas, como cortar caña, cargar ladrillos… Le enseñé a Rosita la síntesis de mi estudio… y ella la transmitió a ti… estoy feliz por eso… puedo morir tranquilo, porque evidentemente he cosechado frutos… --¿Y por qué me llamaste… para darme suerte?

--No. El buen jugador siempre tiene suerte. El campeón de ajedrez es la personificación de su época. Si le estás ganando de esa forma a todas las escuelas y academias, entonces quiere decir que estaba en lo cierto con relación a mis teorías… en el desarrollo de la mente ajedrecística tenemos un cuadro completo de la lucha intelectual… jamás pudieron doblegarme… preferí cortar caña… cargar ladrillos… y no entregarle mi libro… ¿sabías que intentaron robármelo…? --No… --Allanaron mi casa… pero no lo encontraron… lo tenía muy bien guardado, ¿sabes dónde…? --Macho bajó la voz --, en la prenda sagrada… y ahí nadie entra… porque pierde las manos… Realizó las diez jugadas según la variante sugerida por Macfarlane. La posición se volvió más tensa. --Mira ahora… ¿qué ves? --Lo que te dije. En el espacio que dejó aquel peón inservible, ahora el alfil puede maniobrar, pero después me gustaría sacrificar más peones, todos, cambiar las torres… llegar al final de tú a tú con el rey negro…

--De tú a tú… me gusta esa frase --Macho sonrío. Hizo los movimientos sugeridos por el joven. Se quedó un rato cavilando sobre la nueva posición. Macfarlane miró su reloj. Debía apurarse para llegar a tiempo a la última ronda.

--Quién desee llegar a ser un gran jugador, debe perfeccionarse en el campo del análisis --Macho movió una pieza. --. ¿Qué harás ahora?

Macfarlane movió el alfil. --No juegues rápido… piensa…

--Si pienso juego mal --dijo Macfarlane y el anciano se encolerizó. --¡No quieres pensar… no quieres limpiarte… ¿así quieres llegar a ser campeón…?! La maestría del ajedrez significa un logro creador y un provecho científico… --Macho movió un peón que se acercó de manera agresiva al trono del rey blanco --. ¿Y ahora…?

--¿Ahora? ¡Esto! Lo sorprendió con una movida inesperada, que cambió de repente el sentido del juego. Macho se rascó los cuatro pelos de su cabeza, con rabia. --Capablanca fue el mejor, porque nunca necesitó molestarse… la vida se me acaba y sin embargo no termino de aprender… ¡mira la variación que has conseguido…! Anotó la jugada de Macfarlane en su libro y escribió al lado: La genialidad consiste en saber transgredir las reglas en el momento adecuado. --Has ganado la partida. Puedes irte a jugar. ¡Ve…! ¡Ve…! ¡Ya no necesitas limpiarte…!

Los hermanos Mayo eran famosos en las provincias orientales.

Comenzaron a jugar torneos desde niños y resultaron campeones muchas veces. Fernando enseñó a jugar a Leonel, un verdadero látigo en la categoría juvenil.

Los dos jugaban duro, pero el más fuerte era el mayor. Aquella última ronda fue la más reñida para Macfarlane y casi llegan a empatar en la movida veintiséis, cuando Fernando propuso tablas, con tanta insistencia, que hizo a Macfarlane declinar la oferta. Quería coronarse en el torneo de manera rutilante. Mayo planteó una apertura Ruy López variante del peón rey y Macfarlane se sintió sumamente tranquilo jugando contra Ruy López. “Es la única cara fiable de todos los artistas del ajedrez antiguo”. Las piezas producían un sonido de rasgueo sobre el cartón del tablero.

Los golpes contra los relojes hundiendo el postillo eran intermitentes, alternos, repetitivos, sorpresivos. De vez en cuando se escuchaba en la sala una tos profusa. Y suspiros cuando el silencio era total. Al llegar al medio juego el Gran Maestro Walter Alpes comentó a la prensa: “Fernando Mayo ha desplegado toda la escuela rusa en la variante del peón rey”. --¿Y como está respondiendo el líder? –preguntó el periodista. --No se puede hacer un pronóstico todavía. Todos conocemos la calidad de Mayo. Es el actual campeón de Guantánamo. --¿Y el líder? ¿Qué defensa utiliza? --Bueno… ninguna... Lo que está haciendo no puede enmarcarse teóricamente en las variantes conocidas. Conceptualmente anda errático. Los cánones tradicionales de la escuela rusa no pueden aplicarse aquí… para opinar hay que esperar el desenlace.

Al principio el ritmo de juego fue sereno, pero luego se volvió trepidante.

En la jugada treinta andaban iguales, en material y posición. Después de pensar un rato, Mayo repitió:

--Tablas. --¿Eh…?

Macfarlane estudio con profundidad la situación. Era como la partida aquella que uno olvida y siempre regresa. Con la monotonía de los siglos vividos sobre la tierra agolpados en un eterno círculo. Enfoques frecuentados desde siempre, donde solo cambian los protagonistas. --Tablas.

Observó la mesa de juego. Imitación en cedro al estilo Chafandal. Encima descansaba el tablero, con las piezas de madera lustrada. Examinó la silla donde estaba sentado, torneada y cómoda, y recordó la silla de Fisher. Que mandó a buscar a Estados Unidos para jugar el match contra Spassky. Entonces reveló que había jugado en una sola silla en toda su vida. Y en una mesa. La del comedor de su casa, cuando jugaba con su hermana. Y aquella mañana durante quince minutos en la mesa de Macho. El resto habían sido bancos de parques o en el piso. Los grandes maestros Juan Borges y Walter Alpes examinaban la posición en el tablero gigante. Borges dijo que las negras tenían ligera ventaja y Alpes refutó que no. --La posición es peliaguda --dijo. Luego añadió en voz alta para que lo oyera Macfarlane: --Lubjojevic-Kornoich. 1970. Tablas.

Macfarlane se acomodó en la silla. Recordó el entusiasmo mostrado por su hermana cuando salió la noticia, luego de tantos años, de la reaparición de

Boby Fisher, nada menos que en un match contra el ex campeón mundial

Boris Spassky. Y la posibilidad de un desquite para el ruso. Su hermana siguió aquel match partida a partida. Uno de sus ídolos ajedrecístico era Fisher. “Alekine y Fisher, los mejores de la historia”. Ahora Fisher contra Spassky, veinte años después.

En cambio él no pudo conocer el desarrollo del match, ni siquiera el resultado, porque estuvo todo ese mes movilizado con las Fuerzas Armadas, entrenándose en un grupo de exploración por si venían los yanquis. Vestido de verde olivo, con fusil y casco. Preparándose. Diariamente cruzaba con su escuadra un campo de obstáculos, con alambradas y tramos incendiados. Realizaban marchas en estado de supervivencia, “con lo que la naturaleza diera”. Regresaban de noche al campamento. Dormía en una hamaca amarrada a dos árboles, picado por los bichos. El “Polígono de Preparación Especial” estaba situado en un vasto territorio llamado Mícara, en las montañas orientales. Una zona despoblada donde se agrupaba todo tipo de clima. Había montañas, ríos, presas, tramos desérticos, llanuras, dunas. De día el calor era asfixiante. De noche frío intenso. Sobrevivían comiendo lagartijas, iguanas, totíes, frutas y raíces. Las seis escuadras habían tomado rumbos distintos y además de la supervivencia, debían emboscarse, atacarse y tomar prisioneros.

Al cuarto día andaban exhaustos. La desesperación parecía apresar a los soldados.

Le disparaban a las auras que volaban bajo, para ver si mataban alguna y asarla en la fogata. Persiguieron un majá toda la tarde. Cuando consiguieron cercarlo, avanzaron sobre él en círculo, pero en el último instante se escabulló por un agujero en la tierra.

Caminaron angustiados y sin rumbo, en trillos abiertos por cursos anteriores, que habían pasado la prueba.

Comían hojas de los árboles y bebían cocimiento de raíces. No aparecieron más lagartijas. Ni totíes. Ni siquiera un sijú platanero. Solo cactus y arena.

Al final de la tarde se hallaron completamente desorientados. Macfarlane dijo que era impostergable reencontrar el curso del río, para abastecerse de agua y ver si pescaban algo, y cuando coronaban un risco para otear, les cruzó por delante un puerco salvaje a toda carrera. Macfarlane lo cercenó de una ráfaga. Hubo algarabía en la escuadra y gritos de triunfo. Lo pelaron con las bayonetas. Lo abrieron, limpiaron y cocinaron en una fogata. Pero a mitad del asado comenzó a lloviznar y el fuego se apagó, levantando una humareda vista desde todos los puntos de Mícara. Indujeron que pronto las escuadras caerían sobre ellos. Tuvieron que aplicar conocimientos adquiridos como exploradores, para salvarse.

La persecución de las escuadras hambrientas tras el olor del puerco duró tres días con sus noches. Macfarlane se hizo cargo de la retaguardia. Borraba las huellas y colocaba rastros falsos.

Venían sobre ellos desde todos los puntos cardinales y se las arregló para confundirlos. Además los puso a pelearse entre ellos y se diezmaron.

Bien entrada la noche se refugiaban en cuevas, o en cañadas. Con la técnica “cocina vietnamita” calentaban porciones del puerco.

Consistía en enterrarse y liberar el humo a otra parte mediante un largo conducto de caña brava.

Las escuadras enemigas pasaban por encima prolongando la persecución según la orientación del humo. Macfarlane había asumido el mando de la tropa.

Les dijo que iba a garantizarle comida y sueño tranquilo, para que restauraran fuerzas. Pero la carne de puerco terminó descompuesta y antes de botarla, trazó un plan maestro: “Dejarla visible para que la encontraran”. Habían sobrevividos dos escuadras: La carnicera y la cazadora, como les llamaban los oficiales del Estado Mayor que seguían el curso de las acciones desde un puesto de mando. Macfarlane era un genio en la estrategia. Guerra bacteriológica, dijo mientras explicaba su plan. Siguiendo el rastro de las huellas dispuestas, la escuadra enemiga encontró fácilmente el trofeo. Aplaudieron y soltaron ráfagas al aire.

Engullían con apremio el botín de guerra.

Quedaron fuera de combate en el acto, al intoxicarse con un bacilo del puerco, que los mantuvo desmayados en la enfermería hasta que la ambulancia lo trasladó al hospital de Santiago.

Diarreas, vómitos, escozor en los ojos, salpullido en la lengua y fiebre alta. La escuadra de Macfarlane se graduó con notas sobresalientes.

Cuando concluyó el entrenamiento y regresó a su casa, no le preguntó a su hermana por el resultado del match entre Fisher y Spassky. Ni volvieron a hablar de ajedrez hasta la tarde de la locura de Valentín, cuando le contó que el director de la academia lo había incluido en el torneo semifinal mediante un fraude. Si Fernando Mayo estaba proponiendo tablas, algo demoníaco había percibido en el tablero. Observó con fijeza. No vio nada. Solo el puerco sobre las brasas. --Tablas --repitió Mayo. Pero se apagó la fogata y levantó una humareda. --Tablas. Mediante cortes precisos con la bayoneta, repartió a partes iguales el animal. --Tablas. Guardaron las raciones en las mochilas y escaparon en contra de la dirección del viento. En las cuevas donde acamparon enmascaraban la entrada con troncos y gajos. Comían en silencio.

Hablaban un lenguaje de señas.

No organizaban servicio de guardia para preservar el perímetro. Dormían a pierna suelta, confiando en la astucia de su nuevo jefe: Macfarlane.

Ninguna otra escuadra había encontrado un puerco.

El paso de tantos batallones por Mícara había extinguido la fauna local. Encontrar un totí era el sueño de un soldado. Y una lagartija un manjar.

Caminaban con mochila, frazada, toalla, casco, fusil, cantimplora, pala y mucha hambre.

Cuando percibieron por primera vez el fuerte olor a puerco asado, enloquecieron.

Cinco escuadras a la vez, cincuenta soldados, tras el olor porcino. Situaban exploradores en puntos altos. Con binoculares ubicaron la posición de la humareda y organizaron el orden de marcha. Avanzaron a paso forzado. Cada vez el olor se volvía más nítido. Llegaron dos escuadras y se batieron en la emboscada de hostigamiento que les dejó dispuesta el estratega Macfarlane. Una exterminó a la otra, que regresó al campamento descalificada. La victoriosa volvió a la carga sobre la humareda, pero ellos habían huido. Los persiguieron. Más que a ellos, a la carne que portaban. Pero Macfarlane había borrado las huellas y situado rastros que no llevaban a ninguna parte. Su escuadra sobrevivió perfectamente, sin un solo prisionero. Aunque durante tres días sufrieron la persecución y el asedio de las otras escuadras.

--Tablas.

Apreciaba la situación y emitía decisiones, guiado por un Manual del explorador que cargaba en la mochila.

Abrían trillos en el monte a machete, por vericuetos que en ocasiones no había pisado un humano antes. Se movían de día. De noche descansaban.

Llegaron a adquirir el olfato y la intuición de profesionales. Pero ahora contra el mayor de los Mayo la situación era distinta. La logística estaba a unos pasos, en la mesa de la merienda. Y en el restaurante del hotel Brasil, al otro lado del parque.

--Tablas. Recordó al Mará, lo invisible se advierte con los ojos del alma. --Tablas.

Sonó en su oído la tesis de Rosita: ¨Para encontrar la solución a un problema tienes que figurar el tablero como un campo de batalla¨. Supuso el enfoque: Una llanura. El enemigo agazapado en las piedras. Él y su camisa bacteria, la corona de latón y sin mochila. Los caballos pastando. Los flecheros engrasaban saetas y arcos. Las torres vigilaban con cuidado al enemigo. La reina y el rey conspirando. Ella y él aliados, desde la noche anterior. Por la ranura vio como hampón volvía a pegarle, después de “usarla”, y esperó que bajara. Tocó la puerta del cuarto. Cuando ella abrió, entró y cerró la puerta. Le tapó la boca para que no gritara. Le dijo: --Vengo a rescatarte.

--¿Qué…? ¿Estás loco?

--Sí. Loco de amor. Vámonos… a cualquier parte… Sonrió. Se le aguaron los ojos al saber que todavía inspiraba un sentimiento tierno en otra persona.

--Vete… no vaya a ser que suba de nuevo, te coja y te mate… --Llénate de valor… escapa conmigo…

--¿A dónde…? --No sé… Podemos alquilarnos en otra parte…

--Tiene mi carné de identidad. Sin él no puedo salir a la calle. Estoy ilegal en La Habana…

--¿De dónde eres? --De Las Tunas… ¡Mira a ver que no suba… y nos coja…! Macfarlane se acercó al hueco de la escalera. No había peligro, solo el inminente derrumbe del edificio. --Mañana ten listas tus cosas… --le apartó los cabellos, acarició su rostro enrojecido por los golpes --, aprovecharemos cuando salga al mediodía… a jugar bolita... --Tablas. Según Capablanca en ajedrez existe una sola jugada posible: la mejor. “El rey acordando escapar con su dama”. Ahí estaba la solución a la insistencia del mayor de los Mayo. Porque no había tablas por ninguna parte, Fernando. Solo muerte y desolación. Ordenó al trompeta tocar el himno de marcha. Puso en fila a su ejército. De mano de la reina y con esa parsimonia distintiva de los reyes encabezó el ataque.

Sobre el ejército de Mayo cayó un verdadero San Quintín. Una secuencia de amenazas. Un aguacero de jaques. La muchacha recogió la ropa, los cosméticos, las chancletas de baño, los apiñó en el maletín y cerró el zippers.

Por la rendija veía como se ajustaba los jeans sobre el tatuaje en la cadera, que era una flor roja con espinas goteando sangre.

Su blusa de tirantes apresaron los senos redondos y duros. Hampón había bajado a jugar bolita. Apostaba en un solar de Aguiar y

Cuba. Anotó esa tarde 12 y 34. Puta con negro. Un candado de treinta pesos. Porque la noche anterior había soñado con un negro y una puta. Un sueño borroso que lo mantuvo perturbado. Cuando terminó de hacer la “jugada”, se sintió más tranquilo. Compró una cerveza Bucanero en el Fotoservice de Obispo y una caja de Hollywood verde.

Pero al regresar al solar se encontró el petate. Jamás sospechó de la intención de Macfarlane: llevarse a la muchacha. No relacionó en ningún momento a la puta del sueño con ella. Ni al vendedor de tabacos con un niche. Hampón recordó la frase de Maykel, cuando lo trajo para alquilar el cuarto: --Es mi amigo, hombre a todas, pero tiene una suerte negra. Esa tarde jugó el 12 con 34, puta y negro, pero quienes salieron fueron el “palestino” de la suerte negra y la puta tunera. Mayo se retorció en la silla, ante el vendaval de jaques. Era alto, pelirrojo, blanco como un nórdico. Siempre callado. Perdía pocas partidas.

Enseñó a jugar a su hermano Leonel, que también fue un azote en

Guantánamo. Se parecían en el físico y en la manera de jugar. Los contrarios a veces los confundían. Pero la solidez de Fernando era clásica. Varias de sus partidas fueron endiosadas por la prensa al ganar el campeonato provincial. “Pero en este torneo, si no hubiera aparecido en escena un individuo de apellido Macfarlane, su clasificación a la disputa del certamen nacional era innegable”.

Se movió en el piso de la celda y quedó de frente al pescador submarino, que hizo un gesto de corte en su garganta con el dedo índice. Musitó:

--Voy a degollarla. En los treinta días que estuvo en la celda vio entrar y salir a muchos presos. Algunos asesinos, ladrones, violadores, también un grupo de infelices sorprendidos en inocentes “delitos”. Había un viejo preso por vender durofríos. Su mujer también fue encarcelada y estaba en la celda de mujeres, al otro lado del pasillo. No se veían, pero de alguna forma se comunicaban. La noche entera la pasaron enviándose recados. Los soltaron al otro día, con una multa. También trajeron a un estúpido, que había matado a un hombre con el camión del tío. El tío pasó un momento por su casa, a saludar, y lo invitaron a tomar café. El idiota aprovechó para pedirle el camión. --Una vueltecita tío… a la manzana… rápido... Y arrolló a un pobre hombre que regresaba a su casa del trabajo. Un padre de familia.

Estaba en la celda como si nada, esperando ansioso que trajeran la comida para zamparla. Y comerse las sobras de Macfarlane y del pescador submarino, que apenas probaba bocado.

Cogió el camión del tío, aceleró a full y dobló la esquina como un endemoniado. Chocó y le pasó por encima a Basilio, de cuarenta años, con tres hijos. Le aplastó la cabeza, los sesos quedaron esparcidos sobre el pavimento. Una familia diezmada, tres hijos huérfanos, una esposa desecha, y el idiota allí, agarrado a los barrotes de la celda, esperando con desespero el sancocho, para engullirlo y golosinar después los restos de las otras bandejas.

Era mejor olvidarlo y concentrarse en Fernando Mayo, que exhibía un juego sólido, no se entretenía en idioteces y estuvo invicto hasta la última ronda, cuando la tropa de Macfarlane cayó sobre su castillo como una tromba.

Mayo utilizó todo su talento para durar y por lo menos la partida resultase larga. Eso contribuyó a que lo diezmaran. Lo llevaran al lugar más tenebroso del tablero. El solar de Cuba y Amargura. Y mataran a su rey impíamente, con la daga justiciera de la dama. Hampón solo esa noche, con sus cuartos vacíos y el alma desolada, se fumó un taco y luego bebió una botella de Havana Club tres años. No puso el CD de Yakarta y El chacal. Ni vio el pejello de Abela Anderson con el brasileño, templando en la playa de Miami. Se revolcó una y otra vez en la cama de la muchacha y olió el perfume a hembra, todavía impregnado en las sábanas. Entró como un loco al cuarto de Macfarlane y buscó indicios. Fue hasta la pared y pudo discernir alrededor del agujero, la mascarilla de

Macfarlane reflejada por el sudor de tantas noches en vela.

Descubrió los goterones de semen sobre la cal, figurando conformaciones abstractas y en relieves.

Lloró.

Se sintió repentinamente enamorado. Juró traerla nuevamente a su lado, “cueste lo que cueste”.

De pronto se secó las lágrimas. Regresó a su cuarto y se fumó otro taco. El rey y la reina escapando. Fernando Mayo agonizando con el puñal clavado como hampón, en el centro del pecho. Los aplausos tronaron en la sala. Muchos jugadores fueron hasta su mesa, a felicitarlo. Los marases miraban al grupo que hacía fila para los cumplidos al campeón del certamen.

Algunos de corazón… otros con celos…o envidia. O solamente para cumplimentar el protocolo. Un árbitro colocó el resultado final de la tabla. Séptima victoria al hilo de Macfarlane. Resultado perfecto. Colocaron la corona de campeón junto a su nombre. Y el título: Experto nacional, EN, escrito con crayola verde. Juan Borges, que lo iba a acompañar como segundo al campeonato nacional, le hizo un aparte. --¡Felicidades, campeón! Estuviste admirable. --Gracias. --Vamos a ver cómo juegas en tu primera final nacional… --le dijo, con una sonrisa que parecía sincera.

El cronista del periódico Venceremos tomó una foto del Gran Maestro Juan

Borges, dos veces campeón de Cuba, estrechando la mano del posible “futuro campeón nacional”.

Tenía pensado pedirle una entrevista.

Luego realizar un reportaje, sobre su vida personal y su entorno. Contaba con fuentes de información de primera mano, de alta confiabilidad. Los marases. Y los jugadores callejeros del parque.

Y su hermana Rosita, que decían fue una ajedrecista de las mejores. Hacerle un seguimiento… y monitorearlo… para escarbar en las raíces de su desmesurada fuerza y aquella extraña naturalidad para el ataque. Pero en aquel momento entró el comisionado nacional a la academia, como un ciclón, junto a un miembro del buró provincial del partido.

Los acompañaba el ex campeón provincial MI Alberto Valton, y un desconocido vestido con un pulóver de rayas. Entraron a la oficina con la autoridad proporcionada por los cargos y se reunieron a puerta cerrada con el director de la academia. Al poco rato, el director se asomó en la puerta. Llamó al GM Walter Alpes. Después llamaron a los árbitros. Por último, a Macfarlane. Cuando entró el ajedrecista el comisionado dijo: --Se nos ha informado que ha existido un fraude en la inclusión de un jugador en el torneo. ¡Y vamos a tomar las medidas que sean necesarias para castigar a los responsables! A partir de ahora mismo, estoy nombrando una comisión, dirigida por mí y compuesta por el Gran Maestro Walter Alpes, el

Maestro Internacional Alberto Valton y el director de esta academia, para analizar los hechos. Le pidió que saliera y esperara afuera. Cerraron la puerta.

En la sala lo esperaba el periodista.

--¿Qué piensa de su triunfo arrollador? ¿Cómo lo ve? --Me han dicho que tengo que esperar.

--¿Qué? --Hay que esperar…

Del equipo Holguín se filtró la noticia que había un problema… con un jugador falso… y la incertidumbre se adueñó de la sala.

Rápidamente, el periodista se puso a trabajar en la noticia. Indagó con sutileza entre los jugadores. Ató cabos. Los marases sabían perfectamente qué pasaba y salieron al parque, a disfrutar en su banco el fresco de la tarde. También se marcharon de la sala los jugadores callejeros, que no imaginaban existiesen inconvenientes. Para ellos su rey indiscutible era Macfarlane. Algunos ajedrecistas se fueron al hotel, a descansar hasta la hora de las premiaciones. Otros se fueron a dar vueltas por la ciudad. O a mirar el ajedrez del parque. Por los cristales de la academia se veía el parque. Y la gente en el parque. ***

Ella nació en un lugar de Las Tunas llamado Rinconcito. Era sin dudas la muchacha más bonita del pueblo.

Los sabios de Rinconcito le auguraron en La Habana, “con ese cuerpo y esa cara”, un futuro brillante.

Descubrió una noche, que en Rinconcito su vida sería la continuación de la vida de su madre, sus tías, sus abuelas, sus hermanas… parir hijos, lavar, planchar, cocinar, aguantar borracheras, golpes de los maridos... tarros… Al otro día subió al tren Santiago-Habana, aprovechando la breve parada que hace en Rinconcito para abastecerse de agua. Pero al bajar al andén en la Estación Central, quien la esperaba era hampón, ducho en cazar puticas que venían de las provincias, para enrolarlas.

Hampón pidió ayudarla con el maletín. Le prometió llevarla para un lugar seguro, que se bañara y comiera, “porque a lo mejor ese tren no traía comida… ni agua...”. Aunque vivía cerca de la estación de trenes, alquiló un bicitaxi, para lucirse. La ayudó a subir y a bajar del bicitaxi, como un caballero. La cargó en brazos al subir los peligrosos escalones destartalados del solar. --No te preocupes… nena… pronto nos mudaremos para una casa mejor, en el Vedado… o en Miramar… solo estoy esperando completar la plata… El cuarto de hampón tenía cierto encanto. Cortinas de damasco, alfombras en el piso, ducha teléfono, una cama grande, blanda, un DVD que no paraba todo el día con los reguetoneros Yakarta y El chacal. Un televisor de plasma donde vio su primera película de acción, de terror, pornográfica… Le compró zapatos, carteras, jeans y blusas de las tiendas recicladas, baratos, pero la deslumbraron. Esa noche le rompió la virginidad con una destreza que le gustó a la muchacha.

La primera semana fue una luna de miel fabulosa. Parecían cumplirse los pronósticos de los sabios de su pueblo, que le auguraban en La Habana un gran futuro.

Pero al octavo día, hampón mostró su verdadera cara. --¡Levántate… se acabaron las vacaciones….! ¡A trabajar…!

Esa frase la lleva grabada en el alma. La recuerda cada mañana, cuando él se va para su cuarto, y ella, ¡al fin!, puede taparse de pies a cabeza y llorar. Porque debajo de ese cuerpo mancillado todos los días por viejos, viciosos, policías, individuos que a los que hampón les debía dinero y le pagaba con ella, hay un corazón y un alma. Aunque nadie lo crea. Un corazón y un alma. Y sueños. Muchos sueños...

El más grande de todo, encontrar un caballero que la rescate de un castillo custodiado por un horrible dragón. Y poder vivir feliz para siempre, en una casita modesta. Donde su hombre salga todas las mañanas a trabajar y ella despedirlo en la puerta con un beso. Y esperarlo por la tarde con la cena lista… Su caballero apareció una noche. Le tocó la puerta. --Estoy alquilado en el cuarto de al lado. Sé lo que estás pasando… y lo que te hace… voy a rescatarte…

Había pasado una hora y la oficina continuaba cerrada. La comisión analizaba los hechos, presionando para llegar hasta el último detalle. Bajo el acoso del secretario del partido, el director de la academia finalmente se quebró y confesó su falta:

--Cuando iba a comenzar el torneo se enfermó uno de los clasificados. Eso provocaba cambiar el pareo y la programación. Creí que un suplente resolvería la situación… pero jamás imaginé que ganara el campeonato…

--¿Sí…? --Compréndame… compañeros… por mi mente no pasó jamás que ganara la semifinal. ¡Imagínense ustedes, jugando Juan Borges, Héctor Louit, los hermanos Mayo…! --Es una falta grave. Pero lo peor de todo, ¡con Elo incluido… y un título no avalado por la comisión provincial…! --Reconozco que ese fue mi gran error…

--Además, tenemos un informe de la contrainteligencia. Este jugador es un elemento antisocial.

--¡Antisocial no! ¡Porque lo conozco bien… desde muchacho…! Es hermano de Rosita, la ex campeona nacional. --¿Qué lo conoce bien…? ¿Se atreve a cuestionar un informe de la Seguridad? --¡No… de ninguna manera…! Solo quiero esclarecer que no es un delincuente… --¿Y sabía que es miembro del Mará? --No… --Pertenece a ese movimiento de La loma del chivo, que llaman Mará… elementos antisociales, conflictivos, casi todos ex reclusos. El director bajo la cabeza y se halló perdido. ¡Qué estupidez! Hubiera sido mil veces mejor cambiar la programación y el pareo, que salir como un loco al parque a buscar un sustituto para el jugador que faltaba.

--¿Desea opinar algo más? El director hizo silencio. Estaba en un rincón de la oficina, rodeado por la comisión, que lo miraba como a un bandido.

--Nada… solo que me entiendan… --Bien… si no tiene nada más que agregar, voy a dar las conclusiones.

Primera medida --señaló hacia el árbitro --, se borrará de inmediato de la pizarra el nombre y los puntos del ajedrecista descalificado y se actualizará ascendiendo los lugares que siguen. Segunda medida --señaló a Alberto Valton --, a partir de este momento, usted pasa a ser el nuevo director de la academia de ajedrez de Guantánamo. El director anterior tiene diez minutos para recoger sus pertenencias y abandonar la sala. Además, debe presentarse mañana, a primera hora, en la Dirección Provincial del INDER, para un análisis detallado con su núcleo del partido. ¿Algo más? ¡Bueno… se acabó la reunión! Todos salieron de la oficina, excepto el director, que se quedó recogiendo sus bártulos. El árbitro principal fue hasta la pizarra y borró el nombre de Macfarlane de la tabla. Y sus victorias. Juan Borges ascendió al primer lugar. Héctor Louit a la segunda posición. Hubo murmullos en la sala y todos se acercaron a la pizarra. El comisionado se retiró de la academia acompañado de Valton, del secretario del partido y del individuo del pulóver de rayas.

En la celda de la Quinta estación estuvo un mes exacto. La actitud de los centinelas denostaba aversión contra los ilegales.

Deseaban deportarlos de inmediato a sus provincias y que no volvieran jamás por La Habana, pero hasta que no llenaran el cupo de un tren tenían que custodiarlos y alimentarlos.

Casi todos los centinelas y oficiales de policía eran orientales, en cambio

odiaban con fervor a sus paisanos. En la oscura y apestosa celda de la Quinta estación, habían tuneros, holguineros, avileños, santiagueros, camagüeyanos, santaclareños, granmenses, espirituanos, cienfuegueros, matanceros y pinareños. Y un guantanamero de apellido Macfarlane.

Una tarde lo montaron en un carro jaula que lo llevó hasta un depósito central repleto de reos, en la estación de Dragones, en La Habana Vieja, a esperar la mañana siguiente que saliera el tren. Hampón supo por sus contactos en la policía, la presencia de Macfarlane en el depósito de Dragones, y hasta allí alargó su mano peluda. Pero falló por un tilín. En el justo momento que consiguió “colar” en el depósito a un compinche, para que le picara la cara a Macfarlane, sacaron a los ilegales al patio. Los montaron en ómnibus y los llevaron a la Estación Central, donde esperaba el tren con largos pitazos. El compinche se quedó solo en el depósito. Fue liberado más tarde.

Aquella mañana del inicio del torneo, Macfarlane se levantó con la certidumbre de un buen presagio.

Su hermana le había dicho que iba a cocinar el último poquito de arroz que quedaba, con el picadillo de soya de la cuota. Y hasta que volviera a cobrar su salario de oficinista, no habría comida en la casa.

--No quiero presionarte… pero hace falta inventar algo...

Entonces decidió vender el reloj, que era suizo, de manilla tipo esqueleto,

con un baño de oro.

Fue al parque Martí, el lugar más céntrico de la ciudad, donde se reunía mucha gente. Pero nadie tenía dinero para un reloj.

Dio dos vueltas completas al parque. Nada. Bajó el precio del reloj a la mitad. Luego a un tercio. Nada. Recorrió el parque nuevamente, ahora a la inversa, a ver si le cambiaba la suerte, entonces llegó el director corriendo. --¡Gracias que te encontré… tengo un problema de tres pares y necesito que me ayudes…! Le propuso que jugara en la semifinal nacional. De suplente.

--Almuerzo, merienda, comida, gratis… Le otorgó un número de coeficiente Elo. Le confirió un título ajedrecístico. Se coronó rey. Pero terminó destronado por la comisión.

El ex director de la academia acomodó en una caja de cartón sus pertenencias: Un juego de ajedrez de madera, un antiguo reloj descascarado, un diploma roto por los bordes y un viejo trofeo, que era una copa de metal rematada en una corona. --Te han descalificado --dijo --. No eres ya el campeón del torneo... ni yo el director de esta academia. ¡Qué estupidez la mía…! ¡Sabiendo desde el principio que eras mará…! De todas formas te felicito. Tu juego fue tremendo. Y voy a confesarte una cosa: no fui yo quien te encerró en el baño, aunque en verdad cooperé con mi silencio. Ya sabes… había que pararte de alguna forma… Pero después no quise detenerte… por respeto a tu hermana. La mejor jugadora que he conocido.

Salió de la oficina con su caja bajo el brazo. Entró Juan Borges.

--No me gusta para nada esta situación... No me gusta... Obtener el primer lugar así… ¿Qué te han dicho?

--Descalificado… y con toda razón… --iba a marcharse pero el Gran Maestro lo detuvo. --¿Se puede hacer algo?

--Nada. Volvió a jalarlo por el brazo.

--Oye… entre nosotros… para mí el campeón eres tú. Macfarlane sonrió. Salió de la oficina.

Afuera Héctor Louit le dio la mano. También los hermanos Mayo. El campeón de Las tunas. El campeón de Ciego de Ávila. El campeón y el sub campeón de Holguín, junto a su entrenador, el Gran Maestro Walter Alpes. Todos en una fila. Callados. Macfarlane caminó entre las mesas hasta la puerta. Alineadas en los tableros, las piezas brillaban como el primer día. En la pizarra ya no aparecía su nombre. Ni sus puntos. Ni su nuevo título. Las posiciones habían cambiado. El campeón del torneo era Juan Borges. A la contienda por el campeonato de Cuba lo acompañaría Héctor Louit. Salió a la calle. Eran las tres, hora del apogeo del ajedrez callejero en el parque Martí. Donde ganar o perder no importaba. Varios hombres alrededor de un banco, observaban con atención una

Tartakower gambito dama escenificada por dos ancianos.

Se detuvo en el sitio donde aquella mañana lo encontró el director vendiendo el reloj.

Mirando la academia desde allí y a los jugadores en la sala, de repente pensó que estaba loco y su inclusión en el torneo era otra de sus fantasías. Sonrió. Atravesó el parque. Saludó a los marases que conversaban en el banco y le hizo la seña nos vemos más tarde. Se fue a su casa, a contarle a Rosita los detalles de su fugaz reinado.

FIN

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