José Carlos De Nóbrega

CASOS, MOTIVOS Y ACTORES EN AMÉRICA LATINA

2019

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I.- CASOS

SIETE CASOS DE LA CRÓNICA LATINOAMERICANA, DESDE LA INDAGACIÓN ESTÉTICA HASTA LA BARRICADA POLÍTICA

Introducción. En un estupendo ensayo, Laura Antillano (2005) provee a los lectores una consideración entrañable de como cronista que vincula lo periodístico y lo literario. Partiendo de una reflexión de Elías Canetti en torno al compromiso del escritor como custodio de las metamorfosis de la humanidad en la literatura, reivindica el género de la crónica en tanto vivaz organismo híbrido que a través de la curiosidad estimula la preservación de la memoria y el habla del ciudadano anónimo. En el caso de Armas Alfonzo, las crónicas de “Tu , Machu” (1987) empalman con los cuentos maravillosos de “El Osario de Dios” (1969), ello en virtud de la oralidad popular, la memoria colectiva, la vocación lírica y los fantasmas del pasado republicano. De modo que la crónica se despoja de la etiqueta “género menor” para configurar un discurso escritural mestizo, diverso, válido y auténtico. Cronistas modernistas como José Martí y José María Vargas Vila; vanguardistas como César Vallejo y José Carlos Mariátegui; polemistas rebeldes como Manuel González Prada y José Revueltas; contemporáneos como Severo Sarduy, Elena Poniatowska y Laura Antillano, amén de una gran poeta [rescatada en la década del setenta] como Enriqueta Arvelo Larriva, integran el concierto polifónico y significativo de este género que se inició en América Latina con los Cronistas de Indias [oficiales y oficiosos], cobró auge en la consolidación de nuestra vida republicana con los satíricos y costumbristas románticos del siglo XIX, hasta recalar en la confrontación de las propuestas conservadoras y renovadoras a lo largo del siglo XX. Estas interesantes coordenadas históricas y literarias, han involucrado el sesgo propagandístico imperial de los Cronistas de Indias, aliñado con el mesianismo febril y el paladinismo caballeresco enclavados en el Medioevo; la fusión entre la Historia Heroica y la novelística incipiente que trajo consigo el artículo de costumbres según Mariano Picón Salas; asimismo el escenario variopinto y paradójico de la crónica periodística del siglo XX que moduló el Delta contingente por el que transitan aún sus exponentes conservadores, oficiales, comunales y renovadores en la onda del Nuevo Periodismo, la crítica estética o la

2 intertextualidad. Parafraseando a Rafael María Baralt en su sátira “Lo que es un Periódico”, si usted no hace buena crónica, no es culpa nuestra ni de tan enriquecedor contexto nutricio.

1.- Dos Cronistas Modernistas: José Martí y José María Vargas Vila.

José Martí (1853-1895) no sólo fue uno de los gigantes del movimiento modernista junto a Darío, Vargas Vila y Lugones, sino también un polígrafo de raza en Nuestra América. En su caso, la crónica posee una índole invasiva respecto a los géneros “mayores” como la poesía, el ensayo y la narrativa. A tal respecto, Cintio Vitier (2006) nos lo ratifica: “Lo cierto es que, junto al más enarcado de sus discursos y el más íntimo de sus versos, cartas y Diarios, el periodismo fue el principal vehículo del pensamiento martiano: un periodismo convertido por él en análisis, advertencia, poesía, visión” (p. 200). Incluso, sus crónicas se arriman a la pintura de tema histórico del siglo XIX para humanizar líricamente al héroe, tal como lo hizo en el “Discurso pronunciado en la velada de la sociedad literaria hispanoamericana el 28 de octubre de 1893”. Su Bolivarianismo no apostó por el ritual de ultratumba ni el despropósito ideológico, por el contrario, vivifica su legado en el presente relatado y comentado con proyección a un futuro posible desprovisto de éxtasis megalómanos: “¿Adónde irá Bolívar? ¡Al respeto del mundo y a la ternura de los americanos!” (Martí, 2016, p. 51). En “Un viaje a ”, la crónica se vale del artículo de costumbres, el paisajismo interiorizado y el detalle sociológico y cultural para que Bolívar sea acompañado por su pueblo lleno de virtudes, debilidades y contradicciones. Qué decir de las “Escenas norteamericanas”, en las que se destaca el ojo asombrado y despiadado de Martí al punto: Desde los retratos admirativos y dinámicos de Emerson, Washington y Walt Whitman hasta la comparsa multicolor, cuasi circense y carnavalizada del pueblo estadounidense que se debate entre su propia revolución traicionada, la arrogancia imperialista en ciernes y el sustrato victoriano que todavía lo aqueja. La poligrafía de Martí impregna esencialmente a las crónicas, pues la compulsión por una vida digna es el motivo central de la poesía moderna, la crítica de arte y la militancia política que subyacen en la prosa periodística. Por lo tanto, es causal la falsificación ultraterrena de sus crónicas en el exilio por parte de Guillermo Cabrera Infante en el capítulo-pastiche de la novela coral “Tres tristes tigres” (1967) dedicado a “La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después -o antes”. Como bien lo observa el poeta Vitier, Martí abrevó en el extranjero las fuentes de su apego por Cuba, tanto en el rol de cronista y

3 crítico de corresponsalía como en el de militante político que fundó y pobló las páginas de “Patria”, su propio proyecto periodístico y liberador entre 1892 y 1895.

José María Vargas Vila (1860-1933), más allá de las hablillas y sus leyendas urbanas, nos presenta un libro extraño, estrambótico y difícilmente clasificable que se nos antoja una crónica poco común de su tiempo histórico. A contracorriente, claro está, de la historiografía tradicional. Se trata de “Rubén Darío” (1917), cuerpo de crónicas en serie que rinden homenaje al poeta nicaragüense, amigo y compañero de generación un año después de su muerte. Este ejercicio de escritura anticanónica se salta lo político y gramaticalmente correcto, además de amalgamar verso y prosa en un discurso transgenérico que involucra el testimonio, la autobiografía y el relato intimista. Por supuesto, tenemos en cuenta que Vargas Vila abomina del ejercicio de la crónica en su propio contexto: A lo largo de este magnífico e irregular libro, se encona contra la banalización del discurso mediático y literario de principios de siglo tanto en las Américas como en Europa. Al punto de rechazar la propuesta de Darío como corresponsal o cronista del diario argentino La Nación: “me opuse rotundamente a ello, fiel a mi propósito de no dejarme devorar por la Crónica, que ha esterilizado y devorado tantas bellas inteligencias” (Vargas Vila, 1994, p. 36). Esta crítica muy dura, nos resulta comprensible al saborear la sazón agridulce de este Pastiche atrabiliario, cruento y enternecedor: El autor compone un cuadro o capricho tremendista que desmonta el doble discurso de la propaganda literaria y artística, financiada por una burguesía predatoria e inmisericorde en pos de legitimación socio-política, ideológica y estética [especialmente, en el marco de la Primera Guerra Mundial que se forjó a los fines de reconfigurar Occidente]. La crónica y no la semblanza biográfica, apunta en este caso a un gran relato sentimental de amistad entre Darío, el sonámbulo lúcido, y Vargas Vila, “el luminoso Pastor de Tempestades”, que asume la forma de un Réquiem envuelto en la respiración entrecortada de la Prosa, el trazo satírico, la dulzura [“nunca un alma más pura, se albergó en un cuerpo más pecador, sin mancillarse”] y la acidez de la palabra [“y, Darío, apuró ese cáliz, hasta las heces”] de un indudable vuelo lírico. Es memorable el capítulo XVI, donde el lector desconcertado se tropezará con un personalísimo y ateo Vía Crucis que describe la comparsa culterana, burócrata y politiquera que explota y secuestra a Rubén Darío enconchándolo de banquete en banquete, para aparejar el Gólgota provisto por el liberalismo, su elegante verdugo. No se sabrá a ciencia

4 cierta quién naufragó en el mar oscuro de la crónica, si el biografiado enceguecido por la propia luz de su genio, o, peor aún, el biógrafo atenazado por la soledad y el descreimiento. Los capítulos XX, XXI y XXII constituyen una tríada ensayística que valora la obra de Darío con altas dosis de coraje, sabiduría e indoblegable pulso estilístico. Este apreciable colofón crítico nos retrotrae y acompaña el rigor y la luminosidad de “La filosofía de la composición” de Poe, lo cual apuntala en la memoria y el afecto este gran Pastiche criollo. En resumidas cuentas, el saberse y el quererse en la contradicción resemantizan la profesión de fe del gran poeta sinfónico y el egotismo voluntarista y duelista de su cófrade entrañable.

2.- Un par de vanguardistas: César Vallejo y José Carlos Mariátegui. César Vallejo (1892-1938) es otro de nuestros caudalosos e imprescindibles ríos literarios. El poemario “Trilce” (1922) persiste como un laberinto poético de cabecera que va a la par de lo mejor de la vanguardia artística del siglo XX, lo cual comprende el movimiento surrealista en sus inicios, el modernismo brasileño o el jazz de Ellington, Armstrong y Monk. Su obra en el elástico campo de la crónica, lo reúne con Manuel González Prada y José Carlos Mariátegui, tanto en la trinchera política rebelde como en la responsable captación crítica del arte contemporáneo. No en balde la vocación de mundo como indagación exiliada en el continente propio por liberar, Vallejo dispone su afilado instrumental de disección en múltiples registros y caminos críticos que lo emparentan con la ciencia y el arte del encuadre fotográfico y cinematográfico [“Muchas veces un poema no dice ‘cinema’, poseyendo, no obstante, la emoción cinemática, de manera oscura y tácita, pero efectiva y humana” (Vallejo, 1996, p. 44)]. Por ejemplo, del inventario cuidadoso de la literatura peruana se transita a la ironía que pulveriza la pugna entre París y Nueva York por encarnar el ombligo herniado del mundo. Las crónicas sobre los escritores y artistas proletarios, trizan salvajemente con calidad formal y argumental la profesionalización liberal del gremio padecida por los modernistas hispanoamericanos. Lo cual incluso arroja luces sobre el gigantismo infantil de la izquierda que todavía hace estragos en América Latina. Arrear puercos gordos entraña más poesía y conciencia revolucionaria que cabrestear metáforas sigilosas en la cristalería de los poderes fácticos [“Todo trabajo es digno o dignificable y lo es más ante el concepto superior y vidente del artista” (p. 49)]. Por tal razón, la escritura de las crónicas sea una conversación de sobremesa, un convivio de lo culto y lo popular, pues supone la ruptura de las divisiones del trabajo en el ejercicio solidario de todos los oficios.

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No sería entonces un desaguisado hoy revisar al mismísimo Vallejo y a Trotsky en lo tocante a los equívocos del término “arte proletario” como catequesis o camisa de fuerza, dadas la esterilización del conocimiento, la desaparición de las bibliotecas y la sociedad de cómplices de funcionarios e intelectuales en alquiler. “La fiesta de las novias en París” resulta uno de los textos más conmovedores e inquietantes de la muestra: el Decir poético inmediato y solidario le imprime una inédita agudeza sociológica que se contrista tanto de las adolescentes parisinas condenadas a la soledad, como de las campesinas latinoamericanas que enviudan en el fragor de la represión política impía [“¿Por qué estas muchachas de ahora, de faldas a mitad de los muslos, la han dado en cantar, en el florido día de las novias, esas canciones muertas?” (p. 170)]. Respecto a Charles Chaplin y su Quimera de Oro, no se puede ser más puntual, implacable y honesto: “Chaplin, sumo poeta de la miseria humana, pasa por la película, de espaldas a sus dólares” (p. 108). “La locura en el arte” es un brillante texto alienista y alienado a la vez, pues el cronista ante una exposición de arte psicopatológico en París no distingue la mano derecha de la zurda: Lo mismo nos ocurre con la ensayística de Foucault, la pintura de Reverón y Bárbaro Rivas o las instalaciones de Javier Téllez. La crónica es otro pilar fundamental de la escritura poligráfica de César Vallejo, al igual que la poesía, el ensayo y la narrativa: Se trata, pues, de la consolidación de una sensibilidad artística libertaria, sin la intromisión de alcabalas ideológicas que la condicionen. Parafraseando a nuestro poeta, que así le conste al tutelaje neocolonial dentro y fuera de América.

José Carlos Mariátegui (1894-1930), el Amauta, no sólo representa una voz significativa del ensayo político y literario en Nuestra América, sino también la insurgencia de un magisterio continental que comparte con egregios como Simón Rodríguez, Aníbal Ponce y Paulo Freire. Al igual que César Vallejo, ejerció la crónica periodística oponiéndose a la trasmutación del escritor en periodista propiciada históricamente por la burguesía en una operación simultánea de mercadeo y substanciación ideológica. Los artículos de Mariátegui, si se quiere, poseen tres abordajes: el político, por vía de la captación multilateral y el análisis marxista mestizo del escenario a considerar; el metafísico que trae consigo la recreación de un mito revolucionario susceptible de agitar al proletariado; y el estético, a través del ojo heterodoxo y lúdico que preside una crítica liberadora del arte. “Biología del Fascismo” sigue siendo un panorama extraordinario y punzante de esta

6 pandemia política, social y psicopatológica. La prosa transparente y la mirada atenta a la escena internacional, nos aporta una descarnada y flemática aproximación al fascismo italiano que luego se exportaría a Alemania y el resto del mundo: Más que cosmovisión política, fue el detritus indolente de la República parlamentaria de raigambre burguesa, activismo de slogans y cabillas que excluyó una auténtica discusión política. No sólo entonces sino ahora mismo, tenemos que la clase media persiste en ser su feligrés más devoto y sumiso. Lo mismo ocurre con la intelectualidad descastada con sus D’Annunzio, Marinetti o Pino Iturrieta [“Los intelectuales forman la clientela del orden, de la tradición, del poder, de la fuerza, etc., y, en caso necesario, de la cachiporra y del aceite de ricino” (Mariátegui, 2010, p. 102)]. Puede acompañarse su lectura con “La psicología de las masas del fascismo” de su coetáneo Wilhelm Reich, pues ambas referencias bibliográficas permitirían esclarecer en nuestro medio el influjo nefasto de tal tendencia política en el continente, tanto en las dictaduras militares del Cono Sur y los países caribeños durante el siglo pasado, como en el segundo aire de los gobiernos neoliberales de barniz demócrata en Brasil, Argentina y Paraguay hoy. El Amauta, como todo buen y denodado orientador o baquiano, nos guía hacia una convicción matinal de vida, militancia y escritura, eso sí, muy distante del nihilismo en todas sus manifestaciones ociosas. Consideramos que no sólo coincide con Vasconcelos [“Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal”], sino en especial con Gramsci que se aferra a la desconfianza intelectual y el vuelo de la voluntad respecto a la empresa revolucionaria. A tal efecto, dadas las dimensiones de esta tarea rebelde, el mito revisitado de la revolución social constituye su esencia misma: “Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo” (p. 51). En el uso renovador de categorías que le den dinamismo y vitalidad al discurso argumentativo de la crónica, Mariátegui reasigna los roles de revolucionarios y conservadores cuando explica la presencia o ausencia de la imaginación respectivamente, elevando a los primeros y subestimando a los segundos en un juego de propaganda y pedagogía política. La lucha de clases y el materialismo histórico como método recuperan su majestad en el campo del análisis discursivo y político, pues muy pocos saben que el maniqueísmo dilapida la riqueza semántica de los términos. Nuestro cronista mestizo restituye la calidad argumental y discursiva explorando las corrientes internas que esconde la cresta de la ola tremendista. No extraña que Mariátegui haya dedicado también una aproximación estupenda a “La

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Quimera de Oro” de Chaplin, pues desarrolla una tipología enriquecida del personaje protagónico que acarrea también la fortaleza estética, política y esencial de la película: “Charlot es antiburgués por excelencia. Está siempre listo para el cambio, para la partida (…) Es un pequeño Don Quijote, un juglar de Dios, humorista y andariego” (p. 93). En la crónica dedicada a Giovanni Papini, el pulso autoral en la apreciación de la obra literaria se asimila a un placer sibarita despojado, degustándola sin intromisiones academicistas e ideológicas. Sin embargo, más adelante el afán crítico saca sus púas flemática y simpáticamente: “Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal” (p. 152). El comentario irónico viene a cuento por los extremismos orgánicos de Papini, no obstante su calidad literaria, que lo llevó de la revolución al catolicismo ultramontano. Si revisamos los artículos de “El Artista y la época”, José Carlos Mariátegui descuelga un afán detallista respecto a la escala de grises, las degradaciones que exceden los colores puros y el pentimento subyacente en el discurso estético, lo cual le suma validez auténtica a la crítica con sus advertencias y prevenciones relativas al mercado capitalista del arte. Por ejemplo, “La realidad y la ficción” no sólo es una apología a la narrativa fantástica que acomete una recreación inaudita de lo real, desdiciendo la fragilidad del realismo ramplón burgués y socialista, sino una mirada optimista al futuro que nos obsequiará la literatura de García Márquez, Cortázar, Borges y Carpentier. Asimismo denuncia de manera sosegada pero implacable el populismo en la política y la literatura, no sólo en su realización creativa sino en especial su evaluación crítica. Qué podría esperarse de un escritor de raza como éste que abomina de la latinidad de los Césares para reencontrarse en la rebeldía pedestre de Espartaco.

3.- Manuel González Prada. Según José Carlos Mariátegui, Manuel González Prada (1844-1918) fue una voz paradigmática de la transición que va de la Colonia al Cosmopolitismo en el marco de la literatura peruana. Sin embargo, el Amauta nos advierte que no en balde su espíritu europeo, González Prada es el escritor más peruano por no ser precisamente colonial: “Mas representa, de toda suerte, un instante –el primer instante lúcido- de la conciencia del Perú” (Mariátegui, 2009, p. 213). El poeta Cesar Vallejo escribió una respetuosa y admirada crónica como un alumno tomando apuntes de la boca del bibliotecario: “el maestro deja caer palabras que nunca soñé escuchar” (Vallejo, 1996, p. 19). En la barriga de la Biblioteca Nacional de Perú, se encuentra aún este anarquista

8 dispuesto a hacer añicos los mitos mal curados de nuestro proceso histórico registrado por la historiografía y la literatura. Su libro “Horas de Lucha” (1908 y 1924) supone un cuerpo de conferencias, discursos y ensayos que colindan con la crónica en función del dato sociológico revelador, la polémica política iconoclasta y el boceto inmisericorde de tipologías sociales del Perú republicano con sus vicios estructurales y malestares coyunturales. “Las esclavas de la iglesia”, texto de una conferencia dictada el año 1904 en la logia masónica Stella d’Italia, nos parece un fabuloso alegato feminista que coloca los puntos sobre las íes sin recato ni freno alguno: “Nadie tanto como la mujer debería rechazar una religión que la deprime hasta mantenerla en perdurable infancia o tutela indefinida” (González Prada, 1985, p. 240). La Profecía adopta la palabra dura pero liberadora tanto de la mujer como del varón: “los pedagogos elaboran pedantes, los sacerdotes fabrican hipócritas, sólo las verdaderas madres crean hombres” (p. 246). Indudablemente, la denuncia iracunda y provocadora se mueve mucho mejor en un discurso transparente e inmediato, hasta el punto que el desmontaje despiadado de la institución perniciosa conduzca a un esperanzador y auténtico ejercicio de la ciudadanía en libertad. En este caso, los códigos del escándalo, paradójicamente, no emanan de un ego exhibicionista sino de una convicción moral de índole revolucionaria. El cinismo que lo vincula a Ambrose Bierce, no posee una ociosa connotación nihilista; por el contrario, apunta con entusiasmo a la edificación de una ética libertaria que excite el cambio social. Manuel González Prada se presenta a sí mismo como un aguafiestas moralista en el estricto sentido de la palabra: “Sí, señores, de moralidad, aunque protesten los rezagados y los hipócritas. Me dirijo a personas emancipadas, y no temo llamar las cosas por sus verdaderos nombres” (p. 245). La segunda parte del libro, retrata en clave profética, satírica y prevaricadora los tipos sociales del Perú de su tiempo: No se salvan los conservadores ni los liberales, tampoco los aristócratas ni los indios, mucho menos los periodistas. Se trata de unos capítulos breves y sustanciosos que configuran un tratado sociológico incómodo, áspero y contundente. Entonces, el artículo de costumbres se desviste del influjo romántico para pavonearse rabioso y libertario en los espacios públicos. “Nuestros Indios” no es un texto apto para encomenderos ni librepensadores bienintencionados, mucho menos para indigenistas profesionales: “el indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es, más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche” (p.

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343). En resumidas cuentas, la prosa de González Prada aún nos seduce por la inmediatez del decir y su propensión inquebrantable a sacudir la sociedad anclada en el envilecimiento.

4.- José Revueltas. Nos enorgullece haber leído a este combativo y grandioso escritor nacido en Durango, México. José Revueltas (1914-1976) no sólo escribió magníficas novelas como “El luto humano” (1943) y “El apando” (1969), o los volúmenes de cuentos “Dios en la tierra” (1944), “Dormir en tierra” (1960) y “Material de los sueños” (1962), sino también una serie de crónicas dedicadas a su propia experiencia penitenciaria en lugares infernales como las Islas Marías y Lecumberri. Pablo Neruda, abogando por su libertad en una carta dirigida al presidente Díaz Ordaz en febrero de 1969, dijo de él que encarnaba el alma de México, profundamente rebelde, libre y violenta. Revueltas construye una crónica en la que la autobiografía, la militancia política preñada de contradicciones y la edificación de su obra narrativa, le dan la consistencia mestiza y la sazón picante del ajiaco. El presidio político y sus vicisitudes amargas, se expresan con la claridad inequívoca de la imprecación castiza unida al desconcierto azteca: “¡Malditas edades aquellas en que la llamada justicia machacaba las vidas humanas en las cloacas inmundas de las prisiones horribles!” (Revueltas, 2000, p. 67). Seguramente fueron no pocos los lectores conmovidos hasta el tuétano con la historia de Gazul, el pobre perro famélico que había sido ahorcado por la soldadesca de la prisión de Islas Marías, tan sólo por importunar con sus ladridos la orden del día mal leída por el teniente. Los slogans y arengas comunistas se contraponen a la crudeza naturalista de los retratos humanos, sean presos políticos, comunes o pervertidos guardias del retén. En los calabozos subterráneos de la Inspección General de Policía de Monterrey, nuestro cronista esbozó una clasificación arisca, cómica y escatológica de la población en cana: el insulso novato llorón, el picudo o maldito, el ladrón norteño de ganado y los raterillos, usuarios enfocados desde la celda al W.C. La picaresca, en esta ocasión, se enriquece por el afán sociológico del intelectual marxista heterodoxo y la mirada psicologista del novelista: “El Maldito era un individuo un tanto divertido, anecdótico y lleno de esa gracia grosera tan particular a los hampones de cierto género” (páginas 72-73). La crónica, en virtud de su ámbito sórdido, se convierte en el travesti del pabellón: Del relato autobiográfico se vierte vigorosa tanto en el “Manifiesto de huelga de hambre (proyecto)” como en las cartas dirigidas a Arthur Miller y el Pen Club Internacional, ello a propósito de la injustificable masacre de Tlatelolco que lo vincula con

10 las crónicas de Poniatowska. Los gobiernos impíos y los piojos que atacan la flacura de los presos de conciencia, son contrarrestados por esta escritura que subvierte el orden cerrado.

5.- Severo Sarduy o la crónica travestida. “El Cristo de la rue Jacob” (1994) constituye una curiosidad transgenérica en esta muestra arbitraria de la crónica latinoamericana. Severo Sarduy (1937-1993) advierte al lector que los 28 textos del libro no son ensayos, ni artículos, ni reseñas críticas, sino “epifanías”: una tipología textual personal ligada a las cicatrices del cuerpo, las marcas contingentes que deja la memoria y la recreación de impresiones de diversa índole. El conjunto nos parece un ejercicio espiritual jesuita, ello en virtud de una apologética de la imaginación que se casa con una escritura extraliteraria, esto es el grado cero de la escritura hecha miniatura viva y autobiográfica [no obstante el giro barroco del lenguaje]. Los seis primeros textos, enmarcados en una Arqueología de la Piel, son crónicas corporales evocadas por la memoria febril que se regodea sensualmente en los estigmas tales como una espina en el cráneo, cuatro puntos de sutura en la ceja derecha o la rotura de dos incisivos superiores, como si se tratase del Cristo torturado por centuriones romanos. Además, la prosa híbrida encabalga en una montura desbocada el relato de viajes (Benares y Tánger), el Bestiario (La estrategia de la garrapata) y el Poema en prosa (La casa de Raquel Vega). Se intente palpar con morbo las cicatrices, vestirse de espacio o ponderar tanto las deudas de amistad [Barthes, Rodríguez Monegal y Lezama Lima] como los encuentros homosexuales furtivos, Sarduy se reconcilia en un ejercicio concupiscente, ambiguo y no convencional de la lengua que le enrumba a la pulverización del ego: “Quiso cesar de ser, abolirse, suprimir incluso la noción de un <>, llegar a un silencio tal que no quedara nadie que pudiera constatar su existencia: ningún observador para esa nada” (Sarduy, 1994, p. 37). Por ejemplo, presentar una carta de Lezama es un pretexto no sólo de homenajearlo, sino de realizar una aproximación de segundo grado a su universo literario, he aquí el aforismo comentado: “<> (…) el pecado forma parte del plan divino; el dibujo necesita, para destacar sus contornos y relieves –según la doxa medieval- de la sombra” (p. 112). La epifanía se mimetiza en la cotidianidad anecdótica del propio autor y objeto de estas crónicas lacerantes y placenteras: la compulsión etílica manifiesta en las repeticiones discursivas, provee un honesto y lírico marco a ese enclave sentimental del exilio parisino que fue el Café de Flora. No se pueden perder “El libro tibetano de los muertos”, una reescritura biográfica de los afectos para

11 desdecir los obituarios que reivindica “la más escueta y denotativa de las escrituras: verdadera desaparición para quien ha vivido diseminando palabras” (p. 80).

6.- Elena Poniatowska. La segunda edición de “Luz y luna, las lunitas” (2007) de Elena Poniatowska (1942), nos deparó una experiencia afortunada como lectores. Este volumen asombroso de cinco crónicas de mediana extensión, es también representativo del género en América Latina. Posee esa impronta mestiza, contingente y poética muy afín a nuestra sensibilidad y realización escritural. No se trata de meros apuntes que prefiguran o complementan algunas de sus novelas, tales como “Hasta no verte Jesús mío” (1969) o “Tinísima” (1992). La novela y la crónica intercambian a placer sus vestiduras como si nada, en un ejercicio de libertad creativa ajeno a la preceptiva, las jerarquías literarias y sus compartimientos estancos. La novela coral se aviene con la intensidad vital de la crónica o el reportaje sobre el mercado periférico de Ciudad de México o, mejor aún, esa utopía indigenista y amazona que se realiza en Juchitán. “El último guajolote” se propone con éxito una celebración multifocal de los vendedores ambulantes de la capital, al punto de reventar la oralidad y el hálito popular en la construcción discursiva: La voz de la cronista en primera persona se escinde en el vocerío de la clientela, la bulla callejera y el pregón de los vendedores [de donde el regateo es un duelo de hablas]. La tipología del mercado callejero se desparrama en la enumeración de los manjares y bienes a la manera de un poema de Bello o Neruda, o, si acaso, en el colorido Bodegón que ensaliva la mirada. “Vida y muerte de Jesusa” no se limita a recordar a Jesusa Palancares, personaje protagónico de la antes citada “Hasta no verte Jesús mío”, pues también recrea con una gran franqueza y dulzura el vínculo muy humano establecido entre Poniatowska y la extraordinaria mujer que le prestó la vida. El personaje de la soldadera no es el aditamento esperado en una novela histórica que nos explique la Revolución Mexicana bajo una óptica inédita, sino más bien la emanación telúrica de pueblo que le permite a la autora descubrirse a sí misma en el habla y la personalidad seductora del Otro, el marginado o subalterno. Bien sea en la feliz adquisición lingüística y vivencial de la mexicanidad “de a de veras” o, por vía amarga, en el frágil discurso del escritor socialista cuya vida no tiene qué ver con la sobrevivencia a campo traviesa de su Prójimo. “Juchitán de las mujeres” trasciende e imposta el tenor sociológico de la voz cronista para describir con entusiasmo y desenfado una Comuna Indigenista inaudita. Esta vez el Jardín de las Delicias se come con gula al igual que la

12 totona de las mujeres o los totopos que crujen de risa en el comal: “Absortos en el refugio de la tierra van al refugio de la boca a formar parte de su lenguaje” (Poniatowska, 2007, p. 83).

7.- Una dupla femenina de Venezuela: Enriqueta Arvelo Larriva y Laura Antillano. Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1962), una de nuestras más vigorosas voces poéticas del siglo XX, también incursionó con suma fortuna en la crónica periodística. En 1947 se radicó en Caracas, donde fue colaboradora del Papel Literario del Diario El Nacional durante las décadas de los 50 y los 60. Revisando Testimonios (1980), compilación de su material hemerográfico y epistolar a cargo de Carmen Mannarino, observamos que sus crónicas van a la par de su poesía: la prosa es precisa, limpia y atenta al tema de su consideración, sin que su afán crítico pierda lucidez y consistencia. Hay un tono humorístico amable, que disfruta el lector en una refrescante instancia rayana en la ternura. Este revelador volumen arranca con una Entrevista Imaginaria “concedida” por Enriqueta a Mannarino, quizá la enriquetóloga más conspicua de nuestro medio. El diálogo no es más que el complemento sensible y cariñoso a la rigurosa labor de la crítica literaria: “Yo era una visitante sonambulesca. Daba pasos dentro de una vivienda conocida a fuerza de indagaciones e intuición, aun cuando franqueada la primera vez” (Arvelo Larriva, 1980, p. 6). El material hemerográfico se clasifica en Temas Literarios, Preocupación Nacional, La Provincia y la familia; y las Cartas son nueve, la mayoría dirigidas al escritor Julián Padrón. Enriqueta nos refiere de manera inmediata sus lecturas: Desde su descubrimiento de un muy joven Oswaldo Trejo, cuya lozana y lúdica travesura alteró su apolínea paz lectora; su visión paradójica de Ramos Sucre, a quien considera “natural como un arroyuelo en paz”, justificando su discurso abigarrado en la coherencia y la cohesión que evade la sobrecarga y los excesos del estilo; su orfandad generacional, tal como lo confiesa a Neptalí Noguera Mora respecto a la generación poética del 18, fruto de su modo de vida en soledad y no de un protagonismo extremista; su empatía con el poemario “Las Naves” del también cineasta Jesús Enrique Guédez, que le llevó a afirmar que podía ser el libro que no le fue dado escribir; hasta la gratísima impresión que le dejó Isaac Pardo al referirse a Juan de Castellanos, esto es la placentera conversación múltiple que es el ensayo a expensas de los odios y los amores que despiertan en nosotros una lengua común. En “En torno a un

13 artículo de Otto D’Sola”, expresa su solidaridad con las mujeres poetas omitidas por un discurso machista y convencional:

“Si se sigue observando eso de que no se mencione un solo nombre de mujer cuando de nuestros poetas se habla, ello será algo grave para sectores femeninos en fervoroso quehacer de poesía y un fiasco para aquellos escritores que han loado, también con fervor, la obra poética de mujeres venezolanas” (p.47).

Los niños tampoco escapan a su preocupación: Más allá de su pobreza pintada por César Rengifo, otro cronista visual del país, la poeta de Barinitas se muestra inconforme con la pérdida del reino de la alegría y el candor infantiles, como si las nuevas circunstancias del éxodo campesino y el hacinamiento en las ciudades de lata, les empujara a una madurez contranatura y patética. Los sargentos y promotores de divisiones políticas dentro y fuera de los partidos, le movieron a una actitud de indignación profética que recomendaba la prudencia y el diálogo como contrapartida posible. Parafraseando al poeta Luis Alberto Angulo, es pertinente un reencuentro con la escritura de Enriqueta Arvelo Larriva en el calor de la casa que es Venezuela, ello a los fines de afincarnos en un espíritu asertivo, solar y lírico de nación.

Laura Antillano (1950) pertenece a la línea de grandes polígrafos venezolanos como José Rafael Pocaterra, Ramón Díaz Sánchez, Orlando Araujo y Juan Calzadilla. Su propuesta escritural, desprovista de ampulosidad y pretensión, se inclina por una aproximación sentida y sobria del país y el continente. Por supuesto, en la consolidación de una voz inquieta e híbrida que se procure el adverso portento de relacionar la tierra y el cielo, esto es la cotidianidad de la ciudadanía invisible a merced de los distantes escenarios en los que los poderes fácticos planean su sumisión. “Crónicas desde una mirada conmovida” (2011), conjunto que entraña tres décadas de interacción con los lectores de diarios y revistas, más allá de la variedad temática, supone un apostolado comprometido con las mejores causas de la humanidad. En este caso, la cronista se declara partícipe fiel de su sociedad, propone una síntesis personal de su siglo en todas las implicaciones posibles y, claro está, ejerce un rol activo crítico respecto a sus despropósitos y desviaciones. La profecía no se inscribe en la denuncia tremendista ni en la simulación ideológica por vía de los códigos del escándalo. Aboga por la educación de la sensibilidad y la estimulación de

14 una verdadera conciencia del entorno, que traigan consigo el desmontaje de la banalización del discurso mediático, político, académico y cultural. Roto el cerco tendido por los aparatos ideológicos del Estado, los ciudadanos se darán a la tarea de forjar un orden de cosas perfectible, solidario y colectivo que se asimile a una Colmena proveedora de poesía tocable y restauradora.

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10 CASOS PUNTUALES DE LA CRÍTICA LITERARIA CONTEMPORÁNEA EN VENEZUELA

1.- Jesús Semprum (San Carlos, Zulia, 1882 – Caracas, 1931). Jesús Semprum es el primer crítico literario del país. Su discurso que concilia lo profesional y el ensayo libre, abunda sobre una poética rigurosa e independiente de la captación y la interpretación como real y auténtica perspectiva crítica. Ausculta con curiosidad y sabiduría clínica el cuerpo de la literatura y el habla, para hallar la episteme, la paradoja, la contingencia y la contradicción, recreándolas al punto en una prosa muy bien ejecutada. Esto es pasar del diagnóstico al oficio quirúrgico de altura: “Ciertos lectores somos como esos pacientes víctimas de enfermedades secretas, que buscan a sus cofrades de dolencia para contarse mutuamente sus cuitas” (Semprum, 2004, p. 101). El conocimiento del texto literario del Otro se apoya en el mismísimo Yo autoral: la crítica se desenvuelve con vitalidad en la conversación de sobremesa del ensayismo de raza [que en su caso va de la redacción juvenil de la revista “Ariel” a la más adulta de la paradigmática “El Cojo Ilustrado”]. El buen decir de la lengua en la gramática americana de Andrés Bello, no desentona con una inclusión bien pensada y hablada de vocablos populares que enriquecen el estilo y la argumentación: el guirigay diabólico o la sintaxis gabacha de la jerigonza médica que también afecta al estamento crítico. El picante tropical del decir crítico, no fracasa ni en la amarga frustración creadora [pues la crítica es la culminación del arte] ni en el acomodo con cogollos intelectuales [de los que tomaba distancia], por el contrario, aliña una Palabra dura que desmonta aproximaciones ilusorias en lo estético y lo ideológico respecto a la literatura y el arte de Venezuela y América Latina. Por ejemplo, Semprum vislumbró la muerte del Modernismo y no la inhumación de la obra de Rubén Darío, por la torpe y afectada mano homicida de sus pésimos imitadores. Ello al punto de poner las cosas en su justo lugar, sin importar el llorar y el crujir de dientes de sus coetáneos: “Darío nunca fue un poeta revolucionario, sino un restaurador, un reaccionario. Era católico, conservador en política y probablemente monárquico; y todas sus audacias verbales, examinadas fríamente, resultan empeño regresivo hacia las formas verdaderamente tradicionales de la literatura española” (Semprum, 2004, p. 121). Nuestro escritor y médico cultivó diversos sub-géneros como el prólogo, la reseña, el ensayo y el diálogo para construir paulatinamente su poética

17 personal de la crítica literaria y artística. “Notas críticas” publicadas en “El Constitucional” el año 1905, significa un texto neurálgico y bien trabado que considera el devenir de la crítica y la literatura en la Venezuela de entonces. El prefacio a “Tienda de Muñecos” de coquetea la perfección, porque completa una evaluación integral del libro que parte de una glosa entusiasta al cuento “El Alma” con su diablejo criollo, enternecedor y malvado que la escritura humaniza a golpe de la ironía más inaudita. El largo ensayo “La pintura en Venezuela” es memorable no sólo por el magma argumental, sino en especial por su juicio descriptivo muy plástico [véase cuando se refiere a Pentesilea y El Purgatorio], como si fuera imaginería al óleo en segunda instancia: El contraste vital y estilístico entre Arturo Michelena y Cristóbal Rojas se desarrolla en una curaduría cuidadosa y amorosa de una notable muestra colectiva del arte venezolano del siglo XIX. Hasta su presunto último trabajo valorativo, “El crítico sufrido. Bibliografía de un libro que no se ha escrito”, más que coda pesimista de su oficio, se nos antoja un cierre meta-poético a contracorriente que destila un amargo sentido del humor cervantino [y por ende poligráfico]: El duelo proverbial y tragicómico entre el crítico y el texto, nos conduce a una reivindicación sutil y solidaria del escrutador de almas y libros que se despide despachando desde un consultorio en El Valle.

2.- Andrés Mariño Palacio (Maracaibo, 1927 – Caracas, 1966), Luis Bruzual (Caracas, 1954) y Rafael Castillo Zapata (Caracas, 1958). Andrés Mariño Palacio es un escritor de transición en su doble vertiente: la del singular narrador y la que corresponde a su trabajo de crítica literaria. Así lo atestiguan las aproximaciones valorativas de Orlando Araujo, Miguel Ángel Campos y, especialmente, los libros de Luis Bruzual [“Significación de la revista Contrapunto (1948-1950)”, La Casa de Bello, 1988] y Rafael Castillo Zapata [“El legislador intempestivo. Andrés Mariño Palacio: el artista y el gobierno moral de la ciudad”, Celarg, 2006]. Este diálogo entre los tres críticos referidos en el segundo subtítulo, resulta muy enriquecedor puesto que establece una interesante coordenada del género en Venezuela, al igual que la polémica gustosa y respetuosa entre Ludovico Silva y José Manuel Briceño Guerrero en torno al Laberinto de los Tres Minotauros propuesto por el polígrafo de Palmarito. Si revisamos los “Ensayos” (Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, 1967) de Mariño Palacio, se observa una preocupación juvenil y rebelde por la literatura de la segunda posguerra, tanto la de los europeos Hesse, Mann, Gide, Joyce y

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Lawrence, como la de los latinoamericanos Mallea, Huidobro, Pocaterra, Gallegos, Uslar Pietri, Meneses y Márquez Salas. La vinculación del país con el mundo literario y político de inicios de la Guerra Fría, le llevarían a exponer sus argumentos respetuosos y díscolos en la configuración de su propia poética narrativa [“El cuento dentro de la ficción, es como el soneto dentro de la poesía” (Mariño Palacio, 1967, p. 74)] y su posición generacional que oscila entre la consideración filial y la explosión parricida [“¿Que pidamos y reclamemos una crítica exigente y no esa innoble labor de perdonavidas que vienen haciendo algunos torpes escritores de notas bibliográficas y secciones de crítica?” (Mariño Palacio, 1967, p. 69)]. “La Historia Universal de la Demagogia”, constituye un texto crítico que roza la fusión de géneros para solazarse en apóstata visión del país y el continente: el periodismo, la poesía y la novela han legitimado muchas veces a la demagogia como sustento ideológico y estético del Poder, desde el gomecismo apuntalado por modernistas y positivistas, hasta la tensión de populistas y militares de academia que derrocaron a Medina Angarita a la fecha [teniendo al Rey Petróleo tras bastidores]. Tanto la narrativa como el ensayo crítico de Andrés Mariño Palacio, ejercicio de escritura iniciático e intenso cortado abruptamente por la enfermedad psiquiátrica, no sólo evidencian su rotundo talento sino también nos dejan un mapa fragmentado pero luminoso por completar.

Luis Bruzual, desde la consideración del colectivo editor de la revista Contrapunto, nos presenta un inventario comentado de los textos de cada quien y cada cual. Respecto a Mariño Palacio, se observa que más que poligrafía priva la escritura como río caudaloso alimentado por afluentes variados. No sorprende que el cuento “Abigail Pulgar” prefigure la novela “Los alegres desahuciados” en la que el personaje ficticio se topa con el mismísimo autor, pero sí que las galeradas de la revista o los textos enviados a los periódicos sean efluvios que van del mundo caraqueño real al de la ficción. La lectura y la hechura discursiva son las caras de una enigmática moneda escondida en el mar. El apostolado lúcido del crítico y el novelista, sin embargo, no le escurre el bulto a la coyuntura política y social: Hilvanando apuntes sobre Rómulo Gallegos, Mariño Palacio “Concluye luego al declararse comprometido –junto con la revista- con cualquier signo de progreso y enriquecimiento nacional y ajeno a toda componenda de baja política” (Bruzual, Luis, 1988, p. 62). La responsabilidad del escritor respecto a su siglo, no es manifestación

19 apolínea y purificada, sino la realización existencialista de la lucidez sin concesiones ni mediaciones que obstruyan la libertad de adentro y de afuera.

Por su parte, Rafael Castillo Zapata se refiere a Andrés Mariño Palacio como si fuese un profeta aguafiestas o contralor incómodo de la sociedad de su tiempo. En este caso, también el tiovivo se desplaza del campo de la crítica al de la ficción en un espíritu de irreverencia y desconfianza respecto al contexto histórico crucial: “Un manifiesto [Razón de Contrapunto] que recuerda las arengas de Abigaíl o de Lombardo y las palabras finales del narrador sentencioso en Los alegres desahuciados, o las palabras iniciales del narrador intempestivo en Batalla hacia la aurora” (Castillo Zapata, 2006). Ello con su mesianismo acechante, las empresas revitalizadoras de la República y el látigo insomne y sobreexcitado de sus invectivas artísticas e ideológicas. Revisita de otros momentos estelares de la iconoclastia trocada en el moralismo literario universal y local de Petronio, Catulo, Quevedo, Gracián, Pío Gil, Pocaterra, Vargas Vila o Rufino Blanco Fombona. Las disputas no sólo arremetían contra los figurones del momento político a través de sus libros y artículos en publicaciones periódicas, incluso el teatro de guerra tocaba al interior del Grupo Contrapunto [releamos por ejemplo la crítica poco favorable que Héctor Mujica dispensó a Los alegres desahuciados de Mariño Palacio, la cual tasajeaba el nihilismo de la novela]. Sin sospecharlo, el mismo Andrés Mariño Palacio sería la indirecta víctima propiciatoria de una generación perdida e incorruptible, por el instrumental multiuso, esterilizante y represivo del Estado que forjó a la hipertrofiada República del Petróleo.

3.- Domingo Miliani (Boconó, 1934 – Caracas, 2002). “Prueba de Fuego. Narrativa venezolana-Ensayos” (1973) de Domingo Miliani comparte con “Narrativa venezolana contemporánea” (1972) de Orlando Araujo y “Proceso a la narrativa venezolana” (1975) de Julio Miranda, el tríptico aproximativo más notable de nuestra narrativa teniendo como fecha de cierre los mediados de la década de los setenta. Este arqueo significativo de la novelística y la cuentística en Venezuela, comprende seis instantes: el período 1960-1970, la tipología galleguiana –tanto de su discurso como la relativa a sus personajes arquetípicos-, Julio Garmendia, “La Galera de Tiberio” de Enrique Bernardo Núñez, “Las lanzas coloradas” de como fotografía de la sociedad venezolana y una consideración crítica inusual al cuento “Adolescencia” de . Si bien cinco de los seis ensayos ya estaban publicados, Miliani no se equivoca en la mera

20 recopilación biblio y hemerográfica de sus propios trabajos, sino que los somete al implacable lector asumiendo un riesgo calculado: la evidencia de la costura crítica contingente y diversa de textos dispersos sin que medien la sistematicidad, el prestigio y el egocentrismo del que valora textos narrativos fundamentales en el devenir literario nacional más reciente. La selección aparentemente azarosa de los autores y las obras, representa un magnífico pretexto para demostrar la legión disímil de nuestros novelistas y cuentistas: La novela regional y reformista de Gallegos inmersa en el positivismo de laboratorio; el caos temporal e historiográfico de las novelas históricas de Enrique Bernardo Núñez; el aire lúdico y vanguardista auténtico de las colecciones de cuentos “La tienda de muñecos” y “La tuna de oro” de Julio Garmendia; y el estadio de transición escritural que supuso ese cuento de iniciación o formación que es “Adolescencia” de Meneses. Por lo que el instrumental crítico es ecléctico y no monológico, a la usanza de Andrés Bello no obstante la disciplina y la coherencia metodológica. El quehacer valorativo apela con un depurado sentido de pertinencia y oportunidad, diversos enfoques que van de lo socio-crítico al análisis semántico del texto literario. Por supuesto, en la construcción impecable, dialógica y seductora del comentario estimulante y revelador del texto compartido con el universo lector.

4.- Alberto Rodríguez Carucci (Valencia, 1948). Alberto Rodríguez Carucci ha desarrollado un valiosísimo trabajo crítico, académico y de divulgación literaria en Venezuela y América Latina. Su obra está dispersa no sólo en publicaciones literarias dentro y fuera del país, sino también en las entradas y artículos que ha redactado para diccionarios enciclopédicos de literatura venezolana y latinoamericana. “Sueños originarios. Memoria y mitos en la literatura venezolana” (2011) constituye un libro canónico, flexible y abierto de nuestra crítica literaria, el cual se inscribe en una de las líneas de indagación de su autor, ésta es la reconstrucción histórica y literaria del pasado pre-hispánico. Parte de la problemática de la captación y la subsecuente interpretación diversa, transdisciplinaria y polifónica del mito de Amalivacá: desde el eurocentrismo cristiano del jesuita Filippo Salvatore Gilij, deteniéndose en el afán científico y nacionalista de Arístides Rojas, hasta el liberador marxista de César Rengifo incrustado en el Mural de la Plaza Diego Ibarra, Caracas. También Rodríguez Carucci realiza una consideración crítica y sopesada de las aproximaciones científicas y etnográficas de Alexander von

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Humboldt, la de José Martí colindante con la liberación política y cultural del continente, e incluso la muy peculiar puesta en escena de Oscar Guaramato en el género de la dramaturgia infantil. La primera parte de este bien ponderado volumen, realiza una exposición inmediata y mejor pensada de la metamorfosis simbólica, ideológica y estética del mito tamanaco patente en sus múltiples traducciones y reelaboraciones literarias y artísticas. El fluir dialógico del discurso crítico propende con seguridad y convicción al buen Decir ensayístico que acompaña el rigor metodológico. La gentileza, la transparencia y el tenor respetuoso de la prosa, no descartan la contrariedad ni la controversia en el tratamiento de los temas. El segundo panel de este tríptico, se refiere a otra de sus líneas de investigación tendiente a la literatura nacional como problemática ideológica, tipológica y discursiva: Comenta con imaginación inquisitiva el entramado de la producción literaria colonial, ocupación muy poco usual en nuestro medio, que se manifiesta específicamente en las Crónicas de Indias, teniendo la carta colombina a los Reyes Católicos que reseña el tercer viaje además de configurar la Tierra de Gracia, como mito fundacional político- imperial y literario. El intervalo oscurantista inducido de este período escritural, se inició en el criterio reduccionista del mantuanaje y su proyecto republicano independentista. No se reparó en mucho tiempo que la literatura colonial marginalizada encarnaba una paradójica, mestiza e interesante proposición de escritura continental. Cierra el tríptico un ensayo muy revelador que homenajea la obra narrativa étnica en lengua wayuu de Miguel Ángel Jusayú. No se trata entonces de textos hilvanados tan sólo por el vigor cientificista de la crítica, sino también de un objeto apetitoso que insta a una lectura placentera y refrescante sobre aristas puntuales de nuestro devenir como pueblo, eso sí, a contracorriente de las plantillas esterilizantes y opresivas con que nos resecan los Poderes fácticos transnacionales.

5.- Víctor Bravo (Santa Bárbara del Zulia, 1949). “Magias y maravillas en el continente literario” (Ediciones La Casa de Bello, 1988 y reimpreso en 1995) de Víctor Bravo se nos antoja una polémica y completa aproximación crítica de los conceptos de “realismo mágico” y “lo real maravilloso”, teniendo en consideración la obra de Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier respectivamente. Hallamos un dominio disciplinado del campo bibliográfico en el marco de una posición exegética profesional en apariencia, pues sublima una apuesta política e ideológica favorable a la consideración técnica de los textos narrativos a expensas de la preocupación social de sus autores. Ello se desarrolla desde el

22 inicio del volumen. Por ejemplo, sin contrariar la calidad literaria de Carpentier, el tono polémico y picante de este ejercicio crítico, asimilable a una lectura ágil del post- modernismo, se ocupa en cuestionar el prólogo del autor a “El Reino de este mundo” (1949) como si se tratara de un programa o manifiesto literario, político y estético. También arremete contra uno de sus estudiosos, el docente y crítico Alexis Márquez Rodríguez. Sugiere, entre otras cosas, que Asturias y Carpentier saben contradecirse, en su condición de víctimas y victimarios del sistema de trampas ideológicas y estéticas que habían forjado ellos mismos. Por supuesto, no respaldamos una lectura piadosa ni apologética de nuestros autores, porque implicaría falsear y envilecer sus propuestas escriturales. Dadas las coordenadas serias de nuestra coyuntura, todavía –pese a nuestra inclinación por la distopía, la picaresca y el humor cruento y cínico- nos ubicamos en el campo de una utopía preventiva que construya una República justa y digna por constituirse en la absoluta ausencia del efecto banal y envilecido de los discursos politiqueros y academicistas.

6.- Enrique Arenas (Coro, 1944 – Maracaibo, 2015). Enrique Arenas Capiello es uno de nuestros más gigantescos críticos literarios. A pesar de que sólo ha publicado dos libros [“Miguel Ángel Asturias y la concepción demoníaca del mundo” (1967) y el emblemático “El azogue ubicuo. Esbozos y ejercicios críticos” (2008, Universidad del Zulia)], si le sumamos a tal díptico su producción ensayística dispersa en diversas publicaciones especializadas, tenemos ante nosotros un gran referente crítico que integra el intervalo que arranca Jesús Semprum, consolidan Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri y Mario Briceño Iragorry, y diversifican Domingo Miliani, Carmen Virginia Carrillo, Mirla Alcibíades, Víctor Bravo, Carmen Mannarino, Mariana Libertad Suárez, Alberto Rodríguez Carucci, Laura Antillano y Douglas Bohórquez, entre otros. Su muy apreciada voz inquisitiva, empalma con su labor docente universitaria y de promoción cultural en las comunidades. El discurso argumentativo de Arenas, por fortuna y para nuestro contentamiento, es vía a contracorriente de la refracción unidimensional de la crítica que desnaturaliza el texto literario con fines inconfesables.

No nos ha dejado de complacer la calidad conceptual y escritural de “El azogue ubicuo”, ello en una lectura tardía y accidental pero por demás reveladora. Se nos antoja, parafraseando a Canetti, un Minarete que habla en múltiples registros. Especialmente, cuando la complejidad interpretativa se fusiona con una transparencia formal afín al

23 lenguaje poético. La prosa de Enrique Arenas, no obstante su respiración y tenor barroco de altísima factura, no se asimila al despropósito político y propagandístico del academicismo. Por el contrario, la captación del texto literario y el discurso ensayístico acompañan a la Poesía como un camino válido y paradójico del conocimiento. Valgan sus propias palabras ante tan comprometida asociación lúdica: “Ambas instancias se hallan, se inter-inventan en la incertidumbre, en la paradoja, y a veces, ¿por qué no, hasta en el absurdo?”

Enrique Arenas, además de formar nuevas generaciones de investigadores y creadores, edificó un entramado crítico y literario que incluso llama de vez en cuando a la oralidad popular, en tanto respiración que suaviza el texto argumentativo [sobre todo en las locuciones “lo cual quiere decir en cristiano” o el “Dios nos libre” matriarcal]. La calidad intelectual, muy suya, no contradice su participación en las comunidades y los barrios bajos a través del Movimiento Poderes Creadores del Pueblo Aquiles Nazoa. Su indagación personal y excepcional de la poesía venezolana, no lo sustrajo del quehacer comunitario sino que se lo reforzó con intensidad solidaria y amorosa.

Este incunable de la cultura venezolana, contiene ensayos inolvidables sobre la poesía venezolana clásica y contemporánea. Desde una visión reivindicadora y refrescante de Andrés Bello como poeta y gramático de la emancipación americana; deleitando a la comunidad lectora de profesionales y ciudadanos de a pie, en el brillante ensayo dedicado a Elías David Curiel que nos lo rescata del olvido y, sobre todo, de la mera y sosa curiosidad o rareza literaria; ponderando la indudable calidad poética e inmediatez de la obra siempre viva de los carabobeños y ; haciendo un justo reconocimiento a una de nuestras más queridas poetas, Lydda Franco Farías, en dos estimulantes visitas; hasta ese diálogo que ubica en la terraza de un mismo hostal a Curiel, y para conversar enredados en su diversidad discursiva, espacial y lírica. También nos encuentran otras aproximaciones dinámicas, en su clave poética personal, a vecinos y amigos como el ecuatoriano César Dávila Andrade, venezolano por vínculo inmediato y continental, amén de los mexicanos José Gorostiza y Xavier Villaurrutia.

Enrique Arenas seduce al universo de sus lectores en el acometimiento de una libre interpretación personal del texto poético, sin trastabillar con las muletas de las voces autorizadas. El santo y luciferino ejercicio de la palabra se vale, por el contrario, del

24 espíritu dialógico que problematiza el texto y el contexto a raíz de la lectura atenta y comprensiva de las propuestas críticas del siglo XX: estructuralismo, marxismo, sociocrítica, psicocrítica, fenomenología y hermenéutica. Siguiendo a Susan Sontag, Arenas no desmonta el texto o su recepción en un código del escándalo, sino con un instrumento del conocimiento [la crítica] que celebra a otro [la Poesía] y, al mismo tiempo, apuesta por la liberación del hombre en sociedad. No se trata, pues, de legitimar el mercado del arte literario ni los poderes fácticos escondiéndose en un castillo que distancia al crítico o académico de los suburbios y villorrios. Es preferible arriesgarse entre el rigor y el vuelo poético, sin importar que nos tilden de eclécticos, que entumecer la mirada en la confortabilidad de las escuelas muy solicitadas por los detentores del Poder aguas arriba.

Los juicios de este coriano impenitente y entrañable, no concitan el entusiasmo de un entorno socio-cultural mustio y burocratizado, pues son intrépidos y punzantes como los diagnósticos del Doctor Gregory House en una televisión hiperrealista y alienante. La página se abraza a la parrafada como tanteo auténtico, dialéctico y corajudo del texto poético, eso sí, sin descuidar la maravillosa y honesta fragilidad de la palabra. El largo y perfecto ensayo sobre Elías David Curiel, no en balde las frenéticas enumeraciones y las repeticiones de índole musical que enriquecen el argumento, arroja tesis puntuales que nos instan a bucear en la atmósfera extraña, contradictoria y doliente de este poeta judío hermanado en la lectura. He aquí una muestra magnífica de tan vinculante reconvención: “La poesía dice sus graves, terribles conflictos o límites con un tono pobre o anodino que es un excelente registro de vacuidad para el texto. Decir con la pobre palabra, la riqueza de un extraordinario poema”.

La lumbre poderosa de la escritura de Arenas, no sólo descansa en el caudaloso río que alimentan diversos afluentes [la encrucijada o hipertexto que reúne a la poesía, la crítica y el ensayo], sino también en el uso inteligente y creativo de técnicas como la paráfrasis, las citas y los recursos literarios. Fiel a la respiración física y poética de su región, no es difícil relacionarlo con el barroco maracucho de César Chirinos o los giros idiomáticos y líricos de los que se aprovecha Elías David Curiel para contrarrestar la elegante musicalidad de Darío y, en consecuencia, recrear así el gótico de resolana hastiada de adentro y afuera. El dinamismo de la enumeración es la ilación crítica y contingente propia de una ensayística concupiscente, bellamente trabada al punto de abrevar en la Poesía misma. No hay lugar

25 para el fariseísmo de la mirada, cuando se trata de glosar enamorado la poética de Ida Gramcko: “Difícil es lo que se hace, lo que al construirlo se le ve por dentro sus venas, sus nervios, sus huesos más recónditos, su manera de articularse, su aparente facilidad”.

El uso de las citas, sin importunar ruidosamente la nomenclatura académica, se desarrolla en esta entrega como una novedosa y personalísima técnica de ensamblaje textual. Como se sabe, es un difícil arte que se debilita hoy en la decadencia y fenecimiento de nuestras escuelas de letras de pre y postgrado. Walter Benjamin, insistimos de nuevo en ello, observa que el ensayista de raza delata su personalidad en la selección y montaje de las citas que apuntalan su misma búsqueda. Enrique Arenas, nadando placenteramente contra la corriente y embebido de poesía dura, desarma el poema, lo reconfigura y lo traduce para comentar con un poema propio la voz del Otro. Sin duda, se trata de un “pastiche crítico” muy válido a la usanza de los “pastiches criollos”, poéticos y paródicos de Luis Enrique Mármol, pues suponen [en ambos casos] el conocimiento y la aproximación pertinente del discurso o la locura del otro.

Este libro delicioso y especular que juega a la palabra incandescente, comenta con suma fortuna y se envuelve en la voz poética de la legión considerada respetuosa y cálidamente, nos impele a ocuparnos de la esterilidad académica y política que ha ganado terreno en nuestras universidades. Nos hacen falta las voces críticas, compulsivas y lúdicas de una imprescindible Susan Sontag, de ese bárbaro entre la belleza que fue Murena y, sin lugar a dudas, de nuestro gran maestro Enrique Arenas. He allí sus escritos, susceptibles de la lectura cómplice y solidaria que nos conduzcan a majaderas empresas libertarias por venir y vivir sin cortapisas. Por último, sugerimos recoger, compilar y publicar en uno o más tomos la obra ensayística y literaria de Enrique Arenas para beneplácito de un nuevo país que se escuche y se lea con una vital pasión ciudadana sin par.

7.- Julio Miranda (La Habana, 1945 – Mérida, 1998). Tomaremos, en la redacción de esta glosa breve, como referencia vinculante el “Retrato del artista encarcelado” (Universidad Cecilio Acosta, 1999) de uno de nuestros grandes amigos, el crítico y escritor cubano Julio Miranda. Este brillante ensayo, partiendo de la auténtica categoría existencial que es la vivencia carcelaria, nos pinta los retratos de Oscar Wilde, Alfredo Arvelo Larriva y José Martí. Miranda se vale de la tipología biográfica y psicológica, para trizar la filiación a

26 inútiles y confortables arquetipos que cosifiquen el presidio: Wilde encarna al derrotado en el sufrimiento extremo; Arvelo Larriva asume el espíritu del resistente que se refugia en el erotismo; mientras que Martí es el combatiente que convive con la muerte inminente. Desdiciendo la propaganda victoriana que aún aturde desde Inglaterra y Estados Unidos, coincide con José Emilio Pacheco en su captación enriquecedora de Wilde, pues detrás del dandy disimulado se esconde tras la cortina el aguijón crítico y libertario que escribió la comedia “La importancia de llamarse Ernesto”, la novela “El Retrato de Dorian Gray”, el ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo” y los textos presidiarios “Balada de la Cárcel de Reading” y la “Epístola” dirigida a su caprichoso amante Lord Alfred Douglas. Su intervalo creativo comprendió el desmontaje lúdico del conservadurismo victoriano, el terrorismo ético y existencial en la escisión de la personalidad de Dorian Gray, la subversión política y la paradójica “mística del sufrimiento” que lo reduce a la derrota y el desprestigio social [¿Acaso Wilde sobrestimó su ingenio y talento discursivo, subestimando al punto el corazón predatorio de la sociedad conservadora británica? ¿El juicio en su contra no puede extrapolarse al proceso traumático de tutelaje colonial y represivo de su Irlanda, con el Ejército Republicano Irlandés crecido a expensas del Domingo Sangriento de U2?] Como canta Palmieri y la Perfecta al otro lado del Atlántico, “yo no quiero morir encadenado”. Oscar Wilde apuesta todavía por la inteligencia rebelde que se revela amorosa: “Cuando el hombre haya comprendido el individualismo, comprenderá igualmente la simpatía hacia el prójimo y la ejercerá libre y espontáneamente”.

El poeta Alfredo Arvelo Larriva desarrolla una obra poética en prisión que apuntala el erotismo, por supuesto, como manifestación compulsiva por la vida. En “Sones y Canciones” (1909), parafrasea a Santa Teresa de Ávila mientras su imaginación sensual besa y muerde las pulpas de la mujer: “Ay, Dios mío ¡Yo que muero sin vivir, / yo que muero cuando no quiero morir!” El orgasmo estético modernista además de metaforizar el cuerpo femenino componiendo bodegones frutales del trópico por devorar, nos retrotrae el cautiverio de San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, sólo que en un desafío abierto y rebelde al Cabito y luego al Bagre. Instado por su compañero de generación, Rufino Blanco Fombona, Arvelo purgaba pena por matar a un posadero que irrespetó su honor. En “Diarios de mi Vida (1904-1905)”, Blanco Fombona describe el encierro compartido con él en la Cárcel Pública de Ciudad Bolívar. Recordemos que además de los Diarios, Don

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Rufino escribió “Cantos de la Prisión” y su novela terrorista por excelencia “El hombre de hierro” [epitafio de la cautividad ciudadana y el despropósito político de su tiempo]. Generación egotista, duelista y libertina que incluyó también a Vargas Vila y la militancia y el martirologio anti-colonialista de José Martí. En el caso de Martí, el encarcelamiento adolescente se prorrogó en el exilio y el deterioro físico, sobre todo manifiestos en las crónicas de New York, el ensayo sobre “El presidio en Cuba” de 1871, el epistolario y la poesía: Nos encontramos con el Job revisitado, reivindicado y revitalizado hoy [“Quisieron tasajearme, pero no era preciso: yo me dejaba para poder seguir andando”]. Más allá de la rigurosidad metodológica y estilística del discurso crítico de Julio Miranda, este ensayo notable honra con pertinencia e imaginación poética la literatura en cana, territorio sórdido donde se incuba la libertad y la proscripción.

8.- Alejandro Bruzual (Caracas, 1957). Alejandro Bruzual, investigador literario adscrito al Celarg, ha venido realizando un trabajo crítico que empalma la reconstrucción histórica y discursiva del texto con su valoración técnica y estética. En él confluyen, pues, el arqueólogo, el antropólogo, el sociólogo y el crítico literario. El estudio y la edición crítico- genética de “Cubagua” (2014) de Enrique Bernardo Núñez es un libro por partida dupla: Un clásico de la literatura rehecho y celebrado por un escritor e investigador entusiasta. Trascendiendo su rigor metodológico y técnico, la curaduría, el cuidado editorial y el comentario crítico y ensayístico delatan una pasión investigativa [lectora] que rescata y restituye en la memoria este título fundamental de las letras venezolanas y el continente. El afán cuasi arqueológico que reconstruye el itinerario textual de la novela, facilita paradójica y afortunadamente un diálogo abierto con los lectores. Respecto al juicio crítico y la trascendencia que nos merece la obra bien curada, además de destacar al igual que Seymour Menton su condición de novela histórica y vanguardista, recalca su concepción no convencional del género y la Historia en virtud de su estructura cíclica que vincula a la Colonia con la República Petrolera. La introducción novedosa del tema petrolero, a la par del reportaje coral y novelado de “Mene” de Ramón Díaz Sánchez y la “Tetralogía del Petróleo” de César Rengifo, involucra un decidido cuestionamiento al Neocolonialismo instituido por la sociedad cómplice entre Juan Vicente Gómez y las transnacionales petroleras, el cual tendría su continuidad en las gestiones gubernamentales que la sucedieron no en balde sus muchas idas y pocas vueltas. Específicamente, Bruzual destaca

28 y contraviene la envilecida política de concesiones petroleras y, por ende, la imposición del rentismo petrolero. Apareja una crítica integral al extractivismo compulsivo [“Es la continuidad de la lógica colonial de extracción intensiva, que provocó la ruina de Cubagua, y que anuncia el fracaso ineludible de la embestida neocolonial” (Núñez, 2014, p. XXX)], que va del Rey Petróleo de Domingo Alberto Rangel al “Fantasma de la Gran Venezuela”, en tanto equívoco desarrollista y capitalista de Estado, de Emiliano Terán Montivani. Esta versión de “Cubagua” está redondeada por su diagramación y presentación gráfica que concilia lo clásico con lo contemporáneo: Tenemos en nuestras manos un libro gigantesco y un bello objeto cultural que nos cuenta y reencuentra con el país. Aprovechamos la ocasión para recomendar otras incursiones críticas muy notables de Alejandro Bruzual, las cuales comprenden la panorámica histórica, anecdótica y valorativa del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en “Utopías en Movimiento” (Celarg, 2011 y 2014); el muy sentido y digitado ensayo biográfico y guitarrístico dedicado a Manuel Enrique Pérez Díaz (2001); y el estupendo ensayo “Aires de Tempestad. Narrativas contaminadas en Latinoamérica” (2012), una aproximación crítica a la tríada novelística no canonizada El tungsteno de César Vallejo, Parque Industrial de Patrícia Galvâo y Cubagua de Enrique Bernardo Núñez.

9.- Crítica y Ensayo [Diálogo entre Oscar Rodríguez Ortiz (Caracas, 1944) y Pedro Téllez (Valencia, 1966)]. En “La última cena del ensayo: Trece comensales”, Pedro Téllez seduce a los lectores especialistas y legos con una poética del género ensayístico que colinda con la blasfemia y el retrato coral a lo Luis Buñuel en “Viridiana” [sustituir a Da Vinci por una pordiosera que toma la fotografía alzando la falda]: La cena sagrada se somete a un acto de comunión estética que se atreve a pontificar sobre una escritura escurridiza. Los comensales se van presentando en igual número de aforismos simpáticos pero desconcertantes. El séptimo reza: “El ensayo y la crítica, el agua y el aceite. El travesti se disfraza de mujer, no de mona. Es un contrasentido el ensayo ‘crítico’, no así la crítica sobre el ensayo” (Téllez, 2005, p. 71). Contrapone la resbaladiza consistencia del ensayo y el discurso especializado y para-científico de la crítica literaria. Más adelante, en el “Mapa Temporal del Ensayo en la Venezuela del Siglo XX” del libro Elogio en Cursiva del Libro de Bolsillo (2014), insiste en tal dilema con el noveno capítulo titulado “LA OBSESIÓN Y EL OBSTÁCULO: ENSAYO SOBRE EL ENSAYO”. Convoca al inicio la coda relativa a

29 la oposición aparente “ensayo y crítica” en Paisaje del ensayo venezolano (1999) de Oscar Rodríguez Ortiz, quien discierne ambos géneros de manera tajante. Para Téllez, no sólo ha de considerarse la dicotomía en función de las obsesiones de cada cual [la ambigüedad temática del ensayo versus la especialización de la crítica], sino de sus peculiares y muy diferenciados obstáculos: los referidos a la metodología en tanto captación e interpretación resultante. La imprecisión aparente del ensayo se opone a la delimitación y el categorial estrictos de la crítica. He aquí una metáfora con que Téllez hace sentir la tensión entre ambas escrituras desde el torreón de Montaigne: “El ensayo es el mismo laberinto, y como tal tiene una salida, pero también la posibilidad de perderse” (Téllez, 2014, p. 60). ¿Acaso la crítica es el mapa que propone una salida argumental y hermenéutica mucho más segura en relación al texto literario? ¿O, si seguimos a Semprum, ambas modalidades son variantes trascendentales de la escritura? Rodríguez Ortiz, desde la misma plataforma ensayística, propone una reconstrucción valorativa e histórica de tal disyuntiva en el país: Cargada de Amor y Repulsión, “su historia más contemporánea narraría que en un momento se separaron como hermanos peleados; con el tiempo han vuelto a reconciliarse y hasta han sido vistos en público pegados como siameses” (Rodríguez Ortiz, 1999, p. 93). A tal punto, nos cita casos muy interesantes como Julio Miranda, Juan Liscano, Orlando Araujo, , María Fernanda Palacios, José Manuel Briceño Guerrero, Alejandro Oliveros y Francisco Rivera. Destaca no sólo los trabajos amparados en la Academia Universitaria, sino los producidos por el periodismo cultural. El auge ensayístico y crítico de los últimos treinta años, se ha visto interrumpido e incluso entorpecido por la banalización academicista y mediática, la polarización política que pica y se extiende por doquier, la crisis editorial provocada por los altos costos de producción bibliográfica, además del cierre de espacios de discusión en universidades y medios de comunicación. No se consiente la separación de las aguas en canales de escritura chavista y anti-chavista, como lo propuso el crítico Carlos Sandoval en unas desafortunadas declaraciones concedidas al diario Correo del Orinoco. ¿Por qué no retomar el diálogo y la polémica jugando por bandas y de carambola? Unas cátedras libres de literatura, por ejemplo, nos permitirían recobrar más y mejores instancias de discusión y elaboración cultural.

10.- Crítica escrita por mujeres [María Narea (Caracas, 1953), Luz Marina Rivas (Bogotá, 1958) y Sherline Chirinos Loaiza (San Felipe, 1966)].

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El discurso ensayístico de María Narea se hace aterciopelado, no obstante la trascendencia y la organicidad de los temas que toca en su segunda entrega: “Hemisferio Imposible” (2006). La transparencia del libro justifica la gratificación de su lectura. Definitivamente, la María docente no se divorcia de la excelente y cuidadosa escritora que es por fortuna. La lúdica asunción de la Academia va a la par del placer por el arte, profesión de vida y fe en el mundo que se hace palabra sentida y no se entrampa o atasca en pomposas y distantes categorías de entenebrecidas escuelas de la Crítica Literaria.

Subyace en “Hemisferio Imposible” una preocupación por la literatura latinoamericana, en especial la venezolana, encontrándose esta última desatendida –salvo notables excepciones- y a la deriva por la irresponsabilidad y displicencia de nuestro estamento crítico y/o profesoral. Este conjunto de diez ensayos, muy bien estructurado por cierto, supone precisamente una apuesta denodada por la divulgación y promoción de nuestras letras, ello en tanto instancia necesaria de encuentro y discusión pertinentes a nivel continental. Es continuación de un esfuerzo crítico de notable valía iniciado con su primer libro, “Pedro Emilio Coll, un excéntrico del Hamlet Club” (1999). Sin temor alguno, realiza interesantes lecturas del mal llamado Boom de la Narrativa Latinoamericana, centrando su atención en libros paradigmáticos como Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez y La Ciudad y los Perros de Mario Vargas Llosa. Obviando las diferencias ideológicas y personales de ambos autores, destila respeto por ambas propuestas novelísticas. En el primer caso, haciendo eco interpretativo de dos ensayos de Carlos Fuentes, destaca la configuración de Macondo como búsqueda épica de la Utopía, reconstrucción de la historia de América Latina a contracorriente de la historiografía oficial y sus más conspicuos y embusteros publicistas. Ello se desenvuelve en el magma del lenguaje, ambiguo y fragmentario, provisto de superstición, morbo y vísceras: es el cloc cloc de los huesos en el talego-almohada que abraza una Rebeca en su insomne alucinación, o el perturbado transcurrir del tiempo histórico ficcionalizado en la labor de Sísifo que acomete Aureliano como orfebre y verdugo de sus veinticinco pescaditos de oro. En el otro caso, el Colegio Militar engulle en su atmósfera totalitaria a los oficiales y cadetes por igual, para luego vomitarlos al inhóspito espacio de la ciudad de Lima. Sin importar la locación, las instituciones militares, escolares y penitenciarias constituyen el teatro de operaciones por las cuales el estatus quo se enseñorea de los seres humanos en la ausencia de la libertad y la

31 confraternidad. La literatura y el arte, como bien lo resalta nuestra autora en la pericia y fluidez de su espíritu conversacional -pues el discurso ensayístico implica diálogo en libertad-, son la sufrida alternativa al acoso mortal del cautiverio al que nos quiere reducir el orden político, económico y social de turno.

El quinto ensayo de “Hemisferio Imposible” nos regocijó tremendamente. Tantas veces Bryce es una pieza ingeniosa e inteligente en la complicidad de nuestro gusto común por este estupendo autor y personaje. No sabemos, finalmente, quién es quién: Alfredo Bryce Echenique se deja confundir en una múltiple nomenclatura, el Manolo de su primer libro de cuentos Huerto Cerrado, el Pedro Balbuena de Tantas veces Pedro, o el aturdido bufón de sí mismo que es Martín Romaña. La humanidad de este héroe, en su accidentado y resbaloso periplo hacia una Ítaca que es a la vez varios lugares –la nostálgica Lima de la infancia y la adolescencia, París “ciudad luz a la que se le fueron los plomos”, la campiña italiana, por ejemplo-, se tiende febril y embriagada de vida en el Sillón Voltaire de la parodia. Bien nos lo revela nuestra María Narea: “La Epopeya es Imaginación”, este Buda Gautama limeño va en pos del festivo Nirvana, no en balde los desencuentros amorosos y el apoyo financiero de un padre sumido en la decepción.

Otro de nuestros ensayos preferidos del libro es el que trata la paradójica figura del Generalísimo Francisco de Miranda. Se apoya en diversas referencias literarias e historiográficas para recuperar la profunda humanidad del personaje, detenido en nuestro imaginario gracias al cuadro de Arturo Michelena Miranda en La Carraca. El abordaje del personaje histórico y ficcionalizado se ocupa –como pregonaba Gracián en El Confesionario- de leer en el libro vivo que es Francisco de Miranda, no de entronizarlo en el santoral patriotero y chauvinista que, lejos de enaltecerle, le reduce a la unidimensionalidad. Nuestra mirada ha de proyectarse más allá de su nombre inscrito en el Arco del Triunfo de París. Pues, si de virtudes se trata, Miranda auscultó atentamente su época histórica, diagnóstico que le condujo a la vanguardia política e intelectual del momento. Por supuesto, ello en las irregularidades y situaciones extremas típicas de los procesos revolucionarios. El dilatado periplo geográfico e intelectual de nuestro personaje recobrado, apuntó con obstinación al ejercicio de la libertad, ensayando incluso variados y paradójicos medios o artificios.

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El resto de la obra ratifica la transparente prosa de María Narea, amén del atinado enfoque de los temas que la embargan, centrados en la tensión habida entre el discurso literario y el historiográfico. Los ensayos se balancean triunfalmente del rigor intelectual a la sorprendente y asombrada austeridad del estilo, próximo más bien a una conversación de sobremesa. El lector se explayará en la holgura y el solaz de la butaca, dadas las honestas y graciosas coordenadas del pensamiento de nuestra amiga. Es para nosotros una delicia dejarnos llevar por la tierna personalidad de María Narea inmanente en este “Hemisferio Imposible”, ello justifica estas líneas consentidas y acariciadas por su privilegiada y atenta lectura.

Luz Marina Rivas nos presenta “La novela intrahistórica: Tres miradas Femeninas de la Historia Venezolana” (2000), título que desarrolla un bien hilvanado discurso académico sobre tres de nuestras más representativas narradoras: Laura Antillano, Milagros Mata Gil y Ana Teresa Torres. Por supuesto, en el marco de la novela histórica, tema laborado también por Seymour Menton, Luis Britto García y Alejandro Bruzual en el campo de la crítica literaria. En este caso, Rivas propone que la novela histórica escrita por mujeres tiende a deconstruir la historiografía oficial, eurocéntrica y machista desde la intimidad y la actuación de personajes subalternos. La mujer, sin importar su condición socio-económica, educativa y cultural, se va forjando un discurso histórico [y ficticio] reñido con los convencionalismos sociales, estéticos e ideológicos que apuntalan un orden de cosas injusto, explotador y excluyente. Esta trascendental empresa crítica, configura la poética de la novela intrahistórica como ficción literaria que recrea un discurso histórico distinto y diverso: La metahistoria o conciencia histórica cabal y díscola; la fusión de lo culto y lo popular como plataforma del mestizaje cultural; la escritura del mundo íntimo como contrapropuesta discursiva en cartas, diarios y crónicas; y la construcción de personajes ficticios subalternos que facilitan una nueva apropiación de lo histórico. Recomendamos, pues, el ser copartícipes del diálogo multifactorial y sugerente entre Laura Antillano [Perfume de Gardenia y Solitaria solidaria], Milagros Mata Gil [La casa en llamas], Ana Teresa Torres [El exilio en el tiempo y Malena de cinco mundos] y la atenta comentarista que es Luz Marina Rivas, en tanto gratificante consolidación de la escritura femenina en Venezuela y América Latina.

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Sherline Chirinos ha incursionado en la poesía y el ensayo literario y académico. Su poemario “Tentación de Vacío” fue publicado en 1998 por la Gobernación del estado Carabobo. En 2011 obtuvo el premio de ensayo de la Bienal Ramón Palomares con “Gustavo Pereira, la construcción poética de nuestra identidad en tiempos globalizadores” (2013, Casa de las Letras Andrés Bello) y en 2015 fue acreedora del premio de ensayo de la Bienal Rafael Zárraga con “La Canción, esa camarada de Lucha”. Nos referiremos a estos dos textos ensayísticos brevemente. El discurso ensayístico de Sherline Chirinos juega de manera transparente y fluida entre el ámbito académico y el literario, pues el rigor epistemológico establece un puente válido y sentido con la libertad expresiva y creativa. Su lectura de la poesía de Pereira parte primero de una apropiación personal del discurso lírico hasta el extremo de tatuárselo en la piel canela, experiencia individual que no desdice el cariz colectivo y dialógico de la recepción del texto poético ni la integración de la Poesía al resto de las artes y, por supuesto, mucho menos la reconfiguración política, militante y estética del mundo que ella postula. En este caso, el tema de la identidad latinoamericana enclavado en el mestizaje multifactorial y las particularidades de su proceso histórico, constituye una acertada retícula de coordenadas que no banaliza la aproximación a la obra de Pereira sino que la inscribe de manera pertinente en una propuesta liberadora y emergente. La metodología no es problema si el análisis o el discurso argumentativo no se hallan mediatizados por las trampas ideológicas, esteticistas y mediáticas que sustentan a los poderes fácticos del centro y la periferia. Asimismo, la Canción Necesaria de América Latina no puede considerarse un mero ni maniqueo instrumento ideológico y propagandístico de izquierdas, pues implica la confluencia o mestizaje de la poesía, la cultura política insurgente y la música popular que asumen su rol profético de denuncia en contra de las estructuras que nos han oprimido desde el siglo XIX. El inventario o cancionero rebelde excede los límites del género y el mercadeo musical, pues comprende el folclore, la fusión de lo tradicional y lo innovador, amén de ritmos como el rock, el reggae y el ska. Sherline se vale no sólo de una reconstrucción minuciosa del contexto histórico latinoamericano y mundial en el que se ha desarrollado este fenómeno musical, sino también de abrevar en la lectura transdisciplinaria e incluso transgenérica del cancionero latinoamericano como tal. Más que evadir los compartimientos estancos del academicismo afectado negativamente por la Globalización y el mercado, hasta el punto de borrar del

34 mapa las carreras humanísticas a expensas de la fragmentación malsana del conocimiento, nuestra ensayista reivindica los vasos comunicantes y vinculantes entre el arte culto y popular con las ciencias sociales. El círculo interpretativo no fracasa en una actitud arrogante ni onanista, sino se reconvierte en un espacio libre y libertario de diálogo, discusión y producción intelectual que involucre a la comunidad de artistas y estudiosos con las comunidades de trabajadores, estudiantes y ciudadanos de a pie.

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7 NOVELAS DE INICIACIÓN DE AMÉRICA LATINA

1.- Piedra de Mar (1968) de . Más allá de la popularidad y el entusiasmo de la crítica, esta novela representa una muestra paradigmática del género en Venezuela que excede lo legendario. La compulsión vital caribeña, los excesos expresivos de su sentido picante y estrambótico del humor, además de la reconversión hiperbólica y atrabiliaria del entorno real, concitan la complicidad agradecida de los lectores. El desenfado como modo equívoco y lúdico de vida, se desparrama de sus páginas con una maravillosa impunidad, lo cual se corresponde a la inmediatez contingente e informal de su discurso. Ni la perspectiva narrativa de primera persona, ni tampoco el imperio de la oralidad, mucho menos el informalismo que lo emparenta con las artes plásticas venezolanas de su tiempo, responden a un sesudo y frío plan estético e ideológico que le permita al autor entronizarlo en el Panteón o el Canon literario nacional. Diferimos de José Napoleón Oropeza, cuando nos dice que la novela es estupenda pese a la simplicidad de la anécdota “(sin proponérselo expresamente, tal vez)” [Oropeza, 2003, p. 326]. Por el contrario, Massiani y la legión de sus lectores edifican una lectura invasiva pero compasiva en los afectos de la bitácora inicial, juvenil y peripatética de Corcho, nuestro novelista en ciernes. He allí la propuesta fauvista pero deliberada de Massiani: La vivencia recreada antes que el oropel del autor consagrado. La trama y la esencia del discurso narrativo, en este caso tan especial, no se refiere a una insomne empresa de totalización histórica, ideológica y estética; sino al arte contingente de novelar en el hastío cotidiano: “De mis necesidades y costumbres. Hay días que esas ideas se vuelven trenes, o caballos, o ciudades, o montañas nevadas, y es tan fácil imaginarlo, tan fácil vivir en esas montañas y esas ciudades, que al volver a este cuarto, la mesa, la máquina, todo es insoportable” (Massiani, 1999, p. 29). Nos imaginamos a Balzac entumecido largas noches en su buhardilla, tomando jarras de café, rumiando sus veleidades monárquicas y tirándoles flatulencias a los jacobinos. El Ars novelístico en construcción, se cuela sin la estridencia del hallazgo trascendental ni la presunción teorética. Obedece más bien a la inquietud del blanco de la página y el balbuceo torpe y contingente del que escribe: “Estoy tentado a gritarles: <

37 novela será un fracaso, sino vuestras vidas, perros mantecudos, y el interés de cada uno de vosotros, en el uno y en el vosotros>>. (Y ni sé lo que dije. Pero salió lindo.)” [Massiani, 1999, p. 50]. Se infiere y parodia desde el legado narrativo de Cervantes en medio de la risa, el realismo literario y el cinema verité, hasta la disociación de la voz narrativa en la apropiación accidentada del entorno y el espíritu urbano de la República petrolera. La hipérbole no es un recurso o artificio que le facilite una visión desangelada de la coyuntura histórica, tal como ocurre por ejemplo en “Los pequeños seres” (1959) de , corpus tocado por un obsesivo afán detallista en la configuración de la desolación alienada de su protagonista, el oficinista Mateo Martán. En este caso, se vincula a los gags desquiciantes de los hermanos Marx, asestando puñaladas críticas que evidencian el malestar bipolar del mundo: “O como si en la noche te amarraran la cabeza a los pies y al levantarte te dieras cuenta de que no puedes moverte, con la única diferencia de que no es en la noche sino en el día cuando suelo hablar con Flautín”, se refiere a la miseria de la filosofía y el esnobismo intelectual (Massiani, 1999, p. 74). La desilusión estética e ideológica del momento [ligada al fracaso de la guerra de guerrillas y la transición artística desencantada] es confrontada con los trazos irreverentes del dibujante y caricaturista Nelson Moctezuma, las fotografías intervenidas de Claudio Perna o los collages y postales políticamente incorrectas de Dámaso Ogaz. Incluso esta propuesta narrativa de Massiani supone un autorretrato de aparente descuido formal, el cual destila una poética descarnada y diáfana que se burla del propio autor y de sí misma. Como lo chirría este poema pivote de Juan Calzadilla, “sólo alcancé a arrojar brochazos / que no paraban de decirme / <>” (Calzadilla, 2014, p. 41). Por supuesto, la novela no peca de neutra ni insípida en lo político-social, pues se deshace del panfleto consolatorio y el disfraz sociológico del discurso narrativo: Las voces de la clase media caraqueña no sólo son registros orales fidedignos sino, mejor aún, tipificadas como una variación dialectal que revela el carácter funcionalista e ilusorio de ese estamento social. Tenemos la problemática universal de la adaptación al medio, en este caso presidido por el pragmatismo, el prestigio social y el culto al bienestar [o a la cultura de los satisfechos según Galbraith]: “Sucedía que tú de pronto te sentías como rechazado por tu propia raza, sin saber exactamente cuándo y cómo habías comenzado a sentirte solo” (Massiani, 1999, p. 19). Si bien las relaciones de consanguinidad y amistad presuponen los

38 cotidianos e inadvertidos escarceos por el poder emocional y material, los personajes entrañables que acompañan a Corcho en su periplo iniciático o aprendizaje sentimental y existencial [Carolina, Jania, Kika, Marcos, Julia y José], se prestan a ser sus objetos y sujetos de seducción o manipulación. De tal modo que la vida apareje la pulsión de amar al Otro con sus defectos y virtudes, no obstante remar aguas arriba o aguas abajo. Por lo que, sin reincidir en poses románticas, ello se encuadra en una panorámica lírica y amorosa de Caracas, en especial el sector de Bellas Artes, los cafés de Sabana Grande y Chacaíto, amén de las playas del litoral; ello con una implicación paisajística que nos retrotrae la pintura de Manuel Cabré, Armando Reverón, el Petare de Bárbaro Rivas o el cerro El Ávila reconstruido en la ensoñación de Campos Biscardi. La piedra de mar escondida y acariciada por la mano diestra de Corcho, se nos antoja la digitación enamorada que vincula sin protocolos el arte con la vida a plenitud.

2.- Los cachorros (Pichula Cuéllar) (1967) de Mario Vargas Llosa. Al igual que “Piedra de Mar” de Francisco Massiani, esta noveleta conmovió el corazón reavivando las hormonas adolescentes de los lectores. Esta cuarta incursión novelística nos sedujo en virtud de su espontaneidad, depuración técnica que opera en la inmediatez expresiva y el clima lírico que le es muy propio. La oralidad limeña de la clase media, el parvulario y la complicidad juvenil, se desenvuelve sin artificios como registro nostálgico y amoroso del habla, “Era chanconcito (pero no sobón): la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y después siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear y a sacarse malas notas” (Vargas Llosa, 1976, p. 54). No creemos que sea un título menor en la obra del escritor peruano, pues además de sus innegables virtudes, su escritura estaba muy cercana a la conclusión de “La Casa Verde” (1966) y era, si se quiere, simultánea a “Conversación en la Catedral” (1969). Es más, puede acompañarse su lectura con otras afortunadas incursiones en nuestra novelística de formación como “Al Sur del Ecuanil” (1963) del venezolano Renato Rodríguez y “Un mundo para Julius” (1970) del peruano Alfredo Bryce Echenique, igualmente explosivas y celebratorias en las inmediaciones de la nostalgia, cada cual a su modo. Pichula Cuéllar, el protagonista, sufre no sólo su condición de castrado físico por el mordisco del perro gran danés Judas, sino su autoexclusión en el ámbito competitivo de la sociedad de Lima, sea la locación el colegio marista, los boliches o el mundo empresarial capitalista. La escuela regentada por el episcopado represivo, no se diferencia gran cosa del

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Colegio militar de la “La Ciudad y los Perros” (1962), dado el sesgo requisitorio izquierdista de la obra inicial de Vargas Llosa contra los totalitarismos de todo tipo [en 1967, cuando recibió el Premio de Novela Rómulo Gallegos, el autor destacó en su discurso una apuesta por el socialismo encarnado en la Revolución Cubana]. El confinamiento, tanto en el internado católico ultramontano como en el campamento militar escolar, apuntala la soledad, la culpabilidad y la mutilación del ser por vía del envilecimiento de hecho [no importa si en el contexto de la política de ultratumba o el orden cerrado y el comando del día]. A tal respecto, destaca la carga simbólica del Bestiario encarnado en el gran danés que guarda las sacrosantas puertas de acceso a este infierno invertido: “y en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau guau guau, sacudía los alambres” (Vargas Llosa, 1976, p. 55). La letanía religiosa, las repeticiones obsesivas de anécdotas por parte de la grey ebria, el estribillo musical de boleros y milongas, simular la narración deportiva futbolística, amén del lenguaje publicitario en los medios, se integran al magma conversacional del discurso novelístico como reivindicación terrena del lenguaje. He allí la mayor virtud de esta breve y magnífica muestra de este bildungsroman transandino y latinoamericano. José Miguel Oviedo sintetiza la historia en un proceso de seis partes que comprenden el raudo ascenso y desacelerada caída de Pichulita, el anti-héroe miraflorino: “A un ritmo acelerado se muestran los hechos claves que constituyen la vida de los ‘cachorros’, desde el fin de la infancia hasta su entrada a la madurez (de los 8 años a los treinta y tantos, aproximadamente)” [Vargas Llosa, 1977, p. 14]. Se pudiera pues hablar de un vía crucis de mediometraje o una emotiva épica que, sin embargo, dignifica, conforta y festeja a este contradictorio personaje en la memoria de sus condiscípulos [Choto, Chingolo, Mañuco, Lalo, Pusy, Fina, Chabuca, Teresita] y, extramuros del papel, los lectores agradecidos de este álbum literario formidable. Claro está, bajo la mirada intervenida de la adultez y el conformismo: “pobre, decíamos en el entierro, cuánto sufrió, qué vida tuvo, pero este final es un hecho que se lo buscó” (Vargas Llosa, 1977, p. 117). La muerte de Pichulita Cuéllar en un accidente automovilístico, al igual que el actor James Dean y el cantante de tangos Julio Sosa, se nos antoja un acto de expiación más que un posible suicidio: Se renuncia a ser adulto cosificado en el sedentarismo arterioesclerótico del hogar pequeñoburgués, ello en la búsqueda de la eterna y desenfadada juventud.

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3.- Las buenas conciencias (1959) de Carlos Fuentes. Esta novela de formación y autodescubrimiento se inscribe en una indagación, si se quiere, de corte más intimista [si la comparamos con “La región más transparente” (1958) de mayor afán totalizador] del México profundo y sus contrastes históricos, políticos y socioeconómicos. El protagonista, Jaime Ceballos, no sólo se debate entre el catolicismo ultramontano y la implosión liberadora del libre pensamiento, sino también se confronta con el contexto histórico mexicano, su Revolución traicionada, el arribismo político y la soldadesca cristera haciendo de las suyas. Tampoco, dada su tipología literaria, el tenor minimalista aparente y la locación de provincias [Guanajuato], podemos considerarla un título menor o de transición en la obra narrativa de Carlos Fuentes. Por el contrario, este caso puntual de la sociedad mexicana post-revolucionaria, es abordado con el rigor en comandita del antropólogo, el sociólogo y el psiquiatra transpuesto al morbo entomológico naif del niño que jurunga con fuego al alacrán: “Guanajuato es a México lo que Flandes a Europa: el cogollo, la esencia de un estilo, la casticidad exacta” (Fuentes, 1970, p. 14). El bisturí crítico del discurso narrativo, evidencia las tumoraciones y los remiendos de paño de la familia Ceballos- Balcárcel, entorno autoritario y disfuncional en el que se desarrolla la infancia y la adolescencia de Jaime. Sin romper en apariencia con la narración lineal ni el esquema convencional de la trama [introducción, nudo y desenlace], la perspectiva omnisciente forja una presentación despiadada de los personajes en el contexto histórico accidentado de México, desde la Colonia hasta la consolidación equívoca de la Revolución. Ello en un ejercicio analítico de síntesis y antítesis ejemplar. El cogollo o estamento privilegiado activa sus mecanismos de poder vertical puertas adentro y puertas afuera: La intimidad no escapa al influjo de las relaciones sociales de producción y explotación que trajo consigo la traición al Plan Ayala, pues construye día a día sus propias coordenadas de Poder envilecido como discurso y dinámica consanguínea. La ausencia de la madre sumada a la bipolaridad de la figura paterna [la fragilidad del papá Rodolfo Ceballos y la inflexibilidad del tío Jorge Balcárcel, “¿A quién debía obedecer más: al señor elegante, autoritario, o al señor gordo, complaciente?” (Fuentes, 1970, p. 37)], proveyeron de tensión existencial el periplo iniciático y doloroso de nuestro protagonista. Los dilemas ligados a la autoridad pueden conducir, algunas veces, al púber por el camino de la insurrección y la apostasía. En el caso de Jaime Ceballos, los libros prohibidos por el clan familiar y el episcopado

41 retardatarios, los desplantes, la aventura y la rebeldía revistieron en un inicio la realización de su proceso de iluminación interior. Sólo que la asunción posible de un cristianismo primitivo y auténtico, lo contrapuso a la sociedad hipócrita de las tejedoras beatas, los mercaderes de nuevo cuño y los curas alcahuetes del catolicismo institucional. De modo que la austeridad esenia va perdiendo terreno respecto al fariseísmo ritual y esterilizante. La transfiguración ficcional de la tentación en el desierto, no refuerza la fe contingente y vitalista del héroe adolescente: La laceración ni disciplina espiritualmente ni provoca éxtasis místico que lo reconcilien consigo mismo y con el prójimo [“¿Por qué es alegre el dolor? No buscaba –siente, hincado sobre la tierra más dura- este calor suave en las entrañas, este latido alegre. Vuelve a levantar, hincado, el instrumento lacerante” (Fuentes, 1970, p. 135)]. “Echarse encima lo que los demás no quieren”, esto es la crucifixión expiatoria, lo echa de bruces en las aguas turbias del masoquismo, la histeria y la neurosis: La represión del deseo sexual por su tía Asunción, trajo consigo el coito irrealizado con ella que frustró al punto la gula sexual suya y el cruel desquite con un tío Jorge cornudo para siempre. Los pivotes vivos de su fe preñada de contradicciones [el amigo proletario Juan Manuel Lorenzo, el perseguido político Ezequiel Zuno y la madre abandonada Adelina López, despreciados y victimizados por su clan acomodado], se van atenuando para integrar un nostálgico retablo tanto de su amor por el Otro como de la adolescencia misma: “No, no eran las palabras de la Biblia las que explicaban la fe: eran esos dos nombres, esas dos personas que habían sufrido un mal concreto a manos de esas personas concretas que formaban su familia” (Fuentes, 1970, p. 126). La fe religiosa e ideológica fluctúa entonces entre el convencionalismo, la rebeldía y la lucidez. El cristianismo de las catacumbas del adolescente [en tanto modo de vida] pierde todo sentido ante la institucionalidad católica del sacerdote Obregón, tal como ocurre con el Nazarín de la dupla Pérez Galdós / Buñuel: “- Padre- decía la voz escondida entre sus brazos- ¿no podremos ser como Él quiso?, ¿no podremos perdonar el mal de los otros, renunciar a todo en nombre de Jesús, tomar igual que Él las culpas y el dolor de todos y metérnoslos en el corazón?” (Fuentes, 1970, p. 151). La hipocresía del mantuano y el pequeñoburgués no sólo desdice la falta de autenticidad de la religiosidad católica conservadora, sino en especial el fracaso del doble discurso político y la traición de facto a la Revolución Mexicana. Salvo excepciones notables como el General Lázaro Cárdenas, quien nacionalizó la industria petrolera y concedió el asilo

42 político a Trotsky, tenemos el doloroso estigma de la revolución traicionada [en este caso, ayer y hoy por el PRI de Salinas de Gortari y Peña Nieto]. Declara el tío Balcárcel en la plenitud del descaro: “Siempre dije –explicaría entonces- que las Revoluciones, como los vinos, se suavizan con el tiempo. Decididamente hemos superado la etapa de los excesos” (Fuentes, 1970, p. 38). No es casual ni azaroso que la lectura de esta gran obra nos remita a los Caprichos de Goya, los dibujos de José Guadalupe Posada y el singular y asombroso período mexicano del cineasta Luis Buñuel. La adaptación a tan mezquino y horrendo entorno político-social cierra la adolescencia del protagonista: “Voy a hacer todo lo contrario de lo que quería –añadió Jaime-. Voy a entrar al orden” (Fuentes, 1970, p. 189). Él héroe asume, no sin regañadientes, la derrota existencial, cuando baja la cerviz e ingresa a la mansión familiar en un ritual iniciático de abyección solapada.

4.- Los fantasmas (1990) de César Aira. Este narrador argentino se pasea entre lo periférico y lo anti-literario. La presente novela es un ejercicio lúdico de desestructuración del discurso novelístico de formación, pues propone la parodia no sólo de este género sino también del cuento fantástico de hadas e incluso el relato navideño. Su protagonista, Patricia, es una cenicienta desmitificada en un mundo al garete. Parafraseando a Héctor Libertella, Aira cincela su porción del bajo relieve escultórico latinoamericano en el caos inducido por el lenguaje, subvirtiendo y poniendo en duda tanto el mundo como el oficio escritural que pretende recrearlo desde la fragilidad de la palabra: “Elementos [ligados a la nueva mirada sobre ‘el sujeto metafórico oscilante’ de Lezama] que remiten otra vez a la necesidad de mirar globalmente, sin cortes, todo ese mapa de América –esa piedra escrita- donde aparecen grabados tantos signos (propuestas, trabajo…) presentes como tradición” [Libertella, 1977, pp. 69-70]. El motivo de la Torre de Babel revisitada que anima la anécdota del edificio de apartamentos de luxe en construcción, supone un registro caótico de hablas [la bonaerense, la chilena, la confrontación de la proletaria con la de la clase media alta] y, sobre todo, una personalísima arquitectónica peripatética que involucra el tratamiento de personajes variopintos y fronterizos [los fantasmas, claro está, el lumpen proletariado y los histéricos pequeñoburgueses], la desquiciante y descosida trama y el discurso novelístico anclado en la ironía y la irreverencia. La fiesta de fin de año que empalma el ulterior inicio del que le sigue, simboliza en una estridente y frenética risotada la esencia pretenciosa y finisecular del postmodernismo, tren desfasado e impuntual que sin

43 embargo pierde ridículamente el pasajero nervioso y afanoso: “Para decir la verdad, era la fecha en que según los contratos debían entregarse los siete pisos terminados; pero, como suele suceder, hubo una demora” (Aira, 1994, p. 13). No es, por supuesto, una requisitoria simplista contra la ineficacia de la burocracia pública o privada que perturba a la ciudadanía. Por el contrario y en favor de un anarquismo literario colindante con Roberto Arlt y aliñado por el grotesco-criollo, se de-construye la novela misma como variante del aparataje ideológico del Estado burgués, para abundar sobre la gelatinosa condición humana en la que es inevitable reconocernos con desazón y auto-consolación. Los fantasmas, desnudos y traviesos como el Vadinho de Jorge Amado, penitentes como el del parque neoyorquino de Albo Aguasola o desconcertados como el de Canterville de Wilde, integran una legión disparatada [adosada al conglomerado humano de ese monumento horizontal de utilería] que fractura la realidad histórica, ideológica y estética. Son semejantes a una manada de hienas o una bandada de zopilotes que se disputa los restos de las revoluciones francesa, bolchevique, cubana y, por qué no, sexual, realizaciones burguesas y proletarias muy a pesar de la desilusionada militancia: “Los muy pobres, y los muy ricos, encuentran natural tratar de sacar un máximo de provecho de quien tienen adelante” (Aira, 1994, p.19). Por lo que el discurso narrativo, interrumpido a la mitad por un tratado desternillante de especulaciones postmodernas [¿apostillas teoréticas que desparrama la novela burlándose de sí misma?], se nos antoja una nave desquiciada que encalla en el Caos y la Desilusión [¿no les recuerda el viejo edificio de la Compañía de Seguros Carmesí que toma Wall Street en la película “El Sentido de la Vida” de Monty Python?]. A tal respecto la parrafada es la unidad de contenido, despropósito y estilo picarescos, que fundamenta este juego narrativo anti-novelístico como tal, además de la lograda atmósfera sensual, sarcástica y salvaje del descubrimiento sexual de la protagonista, La Patri, reina y diosa heterodoxa de este altar de papel marché, lustrillo y calcomanías cursis complementado por la presencia de los querubines fantasmagóricos proletarios y patricios que se retuercen de deseo sexual explícito por ella. Eso sí, el erotismo coquetea con lo estrambótico y lo pornográfico tanto el que provee la telenovela como el del habla vulgar del macho latinoamericano, no en balde su pulsión como fuerza que apuntala, da sentido y promueve la vida a su alrededor: “Todo consiste en dar con un hombre de verdad, aunque tenga todos los defectos del mundo” (Aira, 1994, p. 67).

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Plantearse la virilidad de los fantasmas y los hombres del entorno afectivo, o la posibilidad del compañero ideal que la complemente, no está reñido con esta jovencita inculta que ha sido acorralada en la servidumbre gratuita familiar de atender la prole y realizar los mandados: “El pensamiento se absorbe de los otros; los otros a su vez tampoco piensan, y lo toman de otros, y así sucesivamente. Se diría que es un sistema que gira en el vacío” (Aira, 1994, p. 106). El humor corrosivo y lúcido [inteligencia luciferina] se vale de la parodia o pastiche criollo de los cuentos del Decamerón [los seis cuentos fantasmagóricos de sobremesa al final de la novela], así como también del tratado antropológico postmodernista abusado y falsificado con sus comentarios distractores o fuera de lugar. La novela de iniciación, claro está, no se presenta como bien o producto manufacturado para un mercado de ocasión, sino en tanto manifestación de lo no edificado ni consolidado: “Si algo representan estas maquetas, es ‘la casa de los niños’, otra forma de lo no-construido” (Aira, 1994, p. 56). La fiesta terrenal [y de ultratumba] no es más que el boicot posible de la sobriedad de la vida con sus rutinas y formulismos que la pervierten y resecan.

5.- Un mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce Echenique. Esta larga y conmovedora novela constituye una radiografía de la burguesía peruana, paradójicamente, en sus escarceos clasistas con el proletariado del servicio doméstico que lo complementa bajo un lirismo enervante sin par. Juega al texto desideologizado que esconde “la cultura de los satisfechos”, tratada sin concesiones por J.K. Galbraith en el ensayo homónimo. La voz narrativa ambigua se pasea entre la perspectiva omnisciente y de segunda persona. Pertenece al Palacio o Castillo, asumiendo un tenor estamental dominante no exento de un cariz tierno y cómplice [incluso en lo interclasista]: “Cuando llegó el mago, el partido ya había terminado. Todos sabemos que ganó el equipo de Martín. Dos a cero: un taponazo de Pipo en el estómago del arquero (cayó dentro del arco), y un puntazo de Martín que hizo añicos una ventana del castillo” [Bryce Echenique, 2005, p. 37]. La superposición y sucesión de los diversos puntos de vista, insertos sobre todo en los diálogos y monólogos, concilia las contradicciones, asociaciones y diferencias entre ricos y pobres fuera de la plantilla ideológica y militante. El proceso de formación y auto-revelación vital de Julius se desarrolla en la mudanza y el acarreo de los artículos de lujo, el mobiliario copioso y la vorágine de sus sentimientos propios. Por lo cual, la problemática que va de la infancia a la adolescencia posee una profunda implicación territorial: El viejo Palacio [el origen y

45 vínculo umbilical], el Country Club [paraíso de transición o limbo portátil] y el nuevo Palacio concebido por Juan Lucas [padrastro] y su madre Susan como consolidación de la vida burguesa limeña. Otra locación, esta vez periférica y sórdida, fue el derruido edificio de vecindad, presidido por Frau Proserpina, una castradora profesora de piano venida a menos, y la linda colegiala cholita que le perturbó el corazón enamorado. La dolce vita justifica entonces no sólo la Arquitectónica y el tratamiento de los espacios que colindan con la comedia, sino también las afinidades del púber en la confrontación y cotización de clases. El imperio de la oralidad pequeñoburguesa peruana, nos remite la consideración brillante del habla de la clase alta [con el substrato popular y mestizo] como prestigio social, cultural y estético en el contexto que comparten los personajes de la casta superior con la servidumbre atenta y díscola. Ello como vehículo delator de la dinámica del Poder en la familia por demás disfuncional: Desde la complicidad mutualista entre el ‘niño’ Julius y la mayordomía de la casa, la presencia eviterna de Cinthia más allá de la muerte, las pataletas y malacrianzas de su hermano Bobby, la inflexibilidad materialista del paterfamilias sustituto Juan Lucas, hasta la sensualidad y alcahuetería dulce de mamá Susan. No se quedan afuera ni a la intemperie de este microcosmos los miembros del servicio doméstico, los cuales aliñan el ajiaco picante de esta sociedad cruenta pero maravillosa de personajes: el chofer Carlos, la ama Vilma, Bertha [la ama solícita de su hermana Cinthia], la cocinera Nilda [la Selvática], la cachifa Arminda, la Decidida, los mayordomos Celso y Daniel. El aprendizaje del protagonista, semejante al del ensayista Michel de Montaigne [de los clásicos greco-latinos a la Campiña y sus campesinos aparceros], se enraizó tanto en el palacio protector como en la áspera calle: El episodio de Julius y los albañiles trabajando en la construcción del nuevo Palacio es por demás ilustrativo y, si se quiere, épico y popular: “Los demás querían seguir conversando con Julius y divertirse oyéndolo hablar. Le enseñaron un montón de lisuras en premio por haber cargado la lata hasta arriba. Ahora ya no lo trataban como a una mujercita y hasta se pusieron hablar sus cosas delante de él” (Bryce Echenique, 2005, p. 229). Los apodos en el colegio y los epítetos funcionan como catalizadores en la categorización psicológica y social, de modo que la repulsión decadente por los más pobres, los distintos y los fracasados asume una arista hiperrealista: “Ya hasta lo conocían y lo recibían con sonrisas: era el niñito orejudo que venía con la cocinera insolentona y el ama requetebuena” [Bryce

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Echenique, 2005, p. 71]. Entre los momentos superlativos de la novela, destacan el monólogo apesadumbrado de Arminda [entre planchada y planchada y en la ausencia de Nilda]; la tristísima muerte de Cinthia en el extranjero [“Cinthia, tú, angelito, junto a tu padre. Cemento” (Bryce Echenique, 2005, p. 63)] y la fábula de la nieta de Beethoven [Frau Proserpina] como instrumento lúdico de la captación equívoca del mundo. El asombro y la curiosidad estimulan la imaginación del joven protagonista y el placer mórbido de los lectores entrometidos.

6.- La muerte del monstruo come-piedra (1971) de Laura Antillano. En su ensayo “Para fijar un rostro. Notas sobre novelística actual” (1984 y 2003), el escritor José Napoleón Oropeza le dedica un apartado a dos novelas de iniciación venezolanas por demás resaltantes: “Piedra de Mar” de Francisco Massiani y “La muerte del monstruo come- piedra” de una muy joven Laura Antillano. Ambos títulos son buenos vecinos tanto en el tiempo como en la concepción espontánea, oral y festiva del género. En el caso de la escritora y docente universitaria, priva la transparencia estructural y la inmediatez del habla adolescente que aporta un testimonio fresco, amoroso y nostálgico de su contexto histórico [década del sesenta, recodo rebelde del siglo XX]. El compromiso político que excede el manifiesto ideológico y literario, se sostiene en sus convicciones filosóficas, éticas y estéticas no en balde el equívoco proceso de pacificación guerrillera en la Venezuela de entonces. El hálito poético adolescente rodea e impregna simultáneamente la cultura literaria, la dramaturgia infantil despojada de populismo sonso, las expresiones artísticas populares y la profecía como denuncia y promoción de la justicia social. La acción política y el oficio escritural van de la mano en el rejuvenecedor ejercicio de la ciudadanía en libertad. El corpus lírico, irreverente y airado de esta primera novela de Laura Antillano, nos demuestra cuánto le ha tocado e influido esa década marcada por una acción insurreccional en lo político, espiritual y estético: “Nos miran deseando asarnos, cocinarnos, convertirnos en picadillo; nosotros somos las llagas, las ovejas negras, los insubordinadores del orden establecido, los tontos, los amorosos, los esperanzados…” (Antillano, 2017, p. 28). Claro está, sin esterilizarse ni autodestruirse en un nihilismo venenoso. La perspectiva de primera persona, no obstante su inmediatez en la tersura y afectividad de la voz, desarrolla en una demostración afortunada y lúdica del dominio de las técnicas narrativas [el ensamblaje de materiales diversos, la escisión puntual del punto

47 de vista narrativo, la respiración del habla], el proceso de crecimiento y autodescubrimiento de la heroína que convive con sus dudas, contradicciones y fortalezas psicológicas. Ello sin pretender asumir los artificios del discurso novelístico como tal. Se impone lo dialógico y el afán de concitar una conversación diáfana y cómplice con el Otro, el lector dispuesto a la celebración y la solidaridad en el dolor. Es la poética de una titiritera prodigiosa que dispone un entorno susceptible al cambio: “Oficio: titiritera. Me lo preguntan al sacar la cédula, al participar en el papeleo, al llenar un formulario, y el escribiente levanta la vista del papel y mira. Su seriedad me dedica un gesto de desdén, de duda, de imbecilidad (más seguridad hacia esto último)”, [Antillano, 2017, p. 42]. Hay una vocación por la reafirmación feminista y femenina de la ciudadana y la cultora que, afortunadamente, dista de extremismos inútiles y odios históricos de género movidos por la revancha. Nuestra protagonista púber establece compartimientos dinámicos y significativos [en el entusiasmo y la intermitencia] con los personajes que la acompañan en su simpático y trascendental viaje de iniciación: Tanto los de su entorno familiar [la Piccola, Gerardo, Pablo, Lucía y sus padres] como los de la pandilla y la camaradería de la calle [El Flaco, Ochoíta, Pepe, El Gato, El Particular, Marina y especialmente César]. Se vale incluso de breves estampas o perfiles enclavados en los afectos, las reminiscencias del álbum fotográfico o el poema en prosa. He aquí una conmovedora muestra: “César, que colocó en el medio de la habitación el enorme motor de la lavadora y te enseñó a Eliot, y ahora anda por allí, con la filmadora al hombro, inventando bosques que quemar, matando esos amaneceres pálidos” (Antillano, 2017, p. 59). Maracaibo es la locación, el paisaje físico y enriquecido en la ensoñación, que modula la respiración del habla a lo largo de esta novela asimétrica como la legión que nos invade y ocupa el alma. No nos sorprende que la oralidad explícita y compulsiva de la Primera parte, conduzca a los brillantes ejercicios de prosa poética de la segunda. Del lienzo multicolor, abigarrado y surrealista digno de Ángel Peña o Énder Cepeda, la voz descansa en el objeto textual fragmentario y lírico: “El lago, nunca sabes por dónde aparecerá, sorprende; no puedes orientarte, yo lo encuentro en todas partes, no puedes decir nunca exactamente dónde está, parece que no fuera uno el caminante sino él” (Antillano, 2017, p. 65). El habla polifónica, poética e inmediata al buen oído del lector, aspira y exhala bocanadas de aire cautivador en el dolor sobrenatural de las cordales. La vida nos provee de la munición nutricia para la boca enamorada.

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7.- Casa de Pájaro (2016) de Radamés Laerte Giménez. En este caso recién horneado, se erige, sin simulación esteticista ni ampulosidad temática, un homenaje sentido al escritor yaracuyano Rafael Zárraga. El propio autor se reconoce a sí mismo en la celebración del Otro, un antecedente suyo y nuestro que nos maravilló con la novela “Las rondas del Obispo” (1982) y el enternecedor cuento “Juan Topocho”, sólo que la ausencia del afán parricida no impide la rebeldía picaresca de su púber protagonista. El narrador omnisciente, despojado mágicamente de los convencionalismos de la preceptiva literaria, se identifica y emparenta con las voces adolescentes, de manera que ellos sí son gente digna de toda consideración. La confusión de la perspectiva de tercera persona y el pensamiento en voz alta del protagonista, toca decisivamente el discurso contingente, transparente y complejo de la novela. Se construye un mosaico verde selva de juveniles registros de habla escindidos y mixturados en el Decir que nos vincula al mundo. Edgar Alejandro Zárraga accede a los libros de su abuelo, teniendo como pretexto y detonante vitalista la realización de un trabajo de literatura en el marco poco propicio del liceo, de modo que el diálogo intergeneracional ennoblece el tesoro literario de la nación. La Pagoda o Casa de Pájaro edificada por el abuelo, es el ámbito sobrenatural y lírico que activa el proceso de descubrimiento y búsqueda interior de Edgar Alejandro, en el cual la sana emulación representa el punto de arranque de la propia personalidad que le contrapone a los vicios de su tiempo histórico: “No se recibe solamente la palabra y la liberación y el súbito despertar: también se recibe la identidad, porque ¿quién puede uno aspirar a ser, sino un Rafael Zárraga?” (Giménez, 2016, p. 68). El ascenso místico [también ontológico] se desarrolla en siete pasos, no con la voz usurpada del abuelo escritor Zárraga que revele un cuadro clínico histérico en el chico. Por el contrario, se apoya en una simbiosis entrañable y familiar que redunda en auto-crecimiento sostenido, libre y placentero. El gran motivo de la infancia y la adolescencia recobrada [tratada en novelas puntuales de Hermann Hesse, Thomas Mann y Romain Rolland], configura un gran suceso del habla mestiza y montuna con sus giros coloquiales [((((de pinga))))], calé tribal [claverricardo o la oralidad al revés] y picantes estribillos [Unga, unga, trembunda]. La mal llamada chiquillada impone en la intimidad de su clan neologismos que falsifican y desmontan la banalidad del discurso académico y político postmoderno [¿no es la escuela una de sus perniciosas instancias proveedoras?]: “El cuerpo está estriado de tanta instantaneidad, de horedad, de minutedad. Está

49 achichonado por someterse a los rigores de este presente sin salida” (Giménez, 2016, p. 11). El habla salvaje de los adolescentes, en este caso, absorbe la sensualidad telúrica del campo y la selva de Yaracuy para imprimirse a sí misma una musicalidad que estimula hasta el apetito cachondo de la lengua: “-A que te la hacei cuando lleguei…” (Giménez, 2016, p. 14). La Parodia de los epítetos homéricos apunta o, mejor aún, arremete con humor iconoclasta los roles familiares y, por ende, desnuda hasta el tuétano las relaciones disfuncionales del Poder familiar con sus premios y castigos que se asimilan a un conductismo primitivo y autoritario: trátese de la “mamá de las comidas sabrosas”, “la madre de las vergüenzas”, “la madre de las tristezas”, “el papá de la cartera”, “el papá de los cansancios”, “los abuelos de los misterios” o “la pagoda de las prohibiciones”, por ejemplo. La yunta Edgar / Ricardo, los condiscípulos inquietos, expresan con desenfado y naturalidad la compulsión vital, erótica y gástrica hecha habla y literatura emocionantes. Las marchas y contramarchas en la consolidación de la personalidad y el Decir propios que le relacionen con el entorno, asumen la forma del bestiario y la metaforización objetual. El muchacho se confronta en un espejo sin azogue para ver el tigre simétrico de Blake: “Es para dudar, puede ser un acierto o no esa búsqueda de identidad desde una imagen felina, acechante, silenciosa y triste a la vez” (Giménez, 2016, p. 67). El ejercicio accidentado y refrescante del libre albedrío, sin las irrupciones de los aparatos de propaganda ideológica y alienante dentro y fuera de casa, es la clave por medio de la cual nuestro joven héroe despierta y se reencuentra en las aguas cálidas de la vida.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Aira, César (1994). Los fantasmas. Caracas: Fundarte. Antillano, Laura (1971). La muerte del monstruo come-piedra. Caracas: Monte Ávila Editores. Antillano Laura (2017). La muerte del monstruo come-piedra. Valencia, Venezuela: Edición Word de la autora. Bryce Echenique, Alfredo (2005). Un mundo para Julius. Buenos Aires: Planeta / Booket. Calzadilla, Juan (2014). Poesía por mandato. Antología personal (1978-2012). Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana. De Nóbrega, José Carlos (2011). Salmos compulsivos. Valencia, Venezuela: Ediciones Protagoni, c.a.. Fuentes, Carlos (1970). Las buenas conciencias. México: Fondo de Cultura Económica. Giménez, Radamés Laerte (2016). Casa de pájaro. Caracas: Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. Hernández Álvarez, Freddy (1995). Huayra: la transparencia. Barcelona, Venezuela: Ediciones En Ancas / Utopoilibris Editores. Linares, Sol (2013). Canción de la aguja. Caracas: Fundarte. Libertella, Héctor (1977). Nueva escritura en Latino-América. Caracas: Monte Ávila Editores. Massiani, Francisco (1999). Piedra de Mar. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana. Narea, María (2006). Hemisferio Imposible. Caracas: el perro y la rana. Oropeza, José Napoleón (2003). Para fijar un rostro. Notas sobre la novelística venezolana actual. Valencia, Venezuela: Ediciones del Gobierno de Carabobo. Vargas Llosa, Mario (1976). Los cachorros. Barcelona, España: Editorial Lumen.

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ALGUNAS PROPUESTAS NOVELÍSTICAS LATINOAMERICANAS (CON BONO IMPRESCINDIBLE)

1.- Cien años de Soledad (1967) de Gabriel García Márquez. Qué decir del Gabo, cuando aparentemente todo está conversado y llueve sobre mojado para bien o para mal. En la indecente apreciación de este narrador y ensayista compulsivo, constituye mi primera referencia literaria. Ambos estamos conscientes de que sólo servimos para escribir con la mollera, el corazón y las tripas. Si “La Hojarasca” me trajo visceralmente a Macondo con su tropical calor pegajoso, sus supersticiones y miedos viscerales incendiarios [no en balde los catorce grados centígrados de la Caracas de entonces aparejados con los ardores púberes], “Cien Años de Soledad” supuso una revelación asombrosa, esto es la literatura como apertura y cierre de la Totalidad astillada y discontinua que nos abraza; bandada de múltiples voces entrecortadas que recoge y dispersa su compulsión en la recreación del oprobioso mundo amado, los amores no correspondidos y las causas inauditas a defender que sólo delatan nuestra inconformidad y desadaptación. He de confesar que obtuve más plata escribiendo trabajos diferentes sobre ambas novelas para mis flojos condiscípulos [¿un ejercicio naif de heteronimia?], que los billetes colectados para recoger y pagar las apuestas hípicas con las que recorría La Pastora en Caracas o Tarapío y Caprenco en Valencia, la de San Simeón el estilita. Como pueden constatar, de ahí viene esta terca pasión por las palabras que tan sólo busca ensayar junto a ustedes una conversación sobre los autores que nos gratifican y honran en el juego bifronte del lenguaje. No nos caigamos a embustes: Soy un cronista mercenario de estos días sin dispensación, flaco de hambres y hambriento de amores como el protagonista de “Memorias de mis putas tristes”, una de sus novelas más simpáticas y enternecedoras. ¿Cómo no reencontrarme con García Márquez en el realismo poético de “Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes” de Doña Ana Enriqueta Terán, o las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia recreadas por Billo, o ese homenaje vitalísimo de Rubén Blades y Seis del Solar que es “Agua de Luna”? Pese al terror compartido con Salvador Garmendia en cuanto a revisitar las páginas monstruosas de las grandes novelas que cautivan la memoria, me resta abrevar en el lamedero magnífico de “Cien Años de Soledad”, pues los condenados de la Tierra siempre forjan sus oportunidades de redención con maniático denuedo y amor desencaminado.

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2 y 3.- 1966-1967, otro dueto novelístico: El lugar sin límites (1966) de José Donoso y Cambio de piel (1967) de Carlos Fuentes. Ambas novelas fueron escritas simultáneamente en un mismo lugar compartido en auténtica yunta amistosa. Esta locación fue la casa de Carlos Fuentes ubicada en la calle Galeana de México: “Yo tecleaba metido en la sombra del pabellón del fondo del jardín. Al otro lado, en la casa grande, con Las estaciones de Vivaldi puesto a todo lo que daba el tocadiscos, Carlos Fuentes escribía Cambio de piel” (Donoso, 1983, pp. 80-81). José Donoso escribió la noveleta de aproximadamente 80 páginas [indudable joya del género en Latinoamérica] para sacudirse un período de esterilidad creativa, lo cual facilitaría asimismo la redacción y publicación ulterior de su tercera novela “El obsceno pájaro de la noche” (1970). Estructurada en doce capítulos, tiene como pivote marginal a Manuela, el antihéroe travestido, acosado por la represión sexual, psicológica y social del entorno. El aparente minimalismo de la anécdota muta en una épica desmitologizada de la desesperanza. A tal respecto, Hugo Achugar concluye que “La novedad o el atractivo de esta novela no consiste en hacer ingresar un personaje o una temática relativamente inédita en la narrativa latinoamericana sino en su propia estructuración y en su escritura” (Donoso, 1990, p. XVII). La perspectiva omnisciente, la cual simula un tenor objetivo, se deja acompañar e invadir por las voces de algunos personajes que rumian su miseria al desnudo. La fusión atribulada de los puntos de vista narrativos se realiza en el discurso inmediato, documentalista y áspero del discurso novelístico. Estación El Olivo constituye el lugar sin límites de la tragedia que involucró a Manuela, su hija la Japonesita y su victimario acosador Pancho Vega: “El Olivo no es más que un desorden de casas ruinosas sitiado por la geometría de las viñas que parece que van a tragárselo” (Donoso, 1990, p. 24). El pueblo se debate entre la sobrevivencia y el desalojo a raíz de los caprichos e intereses de Don Alejandro, senador y terrateniente todopoderoso. La arquitectónica dispareja, vertical y omnímoda del Poder rural condiciona la precariedad y decadencia ineludibles del poblado y sus habitantes, carenciados de servicios públicos básicos como la electricidad y sitiados en el patio trasero del latifundio: “Y durante la vendimia el olor a vino invadía al pueblo entero y después, el resto de año, quedaban los montones de orujo pudriéndose en las puertas de las bodegas. Asco. Ella [la Japonesita] tiene ese mismo olor a vino, como los hombres, como las putas, como el pueblo” (Donoso, 1990, p. 66). El lupanar es el enclave espacial, focalizado y estético del pueblo, no en balde

53 ser una de las últimas casas por adquirir y derrumbar a expensas del imperio feudal de Don Alejandro: Esta metáfora del Infierno en la Tierra tiene como cortina raída y descolorida la cultura popular del bolero y el tango que subliman el hambre y el desamor. La inmediatez de la prosa, al igual que el discurso fílmico despojado y surreal de Buñuel en su período mexicano, destacan hasta el pequeño detalle morboso la sordidez del ambiente en el que se mueven y exponen al desamparo los personajes en una absoluta precariedad. Simulando el realismo sucio de la novela negra norteamericana, valga el recurso del transgénero literario que va de lo policial a la tragedia griega o el Apocalipsis bíblico, Manuela y la Japonesita se convertirían en las víctimas propiciatorias de un orden enfeudado y machista, dado que eran los eslabones más débiles de tan rigurosa e inflexible pirámide socioeconómica: el lumpen proletariado de las meretrices y los homosexuales. La Japonesita se encuentra en una situación mucho peor que la de la hija natural, pues fue engendrada por Manuela y la gran Japonesa, regenta del burdel, en el marco equívoco de una apuesta entre borrachos trasnochados. El travestismo y la resignación femenil pasarían a ser parte de la sintomatología de un cuerpo social desahuciado. Pancho no descarga su furia parricida contra Don Alejandro, su presunto padre y dueño de su desconsolado destino, sino de manera despiadada en la infortunada Manuela, detritus social que le mueve a la repulsa moralista ultramontana [sublimando, paradójicamente, una inquietante e inoportuna atracción sexual: “el viejo maricón que baila para él y él se deja bailar y que ya no da risa porque es como si él, también, estuviera anhelando” (Donoso, 1990, p. 70)]. Las cartas, pues, estaban echadas. El corazón depredador de Pancho [negando su latente homosexualidad] anunció el homicidio cuando llegando a Estación El Olivo, hizo cantar el claxon de su camión rojo a rebato, como remedo o parodia desangelada de las trompetas apocalípticas de San Juan.

Cambio de piel, acreedora del Premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral en 1967, es una novela fascinante muy a pesar de algunos detractores suyos. Si bien el escritor español J. M. Caballero Bonald no oculta su entusiasmo por su discurso un tanto hermético que redunda en la “capacidad crítica para agredir el lenguaje, como él diría, para desmontarlo y volver a construirlo con un nuevo valor dialéctico” (Tola y Grieve, 1971, p. 57), para su colega y paisano Rafael Conte “es una gran novela frustrada” (Tola y Grieve, 1971, p. 111), juicio valorativo poco propicio con el que no nos identificamos.

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Acompañamos al cubano Emir Rodríguez Monegal (2003), cuando la considera una propuesta que se regodea en los giros lúdicos, exploratorios y creativos del lenguaje, tal como la desarrolla su antecedente novelístico más cercano, la paradigmática Rayuela (1963) de Julio Cortázar. Sin embargo, Rodríguez Monegal le manifiesta al mismo Fuentes una salvedad esencial: “Me parece que toda la primera parte abusa tal vez demasiado de los detalles del realismo concreto de cada situación y (…) al lector le cuesta bastante (…) llegar hasta el momento en que puede empezar a atar los subterráneos hilos de la historia” [Rodríguez Monegal, 1977, p. 127]. A lo que el autor le responde con una pregunta que connota la relación intrínseca de ambos bloques: la dificultad de lectura trae consigo el juego equívoco de la captación, no sólo de la novela sino de la realidad recreada. La “espesura” novelística se desenvuelve en la sencillez de la anécdota: Dos parejas que viajan a Veracruz y hacen escala en Cholula para visitar pirámides aztecas antiguas. Además del intercambio de parejas en el adulterio con sus desajustes y reacomodos emocionales, tenemos la simultaneidad de planos temporales, históricos e historiográficos [la Conquista de México por Cortés, los campos de concentración nazis y el presente novelado previo al mayo francés y la matanza de Tlatelolco]. El Domingo de Resurrección de 1965 supone un contexto de desilusión ideológica y estética adosado a un alienante culto funerario. Por tal razón, las perspectivas intermitentes de tercera, primera y segunda personas se yuxtaponen e identifican en la empatía y la repulsión: No se trata de pontificar ni de establecer coordenadas políticamente correctas, sino de exponer con crudeza el desamparo y la escisión de la humanidad mestiza. El viaje remeda las road movies para hacer un registro polifónico de la búsqueda interior [¿o condena prometeica?] del Narrador y las duplas Elizabeth, la gringa / Javier, el escritor mexicano e Isabel, la jovencísima mexicana/ Franz, el arquitecto checo. Claro está, el instrumento no es el peyote ni la ensoñación mística: El carro se nos aparece como una catedral móvil del siglo XX, valga la alusión a Roland Barthes. La interacción endógena y exógena de las parejas contrapone el centro con la periferia: La problemática del mestizaje, encarnado en La Malinche o en el Inca Garcilaso de la Vega, se astilla sin soluciones de continuidad en el síndrome del Doctor Jekill y Míster Hyde: El Doble o döppelganger no es una revisita inútil ni culterana del romanticismo europeo, por el contrario, revela la precariedad de los puntos de vista que entenebrecen la mirada intervenida por los poderes fácticos de turno [el discurso y la praxis

55 tanto del mantuano como del salvaje]. Por ejemplo, la obsesión culterana de algunos personajes apunta a parodiar, caricaturizar y desmontar la disfuncionalidad de la clase media o pequeña burguesía latinoamericana. No se puede capturar ni pulsar la esencia contingente y paradójica de la hermenéutica histórica con el distractor ideológico, sociológico o cultural que adorna todo discurso academicista, sino en visualizar su influjo complejo y multilateral en la cotidianidad a secas. A estas alturas, se comprende que la reivindicación de la industria cultural, el mal gusto, el camp, el pop art y la cultura popular, operan no sólo como señalización del mapa mestizo de su tiempo, sino también en tanto motivo de cuestionamiento al academicismo. Los hitos técnicos de la novela posibilitan bucear en la ficción y la realidad recreada con placer y pertinencia, no obstante su hermetismo aparente: La enumeración caótica en la respiración entrecortada de la voz narrativa, la anarquía cronológica, el detallismo hiperrealista que roza el morbo y la desmitificadora de-construcción del discurso literario. He aquí la esencia de esta proverbial proposición indecorosa: “Imposible vencer esa realidad fragmentada creando su equivalente literario. ¿Para qué? Si la fragmentación real ya existe sin necesidad de la literatura” (Fuentes, 1984, pp. 194-195). ¿No les parece que es una de las mejores aproximaciones a la vinculación dinámica e intensa de la literatura con la vida? Por supuesto, no se puede echar de menos el erotismo, la cualidad amorosa y ontológica de su corpus imbuido en la carnalidad plena. Evocamos el diálogo de sobremesa que exhibe la alta sensualidad inicial del emparejamiento entre Elizabeth y Javier en el episodio griego, destacando frases breves que funcionan como catalizadores en verso del texto en prosa: “Ninfas y sirenas y oídos sellados para no escuchar el canto y la tentación del mar” (Fuentes, 1984, p. 76). O el episodio argentino y voyerista en el que ellos mismos devoran y se apropian de la judía del edificio de enfrente, toda una delicia concupiscente: “Miriam la muchacha de enfrente, una hebrea de orgasmos negros, casada, entretenida, viuda, soltera. El descubrimiento de América. Bullshit” (Fuentes, 1984, p. 149). Qué decir del pasaje en el que Javier y Elizabeth se sinceran, escarnecen y hieren, dada la fragilidad y decadencia de su vínculo marital. El Edén portátil, rebasado por el miedo, los complejos y las frustraciones se desmorona inevitablemente. En otras palabras, el conocimiento depredador entre caníbales revela qué tan corroídos y resecos se encontraban, ello en el marco del sexo libertino y desesperado que busca rescatar días más placenteros: “y allí se

56 mezclan y se besan y se unen y estallan las dos leches y cuando caes vencida, boca abajo, él te vuelca y te rasga” (Fuentes, 1984, p. 320), de donde el narrador se proyecta como tercero en discordia, testigo impertinente que se masturba con su voz nerviosa y acelerada. El revisionismo cultural occidental, con sus referentes notables y razonamientos apóstatas, remiten al lector a confrontar con la ortodoxia, los dogmas religiosos e ideológicos, además del ejercicio pervertido de la política como síntoma de las revoluciones traicionadas. Se mide la resistencia lectora y escritural en este Maratón novelístico que, por ejemplo, emparenta “El Gran Inquisidor” de Dostoievsky con el afán confesional y militante de “Mi Vida” de Trotsky: “ponte a rumiar que la política es el estudio de las luchas humanas por el poder relativo, no por la organización final idealista y que gobernar consiste en mantener a los sujetos sujetados para que no ofendan tu poder” (Fuentes, 1984, p. 285). Por otra parte, mucho antes del Juicio Finisecular de la trama que derrumba la pirámide azteca matando a Elizabeth y a Franz, nos topamos con dos personajes de Carlos Fuentes en un sarao bestial de las clases acomodadas: Además del funcionario sobreviviente que es Javier, tenemos a Jaime Ceballos [el conformista a conciencia de la novela “Las buenas conciencias”] y Artemio Cruz [el traidor por naturaleza de la Revolución de Zapata, Villa y Cárdenas]. Incluso, el Narrador se sirve de “Rayuela” como almohadón de plumas, evadiendo o, mejor aún, reconociendo su influencia lúdica y anti-didáctica en un guiño entre compadres y camaradas: “Apoyé la cabeza contra el ejemplar de Rayuela que uso como almohada y le dije entonces vamos a invertir los papeles. Yo, como buen intelectual –ja, ja- latinoamericano, sólo sé hacer afirmaciones grandilocuentes!!!” (Fuentes, 1984, p. 377). La impostura no se dirige al parricidio ruidoso de la novela-padre, sino al apuntalamiento de las afinidades electivas de la mafia que integró Carlos Fuentes junto a Cortázar, Donoso y Vargas Llosa. Al igual que el texto alucinógeno y apocalíptico posterior a la destrucción de la pirámide, tanto los personajes como el autor y sus lectores cómplices son procesados en el juicio kafkiano y amañado de esta novela magistral que juega a la impostura estrambótica de la literatura apócrifa.

4.- La Guerra del Fin del Mundo (1981) de Mario Vargas Llosa. En el “Canon Occidental”, Harold Bloom ubica “La Guerra del Fin del Mundo” de Vargas Llosa en su corto y polémico inventario de obras paradigmáticas de América Latina, pero obvia la fuente literaria que la alentó: “Los Sertones” (1902) de Euclides da Cunha. Afortunadamente, el

57 escritor peruano y marqués español reivindica a su colega brasileño, tanto en la dedicatoria como en la propuesta personal atinente al género de la nueva novela histórica en América Latina. A tal respecto, esto es la simbiosis dialógica entre ambos autores, Seymour Menton (1993) establece que “El ejemplo extremo de la intertextualidad es el palimpsesto, o la re- escritura de otro texto, como La guerra del fin de mundo de Vargas Llosa, re-escritura en parte de Os sertôes de Euclides da Cunha” (p. 44). Por supuesto, no se trata de una reedición del mito de Pierre Menard y su contraescritura del Quijote. El episodio de la Guerra de Canudos se desarrolla en el ejercicio libre de la escritura creativa, eso sí, respetando el antecedente: Partiendo de la óptica positivista compulsiva del ensayo de da Cunha, fluye la proposición novelística salpicada de hiperrealismo y transfiguración ficcional de los evangelios, dadas las connotaciones religiosas y políticas de la insurrección armada de Antonio Conselheiro en 1896-97. Este extraño personaje histórico, entre el misticismo franciscano y el fanatismo ultramontano, es tratado por Vargas Llosa como si se tratase de un retrato acometido por El Greco: “una figurilla alargada, oscura, de cabellos negros y ojos fulminantes, envuelta en una túnica morada” (Vargas Llosa, 1985, p. 15). Por ende, la hipérbole es el recurso expresivo dominante que marca la calidad de este mural novelístico y épico, sobre todo a la hora de recalcar el espíritu mesiánico de la empresa rebelde con que el Consejero convocó a los bandidos, los fenómenos de circo y el campesinado venido a menos: “Y, como los bandoleros, lo respetaron las serpientes de cascabel que asombrosamente y por millares brotaron en los campos a raíz de la sequía” (Vargas Losa, 1985, p. 19). La precisión estilística y los logros en el ritmo de la escritura sostienen este estupendo reportaje novelado: La avanzada o peregrinación finisecular de Antonio Consejero, es el hilo que enhebra las historias de los conversos por incorporar en su combate a los perros de la República. Efectivamente, el lector se encuentra ante una novela coral que involucra a personajes de diversa ralea, inauditos y entrañables: el anarquista escocés Galileo Gall, el periodista miope, el Barón de Cañabrava, Jurema, el Coronel Moreira César, María Cuadrado, el León de Natuba o el lumpen deforme del circo que se desparraman en el sertón de Canudos. Nuestro autor pareciera parodiar el discurso anarquista y revolucionario, cuando cita, manipula y falsifica las cartas de Galileo Gall: ¿Dispone una antesala al neo-conservadurismo que Vargas Llosa defiende hoy bajo un disfraz liberal? La Literatura y la Historia explicitan hasta el despropósito esta coyuntura

58 paradójica, en la que católicos ultramontanos desprovistos de cultura política y teológica, se hayan entusiasmado por el Buen Jesús para desmontar la República Federal de Brasil simulando una bandera anarquista en la agenda y la estrategia político-militar. El orden cronológico, salvo algunos saltos al futuro novelado o flash backs, calza con un discurso que mixtura la crónica, el Nuevo Periodismo y la Historia con sus interpretaciones encontradas. Los partes de guerra del Ejército Federal brasileño, el reportaje del periodista miope [¿envuelto en las sombras?, ¿una alusión mórbida al mismo da Cunha?] y las cartas de Galileo Gall son versiones disímiles entre sí que incluso se contradicen a sí mismas. Del mismo modo, el punto de vista omnisciente imperturbable y en ocasiones dídimo responde al pulso narrativo dinámico del discurso novelístico. El fraseo corto y las interrogantes dramáticas humanizan la voz narrativa en lo contingente y lo incierto. La crisis de las ideologías, el fin de la historia y la decadencia de los Grandes Relatos, se extrapolan a la luz de las alianzas y los duelos a mordiscos entre los bandos militares y políticos. Tenemos, por ejemplo, la sátira del discurso parlamentario, las medias verdades mediáticas y las arengas marciales que rozan la comicidad; el encono bélico e ideológico del coronel Moreira César; o el reducido circo anarquista y marginal en peregrinación inútil en pos de la Utopía revolucionaria. Vargas Llosa, si se quiere, reescribe paralelamente a Euclides da Cunha con estupendos cuadros bélicos: El antecedente fusiona con maestría el positivismo inquisitivo y el post-romanticismo épico con un pincel terrorista e indignado, grabando imágenes relativas a los abusos e iniquidades de ambos bandos en furiosa pugna [“A la margen izquierda del camino, erguido en un tronco –como una percha de la que colgase un viejo uniforme- el esqueleto del coronel Tamarinho, decapitado, los brazos colgados, las manos de hueso calzando guantes negros”, da Cunha, 1980, p. 249]; mientras que el consecuente, casi ochenta años después, dibuja al vuelo hiperrealista endurecido tanto la metáfora del ejército federal [“Ahí están ya fusilando a la serpiente desde las rocas de las Umburanas, dándole el último empujón hacia la Favela”, Vargas Llosa, 1985, p. 300] como las febriles, cruentas y jesuíticas emboscadas insurgentes de los Joâo Grande, Pajeú, Joâo Abade o Pedrâo.

5.- Madama Sui (1995) de Augusto Roa Bastos. El centenario del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005) no debe bastar para (re)leer su obra narrativa [novelas como “Yo el Supremo” e “Hijo de Hombre”, o los cuentos de “El trueno entre las hojas” y

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“Moriencia”], sino también en la reconsideración de la transformación política, socio- económica y cultural del continente, dado el actual repunte oprobioso de las facciones reaccionarias en países como Argentina, Brasil, Chile y Paraguay. Especialmente, cuando el patriarcado conservador ha arremetido contra la mujer, bien sean dirigentes políticas [Dilma Rousseff], activistas sociales [Milagro Sala, Berta Cáceres] o ciudadanas víctimas de la trata de blancas, la explotación laboral, el maltrato de género y el asesinato vil. En 1995, Roa Bastos nos obsequia una linda novela feminista, “Madama Sui”, cuyo auténtico humanismo amoroso y alto vuelo poético reivindican a la mujer latinoamericana. Por fortuna, esta propuesta dista tanto del extremismo revanchista como del populismo mal habido. La biografía novelada de la amante preferida del dictador de turno, paradójicamente, desmonta el Poder megalómano desde la dupla disfuncional Dictadura / Prostitución: “El dictador omnímodo encontró en la prostitución de la mujer el elemento primario, el más vulnerable pero también el más eficaz, para promover la corrupción generalizada de la sociedad”. Por fortuna, la trabajadora sexual no es criminalizada como las mujeres rapadas y linchadas por la hipocresía de sus victimarios también colaboracionistas pasivos de los nazis en Francia. La voz masculina narrativa [incluso la del autor] asume la voz y la sensibilidad femeninas en tanto acto lírico de solidaridad y contristación liberadoras: “he tratado de escribir la historia de Madama Sui tal como la hubiera escrito una mujer”, lo cual nos retrotrae la tesitura femenil del Cantar de los Cantares y las jarchas mozárabes, esto es el coito amoroso de lo épico y lo íntimo. El discurso de la novela reconcilia en la contradicción, la poesía y el afecto, los relatos del narrador testigo y los cuadernos de Sui provistos por su arquitecto enamorado Ottavio Doria. Otro punto a favor de esta novela aterciopelada, radica en la construcción mestiza no sólo del personaje femenino principal, sino también del clima cultural diverso que fluye en el espacio y el tiempo histórico sugeridos al universo lector. La fusión de lo latinoamericano en el habla y la cultura mixturados [referencias en el español y el guaraní], incorpora el espíritu sedoso y enigmático del Lejano Oriente [el japonés]. Pareciera apuntar a la vindicación y al parricidio respecto al Modernismo de Darío, cuando la evasión exótica se complementa y contrapone al endurecido y oprobioso contexto político y social de la dictadura paraguaya del Taita castrador Stroessner. En esa atmósfera enriquecida de contradicciones que recoge y dispersa la exquisitez burguesa y la hiel mascada por las

60 mayorías, no sorprende que Roa Bastos se valga de una cortesana cercana al dictador para explorar la condición de subordinación y subestimación de la mujer en América Latina. El machismo es un constructo social y ultraconservador que fundamenta el discurso [la mujer como ente diabólico por domar] y la praxis [la cautividad femenina en el hogar y el burdel] del Poder vertical y absolutista, no importe que se disfrace de República con sus parlamentos y tribunales domesticados por el caudillismo. La condición marginal de Madama Sui, desde el punto de vista sociológico y en tanto entidad lírica y ética [trascender el bien y el mal], le permitía admirar a Evita Perón y concluir que las mujeres aceptaban de buena o mala gana el camino torcido que les imponía el Macho: “No entendía tampoco – por parecerle imposible- que un hombre pudiera consagrarse a rendir a la mujer la protección primaria de asegurar su bienestar material, después de llenarla de hijos, de trabajos, de padecimientos, como si se tratara de una simple bestia de carga”. Sólo que la mentira piadosa de su libertad individual y sexual, se vería confirmada de guisa cruenta por el control de la figura masculina autoritaria, hasta el punto de deponer la independencia existencial a cambio de la vida de su verdadero amor, ÉL, encarnación de la ira guerrillera y libertaria. El erotismo de la heroína fluye salvaje y naturalmente en la ausencia y contraposición de la represión, la superstición y la culpa farisaica que esconde la frigidez tibia de las damas oligarcas, prisioneras asimismo del Poder fáctico que las reseca. Las interrogantes sin respuestas fáciles de implementar, justifican esta crónica apasionada sobre una mujer cercana y a la vez mítica que se movió entre el Eros devoto a ÉL, el amado rebelde, y el sacrificio de cohabitar con el Tirano Stroessner: “¿Es tan corta la distancia entre la inocencia total y el completo envilecimiento? ¿O es que simplemente no se interfieren y se complementan entre sí?” Madama Sui intercambiará con nosotros una segunda oportunidad en el Amor Loco.

6.- La Pasión según G.H. (1964) de la escritora brasileña Clarice Lispector (1925-1977) posee muchísimas virtudes difíciles de sintetizar en pocas líneas. Esta novela es también un gran poema en prosa. La austeridad y el minimalismo de la anécdota nos comunica, paradójicamente, muchas cosas: Apunta a una épica de la cotidianidad que se fundamenta en la legión de voces de adentro. La introspección de su personaje protagonista, G.H., plagada de repeticiones, balbuceos, idas y vueltas, nos atrapa iluminando el laberinto interior. Ella, ama de casa y escultora pequeñoburguesa, reconoce en el Otro, su prójimo

61 más humilde y marginal, la gigantesca dimensión de sus prejuicios de clase: La lucha de clases con sus odios recíprocos y viscerales [los de Janair, la sirvienta, y G.H., la matrona], amén del maremágnum de las contradicciones que trae consigo, la proveen del instrumental que haga posible su liberación y paz interior. A tal respecto, G.H. cuestiona su relación con un Dios que la reseca: se trata de la reconciliación por vía de un cristianismo comunitario en la Catacumba de su apartamento de lujo. La indagación ontológica y metafísica de la protagonista ante la cucaracha aplastada, se nos antoja un viaje portentoso que simula el trance místico de un San Juan de la Cruz o los desvaríos alucinógenos de Jack Kerouac, Henri Michaux o William Burroughs. Por supuesto, el arte de la novela es dignificado en esta propuesta, pues vindica las retículas amorosas que vinculan, en este caso, al lector, el autor, el personaje principal y los clásicos de la literatura y el arte. G.H. no sólo nos lleva de la mano, sino también nos impele a llevar su cruz a un Gólgota portátil y personal harto impactante. Nos refiere Pedro Téllez, en alusión crítica a los sonetos barrocos y conceptistas de Miguel de Guevara, una versión nada cómoda de la vía dolorosa: «En Poned al hijo en la cruz será Dios mismo el que descienda, por segunda vez, al idioma castellano. En el soneto pasa por el ojo de la cerradura con sus camellos y ricos». La transfiguración ficcional no estriba en una unidimensional imitación de Cristo, sino en una versión problematizadora de los evangelios: se sacude el alma en la consideración solidaria del dolor del Otro, encaramando el cuerpo estragado en el oprobioso madero, para bajarlo luego y regresar triunfante del Sheol, el Hades o el Orco. La existencia es el ascenso del alma a la liberación del individuo que ha de repercutir en el entorno que le acoge y acogota.

7.- Blanco Nocturno (2010) de Ricardo Piglia. En esta entrega novelística que le hizo acreedor al Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos” 2011, Piglia desmonta sin estridencia ni artificios el canon del relato policial heredado de Poe, Conan Doyle, Hammett y Chandler: se recompone el género en una suerte de sentimientos encontrados que transita de la devoción a la repulsión. No importa el mero esclarecimiento del enigma [en este caso, el asesinato del aventurero Tony Durán], ni tomar la intrigante trama como pretexto expresivo [sea el lenguaje refinado como vehículo apolíneo de la lógica de Poe y Conan Doyle o el habla soez a la usanza de la novela negra de Hammett y Cain]. Se trata de una apropiación crítica, humanística y ontológica del entorno que seduce y perturba al autor: Importa, pues, develar la envilecedora estructura del poder rural en una localidad de

62 la Provincia de Buenos Aires, con sus estancieros, comerciantes y funcionarios corrompidos. En especial, cuando los argentinos eran asaltados por la incertidumbre que traía consigo el retorno de Perón al país en 1972 [se respira una atmósfera lánguida que prefigura el principio del fin: la caída del caudillo y el predatorio imperio de los milicos]. La conciencia histórica no involucionará en la propaganda ideológica, por el contrario, asimilará la búsqueda interior de los personajes y la problematización de la escurridiza categoría que es la verdad: “Todo el pueblo colaboraba en ajustar y mejorar las versiones (…) No había hechos nuevos, sólo otras interpretaciones” (Piglia, 2011, p. 53). La multiplicidad de los puntos de vista, no oscurecerá la trama artificialmente en pos del efectismo o el suspenso; la manipulación del lector no es el lúdico recorrido de un laberinto a lo Hitchcock, sino un dramático viaje alucinante a nuestro corazón de las tinieblas, paradójico y caníbal, susceptible a la épica ascendente del ser o a la más abyecta de las derrotas. La densa humanidad de esta obra es equiparable al Rashomon de Akira Kurosawa, en función de la brillante estrategia narrativa –polifónica por demás-: La verdad oscila en el baile de máscaras que atenúa nuestra mísera fragilidad.

La muerte de Tony Durán y el libidinoso vínculo de este mulato con las gemelas Belladona, Ada y Sofía, afectará inevitablemente a todo el pueblo: condiciona la pesquisa solitaria del comisario Croce, al punto de arrebatarlo de las calles “piojosas” de Adrogué y confinarlo en el mausoleo que representa todo Hospital Psiquiátrico (implacable es el brazo del Poder, personificado en el aura nazarena y tenebrosa del fiscal Cueto); revierte la estadía del periodista Emilio Renzi, héroe sempiterno de la ficción paranoica de Piglia, al investirlo cómplice de Croce en la resolución del misterio, no en balde incendiar la cama de la subyugante Sofía Belladona; acorrala la obstinada empresa idealista de Luca Belladona, dejándola a merced de los desencuentros familiares, los complots políticos y la competencia desleal de los capitalistas (si revisamos la descripción de la fábrica, páginas 255-257, la alusión al Aleph de Borges y a la maquinaria moreliana de Bioy Casares es evidente y maravillosa). Como corresponde a la impunidad promovida por nuestros tribunales, el sistema provee un perfecto chivo expiatorio: Yoshio Dazai, el Nikkei o argentino de origen japonés, a quien se atribuyó el crimen por motivo pasional con piquete homosexual. Embadurnados de rituales y misterios que recrean la conservación patológica

63 del Poder, el sacerdocio, la fuerza armada y el ejercicio político vertical integran una misma secta que aún oprime a los hombres.

El ensamblaje de la aparente trama policial, de índole compleja e intertextual, no desentona con la inmediatez y transparencia del lenguaje. La historia se desarrolla en tres instancias: El relato policíaco como tal, rumiado en letras standard; la conversación amorosa (o novela sentimental) que confronta a Emilio y Sofía Belladona, entonces el reportaje periodístico y la sobredosis erótica se emparentan en cursivas; y las notas al pie de página que establecen la encrucijada transgenérica del texto confesional, la observación sociológica, la estampa paisajística o la miscelánea de equívoco sesgo ornamental. Por supuesto, la antípoda campo-ciudad, tema típico de la literatura argentina, cobra un relieve inusual y personal que entraña móviles sociopolíticos, poéticos y autobiográficos. El desmontaje del canon policial, independientemente de las referencias al cine y a la novela negra ex profeso, es un pretexto para empujar al lector a padecer el intervalo que comprende la muerte de Perón, la dictadura militar de los Videla y Galtieri y la espantosa Guerra de Las Malvinas (acierta dolorosamente Piglia, “Blanco Nocturno” deviene en una novela postrera o profética que nos conduce a las tinieblas, sin advertencia previa, en el presente ficcional). La implicatura transformadora de una realidad impuesta y, por ende, no deseada, se apoya entonces en la multiplicidad de las lecturas. De lo contrario, la colonia de los hombres resbaladizos nos impondrá un misterio inquebrantable, sin más alternativa que la simulación de un espejismo perpetuo e insoluble. Esta magnífica novela no pretende dar respuesta definitiva a Poncio Pilatos, por lo pronto nos invita a subvertir un orden de cosas mustio, eso sí, a través del ejercicio dialógico y comunitario de la lectura, esta forma apetitosa del pensamiento.

8.- Bono imprescindible: Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Este hito novelístico latinoamericano o, mejor aún, gran poema en prosa nos machaca lectura tras lectura que somos la estirpe amarga de Pedro Páramo, el patriarca envilecido y megalómano. No en balde, el terrateniente troca en demiurgo esquizoide que crea, constituye y edifica a Comala, un universo imaginario devenido en averno a la puerta, donde cohabitan vivos y muertos. Juan Preciado va en su búsqueda y confrontación, reeditando el largo regreso de Odiseo a Ítaca: Ciertamente, el padre villano es un rencor vivo que esteriliza el alma con sus ángeles y demonios. La legión no sólo posee sus voces interiores propias, sino también

64 las de los otros, los muertos [especialmente Dolores, la madre]. El monólogo interior forja poesía en prosa al fundir la oralidad campesina con el aroma multisugerente del paisaje y las cosas. Refiere Juan Preciado: “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento” (Rulfo, 1985, p. 14). La multiplicidad del punto de vista narrativo obedece al obsesivo afán de configurar la topografía escurridiza de Comala: Se ata el Hades con la tierra, latifundio permanente que no será repartido al campesinado flaco de hambres, abyecta realidad que sublima y falsifica la política de ultratumba religiosa e ideológica [“Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces… Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar” (Rulfo, 1985, p. 24)]. Esta locación imaginaria, como Macondo de García Márquez o Santa María de Onetti, es un pueblo de almas que continúan penando, puesto que significa el enclave de la traición a la Revolución Mexicana [Madero, Zapata y Villa]. Tiempo después, Carlos Fuentes, José Revueltas y Elena Poniatowska, cada quien a su manera, han reescrito la accidentada y agonística Historia de México. Asimismo penan [y se velan el Día de los Muertos] el caballo de Zapata, Fray Servando Teresa de Mier, Vasconcelos, la Malinche, Tina Modotti y los 43 damnificados de Ayotzinapa, todos ellos apiñados en una tumba sin nombre. Susan Sontag, quien escribió textos enternecedores sobre Borges y Machado de Assis, nos conversa sobre la Comala del presente y la Comala del pasado, anegadas por el genio lírico de Rulfo: “Páramo es la llanura árida, la tierra yerma”. Paisajística fantasmagórica universal en esencia, que vinculamos al Clarines recreado con la personalidad indiscutible de Alfredo Armas Alfonzo en ese mausoleo lingüístico y memorístico que es “El Osario de Dios”. Comala se nos antoja también un emporio opresivo y ensimismado. Evoca el sacudón decepcionado de los aztecas con la llegada de los conquistadores españoles: la hiel abyecta, ladrona, homicida y paladina carente de frenos y gríngolas. Damiana Cisneros posee mucha razón cuando afirma que Comala es un pueblo lleno de ecos: “Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras” (Rulfo, 1985, p. 36). La problemática histórica y social de la tenencia de la tierra da para todo tipo de cataclismos: El Plan Ayala y la infame traición vil del PRI de Salinas de Gortari y Peña Nieto como extremos del intervalo mexicano contemporáneo:

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“-Yo ni me le he acercado a ese señor. La tierra sigue siendo mía” (Rulfo, 1985, p. 39). No obstante el drama humano subyacente en esta novela ejemplar y políticamente incorrecta, el humor es uno de sus puntos más altos: Tenemos, por ejemplo, el entremés de la novia robada con su ají picante e, inmediatamente después, el coloquio absurdo y delirante de un concubinato incestuoso que salpica al mismísimo Juan Preciado en su tumba a ras del suelo. O qué decir de Damasio, el Tilcuate, arquetipo satírico de la conversión política: villista ayer, carrancista más tarde y cristero después. Las conversaciones entre los muertos, acomodados en sus tumbas, ¿acaso una fosa común o comunitaria?, emparenta la muerte física y en vida con los sueños benditos y malditos como el de la llorona de Comala: La lógica del cielo le destina a los hambrientos una estancia menos prolongada en El Purgatorio, siempre y cuando doblen con solemnidad la cerviz a los amos. Ya nos lo dice Dorotea: “Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados” (Rulfo, 1985, p. 52). Este pueblo simula un erial a la buena de Dios y el Diablo, donde el coro de muertos intercambia entre sí murmullos y monólogos. Mosaico de la Parca en blanco y negro, tenemos el imperio de la tierra hecho oralidad campesina a campo traviesa como los desplazados o exiliados pintados por César Rengifo o Héctor Poleo. Por su pecado latifundista, el pueblo espectral sufrió la hiel y el empobrecimiento de sus tierras: su acidez y acritud aún envilecen toda simiente. ¿Sería Comala un juego múltiple de espejos en el que se refractan y coliden la vigilia, las ensoñaciones, las culpas mal curadas y las emboscadas que nos tiende la Historia?

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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II.- MOTIVOS Y ACTORES

TROTSKY COMO MOTIVO Y ACTOR POLÍTICO-LITERARIO

0.- Introducción. León Trotsky, luego de un destierro prolongado y accidentado, falleció asesinado por Ramón Mercader –el largo brazo derecho de Stalin- el 21 de agosto de 1940, luego de casi dos días de agonía. Supuso un colofón desesperanzador [en suspenso] de las expectativas de la Revolución Rusa de 1917. La literatura y el cine se han confabulado en la aproximación heterodoxa y paradojal a tan trascendental personaje histórico. Tenemos, por una parte, las novelas “La segunda muerte de Ramón Mercader” (1969) de Jorge Semprún, “El hombre que amaba a los perros” (2009) de Leonardo Padura, “Natacha, te quiero tanto” (1981) de Pedro Berroeta y el sexto capítulo de la novela coral “Tres tristes tigres” (1967) de Guillermo Cabrera Infante, además del largo poema “El criador de conejos o La mañana silenciosa en que Lenin se apoya en su hombro” (2000) de Roberto Amigo. El cine hace de las suyas con “El asesinato de Trotsky” (1972) de Joseph Losey, “Stavisky” (1974, guión de Semprún) de Alain Resnais, “Frida, naturaleza viva” (1983) de Paul Leduc, “Frida” (2002) de Julie Taymor, “The Trotsky” (2009) de Jacob Terney y Jay Baruchel, amén del documental “Asaltar los cielos” (1996) de José Luis López-Linares y Javier Rioyo que lo contrapone con su asesino Mercader. No se pueden obviar las aproximaciones biográficas de Harry Wilde e Isaac Deutscher, más allá del entusiasmo épico y revolucionario, sus énfasis y los giros críticos y estilísticos de cada quien. Trotsky fue un importante actor y crítico literario, pues el lector puede acceder a su libro “Literatura y Revolución” (1923), título que es aún susceptible de comentarios apasionados y polémicas encendidas [no olvidemos que el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente” (México, 1938) fue redactado por André Bretón y él mismo –firmado en su lugar por Diego Rivera en tanto su heterónimo viviente y cómplice-]. Por supuesto, su autobiografía “Mi Vida” (1930) es uno de los textos paradigmáticos del género confesional de todos los tiempos: Estupendamente escrita, funde en su corpus la crónica periodística de raza, el ensayo político e histórico, el epistolario y la crítica literaria y artística. Podemos afirmar incluso que constituye también un alegato político y vitalista que trasciende el acoso de Stalin y los pésimos epígonos de Lenin, a los fines de confrontar el juicio de la

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Historia sin atenuar sus propios logros, titubeos, errores y contradicciones que nos lo ennoblecen hoy.

1.- Trotsky según Jorge Semprún. El acercamiento literario y cinematográfico a la vida y obra del escritor, el político y el creador del Ejército Rojo, dadas las referencias antes esbozadas, trae consigo hondas repercusiones ideológicas y estéticas. En el caso de Jorge Semprún, observamos el desarrollo de historias paralelas en contrapicado. En su novela “La segunda muerte de Ramón Mercader”, publicada originalmente en francés, si bien se centra en la figura controversial de Ramón Mercader, fluye también la alusión al cordero propiciatorio que fue Trotsky, ello en la fusión de la narrativa de política ficción, la novela de espionaje y la de aventuras que deviene en una contrapropuesta novelística. Regodeándose en la simulación que falsifica el género de la novela histórica, prevalece la humanidad profunda de los personajes más allá de lo ideológico y lo ético: La poética del desarraigo remarca el exilio exterior e interior tanto del protagonista [Mercader / Jackson] como del antagonista [Trotsky], surcando ambos personajes la mar picada de la paradoja más extrema. El balbuceo de la perspectiva omnisciente no sólo cuestiona la estéril objetividad narrativa que le otorga fallidamente la preceptiva literaria, sino que desnuda la voz atribulada del autor de manera despiadada: “Dejo de escribir, enciendo un cigarrillo, he levantado la cabeza. // ¿Por qué dejé que el fantasma de Brower se instalara en este relato?” (La segunda muerte de Ramón Mercader, 1970, p. 55). O cuando más adelante nos increpa con descaro: “El lector habrá comprendido desde hace mucho tiempo que la técnica del espionaje es la menor de nuestras preocupaciones. ¿Qué importa, verdaderamente? ¿De qué nos serviría describir, por los centavos de los detalles minuciosos, las medidas tomadas por Ramón Mercader para descubrir la vigilancia de la que era objeto y adquirir la prueba, al menos indirecta?” (opus cit, p. 234). Digresión que expresa la fragilidad de la palabra autoral para beneplácito de lectores morbosos. Los saltos temporales que tienden al caos de la ficción y la historiografía, la multiplicidad del punto de vista narrativo, el ensamblaje de textos diversos y la pasión por el habla española, procuran una categoría contingente que vincula la literatura con la historia descolonizada: La memoria devuelta como la realización crítica, escéptica y desesperanzada en la consideración de la Revolución traicionada.

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El guión de “Stavisky” de Resnais, pocos años después, insiste en esa metodología [la contristación y complementación de personajes disímiles] al emparentar el destino del revolucionario Trotsky con el del estafador y compatriota Sacha Stavisky en la Francia del bienio 1933-34 [el desenlace doble supuso la expulsión del primero y el suicidio del segundo, cada quien acosado por el poder y su gendarmería]. Cinematográficamente hablando, la dupla Resnais / Semprún fusiona con brillantez el cine político y el de aventuras para recrear la decadencia y corrupción de la III República francesa y la caída del gobierno de Camille Chautemps, descubiertas en el escándalo de los bonos de Bayona. La actuación política de cada personaje que los diferencia en los medios y los aproxima en el fin último, supone entonces la posposición o defraudación de la Utopía revolucionaria. Las revoluciones traicionadas de 1789 y 1917, se manifiestan en el desarraigo territorial, político, estético y existencial de Sacha y León Davídovich que excede el ojo moralista y unidimensional de los politicastros, los funcionarios y la prensa atada en corto por el poder político, militar y económico.

Tanto el desencanto político como el artístico [tema central de la novela y el libreto cinematográfico] van a la par, en el marco de la pre-guerra, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, pues evidencian el cerco a las libertades públicas y privadas en la alineación y el reacomodo de los bandos norteamericano y soviético en pugna que picaron el pastel del mundo a su antojo. No podemos obviar que la Guerra Civil Española fue una demostración de laboratorio político y bélico con su estela de muerte e intolerancia, el intervencionismo de sus comisarios y la promoción del fascismo por parte de correligionarios y dispensadores estalinistas de derrotas que dividieron a la II República. Jorge Semprún se suma por fortuna a la oleada cálida de la escritura escéptica y políticamente incorrecta de George Orwell, Graham Greene, Juan Rulfo, Thomas Mann y Aldous Huxley, cuya respectiva obra –no obstante sus diferencias- se inscribe en lo que Trotsky definió como el urgente imperativo de fundirse y renacer en la necesidad de la emancipación del espíritu y el hombre. No importa, pues, que los poderes fácticos manipulen, acosen y le den una segunda muerte a Ramón Mercader: Pesa la develación y el encriptamiento del misterio, mucho más que la mano homicida de este Caín Moderno, para concluir que “La muerte no es otra cosa que una memoria que se esfuma” (opus cit, p. 264).

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2.- Trotsky según Leonardo Padura. La novela “El hombre que amaba a los perros” de Leonardo Padura, asume la mixtura dinámica de diversos géneros como la novela histórica, el reportaje periodístico y la biografía. Es notable el influjo del Nuevo Periodismo de Tom Wolfe y la novela negra de Raymond Chandler en el tenor crítico y estético de su discurso novelístico propio. La reescritura épica e histórica involucra al escritor cubano Iván, a León Trotsky y su homicida Ramón Mercader en una Mascarada heterodoxa y libertaria que embiste el orden monolítico tanto en la Cuba bloqueada del período especial como en las tensiones intercontinentales de la Guerra Fría. Se desarrollan tres historias: La de Trotsky y su exilio en una bitácora accidentada y trágica; la de Mercader, ahondando su perfil psicológico ¿disfuncional? y su formación política de línea dura; y la de Iván, confesor del anciano magnicida, específicamente su proceso de degradación y compulsión personal, intelectual, política y artística. El Bestiario es un factor simbólico y metafórico fundamental que refiere y aúlla desconsoladamente la contraposición Trotsky / Mercader hasta el extremo de confundir los roles de la víctima y el victimario; el afán solidario de Natalia Sedova y, especialmente, el matriarcado de Caridad y África que castra a Mercader en lo afectivo y lo sexual; e incluso la configuración contingente y extramuros de esta novela de ideas en la tradición y crudeza de Dostoievsky o las Memorias del Subdesarrollo de Desnoes y Titón Gutiérrez Alea, no obstante el regodeo que va de la historiografía a la oralidad caribeña convertida en sátira e impostura costumbrista. ¿Acaso la vida, obra y magnicidio de Trotsky, mueven a Padura hacia una posición crítica personal y egotista [como la de Blanco Fombona y Vargas Vila en la era modernista] respecto al siglo XXI?

3.- Trotsky según Guillermo Cabrera Infante. El experimento paródico de Cabrera Infante, “La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después –o antes”, se erige como pastiche mestizo literario y arremetida política al curso endurecido de la Revolución Cubana, quién sabe si en el silencio de sus logros sociales palpables: Desde la falsificación ultraterrena de las crónicas en el exilio de Martí [“Ya no eran suyas la vida y el trajín político, ahora le pertenecían la gloria y la eternidad histórica” (Tres tristes tigres, 1973, p. 228)]; el breve y brillante plagio deliberado que remeda el Barroco de Lezama Lima hecho objeto en el piolet clavado “con enojado tino sobre la testa cargada de tesis y antítesis y síntesis diabloides, sobre la cocorotina dialéctica del león” (opus cit, p. 229); el humor corrosivo de Virgilio Piñera con sus rupturas tendientes a mezclar lo real y

71 lo fantástico [“Este es el problema de todos los maestros con sus discípulos, epígonos, seguidores, etc. y L. D. Trotsky nunca debió enseñar a escribir a esa gente. El magisterio (sobre todo en literatura) no paga” (opus cit, p. 231)]; el poema en prosa antropológico y yoruba de Lydia Cabrera [“El hombre blanco (Molná mundele) llegó, vio y mató a León (Simba) Trotsky. Le clavó la <> en el <> y lo mandó para su <> (tumba fría)” (opus cit, p. 237)]; la reescritura del encontronazo entre Mercader y Trotsky como si fuese apostilla de la novela “El Acoso” de Carpentier, enumeración y aliteraciones mediantes; hasta el texto dramático en verso y prosa de Nicolás Guillén que reproduce la alucinante tribulación de Mornard el homicida en la cárcel de Lecumberri [“No sé por qué piensas tú / León Trotsky que te di yo. / Al hacha que tenía yo / diste con tu nuca tú” (opus cit, p. 252)], estableciendo un contrapunteo satírico de coplas y versos libres con su egregia víctima. Ramón Mercader llevó hasta su desconsolado anonimato condecorado en Moscú, ese rugido desgarrador de León que le roía la conciencia y las entrañas, si nos atenemos al documental de López-Linares y Rioyo. En síntesis, Cabrera Infante se vale de textos apócrifos de maestros coterráneos para apuntalar no sólo su egotismo propio, sino también una requisitoria anticastrista enclavada en el habla cubana.

4.- Trotsky según Roberto Amigo. El poema extenso “El criador de conejos o La mañana silenciosa en que Lenin se apoya en su hombro” de Roberto Amigo refiere el particular martirologio de León Trotsky el día mismo de su asesinato. Se nos viene a la memoria la transfiguración fílmica y cristológica, si se quiere, de Joseph Losey y el poema “Taberna” del escritor salvadoreño Roque Dalton: “Tengo miedo de dormir solo / con ese libro de Trotzky en la mesa de noche: / es terrible como una lámpara, / como un cubo de hielo / en el espíritu del anciano resfriado”. Resulta causal que el director norteamericano sufrió la exclusión del Macartismo, lo cual provocó su exilio europeo, mientras que Dalton sería otro chivo expiatorio de los herederos del estalinismo, sus propios compañeros de lucha antiimperialista. Se trata del miedo que sacude y aterra la mentalidad miserable del pensamiento reaccionario conservador, la ortodoxia marxista vertical y el funcionarismo denunciado y desmontado por Gramsci. El poeta Amigo apela al decir transparente para oponerse a la futilidad de los exegetas marxistas de cafetín divorciados del prójimo sufriente: “Los conejos deben criarse / científicamente / como la Revolución. Meticuloso

72 aprendizaje / de estructura digestiva” (Amigo, 2008, p. 51). La plaquette publicada en Buenos Aires el año 2000, se apoya en el verso libre, las aliteraciones y el encabalgamiento de imágenes diversas extraídas de “Mi Vida” de Trotsky, para realizar una tomografía cruda, surreal y enternecedora de su cabeza previa al magnicidio, eso sí, mientras daba de comer a sus conejos sobrenaturales: “La mañana silenciosa / anuncia otro ocaso / temor al cuerpo viejo más que a ella / a la memoria de los muertos / a la pesadez de los hombros encorvados / a los ojos escondidos en la escritura / a los pensamientos de la fiebre / ven vieja amada de los antiguos poemas / devorados en la estepa / que no me desnuden / quiero que lo hagas tú / en estrecha cama de hierro” (Amigo, 2008, p. 52). La vejez del aguilucho acechada por los ojos amarillos de Stalin y sus agentes, qué duda cabe, se ve acompañada por Natalia, su bien amada compañera durante cuatro décadas explosivas, y por Lenin, su controvertido y entrañable camarada, con quienes había consolidado un proceso revolucionario inédito que sobrepasó las estimaciones de Marx y Engels [esto es el brinco audaz que va del feudalismo a la dictadura del proletariado]. Los versos asimétricos cantan endechas de amor desde un nido de ametralladoras en la casa fortín de Coyoacán.

5.- Trotsky según José Carlos Mariátegui. El Amauta Mariátegui (1894-1930) no se comportó con Trotsky como un apologista suyo ni como un detractor estalinista. Tenemos a un escritor latinoamericano de valía que lo abordó desde la lectura pertinente del periodista y el ensayista muy atentos. En su libro “La escena contemporánea” (1925), compilación a la fecha de varios artículos periodísticos, no sólo nos topamos con una magnífica “Biología del fascismo”, sino una serie de diez textos dedicados a la Revolución Rusa [de los cuales cuatro tratan el caso Trotsky como intelectual, protagonista del proceso revolucionario y némesis de la nomenclatura bolchevique después de la muerte de Lenin]. Si bien no hay una condena al estalinismo, pues se presume que Mariátegui en ese instante apostaba por la unidad del Partido Comunista [dadas las arremetidas de la reacción burguesa en contra de la Unión Soviética], no disimula merecimientos ni críticas al escritor, el político y sorprendente organizador del Ejército Rojo. Se establece un diálogo constructivo entre el autor ruso de las tesis de “Literatura y Revolución” (1923) y su lector y comentarista nacido en Perú: Ambos coinciden en que no se puede hablar de un arte proletario súbito y espumoso como un eslogan, ni mucho menos como efluvio mediatizado por el Estado socialista, so pena de esterilizarlo o “purificarlo”. Si Trotsky plantea que la Dictadura del

73 proletariado no es una instancia que articule una nueva sociedad, “sino un orden de combate revolucionario para conseguirla” (Literatura y revolución, 2006, p. 128); Mariátegui aduce que el arte del proletariado no representará unívocamente una épica revolucionaria, pues “será, más bien, aquél que describa la vida emanada de la revolución, de sus creaciones y de sus frutos” (La escena contemporánea, 2010, p. 183). En el magma de tal coyuntura, la propuesta estética revolucionaria se encontraba en estado de latencia. Por supuesto, el tono esperanzador y optimista del arte futuro no peca de ingenuo ni de desprevenido, porque descansa en un espíritu juvenil y vigoroso que se contrapone al nihilismo tan de gusto del momento estético. Leemos en uno y en otro un respaldo denodado al arte revolucionario independiente. En el manifiesto de 1938, André Breton y Diego Rivera [con Trotsky solapado entre líneas] declaran con precisión crítica: “Si bien, para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, la revolución se ve obligada a erigir un régimen socialista centralizado, para la creación intelectual debe establecer y asegurar desde el principio un régimen anarquista de libertad individual” (Surrealismo frente a Realismo Socialista, 1978, p. 30). Cuando el Amauta señala que el arte insurgente se opondrá a una sociedad senil con sus realizaciones artísticas decadentes, inferimos una nueva especie de artistas y cultores liberados de la disciplina artificial o sumisión al partidismo pernicioso que traiciona a las masas. Lo cual no desdice que el arte contribuya decisivamente en la concepción, implementación y consolidación de la revolución. En el plano político, Mariátegui estima que la caída de Trotsky fue posible en el marco de la crisis del partido bolchevique: “los hechos no dan la razón al trotskismo desde el punto de vista de su aptitud para reemplazar a Stalin en el poder, con mayor capacidad objetiva de realización del programa marxista” (La escena contemporánea, 2010, p. 215). Sin olvidar sus aportes invaluables como la revolución permanente y el internacionalismo comunista, nuestro ensayista amerindio contrastó la radicalidad teórica trotskista con el realismo, el pragmatismo y la adaptabilidad de la mayoría estalinista. Ello como opción clara y necesaria para contrarrestar tanto el asedio de las potencias capitalistas en lo externo, así como también un cisma traumático y divisionista en lo interno: “Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial, le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional” (opus cit, 2010, p. 218). Nos referimos a artículos

74 publicados entre 1924 y 1929, para tal coyuntura era menester escribir una crónica honesta y relativamente objetiva de una derrota consolidada. Un año después, el 16 de abril 1930, muere el Amauta, siéndole imposible verificar en el tiempo y en el espacio los crímenes [los asesinatos dentro y fuera de la URSS] y las estrategias equívocas [el pacto de no agresión con la Alemania nazi] de Stalin que cimentarían su trono sangriento. Por lo tanto, José Carlos Mariátegui no puede ser incorporado al casting de los enemigos de León Trotsky en América Latina [encabezado por artistas notables como Pablo Neruda y David Alfaro Siqueiros], producto de la especulación histórica a cargo de periodistas viva la virgen e intelectuales impíos de intenciones inconfesables.

6.- Trotsky según Harry Wilde. El periodista y escritor alemán Harry Paul Schulze [Harry Wilde], 1899-1978, nos presenta una muy interesante aproximación biográfica titulada “León Trotsky en biografías y documentos de imagen” (1969). En un homenaje desprovisto del elogio confortable e ideológico, Wilde lleva a cabo una indagación de índole política, sociológica, psicológica y estilística en torno a su colega Trotsky. Además el discurso biográfico está presidido por una prosa transparente, bien fluida y dinámica que coordina la anécdota individual y el contexto revulsivo en el que se desenvolvió notablemente el biografiado. Más que una apología, nos topamos con un gran reportaje entusiasta en el que un periodista celebra a otro, ello en la apasionada consideración crítica de los aportes, las contradicciones y los errores que implicó la compleja bitácora vital de León Davídovich Trotsky. Los elogios, en ocasiones, son cuasi odas pindáricas: “Ni Danton, ni La Fayette, ni Garibaldi, ni Washington, ni siquiera Cromwell pueden comparársele” (Trotski, 1972, p. 109). El “cosmopolitismo nativo” que Wilde atribuye a Trotsky [o mejor dicho su espíritu internacionalista] fue el resultado del Periplo accidentado como relato náutico de formación política e intelectual: “En Viena fue haciéndose con una cultura universal que jamás adquiriría un Lenin, cuyos intereses siempre fueron muy unilaterales, y que no solía encontrarse entre los emigrados rusos aunque llevasen años y años en el extranjero. Los únicos que alcanzaron un nivel parecido quizá fueran Bujarin y Lunacharski” (opus cit, pp. 87-88). He aquí el encono del biógrafo respecto a Vladimir Ilich Ulianov, el cual nos parece tendencioso pues si bien la relación Trotsky / Lenin abundó en tensiones y enfrentamientos evidentes, no puede aducirse mala voluntad de uno respecto al otro o viceversa. Como lo argumenta el poeta César Vallejo, la gloria de Lenin no se construye de

75 manera apolínea ni simétrica, sino que “sigue el ritmo biológico del devenir histórico, en todo su rigor” (Crónicas de poeta, 1996, p. 184). Incluso el poeta peruano cita un libro de Trotsky en el que se destacan sus roles de estadista y teórico del marxismo. Por el contrario, la simbiosis revolucionaria de ambos egregios sería sospechosa bajo el influjo del acuerdo unánime y la ausencia absoluta de la disidencia. Parafraseando y comentando materiales diversos como las autobiografías de Trotsky y sus contemporáneos, los documentos oficiales, las proclamas y la prensa de la época, Wilde se erige en epígono fructífero de su personaje a la hora de registrar e interpretar sus encuentros y desencuentros con otros personajes históricos como Lenin, Parvus y Stalin [desde la simbiosis viva, pasando por la ruptura ideológica, hasta la confrontación que en el tercer caso alcanza ribetes mortales]. Nos referimos al retrato en desarrollo de cada uno en particular, tal como Trotsky lo demuestra en su autobiografía y sus artículos periodísticos más incisivos. El esclarecimiento de los dogmas y los mitos atinentes al binomio Lenin y Trotsky, por parte de Wilde y a contracorriente de su mismo biografiado, deviene en un cuestionamiento sostenido a la figura de su contraparte. Trotsky argumenta “Todo lo que se ha escrito y se escribe acerca de mis diferencias de parecer con Lenin está lleno de falsedades y mentiras. Claro está que no estábamos siempre de acuerdo ni en todo. Pero lo más frecuente era que llegásemos a idénticas conclusiones, bien fuese previo a un cambio de impresiones por teléfono o sin previa deliberación, cada cual por su cuenta” (Mi Vida, 1977, pp. 273-274). Nos sorprende que Wilde desconozca que los buenos revolucionarios no acatan líneas sumisamente sino en el dinamismo dialéctico de un proceso de discusión, concienciación e internalización, fuere traumático o cordial. El biógrafo [¿el apólogo trotskista Wilde?] aduce que “Para Lenin era revolucionario precisamente sólo aquello que le servía y servía a sus fines” (Trotski, 1972, p. 125), mientras que otro colega suyo, Isaac Deutscher en La Revolución inacabada de 1967, lo desdice de forma flemática y ajena a la polémica estéril: “Vladimir Ulianov Lenin reunía en su personalidad características tan diferentes como una vasta erudición, el temperamento apasionado del revolucionario, un talento táctico genial y una extraordinaria capacidad para la dirección. El partido tenía en él al líder indiscutible, y lo gobernaba gracias a su poder de convicción y a su autoridad moral, y no recurriendo a la disciplina mecánica, que más adelante sería el rasgo característico del bolchevismo”. Evidentemente, a Lenin no puede responsabilizarse de las villanías de Stalin [la degollina

76 compulsiva de opositores y antiguos aliados] ni del curso trágico del proceso revolucionario ruso posterior a su muerte en 1924. Al parecer, el ascenso del estalinismo y la campaña de desprestigio y acoso contra los trotskistas que desparramó por todo el orbe, hicieron mella en el análisis y la ecuanimidad de Harry Wilde. Sin embargo, hay pasajes muy críticos respecto al desempeño político de León Trotsky, referidos a apreciaciones fallidas en la captación y juicio de situaciones puntuales [el sectarismo provocado por el aislamiento al que se le sometió a mediados de los treinta]; algunas omisiones [“En cambio, no dice una sola palabra de los violentos choques que tuvo con Lenin” (Trotski, 1972, p. 85)] y ejercicios de contención patentes en “Mi Vida” [“Se trata de un hecho indiscutible (Lenin buscaba contactarlo) aunque Trotski escriba en Mi vida con una modestia asombrosa que las diferencias de opinión quedaron compensadas en los años 1915 y 1916” (opus cit, p. 105)]; y el exceso de confianza en sí mismo y sus talentos que le impidió contrarrestar política y eficazmente el cerco estalinista. Paradójicamente, el biógrafo se muestra benevolente con el biografiado en el episodio de la represión sangrienta a los marineros de Cronstadt en 1921. Recomendamos ampliamente la relectura de los capítulos 6 [La “revolución permanente”], 7 [El comienzo de la guerra y Zimmerwald], 10 [Trotski, verdadero vencedor] y 13 [El asesinato, el cual cierra con una cuartilla en homenaje sentido y conmovedor a su compañera de vida Natalia Sedova].

7.- Trotsky según Trotsky. “Mi Vida” representa para sus lectores agradecidos una monumental muestra del género confesional, no sólo por sus aciertos formales y discursivos sino especialmente por la compulsión vital que destilan sus más de cuatrocientas cincuenta páginas. Se nos antoja que el libro está animado por una poética del vaivén que involucra los desplazamientos físicos y psicológicos que configuran una épica política, escritural y vitalista harto fascinante. Esta gran crónica destaca en un mismo nivel las anécdotas y las ideas como si se tratase de armar –sin rehuir la contingencia ni la contradicción- un mural ambicioso que involucre lo autobiográfico y la captación holística y materialista del contexto histórico en el que Trotsky actuó con decisión, un alto sentido estratégico y auténtica franqueza [lo cual incluye la confesión abierta y los silencios que se reserva el autor]. Sin que medien decisivamente algunos pasajes egotistas [“No tengo más remedio que decir de mí mismo cosas que en otras condiciones no tendría por qué contar” (Mi Vida, 1977, p. 243)], la forma se corresponde dialécticamente con el fondo: La

77 polifonía y la fusión de géneros como la crónica, el reportaje, el ensayo político e histórico, el epistolario, el libro de viajes y la reseña literaria y cultural, enriquecen el discurso sazonado por la inmediatez expresiva y la contundencia propagandística que agita aún a los lectores. La vocación escritural persiste no sólo en este título sino a lo largo de la obra periodística, crítica e histórica de León Davídovich Trotsky. En tal coordenada temática, José Carlos Mariátegui hace las siguientes y muy acertadas consideraciones: “El Trotsky real, el Trotsky verdadero es aquél que nos revelan sus libros. Un libro da siempre de un hombre una imagen más exacta y más verídica que un uniforme. Un generalísimo, sobre todo, no puede filosofar tan humana y tan humanitariamente. ¿Os imagináis a Foch, a Ludendorf, a Douglas Haig en la actitud mental de Trotsky?” (La escena contemporánea y otros escritos, 2010, p. 185). La tesis de la Revolución Permanente, aparte de sus presupuestos teóricos marxistas, vibra en el lenguaje rebelde y juvenil del zumbido de abejas salvajes que estremecen el colegio de San Pablo en Odesa, el confinamiento moscovita o siberiano, el Soviet de Smolny, e incluso la colmena insurrecta del mundo. Esta autobiografía, pastiche polifónico y transgenérico en virtud de un estilo poderoso que atrapa medio siglo de vida intensa y convulsa, puede leerse a la par con el ensayo de Camus “El Hombre Rebelde” como demostraciones extraordinarias de la insurrección ontológica sólo sostenible por corazones valientes y grandiosos. La prosa boga vigorosamente a pesar y gracias a la contradicción como factor de ignición vital: “La vida, que es una gran escuela de dialéctica, se ha encargado de matar en mí aquel racionalismo de juventud [el cosmopolitismo europeizante y la democracia ideal]. Hoy ya no es capaz de maravillarme ni un Hermann Muller [el reputado genetista norteamericano que trabajó en Moscú en la década del treinta]” (Mi Vida, 1977, p. 77). La escritura y la propaganda de agitación a contracorriente marcaron su existencia, desde la precariedad inicial en la Rusia enfeudada hasta la construcción del socialismo bolchevique, esto es la primacía del debate por encima de la futilidad discursiva exquisita: “Lo que faltaba era dirigentes y libros. Los jefes del grupo se disputaban el único ejemplar manuscrito que teníamos del Manifiesto Comunista de Marx y Engels, copiado en Odesa, con qué sé yo cuantas clases de letra e innumerables erratas y mutilaciones” (opus cit, p. 91). No nos sorprende que la primera victoria política de un Trotsky liceísta fue la de rebajar la cuota anual y elegir una nueva directiva de la biblioteca de Odesa. El estilo literario de Trotsky que va del folleto político y

78 propagandístico al ensayo enjundioso, brillante y transparente, se incubó en el sórdido presidio, las peripecias del exilio y los vagones de ese fantástico tren militar que lo llevó a diferentes frentes de la Guerra Civil rusa. La individualidad del escritor se explayó, eso sí, en el marco de la empresa colectiva del cambio social profundo. El socialismo auténtico no sacrifica la personalidad de cada quien para embutirla y diluirla en la sumisión del rebaño. Mi Vida es un álbum retrospectivo que trae consigo el prodigioso retrato psicológico e ideológico dispensado a personajes claves de su entorno histórico, amén de un punzante ejercicio de la ironía y el humor negro. En medio del proceso judicial venal extramuros, Trotsky realiza alusiones puntuales y precisas a Stalin y sus colaboradores, las cuales van in crescendo desde su medianía personal, reptando por la cautela previa al traicionero salto predatorio, hasta el enseñoramiento absolutista del Partido y el Estado que raya en una hipérbole macabra. La ironía y la impostura [carcelaria, desarraigada e intelectual] se mantienen juveniles sin importar la edad cronológica: “Los ‘profesores rojos’ del bando de Stalin no tenían ni la más remota idea de que me oponían como modelo de ortodoxia leninista las tesis que yo mismo había escrito” (opus cit, p. 136). André Breton no oculta su aprobación risueña por el agudo e irreverente lenguaje de León Davídovich, luego de frecuentarlo en Coyoacán: “Abunda en sarcasmos contra quienes se han establecido sobre una reputación, aunque sea honorable. ¡Hay que oírle hablar de los <>!” (Surrealismo frente a Realismo Socialista, 1978, p. 24). Coincidimos con este retratista de indiscutible genio, una mezcla del Juvenal de las Sátiras y el Goya implacable que retrató a la Corte de Carlos IV, en el chicotazo que inflige a los llamados Agentes Fantasmas [término nuestro relativo a los líderes vanguardistas de sobremesa que defienden su estatus de clase media]: “No acertaba a sentirme compenetrado con los jefes, y, en cambio, no me costaba trabajo alguno entenderme con los obreros en las reuniones o en las manifestaciones del 1° de mayo” (opus cit, p. 166). Más adelante, durante su estadía en Nueva York, estripa a los “socio-listos” norteamericanos: “En el fondo, no son más que variantes de ese míster Babbit, que complementaba sus negocios de la semana con indolentes meditaciones dominicales acerca del porvenir de la humanidad” (p. 212). Qué les parece este bosquejo agridulce que tributa a Kautsky sin conmiseración: “Kautsky deseaba ver la manifestación como mero espectador; Rosa Luxemburgo quería intervenir en ella” (p. 169). La afabilidad y la ternura también germinan en el estilo trotskista: tanto en

79 el episodio donde el viejo redactor responsable de Izvestia no les traicionó ante los tribunales en 1905 embargado por el llanto, así como también en el que manifiesta Trotsky su Amor Loco revolucionario al hacer trizas un manifiesto del Zar ante la muchedumbre reunida en la Universidad de Petrogrado. Añadimos el diálogo textual, todo amor y solidaridad, que sostiene con su compañera de vida Natalia Sedova a lo largo de este corpus literario, vivencial y político. Si el lector desea explorar el cariz épico del libro, seguramente nos acompañará en el desplazamiento emocionante, lírico y heroico que provee el imperdible capítulo dedicado al Tren “del presidente del consejo revolucionario de guerra”. Es una deliciosa crónica de aventuras que se equipara con la vivificación de los barcos en las novelas de Joseph Conrad. El tren es un humanizado órgano de la Revolución, tanto o más conmovedor que los corridos de amor y guerra de la Revolución mexicana: “El tren siempre estaba informado acerca de lo que ocurría en el mundo” (p. 319) o, mejor aún, “El tren era, además, padrino de un distrito del campo y de varios orfelinatos” (p. 325). ¿No sería maravillosa y paradójica una película sobre este episodio bélico, como reivindicación de la vida y la poesía que despide el mundo en pleno cambio revolucionario?

A setenta y siete años del magnicidio en Coyoacán, es pertinente bucear lúdica y críticamente en sus múltiples implicaciones. No nos ayuda en absoluto un culto funerario ni cosificado a la personalidad de este magnífico protagonista de la Revolución bolchevique. El legado político, literario y estético de Trotsky no puede pasar inadvertido en la consolidación del socialismo auténtico en América Latina y el resto del mundo. La discusión, como él lo sostiene en “Literatura y Revolución”, no puede difuminarse en la banalidad mediática, academicista e ideológica que nos distrae y fastidia en Venezuela. Temas como la Revolución Permanente, la compleja problemática de la cultura y el arte proletarios más allá de dogmas y slogans, y la independencia del arte inmersa en el proceso de cambios, han de ser merecedores de una lectura atenta, pertinente y rebelde. Como lo ha escrito Noam Chomsky, la intelectualidad es la primera víctima y, peor aún, la subsecuente y patética caja de resonancia del despropósito de las factorías que avalan el Poder megalómano y caníbal que reseca a la Humanidad. ¿Qué esperamos para asumir una ciudadanía responsable y en libertad?

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En Valencia de San Desiderio y el Taita Boves, domingo 21 de agosto de 2016 – miércoles 19 de abril de 2017.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA CONSULTADA

Amigo, Roberto (2008). “El criador de conejos o La mañana silenciosa en que Lenin se apoya en su hombro”. En ramona, revista de artes visuales, n° 83, agosto de 2008, pp. 49-52. Buenos Aires: Fundación Start.

Aragon, Louis y Breton, André (1978). Surrealismo frente a Realismo Socialista. Barcelona, España: Tusquets Editor.

Cabrera Infante, Guillermo (1973). Tres tristes tigres. Barcelona, España: Seix Barral.

Mariátegui, José Carlos (2010). Mariátegui: Política revolucionaria. Contribución a la crítica socialista. Tomo I: La escena contemporánea y otros escritos. Caracas: Fundación editorial el perro y la rana.

Padura, Leonardo (2009). El hombre que amaba a los perros. Barcelona, España: Tusquets Editor.

Reed, John (1985). Diez días que estremecieron al mundo. Barcelona, España: Ediciones Orbis.

Semprún, Jorge (1970). La segunda muerte de Ramón Mercader. Caracas: Editorial Tiempo Nuevo.

Semprún, Jorge (1975). El Stavisky de Alain Resnais. Caracas: Monte Ávila Editores.

Trotsky, León (1977). Mi Vida. Bogotá: Editorial Pluma.

Trotsky, León (2006). Literatura y Revolución. Caracas: Fundación editorial el perro y la rana.

Vallejo, César (1996). Crónicas de poeta. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Weber, Hermann (1986). Lenin. Barcelona, España: Salvat Editores.

Wilde, Harry (1972). Trotski. Madrid: Alianza Editorial.

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MIRANDA COMO MOTIVO Y ACTOR LITERARIO

1.- Miranda según Téllez. El ensayista Pedro Téllez acaba de publicar “El Diario de Viajes de Francisco de Miranda” (2016), un volumen que por fortuna trasciende el formato académico para consolidar una propuesta escritural propia e incluso afín a la del Generalísimo. Por ejemplo, Téllez es de los pocos que incluye a Miranda en el panorama literario venezolano y latinoamericano de todos los tiempos [Arturo Uslar Pietri, Pedro Henríquez Ureña y Sánchez-Barba son sus antecedentes de excepción]. Alega que el Diario mirandino se inscribe en la anti-literatura, pues su austeridad estilística justifica la configuración de un “objeto enciclopédico” de contrabando: Tenemos la mixtura o fusión de la crónica de viajes, el registro etnográfico, el coleccionismo compulsivo del entomólogo y el filólogo, el picante relato oral, la crítica estética y la de costumbres.

Sólo que el Miranda viajero y memorialista se desplaza a contracorriente del cronista de Indias o del intelectual romántico como Goethe: Este blanco de orilla [proveniente de la periferia] posa sus ojos mestizos en el Centro occidental del Poder [Francia, España, Rusia o el Imperio en ciernes que era entonces Estados Unidos] para encaminar su pulsión emancipadora. Detrás de las notas escuetas de este “Agendario”, contentivas del hastío galante y diligente, se esconde un Proyecto de liberación de la América Latina, cuyo aliento visionario y vanguardista calza con el grado cero de la escritura y, mejor aún, con la objetualización del pensamiento complejo de Don Francisco. Claro está, Téllez comenta que nuestro prócer enarbolaba una bandera libertaria que se movía de lo intelectivo a lo militar: “Miranda diferencia por tanto entre la opresión física y la intelectual que sería más cruel”. Además de precursor y mentor de la Independencia, tenemos a un escritor de raza difícil de catalogar: Proto-ensayista como Bolívar y Simón Rodríguez, memorialista al igual que el duelista Rufino Blanco Fombona y el aventurero Rafael de Nogales Méndez.

Buceando en la Teoría de la Recepción para generar una ágil y vivaz glosa ensayística, el comentarista hace de las suyas al observar que de la cotidianidad del diarista se desprenden paradójicamente pasajes que conmueven, reconfortan y despiertan el morbo lector: “Interesa literariamente su Diario de Viajes por el fluido de paseos, comidas, coitos, más que las notas históricas con ‘h’ mayúscula, memoriales y reseñas de acontecimientos de gran repercusión”. Precisamente, Pedro Téllez destaca más adelante que el monumental

82 diario de Miranda no sólo vivencia y toca de lleno el siglo de las luces, sino también le da sentido totalizador a su vida heroica y fabulosa, al punto de dibujar un intervalo brillante con un extremo cerrado y otro abierto. El autor de “Colombeia” realiza en el Diario un peculiar vaciamiento de su espíritu romántico cercano a Byron y Goethe, sin cortarse las venas ni diciendo toda la verdad que es un desangrar del corazón, tal como nos lo enseña hoy Gracián. Esta aproximación cómplice y familiar a Francisco de Miranda, se agradece también porque cuenta con una Galería de fotos, catálogos, reproducciones y grabados que allanan plácidamente la mirada curiosa, voyerista y concupiscente de los lectores por venir.

2.- Miranda según Miranda. La Biblioteca Ayacucho, en su colección “La Expresión Americana”, nos ofrece en versiones física y digital su “Diario de Moscú y San Petersburgo” (1993), cuya selección y presentación estuvieron a cargo de Oscar Rodríguez Ortiz. Comprende el intervalo temporal que va del 11 de mayo al 6 de septiembre de 1787. El Diario, por obra y gracia del compilador, pareciera una extraña novela policial o de espionaje: El Tour ruso de Miranda va en pos de la Emperatriz Catalina II, cuyo recorrido se ve favorecido por aliados como el Príncipe Potemkin e importunado tanto por la Inquisición española y sus agentes como por las envidias y hablillas de la Corte. Nuestro protagonista y autor, sublima y diversifica el móvil de su empresa caballeresca: la solicitud de ayuda financiera para la causa independentista de América, la admiración agradecida y el solaz lúbrico con la matriarca real. Por otra parte, Francisco Herrera Luque en “La Historia Fabulada. Segunda Serie” (1982), escribió una radionovela que registra el trío amoroso entre Miranda, una horrible Catalina y la púber Colombeia que lo seduce y enguayaba. La épica mirandina hecha escritura autobiográfica, descuelga años después textos diversos y paradójicos.

Este diario puntual de Miranda, ratifica la condición de crónica de Indias a la inversa: Sacudirse el yugo colonial implica conocer, catalogar y cautivar a Europa. Se vale tanto de una indagación antropológica en la formalidad y el boato de los usos cortesanos, como del magma informal y despojado del lenguaje. El marginado político, religioso y social, no en balde su extraordinaria cultura europea, nos ofrece la perspectiva insólita, heterodoxa y crossover de un latinoamericano en el exilio. En esto antecedió a voces como las de Julio Cortázar, Alejo Carpentier y Carlos Fuentes. La objetividad del sociólogo va de la mano cómplice con el vuelo cachondo: La crítica estética, los comentarios mordaces a las

83 instituciones y la arquitectura, además del asombro conmovido ante el paisaje de la Gran Rusia, atracan por vía de un ritmo telegrafiado y trepidante en los coitos furtivos provistos por sirvientes bribones. La jornada unas veces cierra lacónica y lánguida [“A casa fatigado”] y en ocasiones corona con una apetitosa presa [“A casa y me trajeron una mala moza con quien dormí y chapé cuatro veces en la noche, cosa muy extraordinaria para mí”].

Indudablemente, los Diarios de Miranda desprenden un encanto objetual sin igual: Poseen el rigor de los catálogos artísticos y los inventarios palaciegos, la riqueza artesanal numismática y la bibliofilia que acaricia con la mirada y el entendimiento los clásicos greco-latinos que donaría antes de morir a la Universidad de Caracas. Asimismo la sabrosura de la picaresca vertida en los encuentros libidinosos y las bellaquerías de mayordomos envilecidos. Se entiende la consideración atenta a la figura de Pedro I, entre la admiración por la abundante trascendencia de su obra política y el desconcierto por sus desafueros megalómanos. Francisco de Miranda nos deja presenciar a través de un resquicio otra cara mucho más refrescante y enternecedora: Bien se apiade de una enculillada moza virgen a la que no violentó su voluntad, o el feliz desconcierto que le provocaron los campesinos de Viborg ajenos al valor de cambio y consubstanciados con el paisaje feraz como si se tratase de una utopía ardiente realizada en la Tierra.

3.- Miranda según Uslar Pietri. Arturo Uslar Pietri no ocultó su entusiasmo por Francisco de Miranda, el personaje histórico y el ente de papel. Por ejemplo, sugerimos la revisita a sus libros “Letras y Hombres de Venezuela” (1948), “Los libros de Miranda” (1966) y la breve semblanza biográfica en el tomo III de “Valores Humanos” (1974). Nos topamos con un escritor reconociéndose en el otro, sin importar las diferencias estilísticas, ideológicas e históricas. Lo apolíneo, sazonado por el conservadurismo godo, no le escurre el bulto a lo dionisíaco ni a la apostasía inducida por funcionarios miedosos respecto al Generalísimo. Por el contrario, Uslar le reconoce a Miranda un sitial especial en la literatura venezolana e hispanoamericana: “Viviendo y andando hacía el inventario de su siglo, que ha quedado en su archivo, extenso, rico, múltiple, en todas sus faces y aspectos mucho más que en las superficiales memorias del caballero Casanova”. Apunta que tras sus mil aristas late la creación de un universo preciso, esto es la integración de una América liberada en el esplendor de su diversidad arrobadora, lírica y telúrica. Como lo comenta Pedro Téllez con entera justicia, Don Arturo elogia atinadamente al escritor y el prócer, amén de ponderar el

84 inventario no sólo de sus posesiones e ideas, sino también de su contexto histórico con pasión compulsiva por el detalle. Incluso, el flemático discurso clásico de Uslar Pietri reconstruye la agonía de Miranda en La Carraca a instancia tanto del hito iconográfico de su tocayo Michelena, como de su propia experiencia en cana el 18 de octubre de 1945. Años después, Denzil Romero compondría su propio cuadro mirandino con una mayor audacia estética colindante con el barroco y el arte pobre convertido en una depresiva instalación.

4.- Miranda según Violeta Rojo. En su artículo “Verdades y Ficciones de Francisco de Miranda” (1996), Rojo propone documentar y desmontar la reincidencia en tres lugares comunes míticos respecto a la valoración crítica y ficcional de esta figura histórica y literaria: el héroe, el personaje abatido por la traición y la derrota, amén del amante latino que reencarna a Don Juan. Observamos el desconcierto propio de la autora, pues aparentemente no lee “la manía escrituraria de Miranda”: No es que él esconda sus emociones, móviles e ideas en una figura inquietante estampada en la alfombra. Si bien juega a la impostura en el ascoso de la Inquisición y la censura, Miranda el escritor de raza [egregio rostro en ausencia para una significativa parte de la crítica literaria] se filtra y trata a sí mismo en el ejercicio de una prosa funcional sin las pretensiones artificiosas del estilo literario. Es un caso que nos recuerda, valgan las distancias históricas y artísticas, el laberinto aforístico de Baltasar Gracián y sus comentarios trazados con un pulso impecable. Por supuesto, coincidimos con Violeta en que los historiadores han ficcionalizado a este personaje mucho más que los escritores [por ejemplo, Denzil Romero y Laura Antillano construyen sus relatos a partir de la investigación histórica, antropológica y cultural], lo mismo que a Bolívar para darle soporte intelectual y voz autorizada al Discurso del Poder en Venezuela. El culto de los héroes con sus sociedades y círculos intelectuales, apuntala y legitima a los poderes fácticos [Páez, Guzmán Blanco y Gómez lo hicieron con la más absoluta impunidad]. Miranda nos aguarda en sus textos como invocación rebelde sin par.

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ZAMORA COMO MOTIVO LITERARIO Y ACTOR POLÍTICO Ezequiel Zamora es el símbolo de una liberación que espera su realización histórica. La invocación de su nombre no es un canto al pasado sino la renovación de un compromiso presente. Orlando Araujo: “Venezuela violenta”. La República Federal no responde a las esperanzas que en ella cifró el pueblo venezolano porque carece de sinceridad. Ramón Díaz Sánchez: “Guzmán, elipse de una ambición de poder”.

0.- Introducción. El Bicentenario del Natalicio de Ezequiel Zamora [no obstante la lectura tóxica, clasista e ideológica que comprende el desencaminado culto a la personalidad y los denuestos gratuitos de sesgo neocolonialista] constituye una oportunidad significativa de reflexión histórica, política y también estética en torno a este destacado personaje venezolano y el contexto en el que se desarrolló su actuación como militante político y líder militar. Recordemos, por ejemplo, que la inclusión de su nombre y legado en la configuración del currículo bolivariano de Educación Básica a principios de este siglo [por vía del Árbol de las Tres Raíces], inspiró opiniones adversas y aterrorizadas entre docentes desprevenidos y desconocedores de la historia de Venezuela. ¿Acaso el cambio del régimen de tenencia de la tierra en el país no afectaría radicalmente el modelo educativo? Esta reacción es la revisita de la abominación que ha inspirado la insurgencia de iniciativas revolucionarias tales como los comuneros de Nueva Granada en 1780, las Reducciones jesuitas en Paraguay y especialmente el Plan Ayala encabezado por la firma de Emiliano Zapata el 25 de noviembre de 1911. No nos sorprende que la figura histórica de Zamora haya sido asimilada visceralmente a la de Boves [no en balde los interesantísimos libros de Juan Uslar Pietri sobre el díscolo asturiano], apuntalada en el miedo absoluto de ayer y hoy a los promotores de revueltas de zambos, indios, pardos y cachifas. Sólo que no se observa la diferencia esencial entre ambos “bandoleros”, esta es la que descansa en la agenda política: En el primer caso, revolucionaria [balanceándose entre el socialismo utópico y el anarquismo] en lo tocante a la propiedad colectiva de la tierra, la lucha de clases y el desmontaje del Estado conservador; mientras que en el segundo se apunta a la revancha patente en el saqueo, el asesinato y la repartición del botín. Reconsiderar al actor político Ezequiel Zamora (Cúa, 1° de febrero de 1817 – San Carlos, 10 de enero de 1860) en el año 2017, puede depararnos un aprendizaje valioso que desmitifique los slogans huecos, los vicios historiográficos e ideológicos de las voces autorizadas que entenebrecen la

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Academia, amén de la banalización obscena del discurso mediático y político de aquí y ahora. No apostamos por la santificación de Zamora ni por su demonización como confortables pretextos para justificar vacuos proyectos político-electorales o, peor aún, caudillismos de nuevo cuño, pues desperdiciaríamos el vino nuevo envasándolo en odres viejos. Ni la Historia ni las artes auténticas aconsejan vender la primogenitura por los espejismos de la ideología o falsa conciencia y sus despropósitos reales. Tanto el discurso histórico como el estético [sobre todo el literario] desdicen el embeleso propagandístico sutil o tremendista: Su voz profética no anticipa plagas ni prodigios efectistas, por el contrario, supone una despiadada vía crítica a contracorriente que estremece los cimientos del poder vertical, explotador y esterilizante. Salvando de la adhesión unidimensional y descontextualizada a la producción historiográfica y artística sobre este tema que ocupa nuestro insomne ocio actual, reivindicamos en el diálogo y la confrontación textos como Tiempo de Ezequiel Zamora de Federico Brito Figueroa; El General Ezequiel Zamora de Arturo Uslar Pietri; Guzmán, elipse de una ambición de poder de Ramón Díaz Sánchez; Lo que dejó la tempestad de César Rengifo; los cuentos El hombre contra el hombre de Denzil Romero y Hacia el sur de Humberto Rivas Mijares; Agosto y otros difuntos de Alfredo Armas Alfonzo; largos pasajes de Pobre Negro y Cantaclaro de Rómulo Gallegos; la poesía del Decir del Chino Valera Mora, Humberto Febres Rodríguez, Manuel Darío Grüber, Jesús Sanoja Hernández y Luis Alberto Angulo; y permítannos añadir esa extraña alusión novelística a Venezuela que es Nostromo de Joseph Conrad. Por otra parte, nos cita más la película Desnudo con Naranjas (1995) de Luis Alberto Lamata que Zamora, tierra y hombres libres (2009) de Román Chalbaud, porque vale más una adaptación del cuento El diablillo de la botella de Stevenson en el marco de la Guerra Federal como aproximación política, histórica y estética, que una recreación biográfica e ideológica de Zamora mediatizada por un afán pedagógico y propagandístico. Sin más protocolo, revisemos a nuestro personaje como motivo literario y actor político.

1.- Zamora según Federico Brito Figueroa (1921-2000). Tiempo de Ezequiel Zamora, cuya primera edición data de 1974, nos parece un magnífico mural no sólo biográfico sino también político y literario que aborda al General del Pueblo Soberano con suma audacia y honestidad. No soslaya el rigor histórico ni historiográfico que considera y vindica respetuosamente antecedentes como Lisandro Alvarado (Historia de la Revolución Federal

87 en Venezuela), Laureano Villanueva (Ezequiel Zamora: Vida del Valiente Ciudadano) y Luis Level de Goda [Historia contemporánea de Venezuela, política y militar (1858- 1886)]. Incluso y no obstante sus marcadas diferencias políticas, cita como fuente de interés la biografía de los dos Guzmán, Antonio Leocadio y Toñito, escrita por Ramón Díaz Sánchez. Sumado a la documentación hemerográfica y en especial los autos correspondientes al juicio de Zamora por la insurrección campesina de 1846-47, Brito Figueroa construye un texto dialógico y crítico que funde el afán del historiador marxista, el entusiasmo del compromiso militante revolucionario y el vuelo neorromántico del escritor. Esta tríada de roles no desentona como corpus textual complejo [que raya en lo transgenérico] ni rehúye las contradicciones vitales e ideológicas tanto del biografiado como del mismísimo biógrafo. Paradójicamente, gratifica a los lectores con un Decir descarnado, sistemático e inmediato que estimula la discusión de tal temática neurálgica de la historia nacional, eso sí, por vía del diálogo que ennoblece lo afirmativo venezolano. La insurrección campesina del Indio Rangel y Zamora no es la comparsa novelística ni el pretexto de bandidos a raíz del fraude electoral que le impidió al demagogo Antonio Leocadio Guzmán acceder a la presidencia en 1846, sino el primer escarceo bélico de la lucha de clases de ese entonces: “En la entrevista de La Victoria las masas campesinas frustran mediante la acción combativa la salida conciliatoria que anhelaban los terratenientes, liberales y conservadores; transformando una acción de capitulación política en una jornada democrática de masas” (Brito Figueroa, 2004, Tomo 1, p. 44).

Otro logro fundamental de este apasionado ejercicio biográfico, estriba en la técnica de la cita textual bien enhebrada e integrada al discurso ensayístico e híbrido del autor no obstante [y favorecido por] lo multidisciplinario de las fuentes documentales. Detalle que lo emparenta con el tomo segundo de Capital y Desarrollo (1970) de Domingo Alberto Rangel y Formación histórica del Antidesarrollo de Venezuela (1980) de Héctor Malavé Mata, ambos referentes indiscutibles de la poligrafía en Venezuela. La tan cuestionada plantilla ideológica que le endilgan a este trío de ensayistas tanto amigos como adversarios políticos, no le impide por ejemplo a Malavé Mata avizorar las virtudes y limitaciones ideológicas de Zamora: “Su programa (…) no abundó en ideas ni temas, pero expresó las razones indispensables para romper las relaciones económicas y sociales que oprimían al pueblo” (1980, p. 170). El diálogo intertextual coincide no en una acomodaticia apología

88 del líder histórico, sino en una consideración viva de su proceso dinámico y alternativo de formación y actuación política que transita de la agitación política en la Pulpería y la calle, desbordando la conducción militar e insurreccional de los alzamientos campesinos de 1846- 47 y 1859, hasta la organización política, electoral y participativa de las masas en los territorios liberados por la más plena y auténtica Federación (Barinas, Guanare y Acarigua). El neo-romanticismo estilístico de Brito Figueroa no es anacrónico ni políticamente correcto, puesto que Ezequiel Zamora se realiza en el texto mestizo en tanto figura histórica, épica y popular con el justo y pertinente protagonismo de campesinos y esclavos. El aguafiestas y visionario político Domingo Alberto Rangel lo acompaña en su apreciación sentida y terrenal del héroe desarrollada en Los andinos en el poder (1964): “Para que Ezequiel Zamora fuera grande –y lo fue con proporción de guerrero y apóstol- la tierra venezolana le parió soldados. Ese hombre no tenía un ejército sino un pueblo atormentado tras su huella” (Brito Figueroa, 2004, Tomo 2, p. 87). Destaca asimismo Brito Figueroa que la formación autodidacta de Zamora fue a la par de las vicisitudes de su periplo vital de blanco de orilla, pulpero, elector, guerrillero y estratega militar: Abrevando en los editoriales encendidos de Antonio Leocadio Guzmán en El Venezolano; los pasajes históricos sugeridos por su cuñado Juan Gáspers y su amigo José María García que refieren la épica rebelde de Espartaco, los Gracos y los revolucionarios franceses; hasta las presentaciones conversadas de la revolución pre-socialista francesa de 1848 por la soldadesca obrera refugiada en Venezuela y el acceso por contrabando a las ideas de Blanqui, Bakunin y Proudhon provistas por la complicidad edificante de José Brandford y el licenciado Francisco Iriarte.

La elocuencia inmediata de Zamora, plena de símiles sencillos e imágenes directas como si se tratase de una parábola cristológica, no sólo insta a la organización popular campesina del momento sino también motiva la improvisación de una poesía oral y anónima que desembocará como afluente de una poética del Decir en Venezuela. Las coplas, los corridos, las décimas, los aguinaldos y las bombas aliñan el ritmo y la musicalidad llanera de este ensayo biográfico de Federico Brito Figueroa que excita la atención de los lectores. He aquí una muestra tomada in situ [los valles de Aragua, 1940-45] por el historiador trocado en etnógrafo: “¡Ay Zamora peliador / de la comunidá de la tierra, / ponga con todo valor / el machete en la madera” (Brito Figueroa, 2004, Tomo 1, p. 51) . Algo más de

89 veinticinco años después, Víctor Valera Mora advierte que “Zamora cabalga señores / ya los dientes del pueblo / están royendo los muros de vuestro reino / y no es el desarropado ni el sordo ni el ciego de ayer / ahora tiene banderas poetas y metal organizado” (Valera Mora, 2006, pp. 159-160). El responso por la revolución traicionada de Bolívar, Miranda y el mismo Zamora justifica histórica y estéticamente las Guerras de Liberación por venir [la muerte de Ezequiel Zamora, según Federico Brito Figueroa, fue convenida por Antonio Guzmán Blanco y Falcón en función de la ambición política y material de ambos: parafraseando al pro-godo Juan Vicente González, fue un magnicidio de carambola que se llevó consigo al mentor y su partido libertario]. Si bien Rulfo recreó en poesía pura, conmovedora y cruenta la Revolución Mexicana decapitada, nuestra Enriqueta Arvelo Larriva hace un llamado al poeta Rubén Darío para que acompañe en el canto profundo a la resistencia antiimperialista de Augusto César Sandino: “¡alza tu piedra, dale un verso tuyo / y déjale seguir embriagado / de su espeso y añejo patriotismo! // Quizá lo bebió en tu grito de alerta, Rubén Darío…” (Arvelo Larriva, 2016, p. 114). El Decir Poético es también Profecía mixturada [culta y popular en la ausencia disociada de lo culterano y lo demagógico] que restituye la justicia permanentemente en los flujos y reflujos de la impertinencia rebelde.

La madre de Ezequiel Zamora, Paula Correa, nos es reivindicada por nuestro ensayista biográfico no como una débil intercesora accesoria doblegada por el machismo y el conservadurismo político-económico del contexto histórico. Por el contrario, encarna un sensible papel activo no sólo conducente a la liberación de su hijo en 1847 sin importar los medios, sino también en la consolidación de la gesta libertadora y bolivariana a la que opuso diques tanto la oligarquía como los operadores políticos liberales de fines depredadores [los dos Guzmanes, por supuesto]. Al punto se rescata también de la invisibilidad a la colectividad femenil que aupó la verdadera causa federal: “fueron mujeres del pueblo que habían perdido al hijo, al esposo, al padre (…) quienes se constituyeron, desde el primer momento en los más eficaces colaboradores del grupo de libertadores de Zamora” (Brito Figueroa, 2004, Tomo 1, pp. 102-103). La igualdad de género no es un artificio social y nivelador burgués, sino por el contrario la complementación dialógica de varones y hembras emancipados en una potente comunidad sin par.

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2.- Zamora según Uslar Pietri y luego Díaz Sánchez. Arturo Uslar Pietri (1906-2001) no solapa su pensamiento conservador que custodia y vela intelectualmente la quietud apolínea de la República latinoamericana, sin sobresaltos políticos, socio-económicos y estéticos que importunen el apego a las formas democráticas y legalistas. Sin embargo, el novelista delata su fascinación por el personaje histórico rebelde que vivió breve e intensamente su pasión libertaria no exenta de la astucia propia de las serpientes. Zamora diseñó la casa áurea que convocó de inmediato a las masas de campesinos enfeudados, manumisos, indios y pardos que trastocaría las relaciones de subordinación impuestas por los godos, liberales impíos y fusionistas. Sólo que Uslar considera su liderazgo y la causa federal como continuidad de la rebelión de 1814 encabezada por la bandera corsaria de Boves, argumento frágil dadas las diferencias irreconciliables en la agenda política de ambos personajes históricos [no son equiparables la redención socialista, colectiva y protagónica del oprimido y la sociedad de cómplices que legitima la propiedad privada en el saqueo y la revancha]. La igualdad ante la ley y de hecho de la propuesta liberadora que desmonta el discurso, los aparatos ideológicos del Estado y las estructuras del poder vertical, no es mero igualitarismo como fetiche político y socio-económico que dote a la República de una ilusión de armonía. El temor al deicidio, la arremetida rebelde y la incertidumbre, empero viene aparejada a la seducción indescriptible que ejerce la marea y sus corrientes internas implosivas que importunan la simétrica configuración del orden racional: “Probablemente, si Zamora hubiera vivido, hubiera podido decir, con mucha más verdad, que la igualdad era el único bien que se había alcanzado con la Federación, a costa de la destrucción y ruina de todos los otros bienes sociales” (Uslar, 1982, p. 54). Este breve ensayo integrado al cuarto tomo de Valores Humanos, ratifica su vocación por una escritura transparente y clasicista que le emparenta con los ensayos sociológicos de Laureano Vallenilla Lanz y los textos liberales de Carlos Rangel, tríada referencial venezolana que toma distancia y se opone a Marx [el materialismo dialéctico] y Jesús [la parábola como liberación espiritual individual y a la vez comunitaria] con sus disímiles concepciones del mundo no obstante valerse de metáforas extraídas del judaísmo. Los godos, liberales y neoliberales de hoy comulgan con las leyes de la oferta y la demanda por igual, amén del formulismo politólogo relativamente armónico tal como ocurrió en el siglo XIX, obviando las contradicciones y tendencias autodestructivas de los poderes fácticos tras bastidores.

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Ramón Díaz Sánchez (1903-1968), otro de nuestros brillantes polígrafos, posee una escritura mucho más telúrica, lírica y tremendista que Arturo Uslar Pietri. Su paleta de colores se nos antoja que va del virtuosismo post-romántico de Cristóbal Rojas al expresionismo místico y mágico de Bárbaro Rivas. En el capítulo 1, Dios y Federación, correspondiente a la Sexta Parte de su estupenda biografía por partida doble Guzmán, elipse de una ambición de poder (1975), nos ofrece un casting o reparto zamorano muy sobrenatural, afín a la violencia hiperrealista de un José Rafael Pocaterra o el terrorismo modernista y vitalista de Rufino Blanco Fombona. Por supuesto, los ismos al igual que el despliegue de los recursos expresivos se justifican en la configuración personal del universo venezolano y latinoamericano, eso sí, por demás resbaladizo e híbrido. En este caso, coincide con Uslar Pietri y Laureano Vallenilla Lanz al establecer el paralelismo entre Ezequiel Zamora y José Tomás Boves, por supuesto estando advertido de que ambos actuaron en situaciones históricas diferentes: Pareciera que la analogía cobra significación en la alucinante construcción literaria del personaje y, sobre todo, la captación visceral del Caos revulsivo y atrabiliario que arrastra tras de sí, “Hay algo mágico en este nombre, algo que exalta la imaginación de los seres humildes y les enciende hogueras en los corazones. No le han visto, no le han oído, pero todo a su alrededor les habla de él” (Díaz Sánchez, 1975, p. 92). La compulsión del novelista se impone al bisturí satírico del crítico político. Atribuir al ejército variopinto de Zamora [con Martín Espinoza y su Estado Mayor licantrópico, el Adivino, Enrique Morton y Napoleón Avril] un espíritu terrorista medieval, es más bien un ejercicio logrado de la hipérbole en la precariedad argumentativa [el cuadro abigarrado del ejército zamorano proviene de los estratos sociales marginalizados de la Venezuela enfeudada de entonces, teniendo como contraparte a los terratenientes y operadores políticos godos y liberales]. Sin embargo, no podemos dejar de reconocerle a Díaz Sánchez sus dotes prominentes como retratista agudo de su tiempo y la nación, sin importar que el boceto del perfil psicológico y social involucre a los conquistadores españoles que agotaron las reservas perlíferas de Cubagua, los expedicionarios alemanes aniquilados por el mito de El Dorado o los obreros encanados en el campamento petrolero. El encono parricida de Guzmán Blanco dirigido a Antonio Leocadio tuvo, entre otros desencuentros, a Ezequiel Zamora en tanto motivo de animosidad mutua: para el hijo como piedra de tropiezo y para el padre como peldaño malogrado de su ascenso al poder.

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3.- Zamora según César Rengifo. El dramaturgo y artista plástico César Rengifo (1915- 1980) dedicó a Ezequiel Zamora su pieza teatral Lo que dejó la tempestad (Un epílogo dramático de la Guerra Federal), la cual consta de un prólogo y tres actos. No queda duda que se establece un puente político y artístico entre Zamora y Emiliano Zapata, en virtud del ímpetu revolucionario campesino que va del alzamiento venezolano de 1846-47, proseguido en la breve actuación del Valiente Ciudadano durante la Guerra Federal (1859- 60), hasta el cénit de la Revolución Mexicana en los inicios del siglo siguiente. Además de ser procesos históricos traicionados por sus respectivos partidos y partidarios envilecidos, sus dos egregios promotores fueron las víctimas propiciatorias. El nexo estético está referido al muralismo mexicano de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros [más los grabados de José Guadalupe Posada] como reportaje gráfico de la Revolución, la cual no sólo fluye en la pintura de Rengifo sino en el ensamblaje de su discurso dramatúrgico [Un tal Ezequiel Zamora es la que completa el díptico zamorano]. Lo que dejó la tempestad, sin renunciar a la inmediatez del corrido ni del manifiesto insurreccional de los volantes y textos periodísticos, expone una nación disfuncional de viudas y solteronas despedazada por la Guerra Federal y la sociedad de cómplices que firmó el Tratado de Coche. Brusca, vagabunda, enajenada y visionaria, contrapuntea con Rosalía, Begoña y Teresa pisoteando los despojos de la Guerra Larga. Encarna e ilumina con la llama prometeica a la camada airada de labriegos, manumisos, artesanos y pardos que para el momento se despeñó con la muerte de Zamora en el precipicio, la desilusión y el desmadre de la República. Las acotaciones recrean con palabras los lienzos de Rengifo que registran la desolación del paisaje y, en consecuencia, el éxodo campesino de los desplazados de ayer y hoy, detritus tanto de la Venezuela rural y feudal como de la subyugada y escindida Urbe por el Rey Petróleo. La búsqueda del Edén como colmena libertaria se realiza en pos del hijo desaparecido y del mismísimo Zamora en la reagrupación de la montonera que ponga en su sitio a los godos, sus aliados políticos y sus amos extranjeros. Sólo que se abre un prolongado paréntesis para el advenimiento de la Utopía liberadora que juntó sensibilidades disímiles como las de Martín Espinoza, el Indio Rangel y los Generales Juan Antonio Sotillo, José de Jesús González [El Agachado] y Ezequiel Zamora. En el Primer Acto, Teresa se topa con el Perro, sobreviviente de la indisciplinada cuadrilla infernal de Espinoza, que le descerrajaría el tiro al General de hombres libres en San Carlos. La

93 revancha no sería el móvil del magnicidio, pues la autoría intelectual se cercioró de enterrar también la verdad no sólo escondiendo el cuerpo de Zamora, sino confundiendo a los historiadores, los funcionarios y los politicastros en enmarañados razonamientos que proveen atajos a la misma calle ciega. El Perro es a la vez G. Morón, el soldado amarillo al que se refiere Brito Figueroa, un francotirador azul desconocido e incluso la pluma malhablada de Juan Vicente González en “El Heraldo”. Sin embargo, este homicida se humaniza más adelante en el rol de víctima o marioneta del destino [o mejor aún del Poder tras la tramoya]: “¿Cuántos hombres han muerto sobre esta tierra con la bala que mató a Zamora? Por eso rezo, y por eso canto canciones tristes sobre esa guerra que el pueblo perdió…” (Rengifo, 1989, p. 187). El Poder terrateniente aliado tanto a la burguesía comercial como a la casta militar, le propinó un golpe de gracia al campesinado que frustró sus legítimas aspiraciones de revertir un modo de producción opresivo, excluyente y caníbal. Se trataba de que “El latifundismo tendría que evolucionar hacia la explotación agrícola capitalista y la artesanía tendría que avanzar hacia una dimensión manufacturera” (Araujo, 2013, p. 37). Las canciones populares de gesta, los saltos en el tiempo de la narración dramática e histórica y las peripatéticas idas y vueltas de los personajes entre la frustración y el reagrupamiento rebelde, evidencian la presencia extrasensorial y ensoñadora de Zamora a lo largo del drama. El juego arquetípico en el que el Comandante Cisneros confronta con la complicidad del oficial azul y el amarillo, mal acompañados por el funcionario inglés, constituye el eje que devela la conspiración multifactorial que sembró de cruces y cadáveres el territorio nacional inútilmente. Las interrogantes del atribulado oficial [“¿Y la justicia? ¿Y el pan? ¿Y la tierra?” (Rengifo 1989, p. 213)] son todavía susceptibles de respuestas que persistirán en el desaliento [“¡Soy otra cruz y estoy enterrado!” (1989, p. 216)]. O, por el contrario, excitarán la compulsión lírica, épica y popular que conduzca a la revitalización y reanudación de la auténtica empresa de liberación nacional por venir [“¡Fue por todo eso que se alzaron las banderas y se derramó el incendio!” (1989, p. 213)]. Parafraseando a Héctor Malavé Mata, no es un contrasentido hoy contribuir a transformar las montoneras insatisfechas e impulsivas en un colectivo militante de consciente rebeldía. Ello acarrearía no sólo desmitificar el terror ancestral de algunos intelectuales al cambio estructural impulsado desde las masas, sino también neutralizar definitivamente las alcabalas de toda índole que las encorseten y envilezcan.

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4.- Zamora según algunos poetas del Decir. Ernesto Cardenal (1925), heredero de la valiosa Poética del Decir nicaragüense que no sólo celebró a Sandino sino también al pueblo combatiente y acompañante, ha desarrollado a lo largo de su obra una honda preocupación por su Siglo a contracorriente de la banalización del discurso político y mediático que le condujo a la asunción de una voz mística liberadora. Asimismo, los poetas venezolanos se han referido a Ezequiel Zamora como un referente vivo de la rebeldía histórica que repercute en un plano estético y no esteticista. Ello muy a pesar de estamentos críticos y voces autorizadas que persisten en no visibilizarlos impunemente. En el poemario Amanecí de bala (1971), Víctor Valera Mora lo convoca en el contexto de la lucha guerrillera de la década del sesenta. El tercer canto de “Yo justifico esta guerra” alude directamente a Zamora como pivote de un nuevo foco insurrecto. No se trata de desempolvar su osamenta para revisitar el culto funerario de los héroes como Bolívar, artificio político que había contribuido a cimentar por vía del fetiche ideológico el caudillismo providencial de Páez, Guzmán Blanco, Gómez y Betancourt quienes opondrían un muro esterilizante a las luchas populares. El verso libre que se confunde con el diablo de la prosa a través de sus letanías apóstatas, apuesta con resolución y desparpajo por la contracorriente y el desacato: “Pero no todos los muertos viajan tranquilos / a algunos les molesta estar ahí sin hacer nada / e insisten con terquedad / y regresan a presidir los nuevos combates / a dilucidar el asunto que los vistió de ausencia” (Valera Mora, 2006, p. 159).

Jesús Sanoja Hernández, en una onda más críptica [debida quizás a la clandestinidad escritural y militante en el contexto de la represión de la dictadura de Pérez Jiménez y luego de la democracia postiza de Betancourt], nos ofrece un par de muestras muy significativas. “Dentro de escena” se vale de la mascarada teatral para transmitir la propensión endémica republicana a la traición y al cambio político cosmético y camaleónico: “Entre Zamora y las mareas de la noche, tengo actos, / canso cortinas junto al vestíbulo y, estriado, / rojizo, brevísimo, avanzo furtivamente y en fracciones / me agarra la trampa” (Sanoja Hernández, 1997, p. 40). Resuena, pues, el aplauso para el homicida, sin importar su identidad. “El castillo, playas” es otro poema hermético que pareciera retrotraer el estallido entusiasta de la Guerra Federal en Coro, la impaciencia incendiaria de Zamora, el culipandeo del General Falcón y la desazón del soldado ante el cuerpo yacente de la revolución amarilla: “Por encima del invierno, ya rotas, ciruelas, y un pie / sobre el porvenir, pero el honor al cadáver

95 del Jefe / que allí se ve tirado como ave fenicia, ocaso de todos, / montón largo, miel del tiempo barrida por la otra escoba. // El soldado chupa limón y abre la navaja” (Sanoja Hernández, 1997, p. 33). Las imágenes envueltas en la ensoñación individual de la voz poética, remiten paradójicamente al inconsciente colectivo de la nación escindida.

En El Corazón de Venezuela. Patria y Poesía (2008), compendio amplio de la poesía venezolana que desde el siglo XIX destila una profunda preocupación social, nos detuvimos en tres muestras del cansancio de llano incendiado en tiempos de Ezequiel Zamora. Humberto Febres Rodríguez (1929-1997) fusiona en “Santa Inés” la oralidad inmediata de la copla y la crónica periodística para reivindicar el episodio bélico zamorano, eso sí, desprovisto del romanticismo ramplón, el poema pedagógico y la efeméride descontextualizada que trae consigo inducir la erosión senil de la memoria. El General Zamora y Florentino Coronado son fuerzas subrepticias inaccesibles a las metáforas que amputan la lengua y desencaminan el corazón de los hombres: “Una vez invadimos unas tierras. / Puros campesinos. / Unidos. / Desafiantes. / Entonces vinieron, / unos con armas, / otros con labia. / Habladores. / Embusteros. / Nos dividimos… / Migajas, / eso nos quedó. / Todo sigue igual. / Soñamos / dicen, / y qué más? / Siempre se puede / Algún día…” (Angulo y Gómez, 2008, p. 87). Manuel Darío Grüber (1941) se vale del caballo impertinente que pasea sin el jinete sacrificado [Zamora y Zapata], como símbolo apocalíptico que reconviene el despropósito finisecular. En este caso, la dedicatoria a José León Tapia no es gratuita sino pertinente en la recuperación de la memoria histórica con sus aprendizajes dolorosos y significativos: “Los tecnócratas se instalan muelles / en el último piso de la democracia. / Entretanto la miseria cabalga / sobre un caballo de fuego / y la esperanza se asfixia en la retórica” (Angulo y Gómez, 2008, p. 87). La dominación edifica armatostes, cosifica de adentro hacia afuera e incluso confiesa la vocación megalómana por el Poder en su No Decir. Álvaro Montero (1946-2004) de-construye el género epistolar en el poema en prosa que apologiza las fantasmagorías impías tan de gusto de Rulfo, Armas Alfonzo y el Fuentes de “Aura”. El terrorismo estético se asume como vía válida para desmontar la historiografía de los vencedores en el júbilo de los vencidos: “Siento que vendrán los espasmos y me quemarán por la tarde

esta ciudad de cólera nos consume a todos” (Angulo y Gómez, 2008, p. 152).

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5.- Zamora según algunos narradores venezolanos. Sin apelar al género de la novela histórica, Rómulo Gallegos (1844-1969) nos presenta en Cantaclaro (1934) y Pobre Negro (1937) una aproximación positivista y realista del alzamiento campesino de 1846-47, la Guerra Federal y el desmadre caudillista subsiguiente a la muerte del líder amarillo en 1860. En el primer caso, tenemos los episodios de Juan el veguero [el campesino reducido a la más abyecta pobreza], el doctor Payara [el godo decepcionado por el despropósito político y militar que no encontró su justicia apolínea en el caos] y Juan Parao [el negro buscavidas, cuatrero y peón que se realizó y murió en la revolución], personajes marcados por la confrontación no sólo de godos y liberales, sino esencialmente entre amos y subordinados en el marco de una Venezuela semifeudal. El coplero Florentino Coronado colecciona estas y otras historias para embutirlas en una épica criolla, lírica y popular [por vía de “esa manera de hablar en toletes del mismo tamaño” (Gallegos, 1984, p. 43)]. Juan Parao construye su quilombo portátil y andante con una sociedad sin clases ni propietarios en la sien: “Que le dicen ajeno [el ganado], porque si bien se mira, tanto hace y con los mismos derechos, el llamao cuatrero como el llamao propietario: enlazar y arriar por delante lo que cría la sabana y es de todos” (Gallegos, 1984, p. 47). Observamos que no hay entonces grados de separación entre Proudhon, Zamora y este maravilloso personaje de papel que excede la intención didáctica del autor. En Pobre Negro, Rómulo Gallegos persiste con sus tesis positivistas que abundan en la oposición de arquetipos, lo cual afecta no sólo la construcción de los personajes sino la captación [si se quiere maniquea] de la historia venezolana. A la luz de la dicotomía Civilización / Barbarie, se considera a Zamora una reencarnación del espíritu salvaje y destructivo de Boves, sin diferenciación alguna ni contemplaciones, mucho menos gradaciones posibles: “Como Boves, arrastraba las masas en pos de sí, pero el hierro implacable del asturiano traía ahora añadido el fuego” (Gallegos, 2012, p. 178). Ambas novelas suponen una mirada aterradora de la Guerra Federal detrás del postigo o a través de la ventana: El distanciamiento sociológico entraña paradójicamente el desconcierto y la repulsión de un niño testigo que nos grita ¡Ese silencio! ¡Ese silencio! Nada que ver con el morbo ansioso de aquel otro personaje imberbe de Urbaneja Achelpohl que le replica ¡Upa, Pantaleón, upa! Esta plantilla ideológica insiste en consideraciones a dos colores que obvian el acceso a lo diverso, lo contradictorio y lo ambiguo: El mesianismo no sólo seduce al pueblo sino apuntala a sus más viles opresores.

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El hombre contra el hombre de Denzil Romero (1938-1999) es un cuento extraordinario dotado de imaginería barroca personal, un aliento lírico envolvente y el ritmo trepidante que se equipara al del thriller policial o, mejor aún, el del Western de John Ford o Sam Peckimpah. Ezequiel Zamora se nos muestra en la visión torcida, lumpen y resentida de su homicida, el zambo Elisario “Perro Furioso” Morón, sobreviviente del fusilamiento de Martín Espinoza y su grey de trece fieras. El móvil del magnicidio no radica en la conspiración política sino en la venganza a secas, la cual se repotencia en una confrontación de almas o perfiles psicológicos y no de clases sociales: “acordándose de la muerte de Espinoza (…) y del empeño de Zamora de andar pasándose por decente como si fuera godo y de todo eso y de los patiquincitos del general Falcón que eran unos remedadores y que nunca se habían bajado del caballo” (Balza, 1996, p. 373). La escisión del narrador omnisciente y la legión soldadesca hecha oralidad obscena, enumera y exagera los desmanes de Espinoza y su cuadrilla en una degollina macabra que antecede la de los pranes, sicarios y paracos del siglo XXI; compone asimismo un corrido épico, dinámico y lírico de la Batalla de Santa Inés; e incluso recrea el mito de Leda y el Cisne a través del coito salvaje, licantrópico y erótico de Saturnina Damiana Güerepe y El Perro Elisario en los llanos de Cojedes [“Sólo el deseo de encontrar a Zamora de nuevo en su camino (…), sólo eso, podía llevar a Elisario al máximo sacrificio de chupar a una mujer” (Balza, 1996, p. 371)]. El homicidio sacrificial, desde los inicios de este mundo, lleva consigo la pulsión latente de Eros y Tánatos que desborda todos los linderos posibles.

Hacia el río (1942) de Humberto Rivas Mijares (1919-1981) hace referencia al alzamiento campesino de Zamora y Rangel en 1846. Gupertino Riera, arrancado del anonimato campesino, se suma a la Federación y, balazos mediante, alcanza el grado de Teniente como atajo posible de promoción social. Sólo que el tono descansa en la depuración del picante discurso costumbrista que va de la comedia inteligente a la sátira desmitificadora. La toma del pueblo por parte de los revolucionarios provoca una risotada compasiva, pues la balacera se confunde con la letanía del cura y la feligresía enculillada [“-No es la procesión la que está en la plaza, mi jefe. Es la revolución. ¡Mientras usté los perseguía por la cañáa de La Culebra, los revolucionaros entraron por la quebrá!” (Rivas Mijares, 1987, pp. 63-64). El fracaso de la causa federal por obra y gracia de los negociadores políticos y los militares de opereta, se hace carne podrida no sólo en la

98 inestabilidad política y la crisis económica de la República posterior a la muerte de Zamora, sino particularmente en la depauperación de la vida urbana de Gupertino sazonada por la viudez y la desesperanza [de la promisoria carrera militar a la explotación en la factoría], lo cual lo impele con su hijo al éxodo inverso: “-¡A mis tierras!... ¡A mis maizales!” (Rivas Mijares, 1987, p. 73), arreo amargo y cómico de las expectativas de cambio traicionadas en el Tratado de Coche.

En la colección de cuentos Agosto y otros difuntos (1972) de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990) que recoge sus mejores textos sobre las guerras civiles en la Venezuela del siglo XIX, destacan “Los cielos de la muerte” y el tríptico de Pacífico Tarache (“La traición”, “La espalda de la muerte” y “La deuda”). Sin duda, su maestría digna de emulación creadora nos remite a los cuentos de Ambrose Bierce que tratan con personalidad cínica la Guerra Civil norteamericana. Las fantasmagorías de soldados y oficiales godos y amarillos en las tierras de Oriente, son los maravillosos efluvios de la oralidad y el lenguaje más poético. “Los cielos de la muerte” profiere en susurros la esencia fraticida de la Guerra Larga por medio de la nomenclatura oral y popular de soldados y guerrilleros, el terrorismo de las imágenes sensoriales que forja el conflicto bélico- psicológico y el monólogo interior de los muertos vivos. Ezequiel Zamora es uno de sus blancos más propicios y ejemplares: “Matar a un hombre no da trabajo. Pero verlo morir es más fácil” (Armas Alfonzo, 1972, p. 20). Pacífico Tarache, valga el nombre que encanta el oído del lector, reencarna la traición no sólo al padre sino al proceso de redención social y libertaria como tal. El camino al Gólgota aparejado por la delación del hijo, el sino histórico y trágico de la nación, la indolencia de la oficialidad goda y la fusilería subalterna de la tropa, se hace al punto solemne, violento y estrambótico como los grabados de José Guadalupe Posada:

“Pacífico Tarache toca la corneta hasta que la descarga se la tumba, hasta que la muerte lo hace desplomarse, primero el cuerpo sobre sus rodillas, después la cabeza sobre el pecho, hasta que finalmente da media vuelta y queda boca abajo sobre el suelo. La brisa bate el sudario de la cruz que hay en la plaza, y mece las ramas de una ceiba” (Armas Alfonzo, 1972, pp. 68-69). El cambeto Zamora no sólo se escurre en la memoria de los antepasados y las especulaciones de los libros, sino en el imaginario alucinado de Venezuela, patrimonio vivo y estético de los cultores, lectores, espectadores y auténticos agentes del cambio

99 social. Parafraseando el cuento de Denzil Romero, la imaginación libertaria acompaña en el vuelo el tremor de flores amarillas que brotó de su cabeza.

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SANDINO COMO MOTIVO LITERARIO Y ACTOR POLÍTICO

1.- Según Abelardo Cuadra. El exteniente de la Guardia Nacional Abelardo Cuadra (Malacatoya, Granada, 1904 – Valencia, Venezuela, 1993) es la mejor fuente sobre el asesinato de Augusto César Sandino el 21 de febrero de 1934, no sólo en el rol de uno de los complotados del “Tacho” Somoza, sino por la franqueza y precisión de su testimonio. He aquí su confesión no exenta de crudeza ni de contrición, “Total: catorce asesinos y conmigo quince” (Cuadra, Abelardo, 1979: p. 116). Sus memorias “Hombre del Caribe”, prologadas y pasadas en limpio por Sergio Ramírez, detallan el martirologio de Sandino en el capítulo III, La hora de asesinar a Sandino. Apela al epistolario dirigido a su hermano Luciano y camuflado en naranjas: Las cartas provienen de la Cárcel de la XXI, León, y datan de octubre y noviembre de 1935. Cuadra, luego de un simulacro de fusilamiento al igual que Dostoievski, pagaba en cana perpetua el delito de insurrección militar al primero de los Somoza, logrando escapar a pie por la selva que lo llevaría a Costa Rica. Luego de perseguir al revoltoso General Sandino, su periplo aventurero o -según el mismo autor- su Jodisea consistió en combatir las dictaduras en Centroamérica y el Caribe. El capítulo en cuestión y el resto del libro integran un delicioso Pastiche o ajiaco en prosa que involucra los géneros del epistolario, la crónica, las memorias y el ensayo. Bajo la fluencia de poetas del Decir como su hermano Manolo Cuadra, el discurso de Don Abelardo –sin artificios estilísticos- reivindica la oralidad y la claridad expresiva. Concilia la Épica culta y el cancionero popular de los corridos, tangos, milongas y boleros. Nos llama la atención la curiosa terminología militar, “bala en boca” apuntando con el fusil o “bala de boca” a la hora de comer. Este conservador muy simpático, entre otras cosas, propuso como nueva lengua el castindio, sumándose a la poesía vanguardista, mestiza y nacionalista de Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal. Asimismo, las memorias lúdicas y trágicas de este héroe menor e ignorado desmontan los falsos partes de guerra de uno y otro bando: Niegan el eslogan, la intoxicación ideológica y lo políticamente correcto. El paladinismo va del real teatro bélico y político-social al papel, lo cual lo emparenta con el Coronel Aureliano Buendía, titán sepultado por la Historia de la Propaganda y elevado al imaginario universal por la literatura. No repara en elogios a Sandino como político liberador y estratega militar, no obstante hallarse entonces en la tribu somocista: “Pero la gloria de la gesta de Sandino no está en haber matado tal o cual número de yankis, sino en haber sabido defender en lucha desigual, la soberanía, la libertad, la independencia y la dignidad de Nicaragua” (Cuadra, Abelardo, 1979: p. 107). El perfil que el autor tiene del prócer, además de colindante con lo mesiánico, es multifacético. Nos presenta al Sandino espiritista, masón e inigualable

102 organizador político-militar. También nos aproxima al mundo íntimo del héroe de Las Segovias: “Era abstemio, no fumaba, no bailaba; en cuanto a hembras, cuando Doña Blanca su esposa no estaba de guardia en el campamento, se cuenta de mujeres que atravesaban la montaña para estarse unos meses haciéndole compañía, la salvadoreña Teresa Villatoro, principalmente. Era enemigo de perder el tiempo en pláticas banales y no le gustaban los chistes obscenos” (Cuadra, Abelardo, 1979, p. 108). La descripción física va del realismo fotográfico y el informe técnico militar, a la mitología popular: La condición del peso pluma dada su baja estatura, la buena musculatura, el cuerpo lampiño y los cojones bien desarrollados. Sin quererlo, el cronista por compulsión vital construye una apolínea transfiguración narrativa y comentada de Sandino y su milicia. Ello al extremo de apuntalar la rebeldía del hombre que nos lo cuenta con entusiasmo militante: “Se las sabían todas, por eso aguantaron pelear seis años con las puras uñas. Y yo aprendí mucho de ellos” (Cuadra, Abelardo, 1979: p. 114). El aguante de la guerrilla libertadora tuvo como móvil el amor. El episodio de la conjura y la ejecución sumaria de Augusto César Sandino, está tatuada con fuego en el propio pellejo del memorialista, ello entre la culpabilidad, el remordimiento y la sinceridad: “la quemazón de la culpa ya no me dejaba en paz”. Culpabilidad cristiana vital en tanto estímulo de superación y no como detritus alienante de la institucionalidad religiosa. La única vez que Don Abelardo y yo pudimos conversar, él me refirió su animadversión a los curas salesianos con los que le tocó lidiar en la infancia y la adolescencia. Del auténtico reconocimiento de su pecado, Abelardo Cuadra edificó el camino hacia el cambio y la resurrección: “Y ese chingaste, ese rescoldo, esa furia y frustración por haber participado en el asesinato del hombre dueño del derecho y la razón, tenía necesariamente que materializarse en algo concreto, una sublevación” (Cuadra, Abelardo, 1979: p. 143). Es una manera curiosa y empática de compartir desde dos alas diferentes del cristianismo, una personal teología de la liberación con el poeta Pablo Antonio Cuadra (el primero presbiteriano y el segundo católico): “(…) nuestra senda / es una sed andante y una luz de aventura / que al riesgo de una estrella conquista su Verdad”. La crónica de este memorial del paladín sacrificado, traicionado y emboscado, funciona también como Profecía con vistas a la denuncia y el futuro. La coartada del Tacho Somoza consistente en su asistencia al recital de la poetisa Zoila Rosa Cárdenas en Campo de Marte, sede de la Guardia Nacional, conduciría a la más contundente justicia poética: la muerte del Tirano envejecido a manos del poeta Rigoberto López en medio de un festín y, mucho más tarde, el exitoso magnicidio de su hijo Tachito en la capital de Paraguay, pues otro poeta haló del gatillo de la bazuca que hizo estallar el carro blindado que ocupaba. El pasaje tiene connotaciones bíblicas: La traición de Tacho Somoza y sus catorce apóstoles, la blandenguería del presidente Sacasa, el secuestro de los blancos militares, el fusilamiento como crucifixión de Sandino y sus acompañantes, e incluso el despojo y sorteo de sus ropas y propiedades por la jauría de hienas que era la soldadesca ebria. Sin embargo, Don Abelardo se redime y levanta del muladar con el firme pulso de su escritura:

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“La noticia de que asesinaron a este hombre pequeño de estatura, con esos pies gorditos y blancos, como chinita, van a gritarla los voceadores en las calles asfaltadas y concurridas; y meterá bulla e indignación la clase de muerte que se les dio. Hombres famosos y anónimos, en las grandes ciudades del mundo y en los pueblos más pequeños, hablarán de ellos, los que yo estoy mirando aquí”. Además del pueblo en armas que derrocó la tiranía de los Somoza en 1979, tenemos las voces de Salomón de la Selva, Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Manolo Cuadra y los venezolanos Enriqueta Arvelo Larriva, Rafael de Nogales Méndez y Orlando Araujo entre muchos. Todos ellos ocupando la gran enramada transfigurada que presiden Cristo, el profeta Elías y Sandino. Nos llamamos Legión porque somos muchos. 2.- Según la Poesía del Decir. Sandino ha sido motivo temático de los poetas del Decir en Nicaragua y el Continente: La lucha por la liberación calza a la medida con esta tendencia poética universal, dadas su inmediatez y transparencia de fondo y forma. Entre las notables voces poéticas que con él dialogan tenemos a los nicaragüenses Salomón de la Selva, José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Luis Alberto Cabrales, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Manolo Cuadra e incluso la venezolana Enriqueta Arvelo Larriva. 2.1.- Pablo Antonio Cuadra. Desde sus primeros libros, Canciones de pájaro y señora (1929-31) y Poemas nicaragüenses (1930-1933), Pablo Antonio Cuadra (1912-2002) ha desarrollado un discurso nacionalista y liberador centrado en dos gigantes de su patria: Augusto César Sandino y Rubén Darío (patriarca a superar y luego como referente estético acompañante). El punto de vista, si bien conservador y católico activo, apuesta un camino a contracorriente de la intervención perniciosa de los Estados Unidos en Nicaragua. El mismo poeta Cuadra así nos lo justifica: “Todo lo que se puede decir de la obra de nuestro grupo de vanguardia: de José Coronel, de Luis Alberto Cabrales, de Joaquín Pasos, debe iluminarse con el fuego de ese momento histórico en que nos arrasaba el volcán, no geológico, sino político, del Imperialismo. Es el momento en que el pueblo de Nicaragua suscita una respuesta: la del inmortal guerrillero Augusto César Sandino” (Cuadra, Pablo Antonio, 1991: p. XV). Ello no obstante la paradójica posición del movimiento: Antiimperialismo conservador (Manolo Cuadra, por su parte, se inscribiría en la izquierda), desconfianza respecto a la Democracia, apoyo a Tacho Somoza en un principio (retirado poco después que asomó su tiránico rostro) y crítica punzante al espíritu burgués. Muestras como la breve canción “U.S.M.C.”, el poema-afiche “Intervención”, “Por los caminos van los campesinos”, “El viejo motor del aeroplano” y “Poema del momento extranjero en la selva” se inscriben en esa línea de la resistencia política y la insurrección poética. United States Marine Corps es un antecedente del cancionero comprometido que integran voces como Pedro Flores, Daniel Santos, Zitarrosa, Mercedes Sosa o Daniel Viglietti. La lírica representa un documento musical del momento histórico: “Dame el rifle y el puñal! / Madre: Voy a pelear. / Del extranjero / viene el marinero fiero, / viene – ¡y no volverá!” El proceso político y bélico del momento, la resistencia sandinista entre 1929 y

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1933, implicó un giro ideológico y artístico que conduciría al poeta Pablo Antonio a plantearse una teología y ars poética de la Liberación como pulsión vital: “Decir lo que queremos: / querer lo que decimos. / Cantemos / aquello que vivimos!” (Cuadra, Pablo Antonio, 1991: p. 7). “Intervención” es una manifestación humorística y desenfadada del poema objeto que transfigura su rebeldía político-estética en el afiche, el volante o la pinta en las paredes: “Ya viene el yanqui patón / y la gringa pelo é miel. / Al yanqui decile: // go jón // y a la gringuita: // veri güel” (Cuadra, Pablo Antonio, 1991: p. 11). Ejercicio antiacadémico para beneplácito del habla coloquial y terrestre del pueblo, amén de piedra de tropiezo de la poesía que nada dice y se solaza raspando su despropósito del ombligo. “Por los caminos van los campesinos”, al igual que el blues originario y el fado pletórico de triste saudade, muta en himno por partida doble: el canto del éxodo y la tonada liberadora. A la explotación terrateniente (como dice Atahualpa Yupanqui, las penas son de nosotros / las vaquitas son ajenas) y la intervención extranjera, el cántico colectivo responde y se planta decidido ante la más atroz injusticia: “De dos en dos, / de diez en diez, / de cien en cien, / de mil en mil, / ¡por los caminos van los campesinos / a la guerra civil!” (Cuadra, Pablo Antonio, 1991: p. 17). Del poema y la marcha se derivó la pieza teatral homónima publicada en 1936, ambos textos cargados de la esencia política y espiritual de Sandino. “El viejo motor del aeroplano” asume la forma de una crónica bíblica que limita con el libro de los Macabeos y el Éxodo, configurando una épica personal y nacional. La anécdota de la guerra y la impertinente presencia usurpadora de Estados Unidos, se convierte en una metáfora silenciosa y contundente del alzamiento campesino en el marco de la indolencia y la indiferencia del Poder fáctico: “Sólo tú –guerrillero- con tu inquieta lealtad a los aires nativos / centinela desde el alba en las altas vigilias del ocote / guardarás para el canto esta historia perdida” (Cuadra, Pablo Antonio, 1991: p. 30). Tutear al que se resiste, no es sólo una demostración de solidaridad sino también de amor militante más allá de la clase social y los contaminantes ideológicos. “Poema del momento extranjero en la selva” mantiene la línea del canto colectivo que contrasta con el individualismo burgués y el elitismo artístico. La jungla aplasta con su fauna, flora y guerrilla a 500 marines sin clemencia. Su ensordecedor y punzo penetrante sonido integra a la facción sediciosa y “bandolera” como si se tratase de un salvaje enjambre: “500 norteamericanos van huyendo, / maláricos / rastros perdidos de pantano en pantano / delirantes / Túngala / Túngala / El gran sapo salta, compadre, / La lluvia llama otra vez. / Oigo voces: Las arañas azules / tejen una nueva bandera virgen. / Anterior a mi canto, / anterior a mí mismo” (Cuadra, Pablo Antonio, 1991: p. 32). Los elementos del paisaje, el clima y la voluntad del campesinado oprimido, obedecen a las proclamas, las órdenes y la contra-propaganda de Sandino en un concierto atronador y caribeño. El diálogo entre el héroe nacional y el poeta cobra significación en el corazón de las mayorías invisibles. El prolongado vía crucis no cesa en su afán libertario.

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2.2.- Manolo Cuadra. Este poeta, hermano de Don Abelardo, fue quizá el miembro más radical e irreverente del grupo de Vanguardia nicaragüense. Pese a las diferencias con sus cófrades de clase acomodada, Manolo Cuadra (Malacatoya, Granada, 1907-Managua, 1957) compartió con ellos una compulsión denodada por la Poesía del Decir. Al igual que su hermano, encarnó un espíritu aventurero pleno de peripecias que contar: Fue Guardia Nacional para ganarse la vida, persiguió a Sandino y fue cautivado por este invencible guerrillero. A raíz de esta experiencia, compuso su libro de relatos “Contra Sandino en la montaña” (1942), en el que confiesa su nueva militancia y la tensión entre el terrorismo de estado y la réplica dura de los rebeldes. De él decía José Coronel Urtecho que escribía versos como si diera golpes a un boxeador contrario. En este caso, Sandino aparecerá redivivo en la óptica marxista de Manolo Cuadra. Tenemos, pues, las Coplas dedicadas al poeta Pablo Antonio Cuadra y a Octavio Rocha, el poema insignia “Solo en la compañía” y el cuento “Torturados”. Las coplas se inscriben en el culto a lo popular y la consideración del entorno histórico, lo cual contraviene a los “cisnes papanatas” con que los malos imitadores de Rubén Darío se embuchan sin parar. Relata así no más su proceso de conversión política al igual que la religiosa de San Pablo en Damasco, ambos enceguecidos e iluminados por un espíritu de liberación individual y social: “Y siempre, siempre, unos niños / que vigilantes morían / con el nombre de Sandino. // Con él tuvimos balazos / en los cerros de El Chipote. / Se nos fue de entre las manos...” He aquí la visión milagrosa, el “eureka” que llama al cambio de adentro y de afuera, la revelación que trastoca al mundo: “Recordado Octavio Rocha: / De haber estado en la Guardia / habrías visto unas cosas... // Por ejemplo: que los cielos / llenaban de bote en bote / arcángeles bandoleros”. Por esta escalera de Jacob, sube y baja el Paraíso de cristianos activos, ateos y socialistas. El poema “Solo en compañía” posee un descarnado tono confesional. El título nos remite no sólo a la campaña de persecución de Sandino por el Poder opresor, sino a un estado de desolación y desilusión ideológica que, sin embargo, es punto de partida del cambio político y modo de vida de quien padece y goza este recodo histórico. Al principio, tenemos la crónica autobiográfica que ubica al hombre en su contexto histórico opresivo: “En las montañas más altas de Quilalí de las Sagovias / y en las zonas mortales de estas tierras heroicas / entre diecisiete camaradas estrechamente unidos por la aventura, / yo, Manolo Cuadra, / raso número 4395 / iba solo”. Auto-mentarse pasa ser un acto de afirmación ontológica y de mirada atenta a sus alrededores: “Yo voy como un tornillo fuera de mecanismo / diciendo a sotto vocce mis estupendas misas: / la tragedia de esta raza aborigen, / su pasado lleno de plumas y caciques, / el futuro elevado de su futuro insigne”. Se abren los cielos nublados para atarse a la tierra de promisión, sea la Nueva Jerusalén que trae consigo una sociedad sin clases sociales: “¿Y mañana? // Soplarán de los puntos cardinales / vientos vigorizantes de enviones proletarios: / algo que no sospechan las democracias: / espíritu de Rusia, cultura americana, / pues, en la misma gleba donde la bota

106 hercúlea / tornó la arcilla estéril, / han de surgir, violentos, los estandartes nuevos”. El ritornelo del coro anticipa y facilita el perfecto cierre del poema, esto es serpiente que engulle su cola propia: “Cantinas, copas rotas, meretrices. / (Pero no me tienta la mochila, / menos la inútil precisión de mi rifle)”. Una lectura descuidada de esta estrofa conduciría a un tonto puritanismo, cuando más bien se ocupa de sugerir un par de elementos distractores (la orgía y el micro ejercicio violento del Poder) que remitirán a la contingencia del oficio poético y la praxis política. El cierre magistral de la figura nos conmueve en virtud de su autenticidad y franqueza a ras del suelo: “En las montañas más altas de Quilalí de las Sagovias / y en las zonas mortales de estas tierras heroicas / entre diecisiete camaradas estrechamente unidos por la aventura, / yo, Manolo Cuadra, indio, hijo de indios, / de pies electrizados por un amor de gleba / y ojos en los que asoma el orto de un sol nuevo / repito que iba / solo”. Este ascenso del alma subversiva se consolida, sin duda alguna, en el auto- reconocimiento que es el amor al prójimo y la asunción de una conciencia de clase. Augusto César Sandino persiste como catalizador que acelera el Cambio como pulsión interior y realización político-social. El cuento “Torturados” del volumen Contra Sandino en la montaña está ambientado en la época de la ocupación norteamericana que persiguió inútilmente a este egregio continental: El narrador omnisciente no da concesiones a la hora de relatar la índole invasiva de las torturas y el terrorismo de Estado dispensados por los marines Hays y Phillips, empero el prisionero estragado los hizo pedazos en su último suspiro con una bomba a su alcance. En este caso, el relato se asume como artefacto incendiario de contra-propaganda en pro de la liberación nacional. Ya lo había observado en sus memorias Rafael de Nogales Méndez, la persistencia bandolera y resistente de Sandino tendría más adelante sus continuadores conspicuos bajo la bandera del FSLN. 2.3.- Ernesto Cardenal. Comparte con Pablo Antonio Cuadra la fe católica, el cristianismo activo y la Teología de la Liberación. Ernesto Cardenal (Granada, 1925) ha desarrollado también un trabajo poético tendiente a mixturar y reescribir diversos géneros literarios: Los epigramas, las odas cósmicas, la crónica literaria y periodística, los salmos y los textos exegéticos. Cardenal se mueve en la intimidad del monasterio, la comuna y el teatro de guerra político-militar. El habla popular es motivo de consideración poética, religiosa (como modo de vida) y social. Los conjuntos poéticos “Hora 0” (1957) y “Canto Nacional” (1973) bordean la crónica y el tono telúrico referido al proceso de liberación de Nicaragua. Los ribetes épicos de la gesta sandinista funden a Homero, Virgilio y el reporterismo contemporáneo. La metodología de construcción textual es el collage y el pastiche (dos ejemplos proverbiales, a nuestro entender, son los “Salmos” de 1964 y los Epigramas” de 1971 antes citados), lo cual dota al poema de riqueza transgenérica. En Venezuela contamos con una estupenda “Antología poética” (2005) prologada a la manera del collage y seleccionada por Luis Alberto Angulo, bajo el sello editorial de Monte Ávila Editores Latinoamericana, la cual recomendamos desde su aparición.

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“Hora 0” es un extenso cántico polifónico que sintetiza el espíritu de su tiempo, por supuesto, tocado por la denuncia profética que proviene del Antiguo Testamento: Hablan los tiranos y los revolucionarios en un debate desgarrador y discontinuo. La Compañías Transnacionales constituyen la apóstata Iglesia que se contrapone a las comunas del cristianismo originario de las catacumbas. Sandino irrumpe en el panorama político de América Latina como un aguafiestas tozudo y denodado: El Gral. Moncada telegrafía a los americanos: TODOS MIS HOMBRES ACEPTAN LA RENDICIÓN MENOS UNO. Mr. Stimpson le pone un ultimátum. "El pueblo no agradece nada..." le manda a decir Moncada. Él reúne a sus hombres en el Chipote: 29 hombres (y con él 30) contra EE.UU. MENOS UNO. ("Uno de Niquinohomo...") -Y con él 30! "El que se mete a redentor muere crucificado" le manda otra vez a decir Moncada. Porque Moncada y Sandino eran vecinos; Moncada de Masatepe y Sandino de Niquinohomo. Y Sandino le contesta a Moncada: "La muerte no tiene la menor importancia." Luego de ponderar la esencia comunitaria y libertaria del ejército conducido por Sandino, antecesor de la también victoriosa guerrilla vietnamita, se deja colar los denuestos de sus enemigos depredadores de naciones. De esta manera, Cardenal desmonta partes de guerra y embusteras campañas propagandísticas que fallan en restar mérito y justificación a la resistencia sandinista: "He is a bandido", decía Somoza, "a bandolero". Y Sandino nunca tuvo propiedades. Que traducido al español quiere decir: Somoza le llamaba a Sandino bandolero. Y Sandino nunca tuvo propiedades. Y Moncada le llamaba bandido en los banquetes y Sandino en las montañas no tenía sal y sus hombres tiritando de frío en las montañas, y la casa de su suegro la tenía hipotecada para libertar a Nicaragua, mientras en la Casa Presidencial Moncada tenía hipotecada a Nicaragua.

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De la descripción física del pequeño Sandino y su modesto ejército, la voz poética edifica un interesante y para nada maniqueísta perfil simbólico. Ello al punto de agigantarlo fabulosamente ante las pálidas, bien dotadas y ególatras tropas invasoras con sus ametralladoras, aviones bombarderos y, peor aún, su corazón depredador de sí y del prójimo más humilde: Y Sandino no tenía cara de soldado, sino de poeta convertido en soldado por necesidad, y de un hombre nervioso dominado por la serenidad. Había dos rostros superpuestos en su rostro: una fisonomía sombría y a la vez iluminada; triste como un atardecer en la montaña y alegre como la mañana en la montaña. La épica y la historia desmitologizadas que pregona y realiza junto a Pablo Antonio Cuadra, se ve intercalada por fragmentos de corridos de la revolución mexicana. “Si Adelita se fuera con otro” funciona como estrofa y anáfora para atar y echar al mar las redes del poema, procurando la pesca de los oprimidos. El magnicidio contra Sandino y sus acompañantes, no supuso una derrota en el campo de la traidora negociación con los gringos, Tacho Somoza y la Guardia Nacional. Por el contrario, la kafkiana coartada no le sirvió al primero de los tres sátrapas Somoza para escurrir el miedo por el albañal. El largo intervalo que va de 1934 a 1979 se veía venir en la resiliencia y resistencia del pueblo nicaragüense, la cual han reseñado nuestros poetas del Decir: Después el auto se paró y un guardia les dijo: "Salgan". Los tres salieron, y un hombre al que le faltaba un brazo gritó "¡Fuego!"

"I was in a Concierto", dijo Somoza. Y era cierto, había estado en un concierto o en un banquete o viendo bailar a una bailarina o quién sabe qué mierda sería. Y a las 10 de la noche Somoza tuvo miedo. De pronto afuera repica el teléfono. "¡Sandino lo llama por teléfono!" Y tuvo miedo. Uno de sus amigos le dijo: No sea pendejo, ¡jodido!" Somoza mandó no contestar el teléfono. La bailarina seguía bailando para el asesino. Y afuera en la oscuridad siguió repicando y repicando el teléfono.

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Recomendamos también la lectura del cuento “El sueco”, pues Ernesto Cardenal apela al absurdo y el hiperrealismo impostado para aterrar y desmontar al punto los pasadizos perversos del Poder megalómano y sus aparatos ideológicos. El país se convierte en una gran prisión que pretende apagar el fuego rebelde, no importa si estás recluido en una colonia penitenciaria, si tienes la casa por cárcel o deambulas por la avenida así nomás, aletargado como cordero rumbo a la degollina. Si bien el narrador se presenta como protagonista, la escisión de la voz es tal que no sabemos si nos escribe el sueco, el Presidente de la república centroamericana, su doble o su inesperado curador-editor. La fluencia alienante y envilecedora del Poder impacta y sobrecoge a muchos por diversas vías, de allí su eficacia terrorista difícil de derrotar. 2.4.- Enriqueta Arvelo Larriva. En uno de los más recientes números monográficos de la Revista Nacional de Cultura (n° 342), dedicado a la poeta Enriqueta Arvelo Larriva (Barinitas, 1886-Caracas, 1962), su coterráneo, colega y pariente Luis Alberto Angulo incluye en su selección poética (El acento divino) este texto hermoso dedicado a Sandino: ALZA LA PIEDRA Rubén Darío, un instante alza tu piedra y di un verso tuyo a Augusto Sandino.

Dale un verso tuyo para que si lo caza un explosivo adelantado y bárbaro, caiga aspirando su canto. Caiga aspirando tu laurel fragante, Rubén eterno, por ti mismo dado…

Tú, universal sonoro dios oculto en Nicaragua, bebedor florido: ¡alza tu piedra, dale un verso tuyo y déjale seguir embriagado de su espeso y añejo patriotismo!

Quizá lo bebió en tu grito de alerta, Rubén Darío.

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El poema ratifica la vinculación amorosa y natural de la lucha sandinista con la tradición y renovación poética de Nicaragua. La solidaridad respecto a esta causa político-estética que dispensa nuestra poeta, es directa, desprovista de artilugios expresivos y por demás entusiasta. El discurso poético puro y diáfano de Enriqueta Arvelo Larriva, establece sólidos puentes con los poetas exterioristas nicaragüenses: No obstante su complejidad musical y semántica, encontramos una preocupación intensa por la problemática social de su tiempo. Agregamos que esta comunidad de poetas, ha sido tocada por la poesía norteamericana. Enriqueta no sólo dialoga con el intimismo de Emily Dickinson, sino con la poética del Decir de voces como Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Fray Luis de León, los Cuadra, Cardenal, Urtecho, su antologador y conspicuo comentarista Angulo y el también venezolano Enrique Mujica. La palabra y el fusil halan del gatillo, una vez más, disparando hacia arriba para dar vivas al General Sandino quien merodea todavía Las Segovias en defensa de nuestra soberanía entera. 3.- Según Rafael de Nogales Méndez. Más que curiosa figura militar y aventurera, el escritor venezolano Rafael de Nogales Méndez (San Cristóbal, 1879-Panamá 1936) nos legó afortunadamente una serie de libros fascinantes: “Cuatro años bajo la media luna” (1925), “Memorias de un soldado de la fortuna” (1932) y “El saqueo de Nicaragua” (1928). En este último título destaca su faceta de analista político y Profeta Bautista que clama contra “la diplomacia del dólar” (hoy en el tapete, pese al yuan y al rublo) en el desierto mediático de su época. Publicado originalmente en inglés el año 1928, bajo el sello editorial de Robert M. McBride & Co. de Nueva York, el libro sufrió la censura y el secuestro de los operadores políticos norteamericanos. Nogales Bey protestó en 1930 ante la Casa Blanca el cierre de la editorial y la demanda a su dueño por 250.000 dólares. La política imperialista norteamericana había acusado el golpe noble de esta publicación corajuda. El corpus de esta obra conjuga la investigación periodística y la denuncia política. El reportaje de la Nicaragua ocupada por los marines y combatida por Sandino, posee un extraordinario manejo de fuentes documentales de primer orden, además de la panorámica comprensiva de esta coyuntura histórica trascendental. Sin embargo, de Nogales Méndez filtra con pericia el egotismo de la auto-confesión autobiográfica, esto es la perspectiva del reportero y el investigador testigo que troca en protagonismo militante. En este caso, se contraviene el doble discurso convencional del periodismo que se jacta de ser inútilmente veraz y objetivo. Cuando el discurso ensayístico tritura, cuestiona y denuncia la diplomacia del dólar como anti-valor universal, nuestro autor no oculta su condición de moralista latinoamericano. En esta empresa de desenmascaramiento del establishment, de Nogales Méndez se ve acompañado hoy con voces como la de José Martí, el anarquista Manuel González Prada, el marxista José Carlos Mariátegui y su compatriota el querrequerre Pío Gil. El capítulo II del libro es un estupendo y breve ensayo biográfico –en tiempo real, claro está- sobre Augusto César Sandino, el cual se mueve sin displicencia ni afán apologético

111 entre el elogio técnico militar y el entusiasmo político de a de veras. El autor y quijotesco titán esboza su propósito, contradiciendo quizás nuestro parecer, para librarnos de equívocas lecturas conducentes a un desdichado y desatinado malentendido: “El propósito del siguiente compendio no es sin embargo pintar al general Sandino como patriota o héroe (no soy agente de prensa sino historiador). Quiero simplemente hacer un bosquejo del hombre que conocí” (De Nogales Méndez, 2007: p. 47). Más adelante lo ratifica a riesgo de parecer redundante y obsesivo: “No soy un agitador sino un historiador” (De Nogales Méndez, 2007: p. 129). Efectivamente, de Nogales Méndez demuestra el dominio dinámico y crítico de diversas fuentes de información, desde la prensa local e internacional, el testimonio de campo y los documentos oficiales –clasificados o no-. No importa que el autor nos imponga su egotismo para persuadir al lector, condición sine qua non de los guerreros y memorialistas osados como Rufino Blanco Fombona: “En vez de un libro tal vez esto no es más que un potpourri, ya que contiene, además de mis observaciones personales, una compilación de material escrito que conseguí reunir con el sudor de mi frente y con algunos peligros vividos en mis viajes por Nicaragua” (De Nogales Méndez, 2007: p. 93). Se trata de un aventurero de pluma disciplinada y veraz, no de un travieso apóstata de la literatura como nuestro Rafael Bolívar Coronado, quien atribuía libros y reportajes (gracias a las hablillas de quienes sí estuvieron en el sitio de los hechos) a sus mil seudónimos o a algunos escritores incautos (si lo sabrá Don Rufino quien quería darle un par de balazos). Las entrevistas entre ambas figuras, el biógrafo y el biografiado, a la luz de un diálogo franco, alimentan el perfil integral (político-militar y personal) del “nicaragüense indómito”. Ello inclusive despide un aliento profético apuntalado en el riguroso análisis político y la intuición del que combate: “Conociendo a Sandino como lo conozco, estoy convencido de que continuará combatiendo por sus ideales hasta que lo maten. Y después de eso, tomando en cuenta su popularidad tremenda y la marca indeleble que su personalidad deja donde quiera que va, estoy seguro de que algún otro reanudará la lucha” (De Nogales Méndez, 2007: p. 49). Ciertamente, Nicaragua lo proveyó de herederos como Rigoberto López, Carlos Amador Fonseca, el poeta Leonel Rugama, Tomás Borge y los hermanos Daniel y Humberto Ortega. Asimismo, de Nogales Méndez evidencia las virtudes estratégicas de Sandino en la confrontación político-militar. Por ejemplo, su retiro provisional en México respondió a un juego de simulación contra el General Moncada, quien negociaba con Estados Unidos el cese del fuego por razones mezquinas de Poder: “Sandino simplemente ocultó sus parques y fusiles, dispersó a sus hombres y se marchó temporalmente. Los marines están allí todavía. Es por eso que Sandino ha regresado para comenzar la lucha de nuevo” (De Nogales Méndez, 2007: p. 47). Elogia sobremanera que el antes mecánico y obrero petrolero en Centroamérica, adaptara las tácticas bélicas de su tiempo a las condiciones geográficas y climáticas de Nicaragua, el teatro de guerra contra los imperialistas yanquis.

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No lo compara con Napoleón sino con Abd-el-Krim, el guerrillero marroquí. Curiosamente, el escritor Roberto Artl estableció una comparación entre de Nogales Méndez y Lawrence de Arabia, ambos militares y escritores a considerar seriamente. El liderazgo de Sandino sobre su peculiar ejército alcanzaba repercusiones mesiánicas, gracias a su desprendimiento, coraje, buen juicio y pulso disciplinario. No obstante su austeridad y sencillez personal. Pondera el dominio del inglés y su condición de autodidacta tanto en la lectura bibliográfica como en la de su contexto (la Revolución de Madero, Zapata y Villa). El padre de la insurrección sandinista no cuestionaba la construcción del canal interoceánico de Nicaragua, sino el cómo: Propuso que la Compañía tuviera capital conjunto de Estados Unidos y los países latinoamericanos fifty-fifty. De Nogales Méndez, como apuntamos antes, exhibe sin parpadear su convicción respecto a la autenticidad del proyecto político sandinista: “Sandino habla con nítida franqueza. Sus argumentos, respaldados por la acción, vienen de un hombre con rumbo fijo, que le han ganado muchos adeptos fanáticos y constituyen hoy la mayor amenaza para la supremacía americana en el istmo” (De Nogales Méndez, 2007: p. 49). Sin pretenderlo, el escritor tachirense y ex gobernador de Palestina, contrapone a Sandino con el Doctor Juan Bautista Sacasa, el futuro presidente blandengue de Nicaragua que no pudo evitar el magnicidio del General de hombres libres en 1934, ni tampoco lograría terminar su mandato por obra y golpe de gracia de Tacho Somoza en junio de 1936. El retrato o perfil político y sociológico del entonces presidente en el exilio (1926) Sacasa, nos confirma el tino y la agudeza del autor como politólogo sin título: “Al tratar de obligarlos (los países latinoamericanos) a reconocer su administración por medio de retumbante propaganda circular, sólo por haber sucedido en la presidencia a don Carlos Solórzano, demostraba en Sacasa no sólo una considerable falta de visión política sino una rasa ignorancia sobre los fundamentales principios de las leyes internacionales” (De Nogales Méndez, 2007: p. 153). Peor aún, lo critica despiadadamente por prometer que reconocería el tratado Bryan-Chamorro de 1914, el cual cedió a Estados Unidos y a perpetuidad los derechos de construcción, operación y mantenimiento del canal interoceánico a través del Lago de Nicaragua, calificándolo como “uno de los más escandalosos actos de felonía jamás cometido bajo la falsa administración de Díaz, contra la Constitución nicaragüense” (De Nogales Méndez, 2007: p. 153). A modo de conclusión, el libro de Nogales Méndez, confeso antípoda del socialismo soviético, merece mayor difusión hoy en Venezuela y América Latina, pues nos dice con sobriedad que -no en balde la ideología o el partido político- el antiimperialismo es todavía un valor universal enclavado en la justicia y la soberanía de nuestros pueblos. 4.- Según Neil Macaulay. La biografía Sandino (The Sandino Affair, 1967) de Neil Macaulay (Carolina del Sur, USA, 1935-Micanopy, Florida, USA, 2007) representa un documento valioso que busca reivindicar al líder guerrillero ante la opinión pública norteamericana. Este Doctor en Historia, escritor y profesor universitario publicó también

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A rebel in Cuba (1970), The Prestes Column (1974) y Dom Pedro: the struggle for liberty in Brazil and Portugal, 1798–1834 (1986), títulos ligados a los procesos emancipadores en América Latina. Macaulay participó al inicio de la Revolución Cubana en la columna 2 Ciro Redondo del Frente Guerrillero en Pinar del Río, hasta alcanzar con el triunfo el grado de teniente. Se distanció del proceso revolucionario por las amenazas de serle arrebatada la ciudadanía norteamericana por el Departamento de Estado en 1959 y además por desacuerdos propios con el giro de Cuba hacia el comunismo ortodoxo. Se trata entonces de otro combatiente que comparte con Sandino, Abelardo Cuadra (Guardia Nacional que se pasó a la anti-dictatorial Legión del Caribe) y Rafael de Nogales Méndez la insurgencia en la acción bélica y la palabra de prosa substanciosa. Fue un placer para este salmista y polemista compulsivos, acceder a la versión castellana de esta magnífica biografía publicada en 1970 por la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), en especial por la excelente traducción de Luciano Cuadra y las notas del puño y letra de su hermano, Don Abelardo Cuadra, en el ejemplar que leí con suma gula. Resulta un diálogo, si se quiere, significativo y por demás divertido en no pocas ocasiones. Por ejemplo, Macaulay afirma que el 29 de noviembre de 1931, el Subteniente George G. Gardner hizo correr a los sandinistas de Umanzor y Colindres cerca del Valle de los Zapatas. Ello teniendo como fuente documentos militares norteamericanos. Al punto, el también teniente Abelardo Cuadra desmonta esta versión con ironía: “No es cierto, Yo fui en socorro de Garner (sic) cuando supe lo del combate y cuando llegué al Valle de los Zapatas, supe que fue Garner quien se retiró. Los sandinistas le gritaban cuando el yanqui comenzó a abandonar el campo, Teniente Garner te graduaste en West-Point y aquí con West-Putas te hemos derrotado (Hacían referencias al gran número de mujeres ‘alegres’ que los acompañaban” (sic)…, A.C.V. (nota manuscrita en pp. 288-289). Cubrir la guerra, en este caso, acarrea asimismo oasis de comicidad picante en el dilatado desierto de la tragedia centroamericana. Sin embargo, al igual que El saqueo de Nicaragua de Rafael de Nogales Méndez, el tratamiento de las fuentes documentales bibliográficas, hemerográficas y oficiales (en especial, los partes de guerra) se caracteriza por su rigurosidad profesional. A tal efecto, la documentación se especifica al final del volumen, lo cual incluye los trabajos que sobre Sandino escribieron autores disímiles como Anastasio Somoza, Gregorio Selser y Gustavo Alemán Bolaños (FUENTES DE DOCUMENTACIÓN, pp. 343-346). El rigor historiográfico y el estilo claro de la prosa traen consigo una aproximación, eso sí, desprovista de contaminantes ideológicos y propagandísticos, más juiciosa del indómito líder de la guerrilla (llámenlo alzado, subversivo pro-comunista o bandolero). El contexto histórico nicaragüense está trazado con un pulso firme e inequívoco: Se funden el seductor y accidentado paisaje con la recreación lírica que aparejan las voces tradicionales, renovadoras y vanguardistas de sus poetas. Macaulay expresa la fluencia de Darío y los poetas exterioristas en varios pasajes de su libro: “A veces, el polvo volcánico

114 recarga la atmósfera y todo lo oscurece, menos los rayos púrpuras y anaranjados del sol poniente, y entonces el violento crepúsculo carmesí se despliega sobre el celaje como un vasto pabellón de motines y revueltas” (Macaulay, 1970: p. 19). A lo que responde Cuadra con la palabra “poeta”. Poesía, paisaje interiorizado y resistencia nacional son una tripleta que marca el pellejo, la carne y los huesos del proceso político e histórico de Nicaragua, de donde Augusto César Sandino es un referente imprescindible. Con pleno conocimiento militar, pues el autor formó parte del ejército norteamericano en la Guerra de Corea y luego de la guerrilla acaudillada por Fidel Castro y El Che Guevara en Cuba, evalúa positivamente la estrategia militar de Sandino, la cual sería asimilada por el mismísimo dueto Castro y Guevara, Ho Chi Minh y el legionario del Caribe Abelardo Cuadra en su combate contra las dictaduras del momento en Centroamérica. El capítulo III es una breve semblanza biográfica de Sandino antes de su enfrentamiento con los marines y su presidente títere el General liberal Moncada. Va de su nombre real (Augusto Calderón) asociado a la condición de hijo natural de Margarita Calderón y Gregorio Sandino, hasta su nombre de combate tomado de sus lecturas de los clásicos greco-latinos (Augusto César Sandino). A tal respecto, Don Abelardo nos revela el odio persistente que Anastasio Somoza siempre le tributó al gigante de Las Segovias: “Esto lo dice Somoza (cuando lo apellida Calderón a secas) por despecho porque su nombre es feo y el de su víctima histórico y sonoro. Todos nicaragüenses sabemos que el pueblecito de Niquinohomo se caracteriza porque bautiza a los suyos con todos los nombres de la Grecia heroica y la Roma pagana. Ej: el hermano de Sandino se llama Sócrates y uno de sus cuñados se llama Bismark” (nota manuscrita, p. 58). Hasta el nombre del prócer se enmarca en el discurso épico de la liberación en América Latina, sin importar quién y desde que tribuna ideológica y artística acomete la versión o el relato de los acontecimientos históricos, por supuesto, susceptibles de ser ficcionalizados en cuentos, novelas, poemas, crónicas y biografías. Sandino encarna por sí mismo una requisitoria viva contra la diplomacia del dólar. La biografía que construye Macaulay, posee un indudable enfoque crítico y condenatorio del Imperialismo norteamericano. Cuando el biografiado fue a trabajar a Tampico, México, en una empresa norteamericana petrolera, tuvo que soportar los insultos de los nacionalistas mexicanos. En el contexto de la Revolución mexicana y sus lecturas de autodidacta febril, él atravesó por un proceso significativo de formación personal que ligó la política con lo religioso-alternativo, esto es mixturar el indigenismo, la masonería, el espiritismo y la teosofía: “Comenzó a darle vueltas a eso de que tal vez los vituperadores tuviesen razón. Sus lecturas le hicieron conocer la vida de grandes hombres” (Macaulay, 1970: p. 65). Luego de arrojar al suelo una biografía de Napoleón por considerarlo un envilecido ególatra que traicionó sus principios republicanos, fue sacudido por el Libertador Simón Bolívar, el Quijote cálido de las Américas: “Pero, en cambio, la lectura de la vida de Bolívar le hizo llorar. Un vago misticismo mesiánico penetraba la mente de Augusto Sandino. Llegada la

115 hora estaría preparado para responder el llamado; él podría proseguir la obra comenzada por el patriota sudamericano” (Macaulay, 1970: p. 65). El proyecto que va de la independencia nacional a la integración latinoamericana, los hermana a ambos más allá del tiempo y la coyuntura histórica que les tocó vivir a cada cual: El intervalo pareciera poseer extremos opuestos, el mantuano caraqueño y el indígena nicaragüense. Paradójicamente, el pensamiento mantuano apuntalado en la segunda Europa, como lo categoriza José Manuel Briceño Guerrero, se alía con el discurso salvaje e indigenista en pro de la liberación de Nuestra América. Macaulay dedica un muy significativo espacio a la relación tensa entre la causa de Sandino y los comunistas. Al inicio, el venezolano y dirigente comunista Gustavo Machado la acogió con bastante calidez. Sólo que no contaba con la proverbial y díscola independencia partidista del líder guerrillero, quien era un antiimperialista que excedía el corsé de las ideologías y la verticalidad del comunismo ortodoxo de aquel entonces. Su esencia libertaria y desapego del dinero, incidieron en contrariar la traición del General Moncada y la fragilidad política de Sacasa respecto a los ideales liberales en los que se formó. Para muestra un par de documentos: los manifiestos políticos de julio de 1927 que lo llevaron a la lucha armada. Leamos el pasaje de la ruptura con el absorbente comunismo soviético, con el cual también discrepa el biógrafo: “Pero Sandino rehusó resueltamente someterse a los dictados comunistas. Por último, en diciembre de 1929 el “Comité Manos Fuera de Nicaragua”, dirigido por Machado, se le volteó a Sandino” (Macaulay, 1970: p. 207). Además del ajedrez político y expansionista entre Estados Unidos y la Unión Soviética por el dominio mundial, anterior a la Guerra Civil Española, tenemos lo que Trotsky atribuyó a la nomenclatura estalinista: su inveterada condición de dispensador de derrotas. Cuando Machado pierde, arrebata, como dice la ranchera: Desató una injusta y embustera campaña mediática que divulgó la falsa traición de Sandino a su propia lucha por vía de un soborno gringo montante en 60.000 dólares. Esta labor de propaganda afectó la ayuda extranjera, de la cual nunca dependió el General sandinista para expulsar vergonzosamente a los arrogantes marines de Nicaragua. Victorioso en el teatro de operaciones bélicas, él indómito indo-hispanoamericano sería derrotado por los traidores en pleno proceso de negociación pacífica. ¿Acaso la ayuda comunista mexicana de 1.000 dólares le llegó completa a los sandinistas? Tan sólo fueron 250 para los combatientes y 800 para los gestores políticos comisionistas, llámese Gustavo Machado o sea un anónimo burócrata del partido. No nos pueden arrancar de la memoria histórica el magnicidio de León Trotsky en México el mes de agosto del año 1940, además de la ejecución sumaria del poeta Roque Dalton en mayo de 1975, por fanáticos de extrema izquierda. Afortunadamente, Farabundo Martí conocía la probidad de su camarada de lucha por los oprimidos: “Solemnemente declaro que el General Sandino es el patriota más grande del mundo” (Macaulay, 1970: p. 211). Augusto C. Sandino no era más que “un comunista de la comuna” que enarbolaba una particular y universal bandera de emancipación, lo cual trajo consigo la dentera, los cólicos y las rabietas de la ortodoxia derecha y zurda con la propia pezuña en el rabo.

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5.- Según Salomón de la Selva. La novela “La guerra de Sandino o pueblo desnudo” (finalizada en 1935 y publicada en 1985) de Salomón de la Selva (León, Nicaragua; 20 de marzo de 1893 - París, Francia; 5 de febrero de 1959), fusiona la crónica periodística y la ficción mucho antes que el Relato de un náufrago de García Márquez y el Nuevo Periodismo norteamericano. No oculta su intención de restarle fuerza a la propaganda gringa que elevó a Sandino y a su ejército a la condición de bandoleros. En tal sentido, el narrador omnisciente apela al realismo exacerbado y al bestiario para pintarnos los desastres de la guerra, eso sí, con trazos hermosamente rudos e inmediatos que nos remiten a Goya y a José Guadalupe Posada. Se nos antoja una composición asimétrica y desencantada por medio de una plumilla detallista y un carboncillo terrorista. Al inicio, el autor traza estampas de gran crudeza: Después del bombardeo a la Fortaleza sandinista de El Chipote, los zopilotes hacen un gran festín con los cadáveres de los rebeldes. No hay cristiana sepultura, pues Sandino sólo mandaba a recoger a los heridos para simular el exterminio total de su ejército y así engañar a los marines. Hasta el punto de machetear mortalmente a uno de los suyos que iba a abatir un gallinazo secuestrador de las tripas de su hermano. De lo contrario el disparo delataría la posición de los sobrevivientes. No hay concesiones a las reglas del tratado de Ginebra. Se juega por una parte la soberanía de Nicaragua y, por la otra, el saqueo de sus recursos y la salvaguarda del sistema latifundista de la United Fruit Company. La oralidad se enseñorea del discurso, no sólo en el habla de los personajes sino también en la narración de tercera persona. El poeta de la Selva se apuntala en la propia Poesía del Decir nicaragüense, por supuesto, tanto en la comicidad y rebeldía del pueblo como en las pinceladas terroríficas del conflicto armado. El Bestiario, así mismo, integrado por zamuros, iguanas y mulas, describe el corazón predatorio de sandinistas y pitiyanquis. El éxodo del campesinado de San Rafael hacia Jinotega, implicó el abusivo absolutismo de los marines, pero serviría de pared para sustraerle las mulas que requería Sandino para contrabandear café en Honduras y comprar armas. Hasta el punto que Peño, un tipo popular extraído de la picaresca latinoamericana, infiltrándose en el cuartel gringo, logró rescatar la mula parda de Sandino con todo y sus aperos mexicanos: “Suavecito el andar de la mulita parda. Tranquilo, descansado, Peño iba recordando las enseñanzas de Sandino” (De la Selva, 2007: p. 99). Se tocan de manera brillante la comedia de las equivocaciones, la travesura, el hálito rebelde y la amargura de esos tiempos revueltos. Las peripecias de la misión que Sandino le encomendó a Peño, trajeron consigo otro acto de simulación. Las mentiras del pícaro soldado sandinista a los marines en San Rafael, llevó la confusión a las oficinas del gobierno de Estados Unidos. ¿Cómo lidiar con los mexicanos que colaboraban con Sandino?: “A Coolidge lo presionaban los banqueros internacionales para que nombrase embajador en México a un socio de Morgan quien representaría la comedia de separarse de la calle Wall pero bajo instrucciones de acaparar la electricidad en

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México para la calle Rector” (De la Selva, 2007: p. 102). Pues entre otras cosas, el General Feland debería eliminar a los mexicanos (de mentiritas) de manera silenciosa, para evitar un impasse con el gobierno de México. El pulso creador y narrativo exalta a Sandino ridiculizando a sus bien dotados oponentes: David derrota de nuevo y provisionalmente a Goliat por vía del más chispeante cinismo. De la humorada, los gringos ordenaron concentrar en lugares específicos a la población de los alrededores para dar con los bandidos mexicanos, de donde el saldo sería brutal: “Durante quince días los aviadores estuvieron lloviendo los papeles de aviso. ¡Infelices los que no supieron leer! Sobre ellos, para espantar de su escondite supuesto a los imaginarios mexicanos, llovió fuego de los aviones yanquis. Ancianos y niños, y mujeres de todas las edades y hombres pacíficos, fueron asesinados sin clemencia desde el seguro del aire” (De la Selva, 2007: Pp. 102-103). Más adelante, tenemos a Tata Cura y Peño dirigiéndose a la nueva fortaleza de Sandino en El Chipotón. El habla, más allá de ambos tener la muerte al acecho, posee una riqueza oral, coloquial y musical que agiganta a estos personajes, si se quiere, prestados quizá del Quijote o Las novelas ejemplares de Cervantes. Lo auténtico culto parte siempre del sustrato popular, sobre todo esto se evidencia en la literatura nicaragüense del Decir: “El tema de la sotana seguía ocupando la habilidad dialéctica de Peño y del Tata Cura. Antes de entrar al bosque Peño ganó la singular disputa, pero el triunfo, como todo triunfo, sólo lo tuvo a medias. El clérigo cortó con cuchillo toda la circunferencia del hábito talar por la cintura, desprendiendo las faldas, y se quedó en pantalones con una chaqueta chinga de cuello cerrado y mangas largas” (De la Selva, 2007, p. 105). El pasaje recrea la pulsión sobreviviente de los pícaros, dadas las endurecidas circunstancias: Ni yanquis ni anticlericales que maten al humilde y previsor sacerdote. Ello muy a pesar de olvidar su Cristo gordo en su antigua parroquia, esto es un pistolón por si acaso. El peregrinar de Peño y el Tata Cura, en medio del paisaje selvático recreado con poética enumeración, nos parece el del pueblo centroamericano en el largo proceso de su liberación. La majestad paisajística, el acoso de los jaguares o, peor aún del ejército de ocupación, les infunde miedo e incertidumbre en la completación de su periplo hacia El Chipotón. Por fortuna, llegaron sanos y salvos al campamento, en espera de otras aventuras y situaciones extremas. El Chipotón, en tanto comuna asimilada a una colmena variopinta y salvaje, se contrapone al latifundio de la Germania. Sandino planificó venderles el café contrabandeado y empacado con el sello de una transnacional, para luego esquilmar al señor feudal alemán las riquezas mal habidas. Por supuesto, Peño acudiría como infiltrado en el cuartel gringo de Jinotega con la misión de distraer a los marines. Sólo que como un nuevo manco y prisionero de Lepanto, de manera que no levante sospechas. La orden de la amputación por Sandino, aparejó el argumento y el premio (no carente del egotismo del líder): "Este es un sacrificio voluntario. Cuando tengamos medalla de oro para premiar el heroísmo, esa medalla lucirá una mano cortada en memoria inmortal de este acto" (De la Selva, 2007: p.

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129). A este sacrificio, se le sumó Tata Cura en alarde solidario. Van dos mancos, pues, a despistar de nuevo al contingente de marines. El saqueo dela Hacienda Germania, sumió en estupor al gobierno norteamericano. “Rescatados” Peño y Tata Cura con las manitas amputadas, persistió la versión de los villistas como culpables de todos estos desmanes. La ficción terrorista dio sus frutos: “Y ahora resultaba que al salir de Jinotega los marinos a batir a los mexicanos que se afirmaba estaban en Estelí, Sandino, incomprensiblemente vuelto de la tumba, les había tendido una emboscada y dado cuenta con más de noventa vidas” (De la Selva, 2007: p. 133). El asombroso artilugio propagandístico aplicado por tan modesta montonera, multiplicó los recursos económicos, tácticos y humanos del bando sandinista. He allí la pericia de fondo y forma del discurso novelístico comprometido. Para más colmo, los mártires portátiles Peño y Tata Cura trajeron al lado libertario al conservador Pedrón Altamirano. Luego de esta liberación, ambos picarones condujeron a los marines hacia una emboscada que les preparaba Sandino. Los mutilados, como los gags en las películas de los Hermanos Marx, escurrieron el bulto a los yanquis y, en especial al sargento Hemphill que los comandaba. Al final de la novela, aparece Salomón de la Selva como periodista opositor y crítico del establishment político títere y la presencia perjudicial del ejército invasor. Incluso, cual abogado del diablo, asesora a uno de los allegados del entonces presidente Moncada con el fin de crear el caos y facilitar las cosas a la causa sandinista. Mientras tanto, los generales Pedrón Altamirano y Augusto C. Sandino vislumbran bajo el aguacero más tropas liberadoras por venir: “—Sí, general —respondió Sandino —. ¡Pero oiga esa lluvia! ¿No le parece que fuera una gran caballería? Como que de ultratumba vinieran con Bolívar al frente de los libertadores... —¿Y si no, General? Sandino agachó la cabeza y parecía que lloraba” (De la Selva, 2007, p. 156). 6.- Según Orlando Araujo. El conjunto de crónicas “Viaje a Sandino (San Sebastián de Yalí, Nicaragua, 1985)” de Orlando Araujo, si bien dentro del género del reportaje literario, es una aproximación solidaria y militante a la resistencia sandinista seis años después de su triunfo. Derrocado Tachito Somoza, el último de la dinastía, se trata en aquel momento del acoso norteamericano que financiaba la “contra” liderada por Edén Pastora y minaba las aguas territoriales de Nicaragua. El cronista, despojándose del ego literario, nos propone un viaje que vivifica al General Augusto César Sandino y sus hermanos seguidores. El inoportuno y mezquino gringo encarnado en Ronald Reagan, se nos presenta en la magnificencia envilecedora del Imperialismo: “Ladilla de las ingles de un caballo muerto, y sigue hablando en la espera de la invasión” (Araujo, 2010: p. 15).

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Esta situación política extrema de acechanza militar y bloqueo económico, además del análisis crítico del entorno histórico, mueve en este memorialista consideraciones personales que bordean lo ontológico: “Tengo miedo, no de morir, sino de que me haya olvidado la montaña, yo que tanto la caminé en vida de mi padre; él no me perdonaría que ya no fuera el jinete de mí mismo” (Araujo, 2010: p. 17). Nicaragua no es un mero tema literario o periodístico, sino un catalizador del bullente mundo interior del que comparte sus vivencias con nosotros. El discurso narrativo y poético del libro que no pretende serlo, está construido de manera contingente: Prevalece el fragmento, la impresión de la convulsa cotidianidad inadvertida, el aforismo y el poema en prosa. Sin embargo, la crítica política no cesa de disparar a los macabros invasores. La índole sufriente del pueblo nicaragüense que sobrevive muriendo, invoca y se mimetiza en la visión de Sandino esbozada por Araujo. Hacerle frente así nomás a las tácticas de hambre y mengua del Departamento de Estado norteamericano, tal como sucedió en el Chile de Allende, supone otra reencarnación del Héroe de Las Segovias: “Esta señora mujer pianista va muriendo en sus hijos; dos han muerto y uno pequeñito está en espera. No hay insulina ni vitamina K, gracias a los Estados Unidos” (Araujo, 2010: p. 19). La epístola fusionada con la poesía, no es para menos dado el Decir poético nicaragüense, increpa y ruega a Dios en la mar de las caribeñas contradicciones: “Carta de Nicaragua a Dios”. La cosa va de extremo a extremo: Desde la Teología de la Liberación (“Si de verdad lo eres, sé Dios, y si no lo eres, sé Jesús, hijo de obreros”, p. 25), cantada por Ernesto Cardenal, hasta la requisitoria contra un Dios institucionalizado e ideologizado que tritura a las mayorías más vulnerables (“eres la momia que recorre el mundo entre curas, iglesias, tesoros y Papas empatados con el Poder”, p. 25). Evidentemente, se alude a Ronald Reagan con su Irangate y, por supuesto, a un regañón y conservador Karol Józef Wojtyła. El autor establece una tipología contrapuesta de cristianos católicos: la auténtica y afín a San Juan de la Cruz, con Juan de Castellanos, Bartolomé de las Casas e incluso Monseñor Romero; y la otra orilla con el Papado del pro-fascista Pío XII y del ultra-imperialista Juan Pablo II. La intermediación del Papa polaco en asuntos ajenos que contrarían el Amor al Prójimo, se ve despedazada por la firmeza de la glosa encendida: “Yo te excomulgo en nombre de Jesús, amigo mío” (Araujo, 2010: p. 27). Este “Yo acuso” referido al aparato ideológico religioso, convoca no sólo al mismo Sandino, sino a Bolívar, Manuel González Prada o José María Vargas Vila. Los modos de vida religioso y político, enclavados en el humanismo de a de veras, contrarían la institucionalidad que esclaviza con la miseria, la alienación y las incursiones militares disfrazadas de humanitarismo postizo. El afán solidario del autor con la causa y la personalidad indiscutible de Sandino, nos provee de un par de aforismos magníficos: El primero toca la esencia histórica y nacionalista de la Guerra de Sandino (“Nicaragua es el espejo de nosotros mismos, si se quiebra el vidrio, pedacito a pedacito nos encontraremos con ira y con amor”, p. 30).

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Mientras que el segundo apunta a la universalidad de las causas justas, se haya triunfado o perdido por el momento: “La tos del tiempo estornuda los pulmones del imperio, todo lo demás es libertad. ¿Y qué es libertad? Creo que es elegir y decidir una muy propia manera de ir muriendo en la rosa de la vida” (p. 30). Valga la ocasión, este precioso aforismo conversa con Merton y Cardenal, ambos cristianos poetas de nuestro afecto: “El primer cirujano del mundo fue Dios, cuando abrió las costillas de Adán para curarlo de la soledad” (Araujo, 2010: p. 33). Independientemente del credo religioso y la facción política, los poetas se celebran generosamente cuando se encuentran. Compartir la mesa improvisada en el campo bélico de la resistencia, le permite al poeta Araujo entrevistarse en imágenes y diálogos sueltos con el mismísimo Sandino: “Desayuné con ellos frijoles y tortilla, pan y leche. Un anciano frente a mí, un hombre de más de ochenta años, comía como un niño. Es uno de los hombres que entró con Sandino, es bella la vida cuando se cumple un destino” (Araujo, 2010: p. 37). Asimismo, ocurre en lugares como la catedral en la que Sandino se casó o la ruta que va de Jinotega a San Rafael del Norte, por lo que se entremezclan el pasado y el presente con los Pedrón Altamirano, Miguel Ángel Ortez, Francisco Estrada, Carlos Fonseca Amador, Leonel Rugama, los hermanos Humberto y Daniel Ortega, Tomás Borge y Ernesto Cardenal. Intervalo histórico largo, duro pero sin lugar a dudas glorioso. El recrudecimiento de la resistencia sandinista versus la “contra”, aliñado con la denuncia profética y el lirismo, tiene también sus entremeses cómicos: Cuando el autor es sorprendido por unas campesinas defecando a campo abierto: “Recordé entonces a Calderas, mi pueblo y mi niñez, cuando cagábamos en el patio y nos limpiábamos con hojas; y lo que le pasó al hijo de Niano que se frotó el trasero con una pringamosa, una planta de hojas quemantes como el roce de una aguamala, por decir, medusa” (Araujo, 2019: p. 46). La poesía vincula vivencias de la infancia y la vejez por caminos inesperados, pues la jocosidad y la burla no le restan un ápice a esta épica política, lírica y popular con la que desde la adolescencia nos habíamos identificado, no obstante sus errores y la dispersión de muchos de sus miembros (muy poco amistosa por cierto, desde Adiós a los muchachos de Sergio Ramírez y la enemistad encarnizada entre Daniel Ortega y Ernesto Cardenal). Este cronista muy maduro, en ocasiones temeroso, las más de las veces entusiasta y todo el tiempo humano en demasía, nos recuerda al Gringo Viejo Ambrose Bierce recreado en la muy buena novela de Carlos Fuentes. Claro está que Orlando Araujo no esgrime un diccionario diabólico y cínico, sino un documento descarnado que fragiliza la voz autoral y dignifica al punto al corajudo y campechano pueblo de Nicaragua. Para terminar de atar cielo y tierra, nuestro cronista escribe a Daniel Ortega una carta en la que le informa sus experiencias en el frente: “Créame a su lado y dígale al comandante Cuadra que tiene en su corazón y en su mano la más bella juventud del mundo” (Araujo, 2010; p. 68). Obviamente, Araujo no oculta su militancia en el sandinismo activo. Los cánticos de los defensores en pleno combate, en especial los “cachorros”, superan los

121 slogans desgastados por el uso retórico y propagandístico. Se ratifica que la insurgencia política no va a contracorriente de la poesía conversacional nicaragüense. Tampoco se desentiende de las debilidades del sandinismo, sobre todo del revanchismo y el abuso del poder en casos puntuales: “Hay errores, equivocaciones, provocaciones nada necesarias hechas por gente de la revolución sandinista, qué tristeza, y a veces hacen lo mismo que los otros” (p. 70). Más adelante, invoca el símbolo esencial y depurador de la revolución: “Sandino, de verdad Sandino, hace falta” (p. 70), en la ausencia de supuestos negados que hagan revolcar su cadáver en la tumba. El ejercicio de la escritura en tiempo real de combate y de evocación, es territorio propicio para el discurso meta-poético sediento de vida. Dialogar sobre Sandino y el devenir del proceso revolucionario del Frente Sandinista, implica tensión poética y mucha responsabilidad: “Sé bien que todo en mi mano es la palabra, en mi mano y en la vida, pero si no juego la vida, mi palabra no tiene sentido y andará por allí colgando de garfios archiveros. ¡No!” (Araujo, 2010: p. 72). Por medio del humor, el autor se define ante el Prójimo que se defiende de los mercenarios, distanciándose de una intelectualidad inútil que se pronuncia desde las cúpulas de cristal en las megalópolis: “-¿Vos sos internacionalista? -¡No! -¿Sos periodista? -¡No! -¿Qué sos vos? -Jueputa.” (Araujo, 2010: p. 80). Más adelante, en este deambular por los frentes de batalla, el cronista pulveriza una perniciosa alianza imperial: “Reagan es la verruga del mundo y la Thatcher, el cáncer de la vida. // Juntos andan jodiendo a Nicaragua. // Seguro que si los dos se acostaran, no podrían hacer el amor sino la muerte” (Araujo, 2010: p. 85). El habla coloquial funde la poesía exteriorista nicaragüense y la contra-propaganda: Este matrimonio terrorista, violando los tratados internacionales, propiciaron en 1982 la invasión inglesa de Sudamérica en las islas Malvinas. Que quede claro el móvil demagógico de la Junta Militar argentina. He aquí otro hermoso verso que nos remite al General de Hombres Libres: “Quiero el sombrero de Sandino porque siempre será el techo de mis hijos” (Araujo, 2010: p. 96). No es el cierre de la figura, sino una invitación a la indagación histórica y contristación con el pueblo de Nicaragua. En las aguas de su Lago, nos contemplamos a nosotros mismos en esta hora difícil de la República Bolivariana de Venezuela: “Nicaragua es mi conciencia, mi virtud y mi pecado, Nicaragua soy yo, un hombre de lagos y volcanes, Nicaragua es la partida de nacimiento de mis hijos” (Araujo, 2017: Pp. 89-90). Valga este laberinto que entra por Calderas y sale por el río Coco.

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7.- Según José Pulido. La novela “Una mazurkita en la mayor” (1989) de José Pulido, empalma con decisión con el género del reportaje periodístico. No obvia los antecedentes de Salvador de la Selva, Gabriel García Márquez y tiempo después el aclamado Truman Capote. Se inicia con la “maraña” del complot para asesinar a un Sandino pacificado, valga la carrera desbocada del músico Cabrerita para advertirle lo antes posible: “No sabe a cuál de los dos van a matar (Sandino o Calderón), perro corre como si a él también lo quisiera la muerte” (Pulido, 2017: p. 15). El discurso narrativo está presidido por un vocerío múltiple facilitado por el narrador omnisciente. La voz sin ser omnipotente, le da la palabra a Cabrerita quien en sus andanzas va conversando con el General Sandino, muy a pesar de que éste desoye sus consejos de dulce prudencia. El héroe nacional y el músico de pueblo impostan y revisitan la nueva cabalgata de Quijote y Sancho: Augusto César le educa en una ética cruda (“Si no tienes ética tu espíritu se atrofia. O tienes ética, Cabrerita, o posees riquezas materiales”, p. 16) y su trovador-escudero le replica muy campechano: “Coño, general, estoy más ético que un muerto” (Pulido, 2017: p. 17). Se asimilan ambos a otro par de majaderos: Bolívar y Cristo. La candidez de Cabrerita se apropia de un bestiario local en el cumplimiento de su misión de salvaguarda al líder sandinista: murciélago, grillo o bagre salvado del hambre depredadora del tigre. Todo bestiario literario o popular es panteísta por naturaleza, sólo que en el caso del músico folclórico no contradice su fe en el Dios cristiano. Cabrerita y Sandino serían, pues, las dos caras de una moneda escondida en la selva: Seres parecidos en su físico indígena y diferentes en el temple del carácter, que se complementan de manera maravillosa: La trova juglaresca y la predestinación político-libertaria, se fusionan en la esencia poética del Decir culto y popular de poetas, obreros, campesinos y mujeres de Nicaragua. Así se va hilvanando, parafraseando a Pablo Antonio Cuadra, esta Épica personal y desmitologizada que celebra a la humanidad entera. A pesar de que lo conocía desde la infancia, la coyuntura bélica de la República confundió al inicio a Cabrerita: “Aún no puede dilucidar si en aquel momento predominaba Sandino en el cuerpo del general o Augusto Calderón” (Pulido, 2017: p. 25). Mientras nuestro cantautor corre su maratón físico y psíquico, esto es un viaje épico, la papada de Tacho Somoza –detalle morboso del tirano por venir- se remueve inquieta ultimando con sus 14 apóstoles el magnicidio a traición de Sandino: “Mañana 21 de febrero, tiene que borrarse del mapa la vida de Sandino o dejo de llamarme Anastasio Somoza” (Pulido, 2017: p. 28). Por fortuna, uno de los conjurados se redimió de palabra y acción: Don Abelardo Cuadra quien rindió y legó el mejor testimonio sobre este infausto evento, a la manera de un memorial de cordero sacrificado, además de alzársele no sólo al Tacho sino a Chapita Trujillo, entre otros dictadores centroamericanos.

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Apéndice imprescindible.- Sandino según Sandino. He aquí dos textos de Augusto César Sandino que datan del inicio de su lucha contra la ignominiosa presencia de los marines en Nicaragua. Luego de un largo intervalo de seis años de combate (1927-1933), el paladín de las Segovias no fue derrotado y logró la salida humillante del invasor, muy a pesar de las limitaciones de dotación, real apoyo extranjero y logística. Sin embargo, no podemos considerar su ejecución sumaria y traicionera (21/7/1934) una derrota, pues el martirologio de él mismo, Estrada y Umanzor constituyó una extraordinaria simiente a la lucha del Frente Sandinista de Liberación Nacional que triunfaría en julio de 1979. Valga el cuadragésimo aniversario del derrocamiento del último de la viciosa estirpe de los Somoza, para invitarlos a leer o revisitar el poema y el primer manifiesto rebelde de Sandino al pueblo nicaragüense, escritos harto vigentes, a los fines de que el lector trabe un conocimiento cabal de este gigante latinoamericano embutido en un cuerpo de un metro sesenta. El Sandino de puño y letra excede los slogans erosionados y equívocos por el abuso lingüístico y el despropósito político y estético. Morir es mejor (1927)

Leoneses, vuestros pechos inflamados de fuego deben estar. Leoneses, recordad siempre a estos héroes de la fecunda tierra del pinar.

Leoneses, no olvidéis los nombres de Sacasa, de Argüello y Parajón; si siempre los amáis seguidlos de idea y corazón.

Reclamad con estoicismo honor y libertad que la Patria no quiere sufrir más orfandad.

Con denuedo luchad, ¡oh leoneses! en pro del honor: esclavos no quiere la Patria; morir es mejor.

PRIMER MANIFIESTO DE SANDINO (1° DE JULIO DE 1927) A los nicaragüenses, a los centroamericanos, a la raza indohispana El hombre que de su patria no exige un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído sino también creído.

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Soy nicaragüense y me siento orgulloso de que en mis venas circule, más que cualquiera, la sangre india americana que por atavismo encierra el misterio de ser patriota leal y sincero. El vínculo de nacionalidad me da derecho a sumir la responsabilidad de mis actos en las cuestiones de Nicaragua y, por ende, de la América Central y de todo el Continente de nuestra habla, sin importarme que los pesimistas y los cobardes me den el título que a su calidad de eunucos más les acomode. Soy trabajador de la ciudad, artesano como se dice en este país, pero mi ideal campea en un amplio horizonte de internacionalismo, en el derecho de ser libre y de exigir justicia, aunque para alcanzar ese estado de perfección sea necesario derramar la propia y la ajena sangre. Que soy plebeyo dirán los oligarcas o sean las ocas del cenagal. No importa: mi mayor honra es surgir del seno de los oprimidos, que son el alma y el nervio de la raza, los que hemos vivido postergados y a merced de los desvergonzados sicarios que ayudaron a incubar el delito de alta traición: los conservadores de Nicaragua que hirieron el corazón libre de la Patria y que nos perseguían encarnizadamente como si no fuéramos hijos de una misma nación. Hace diecisiete años Adolfo Díaz y Emiliano Chamorro dejaron de ser nicaragüenses, porque la ambición mató el derecho de su nacionalidad, pues ellos arrancaron del asta la bandera que nos cubría a todos los nicaragüenses. Hoy esa bandera ondea perezosa y humillada por la ingratitud e indiferencia de sus hijos que no hacen un esfuerzo sobrehumano para libertarla de las garras de la monstruosa águila de pico encorvado que se alimenta con la sangre de este pueblo, mientras en el Campo Marte de Managua flota la bandera que representa el asesinato de pueblos débiles y enemiga de nuestra raza e idioma. ¿Quiénes son los que ataron a mi patria al poste de la ignominia? Díaz y Chamorro y sus secuaces que aún quieren tener derecho a gobernar esta desventurada patria, apoyados por las bayonetas y las Springfield del invasor. ¡No! ¡Mil veces no! La revolución liberal está en pie. Hay quienes no han traicionado, quienes no claudicaron ni vendieron sus rifles para satisfacer la ambición de Moncada. Está en pie y hoy más que nunca fortalecida, porque sólo quedan en ella elementos de valor y abnegación. Si desgraciadamente Moncada el traidor faltó a sus deberes de militar y de patriota, no fue porque la mayoría de los jefes que formábamos en la legión del Ejército Liberal fuéramos analfabetas, y que pudiera, por ese motivo, imponernos como emperador su desenfrenada ambición. En las filas del liberalismo hay hombres conscientes que saben interpretar los deberes que impone el honor militar, así como el decoro nacional, supuesto que el ejército es la base fundamental en que descansa la honra de la Patria, y por lo mismo no puede personalizar sus actos porque faltaría a sus deberes. Yo juzgo a Moncada ante la Historia y

125 ante la Patria como un desertor de nuestras filas, con el agravante de haberse pasado al enemigo. Nadie lo autorizó a que abandonara las filas de la revolución para que celebrara tratados secretos con el enemigo, mayormente con los invasores de mi Patria. Su jerarquía le obligaba a morir como hombre antes que aceptar la humillación de su Patria, de su Partido y de sus correligionarios. ¡Crímenes imperdonables que reclama la vindicta! Los pesimistas dirán que soy muy pequeño para la obra que tengo emprendida; pero mi insignificancia está sobrepujada por la altivez de mi corazón de patriota, y así juro ante la Patria y ante la historia que mi espada defenderá el decoro nacional y que será redención para los oprimidos. Acepto la invitación a la lucha y yo mismo la provoco y al reto del invasor cobarde y de los traidores de mi Patria, contesto con mi grito de combate y mi pecho y el de mis soldados formarán murallas donde se lleguen a estrellar legiones de los enemigos de Nicaragua. Podrá morir el último de mis soldados, que son los soldados de la libertad de Nicaragua, pero antes, más de un batallón de los vuestros, invasor rubio, habrán mordido el polvo de mis agrestes montañas. No seré Magdalena que de rodillas implore el perdón de mis enemigos, que son los enemigos de Nicaragua, porque creo que nadie tiene derecho en la tierra a ser semidiós. Quiero convencer a los nicaragüenses fríos, a los centroamericanos indiferentes y a la raza indohispana, que en una estribación de la cordillera andina, hay un grupo de patriotas que sabrán luchar y morir como hombres, en lucha abierta, defendiendo el decoro nacional. Venid, gleba de morfinómanos; venid a asesinarnos en nuestra propia tierra, que yo os espero a pie firme al frente de mis patriotas soldados, sin importarme el número de vosotros; pero tened presente que cuando esto suceda, la destrucción de vuestra grandeza trepidará en el Capitolio de Washington, enrojeciendo con vuestra sangre la esfera blanca que corona vuestra famosa White House, antro donde maquináis vuestros crímenes. Yo quiero asegurar a los gobiernos de Centroamérica, mayormente al de Honduras, que mi actitud no debe preocuparle, creyendo que porque tengo elementos más que suficientes, invadiría su territorio en actitud bélica para derrocarlo. No. No soy un mercenario sino un patriota que no permite un ultraje a nuestra soberanía. Deseo que, ya que la naturaleza ha dotado a nuestra patria de riquezas envidiables y nos ha puesto como el punto de reunión del mundo y que ese privilegio natural es el que ha dado lugar a que seamos codiciados hasta el extremo de querernos esclavizar, por lo mismo anhelo romper la ligadura con que nos ha atado el nefasto chamorrismo. Nuestra joven Patria, esa morena tropical, debe ser la que ostente en su cabeza el gorro frigiocon el bellísimo lema que simboliza nuestra divisa rojo y negro y no la violada por

126 aventureros morfinómanos yanquis traídos por cuatro esperpentos que dicen haber nacido aquí en mi Patria. El mundo sería un desequilibrado permitiendo que sólo los Estados Unidos de Norteamérica sean dueños de nuestro canal, pues sería tanto como quedar a merced de las decisiones del Coloso del Norte, de quien tendría que ser tributario; los absorbentes de mala fe, que quieren aparecer como dueños sin que justifiquen tal pretensión. La civilización exige que se abra el canal de Nicaragua, pero que se haga con capital de todo el mundo y no sea exclusivamente de Norteamérica, pues por lo menos la mitad del valor de las construcciones deberá ser con capital de la América Latina y la otra mitad de los demás países del mundo que desean tener acciones en dicha empresa, y que los Estados Unidos de Norteamérica sólo pueden tener los tres millones que les dieron a los traidores Chamorro, Díaz y Cuadra Pasos; y Nicaragua, mi Patria, recibirá los impuestos que en derecho y justicia le corresponden, con lo cual tendríamos suficientes ingresos para cruzar de ferrocarriles todo nuestro territorio y educar a nuestro pueblo en el verdadero ambiente de democracia efectiva, y asimismo seamos respetados y no nos miren con el sangriento desprecio que hoy sufrimos. Pueblo hermano: Al dejar expuestos mis ardientes deseos por la defensa de la Patria, os acojo en mis filas sin distinción de color político, siempre que vengan bien intencionados para defender el decoro nacional, pues tened presente que a todos se puede engañar con el tiempo, pero con el tiempo no se puede engañar a todos. Mineral de San Albino, Nueva Segovia, Nicaragua, C. A., julio 1 de 1927. Patria y Libertad A.C. Sandino

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BIBLIOGRAFÍA Angulo, Luis Alberto (2017). El acento divino. Antología poética de Enriqueta Arvelo Larriva. En Revista Nacional de Cultura, n° 342. Caracas: Casa Bello, Ministerio del Poder Popular para la Cultura. Araujo, Orlando (2010). Viaje a Sandino (San Sebastián de Yalí, Nicaragua, 1985). Caracas: Fundación Editorial el perro y la rana. Edición digital en pdf: http://www.elperroylarana.gob.ve/wp-content/uploads/2017/02/viaje_a_sandino.pdf. Cardenal, Ernesto (2005). Antología poética. Prólogo y selección de Luis Alberto Angulo. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana. Cuadra, Abelardo (1979). Hombre del Caribe. Memorias. San José de Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA). Cuadra, Pablo Antonio (1991). Poesía Selecta. Caracas: Biblioteca Ayacucho. De la Selva, Salomón (2007). Antología mayor. Narrativa. Tomo II. Managua: Fundación UNO. De Nogales Méndez, Rafael (1991). Memorias. Tomo I y Tomo II. Traducción y prólogo de Ana Mercedes Pérez. Caracas: Biblioteca Ayacucho. De Nogales Méndez, Rafael (2007). El saqueo de Nicaragua. Traducción de Ana Mercedes Pérez. Caracas: Fundación Editorial el perro y la rana. Macaulay, Neill (1970). Sandino. Traducción de Luciano Cuadra. San José de Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA). Pulido, José (2017). Una mazurkita en la mayor. Caracas: Fundación Editorial el perro y la rana. Edición digital en pdf: http://www.elperroylarana.gob.ve/wp- content/uploads/2018/01/una_mazurkita_en_la_mayor.pdf.

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NOTICIA DEL AUTOR

José Carlos De Nóbrega (Caracas, 1964). Narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación, mención Lengua y Literatura por la Universidad de Carabobo. En el año 2010 culminó la Maestría de Literatura Latinoamericana de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (Instituto Pedagógico Rafael Alberto Escobar Lara, Maracay). En 2015, fue profesor invitado por la Universidad de Salamanca para dictar un curso sobre literatura venezolana, auspiciado por la Cátedra Ramos Sucre de la USAL y el CENAL. Ha publicado dos volúmenes de ensayo: Sucre, una lectura posible (Universidad de Carabobo) y Textos de la Prisa (Gobernación del estado Carabobo) en 1996. Los libros de ensayos Derivando a Valencia a la Deriva (2007) y Salmos Compulsivos por la Ciudad (2008, versión digital en www.letralia.com) han sido publicados por las editoriales “El Perro y la Rana” y “Letralia” respectivamente. En mayo de 2008, la Editorial Letralia publicó Para machucar mi corazón: Una antología poética de Brasil (serie Transletralia, versión digital en www.letralia.com), de la cual es el compilador y el traductor. En 2011 apareció el libro de ensayos Salmos Compulsivos bajo el sello editorial Protagoni, c.a.. El Fondo Editorial Fundarte publicó el libro de cuentos El Dragón Lusitano y otros relatos en 2013. En 2014, Fundarte hizo públicas dos traducciones a saber: los libros de poesía Las imaginaciones / El soldado raso de Ledo Ivo y la novela La Pasión según G.H. de Clarice Lispector. También tradujo "Dispersión / Indicios de Oro" del poeta portugués Mário de Sá Carneiro. Ha colaborado en diversas publicaciones periódicas: Poesía, La Tuna de Oro, Tiempo Universitario, Letra Inversa del diario Notitarde, Laberinto de Papel, Revista Nacional de Cultura, Imagen, suplemento Letras del diario Ciudad Ccs, el diario Vea y Fauna Urbana. Ha obtenido el Premio Nacional del Libro, capítulo centro-occidental, durante los años 2006 y 2007. Posee la página www.salmoscompulsivosdos.blogspot.com

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ÍNDICE

I.- CASOS

SIETE CASOS DE LA CRÓNICA LATINOAMERICANA, DESDE LA INDAGACIÓN ESTÉTICA HASTA LA BARRICADA POLÍTICA……………………………………….2

10 CASOS PUNTUALES DE LA CRÍTICA LITERARIA CONTEMPORÁNEA EN VENEZUELA……………………………………………………………………………...14

7 NOVELAS DE INICIACIÓN DE AMÉRICA LATINA………………………………..34

ALGUNAS PROPUESTAS NOVELÍSTICAS LATINOAMERICANAS (CON BONO IMPRESCINDIBLE)………………………………………………………………………49

II.- MOTIVOS Y ACTORES TROTSKY COMO MOTIVO Y ACTOR POLÍTICO-LITERARIO……………………..65 MIRANDA COMO MOTIVO Y ACTOR LITERARIO………………………………….79 ZAMORA COMO MOTIVO LITERARIO Y ACTOR POLÍTICO………………………82 SANDINO COMO MOTIVO LITERARIO Y ACTOR POLÍTICO……………………...98 NOTICIA DEL AUTOR………………………………………………………………...129

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