Líber Falco

Mario Arregui ■ : MARIO ARREGUI

LIBER FALCO

con dos notas sobre PEDRO PICATTO y una selección de poemas

ARCA -r o 1? Edición: 1964 gfc-iy? f-A

2? Edición ampliada

Diseño: Fernando Alvarez Cozzi

(C) Arca Editorial Andes 1118 — Tel. SO 03 18 Queda hecho el depósito que marca la le/ Impreso en - Printed in Uruguay NOTA A LA PRESENTE EDICION

Líber Falco (1906-1955) nació, vivió y murió en Mon­ tevideo. Publicó en vida tres pequeños libros: Cometas sobre los muros (1 9 4 0 ), Equis andacalles (1942) y Días y noches (1 9 4 6 ). Después de su muerte sus amigos del grupo Asir ordenaron y editaron toda su obra en un solo volumen: T iem po y tiem po (1 9 5 6 ). Este volumen — posteriormente completado y corregido por la labor paciente y devota de dos excelentes albaceas literarios, Arturo S. Visca y Heber Raviolo— anda en la actualidad por la sexta edición. Seis ediciones de un libro de poesía de la no-barata y una viuda que cobra derechos de autor que la ayudan a vivir son, en nuestro país, hechos insólitos, asombrosos. El poeta que muriera reconocido solamente (y no en toda su medida, creo) por un puñado de amigos, se ha convertido poco a poco en el más leído, el más querido, el que más llega, el que más raigales adhesiones motiva. . . de los poetas uru­ guayos. Puede afirmarse que la popularidad de Falco entre nosotros es, a casi veinticinco años de su muerte, sólo com­ parable a la de algunos gigantes de tamaño universal como Antonio Machado, García Lorca, Pablo Neruda y, tal vez, César Vallejo.

La primera edición de este libro que hoy reedito se im­ primió a fines del 64, o sea más de nueve años después de la muerte de Falco; durante demasiado tiempo fue el único libro existente sobre él. En el 71, la Biblioteca Nacional editó LIBER FALCO — Imagen crítica, un volumen compilado y prologado por Arturo S. Visca. Este volumen de 170 pági­ nas contiene un buen trabajo del mismo Visca, una certera nota de Emir Rodríguez Monegal, las ajustadísimas palabras de un discurso de Carlos Martínez Moreno, un breve y emo­ cionado discurso de Domingo Bordoli, una nota escueta y perspicaz de Mario Benedetti, trabajos de Héctor Bordoli,

7 Anderssen Ranchero, Clara Silva, Alberto Paganini, Omar Moreira, Magda Olivieri, etc.; es un libro de la mayor utili­ dad para la legión de jóvenes y no tan jóvenes que se inte­ resan en Falco. Muy recomendable es también el prólogo a Tiempo y tiempo que firma Heber Raviolo en las cuidadísi­ mas Ediciones de la Banda Oriental, y que termina con una frase que quiero copiar: "Para Falco la vida nunca fue un ensueño ni una pesadilla; siempre la vio como un extraño, insondable regalo, corho un milagro de cosas inefables y tris­ tes en cuyas maravillas y tristezas había que embeberse”.

Más de quince años después de aquella edición largamen­ te agotada preparo la segunda. He considerado y rechazado la idea de reescribir algunos trozos, de variar frases, de cam­ biar palabras; de hacer lo que suelo hacer, lo que casi inevi­ tablemente hago, cuando reedito mis cuentos. Por una suerte dé respeto quizá algo indebido a lo que fue escrito con cier­ tas temperaturas emocionales que hoy no me asisten (no porque crea, ¡Dios me libre!, que alguna vez he sido capaz de escribir eso que llaman un texto definitivo), decido dejar las cosas como están. Agrego, eso sí, un capítulo que titulo Quince años después; en él junto páginas muy diferentes que he venido escribiendo ocasionalmente.

t>e la docena de amigos cuyos nombres aparecen en el libro hay dos — Luis A. Larriera y Mario Rodríguez Gil— que ya no están aquí. Están con Falco (y, es obvio, con los precursores Cuesta y Piceatto) en el más allá — ese más allá que al fin de cuentas existe aunque no exista, aunque la muerte sea el punto final y se muera para morir: haber muer­ to no es lo mismo que no haber nacido, y estar muerto es también estar de algún modo, ser un muerto es también, de algún modo, ser. . . A ellos, "dondequiera que el mar los baya arrojado”, dedico esta segunda edición.

M. A. marzo de 1980

8 PROLOGO

Este libro no es una biografía ni un trabajo de críti­ ca literaria. Es o quiere ser nada más que un testimonio: m i testimonio sobre un amigo que fue un hombre singualí- simo y un hondo y memorable poeta. Se trata, como es na­ tural, de una redacción en primera persona, y sobreabunda en referencias a esa primera persona, que soy yo. . . el que soy o el que fui. No pido disculpas por tales y tantas referencias — que tal vez alguien juzgue abusivas, que tal vez otro al­ guien llegue a creer dictadas por un yoísmo impertinente— porque son los énfasis casi mecánicos de todo testimonio, los necesarios puntos de apoyo de la tarea de testimoniar. Conocí a Falco allá por 1938 ó 39; una amistad que durante mucho tiempo fue de trato poco menos que coti­ diano y que después -—debido a mi alejamiento de Montevi­ deo— se hizo de reencuentros periódicos, nos unió hasta 1955, año de su muerte, acaecida hacia el mediodía del 10 de noviembre. Mientras esperábamos la hora del entierro, alguien me trasmitió un pedido (en ese momento, una orden) de quien por entonces era el encargado de la página literaria de "”-, debía yo escribir un retrato para integrar un Homenaje a Líber Falco a publicarse en el próximo número del semanario. Aquel retrato bosquejado verdaderamente con­ tra reloj (que Marcha publicó con el título Imagen del ami­ go), fue lo que es hoy — con algunas correcciones, algún agre­ gado y varias notas al pie de página— la primera parte de fste libro. La mayoría de los capítulos que componen la segunda parte fueron redactados — con menos apremio, claro— en las semanas siguientes. Un trozo se publicó en Marcha el 30 de diciembre con el título Líber Falco, andacalles; otro, muy posteriormente, en la revista D eslinde; el resto es inédito. Sobre estas cosas que poco importan digo algo más en una especie de Epílogo 1963 con que cierro mi trabajo.

M. A. julio de 1963

9 '

' PRIMERO

"Era el hombre más bueno que he conocido” — esta fra­ se, así y con variantes, se oyó muchas veces durante el velorio de Líber Falco; la oí en voces amigas y en voces desconoci­ das, y recuerdo haberla pronunciado por lo menos una vez. Oí decir, por encima de su cajón: Conocerlo ha sido uno de los regalos más hermosos que nos ha hecho la vida. Oí también: Era increíblemente bueno; frente a él nunca pude evitar sentirme mezquino, impuro, dicho por un hombre ejem­ plar. . . Todo velorio participa de la pesadilla; el de Falco — del que sólo horas me separan, porque esta noche es toda­ vía la noche del día del entierro— fue de a ratos una pesa­ dilla de caras compañeras llenas de congoja y de a ratos una exaltación de la amistad y la fraternidad. Había muerto el más bueno, el más puro, el mejor de todos; y convocados por su muerte, ya sea rodeando el ataúd o reunidos en el café de la esquina, todos sentíamos — estoy seguro— un rejuve­ necimiento de las viejas fraternidades. Sólo así se explica que en algunos momentos hayamos podido sonreír, y en instan­ tes hasta bromear, como en las noches del tiempo ido. Una vez más y por última vez, por última vez sobre la tierra, el viejo Falco, el mejor de todos, entregaba su bondad infinita y contagiosa, para hacernos un poco más camaradas, para acercarnos en alguna medida a ese milagro que era él. Muchos hombres buenos conozco. Creo que no es dema­ siado difícil ser bueno; alcanza, me parece, con llegar a un entendimiento tranquilamente hostil con los demonios perso­ nales. Pero la bondad de Falco era muy otra cosa — y em­ prendo la batalla de antemano perdida de tratar de asirla en palabras para quienes no tuvieron la suerte de conocerlo. Era Ja suya, por decirlo así, una bondad anterior, una bondad

11 intocada y plena, de antes de la irrupción de las miserias y los demonios. Nació con ella, sin duda, y con ella vivió todos los minutos de su vida, llevándola tan sacramente guardada que ninguna innobleza del mundo alcanzó a rayarla y tan a flor de piel y de ojos, tan como en las manos abiertas, que iba derramándola en las almas de los otros. (La -presencia de Falco en un grupo — oí decir a J. P. durante su velorio— producía como un acrecentamiento, como una suba de la tem­ peratura, de la bondad ambiente.) Era una bondad estableci­ da, incuestionada, con mucho de árbol y de luna, y asistida por un manantial inagotable:

Tras la luz con que alumbra esta sangre de hoy, está la luz que alumbrará mañana.

Amigo, si tú eres bueno lo serás mañana. Si tú eres dulce lo serás mañana.

Y una bondad que a veces hasta se encabritaba:

Fuera locura pero hoy lo haría: Atar un moño azul en cada árbol. Ir con mi corazón de calle a calle. Decirle a todos que les quiero mucho. Subir a los pretiles, gritarles que les quiero.

Fuera locura, pero hoy lo haría.

Y que sabía lo mejor que hay que saber:

que el corazón es viejo y sabio. Y el corazón existe.

12 ¡Cómo se asomaba esa bondad en susi^jos! los ojos de Falco: celestes, dulces, tristones,profundos y, linv, píos a la vez, cansados y como de vuelta de'-^aptísimas coáas a las que no habían ido, siempre yendo como QjóS déjíiiño a las no muchas cosas a las que iban. Creo que bastaba verle los ojos para verle entero, creo que a sus ojos, fundamental­ mente, se debía el que no hubiera que atravesar nada para llegar a él. Eran ojos de poeta o de cierta dase de santos, de los santos no distraídos de los hombres por la santidad o por Dios; pienso que muy semejantes, aunque sin la dimen­ sión de la melancolía, debieron ser los de el m ínim o y dulce Francisco de Asís. No mentían esos ojos: Falco, que tenía mucho de santo, era en esencia un poeta. Y siendo el hombre que fue — y estando habitado como lo estaba por el sentimiento de vi­ vir en un mundo triste, mal hecho, pero también sagrado— no pudo dejar de ser un poeta grande y hondo. No quiero, ni podría ahora, hablar de poesía; mi propósito es decir algo del hombre, del amigo. Pero debe puntualizarse que es im­ posible buscar en él la más tenue frontera entre el hom­ bre y el poeta. Se puede ser — se es, en muchos casos— un hombre más o menos como todos que además se enfrenta a la literatura y trata de hacer algo en ella. Muy diferente fue el caso de Falco. Podríamos suponer que no hubiera escrito nunca un verso, y tendríamos que decir igual que su muerte provoca una disminución de la poca poesía que anda suelta por el mundo. Nunca fue un hombre más o menos como to­ dos, nunca estuvo enfrentado a la literatura. Sus versos no son productos subsidiarios ni aun vicarios de su vivir y de su tarea de ser un hombre, sino algo así como flores - frutos de un ser y una vida de poeta. Fue poeta como quien es por idiosincracia alegre o triste: estuvo hecho todo él, es lo que quiero decir, con materiales que parecían extraídos de donde nace o puede nacer la más levitada poesía. Humilde y fiel a sí mismo como supo ser, vivió en consecuencia, poética­ mente, cumpliéndose — o cumpliendo con los otros, no más— de un modo casi misterioso y como una planta en los versos que de cuando en cuando escribía — depositaba, sería mejor ^4 039 13 decir— sobre un papel.(1> No fue un creador, si crear es sacar de la nada; su poesía más que creación es testimonio — austero, desnudo y por momentos semiconfidencial testi­ monio— del hombre asombroso que fue. Por eso su obra es escasa, siempre íntima, siempre auténtica, medularmente su­ ya. . . Y por eso también su poesía corre un evidente riesgo en lo que a su valoración objetiva se refiere: que no se la v e a a primera vista, que muchos versos y aun poemas enteros parezcan algo desvalidos, demasiado elementales y menores, al lector que no ha llegado todavía a descubrir y amar al hom­ bre que está detrás.(2)

* * *

Esta frase tal vez sea excesivamente metafórica. Falco — que era solitario y pudoroso para escribir— trabajaba largo sus versos, con tenacidad y paciencia; así lo revela el examen de sus borradores. Recuerdo el altillo que era su lugar de trabajo en la casa de la calle Herrero y Espinosa donde vivió muchos años: un altillo pobrí- simo y desmantelado, con una ventana minúscula y triste, una mesa y un par de sillas, un estante con algunos libros. . . y todo lleno de un aire gris. Se subía a él por una endeble escalerita exterior. En la pared, un solo cuadro, un dibujo clavado con tachuelas: la cara de un hombre de frente alta y barba negra: Rafael Barrett. (2) Debo confesar que duarnte años yo no supe verlo; la dis­ culpa, claro está, es vana, pero igual diré que otros más linces que yo tampoco lo vieron. Falco fue de tem po lento; lo fue para caminar, para hablar, para sonreír, para escrib ir... Y nosotros, o varios de nosotros, también fuimos lentos para advertir la dimensión del poeta que teníamos al lado. El propio Falco, con su humildad, con su casi disimularse, fomentó nuestra miopía. Quien lo vio rápidamente fue otro poeta de raza, Jules Supervielle, que le escribió una carta allá por 1946: "Voilá de la poésie, bien vótre, parfaitement authentique”, le dice en ella. Martínez Moreno escribe: ''Ese universo poético parvo y confinado y ese idioma elemental y cotidiano. . . pueden capciosa­ mente inducirnos a creer en la endeblez y en el tono menor. Falco es un poeta noblemente difícil. . . ; y es, en esa recurrencia de unos pocos temas, un poeta de tono y de alcances sustancialmente mayores’’.

14 Líber Falco nació en , en el barrio Jacinto Vera, en Octubre de 1906.

BIOGRAFIA

Yo nací en Jacinto Vera. (1> Qué barrio Jacinto Vera. Ranchos de lata por fuera y por dentro de madera. De noche blanca corría, blanca corría la luna, y yo corría tras ella. De repente la perdía, de repente aparecía, entre los ranchos de lata y por adentro madera. Ah luna, mi luna blanca. Luna de Jacinto Vera!

Nació — hijo único— en un hogar obrero; sus padres viven todavía. Su padre — ex obrero panadero— es un an­ ciano admirable, lleno de fervor por las cosas y de amor por su antiguo oficio. Líber fue peluquero o aprendiz de peluque­ ro, tuvo un efímero negocio donde vendía pan, caminó du­ rante años correteando trabajos de imprenta, trabajó después de corrector en diarios y ocasionalmente en alguna editorial. Fue siempre pobre; se puede asegurar que no soñó ni quiso nunca dejar de serlo. Se casó a los 29 años y tuvo hasta el último instante a su lado el cariño y la devoción de la compañera que mere­ ció tener. No deja hijos.

* * *

(1 ) En las últimas ediciones de Tiempo y tiempo, Heber Ra- violo escribe: "Pese a lo que afirma aquí, Falco no nació en Jacinto Vera sino en Villa Muñoz, en la calle Blandengues y Constitución, según nos informara su padre, don Fernando Falco (...) Don Fer­ nando agregaba que Líber, en su juventud, durante una prolongada estadía de sus padres en Piriápolis, vivió en casa de una tía, en el barrio Jacinto Vera”.

15 Nosotros le decíamos él viejo Falco. Había nacido unos años antes que todos pero no tantos como para justificar él adjetivo, luego de descontarle la notoria carga de afecto. Es que Falco tenía algo de viejo, del mismo modo que tenía mu­ cho de niño. De lo que tenía poco o nada era del adulto trenzado a la vida y a quien la vida está gastando y deshacien­ d o .. . Escribí en una, de las páginas, iniciales que Falco era P un milagro, y es cierto. Pero un milagro hecho es un milagro muerto, porque un milagro se suicida al hacerse. Falco, para bienaventuranza de sus amigos y de la poesía, era un milagro inconcluso, un milagro en marcha y sin punto de llegada, di­ gamos. Esa extraña convivencia del viejo y el niño tal vez fue la responsable. Siempre estaba — ya lo dije a propósito de sus ojos— de vuelta sin haber ido y siempre yendo lo mismo que un niño. Y como vivía atento a su corazón y — él lo sabía bien y así lo dijo— "el corazón es viejo y sabio”, estaba de vuelta de lo que la vejez y la sabiduría enseñan a desdeñar (de lo que volvió il poverello de Asís, después de haber ido), de lo que hay que volver, y estaba yendo cons­ tantemente a lo que su corazón de santo laico — o sea de doble santo, casi— le rumbeaba como una brújula.

* * *

Nunca vi a Falco comer con avidez, detenerse ante una vidriera, observar un auto, volver la cabeza para mirar una mujer hermosa. . . Sí más de una vez lo vi beber — durante algunos años bebió (bebimos) algunas copas de más— , sé bien que ló hacía como contribución a la fraternidad de los amigos reu­ nidos para quemar la noche hasta el fin. "— ¡Ya viene el día!”, solía lamentar cuando esas noches se desmoronaban, y no olvidaré nunca la tristeza transida de su voz ni su irse de prisa en los grises harapientos del alba. "La vaca azu l.. . la vaca azu l.. , la vaca azul.. . ”, repe­ lía una de esas noches, mientras lo acompañábamos hacia su barrio por callecitas dormidas.

* * *

16 No fue hombre de libros, aunque leyó lo suyo y cono­ cía su Dostoievsky, su Tolstoi, su Antonio M achado.. . Sen­ tía un gran amor por Romain Rolland. De los nuestros, me parece, su mayor admiración era Paco Espinóla. En una carta suya que encontré (la única: quizá, la única que me escribió), me dice: *Estos días terminé la lectura d e Tierra de los hombres. No lo había leído. ¡Qué cosa tan grande! ¡Hace mucho que no leía algo así”. Tenía que ser esa la reacción de Falco frente a Saint Exupéry, un hombre que vivió casi deslumbrado por las grandezas que descubría en los hombres.

* * *

Una vez Falco trabajaba de corrector en no recuerdo qué diario; el sueldo era exiguo. Un amigo mío piloteaba por entonces una editorial y necesitaba correctores. Fuimos a ver­ lo, y Falco, con los dos trabajos, resolvió su problema. Pero al cabo de algún tiempo le aumentaron un poco el sueldo en el diario. Llegó muy preocupado a mi casa. "No quiero quedar mal — me dijo— , pero tengo que dejar la editorial; decile a Luis que me disculpe, explícale; no me voy a ir hasta que consiga otro; yo ya hablé con Chela; no precisamos tanta pla­ ta, entendeme”. Tenía miedo de que yo no lo entendiera y estaba, creo recordar que noté, algo avergonzado de necesitar tan poco dinero.

* * *

Sé que allá por su primera juventud Falco fue anarquis­ ta. No dudemos de que fue el suyo un anarquismo "celeste”, complicado con literatura, con cristianismo "a la rusa”,(1) con

(!) De cristianismo "a la rusa" es de lo que hay que hablar cuando se habla de este lector adolescente de Tolstoy y Dostoievsky; pero tomándolo por el lado más limpio, quitándole "tormentas es­ lavas”. O tal vez fuera más justo hablar simplemente de cristianismo "a lo Jesús", o sea de un cristianismo todavía no enturbiado por San Pablo.

17 bondadismo... Luego la vida lo fue despojando de esos sue­ ños, pero mantuvo una adhesión de insobornable raíz a las causas del pueblo, de los desposeídos.

* * *

Cada generación tiene su esperanza; la esperanza de nues­ tros veinte años se llamó la República Española, y estaba muriendo ahogada en infamia por los días en que conocí a Falco.(1) Aquella hora del mundo era sombría para quienes, como él, querían creer en el hombre. El siguió creyendo, apos- j¡ cando casi supersticiosamente al futuro; (2) pero creo que no llegó a recuperar del todo la esperanza.

*

En la "barra” era común bromear cariñosamente con Falco, decirle por ejemplo, equivocación Falco aludiendo a lo que alguien dijo una vez Este no es de este planeta. A vos te trajo una cigüeña equivocada. Recuerdo, una noche de Re- yes: ¿Pusiste los zapatos? Te juego a que mañana encontrás un arpa. El sonreía con su mansedumbre de siempre. Y "Poeta triste y dulce que saliendo de una nube se quedó en un campanario, cara de pan con nostalgias, corazón de luna

(!) Hay en Cometas sobre los muros un poema llamado Can­ ción por la España Obrera que no está en Tiempo y tiempo porque el propio Falco determinó su eliminación; es de valor muy escaso o nulo; está fechado en octubre de 1936 (es el único poema del libro que lleva fecha) y revela la esperanza de Falco en los primeros tiem­ pos de la guerra. El doloroso tema de España reaparece en Tiem po y tiem po en Nuestra España, poema que reproduzco en la sección Poemas y que está dedicado a la memoria de Juan R. Bertullo, un hombre a quien apenas conocí pero del que sé que fue un decidido militante antifascista. (2) "... Y al fin, / todo vendrá a su tiempo", dice Falco al final de un poema de 1943 llamado Juan Sueño. Este curioso poema es totalmente inédito. Según A. S. Visca, Falco no renegó de él pero opinó que su tono no se adecuaba al tono general de Tiem po y tiem po. Lo copio en la sección Poemas.

18 con fiebre, poeta que agarraste a la poesía como al avestruz dormido. . . ” Así, más o menos, se iniciaba una página que una vez comenzamos sobre él y que, naturalmente, no fue mucho más allá. El sonreía.

* * *

Releo estas notas apresuradas. ¡Faltan tantas cosas! In­ tentaré enhebrar unas pocas.

"¡Qué lindo y qué triste!”, le oí exclamar muchas veces á Falco. Lindo y triste eran para él casi sinónimos.

Un aire "como de ido” lo rodeaba sin alejarlo, siempre. Era un agradecido; de alguna manera agradecía todo, desde la luz del día a la negrura de las noches, la amistad de los amigos, el frío, la lluvia, la tristeza, el mundo en­ tero. .. (1) ¿Cómo te va? ¿Cómo estás? Nadie usaba éstas y otras fórmulas semejantes como él; él, de verdad, preguntaba.

Nadie tenía la fidelidad que tenía él al recuerdo de los amigos muertos. Me consta que ninguno de nosotros recorda-

W Me cuenta Luis A. Larriera — su grandísimo amigo— que en sus últimos días, cuando él o alguno de los otros amigos que ro­ deaban su cama alargaba el brazo y le movía o le ajustaba la mas­ carilla de oxígeno, el viejo levantaba los ojos y murmuraba invaria­ blemente: gracias, querido... En los últimos días de Falco su casa estuvo abierta día y noche — me cuenta Olga Montero— ; a cualquier hora que uno juera en­ contraba amigos rodeándolo, saliendo, entrando, conversando en la vereda.

De esos días cuenta C. M. M .: En esos días nos miramos en el fondo de un dolor común, nos encontramos una igual tristeza adulta en los ojos, y en medio del cansancio y la pena, nos sentimos extrañamente levitados por una sensación de amistad y de entrega que, suscitada por Falco desde sus últimas horas, nos tornaba inex­ plicablemente mejores.

19 ba tanto a Pedro Piccatto, el poeta jorobado que golpeaba la vida y los hombres con palabras duras y se esforzaba en una poesía angélica, ni al silencioso y meditador Luisito Cuesta, aquel muchacho bueno que fue el primero en irse.

* * *

Hasta ahora he venido tratando de bocetar solamente un Falco diáfano; no está mal, porque así hay que verlo prime- jp . Falta su “hemisferio de sombra”: la parte que le corres­ pondió de soledad, de angustia, de amargor, de drama__ , de todas esas palabras tan prestigiadas por el nuevo "mal du siécle” que vivimos. Es necesario, sin duda, decir algo. Pero Falco fue un gran poeta y deja versos que no son menos que él y que tardarán mucho en morir; nadie podría decir mejor lo que ellos dicen. Ahí están; en versos duraderos se en­ contrará la soledad:

¿Sabes lo que es estar solo, solo, volver a casa a las dos de la mañana, mojar un pan mohoso, triste y duro, roerlo solo, y sentado en una orilla del mundo ver a los astros que rutilan y no saber qué preguntar ni qué decir, y confundir las hambres, y roer solo tú allá un pan mohoso, triste y duro?

Se encontrarán las preguntas sin respuestas:

Qué me dio Dios para gastar, qué?, que no entiendo.

Se encontrará al hombre que siente haber perdido pie en el Tiempo asesino y no encuentra siquiera la memoria para asirse:

Todo está muerto, y muerto el tiempo en que ha vivido.

2 0 Yo mismo temo, a veces, que nada haya existido; que mi memoria mienta, que cada vez y siempre —puesto que yo he cambiado— cambie, lo que he perdido. W

Se encontrará la Extraña compañía (que así se llama uno de sus grandes poemas) y la Visita (que así se llama otro) de la muerte.(2) Pero se encontrará asimismo — ¡y cómo!— lo que a él casi siempre lo salva, lo rescata: la re­ recuperación de la alegría — de una profunda y triste alegría, una alegría que sabe de m em oria la muerte— en la fraterni­ dad: en el solo hecho de estar vivo y de que hay otros seres, seres queridos, vivos también.(3> Voy a copiar un poema que dirá admirablemente lo que estoy queriendo decir.

REGRESO

A Mario Arregui

Allí golpea lejos sobre el mar la lluvia. Desde siempre y siempre. Desde quién sabe qué oscuro designio, allí golpea y golpea la lluvia sobre el mar.

Oh! inmemorial paisaje. Monstruo paciente y solitario, mar amargo, agua última donde un hombre y su miedo *3

i1) Estos versos pertenecen a Lo que fue, un medular poema que incluyo en la sección Poemas. Estos dos poemas se incluyen también en Poemas. (3) Deberíamos danzar de arrobamiento por el solo hecho de estar vivos, decía y decía en una noche de copas, sin que los demás pudiéramos hacerlo callar o cambiar de frase.

21 huyen, beben y vuelven en secreto y solos.

Cuando de allí se vuelve nada alcanza en la Tierra y todo es triste. Sin embargo, con urgencias de ahogado uno pregunta y llama, y otros nos oyen; porque es preciso juntos, enterrar la muerte.

Y aunque llueve también sobre la Tierra y sobre los campos y ciudades llueve, lejos quedó lo que no tiene nombre y alguien, con visceral memoria se rescata y vive.

Entonces, sí, qué alegría, sentir que estamos vivos, ir por las calles con cantos de borracho y sobre tantas cosas inefables y tristes, poder de nuevo y otra vez, recuperar los días.

Así de oscuro, de embebido o muerto, un hombre lleva su alegría por la tierra. M

Falco tuvo sus sombras, sí; tuvo todo lo que aquellas palabras prestigiosas o prestigiadas intentan decir. Ya vimos versos donde amonedó la soledad y versos que preguntan en vano; ya citamos Extraña compañía, que termina así:

Mas hoy ha de venir y ha de encontrarme solo, ya para siempre desasido y solo.

Tuvo — un hombre como él no pudo no tenerlas— intensas pre-aproximaciones de la muerte:

W Hay otro poema, llamado Volver II, muy emparentado con éste; verlo en Poemas.

22 DESTINO

Bajo un cielo de Juicio Final, de espejos rebelados, he de llegar al mar para la muerte mía. Me levantaré así en la ola más alta ¡ ■ y me hundiré para siempre. Acaso sí, yo sé, con una risa helada buscaré mi origen. Sin manos y sin ojos, ay! buscando una sombra que es sombra de la nada. Ya olvidado de todos y de mí mismo, que apenas me conociera un día, he de llegar al mar para la muerte mía. Tuvo — ya lo dije y conviene reiterarlo aquí, con una variante de ordenación— el sentimiento de vivir en un mun­ do que, aunque sagrado, era triste y mal hecho. Ahí está — repito— su poesía. . . Yo quiero seguir hablando del hombre, y pese a que escribí — y no me desdigo— que era imposible buscar en él la más tenue frontera entre el hom­ bre y el poeta, debo decir que el hombre supo callar siem­ pre lo que el poeta a veces dijo. El hombre Falco (que solía quejarse de su salud casi con quejumbres de viejo) (1) fue

(!) He aquí la primera carilla de la única carta que con­ servo de él: Querido amigo: Hace ya días pensaba escribirte. He dejado pasar el tiempo, como en verdad es bueno dejarlo pasar a veces, o sentir que él nos traspasa. En realidad es que ando bastante embromado de salud. Algunas veces me acomodo a los dolores, y otras, me desacomodan ellos. Aunque lo es, no vayas a creer que esto es un juego de palabras. No me gusta jugar con la salud. Esto, desde que siento que me va escaseando. Ya estamos ... Ya estoy viejo; ta y tantos . . . Lo peor es la molestia de las molestias diarias. Estoy convencido de que cuando una enfermedad se manifiesta con violencia indica que hay arrestos de salud, y todo se resuelve mejor, sea como sea. Pero esto de que hoy te duele la espalda, mañana la cintura y pa­ sado, etc., bueno, es cosa de nunca terminar.

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« un recatado que — repárese qué singular es esto en nuestros días nunca condescendió a que sus desesperanzas lo repre­ sentaran, a mostrar sus amarguras, a usar sus dramas como monedas. Este hombre fraterno no permitió jamás que lo que separa estuviera antes de lo que tiñe. Si como poeta quede mas de una vez a solas con la muerte, como hombre emer­ gió siempre del otro lado en la compañía de los otros hom­ bres. Para vivir, fijó en un breve poema:

PARA VIVIR

Porque se está solo ahí, porque en la locura y la muerte se está solo, porque hay un ojo fijo, incambiado, que acecha sin sentido, yo quiero ahora abrazaros, y siquiera no más, hablar de cómo cambia el cielo.

Valery acusa a Pascal de patetismo voluntario, de magni­ ficar sus dramas; a Falco quizas hay que acusarlo de lo con­ trario, de disimulación. Este poverello” montevideano nunca quiso aparecer rico de nada, ni siquiera de angustias y deso­ laciones.

Es alta noche. Hace cuatro días que murió Falco. Estoy escribiendo lejos de Montevideo. La noche y el campo me rodean. La noche — ya se sabe— tiene mucho que ver con la muerte. El campo también,- se me antoja ahora, no sé si por

24 la soledad, no sé si por la tanta tierra en sí. Sobre mi mesa hay un desorden de libros, papeles, cigarrillos, tazas con res­ tos de café, revistas. Tres revistas están abiertas en páginas con poemas de Falco. Al lado de las hojas que he venido escribiendo desde la noche del día de su entierro, hay un pe­ queño libro: Días y noches. Hace tres días que ese libro está al alcance de mis manos, y mis manos incontables veces lo han tomado. Tiene una dedicatoria en tinta azul: "Para Mario, un hermano, con quien hemos compartido días y noches. Con un abrazo. Falco.’’ Lejos está la ciudad de Falco, y Falco no está en ella dormido ni despierto — está muerto; no está. Dentro de al­ gunos días iré a Montevideo. Veré infinitas caras que no co­ nozco, veré edificos, ómnibus, avisos luminosos, mujeres, veré sin duda el mar. . . Veré amigos: caras seguras que conozco y que saben quién soy, quizá mejor que yo. Hablaré con ellos de literatura, de política, de fútbol. Tomaré algunas copas con M. y con T.; reiré a carcajadas, tal v ez .. . Pero no veré j Falco, un hermano con quien hemos compartido dtas y no­ ches. Y Montevideo será un poco más gris, un poco mas muerta, y yo seré un poco menos yo, un poco más fantasma, y me será bastante más difícil mi trabajo de ser bueno.

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SEGUNDO

"Caminó durante años correteando trabajos de impren­ ta”, escribí en la nota anterior.

.. .yo anduve un día, mucho tiempo, calles y calles junto a puertas y paredes,

Caminó también ida y vuelta de los cafés donde nos reuníamos, caminó con nosotros cuando nos largábamos a ha­ cer calles y boliches, caminó ida y vuelta de los diarios en los que trabajó, caminó mucho. . . Sólo tomaba ómnibus o tranvías cuando no hacerlo hubiera sido disparatado. En los últimos años, eso sí, fue haciéndose cada vez más casero y sedentario. Para visualizar o imaginar buena parte de su vida, hay que insistir, pues, en la imagen del hombre que camina por las calles de una ciudad.

A h o ra .. . ando calles.

Cuando voy por las calles —sube y baja— de esta Montevideo, madre cruel,

Equis andacalles tituló, bien titulado, su segundo libro (1 9 4 2 ). Dice un crítico que ese Equis andacalles hace refe­ rencia más que a un ser anónimo a la incógnita del hombre; no lo contradigo demasiado, pero veo también un set, si no anónimo, al que nadie nombra:

27 I calles y calles junto a -puertas y paredes, nadie dijo mi nombre;

y semisecreto un poco vivo, un poco muerto— , que es quien camina por las calles que las vidas de los otros incan­ sablemente barajan:

cuando voy por sus calles, algo me dice que estoy muerto.

Recuerdo que, ya el libro en prensa, discutimos con Fal­ co el título. Algunos proponíamos la eliminación de Equis. N ooo — se negaba Falco, con su voz que tenía algo de humo lento ; a mi me gusta así. . . esa Equis da una cosa... yo creo. . Nunca pudo definir esa cosa (muy pocas veces pudo realmente definir alguna cosa), y pienso ahora que tenía ra­ nzón, del modo previo, oscuro, irrazonado, con que muy a me nudo tenía mucha razón. Pero volvamos al hombre que camina. Ese hom bre__del­ gado, de estatura mediana, con cierto aire no de enfermo pero sí de convaleciente, vestido con un traje azul o marrón que puede ser bastante nuevo pero que parece viejo— camina a pasos lentos e invigilados, a pasos confiados sólo a sus pier­ nas que se mueven como por costumbre. Camina las calles de una ciudad que es siempre la misma y es la suya y es su madre cruel”, pero que ya es demasiado grande y no puede ser verdaderamente de nadie. Lleva la cabeza — cuyo pelo es d e un rubio desganado— un poco inclinada hacia adelante, lleva como semidormidos los ojos celestes que no miran na­ da, o que miran, apenas, sólo lo imprescindible. Durante el <3Ía generalmente anda solo; en los anocheceres y en las no- ches suele ir con amigos, y entonces va un poco más en la tierra y más despierto, aunque con frecuencia también se en­ simisma y se pierde. (Con frecuencia, literalmente, se nos tpefdia: ¿Dónde está Falco?”, nos preguntábamos; "¡Eh!, poeta sonámbulo”, lo llamábamos.) A cierta hora de la noche el hombre camina solo hacia ■su casa, en un caminar que es de algún modo arrastrar el cadáver de la noche de amistad vivida. Los amigos se han dis­

2 8 persado; algunos, dos o tres, lo han acompañado tal vez unas cuadras. Ahora el poeta de cuerpo algo frágil va solo y muy frágil por calles sin nadie. La ciudad es íntima y suya como un recuerdo, y a la vez ajena como si ese recuerdo se refiriera a un ser querido que hubiese muerto. Quiero ver y veo que es ésta una noche sin luna y de cielo alto. Camina el poeta. Cada paso es un paso en la más noche, porque se va alejando del centro de la ciudad y la ciudad sufre mas noche a medida que de su centro ella se distancia. El poeta va triste y cabiz­ bajo. La noche es toda soledad — soledad de noche destechada, con astros mudos que rutilan— . La calle, las casas, los arbo­ les, acaso hasta algún gato vagamundos, parecen hechos con la misma sustancia de la noche. Camina el poeta, a solas con su pensamiento:

Qué grande el mundo, y que pequeño, qué lejos los amigos, y que cerca.

Y con otros pensamientos semejantes que le duelen como he­ ridas viejas. Se siente un poco cansado; siempre, en realidad, se siente un poco cansado. La calle ahora es de barrio, de costado de ciudad, y la ciudad, a su vez, es arrabal del mundo, y a su vez el mundo, la Tierra,

...... nave solitaria,

es también arrabal de algo. Sigue caminando el poeta. . . Yo me he demorado mucho mostrándolo porque deseo que se lo vea bien, que se lo mire: creo que en ese caminar fi­ nal y solitario se le dieron a Falco muchas veces las revela­ ciones de lo esencial de su ser, o sea de lo que hay que apre­ hender en su poesía, que justamente en lo esencial de su ser tiene hundidas las raíces.

Suceden de cuando en cuando otras noches, mas largas, ardidas hasta sus fibras postreras y no inocentes de alcohol. Escribí en la apresurada nota anterior que Falco solía lamen­ tar __exclamar quebrantado, diría mejor ahora— ¡Y a viene

29 el día! cuando esas noches se desmoronaban; afirmé también, y es verdad, que no olvidaré nunca la tristeza de su voz ni su irse de prisa en los grises harapientos del alba. . . Quiero vol­ ver sobre el recuerdo, porque no dudo de que en esa especie de fuga desamparada ante la luz diurna, traicionera y na­ ciente, sufrió y tuvo el más admirable de mis amigos, con intensidad mayor que en otros momentos de su vida, los sa­ bores últimos de quién era. La noche todavía vive pero está usada al máximo, gastada, liquidada; los amigos, unos tras otro, se han ido a dormir; sólo quedamos cuatro o cinco, casi como testigos de un naufragio, y entre ellos Falco, que siempre de­ searía irse temprano pero siempre se va quedando un rato más. Por la puerta o la ventana del café — a esa hora un café '“de los que no cierran”— o por el fondo recién nacido de una calle orientada hacia el Este, se ve de pronto arreciar el ama­ necer como una bestia de grandes ojos. ¡Qué tristeza desme­ surada asalta entonces a Falco! "Ah, ya viene el día! ”, exclama. "¡El día! ¡El día!”, grita Tola con júbilo apenas fingido, y agrega, tonante: "Yo soy Walt Whitman, que como y bebo y engendro”. 'Me voy”, dice Falco. "Espe-pe-perate un po-po- co”, le tartamudea Larriera desde el borde, ocasionalmente, de su epilogal vaso de leche. "Peeerooo. . dice Falco. "Quédate tranquilo”, le dice Gómez Rincón, que (lo mismo que Denis Molina) hacía la gran hazaña de trasnochar con semiborrachos sin tomar una sola copa. "No te aflijas tanto porque venga otro día podrido; no va a durar más que un día”, le digo yo. "Me voy”, se arranca Falco. . . A veces lo acompañábamos unas cuadras, a veces — ¡qué crueldad!— lo dejábamos partir solo. Poemas como Volver y muchos otros, nacieron o co­ menzaron a larvarse, creo que no cabe dudarlo, mientras

Ya cantaban los gallos, Ya sonaban las campanas y él...... desasido, se buscaba la frente hacia la madrugada.

* * *

30 Después de

ver a los astros que rutilan y no saber qué preguntar ni qué decir, y confundir las hambres... después de estar

. . .sentado en una orilla del mundo. después de buscarse, desasido, la frente hacia la madrugada, puede el poeta, ya en el día, sentirse renacer, y decir:

Oh Tierra. Oh nave solitaria, soy tu hijo fiel y no te olvido.

Y decirlo alegremente; o, tal vez,

Triste, alegremente.

No hay poema de Falco que lo desdiga, no hay verso que no sea muy suyo. ¿Cómo, entonces, el 'ido”, el "sonám­ bulo”, se declara hijo de la Tierra? La contradicción es sólo aparente: Falco, hombre de miedos antiguos (miedo a la muerte, a la idea de Dios, a la locura, al m ar.. .) fue en verdad, como pocos, hijo de la Tierra — de la Tierra que so­ rtaria navega un rincón del Universo y de la tierra que nuestros pies pisan, que con paciencia nos espera y que el mar rodea y ataca— . De tal filialidad debo decir algo. Pero quiero advertir aquí que estas páginas — lo mismo que las ya escritas y que las que intentaré en jornadas por ve­ nir— rehusarán ser de exégesis literaria. La Poesía, opino, no admite la vivisección, y menos aún la poesía de Falco. Continuaré apuntando al hombre, a la imagen del amigo; copiaré versos no para glosarlos sino, como hasta ahora, para

31 que se oiga la voz del poeta, en un plano al que no podrían llegar nunca los mayores esfuerzos de mi prosa. Falco fue un ser extraordinario en quien — ya lo he dicho— dimensiones del niño siguieron viviendo hasta una edad en que los seres comunes las hemos dejado morir; fue además — también lo he dicho, de algún modo— un hom­ bre de viejas sabidurías; tuvo asimismo — acabo de decirlo— un alma no cerrada a los antiguos miedos de la especie. Varias de aquellas dimensiones se mostraron claramente en él en la filialidad, en la permanencia intocada de sentimien­ tos filiales. Es posible afirmar que siguió siendo siempre hi­ jo; pero su filialidad no pudo, por estar hecho con el mate­ rial nobilísimo con que lo estuvo, mantenerse referida sólo a padres humanos, a una ciudad, a una raza, a formas de un destino histórico.. . Su verso, por tanto, no lo miente. Ver­ dadero es que, llevado como de la mano por esa filialidad mansamente desbordada, llegó a sentirse hijo de la Tierra, con devoción fiel de hijo adulto y con apegos de hijo niño.

Quiero solamente en bautismos de alegría y de dolor, apretarme a la Tierra bajo el ala quebrada del desvelo.

No es ésta la Tierra inmóvil y central de Ptolomeo y de los arrogantes teólogos que incendiaron a Bruno — la Tie­ rra privilegiada, orgullosa hasta la soberbia y madre de orgu­ llos, enclavada en el foco de las preocupaciones de Dios— . Es, sí, la Tierra destronada de Copérnico y de quienes pro­ siguieron su obra de cósmica humillación; es la "nave solita­ ria” a la que Falco dice no sin ternura piadosa "no te olvido”, es la madre, cuando lo es de verdad, de hombres buenos y humildes que desposan la tristeza, que saben que todos somos números de un mismo desamparo, que a veces llevan como una dolencia la lejanía de Dios. . . De ella supo ser hijo — como pocos, reitero— el hombre sumiso a su destino y a la estatura de su melancolía que fue Falco, y la bondad y la fraternidad que lo llenaban, que le estaban siempre como so­

32 brando, deben ser consideradas en parte, a mi juicio, como movimientos de un corazón filial: no se es tan hondamente hijo sin ser también, honda y casi fatalmente, hermano muy hermano de quienes conviven las cortas alegrías y las penu­ rias en esta Tierra a la deriva. El hijo del planeta lateral y errante fue igualmente hijo de la tierra en cuya entraña le dejamos una tarde — tuvimos que asumir esa tarde la tremenda misión de dejarlo. . . Y hubo en él, como consecuencia, un cariño primario a las co­ sas también hijas de la tierra, una especie de panteísmo tristón. Esta tierra con minúscula está, en primer lugar, asediada por el mar. Se sabe que el mar constituyó uno de los terrores infantiles de Falco, quizá el fundamental. En su poesía, el mar, cuando no es una metáfora, aparece como un enemigo:

Monstruosamente múltiple se alza se alzaba el mar sobre los malecones mordiendo los costados de la tierra.

Y hasta puede equivaler o alegorizar a la muerte:

Bajo un cielo de Juicio Final, de espejos rebelados, he de llegar al mar para la muerte mía.

Hay en Días y noches un poema que lo dice todo:

SOLO

JJn día tuve el mar sobre mi corazón. Como una lengua fría, el mar sobre mi corazón. Y estaba lejos de ti, madre mía.

33 Y tú lejos de mí, navegando en un viento sin banderas. No había raíces que esperan debajo de la tierra. Ni árboles había sobre la tierra. Y el mar lamía mi corazón, como una lengua fría.

¡Ah! Sólo mis ojos. En órbitas de hielo y sin tener dónde mirar, girando.

Esta tierra mordida por el mar tiene sobre sí muchas cosas que son hijas suyas y otras muchas que son hijas de los hombres; hacia aquéllas — cosas elementales y a menudo misteriosas— se dirigió siempre la fraternidad de Falco. Quie­ nes han escrito sobre su poesía han anotado "la infatigable fidelidad del poeta a las cosas humildes entre las cuales vi­ vió”, la devoción por "las más concretas y sencillas cosas te­ rrenales”, el "paladeado inventario de cosas humildes”. En mi primera nota dije que nunca vi a Falco detenerse a mirar un auto, una vidriera. . .; miró en cambio, y con el alma en los ojos,

Aquellos árboles hacia el poniente en fila navegando

Un cerco de cinacinas, una paloma muerta en el camino.

.. .las gallinas picoteando la tierra. El rancho en la hondonada. La vaca triste.

Junto a las cachimbas, las tinas solas.

34 . . .los flancos de esta ciudad, las calles y suburbios de esta ciudad.

i . .los terrenos baldíos donde meditan su destino las ollas viejas

Miró y amó esas cosas, y la luna

Tan perfecta y blanca Tan alta! Tan lejana y blanca que no sabe

cómo todo es triste. Cómo es bello el mundo y la misma muerte acaso, acaso, es volver sin irse y una niña que, junto con la brisa de la tarde, le llevó los ojos:

Aquellos ojos que perdí una tarde, andarán ojos siempre y jamás míos. Me los llevó la brisa de la tarde y aquella niña —pollera azul y bata colorada— y otra niña triste ' contradiciendo a la vida”, y otras muchas cosas como ellas porque estuvo hecho para mirarlas, pero tam­ bién porque sabía, con su vieja, precisa sabiduría, qué era lo que se debía mirar, como lo dice en este poema sin título:

Para no pensar lo que debes pensar, para no decirte lo que debes decirte, ibas mirando algo que no existe. Pero debes pensar y oír como se debe.

35 Mira los árboles. Tienen hojas verdes ahora y tú no las has mirado. Palpaste más de una vez sus troncos viste latir y subir su savia. Mira sus hojas ahora.

Qué manía tienes. Quieres estar en el fondo de las cosas quieres ver las hojas cuando no existen todavía. Te quedarás ciego así, confundido; olvidarás el verde la forma de toda cosa, morirás. Olvidarás todo así, todo. Mira las hojas. Tienen forma de hojas y son verdes.

* * *

Escribí en la primera parte, en una nota al pie de pá­ gina, que Falco fue de tem po lento; dije que lo fue para caminar, para hablar, para sonreír, para escribir. . . Debe ser éste el momento de agregar que también lo fue para madu­ rar como poeta. Obsérvese que su primer libro, Cometas sobre los muros, libro a menudo balbuciente y casi siempre chambón, conjun­ to de poemas donde no sólo en la forma sino también en el espíritu se nota con claridad al principiante, es de 1940, o sea de sus 34 años. Tal tipo de lentitud vital me hace atre­ ver a decir por escrito lo que muchas veces he dicho en con­ versaciones: creo que la muerte cortó la poesía de Falco en los primeros años de una época de gran cosecha. Es fácil recordar nombres de escritores que con menos

36 de los 49 años que él alcanzó a vivir dejaron obras que apa­ recen como dando cabalmente la medida de sus creadores, co­ mo truncadas sólo en tamaño - cantidad. Pero en alguien tan vegetalmente crecido y creciente como Falco, en un poeta cuya poesía se levanta en simbiosis con un ahondamiento en sí mismo que tuvo el ritmo pausado y casi clandestino de días iguales haciéndose vida vivida y desamortizando la muer­ te, en un versificador que apenas lo era y en el que todo logro literario tenía forzosamente que partir de su ser pro­ fundo, sentimos — siento yo, por lo menos— que esa cifra 49, ni alta ni baja, resulta bajísima, y que el fin se precipitó justo por el tiempo en que el poeta estaba listo como para salir a encontrarse consigo mismo en citas con grandes poe­ mas. . . Es que el pobre viejo Falco fue en verdad un hom­ bre hecho para llegar a viejo.

* * *

Carlos Martínez Moreno me dijo un día, señalándome un poema de Tiem po y tiem p o: "Mirá: en este poemita está el viejo entero.” Tenía razón C. M. M., que siempre supo ver a Falco en profundidad. El poema que señaló es un pequeño milagro, una de esas gotas de agua en las que tiembla en­ cerrada el alma de un poeta. Quiero copiarlo sin más co­ mentarios.

Despierto en la alta noche los gallos cantan, y un aire inocente baña a la tierra. Es triste y no es triste sentir entonces, que todo acaba o que de nuevo empieza.

37 Y quiero copiar otros dos que, con el anterior y varios más, están en Tiem po y tiem po bajo el título común de M o­ mentos:

Era la soledad y un mar y un cielo, un irse abajo, arriba, un viento sin caminos. Era la soledad y un mar y un cielo, debatiéndose.

Con verde lengua y labios de alba espuma, ríe el mar sobre la playa. Y sin embargo, cuántos muertos guarda!

Y este otro que se encuentra entre los "Ultimos poemas inéditos”:

Esta calle vieja de viejas paredes de aire viejo y triste de muros y musgos.

Calle amarga donde es triste vernos vestidos de fantasmas donde todo es triste porque fue y no ha sido. Porque ya ha pasado y porque el tiempo es triste.

Y también este otro pequeño milagro, que extraigo de un viejo poema de Cometas sobre los muros'.

38 Qué triste la vida nuestra Qué bello juera vivir (Soñábamos con un ojo y el otro para morir.)

Y este poema de Días y noches que atestigua mi afir­ mación de que el miedo a la locura estremeció más de una vez al hombre a quien algunos, distraídamente, quizá juzga­ ron demasiado simple y puro para ello:

Aquel miedo, aquella idea: "Los locos no descansan. Ay mi madre, yo no duermo". Aquella idea era locura. Locura fue gran parte de mi vida.

¿Quién sabe que un día mucho tiempo, con dos trajes me vestía, y que temblando de miedo até a mi cuelo, aquella roja, gris, corbata mía?

* * *

Recordamos y olvidamos sin saber muchas veces los por­ qués, y la conducta de la memoria parece respaldada por co­ nocimientos secretos y es una de las caras más cotidianas del m isterio.. . Si en más de 16 años no he olvidado un diálogo, por algo será; tanta persistencia me mueve a reproducirlo. Hacía pocos meses — vaya esto a manera de prólogo— que conocía yo a Falco y a Piccatto. Es dificilísimo conce­ bir dos hombres más singulares y más opuestos; una gran amistad los unía, sin embargo ( ¿sin embargo?) ; curiosamen­

39 te, no se tuteaban. Aquellos dos poetas extraños, trasnocha­ dores, pobres, llegados a las calles céntricas desde barrios que yo imaginaba agridulces y que los enriquecían a mis ojos de vida más sincesa, aquellos dos seres casi seres de otro mun­ do, me llenaban de asombro — llenaban de asombro al estu­ diante todavía un poco encandilado que era yo por enton­ ces— . ¡Falco y Piccatto!. . . Eran poetas de un modo en que serlo implica un compromiso con lo que sospechamos o in­ tuimos como lo humano esencial. Y parecían poseer, quizá por eso mismo, a propósito de la vida y los hombres elementos de una ciencia aún oculta para los otros — para mí, por lo m enos.. . No quiero hablar de mí sino de mis amigos; pe­ ro me obligo a decir, para declarar mi deuda con ellos, que yo era en aquellos días un estudiante mediocre — de origen pueblerino y con un lapso de lóbrega educación religiosa— que comenzaba a ascender a mal estudiante. Pese a tres o cuatro años de ciudad y a lo detectado en la literatura ávi­ damente leída, la amistad de Falco y Piccatto (y de otro que murió, Luisito Cuesta, y de otros que no nombro porque afortunadamente viven) me significó una ventana abierta — ¿por qué no usar el lugar común?-— sobre paisajes huma­ nos de casi desfondadas perspectivas. ¡Fue lindo y grande vivir el desorden generoso y vital de hombres para quienes el tiempo de las noches era sólo pábulo de la fraternidad y que tenían el coraje de andar con el alma a la intemperie! Hablo de Piccatto y Falco porque están muertos, preci­ samente por eso. Algo en mí me dice que de los muertos debemos hablar quienes les somos de alguna manera directa y personal — si bien pobrísima, espectral, hecha jirones— unos ratos más de vida. ¡Qué bien sabía esto el viejo Falco! ¡Con cuánta frecuencia hablaba él, y cómo quería que se hablara, de Cuesta, de Piccatto!. . . Los amigos, se sabe, colaboran en los hombres; tal vez ese algo cuya voz oigo sea más de Fal­ co que de Arregui, sea un movimiento de su alma que sub­ siste entreverado con los movimientos del alma que llamo mía. Piccatto y Falco. .. Eran de todos los más singulares y sorprendentes, insisto, y nadie vea aquí una pizca de exage­

40 ración por atolondrada piedad necrológica. Piccatto — joro­ bado, pequeñito, pálido, ademanes vivaces y rotos, visible la calavera— con su joroba dramática y su escondida ternura y su violencia, con su modo viril de empuñar la amistad, con el tamaño alarmante de sus odios y menosprecios; Piccatto

Sin temor ¿Le morir, casi viviendo, el corazón bajo una rueda fría. ¡Y pulsándolo todo! ¡Y todo amándolo! que así dice en la primera página de Las anticipaciones, libro que publicamos después de su muerte y en cuya edición Fal­ co trabajó más que todos nosotros juntos; Piccato sabiendo que

Todo lo infiel se vuelve fiel apenas desciende hacia la mano el corazón.

Y diciendo de sus días:

Otro día, otro más entre rosal, andrajo y sexo fiel.

Piccatto, el valiente e insobornable que pudo afirmar:

Mi corazón y el mar esquivan la mentira

Esquivan la pequeña razón de la piedad.

41 Piccatto, que supo gritarle en todo momento a su corazón;

A la deriva no!... corazón mío.

Y leyéndonos con su voz casi áspera poemas como éste:

Nunca -puedo saber cómo con la sonrisa de dos amaneceres crea una rosa m i jardín.

O versos como:

Era un viento infantil, era una aurora en alas, era una prisa pura y sin deleite, era un dibujo hablando para el agua, era el agua tocada y no tocada el agua sin comienzo,

El jorobado descreído que dijo:

Creo en la angustial sinceridad de mi niñez azul e inútil

cuando casi sin aire y sin cometas yo era el blanco de nubes y de burlas

El hombre a menudo violento que quería:

Celeste y sin violencia como nacida cuando muere el último pétalo de una rosa, quisiera yo que fuera mi canción.

49 El hombre cuyos ojos solían golpear, apuñalar, y que confesó:

La cortante mirada de los seres humanos estremece mi herida

El poeta que decía "Hay que jugarse la vida a una sola car­ ta; yo la juego en la Poesía” y que tal vez haya perdido — porque, digo yo, se lanzó en un sesgo erróneo y tras malos maestros y no alcanzó a escribir los versos suyos— , pero cuya vida y cuya alma fueron las de un poeta de verdad, y a lo mejor esto alcanza para ganar ante Dios, aun en el caso en que Dios no sea más que una palabra que corra a cuenta de los hombres... Y Falco — cuya cara levísimamente acaballada no tenía todavía el asentamiento casi señorial de sus últimos años— con su bondad prodigiosa y su ingenuidad, con su estar di­ ciendo como dijo después en sus versos:

Amigo después de todo y tanto, bien está todo como está.

aunque partes de ese todo lo hicieron doblar de tristeza; con su decir o su decirse:

Con esto tan poco que te han dado sé feliz. Oh! desgraciado.

Y buscándonos

porque es preciso juntos, enterrar la muerte.

Falco con su aire de "ido”, sus gestos "au ralenti”, su mirada que viajaba largos minutos y volvía a él, su no entender las bromas, su agradecimiento aflorante, su asombro siempre dis­

43 ponible y su sonrisa dócil, su hondura involuntariamente disi­ mulada, s u .. . bueno, con todo eso que para los que fuimos sus amigos sigue viviendo en las dos sílabas de su apellido, que vive en la vida especial de la Poesía en el libro que hoy reúne toda su obra, que yo me he propuesto asir en lo que pueda para mi posible lector sin cara que no tuvo la suerte de conocerlo.

Empecé hablando de un diálogo que recuerdo. Ese diá­ logo acaeció una noche en un rincón de un café, bajo un espejo inclinado que hacia las madrugadas nos reflejaba co­ mo si de algún modo nos hubiera vencido. Piccatto vivía una noche locuaz. Urdió, entre veras y burlas, un complicado elogio de las prostitutas, desde las hetairas y las cortesanas a las yiras que carcajeaban en los reservados que el café poseía. De ahí pasó al vejamen de las mujeres hogareñas. Puso en acción entonces su violencia amarga y fulgurante. Entre otras muchas cosas inescribibles, las calificó de "estúpidas bestias que paren y lavan los platos”. Falco nunca interrumpía a na­ die pero esa vez lo hizo: — Pero P iccatto .., ¡son seres! — ¡Bah! — Y Dios las mira cuando lavan los platos. Piccatto le clavó sus ojos acercados y avanzó hacia él su largo índice acusador: — Usted Falco, va a ir al Cielo. ¿No le da vergüenza?

* * *

Una vez Falco se apropió indebidamente de una estilo­ gráfica. Fue un robo curioso. Reconstruyo así lo que pasó: Caminaba una tarde rumbo a su casa. Llevaba en la ma­ no un diario. Lo había enrollado y lo llevaba poco menos que como quien lleva un estandarte; o, mejor, como suelen llevar el cirio esos monaguillos boquiabiertos que mi lector

4 4 habrá visto si alguna vez se detuvo a mirar una procesión. Iba sonambúlico, como corresponde a un

. . .desasido, hijo del aire flotando entre las cosas.

Iba, como dijo él de alguien, . . . con un -pie pisando por la y con el otro puesto quién sabe

En cierta esquina dobló un señor apresurado. La prisa de éste y el ensimismamiento del otro produjeron el choque, y el diario estandarte o cirio del poeta lanceó al señor en el corazón, o en el bolsillo que va encima del corazón. — Perdone — murmuró Falco, atribuyéndose toda la cul­ p a .. . de la que tenía, solamente, las tres cuartas partes. — Mire por dónde va — gruñó el señor. Siguieron en sentido contrario, lento el uno, presuroso el otro. Una hora más tarde llegó Falco a su casa. Aprontó el mate y se dispuso a leer el diario — a hojearlo, digamos con más propiedad, porque de los diarios no debe haber leído, lo que se llama leer, nada más que las columnas que le tocó corregir— . ¡Oh! ¡Una estilográfica enganchada en la punta del diario!. . . Días después la mostraba todavía con una son­ risa asombrada. Y explicaba y volvía a explicar cómo la ha­ bía obtenido; lo explicaba con tantas reiteraciones que era fácil advertir que no podía relegar del todo la idea de ha­ ber cometido un delito.

(t) Como ejemplo del grado al que podía llegar su ensimis­ mamiento vaya la anécdota siguiente: Volvía cierto anochecer a su casa; dio, al doblar la esquina, con una señora a la que creyó cono­ cer y que le sonrió con cariño; sonrió él a su vez y le tendió la mano y le preguntó con el interés afectuoso que naturalmente le nacía: "¿Cómo está, señora?”; y la señora mucho se asombró y un poco se ofendió, porque no es común que un marido salude así a su esposa cuando la encuentra impensadamente en la calle.

45 74 Udb Otra xez — no en los hechos sino en la poesía— Falco ,*e sintió dueño exclusivo de algo:

Tengo un atajo en el cielo ■por donde sólo yo paso.

Pero él pertenecía a la estirpe del héroe Yudhishthira, que no quiso entrar al cielo sin su perro. Y como nunca tu­ vo perro, que yo sepa, y como antes que los perros están los seres humanos, decidió compartir aquella propiedad con una muchacha:

Pero hoy tú vendrás conmigo, conmigo vendrás del brazo. Tú, muchacha...

Pero, inevitablemente, recordó a los amigos.. . Invito a leer ''on una sonrisa el poema.

INVITACION

Tengo un atajo en el cielo , por donde sólo yo paso. Pero hoy tú vendrás conmigo, conmigo vendrás del brazo. Tú, muchacha, y mis amigos, todos iremos del brazo.

Tengo un atajo en el cielo. Vendrás tú, iremos todos. Todos iremos del brazo.

* *

Ya por dos veces me referí a la fidelidad de Falco al recuerdo de los amigos muertos; pero creo que el tamaño de ella me obliga a retomar el tema. Tan grande era esa fideli-

46 dad, y tan honda y constante, que debemos considerarla uno de los rumbos más porfiados de su corazón. "Morir es simplemente no haber nacido”, han dicho mu­ chos. Esto, que puede ser aceptado por un pensamiento ma­ tinal, es rechazado con escándalo por el alma. Falco — conse­ cuente siempre al alma y más discípulo de la noche que del día— se empeñó desde que Cuesta y Piccatto fallecieron (mar­ zo de 1943 aquél, febrero de 1944 éste) en una lucha obs­ tinada y patéticamente desigual: quería — creo yo, aunque tal Tez él no lo sintiera así— defender a sus amigos de esa ma­ rea de olvido que va como empujando hacia atrás a los muer­ tos, como barriéndolos hacia una nada de seres no nacidos. "Los muertos de la amistad de Líber Falco no mueren: si­ guen viviendo en ese monólogo que les dedica el poeta”, es­ cribe Rodríguez Monegal en su nota sobre la poesía de Fal­ co. En su vida de hombre, Falco fue más allá de "ese monó­ logo” que el crítico observa en el poeta: podía y hasta exigía (con gran delicadeza, claro, pero también con gran insis­ tencia) la colaboración de todos nosotros para convertir en coro al monólogo. "Piccatto siempre decía que. . . ”, comenza­ ba de pronto. "Me acuerdo de una vez — colocaba en una pau­ sa de la conversación— en que Cuesta estaba sentado ahí, en esa silla en que estás vos, y no habló en toda la tarde, pero estaba muy bien y muy contento”, y sonreía dulce y triste­ mente. El — que nunca pedía nada para él— pedía: "Tenés que escribir sobre Piccatto”, "Deberías hacer una nota sobre Cuesta”, " El 26 del mes que viene hace fecha de Piccatto; tendríamos que hacer algo”. Y era capaz de decir éstas o parecidas frases tantas veces que al final alguno decidía es­ cribir, y algún otro prometía hacerlo sólo para dejarlo con­ tento, y algún otro llegó a decirle una vez que no se pusiera cargoso. W Ahora, muerto también el más cuidadoso pastor de sus memorias, siento que Cuesta y Piccatto están — si no más muertos, porque la muerte instala toda su medida en el mis­

(!) El propio Falco redactó unas líneas sobre Piccato; firmadas con iniciales se publicaron en Marcha en fecha que ignoro.

47 mo momento en que se detiene un corazón— más como a merced de la muerte. Yo, esta noche, pienso en ellos de un modo como tal vez no pensaría si Falco viviera.. . Se sabe o se puede saber quién era el autor de Poemas del ángel amargo y del libro postumo y total Las anticipa­ ciones; ¿pero quién era Luisito Cuesta? Luis A. Cuesta es hoy, para la literatura, un nombre que está en el título de dos poemas hermosos y tristes de un poeta que lo lloró de corazón y que supo jugar el corazón en su poesía. Para el recuerdo de los cuatro o cinco amigos de aquel tiempo primero de la "barra” que vamos quedando, fue un muchacho bueno que murió absurdamente (alguien dirá que siempre se muere absurdamente, pero yo mantengo el adverbio) cuando apenas acababa de cumplir los veinti­ cinco años. Muchas veces me pidió Falco con su insistencia delicada y cíclica (y también, digámoslo entre paréntesis, con su aferramiento supersticioso al valor de rito anti-olvido de la palabra impresa) que escribiera para decir cómo era Cues­ ta. ¿Por qué no satisfacer ahora, aquí mismo, sus pedidos?

Luisito Cuesta era serio y silencioso, con una cara redon­ deada que nunca se distraía por completo del gesto de atender y pensar. Tenía una sonrisa que nacía con facilidad pero sin apuro, y que después se quedaba como haraganeando o como queriendo no irse. Yo lo conocí bien y puedo decir que vivía los días con el corazón sereno y rítmico: sabía límpidamente desdeñar y amar, y había conquistado el sabor de todas sus horas y es­ taba muy seguro de su propia sombra. Estudiante y obrero sin casa (con la casa y la familia en un pueblo quieto y blanco en cuyo cementerio lo dejamos la primera mañana de un mes de abril), habitaba aquí y allá, en pobres altillos, en modestos apartamentos compartidos, en calles suburbanas donde la gente se saluda. Resultaba evidente que se sentía dueño del tiempo y muy afirmado entre el cielo y la tierra; tenía un criollismo de criollo viejo — un criollismo anclado y tranquilo, sin nada de

48 ese culto a lo nuestro que anida con fervor en los pechos de los hijos de gringos. Sus pasiones — la música, la literatura, las noches, tal vez aquella novia que no conocimos y de la que nunca hablaba y que murió antes que él— (1) eran constantes y llevadas con recogimiento y sosiego. ¡Y cómo comprendía!; comprendía como pocos, como ca­ si nadie, y era hermosa la sonrisa con que aprobaba y her­ moso también el tono con que rectificaba como a pesar suyo. No tenía ninguna prisa, ninguna impaciencia, y creo que estaba esperándose a sí mismo en largos días de una vida re­ donda. La voz — voz de hombre que callaba horas— le nacía para formar las palabras precisas: despaciosa y algo desganada, aunque no tanto como su andar. Todo en él parecía madurado con anterioridad, trabaja­ do desde tiempo atrás por la herramienta de la meditación solitaria. Y es que tenía muchos rasgos de solitario, si bien sabía sabiamente encender el fuego y preparar el mate para los amigos/2^ Hoy lo evoco pensativo y bueno; tranquilo, silencioso y en espera; alerta y paciente y sabiendo incontables cosas de

f1) Recuerdo que fue Falco quien llevó la noticia al café; guiados por él fuimos al velorio, en un barrio apartado y de calles confusas, en una casa humilde que nos dio trabajo encontrar, que estaba como escondida en un vericueto de noche y desconsolada­ mente despierta.

(2> Solíamos llegar casi de madrugada a la casita donde vi­ vió sus últimos tiempos: "Ché, Luisito, levántate . . . traemos vino, queso, salchichón, pan . . se levantaba sonriendo, se vestía des­ pacio, se culminaba con un informe sombrerito gris y se enchan­ cletaba unas alpargatas bigotudas; "Parate, hermano — iba diciendo calmosamente— que no sé si hay yerba . . . busquen en el baúl, por las dudas . . . yo voy a traer leña”; y encendía un farol a kerosene y salía, mientras Falco — que siempre estaba un poco cansado— se sentaba en la cama o en la única silla y sonreía con una sonrisa que quien le vio no podrá olvidar sin sentirse empobrecido.

4 9 las que se aprenden por sí mismo; comprendiendo todo me­ nos la estafa que le fue su muerte, pero señor del tiempo que ■vivió y del que debió vivir. Si yo pudiera creer que Falco me está leyendo por en­ cima del hom bro.. .

En Tiempo y tiempo hay dos poemas a Piccatto y dos poemas llamados Pensando en Luis A. Cuesta. El primer poe­ ma A Pedro Piccatto estaba en Días y noches, libro de 1946, posterior en más de dos años a la muerte de Piccatto; pero este poema fue escrito por Falco en vida de su amigo, posi­ blemente en 1943.

A PEDRO PICCATTO

Te veo un ángel, de hueso, piel y carne florecido, ojos de lince y aldabón de sienes golpeando en las puertas del olvido.

Y más lejos te veo, en una tarde azul y proletaria, de blusa azul con tus ojos ya claramente azules, hablando con muchachas de blusa azul, y azul de fondo el cielo. Luego te vas por una calle solo, y en la cuarta, quinta o sexta puerta preguntas por un niño que no nació, y nacerá mañana.

Ese niño eres tú. Y te vas alegre. Porque mañana es Mañana, y detrás de las puertas definitivamente, contestan camaradas.

5 0 Pasan más o menos doce años; Piccatto lleva más de once de muerto, y Falco, en el invierno de 1955, en los últimos meses de su vida, en la culminación del "crecimiento impla­ cable de la soledad hacia la muerte” que observó Rodríguez Monegal, cuando sabía y decía

...... m e muero entre sombras, silencios, entre penas y miedos.

escribe:

A PICCATTO

Vienes a mí, ya de regreso con un ala latiéndote al costado. Oscuro de silencios, la boca manándote negruras. Vienes a mí, me tocas y juntos nos vamos a caminar la Tierra.

Pero, ¿por qué no hablas? ¿Es preciso acaso, que no hablen los muertos? Dime qué cosas callas. Qué es, lo que calla tu silencio.

¿Por qué tú, mi amigo, como los muertos todos ( callas! Tan alegre y rotundo. Tan amargo y rotundo. Tanta luz en tus ojos! Y todo se ha acabado.

Es muy triste estar solo y pensar que te has { muerto.

Al cabo de doce años ya no hay tarde azul y proletaria, ni muchachas de blusa azul, ni Mañana con mayúscula, ni ca­ maradas; hay silencio, oscuridad y muerte. Falco — el enfer­ mo, el muriente Falco, el autor por aquellos días de Visita,

51 de Final radiografía,(1> de ese implorante poema no titula­ do que individualizamos como el Poema a Sócrates— se vuelve hacia su amigo muerto (aunque crea o diga en el primer verso que es Piccatto, quien va a él), y ambos parten juntos, caminando, desentendidos u olvidados de los vivos. . . En vida de Piccatto, Falco había visto "un ángel” al hom­ bre a quien tantos veían no exento de algo diabólico; ahora lo ve con un ala — una sola; y desgarrada o quebrada, uno imagina— latiéndole al costado. Y sobre todo, y sobrecogedo- ramente, lo ve del exacto mismo modo como ve a la muer­ te en Visita: con "la boca manándole negruras”. Si esto es sobrecogedor, más lo son las preguntas ¿por qué no hablas? ¿Es preciso acaso que no hablen los muer­ tos?, que son las de un hombre asomado, doblado, sobre el misterio de la muerte, porque sabe que la suya, aquella extraña compañía, se impacienta en su cuerpo claudicante. Y más lo es todavía ¿Por qué tú, mi amigo, como los muer­ tos todos callas?, patética invocación de la amistad contra el silencio que separa a los vivos de los muertos y cargada de un reproche evidente, directo, cuya entidad se multiplica si recordamos que si hubo alguien hecho para reprochar nada a nadie ése fue Falco. El primer poema a Cuesta estaba también en Días y noches. O sea que pese a que Falco escriba esa risa de seis años de muerto, hay que datarlo en los dos o tres años si­ guientes a la muerte de Luisito.(3)

PENSANDO EN LUIS A. CUESTA

Es muy triste estar solo, oír cómo se queja obstinadamente el viento y remontar los tiempos.

I1) Afirman quienes ordenaron su obra que este breve poema es lo último que escribió Falco; lo transcribo más adelante. ,2> También será transcripto más adelante. Repitamos que Días y noches es del 46 y que Cuesta murió en el 43.

52 Pero no puedo, solo, yo, no puedo. Venid vosotros, Luis, Alberto, Mario, venid a detener los días, y entre los días, sólo aquella tarde. Porque ya no olvido, ni he de olvidar tampoco, la tarde en que por una calle apareciste. Venías como siempre, amigo, pero ya no la olvido. Era pobre tu casa. Era tu calle, pobre. Pero allí, y entonces, era más cielo el cielo. Y sin embargo, ahora, ¿para quién esa risa de seis años de muerto? Esa novia y la calle gimiendo a tu cintura. Todo pasa en la vida. Pasó tu inmerecida muerte. Pasaron días y pasaron noches. T odo pasa. Mas yo quisiera verte de nuevo, aunque murieras.

Alrededor de diez años más tarde, Falco es un hombre que ha pasado largamente los cuarenta, que ha madurado co­ mo poeta, que ha vivido días y noches en un diálogo valeroso y cada vez más hondo con su modo de estar y ser en la vida que se va, que se siente, por lo menos para la intimidad de la poesía, gastado por el tiempo que se le fue gastando. W

(!) La vida es lo poco y lo mucho que tenemos; / la m oneda del pobre, compañeros . . . / Adiós, adiós, adiós, os saluda un her­ mano / que gastó su moneda en un tiempo ya pasado escribirá pos­ teriormente en un muy hermoso poema llamado Despedida. Verlo en Poemas.

53 ( " . . .el poeta ha descubierto — dice Rodríguez Monegal— que no está hecho de carne y sangre y huesos y amistad y amor, sino de tiempo.”) (2) Ya ha sufrido el primer embate de la enfermedad destinada a matarlo. Vuelve entonces al amigo muerto y le interroga en un tono un poco conminato­ rio, le dirige las mismas preguntas que un año o dos después repetirá, con más dureza y reproche, en el segundo poema a Piccatto.

PENSANDO EN LUIS A. CUESTA

Dime si sabes para qué se muere, amigo, dímelo. Yo he masticado dientes mucho tiempo. Con rabia, con dolor buscaba algo de mí, y hoy supe que es un muerto, y que me está matando. ¿Pero por qué no hablas? Si tú desde la muerte, me quitas la esperanza con que recubro mi alma, mi miedo y mi nada, qué quedará de mí para llorarte? Quiero estar solo, solo viéndote con mi cara junto a esta mesa. Sin Dios, sin sitio desde donde llorarte, y llorándome yo mismo, junto a esta mesa. Ver tu cara golpear contra la lluvia y cómo del paisaje, desvías la mirada.

<2> Repárese en que Tiempo y tiempo, título determinado por Falco para reunir toda su obra, es una repetición con fórmula más "metafísica” del anterior: Días y noches. Los títulos ejempli­ fican muy bien el "curriculum vitae" de su poesía.

54 Cierta noche de invierno estaba yo en una casa situada en medio del campo; estaba solo en el caserón de varias pie­ zas, acostado, bien tapado con mantas y poncho, leyendo a la luz de una vela. Era, más o menos, medianoche. Sonó de pronto el teléfono y sólo podía sonar por una noticia luctuosa. En aquella casa antigua y elemental donde ya no vivo, el teléfono estaba colocado al fondo de un pasillo que da al campo. Vela en mano y sin ponerme ninguna ropa sobre las brevísimas que tenía, me precipité al patio. El viento de la noche (o el de mi carrera) me apagó la vela. Seguí corrien­ do hacia los timbrazos del aparato invisible. — Hola. Holaaa. — Larga distancia llama; un momentito, señor. Mis padres, mi novia, mi hermano, la mayoría de mis grandes amigos, todos estaban a larga distancia. — Holaa. — Un momentito, señor, por favor. Las baldosas heladas me quemaban los pies descalzos. Temblaba de frío y de nervios. — Holaaa. —Un momento, señor. . . Hable. — ¿Quién habla? — Adiós, Marioo Arreeeguiiii... — ¿Quién habla? — Adiós, Maarioo Arreeeguiiii.. . Terminé de reconocer la voz de Falco. — ¿Qué pasa, viejo? — Adiós, Maa. . . Lo interrumpió (lo desplazó) el tartamudeo inconfun­ dible de Larriera: — Ché, va-vasco: vos estás fre-fre-fresco, ¿verdá? —:sí. — Nosotros, no; y te te-te-tenemos una la-lástima ba-ba- bárbara. — Adiós, Maaariooo Arreeeguiiii. . . — seguía llegando desde muy lejos la voz de Falco. No sé si les dije algo más antes de colgar el tubo y

55 correr para buscar a tientas la cama y los fósforos, riéndo­ me y puteándolos.

Ahora que Falco está muerto, el recuerdo de su voz lle­ gando a mi desde un lugar lejano, saludándome y estirando mi nombre en la gran noche glacial, me vuelve acompañado de un modo que casi llamaría extraño por una emoción es- pecialísima. Nada concreto voy a agregar sobre esta emoción y su modo — porque no podría, en primer lugar, y porque ademas no estoy escribiendo para prontuariar mis emocio- nes— ; pero quiero decir que aquel recuerdo integra — junto con otros, no muchos, que se refieren a mis padres ya muer­ tos, a los pasos vacilantes de mis hijos chicos, a ciertas caras de G. en tardes en la costa montevideana en que el amor no nos cabía en el paisaje.. .— el montoncito de recuerdos por los cuales mi alma pide: ruega a mi memoria que los guar­ de intactos, que los mantenga preservados del desgaste de los años.

sfc sfc ^

Conté " uno de borrachos” y contaré, como por inercia, dos cuentos más que son del mismo género y que no pen­ saba contar.

El primero ocurrió una madrugada en la esquina de una plazoleta céntrica. Falco, Lr.rriera y yo esperábamos allí un ómnibus para Falco. Los tres estábamos bastante borrachos. Era aquélla — o lo es ahora en mi recuerdo— una ma­ drugada tormentosa y triste, y sin duda el amanecer nos ron­ daba como olfateándonos. Hablábamos tal vez sólo por ha­ blar, quién sabe de qué cosas. Lo más probable es que Falco estuviera un poco enfermo por el alcohol y a la vez quebrantado por la hora y por el hecho de tener que tomar sin nosotros un ómnibus que no tardaría en pasar; quizá se sentía con sentir punzante sólo un "interrogante signo sin frase”, como dice en un verso que

56 más que verso es una fórmula y que está en un poema de Cometas sobre los muros. En cierto momento vimos avanzar hacia nosotros a una viejita: chica y arropada, se nos acercaba con pasos seguros a la luz de los muchos focos de la plazoleta. Falco quedó mi­ rándola. Aquella viejita tan rara y a la vez tan común (que pa­ recía tan terminadita en sí misma, que parecía recortarse tan netamente en la noche universal, que parecía saber muy bien quién era, que parecía tener un rumbo fijo y un quehacer preciso en aquella hora desfondada) despertó en él un de­ seo de lo más insólito. Y cuando ella pasó a nuestro lado, la señaló con ambas manos tendidas con las palmas hacia arriba y dijo: — Yo quiero ser esa viejita. La viejita se desvió un poco, apartándose, y apresuró sus pasos cortos y ya desde antes apresurados. — Calíate, animal; la asustaste — le dije. Larriera (cuyas palabras escribiré en adelante sin orto­ grafía tartamuda) lo tomó de un brazo. — Yo quiero ser esa viejita — repitió Falco. — ¡Pero viejo!. . . — exclamó Larriera. La viejita cruzó la calle y siguió alejándose por la más oscura vereda de enfrente. — Yo quiero ser esa viejita — dijo Falco por tercera y última vez, ya con menos énfasis, ya renunciando al deseo del avatar. Larriera, sin soltarlo, se volvió hacia mí: — ¡Qué cosa, vasco! ¡Qué cosa! ¡Pero fíjate! ¡Qué co­ sa! Se mama y le da por ser una vieja. ¡Qué cosa! Fíjate v o s.. . Estaba desolado.

El segundo cuento ocurrió otra noche en uno de los tan­ tos bares que había y hay en las esquinas montevideanas. Entramos a él Falco, Larriera, Marito Rodríguez Gil y yo. Todos habíamos levantado algo en otros bares, pero el único realmente pasado era Larriera. Yo descubrí en una mesa a y Manuel Flo-

57 res Mora, y me senté a charlar un rato con ellos. Falco, Larriera y Marito, se arrimaron al mostrador; el mozo que los sirvió miró a Larriera y dijo: — Usté es de San José ¿no? — Sí — dijo Larriera, que efectivamente nació en la lla­ mada ciudad maragata. — Yo también — dijo el mozo. — ¡Qué alegría! ¿Y cómo te llamás? Capaz que sos Sosa. — No; soy Pérez. — ¡Pérez! ¡Qué alegría! ¡Qué bien que te llamés Pérez! Choca. Ambos se dieron la mano por encima del mostrador. El mozo, un muchachón, se mostraba muy amistoso y regocijado. — No hay Pérez más Pérez que vos. Yo me llamo Larrie­ ra pero a lo mejor somos parientes. Chocá. Nuevo apretón de manos. — Yo también soy de San José — dijo, diciendo la pura verdad, Marito Rodríguez. El mozo se apresuró a estrecharle la mano. — Brindemos por San José — propuso Marito, y los tres vasos quedaron vacíos. — Serví tres cañas más, querido Pérez — dijo Larriera— ¡Qué Pérez éste! ¡Qué pueblo el nuestro, hermano! Sos un coloso, ché Pérez. . . La cosa siguió más o menos así, en un entrevero cuya re­ construcción supera ampliamente mis trucos de narrador. A cada vuelta de cañas, Larriera arrojaba nuevas frases a la ho­ guera de la fraternidad maragata. Marito lo secundaba y reía a carcajadas. El mozo atendía como de mala gana a los otros clientes. Maggi, Maneco y yo nos divertíamos desde nuestra mesa cercana. Falco bebía sus cañas y sonreía con beneplácito. Pero no era quién para permanecer al margen de una fraternidad cual­ quiera; y, poeta, se tomó la Ucencia poética de correr noventa y tantos kilómetros el lugar de su nacimiento: — ¡Yo también soy de San José! — exclamó como si re­ cordara de golpe. El mozo estiró los brazos para palmearlo y Larriera y Marito lo abrazaron.

58 — ¡Claro que sí! — decía Larriera, contentísimo y con­ vencido— . ¡Claro que éste también es! ¡Qué pueblo el nues­ tro, ché viejo! — ¡Bravo, viejo! — festejaba Marito— . ¡Yo sabía que vos ibas a terminar en maragato! — ¡Qué pueblo San José! — comenzó también Falco. Y la cosa, entonces, del entrevero pasó al caos...... Apoyado en el mostrador, muy cerca de mis amigos, tomando vino, visiblemente borracho, un hombre de cierta edad venía presenciando todo. Era alto y fornido; tenía aspec­ to de obrero. Sonreía con interés creciente, con sonrisas cada vez más colaboracionistas. A aquella altura de los hechos era evidente que sólo le hacía falta un empujoncito para de­ cidirlo a participar de verdad. La intervención de Falco, del catalizador de fraternidades que era Falco, pareció constituir para él ese empujoncito último. Y , así como el poeta acaba­ ba de saltar noventa y tantos kilómetros, el obrero saltó nada menos que la mitad del Mediterráneo y el Atlántico entero: abrazó a Falco y palmeó a Marito de un modo que lo dobló y se tambaleó como para caerse y se abrazó de Larriera y mandó servir una vuelta para todos y estrechó la mano del mozo y volvió a abrazar a Falco y levantó bien alto su vaso de vino.. . . todo esto repitiendo con innegable sinceridad algo semejante a: — ¡lo tambene sono de San José!

* * *

Un tema oscuro, delicado, espinoso, es el de la contro­ vertida conversión de Falco a la religión católica. Debo abor­ darlo y lo abordaré, pese a que no se me oculta que las re­ laciones de un hombre con su Dios tienen aspectos de proble­ ma estrictamente íntimo. Comienzo por declarar que no quie­ ro aquí discutir sino decir lo poco que sé y lo poco que me atrevo a conjeturar. Para algunos — y quizá en cierto plano para el propio Falco— esa conversión se consumó; y para otros — entre

59 quienes me siento llevado a alistarme— fue sólo una voluntad de creer con que un enfermo acorralado, cuya mano sin duda temblorosa había empezado por escribir:

Con rabia, con dolor buscaba algo de mí, y boy supe que es un muerto, y que me está matando, golpeó puertas que no se abrieron — vale decir, una perse­ cución frustrada de algo que contestara con otra cosa que mutismo a los pedidos:

Dime si sabes para qué se muere, amigo, dímelo.

Dime qué cosas callas. Qué es, lo que calla tu silencio. ante los cuales sus amigos Cuesta y Piccatto habían callado y seguían callando. (Callando

...... como los muertos todos y continuando más muertos que amigos aún en el mundo mágico que Falco y su poesía parecen haber visitado en vilo de la muerte próxima; callando de un modo tal que él llegó a sentir una defección, si bien la piedad — una piedad triste y viril y que lo involucra— aparece en seguida en ambos poemas, como para borrar los reproches y acercarlo de nuevo a sus muertos.) Ahora sabemos, porque su poesía nos lo revela, que Fal­ co se engañaba mucho menos de lo que todos suponíamos sobre la índole de su enfermedad; y que, como dice Martí­ nez Moreno, tenía la increíble, la sobrehumana delicadeza de engañarnos.. . el pudor de no decirnos, el don heroico de despistarnos acerca de su certidumbre . No ignoraba que se .mona, y se moría solo, redactando solitarios versos de mu- riente, interrogando muertos herméticos, manteniendo con los

60 vivientes un juego tan lleno de convenciones y de embustes lícitos como un juego de naipes, llamando en silencio y escu­ chando silencios en la noche que compara a un mar:

Cuando desciendo o subo y sueño que me muero, es que me muero, y muero olvidado, descendido, solo. Oh! lámpara apenas en la noche, apenas, entre sueño y sábana; sin sueño. La noche es como un mar entonces donde me pierdo y llamo y nado como un náufrago.

¿Podría morirse así? Alguna vez había escrito en un poema llamado Evocación. M

.. .porque es bueno al fin, y necesario estar asido a algo o a alguien

¿Podía tener ahora, en el hondón del naufragio, el supremo coraje o la limitación extrema de no intentar asirse? G., que lo conoció bien y que sabe más que yo de estas cosas y que intuye mucho más que yo de almas, me dice su opinión de que en él una sed final de Dios era previsible. Creo compar­ tir esta opinión, y sospecho que esa sed se orquesta con na­ turalidad en el sentimiento de Palco que seguramente tene­ mos en común quienes fuimos sus amigos. El sentimento que sus prójimos tienen de un hombre sin­ cero es siempre un eco del que ese hombre tiene de si mismo; éste procede a su vez del ánimo biográfico con que él vive sus días y del estilo con que va como polemizando en voz baja con su muerte. Este postulado no muy claro, tal vez abusivamente general, se torna por lo menos penumbroso en

(!) Lo transcribo más adelante.

61 su aplicación al caso concreto de Falco, un ser de compleja vida interior, un raro "desasido hijo del aire” que sin duda se sintió muchas veces sólo un "interrogante signo sin frase”, un poeta que no inventaba nada para escribir y que escribió:

algo quiero olvidar que no conozco todavía.

Y que se dijo:

Y lo que un hombre busca olvidar amando, ni los demás lo saben, ni apenas tú lo sabes.

Pero ahí está la poesía para puntuar con algunas luces las penumbras.

En plena vida (quiero decir, nomás: en tiempos de su cuerpo no enfermo), el poeta pregunta de la vida:

¿Qué me dio Dios para gastar qué?, que no entiendo.

Y dice que va a morir

Ya olvidado de todos y de mí mismo, que apenas me conociera un día, pero, para vivir (Para vivir se llama el poema que estoy re­ cordando) quiere abrazarnos

y siquiera no más, hablar de cómo cambia el cielo.

Años después, ya en el campo de la muerte, tiene nece­ sariamente que preguntar de la muerte, que inquirir sobre ella, y a la vez abrazar algo para morir o no morir. ¿A quién preguntar? Con los vivos — demasiado vivos; como no naci­ dos aun a la verdadera sabiduría— no se puede contar para ese tema, y menos cuando se ha escrito:

62 Pero mi corazón goteó su último aceite y parpadea ya, para morir. Y aún no sé si acaso desde el miedo y la nada, os llamo amigos para vestir fantasmas.

Los que pueden saber de la muerte son los que están en ella, y él posee allí dos grandes amigos. Se vuelve hacia Cues­ ta y Piccatto, cuyas memorias cuidó siempre con una devo­ ción sorprendente — una devoción tan entrañable que ahora, que su problemática conversión indagamos, hasta podemos imaginarla un balbuceo del dogma de la comunión de los Santos, esa frondosa, fraterna, activa comunidad de muertos y vivos, ese sueño maravilloso que deslumbra entre otros dog­ mas de pesadilla— ; se vuelve hacia ellos, sombras tal vez por momentos menos sombras que los amigos y familiares que lo rodean, y les pregunta — con una necromancia poética don­ de no deja de alentar cierta esperanza de raíz mágica— "para qué se muere”. Pero no hay excepciones; pese a la argumen­ tación:

Si tú desde la muerte, me quitas la esperanza con que recubro mi alma, mi miedo y mi nada, que quedará de mí para llorarte? pese al casi grito:

¿Por qué tu, mi amigo, como los muertos todos { callas?

sus amigos no desacatan los estatutos de los muertos. .. Sólo

63 le queda, para vivir muriendo, su dolor — al que no elude, del que no quiere ser absuelto— :

Oh! dolor, éste mío, Pero dejádmelo que de mí él se nutre y yo de él, vivo.

Y lo que tuvo siempre: su trasegarse en poesía vertida en soledad. Y, para morir y no morir, los repetidos, aplicados ademanes de abrazar una religión que contesta la pregunta prometiendo la continuación de los diálogos, que dice, por ejemplo: un hombre humilde y poeta, nacido y muerto en Montevideo, podrá seguir hablando siquiera no más. . . de cómo cambia el cielo.

Falco no fue un ajeno a la idea de Dios ni un desenten­ dido de ella; fue un hombre con miedo a esa idea y a la vez sin Dios (expresión que se repite en Extraña compañía y en el segundo poema a Cuesta), o sea dolido por la ausencia o el rem otismo de Dios. Fue ambas cosas — que a lo mejor en él fueron una sola— durante muy largos años, hasta el año en que se enfermó; y fue la última, creo yo, de un modo re­ signado y tristón que no lo conturbaba demasiado (soy un hombre resignado a muchas cosas, escribe como jugando pero diciendo algo muy verdadero en una lindísima carta a Denis M olina).«1) A todo el tiempo de estos largos años — casi su vida entera— alude en dos versos de Extraña compañía adje­ tivándolo triste pero también dulce, dubitando el velar de Dios con un acaso y retirándolo con un desde muy lejos:

Oh triste, oh dulce tiempo cuando acaso velaba Dios desde muy lejos.

(1) Copio esta carta al final de Poemas.

64 Y paralelamente tuvo, sin cuestionarlas y sin esperar nada terreno ni ultraterreno a cambio de ellas, formas superiores de sensibilidades y virtudes que el posible Dios parece, muy a menudo, conceder con mayor largueza a quienes apenas se atreven a soñarlo que a quienes creen haberlo encontrado. Pero cuando la muerte dejó de ser para él la amenaza abstracta y en hora incierta y un poco para otros que lleva­ mos los sanos, cuando supo:

. . . hoy supe que es un muerto, y que me está matando,

cuando pudo (debió) escribir tres veces en un mismo poema (Despedida): se acerca el invierno que esperó tantos años,

cuando, en fin, la muerte se le mostró cercana y se le hizo un vértigo propio, se lanzó a la búsqueda de Dios y practico conjuros para acercarlo o para acercarse a El. Ahora bien, ¿en qué medida consiguió realizar a Dios en el dios de una religión positiva? Confieso no saberlo.

Vayamos, para averiguar algo, a su poesía. La poesía de Falco — he dicho esto de varias maneras diferentes y lo re­ pito de otra manera más— no es su proyección ni su som­ bra ni su doppelgánger: es Falco. Por eso, un poema, un verso solamente, puede ser tan o más verdadero que un acto, o que una serie de actos. Escribió en sus últimos meses:

Sólo tu am or Señor, por mi mismo amor deseado sólo tu amor Jesús puede ayudarme. Caí Señor golpeado. Por mi misma ignorancia de ti golpeado.

r>5 Pero escribió también, por los mismos días, este otro pequeño poema, del que yo me arriesgaría a decir — cautelosa­ mente, y Schopenhauer mediante— que es inescribible para un creyente de una religión que postula la inmortalidad per­ sonal, que escamotea la muerte al hacer de ella sólo parodia o simulacro:

FINAL

Nadie te esperaba, nadie. Tampoco ahora nadie te esperará. Detrás de la última puerta tú solo, y nada y nadie.

' r Y sobre todo escribió, también por los mismos días, el poema que hemos dado en llamar el poema a Sócrates:

: Oh! sabio Sócrates. Si como tú esperar pudiera la muerte que me espera.

Si como tú tuviera yo un inmortal mensaje; una luz con que alumbrarnos todos, quizás no me muriera así como me muero entre sombras, silencios, entre penas y miedos.

Oh! luz, oh! espíritu que habitas las tinieblas alúmbrame este cuerpo mortal. Dame tu fuerza oh! Dios. Dame oh! Sócrates, tu razón suprema.

Y cerró su vida de poeta y tal vez su vida a secas es­ cribiendo fifi FINAL — RADIOGRAFIA

Muerto he de verme caminar detrás mío, pulsándome los pasos que no he dado. Muerto ya y con olvidada boca llamándome yo mismo —triste humor de la Tierra— y persiguiéndome.

Con esta transcripción cierro yo a mi vez este difícil ca­ pítulo, dejando que el lector saque por su cuenta la conclu­ sión que quiera o pueda.

* * *

En el capítulo precedente cité el nombre y copié dos versos de un poema llamado

EVOCACION

Es triste por una calle, a solas, es muy triste pensarte lejos y que en verdad estés lejos. Si pudiera, si pudiese si hubiera podido en la vida encontrarle un sentido a las cosas, y estar tranquilo y ser humilde y pobre y bueno porque alguien allá arriba me lo pide y porque es bueno, al fin, y necesario, estar asido a algo o a alguien que cómo tú acaso nos comprende.

67 Este poema está en Tiempo y tiempo en la sección Poemas inéditos antiguos, donde los editores agruparon pie­ zas que Falco, muy probablemente, no había considerado del todo logradas, y que ellos reconstruyeron sobre originales que califican de "a veces muy confusos”. Ignoro el grado de con­ fusión del original correspondiente. Se trata de un poema no muy importante pero sí muy apropiado para estribar en él y partir hacia ciertas conside­ raciones generales que, a esta altura de mi trabajo, me veo en el deber de aventurar. Como esas consideraciones querrán ser ai mismo tiempo una prolongación y una especie de resumen de algunas ideas que he venido manejando, más de una vez voy a citarme y más de una vez voy a repetirme sin demasia­ dos escrúpulos. Dice Falco:

si hubiera podido en la vida encontrarle un sentido a las cosas.

Y dice bien: apenas o raramente o nunca le encontró un sentido a las cosas y siempre o casi siempre estuvo pregun­ tando por sí mismo, interrogando de la vida y de la muerte. Tal vez nunca se sintió, a propósito de ese sinsentido último o primero, "un agonista del sentimiento trágico de la vida”, ni un peregrino de absolutos vanos”, ni "un extranjerizado por el absurdo , ni una pasión inútil”. . . u otros sentires semejantes que también podrían ser dichos con fórmulas más o menos copiadas de fórmulas ya clásicas; lo que sin duda muchas veces se sintió, dicho sea repitiendo una vez más una fórmula suya, fue un interrogante signo sin frase: un signo tan perdido y solo, tan 'desasido” y como en el aire, tan de­ rrotado y resignado, que ni frase previa y quizá ni verdadero yo preguntador tema. Con este sabor de sí mismo, con esta interrogación callada detras del cansancio de sus ojos celes­ tes, anduvo calles y se gano la vida, escribió su poesía, no de­ soyó los llamados de la solidaridad social, fue un buen hijo para sus padres, hizo amigos que no lo olvidan, vivió años de sosegado cariño con su mujer que fue su compañera.

68 Continúa diciendo el poema:

y estar tranquilo y ser humilde y pobre y bueno porque alguien allá arriba me lo pide.

Falco no estuvo tranquilo; fue humilde, pobre, bueno. Y fue lo que nombran estas tres palabras, y muchas otras de la mis­ ma raza, sin que nadie se lo pidiera desde arriba ("Tuvo __escribí en el capítulo anterior— formas superiores de sensibilidades y virtudes que el posible Dios parece, muy a menudo, conceder con mayor largueza a quienes apenas se atreven a soñarlo que a quienes creen haberlo encontrado”) ¿Debió o quiso ser así? Se dice que el hombre es lo que in­ cesantemente se hace y que se hace eligiendo; pero hay mo­ dos de estar en el mundo, de sentirse en vida, de tender como una red el alma, de detectar al p ró jim o ... que aparente­ mente preceden a la más inicial instancia de elección. Sea como fuere, lo cierto es que Falco tuvo las condiciones que lo singularizaron muy naturalmente y "sin cuestionarlas y sin esperar nada terreno ni ultraterreno a cambio de ellas”, como también escribí. Y, sobre todo, no a p ed id o .111 Ademas, era en él inimaginable el matiz de histrionismo que, aun cuando el destinatario sea un clarividente alguien de alia arriba, hay siempre en lo que acepta como razón de ser la satisfacción de un pedido.. . "No estuvo tranquilo”, afirmé al comienzo de este parágrafo. Para estar tranquilo es necesario haberle en­ contrado un sentido a las cosas y haber llegado por lo menos a un semi-acuerdo con la muerte. Nada de eso se le dio: vivió, repito, con el sinsentido y la pregunta como sabor de si mismo, y mantuvo con la muerte, agrego, un largo diálogo (l)

(l) Cualquier condición a pedido implica menoscabo del alma en libertad que debe sostenerla y lleva en si una frontera, un limite que nace de la inevitable limitación de todo pedido que se concreta. Creo yo que en Falco no hubo limitaciones de este tipo, que po­ dríamos llamar de deber cumplido, y creo asimismo que dispuso, muchas veces sobrellevándola, de toda la libertad interior que pudo tener.

69 que alguna vez pudo cambiar de tono pero que nunca alum­ bró nada comparable a un acuerdo. Hablé en el capítulo anterior de "el estilo con que un hombre va como polemizando en voz baja con su muerte"; acabo de hablar del largo diálogo sin salida que Falco man­ tuvo con la suya. Este diálogo en voz baja, que no fue polé­ mico porque Falco era incapaz de polemizar, sobrevive al poe­ ta muerto: permanece traducido a voz alta por la más testi­ monial de las poesías. Y tal vez sea por aquí, du coté de la mort, que deba buscarse la explicación de por qué esta poesía conmueve de mas en mas a medida que el sentimiento de Falco se va levantando de ella. Es externamente pobre y po­ dría ser más pobre aún y hasta carecer de todo valor formal de los llamados poéticos. No importaría — o importaría en un terreno de estimativa literaria, no separable pero sí dife­ renciadle del que estamos ahora— : seguiría siendo, y siéndo­ lo poéticamente, la historia de un hombre de alma desampa­ rada enfrentado al hecho de que hay una muerte esperando por él, en hora incierta, primero, y en hora no fija pero cer­ cana, después. "Muerte cierta en hora incierta”, reza una sentencia que es usual escribir en latín. Pensemos un momento esta certeza y esta incertidumbre. Ellas nos rigen, si bien no en el fondo de todos se entredevoran y se ayuntan de la misma manera. Pero yo diría que lo común, lo de todos, es bendecir oscura­ mente la incertidumbre: imagino que no es lo mismo saber que uno deberá morirse un día cualquiera que saber que se morirá un día con nombre y número, por lejos que él esté colocado en el tiempo. La muerte, seguiría diciendo, hace o mantiene vivas las almas porque confiere a los hombres fra­ gilidad de seres precarios, de efímeros prodigios; el emboza- miento del día en que vendrá agrega la necesaria libertad de ejercicio, es la licencia otorgada a los aparecidos para asumir el papel de hombres. Mirado con un modo de mirar derivado de estas dudosas pragmáticas, Falco se muestra un ejemplo, casi una cifra. Son evidentes en su poesía la fragilidad, los estremecimientos y los reclamos del hombre que hondamente se siente precario y que

70 no sabe o no puede (que tal vez no quiere en última y secreta instancia, por instinto de sus deberes para consigo mismo) velar u olvidar la extraña compañía de la muerte en hora incierta; y no menos evidente es también la falta de licen­ cia" o de "libertad de ejercicio’’ provocada luego por el de sembozamiento — la desembozada cercanía de la hora final. No voy a repetir ideas que de una u otra manera he in­ tentado exponer ni a citar una vez más versos ya citados. Sim­ plemente, tomo Tiempo y tiempo y paso sus páginas. Y voy encontrando Extraña compañía, Despedida, La Moneda, (1) R e­ greso, Visita, Para vivir, Volver 11, Destino, los poemas de la última época a Cuesta y Piccatto, los poemas de los últimos meses. . . Todos ellos dicen muy bien, como sólo la poesía alcanza a decir ciertas cosas, lo que mi prosa se limita a indicar. Pido a mi lector que los relea. Tuvo Falco una conciencia fiel, biográfica, implacable, del yo-que-muere; que muere en el tiempo; en el tiempo del que dijo "el tiempo es triste”. Sus conocimientos filosóficos eran inexistentes; segura­ mente no sabía nada de las incontables paginas que se han escrito sobre el tiempo, y quizás muchas de ellas le hubieran parecido laboriosos desvarios, aun formas monstruosas de la frivolidad. Su sabiduría le decía que el tiempo y el transcurso del tiempo son una misma cosa. Para él, el tiempo es lo que es para todos, antes o después de filosofar: desgaste de la vida y devanar de la muerte (ver, especialmente, Despedida). Este tiempo mata y muere: en él se nos gasta — o gas­ tamos jugando a vivir— nuestra única moneda, que es la vida, y a su vez muere con la muerte de las cosas que en el viven. Y al morir nos despoja de nuestro pasado y nos afantasma, porque socava lo que somos al quitarnos lo que fuimos (ver Lo que fue y el pequeño poema Esta calle vieja que copio en la página 3 6). Es este tiempo, entonces, esencialmente triste: es triste

(l) Este hermoso poema, que por primera vez cito, va tam- bién en Poemas.

71 no sólo porque nos mata sino también, y quizá fundamental­ mente, por cómo lo hace, por cómo nos va entregando, ven­ diendo a la muerte. Y así en Falco el yo-que-muere en el tiempo (que a ve­ ces por momentos tal vez no haya sido nada más que un lu- 4gar-que-muere, habitado por restos de un yo náufrago y vagas ¡preguntas) muere tristemente, con la gran tristeza con que él posó los ojos sobre el mundo y tendió las manos hacia las pocas cosas que quiso asir, con la tristeza de fondo de la que partió siempre para llegar a todo, incluso al amor, la fraternidad, la alegría. . . con una tristeza a la vez biológica y de profunda dimensión metafísica. Por la delicada textura de su alma, por su nunca media­ tizada sinceridad humana y poética, por el modo indefendi­ do con que vivió, por sus largos días y sus interminables no­ ches de enfermo, Falco hizo una experiencia de la muerte que podemos llamar, no sin crueldad, generosa. Cobardemente y a expensas de él, nos es dado hacer hoy en su poesía una ex­ periencia paralela: es hipócrita y delegada y, por tanto, su­ mamente débil, pero de todos modos mucho nos ahonda. De­ bemos nuestro agradecimiento al pobre poeta.

* * *

Arturo Sergio Visca escribió que los poemas de Falco parecen distintos momentos de un solo gran poema que ex­ presa su vida entera. Rodríguez Monegal escribió a su vez "'produjo un solo libro que empezó llamándose Cometas so­ bre los muros para encontrar mejor cifra en Equis andacalles, madurar en Días y noches y lograr su integración total en Tiempo y tiempo”; y en seguida, después de citar a Visca, agregó: "Un solo libro que es como un solo poema: para­ lelo a la experiencia humana y poética del ser que se llamó Líber Falco y que lo sobrevive, testimoniándolo”. Martínez Moreno escribió también "el único poema que es toda la poesía enjuta, despojada y recurrente de Falco”. Quien lea Tiempo y tiempo con el necesario amor apro­ bará este dictamen. Y lo comprobará duramente en la difi-

7 2 cuitad si examina luego el libro con ánimo de antólogo: es difícil recortar sólo algunos de ese casi un centenar de apa­ rentes poemas, porque costaría resignarse a dejar a un lado los otros. Todos forman un cuerpo vivo, y cuanto más se los lee más se pulsa la sangre secreta que los recorre y más se siente la amputación que significaría prescindir de un nú­ mero equis de ellos, por bien elegidos que estén entre los que a primera vista pueden parecer los menos imprescindi­ bles.(1) D ije en una página del comienzo que la poesía de Falco "más que creación es testimonio — austero, desnudo y por momentos semiconfidencial testimonio del hombre asom­ broso que fue”. De este hecho proviene la imposibilidad de seleccionar sin dolor en su obra: es relativamente fácil apar­ tar en un grupo de cosas creadas, aunque todas sean excelen­ tes; es casi impracticable la tarea de tomar y dejar testimo­ nios de un alma cuya singularidad nos fascina y conmueve, aunque algunos tengan con evidencia mayor hondura y ca­ libre que otros. Pero existe una cumbre de contornos nítidos en ese en­ trecortado poema de casi cien poemas. Me refiero a Ultima cita, pieza que se yergue de un modo especial. No quiero de­ cir que sobrepase muy largamente a las demás, ni que esté al margen del conjunto y menos que disienta de él. Se in­ tegra como creando y cumpliendo simultáneamente su fun­ ción a aquel cuerpo vivo de que hablaba, y a la vez se mues­ tra un poema terminado en sí mismo y montado en una onda lírica propia. O sea que además de ser lo que es junto a los otros, de ser voz ancha en el coro, tiene una suerte de caminar autónomo en el cielo de la poesía. Como todo lo que nos dejó Falco, es auténtico de Falco (trafica, por decirlo así, con las dominantes de su alma y fue motivado por un episodio de su vida), pero asimismo es el que más puede ser d e todos.

(!) Me inclino a creer, sin embargo, que hay en el libro una parte de dudosa importancia y tal vez prescindible: la llamada Artigas. Diría que es un esfuerzo de Falco en una dirección que no le correspondía profundamente.

73 ULTIMA CITA

Ya por el aire navega tu memoria y todo viene a mí como fue entonces. Oh! sueño, ensueño, tiempo y tiempo para siempre y siempre detenido. Monstruosamente múltiple se alza se alzaba el mar sobre los malecones mordiendo los costados de la tierra. Y tú tuviste miedo, frío, amor tuviste. Y amor hubo, miedo, amor, en nuestros corazones. Cuando entonces por eso se puebla el mar a tu confuro y un aire conocido dispone sus fantasmas, y yo estoy solo, y la furia del mar puebla la tierra, seres de niebla, blancos, se sientan a mi lado y conmigo conversan como hermanos. Luego vienes tú, flotando como harina. Y silenciosa y blanca, fina y fría vas diciendo tu nombre, hermana mía, y en el aire derramas tu aire triste. Mas, ya no basta tu nombre y su dulzura cuando ahora, el recuerdo de todo me golpea. Tú del mar venida, hecha de bruma acaso, o de los sueños acaso rescatada, vete y defam e solo.

Deja morir lo que ha muerto. Lo que hemos dejado morir, muerto de frío del otro lado de los sueños, sueña. Del otro lado está, y para siempre, en un atardecer de mar y olvido. Estoy escribiendo en una noche del invierno de 1963; hace siete años y ocho meses que murió Falco. Casi todo lo anterior fue redactado en unas pocas semanas, a contar desde la noche del día de su entierro. Siete años largos he estado esperando, pues, para en­ tregar a la imprenta este Jib)ro. Mientras tanto, retoqué algunos trozos, reescribí y desarrollé dos o tres capitulillos, agregué alguna anécdota y unas cuantas notas, utilicé más o menos la mitad de sus páginas para pronunciar dos veces una misma conferencia. . . ¿Qué estaba esperando? Nunca lo supe bien. Y nunca me lo pregunté a fondo y durante años dejé los papeles como olvidados en el cajón de un mueble cual­ quiera. Ahora que el volumen es un hecho (que mi amigo An­ gel Rama me arrancó la promesa de llevarle los materiales en un plazo breve) me he puesto a pensar qué escrúpulo o qué ambición me detenía. Y digo que, insatisfecho con lo realizado, esperaba — con secreta y vanidosa esperanza— una hora especial, una experiencia profunda, hasta una ilumina­ ción extraña: algo que me diera como de regalo, un buen día, la facultad o la gracia de redondear o cerrar la imagen de Falco. . . o, mejor, de escribir frases de las que se despren­ diera, lo mismo que un humo o un sonido, toda la compleja maravilla de su alma. Sí: en verdad creo descubrir ahora, y lo confieso no sin rubor, que quería fijar definitivamente a Falco — aunque no por ambición para m í sino por devoción a su memoria— . Me olvidaba ingenuamente que no puedo ser más que lo que soy, y sobre todo, de lo que Carlos Mar­ tínez Moreno dice con fórmula precisa: 'toda imagen de un ser interiormente rico sólo lo toca y tantea en el grado de no agotarlo”. — Y así el tiempo fue pasando y aquella hora iluminada no llegó.

El tiempo — c’est son metier— fue pasando; han pasado casi ocho años. Los amigos de tantas noches de amistad como oficiada andamos bastante dispersos — la última noche en que nos vimos reunidos en grupo numeroso y fraterno fue, por cierto, la noche del velorio de Falco— . Muchas cosas han cambiado:

75 cambia el río heraclitano pero más hacia la muerte cambian quienes se bañan en él. Montevideo, la ciudad de Falco, no es la misma ciudad. Falco no reconocería muchas esquinas y vería infinitas caras que no son de sus años de andacalles; ignoraría los temas de muchísimas conversaciones; encontraría una tienda donde an­ tes había un café, un laboratorio donde vivía A., un gran edifico de apartamentos en el lugar de la casa vieja donde vivió su amigo el poeta Juan Cunha. . . Y sonreiría con dul­ zura y turbación, con asombro y sin sorpresa, al saber que su nombre de poeta se pronuncia y se repite, que personas que no lo conocieron hacen a los que fuimos sus amigos preguntas sobre él, que hay gente que se reúne para escuchar el disco desde el que su voz se levanta y deja caer versos, W que hay jóvenes que copiaron en cuadernos sus poemas porque Tiempo y tiempo estaba agotado.

Falco — ya se ha hecho un lugar común decirlo— fue una experiencia ejemplar para sus amigos. Colaborar en la tarea de repartirlo entre los que no tuvieron la suerte de co­ nocerlo, fue uno de los propósitos con que escribí este libro. Pero reparemos en que detrás de éste y de los demás pro­ pósitos está, de algún modo, la poesía: es indudable que si Falco no hubiera sido un verdadero poeta yo no hubiera es­ crito tantas páginas sobre él. La poesía sobrevive a los poetas y engendra nuevos poe­ tas. Si el hombre es el porvenir del hombre, la poesía es el porvenir de la poesía, con su eterno cometido de intercomu­ nicar a los hombres y acompañarlos en el laberíntico camino hacia sí mismos.

(i) Varios amigos hicieron que Falco grabara, en sus últimos meses, un disco de poemas. Contiene Regreso, El viaje, Lo que fue, Extraña compañía. Luna, Despedida y Ultima cita.

76 Falco estará en el porvenir de la poesía, aunque su nom­ bre un día se olvide. Hoy por hoy, concita un interés evi­ dente y que tal vez vaya en aumento. La existencia numerosa de interesados fue el argumento de editor con que Angel Rama me convenció de dar el tra­ bajo por terminado.. . porque yo me dejé convencer al ad­ vertir la obligación de cumplir en mi medida con ellos. Y aunque me siga doliendo no haber podido cumplit como quise con el viejo, pongo un resignado punto final a este testimonio necesariamente insuficiente.

77

POEMAS

NUESTRA ESPAÑA

A la memoria de Juan R. Bertullo

Ahí yacen y esperan debajo de la tierra, muertos que por la noche escuchan una estrella. Mas, son millones los astros y en el silencio ruedan. Son millones los muertos y en el silencio esperan.

Ahí yacen. Bajo la tierra gime, no acabada, endurecida en su último gesto, la risa confiada de los niños y aquel soldado, Pedro Rojas vivando un canto fraternal y nuestro.

Ahí yacen. r 'h! amor de siempre, sepultado. Oh! dulce rostro de lo amado y bueno. Pueblo, piedras, árboles. Pueblo y pueblo, ya olvidado. Ahí yacen. Oh! madre nuestra muerta y rediviva, siempre.

79 JU A N SUEÑO

Juan sueña. — Oye, Juan, existen los bombarderos y vuelan en silencio meditando tu muerte. Existe el odio de los ricos, Juan, y el odio de los que odian. Pero Juan Sueño, sueña.

— No sueñes, Juan. Es tiempo de odiar, de amar y de morir despiertos. Pero Juan Sueño, sueña.

— Sueña, Juan. Que para tantas cosas juntas no hay tiempo. Y al fin, todo vendrá a su tiempo.

Tapa de la primera edición de Liber Falco por Mario Arregui. Falco hacia 1952, ya enfermo. Mario Arregui a su derecha y José L. Larriera a su izquierda. Falco en los primeros años de la década del 30. LIBER FALCO 5 : ^ COMETAS S< ;gL_J OS MU

Tapa de Cometas sobre los muros realizada por Alfredo De Simone. Foto de alrededor de 1950. ■ LIBER FALCO

DIAS Y NOCHES (POEMAS)

MONTEVIDEO

Portada de Días y noches con dibujo de J. Verdié. El poeta y su esposa Dilla Fernández en 1935.

LO QUE FUE

Vienes por un camino que mi memoria sabe, y me detengo entonces indagándote el rostro. Mas ah!, ya no es posible siquiera, no es posible detenerte un instante. Todo está muerto, y muerto el tiempo en que he vivido. Yo mismo temo, a veces, que nada haya existido; que mi memoria mienta, que cada vez y siempre — puesto que yo he cambiado— cambie, lo que he perdido.

81 EXTRAÑA COMPAÑIA

A Arturo Sergio Visca

Porque estoy solo a veces, porque sin Dios estoy, sin nada, ella viene y muestra su rostro y ríe con su risa helada. Viene, golpea en mis rodillas, huye la tierra entonces y todo acaba sin memoria, y nada.

Sin embargo, con ella a mi costado yo amé la vida, las cosas todas; lo que viene y lo que va. Yo amé las calles donde, ebrio como un marino, secretamente fui de su brazo.

Y a cada instante, siempre, en cada instante con ella a mi costado, del mundo todo, de mis hermanos lejano y triste me despedía.

Mas tocaba a veces la luz del día. Con ella a mi costado, ebrio de tantas cosas que el amor nombraba, como a una fruta tocaba a veces la luz del día.

Y era de noche a veces y estaba solo, con e la y solo; pero la muerte calla cuando el amor la ciñe a su costado.

Oh triste, o dulce tiempo cuando acaso velaba Dios desde muy lejos. Mas hoy ha de venir y ha de encontrarme solo, ya para siempre desasido y solo. VISITA

A esa hora de la madrugada, hora en que los enfermos mueren, en que los cristales se enfrían, en que Dios nos olvida, a esa hora la vi. Una lenta lava triste, caminaba su cara. Mano de hueso, pie de sombra oscura, la boca manándole negruras, junto a mi cama estaba.

83 VOLVER II

Sobre oscura losa, ojos sin nada y de cara al cielo. Con un puñal de hielo ardiendo en sus entrañas.

Arriba, el mundo entero. El abajo, apretado de angustias. Sin lágrimas, sin pañuelo, ojos sin nada y de cara al cielo.

¿Quién echó tierra en sus ojos y metió en su garganta una víbora de miedos? Se levantó de un salto. Y vio a los barcos y a los hombres sobre el mar. Aprendió el lenguaje de las gaviotas y el ensueño que sueñan y matan, los marineros. ¿Quién revivió a aquel muerto?

Aquel muerto, porque murió una vez, habla ahora de la vida y quiere abrazar a sus hermanos. Ama a los barcos y sueña un humo blanco para ellos. Ama a los marineros y a las que cuentan sus monedas en los puertos.

Aquel muerto, porque murió una vez, ama a la vida y teje una bandera para el viento.

84 DESPEDIDA

A mis compañeros y compañeras de Corrección y Talleres del diario "Acción”.

La vida es como un trompo, compañeros. La vida gira como todo gira, y tiene colores como los del cielo. La vida es un juguete, compañeros. a estar tristes o alegres, mucho tiempo. La vida es lo poco y lo mucho que tenemos; la moneda del pobre, compañeros.

A gastarla jugamos muchos años entre risas, trabajos y canciones. Así vivimos días y compartimos noches. Mas, se acerca el invierno que esperó tantos años.

Cuando el Sol se levanta despertando la vida y penetra humedades y delirios nocturnos, cómo quisiera, de nuevo, estar junto a vosotros con mi antigua moneda brillando entre las manos!

Mas, se acerca el invierno que esperó tantos años. Adiós, adiós, adiós, os saluda un hermano que gastó su moneda de un tiempo ya pasado. Adiós, ya se acerca el invierno que esperó tantos años.

85 LA MONEDA

A Carlos Denis Molina

Mira cómo los niños, en un aire y tiempo de otro tiempo, ríen. Cómo en su inocencia, la Tierra es inocente y es inocente el hombre. Míralos cómo al descubrir la muerte mueren, y ya definitivamente ya sus ojos y dientes comienzan a crecer junto a las horas.

Deja que ellos guarden sin saberlo, el secreto último de su inocencia nuestro último sueño, ya olvidado.

Cuando todo termine, deja que un niño lleve nuestra única y última moneda. APENDICE

UNA CARTA DE FALCO

He buscado carcas de Falco. Casi nada conseguí; es evi­ dente que escribió muy pocas; poquísimas. El único que pudo entregarme algunas fue Denis Mo­ lina; mientras Denis estuvo en Europa, Falco no olvidó es­ cribirle de cuando en cuando; Pero estas cartas de Falco a Denis tienen una caracte­ rística que las invalida para mi trabajo: hablan siempre de Denis y nunca de Falco. Encontré sin embargo en ellas unas frases para trans­ cribir:

"Quizá sea terrible ser un soñador perenne; quizá sea inhumano. Se me ocurre que existen dos tipos de soñadores; el que se crea un mundo para sí y huye del mundo y el que, instalado en éste, sigue resignad amente en él, y le resueña.

Yo supongo que en un artista el mundo todo se crea y se recrea constantemente como en un filtro, en el que también cabe el dolor, pero como parte.

Hay otra carta de Denis que, esa sí, debo copiar de punta a punta. En ella está el viejo tan vivo, tan él, como en sus poemas más hondos. No es de las enviadas a Europa; fue arrojada una tarde por Falco por debajo de la puerta del apartamento de Denis. Está garabateada a lápiz en un pedazo de diario y dice así: D om ingo

Desde "La Razón” y en horas de trabajo.

Denis: Anoche estuve a verte, pero tú andabas por las azoteas llorando y con un gesto de total olvido; ibas con una mariposa de ceniza en la solapa, pero yo te vi y no quise llamarte por miedo a que des­ pertaras bruscamente y te asustaras de esa piedra in­ sólita con que a veces nosi despierta el día. Sí, yo te vi; tú andabas buscándole una puerta a lo inefable y como soy un hombre resignado a muchas cosas no pude ayudarte, y solo solitario y triste me retiré hacia mi casa que está lejos muy lejos, a meditar, a tomar mate y a buscar el libro más viejo de la tie­ rra, para leerlo solo, solitario y triste. Chau. Talco.

88 Hemos creído conveniente suplemental este libro con dos notas sobre Pedro Piccatto. La primera, de Líber Falco, se publicó en Marcha en fecha no determinada; la segunda, de Mario Arregui, se publicó también en Marcha, en ju­ lio de 1944. Dice Arregui que él escribió esas páginas "ante insistentes, reiterados pedidos de Falco”. Los editores

PEDRO PICCATTO (1908 - 1944)

Conocí a Picatto alrededor de 1929- Corrían entonces nuestros veinte años, con ese desasido vivir que busca sin bus­ car nada preciso, y donde en el andar está el ensueño; eso que entonces se tiene y sin embargo se persigue, porque todo se juega en un plano donde la conciencia no vigila, sino que también ella, sueña. Por entonces militábamos en cierto revolucionarismo im­ paciente y casi nihilista, cuya existencia comporta un destino útil y necesario, al permitirnos disolver en él — tras vagas compensaciones— la urgida insatisfacción de los primeros años. No sé por qué, acaso porque era donde con mayor evi­ dencia se ponía de relieve su fuerte y original personalidad, lo recuerdo ahora en algunas tertulias discutidoras sobrelle­ vadas juntos, en aquel entonces. Piccatto empleaba en las discusiones una táctica de gue­ rrillero, tenaz y conturbador, donde la improvisación desem­ peñaba un importante papel. Sus apreciaciones sorpresivas y tajantes, plenas de ingenio a veces, hacían que se le perdo­ nase el olvido frecuente del objeto en discusión. Cuando es­ cuchaba, uno sentía que hurgaba en busca de alguna fisura — olvidada al correr de la exposición— por donde desbaratar los planes del contrincante. Había que conocer bien a aquel ser que se llamó Pedro Piccatto, amarlo y comprenderlo, para no atribuir a un resen­ timiento excluyente algunas de sus inusitadas violencias. Es que algo más había en él. Algo más hondo, y que dignifica

89 a esa criatura desvalida que es un hombre. Había seguramente esa angustia última que tras una desmedida disconformidad con la condición humana, suele quedar sin resolución, afincándose dolorosa y definitivamente en el espíritu. Empero, la poesía de Piccatto muestra una velada espe­ ranza cuando, como un "duende fino”, el poeta convoca a sus transidos ángeles y a sus claras palomas. Yo creo que sus poemas muestran acabadamente la ex­ periencia de un alma solitaria, que buscó trascender los ele­ mentos de toda una vida, para juntarlos ahí donde podían serle más fieles: en la poesía. Y recuerdo cierta vez en que le oí decir — sin jactancia y sin queja alguna— que a no ser por la poesía, su vida na tenía objeto. L. F.

90 PEDRO PICCATTO

(Notas para un retrato en blanco y negro) Por Mario Arreguí

Pedro Piccatto vino y se fue. Hoy ya han caído mu­ chos días y noches y lluvias sobre el Cementerio del Norte — ese Cementerio pobre tan hondo y desnudo, tan íntimo de muerte— , cuya tierra rojiza recibió su cuerpo en la tar­ de blanca y un poco tormentosa del domingo 27 de febrero. Venir e irse — ya lo dijo para siempre el autor del Eclesiastés— es común destino de todos los hombres y de todo lo que vive, pero el pasaje de Piccatto tiene una es­ pecial evidencia que hace repensar la eterna verdad: Piccatto era como pocos el hombre venido de algún lugar misterioso, de algún mundo extraño con prefiguraciones de Infierno y de muerte, y el hombre siempre a punto de irse, de per­ derse en otro mundo no menos extraño con muerte e In­ fierno cumplidos. Todos venimos y nos vamos, y entre dos oscuridades tratamos de ejercer de alguna manera el oficio de vivir. Pic- cato también lo trató, pero la vida había sido dura con él: de niño, un accidente le fracturó la columna vertebral. Des­ pojado, robado, enfermo, tuvo que llevar su existencia en una incesante tensión de heroísmo y ser el luchador de lo cotidiano que a nosotros se nos da por añadidura. Y tuvo que ser también, frecuentemente, aquel que, de pie en la ribera, mira pasar el río. Su estar en las cosas tenía un visible carácter precario, amenazado, al borde de la desesperación del que cae. En vano golpeaba la vida con sus largas manos descarnadas y con sus palabras metálicas y ácidas, en vano agitaba frente a la redonda indiferencia del cielo sus brazos desmesurados: siem­ pre había un infinito de cristales rotos detrás de su máscara y sus gestos, siempre una muerte delgada como un cabello iba ciñendo el aire que lo rodeaba. De aquí, una distancia abierta como una herida entre él y el mundo, y la Poesía como puente y como ancla en el Tiempo.

91 Lo conocí una noche en el rincón de un café donde — bajo un espejo grande y sucio que se hacía mágico hacia las madrugadas— se reunía un grupo de jóvenes poetas y blasfemos. Ya me habían hablado de él y de su libro, titu­ lado hermosa y acertadamente Poemas del Angel Amargo, y publicado dos o tres años antes. Vi un hombre pequeño y delgado vestido de azul, larga cara pálida y construida desde dentro, ojos acerados de mirada recta y firme, pelo rubio oscuro que caía a veces como plegadas alas diabólicas sobre la frente inquieta y obstinada, voz que se tornaba vio­ lenta en los desgarrones y se alargaba en el brusco ademán. Toda su figura parecía moverse en un espacio de batalla y de muerte creado por una vida exasperada, intensa y gesti­ culante, una vida especial, vedada a nosotros, que se desarro­ llaba para él en algún sitio, y a la que estaba atado por hilos invisibles. De inmediato nació en mí la certidumbre de que aquel hombre pequeño poseía, para grandeza y sufri­ miento, una personalidad duramente afirmada por la desnuda frecuentación del dolor y el constante contacto con los filos de su parte de misterio. Muchas otras noches — que ahora evoco sepultadas por el peso del tiempo, y que fueron quemadas en la discusión, el humo del tabaco y la caminata final por las calles sumi­ sas e íntimas— presencié y compartí ratos de su vivir. Y en ellos fui completando hasta los límites posibles su singularí­ sima silueta, de la que trato de fijar aquí algunas líneas fundamentales. Habitaba lejos de la ciudad, en el desconocido paradero de un ómnibus que se perdía por irreales calles no vistas; llegaba al café con la infrecuencia y la irregularidad del que reaparece; tomaba el ómnibus cuando nuestra defendida no­ che del centro comenzaba a morir, como yéndose hacia otra noche total, abierta y no amenazada de alba. Era en momentos el satánico escapado de Satán y por­ tador de un mensaje que no podía revelar; en otros, el An­ gel Amargo que se debate en el aire sangriento de su caída y se levanta en el golpe de sus alas dolorosas; y en otro;., el hombre que acaba de tomar un último trago agrio de un líquido misterioso que lo ayude a vivir. Pero guardaba una

9 2 rara unidad: eran invisibles en él vacilaciones de lo» muchos hombres que la vida uau ae un hombre. Encarce­ lado desde dentro y desde fuera, participando ya por más de un aspecto en la intensa rectitud de la muerte, se parecía siempre a sí mismo, y esto le daba una realidad bien deli­ mitada y enérgica, como hecha de prieta luz, dura sombra y forja de combate. Pocos hombres he visto menos seme­ jantes a un fantasma; pocos también — no hay aquí paradoja alguna— más capaces de convertirse en un fantasma en se­ guida de su ocultación por el silencio o la ausencia. Firmemente centrado en su ecuación personal, tuvo, en­ tre otras, la valentía de la invariabilidad, y su limitación y su esplendor. Vivió al margen de las pequeñas cobardías y complicidades cotidianas que van desgastando el alma y po­ niendo barro y mansedumbre de charco en los actos. Por eso, conservó siempre limpieza e ímpetu. Si se negó a soli­ citaciones fecundas que exigen una previa abdicación, tuvo, en cambio, los frutos de la más íntima fidelidad. Si fue recio y duro, puso en ello un acento humano admirable por verdadero y exacto, porque así, como el cardo, tenía que ser para sobrevivirse. Compruebo hoy sin asombro que carece de anécdotas. Aceptando como verdad de trabajo que a un hombre le su­ cede lo que intrínsecamente se le asemeja, puedo decir que lo episódico no se le asemejaba, que todo en él sucedía dentro de la permanencia, porque vivió apoyado en lo más permanente que encontró en sí mismo. Inferir de aquí po­ breza, sería torpe; si sus días se parecían hasta superponerse, no hay que olvidar que fueron enhebrados por un alma lúcida y crucificada, y no hay que confundir riqueza con vana y distraída dispersión. Aunque en su poesía está con frecuencia la nota diurna y hasta matinal y aunque algunas tardes solía llegar a noso­ tros, es difícil pensar a Piccatto separado de la noche. Su acento de ser y su figura disonaban en las calles llenas de las mortales prisas diarias y bajo la luz despiadada del sol. 93 Se le evoca naturalmente unido a lo que la sombra y la sole­ dad tienen de escondite y de caminos en fuga para el hom­ bre fáustico y desesperado que era. El Piccatto que sus ami­ gos de café conocimos venía de la noche e iba hacia la no­ che; el día era sólo un espacio en blanco que tenía que combatir en su casa lejana. Pero es necesario agregar algunos rasgcs la vida que no conocimos. Sabemos que amaba las flores _ 'da­ ba su jardín con preocupación que iba más allá de la tica y alcanzaba hasta donde una flor puede confundir su arquitectura con los oscuros designios de Dios. Sabemos que sufría el tiempo baldío y solía consumir las tardes en lentos vagabundeos y desplazamientos en busca de viejos amigos y conversaciones. Y sabemos también — este hecho no puede faltar como final de este retrato elemental— que a veces jugaba con los niños de un modo jubiloso y entre­ gado, como hombre sufriente y como poeta. ' Hay que jugarse la vida a una sola carta. Yo la jue­ go en la Poesía”, le oí decir muchas veces a Piccatto. Otros y el tiempo dirán si ganó o perdió. Yo sólo he querido decir algo del hombre. M. A.

!)4 QUINCE ANOS DESPUES

UN SUEÑO ROBADO

No una vez sino muchas veces escuché a Líber Falco expresar uno de sus deseos más recurrentes, uno de sus sueños más tenaces. Sucedía de cuando en cuando que a la tercera o cuarta copa (no era un borracho y bebía, sin duda, para "desparramarse” y no necesitaba mucho alcohol para conseguirlo) sus ojos celestones perdían pie y su voz co­ menzaba a levantar y como a dibujar aquel sueño, que era más bien un manso anhelo. Recuerdo la entonación peculia- rísima de la voz (ya escribí hace años que la voz de Falco parecía llegar descalza y tenía siempre algo de humo len­ to), recuerdo el estilo oral lleno de puntos suspensivos, recuerdo — diría que textualmente— las palabras: — Yo quisiera vivir en un pueblo. . . en un pueblo ch ico .. . donde todo el mundo se conoce. . . donde todo el mundo es amigo . . . muy amigo. . . Y levantarme de ma­ ñana y salir de mi casa, caminando despacio... Y saludar: Adiós, adiós. .. Adiós, don Juan... Buen día, don Pe­ dro . . . Y seguir caminando y saludar: Buen día, doña Ma­ ría. . . ¿cómo pasó la noche? Y seguir caminando y seguir saludando: Adiós, don José... ¿Durmió bien, don Luis? No he olvidado sus ojos aun más "idos” que de cos­ tumbre ni la semisonrisa con que saludaba a sus ensoña­ dos, fantasmales vecinos; tampoco, el ademán amplio y lo contrario de enérgico de su brazo derecho. Recuerdo asimis­ mo a Luis A. Larriera; lo recuerdo riéndose con todos sus dientes y parodiándolo y, a veces, contestándole con largos: Adiós, don Líber. . . Y también recuerdo a Marito Rodrí­ guez levantando su brazo saludador y riéndose, bajo sus ru­ bios bigotes de mosquetero, con su risa de chiquilín. Y también me recuerdo — recuerdo al M. A. de aquel tiem­ po— diciendo tal vez con una pizca de fastidio: — Dejate de tanto saludo, hacé el favor.

95 El M. A. de ahora vive en un pueblo, en un barrio de un pueblo. Mi casa está donde termina el hormigón, casi enfrente a la última plaza. Me levanto de mañana, bebo mi tazón de café y salgo a la calle. Camino despacio, mi­ rando qué cara presenta el día. Llego a la esquina y saludo a una mujer que barre la vereda: Buen día, doña. . . Echo a cruzar en diagonal la plaza. El viejo petizo que tal plaza cuida se llama don Pedro. Levanto sin energía el brazo derecho y lo saludo: Buen día, don Pedro. En la otra es­ quina vive un hombre que se llama don Juan y que siem­ pre está, termo y mate en mano, en la puerta de su casa. Saludo: Adiós, don Juan. Compro vino y cigarrillos en un boliche y vuelvo sobre mis pasos. Me cruzo con una mujer que no se llama doña María pero que bien podría llamarse así. Digo: Buen día, vecina. . . ¿cómo ■pasó la noche? Antes de llegar a mi zaguán veo venir a un hombre viejo que renguea y que anda siempre acompañado por un perrito. Levanto otra vez el brazo derecho y lo saludo: Adiós, don José. Entro a mi casa, me siento a la mesa de mi escritorio (del cuartito lateral que llamo mi escritorio), enciendo un cigarrillo y pienso en Falco. Los que vamos zafando a la muerte, se ha dicho, so­ mos ladrones que nos repartimos como un botín los abarro­ tados días y las ilimitadas noches de los que mueren. Si esto es verdadero o encierra alguna verdad, yo vengo ro­ bando desde hace más de deciséis años una fracción peque­ ñísima, infinitesimal, de todo lo que era o tendría que ser de mi amigo Falco. No me pesa como delito ese posible delito: demasiado pequeña sería mi parte de ladrón invo­ luntario y, además, ya he dejado de sentir como una riqueza muy viva mis días y mis noches. Sacando bien las cuentas, no hay aquí ni siquiera la sombra de algo asimilable a un robo. Pero lo que no puedo negar es que me he apropiado, haciéndolo carne, del manso anhelo de mi querido amigo, que le he robado un sueño realizado, la realización de un sueño. Yo, que nunca soñé nada semejante, tengo hoy en día la saludadora caminata matinal que él — EQUIS AN- DACALLES de una Montevideo demasiado grande, dema­

96 siado populosa; madre cruel, la llamó en un verso— ambi­ cionó tener y no pudo. Líber Falco está muerto, está en soledad ( porque en la locura y la muerte se está solo, es­ cribió en uno de sus poemas); yo me muevo en el apre- tadito convivir de un pueblo chico. Estoy cumpliendo sin haberlo querido uno de sus más porfiados deseos, y con curiosas, asombrosas coincidencias. Hay un sueño realizado que es un sueño robado, o hay la realización de un sueño que otro soñó: de cualquier modo soy un usurpador.

Inmerecidamente, me digo mientras fumo, aquel M. A. que hace tiempo decía "Dejate de tanto saludo, hace el fa­ vor” es el mismo — con las variantes del caso— que acaba de saludar al petizo don Pedro, al rengo don José, al per­ manente tomador de mates zaguaneros que se llama don Juan. . . , el mismo que acaba de preguntarle cómo pasó la noche a una mujer muy simpática y demasiado gorda, dema­ siado redonda, que tal vez no se llama doña María por pura casualidad... ¡Lo que son las injusticias de la vida!, me agrego con imperdonable caída en el lugar común. Y vienen a mí caras de Falco de la década del cuarenta y de sus años de enfermo. Pienso, algunas veces, en la noche en que lo velamos, pienso en su poesía y recuerdo algún verso. Otras veces, pienso en sus huesos solitarios allá en un cemen­ terio montevideano demasiado próximo al mar — el mar en cuyo temor antiguo misteriosamente vivió y del que dijo en su mejor poema: Monstruosamente múltiple / se alza / se alzaba el mar sobre los malecones / mordiendo los cos­ tados de la tierra. Siempre o casi siempre recuerdo el breve poema del que ya transcribí dos versos, el que tituló PARA V IV IR y que dice así:

Porque se está solo ahí, porque en la locura y la muerte se está solo, porque hay un ojo fijo, incambiado, que acecha sin sentido,

97 . . yo quiero ahora abrazaros y siquiera no más, hablar de cómo cambia el cielo.

Lo que he narrado no ocurre diariamente, por supuesto, sino algunos días cada tantos días. Uno de esos días que es hoy — un día del otoño del 72, un día en que una tormenta casi clandestina hace caer sobre este pueblo una lluvia que es como el espectro de una lluvia— enciendo un segundo o tercer cigarrillo y escribo de un tirón, con una sonrisa triste, el primer borrador de esta página.

98 A PROPOSITO DE UN POEMA NUNCA ESCRITO

Empiezo por decir que estoy escribiendo en una ma­ drugada de fines del 72, o sea a más de 17 años después de la muerte de Falco. También digo que tal vez no muera una semana sin que yo recuerde por unos instantes a Falco o sin que alguien o algo me haga pensar más o menos vagamente en él. Ayer, poco después de la mediatarde, volví de mis tra­ bajos a esta casa donde vivo solo y decidí tirarme en la cama, a descansar un rato y esperar, leyendo, la hora de salir a cenar. El libro que tomé como al azar (mejor: que reconocí por uno de sus ángulos y extraje de un monton- cito de libros que hay sobre una mesa baja) fue mi viejo ejemplar de SOMBRAS SOBRE LA TIERRA. Mientras bus­ caba los lentes, pensé en Falco: pensé, del modo más incon­ creto del mundo, en la admiración que Falco sentía por Paco Espinóla, en el purísimo criatianismo sin Cielo y sin esca­ lentas teológicas y tal vez sin Dios de ambos en la emo­ ción y el cariño — un cariño como humedecido— con que Falco recordaba trozos de SOM BRAS. . . No leí mucho (la destartalada edición de Amigos del Libro Rioplatense está ahí sobre la mesa de luz doblada en la pág. 59) porque oí que un auto se detenía frente a mi zaguán. Abrí la ventana: un amigo oriundo de este pue­ blo que vive y trabaja en Montevideo. — Te traigo una carta de Falco — me gritó al bajarse del auto. Esta frase me sonó a broma macabra, a literatura fan­ tástica. .. — ¿Cómo? — Una carta de una compañera de oficina que fue

(t) Me inclino a opinar que la conversión final de Falco al catolicismo fue solo una chingada voluntad de creer.

99 amiga de Falco y una carta muy vieja de Falco a ella — e:x- plicó mi amigo. — Entrá — dije, y me apresuré hacia el zaguán. Hagamos un poco de historia. — La misma noche del día en que enterramos a Falco comencé a escribir sobre él. Mientras esperábamos la hora del entierro, había recibido yo — transmitido por Idea Vilariño, esa poetisa de poesía medular y cruel— un pedido de Emir Rodríguez Monegal: debía escribir una semblanza para un Homenaje a Líber Falco a publicarse en el número inmediato de MARCHA. En cuatro días casi febriles, bosquejé un retrato que Emir tituló Imagen del amigo y que fue lo que es hoy, con algu­ nas correcciones y algún agregado, la primera parte de mi libro. Insatisfecho con ese retrato redactado como quien dice a manotazos, continué escribiendo con más lentitud páginas ampliatorias. Escribí durante varios meses, cada vez más inter­ mitentemente. No me proponía un libro pero el libro se fue haciendo solo. Estuvo prácticamente terminado en el in­ vierno del 56, y el manuscrito quedó como olvidado — salvo en las oportunidades en que lo utilicé para dar dos o tres veces una misma conferencia— y el tiempo fue pasando. El tiempo pasaba y yo esperaba sin saber qué esperaba, hasta que un día mi amigo Angel Rama me arrancó la promesa de ordenar los papeles y entregárselos cuanto an­ tes y por fin el pequeño volumen, según reza en su última página, se terminó de imprimir en diciembre del 64. Lle­ gó mi libro a manos de una señora cuya existencia ignoré hasta la tarde de ayer. Esa señora leyó, casi al final, estas frases: "He buscado cartas de Falco. Casi nada conseguí; es evidente que escribió muy pocas, poquísimas”. Guardaba ella una carta de Falco y concibió la idea de enviarme una fotocopia y me escribió, a su vez, una carta. Pero no dio con alguien que supiera con exactitud mi dirección y am­ bas cartas quedaron también como olvidadas. Más de siete años más tarde esa señora (E. V. son sus iniciales) se entera que un nuevo compañero de ofici­ na es coterráneo y amigo mío y viaja semanalmente a nues­ tro pueblo. Aquí está la explicación de la frase que en un

100 primer momento me sonó a broma, a literatura fantástica, a mágica travesura del tiem po.. . La carta de la señora E. V. — fechada el 3 de marzo del 65— es una muy linda carta. Revela una sensibilidad alertada y un cabal conocimiento-sentimiento de Falco. No voy a copiarla por dos o tres razones; fundamentalmente, porque hace de mi libro un elogio desmesurado. La carta de Falco a la señora E. V. no está fechada. Se me ocurre — no sé bien por qué— que debe ser de los últimos años de la década del 40. La copiaré con la sola omisión de las frases convencionales con que termina. Dice así:

Estimada amiga: Yo le agradezco ■profundamente el poema que, re­ ferido a mi poesía, usted nos mandara. No sé si lo merezco. Puedo decirle, sí, que el aprecio que usted demuestra por mis poemas no me ha causado esa con­ turbación que producen siempre los elogios, cuando son gratuitos. Por fortuna el suyo no es un elogio sino algo de mucho más valor para mí. Lo he leído varias veces. No sabe usted cuánto estimo su comprensión y su coparticipación, podría decir, con lo poco que he logrado hasta ahora. Mi único temor sería no merecer­ lo, como ya le he dicho. En realidad uno siempre tiene dudas con respecto a sí mismo. Ultimamente he sen­ tido que no podré llegar a hacer algo que me impor­ taría mucho, y que lo siento reclamado por esta época y por ese hombre al que usted alude en su poema. Pensaba en un largo poema que se hubiera titulado "La mujer pobre” o algo así. Lo intenté. Se trata de ciudad y es maltratada inconscientemente por todos. Ella posee la fuerza pasiva que representan el amor y la resignación. Se me hacía necesario poner de relieve, por contraste, la crueldad, el egoísmo brutal de las gentes que hoy sólo piensan en sí mismas. Mas cuando se tra­ ta de ésto, siento que mi poesía no me alcanza. Haría 101 una mujer que, desde los suburbios, va entrando a la falta el furor heroico y amoroso de un Isaías. . . Todas estas reflexiones las debo, en parte, a su poema. El tie­ ne algo de llamada; incide en algo que es para todos. Por ello se lo agradezco una vez más.

Es esta una carta típicamente falquiana (palabra con la que aludo no a un hecho literario sino a un alma y su estilo). Tal cosa le confiere un valor muy especial, que quizá escape un poco a quienes no conocieron a Falco o no hayan frecuentado su poesía con la necesaria disponibilidad de corazón. (Por otra parte, todo el sempiternamente autén­ tico Falco era falquiano; eso, lo falquiano, es hoy para los que fuimos sus amigos una categoría y un modo de definir, y cualquiera de nosotros pronuncia con toda naturalidad fra­ ses como la que, por ejemplo, me dijo Omar Montero el otro día: "El tipo impresiona como medio falquiano p e ro .. . ”) Lo más curioso de ella es el proyecto de un largo poema del que nunca, que yo recuerde, nos dijo una palabra. Pocos propósitos más falquianos puede haber que el de escribir un poema con el tema de una mujer que, proveniente de un barrio pobre y lateral, va adentrándose en las crueldades y maltratos de la gran ciudad. Aunque sólo proyecto, aunque inexistente fuera de la carta a la señora E. V., ese poema proporciona un pretexto para algu­ nas puntualizaciones que tal vez no sean tales sino simples merodeos. Cuando redacté mi apresurada Imagen del amigo escri­ bí: 'Sé que allá por su primera juventud Falco fue anar­ quista. No dudemos de que fue el suyo un anarquismo celes­ te, complicado con literatura, con cristianismo, etc.” Este anarquismo de raíz cristiana y enraizamiento en lo popular (tan diferente del anarquismo aristocrático y nietzscheano y señoritilmente guarango de muchos intelectuales del 900, de un Roberto de las Carreras, por ejemplo) subsistió en Falco, opino, de un modo secreto o semisecreto, y más de una vez lo llevó, sigo opinando, a cierta despistada consideración

102 de la desventura como una especie de virtud, de la pobreza como una especie de estado de gracia. Políticamente distraí­ do o miope, el Viejo quedó como enredado en una rebeldía melancólica y dulzona, atribuyendo confusamente a imper­ fecciones humanas lo que es fruto de una organización so­ cial en donde, como es costumbre decir en latín, el hom bre es un lobo para el hombre. Lejos de mí acusarlo de algo, pero debo decir que hasta cayó en veneraciones — o exce­ sos de ternura, por lo menos— ante los arrabales de casas rotosas, los zapatos de suelas agujereadas, el hambre apla­ cada a mate amargo y pan de ayer, el rastrilleo a veces in­ fructuoso de los dos vintenes para el tranvía.. . esas y otras lindezas del subdesarrollo. Si no llegó a esa suerte de auto- erotismo de la piedad que oscuramente bienquiere la injus­ ticia para cumplirse en la conmiseración, es evidente que no fue mucho más allá de la aceptación resignada de un mundo defectuoso y de las quejumbres casi tangueras con respecto a "la crueldad de la vida”. Releyendo la carta a la señora E. V. encontramos que la mujer pobre de su nunca escrito poema poseería "la fuerza pasiva que representan el amor y la resignación”, y también, en otro plano, podemos pensar que "el egoísmo brutal de las gentes que hoy sólo piensan en sí mismas” no es más que un modo muy cham­ bón de nombrar el lupinismo intrínseco de una sociedad en donde campea abiertamente eso que, traduciendo la fórmu­ la inglesa, puede escribirse la-lucha-por-la-vida, o sea en donde los resortes moralmente negativos de los hombres funcionan redituablemente. Hay quienes partiendo de sentimientos cristianos han desembocado en posiciones políticas aparentemente no-cris­ tianas, han buscado, en mi entender, dotar de una praxis con músculos a su cristianismo. No me atrevo a afirmar que Falco hubiera recorrido un camino semejante: había en él demasiada tristeza existencial ("una tristeza a la vez bioló­ gica y de profunda dimensión metafísica”, digo en una pá­ gina de mi libro) y, fundamentalmente, no estaba hecho en fibra ninguna de la madera de los combatientes. Pero menos estaba hecho de la mala pasta de los que olvidan y traicio­ nan lo que amaron en sus mejores sueños, y nunca se apartó

103 ■de su populismo de origen (no me gusta y no creo justa la palabra populismo pero no encuentro otra), ése que está hoy, ínsitamente, en los recuerdos que de él guardamos sus amigos, que está en toda su poesía y en todo lo jalquiano que de algún modo queda: esa continuidad misteriosa de un muerto en los que seguimos viviendo, eso que es como la permanencia de las invisibles huellas y las inasibles cenizas ■de un alma. ..

Las páginas precedentes fueron escritas hace dos o tres meses y quedaron sobre mi mesa. Días pasados llegó a mi casa mi gran amigo Manuel Gómez Rincón, también gran amigo de Falco. Le leí y le pedí opinión. Gómez hizo obje­ ciones. Me dijo que Falco era capaz de apreciar los hechos políticos con mayor claridad que la que yo decía o dejaba deducir y me reprochó, concretamente, haber escrito "políti­ camente distraído o miope”. Es de lo más posible que mi amigo Gómez tuviera bastante razón: Falco tenía mucho de hombre con largas sí que penumbrosas sabidurías, y detrás de su desinformación, su ingenuidad y su desasimiento (la palabra desasido es, re­ cordemos, muy jalquiana) sabía mucho más que lo que mos­ traba saber y veía más cosas que las que nosotros creíamos que veía. Como consecuencia de lo que conversamos con Gómez, voy a hacer, otra vez, un poco de historia. Falco se crió — hijo único— en un hogar obrero. Co­ nocí a sus padres, que lo sobrevivieron varios años. La ma­ dre era una plácida comadre de barrio. El padre — don Fernando, a quien no volví a ver después de la muerte del hijo porque tal vez no tuve ánimo para ir a visitarlo— era un viejito bueno casi de historietas para niños, un vie- jito como inquietado por fervores siempre verdes y frescu­ ras infantiles. Ex-obrero y ex-anarquista, había terminado — lo mismo que tantísimos anarquistas— en apasionado batllis- ta. Tenía mucho para contar sobre las agitaciones obreras de fines del siglo pasado y de comienzos de éste; contaba tam­ bién que allá por el 98, cuando España fue desalojada de su última posesión americana, había andado a los sillazos

104 en cafés montevideanos con gallegos y catalanes colonialis­ tas (1). Tenía, como su hijo, unos ojos azules o celestes, pero había en ellos una alegría y una vivacidad que por cierto el hijo no heredó. Había hecho un horno y fabricaba con amor su propio pan, tocaba la guitarra y la mandolina, vivía como jugando a vivir. Eso sí, pasaba a la mayor serie­ dad (previo calzarse con cuidado unos lentes de patillas re­ mendadas con alambres) para el examen cotidiano de EL DIA. Claro está que el batllismo del padre no era compar­ tido por el hijo cuarentón, que decía como disculpándolo y con muchísimo cariño en su sonrisa siempre como flotando, siempre un tanto incierta: "El viejo piensa como EL D IA .. . ” Llegado a la adolescencia, el poeta en ciernes fue — fa­ talmente, diría— anarquista. Repito una vez más que sin duda fue el suyo un anarquismo complicado con literatura, con cristianismo, con lo que se ha llamado bondadismo\ un anarquismo de hábitos crepusculares y nocturnos — de mesas de cafés, cañas chicas, discusiones grandes, tabaco del más barato, vagabundeos con camaradas por calles donde la luna es más que los faroles. . . Aquel anarquismo mansejón era políticamente inoperan­ te, pero servía, debemos reconocerlo, como habitat espiritual de algunos hombres nobilísimos, admirables. Y más y mejor servía para que en él se movieran como peces en el agua muchos jóvenes eléctricamente cargados de la rebeldía de la adolescencia, esa rebeldía (siempre individualista, siempre vanidosa, a menudo con curiosas trenzas de altruismo y cruel­ dad, a veces oscuramente parricida. . . ) que en buena me­ dida sólo es obediencia a mandatos de orden somático. En la nota sobre Piccatto que publicó en MARCHA allá por el 48, dice muy bien Falco: "Conocí a Piccatto alrededor de 1926. Corrían entonces nuestros veinte años. . . Por enton­ ces militábamos en cierto revolucionarismo impaciente y casi nihilista, cuya existencia comporta un destino útil y necesa­ rio, al permitirnos disolver en él — tras vagas compensacio­ nes— la urgida insatisfacción de los primeros años”.

(!) Creo recordar (o a lo mejor invento) que calificaba a los colonialistas de ladrones de gallinas a escala mundial.

105 Cuando Falco estaba a punto de cumplir la treintena sobrevino la mal llamada Guerra Civil Española, tal vez el hecho más padre de pasiones y emociones al rojo entre to­ dos los hechos cruciales de este siglo. Es fácil imaginar los sacudimientos del alma de un hombre como él, en quien el antifascismo tenía que ser algo connatural; es fácil ima­ ginar sus esperanzas (1), sus desvelos, sus angustias, sus bre­ ves alegrías cuando la batalla de Guadalajara o el cruce del Ebro, su continuo y creciente dolor. Cuando yo lo conocí, dos o tres años después, ya los ejércitos republicanos estaban derrotados o en derrota. D ije y repito que aquella hora del mundo era sombría para quienes querían creer en el hom­ bre. Creo que el acogotamiento de la esperanza en tierra española fue para Falco un drama del que nunca se repuso del todo, fue una especie de crónica dolencia política que se sumó a su tristeza intrínseca. Sobre lo que vino después, sobre los años en que (como me escribió en la dedicatoria de DIAS Y NOCHES) "compartimos días y noches’’, he escrito largamente. En aque­ llos años vivió con nosotros la ocupación y la liberación de París, la batalla de Stalingrado, el desembarco en Norman- día, el derrumbe del imperio nazi, las bombas atómicas sobre ciudades japonesas. . . Pero debo decir que todo eso lo vivió, en mi parecer, con un pequeño toque de marginalidad, con algún leve distanciamiento de espectador que es inimagina­ ble en él cuando le tocó sufrir — como en carne viva, sim duda— la tragedia de España. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a la muer­ te de Falco corren casi exactamente diez años. Nada tengo para escribir sobre las tal vez inexistentes preocupaciones políticas de el V iejo durante ellos.

(t) De ellas dan fe un poema de Cometas sobre los muros y un pequeño poema titulado M iradle; a ambos los copio al final de esta nota. En el libro ya transcribí el poema llamado Nuestra España.

106 CANCION POR LA ESPAÑA OBRERA

Cruzados del alba nueva son los obreros de España. Cantando cruzan la Noche Noche oscura y luna negra (sotana y borrón de frailes).

Cantando cruzan la Historia. Grito y gemido en el canto. Que nunca parió una madre sin el baustismo del llanto.

Cruzados del alba nueva son los obreros de España. Cantando cruzan la Noche Noche oscura y luna negra (sotana y borrón de frailes).

En la Noche negra Noche: los fusiles proletarios. Cada fusil un candil que empuja a la Noche afuera.

Oh! fusil de proletario. Dos brazos de luz te escoltan. Y una luz alta en la frente señala caminos claros.

Octubre 1936

107 MIRADLE

Miradle. Entre la tierra yace su mano, flor cerrada. Oh! flor primera de la España obrera. Primera muerte de vida venidera.

Mirad su cara de perfil obrero. Quien apagó esta sangre, Quien apagó esta vida, sembró la tierra de vida venidera.

Oh! manos asesinas. Oh! caras torvas. Tornóse siembre vuestra siega infame. Y esta flor o espiga que segasteis será jardín, trigal será.

108 U N A ANECDOTA

En mi libro sobre Falco conté dos o tres cuentos de bo­ rrachos con él como actor. Descarté o callé algún otro, tal vez por temor a que mi lector lo pensara más bebedor de lo que en realidad era. En una de las primeras páginas digo: "Si más de una vez lo vi beber — durante algunos años bebió (bebimos) algunas copas de más— , sé bien que lo hacía co­ mo contribución a la fraternidad de los amigos reunidos para quemar la noche hasta el fin”. Reitero ahora: Falco bebía cuando la amistad ardía como una fogata y lo hacía por aque­ llo tan sabido de que el alcohol aviva todo fuego. En la nota que titulé Un sueño robado digo en un paréntesis: "no era un borracho y bebía, sin duda, para desparramarse y no ne­ cesitaba mucho alcohol para conseguirlo”. Este desparramarse alude a un hecho compartido; no creo que haya nunca levan­ tado sin amigos a su lado (bien podía hacerlo, ya que en sus horas de solitario equis andacalles pasaba diariamente por la puerta de mil boliches). Nadie crea que la estoy jugando de hijo de Noé en aquello de encubrir o cubrir borracheras: si Falco hubiera sido un borracho lo escribiría con todas las letras. Alguna vez he dicho, variando un verso de Díaz Casanueva: "Las borrache­ ras tiran de la nada la parte mía que aún no tengo”; otros han dicho más de una vez que un borracho es un intoxicado y que todo intoxicado es un místico que se ignora...

La anécdota que voy a contar (a pedido de Jorge Ruffi- nelli) ocurrió allá por la década del cuarenta, cuando Falco vivía con sus padres y su mujer en la casa soleada y humilde de la calle Flerrero y Espinosa — casa a la que se iba en los ómnibus que van por Millán y de los que correspondía bajarse en la esquina de Estomba— . Muchas veces he imagi­ nado a el Viejo escribiendo su poesía en aquella casa, en la soledad del pequeño, desmantelado altillo que era su lugar de trabajo; esta noche, no sé por qué, quiero imaginarlo in­ clinado sobre los borradores de un determinado poema, ese que se llama DESEO, ese cuyos versos (especialmente los últimos) tanta gente sabe hoy de memoria, ese que dice:

109 A veces quisiera uno sin días que lo nombren, perderse, camino hacia el olvido. Porque para qué alumbra el día si tantas muecas de los hombres, como un mapa de angustias e indescifrables signos de mariposas muertas, giran sin término.

También quisiera uno, luego de tanto y tanto amor al aire, que un árbol se recline a bebemos la frente.

Una noche como tantas varios amigos nos largamos a vagabundear, a hacer calles y enhebrar boliches; no recuerdo con exactitud quiénes éramos ni cuántos. Recalamos, hacia la madrugada, en un café de la calle Andes. En cierto momento Falco abandonó su silla y se encaminó — con pasos inseguros, es lo más probable— hacia Caballeros. Pasaron minutos, mu­ chos. Luis A. Larriera (el entrañable Indio barriera, hoy tam­ bién muerto) me pidió con tartamudez solícita: — Che, va-vasco; fi-fijate qué le pa-pa-pasa al vie-viejo. Entré a Caballeros y vi a Falco. Estaba de pie, de cara a la pared, inmóvil, el brazo derecho en alto, la mano asida al caño de bajada de la cisterna del water. Había desbebido largamente, sin duda, y había dejado a su cuerpo como olvi­ dado en aquella posición. — Che, viejo — lo llamé en vano. Tuve que golpearle suavemente la espalda y levantar la voz: — ¡Eh!, poeta sonámbulo. Volvió la cabeza, me reconoció, me sonrió como si hi­ ciera varios días que no me veía, dejó morir despacio la son­ risa, me pidió con cariño y mansedumbre: — Avísame en Millán y Estomba.

110 A PROPOSITO DE UNA ENTREVISTA

Hace varias semanas recibí una carta de cuatro estudian­ tes, dos varones y dos mujeres. Pedían entrevistarse conmigo para hablar de Falco. Contesté, por supuesto, accediendo; pero me creí obligado a advertirles que muy poco podría agregar a lo dicho en mi libro, que ellos decían conocer. Respondie­ ron que no importaba y la entrevista quedó concertada para mi próximo viaje a Montevideo. Eran muchachos realmente simpáticos. Se sabían de me­ moria gran parte de los poemas de Falco y era evidente que habían leído muy bien mi libro. Hablamos extensamente (ha­ blé yo mucho más que ellos, como era lo natural) y la en­ trevista terminó tarde de la noche. Me he despedido de los muchachos en la esquina de 18 de Julio y Yaguarón. Hace frío; me levanto el cuello del pilot. Tengo la garganta áspera de tanto hablar y tanto fu­ mar. La casa en donde hay una cama para mí se encuentra a unas cuantas cuadras, más allá de la Plaza Independencia. No se me ocurre esperar un ómnibus y echo a andar despa­ cio, con las manos en los bolsillos. Es una noche baja y hú­ meda. La calle está casi desierta. No voy del todo solo. Acabo de hablar de Falco durante casi tres horas y diría que algo de él me acompaña; es algo que parece caminar a mi lado o, mejor, que me sobrevuela de muy cerca, callada y tenuemente. Tal vez por eso hago todavía más lentos mis pasos. Debería estar triste pero estoy muy lejos de estarlo: tanto hablar de Falco me ha caído bien. Es fría de verdad la noche. Voy pensando que aquellos muchachos mostraban tener por Falco no ya admiración literaria sino un amor de adictos o devotos por el hombre que está detrás de la obra escrita, por el poeta-hombre que es siempre el hombre Líber Falco. Recuerdo el final de una frase de mi amiga E. L.: "...por­ que Falco más que lectores tiene hinchas”. Recuerdo tam­ bién el caso de la joven madre que entra a una panadería eon el bebito en brazos y, ante la clásica pregunta, contesta

111 que éste se llamará Líber "por un poeta que murió hace tiempo” . . . Me digo que las adhesiones de este tipo son siempre un tanto misteriosas, me digo que la que suscita Falco puede asemejarse a las que provocan — casi independiente­ mente de sus grandísimos tamaños de poetas— un Antonio Machado, un Paul Eluard. . . Camino tranquilo, rememorando versos de Falco, vol­ viendo a ver como en un film las caras atentas y los ojos lucientes de interés de los muchachos, reconstruyendo sus in­ terrupciones, sus preguntas. Pienso que Falco — que por cierto no escribía para conseguir nada— ha conseguido algo a la vez muy difícil y muy hermoso: esa adhesión vital, llamémosla así, de quienes lo leen con lo que alguna vez llamé un poco tontamente "la necesaria disponibilidad de corazón”. Recuer­ do entonces aquel cuento — ¿de quién?— en el que el dis­ cípulo peregrina donde el maestro, no para aprender más (el viejo maestro ha dicho todo, y muy bien, en sus libros) sino para verlo vivir lo cotidiano, para verlo encender la pipa, atarse los cordones de los zapatos, besar a su mujer cuando regresa a su casa. . . Recuerdo asimismo cierta vez que un joven desconocido me buscó para preguntarme en qué lugar de qué cementerio estaba enterrado Falco; quería, me dijo, visitar su tumba y llevarle flores. Este recuerdo me trae late­ ralmente el de una mujer que, en días de partir para Fran­ cia, manifestó que una de las razones de más peso de su viaje era el propósito de pasar por Collioure y visitar la tumba de Machado. Noto de pronto que estoy un poco emocionado y me detengo. Siento una pena abstracta, extraña. Saco las manos de los bolsillos y hago con ellas un vago gesto defensivo. "No”, me digo simultáneamente, tal vez en voz alta, y ahu­ yento de mí, como a un perro, esa pena. Falco está muerto con más de veinte años de muerto, me digo, y no caben lamen­ tos ni cosas parecidas. El tiempo es el paso del tiempo, sigo dioiéndome, y al fin y al cabo somos tiempo o carne en el tiempo: tampoco hay lugar para rebeldías ni exorcismos. Todo está bien así, concluyo, y si no está tiene que estarlo porque no puede ser de otra manera. . . Guardo de nuevo las manos y reemprendo mi caminar, quizá más lentamente todavía. Voy

112 otra vez tranquilo, y tranquila también el alma, también ella con las manos en los bolsillos. Llego a la esquina del Palacio Salvo y me entreparo a mirar por un momento, en la semipenumbra, un escaparate de libros. Pasa un taxi vacío, veo venir luces que deben ser de otro. Me asalta la idea de tomarlo y hacerle dar una vuelta alrededor del cementerio (el del Buceo) donde una tarde de­ jamos a Falco en el definitivo estar solo que él tanto temía. Rechazo esa idea: estos años no son para cosas de ese orden y, además, ya he rebasado largamente la edad de hacerlas. Sigo caminando. La Plaza Independencia es un descampado en el que se ha repantigado a sus anchas un pedazo de esta noche sin cielo. La Ciudad Vieja se aprieta sobre su vejez y estrecha sus veredas de una época un poquito fantasmal. Llego a la casa en donde voy a dormir. Los muchos escalones me sepa­ ran de las calles, de los tentadores taxis vacíos, de la noche trasnochando en las calles, de la ciudad y su millón de dur­ mientes, sus algunos despiertos, sus recién nacidos que inau­ guran el llanto, sus velorios nuestros de cada noche, sus hon­ dos, voraces cementerios. . . Estoy cansado y, seguramente, dormiré muchas horas. Mañana será otro día.

113 PARA TERMINAR PREGUNTANDO

En cierta ocasión regalé a una muchachita de mi parentela (que sólo por haberlo oído nombrar conocía a Falco) un ejem­ plar de TIEMPO Y TIEMPO que a su vez me acababa de rega­ lar Raviolo. Días después ella me dijo: "Precioso el libro que me regalaste; hay poemas tan lindos que a veces me pareció que ya los había leído antes”. Esta frase me dejó intrigado, pen­ sando. Y ahora pregunto: ¿En ese modo de llegar, tan directo y rápido que incluso puede parecer previo, no debería buscar­ se — siquiera en parte— la explicación de la sorprendente "for­ tuna literaria” de Falco, esa que para muchos sigue siendo mis­ teriosa? ¿No es curioso que Falco, hombre que por cierto fue uñ singular, haya dejado poemas que son para todos de ún modo inmediato.. . a veces tan ultra-inmediato que hasta pueden confundirse con imposibles recuerdos de ellos? ¿No será el secreto de Falco haber llegado, por hondo, a traducir naturalmente lo simple-común de nuestras honduras? El tiempo, el paso de los años — ¿en ellos?, ¿en noso­ tros?— parece hacer mejores y de más calado los versos de Falco; ¿no será él, todavía, un poeta más importante de lo que creemos?

114 INDICE DE POEMAS

Sábelo ...... 11 Fuera locura pero hoy lo haría ...... 11 Biografía ...... 14 Regreso ...... 20 Destino ...... 22 Para vivir ...... 23 Solo ...... 31 Para no pensar lo que debes pensar ...... 33 Momentos Despierto en la alta noche ...... 35 Era la soledad ...... 36 Con verde lengua ...... 36 Con esto tam poco ...... 41 Esta calle vieja ...... 36 Aquel miedo, aquella idea ...... 37 Invitación ...... 44 A Pedro Piccatto ...... 48 A Piccatto ...... 49 Pensando en Luis A. Cuesta ...... 50 Pensando en Luis A. Cuesta ...... 52 Cuando desciendo o subo ...... 59 Apunte ...... 62 Sólo tu amor, Señor ...... 63 Final ...... 64 Oh! sabio Sócrates ...... 64 Final-Radiografía ...... 65 Evocación ...... 65 Ultima cita ...... 72 Nuestra España ...... 76 Juan S u e ñ o ...... 77

115 Lo que fue ...... 78 Extraña compañía ...... 79 Visita ...... 80 Volver II ...... 81 Despedida ...... 82 La moneda ...... 83 Canción por la España obrera ...... 104 Miradle ...... 105 Deseo ...... 107 INDICE

Nota a la presente edición ...... 7 Prólogo ...... 9 Primero ...... 11 Segundo ...... 27 Poemas ...... 79 A péndice Una carta de F a lc o ...... 87 Pedro Piccatto por Líber Falco ...... 89 Pedro Piccatto por Mario A rregui...... 91 Quince años después Un sueño robado ...... 95 A propósito de un poema nunca e sc rito ...... 99 Una anécdota ...... 109 A propósito de una entrevista ...... 111 Para terminar preguntando ...... 114 Indice de poemas ...... 115

Impreso en setiembre de 1980, en IMCO Imprenta Cooperativa, Gaboto 1918, Montevideo Edición amparada al art. 79 de la Ley 13.349 Comisión del Papel Depósito Legal 153.138

Líber Falco sigue siendo uno de los poetas uruguayos* que mayor adhesión y fervor despierta entre nosotros. Su obra, breve pero densa, reunida postumamente en TIEMPO Y TIEMPO, concita tanto interés como la imav gen que de él han mostrado sus amigos con irrenuncia- ble y unánime devoción. Publicado hace más de quince años y rápidamente ago­ tado, el LIBER FALCO de Mario Arregui -testimonio emotivo y a la vez lúcido sobre el poeta, ceñida evoca­ ción del Montevideo de los años 40, con sus cafés, sus calles, y sus noches interminables- vuelve a ofrecer, en esta nueva edición ampliada, una serie de anécdotas y reflexiones que restituyen un cercano mundo de sabo­ res entrañables.

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