Contratas de sangre y algunas noticias imaginarias

JORGE RUIZ DUEÑAS RECTOR GENERAL Salvador Vega y León

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ISBN de colección electrónica: 978-607-28-1863-7 ISBN de obra electrónica: 978-607-28-1864-4

Publicado en México Para Marco Antonio Campos empeñado en que los poetas de su tiempo no seamos una noticia imaginaria Cada vez que o meu propósito se ergueu, por influência de meus sonhos, acima do nível quotidiano da minha vida, e um momento me senti alto, como a criança num balouço, cada vez dessas tive que descer como ela ao jardin municipal, e conhecer a minha derrota sem bandeiras levadas para a guerra nem espada que houvesse força para desembainhar. [...] Têm todos, como eu, o futuro no pasado

Fernando Pessoa

* Cada vez que mi propósito se enaltecía, por influencia de mis sueños, por encima del nivel cotidiano de mi vida, y en un momento me sentía superior, como un niño en el columpio, cada una de esas veces tuve que bajar como él al jardín municipal, y reconocer mi derrota sin llevar banderas para la guerra ni fuerza para desenvainar la espada. [...] Todos tienen, como yo, el futuro en el pasado. (N. del E.) AVISO INOPORTUNO

sto comenzó en una década llena de profetas del corto plazo ocupados en descifrar el fin de los tiempos. Entonces inicié el registro de pasajes privados y establecí nexos con estos relatos. Fueron años amenizados por una simbólica orquesta del E Titanic y el mundo tenía el sabor de la impaciencia para cruzar así a la otra orilla del Apocalipsis secular. Traspasado ese umbral el frenesí no se canceló. Tal vez por ello siempre sentí el peso de ojos indiscretos dispuestos a dar otra versión. Pero hoy están todos ocupados por la crisis en turno, las inundaciones y las sequías. Estas historias íntimas y repetidas a diario por personas empeñadas en no ser sólo una ilusión, me resultan entrañables. Sus desenlaces no han importunado a nadie, salvo, por supuesto, a los protagonistas. Recuperé también asuntos escritos previamente o quizá leídos en rincones de periódico y en libros de otras épocas aptas para el asombro. No dudo haber escuchado algunas informaciones en la radio al aguardar orientaciones viales o en habitáculos como los ascensores y las salas de espera de consultorios y oficinas públicas. Los andenes, las filas de los pensionados y los velatorios también son espacios adecuados para la reflexión. La perspicacia de los alcaldes en resolver los problemas de vialidad, nos ha permitido la experiencia de vivir sitiados por aglomeraciones delirantes (ya es posible leer, escribir y adquirir artículos de inmediato consumo y primera necesidad en las calzadas de alta velocidad). Con el tiempo las páginas se expandieron y surgieron tramas posibles aunque dudosas. En cualquier caso resulta inútil indagar si aquello fue un ejercicio imaginario. No dudo haber añadido rasgos improbables, mas resulta difícil distinguir ahora cuáles fueron. Por supuesto, la imaginación siempre ensaya sus mejores recursos y pude entonces creer en su existencia. Esto no me asombra. Cada vez es más tenue la línea por donde transitan los espejismos y los pequeños dramas, incluso la separación entre los héroes anónimos y los desalmados. Al final, entre las dolencias personales, el humor involuntario y nuestra mediocridad, puede quedarnos apenas lo descrito por Conrad: “el gusto de la muerte subiendo por la garganta”. En otras ocasiones, el husmo de la carne y la sensualidad también se vuelven destino. Hay aquí renglones del desastre pero no existe un propósito práctico al hacer estos recuentos vagarosos. Sólo pretendo no distraerme con la realidad. De hecho, muchos pueblos hicieron religión de consejas y cotilleos. Pasado el tiempo, los adictos al futuro divulgaron informaciones en forma anticipada. Otros creyeron inventar crímenes para horrorizar a sus adeptos, pero esos actos punibles ya habían sucedido. Ignoro si esto lo saben los cronistas o no quieren recordarlo, esa es una antigua fórmula para el olvido. A mí me mueve más una frágil certeza: la verdad es múltiple. Hay que dudar de ella pero conviene echar mano de la tolerancia porque podría ser cierta. Algo similar llevó a Marc Bloch a pronunciarse contra la extravagancia de la casualidad y la superstición de la causa única. Sin embargo, no pretendo justificar a los narradores pues son mitómanos inofensivos, salvo quienes caen en la tentación de falsificar la historia: el reducto maleable de los hechos según la memoria de los muertos. Éstos intentan hacer del relato algo definitivo y se piensan actores privilegiados del pasado común. Nadie lo es. Para ello han contado con la pereza de sus interlocutores. Lo aleatorio del mundo, la fragilidad del arte de la memoria, el juego de la voluntad y la engañosa naturaleza de la mente, siempre desembocan en alguna pasión. Incluso la de fundir la ficción y la realidad mediante engaños de la intuición. En ocasiones, más allá del orden social, acaso la trama queda a merced de la obsesión por los efectos y la sincronía del laberinto moral de las tragedias o de la comedia involuntaria. Sin embargo, la naturaleza de las noticias imaginarias o la verdad vulgar son irrelevantes ante el dolor de la existencia y la ironía donde se sostiene. Lo reconozco, la incredulidad es un prejuicio mediocre. No se trata de enlazar la lógica de la voluntad, sino la sensibilidad de las épocas en la piel de las mujeres y los hombres. Tampoco de estancarse en la visión de la vida de cada pueblo, la conmoción social o la putrefacción de la política. En verdad, dejaron ya de importunarme los hechos colectivos, si bien sé que las heridas individuales se suman en la historia y arbitrariamente deslizan su hiel en los relatos de la gente. No hay límites para los hechos de los seres humanos tan desvalidos y defraudados por el azar. Sólo esto me conmueve. CONTRATAS DE SANGRE

n nombre de la prosperidad se declaró la guerra a los apaches. Se resistieron a abandonar su forma de vida trashumante. Así, se invitó a los pioneros de los territorios del norte a extinguirles sobre la piel árida de aquel paisaje. Las recompensas E convenidas para eliminar a quienes accidentaban el progreso se documentaron en las contratas de sangre establecidas por el gobierno de Chihuahua. En 1849 la legislatura local ofreció mediante formal decreto diversas recompensas por cada indio cautivo o muerto en batalla. Las mujeres de cualquier edad o los menores de catorce años tenían un precio bajo que aumentaba si se les presentaba prisioneros. Ya en el siglo xvi los cronistas españoles les describían como gente bestial. En realidad, apache parece significar “enemigo”, y el término abarca a un conjunto variado de tribus intratables. La queja contra ellos en ambos lados de la frontera entre México y los Estados Unidos era su carácter indómito, reacios a aceptarse como seres inferiores. Ahora, esos singulares criterios vuelven con disimulado entusiasmo al mundo entero para allanar el camino del porvenir. Es posible no percatarse de ello, tal el virtuosismo de los poderosos cuando hacen de las suyas por la fatiga de los individuos inermes. No siempre se conoce a los verdugos. En numerosas ocasiones éstos ni siquiera saben el papel representado. La mayoría incluso resulta sujeto de otras contratas. En realidad están dadas las condiciones para prescindir de ellos y culpar al destino. Así ha sido siempre. Los promotores de la tolerancia pudieron comprobarlo en las características del relieve escultórico de la rotonda del Capitolio en Washington, D. C. Sobre todo en las dimensiones superiores y el gesto fiero del indio que lucha contra Daniel Boone. Esto lo confirmo en cada visita a esa emblemática ciudad. Allí coincide la burocracia del mundo como en la antigua Roma con mensajes de las provincias lejanas. El escultor, al igual que otros artistas, trazó un nativo amenazante y violento. Lo cierto es que la ley de reubicación del gobierno de los Estados Unidos de 1830 forzó a los pueblos primigenios a una migración forzada, muchas veces a pie y a lo largo de miles de millas de distancia sobre el suelo irritado. Se trató del desplazamiento masivo en un “sendero de lágrimas”. Condenadas las víctimas a la expulsión, debilitaban su renuencia y las sometían a la voluntad del agresor con los instrumentos del Estado de derecho occidental: una versión del paraíso perdido a punta de pistola. A propósito de Marrakech, Elías Canetti prescribió el siglo pasado, es decir ayer, la consigna de que todo viajero ha de ser implacable. Los pioneros del Mayflower y sus herederos sin duda lo fueron con la historia de su origen a cuestas. Los perseguía la intolerancia pero también la necesidad. Así actúa cualquier invasor al proclamar su verdad. Esto no resultó conveniente a los ancestrales pobladores de la tierra firme. Numerosas pinturas y grabados de artistas europeos muestran en momentos históricos la presencia de indígenas americanos semidesnudos ante ilustres personajes de la época, cubiertos con pesadas ropas y encajes. Sobre esas escenas se ha hecho notar que unos padecían frío u otros se quemaban bajo sedas y brocados. Algunas veces se añadían monos y papagayos en las ilustraciones para acentuar lo exótico de los encuentros. Lo cierto es que la gente del Nuevo Mundo vestía de acuerdo con las condiciones ambientales. Así lo ha hecho la humanidad desde su aparición sobre la Tierra, limitada por la tiranía de la moda o la escasez de materiales. Pero el mensaje es el del buen salvaje necesitado de los bienes de la cultura dominante y su asimilación inevitable. Hoy, en la América sajona y en la América mestiza, con mujeres y hombres vestidos o desnudos, arriba o abajo del río Bravo, sin importar el color de la piel existe un gran territorio por conquistar. El orbe mismo es ya el gran coto para similares contratas de sangre sobre cabezas o espíritus. Ahora todos podemos ser cazados o ser víctimas de la ambición ajena y de nuestra soledad. Importa el poder y sus manifestaciones, a veces de manera imperceptible: una mujer adquiere bienes para su familia y cree ejercer su soberanía de consumo con artículos producidos en países remotos por niños tan tiernos como los suyos. Dos ancianos se disponen a firmar una hipoteca con plazo superior a su expectativa de vida y suponen burlar al sistema financiero ante la mirada astuta de un joven corredor de bienes y raíces. Los obreros pagan cuotas de seguridad social pero ese sistema no estará en condiciones de atender a sus futuras enfermedades de humanos en declive. Los políticos reclaman el voto y aparecen como redentores en un mundo imposible cobijados por hipótesis múltiples de la democracia. Hay jóvenes sin oportunidades de aprender en un mercado laboral precario pero exigente de capacidades certificadas por los empleadores. En todos los países en expansión global gobernados por descendientes de emigrantes, los nativos fueron, aún lo son, atropellados por la modernidad. Desencadenados el desplazamiento y nuevas movilizaciones humanas, continuas y numerosas, sólo se busca el sustento. Mas los nuevos nómadas llevan también consigo sus emociones y por ello se les trata con temor y desprecio. El amor se vuelve un riesgo cuando millones mueren infectados por enfermedades quizá diseñadas en laboratorios de guerra. La limpieza de sangre inocula la maldad entre religiones y razas, pero se han visto cadáveres de mujeres de tez morena o rubicunda con los vientres abiertos para extraer su descendencia, blancos torturando a blancos y negros decapitando a negros. Los terroristas detonan cargas explosivas sobre sus entrañas. Los perros se alimentan de cadáveres humanos y la sangre fluye en las pantallas de los televisores, mientras las familias observan durante la cena a miles de kilómetros de distancia un espectáculo de la realidad debidamente patrocinado por empresas de origen incierto. Los indios navajos de antaño, excluidos o incluidos como apaches por los etnólogos, hoy abren casinos para vaciar los bolsillos de los hombres pálidos. Otros venden artesanías alguna vez desdeñadas por los ancestros de sus nuevos clientes. ¿La cabellera de quién está ahora en juego? Sucede también que nosotros mismos ponemos precio a nuestra testa para acabar con un sufrimiento inextinguible. Clavamos la daga en quienes amamos o bebemos el silencio que invade nuestra conciencia llena de secretos insignificantes, pero letales. Sufrir la esclavitud que nos hemos impuesto es el más refinado truco del ángel de la libertad. Ahora mismo observo antiguas fotografías de esos apaches extintos. Ornamentados con collares y blandiendo una carabina antigua en busca de ardillas y la bendición del viento, en sus rostros adivino los nuestros. Al calor de las hogueras perdidas en la noche de la pradera, o en el clamor de la mañana mostrando los taludes de montes de almagre y arcilla cobijados por la bóveda azul, veo a nuestros hijos. Mientras, los círculos de buitres atisban la muerte con los cirros altos en perenne fuga. Ciertas sonrisas en estos daguerrotipos aparecen en la epidermis de papel con la misma ingenuidad de hoy en el rostro de los niños de Copenhague, cuando descienden de los juegos mecánicos de Tívoli. En otras ilustraciones se ve a mujeres jóvenes. Bien podrían ser un par de visitantes al zoológico de Berlín o chicas de compras por las alucinantes calles de Kuala Lumpur. Tal es la ventaja de los impresos bitonales que ocultan la paleta de la piel. Nadie objetaría si se describe el rostro de ese apache de la montaña con su camisa pulcramente abotonada, como el de un cazador islandés de ballenas, o bien, podría tratarse de un turista a bordo de algún buque británico al surcar las grandes aguas del Pacífico Sur. La vida de un campesino africano narrada por una voz anónima en pulcra traducción digna de Racine con cintillos en japonés, no dista mucho del lapón otoñal oído y visto una semana antes en la misma frecuencia televisiva, al narrar sus desventuras económicas. Entonces, ¿qué nos alienta en este desolladero? ¿Cómo incendiamos nuestras vidas mientras los granos de sílice caen por el estrecho orificio de cristal? ¿Cuándo regresarán las sombras a anunciar la madrugada del mundo y las peregrinaciones nos impulsarán por las calles sin nombre en las nuevas metrópolis? ¿Somos acaso tan diferentes si recibimos igual paga de los dioses ebrios y sañudos? ¿Acaso la luz es suficiente causa para la dicha y la señal es el susurro de una canción? Quizá todos somos el pastor de ovejas y el labrador de la tierra, unas veces Abel otras veces Caín, nostálgicos de la fuerza sanguínea perdida en la ruta de la infancia. Te lo digo a ti cuando descubres mi texto en un viejo periódico arrugado para amortiguar cualquier caída de una caja tapizada por los años y deslizada en el desván donde no se da espacio a lo nuevo. Incrédulo lees como yo leía a mi padre y luego me desechas en el papel amarillento de este empaque tan combustible como el tiempo. Se filtra la luz matizada por el polvo en las pequeñas ventanas de la buhardilla e ilumina tus ojos. El mundo es tuyo pero es el mismo. A tu paso te estorba este hacinamiento de objetos desvencijados. Te estorban las historias que guardan el olor irritante de lo viejo. Subes la escalera y en el rellano vuelves la mirada condescendiente. Nada de esto te importa ya, pero es incómodo echar el pasado al carromato del ropavejero saturado de incógnitas. Exige un esfuerzo y no estás dispuesto a ello. Entra el ruido de la calle, el paso apresurado de los automóviles y los viandantes sin destino. Al salir apagas la luz mortecina del sótano. Sonríes finalmente convencido de que el presente es el único tiempo conjugable. VISTO EN UN BAR AMERICANO

n la pantalla corre un gladiador pertrechado con armaduras como las de los hombres que pisaron la arena del Coliseo de Tito Flavio Vespasiano. Entonces como ahora el clamor de las multitudes era la voz de la victoria. Es el ruido de las identidades. E El atleta desprende el casco de su cabeza. Unas gotas de sudor resbalan hasta sus ojos y nublan por segundos la mirada: las ráfagas luminosas sobreponen en su vista la imagen del estadio hasta estregar con un puño las cuencas de los ojos. El alarido crece. Otro obús sin espoleta cruza el aire y cae en el musculoso regazo del corredor que traspasa un arco de austeridad tubular. La multitud estalla de nuevo entusiasmada. Los desempleados de Chicago olvidan su trance en la neblina de un bar de Englewood frente al televisor, y se alivia el malhumor de los livings en departamentos malolientes del suburbio. También ellos se unen a la celebración ritual. Éste es un gueto, el ingreso general está debajo de la línea de pobreza. Hay peores sitios como Near North Side y Riverdale, el área inexpugnable de la mafia Molotov y sus demonios. El gladiador afroamericano en el campo y en el corazón de estos hombres se enfila así a la avenida de la fama y a los contratos con muchos ceros. Del otro lado de la pantalla electrónica la turba aún suma ceros a la izquierda entre espumarajos de cerveza. Afuera todo se hunde en las tinieblas y en el flow y el beat rabiosos de un rap que brota de algún callejón. No deja de sorprender el anacronismo del poderoso radio de casi una yarda de longitud y quince libras de peso que ahora les acompaña silencioso mientras cuelgan del cuello de todos, como escapularios de la fe digital, sus IPods cargados con una fonoteca babilónica. Pero el armatoste suele ser oído cuando lo llevan en un Cadillac convertible antiguo del color de los flamencos, inmaculado como el brillo del colmillo de oro de su líder y desafecto a la sonrisa. Mientras, el fuego en un barril de lámina acelera los corazones. Aquí no hay sitio para el narcoturismo citadino. En el bar todos los hermanos parecen salidos del circo romano. Una agria pestilencia de sudor supera el rumor de sus palabras entrecortadas y dialectales. Aquí no está la gloria del imperio. Fuck you! CONFESIÓN SANGUÍNEA

ara donar sangre sométase al registro del cuerpo y a las confesiones genitales. ¿Ha tenido trato reciente con prostitutas? ¿Mantiene relaciones secretas? ¿Ha padecido el mal de Chagas? La mirada ausente de la joven enfermera sigue con P indiferencia sobre el cuestionario donde traza pequeñas cruces. No me ve. La luz nos inunda. Viene de todos los rincones del cubículo. Un mediodía artificial me invade y en las manos siento alacranes ascendiendo de manera decidida. Ella piensa en sus problemas: el agobio de la madre enferma y el aborto de la hermana estuprada a bordo de un vagón del tren suburbano. Luego le bastan fracciones de segundo para imaginarse fundida con la protagonista de una telenovela avasallada por caricias furtivas, aunque su desolación está presente cada mañana cuando hunde la mirada en la fragmentación del espejo roto. Por el altavoz llaman a un médico prestigioso. Lo sé porque es noticia frecuente. Cierto día coincidí con él en los urinarios de un hotel de lujo. El aviso es seguido de la solicitud de brigadas sanitarias para hacer una faena extrema rumbo al pasillo norte del cuarto piso: se ha derrumbado entre excrecencias un anciano alojado en los cuartos de distinción. Nada detiene el repiqueteo de los teléfonos no contestados. Una legión de oficinistas discute sobre la pertinencia del registro evacuado por la impresora láser del sistema central de expedientes clínicos. La voz adiestrada en fingir dulzura identifica la llamada a la Unidad Especial de Análisis Externos del Centro de Especialidades Médicas en el Anexo B del Hospital de la Misericordia de los Dulces Nombres. Le indica la voz melosa al inoportuno del otro lado de la línea telefónica haber sido conectado a la extensión equivocada. Sugiere llamar otra vez al conmutador del nosocomio y pulsar de manera precisa el número correspondiente de la lista suministrada por la grabación del sistema automático de orientación, información y bienvenida de este inefable centro privado de salud. Entonces oigo un dispositivo externo de impresión al expedir facturas a alta velocidad y la puerta abatible sacude el aire de la sala donde me encuentro. Mientras, numerosos guiños de colores dan las instrucciones debidas a la operadora del vampiro mecánico alimentado ya con el flujo conectado a una de mis arterias. “En un momento concluimos. No se aflija”, dice otra mujer de modales corteses tras gafas de carey y gran cofia que corona su rostro ajado. Yo me pregunto del resultado de un posible olvido si permanezco entubado a la máquina sedienta. Imagino mi languidez paulatina precedida de frío y un sueño invencible. La enfermera adivina mis temores y me asegura la infalibilidad del costoso aparato calibrado para suspender toda actividad más allá de la medida previamente definida y no superior a la norma estándar internacional de extracción sanguínea. La explicación no alivia mis dudas. Entre tanto, el equipo succiona un espeso granate líquido. El donante vecino, posiblemente un recién llegado a las experiencias de éxito, se queja porque la bebida para reponerse no es de su fruta preferida. Observo sus gestos y rostro plenos de soberbia. Me pregunto cuál es su razón para estar aquí. No basta entonces su fortuna ostensible para obtener la salud de algún pariente. Se hace notar para cobrar después dividendos emotivos. Está a punto de llevar a su enfermo a Houston –según dice–, porque no ve progresos y está harto de la cafetería local. Su chequera es a prueba de virus. Así lo cree él. Yo cierro los ojos bajo la luz fría del neón y esquivo su mirada. Se desvanece como una alucinación. Escucho después a lo lejos la charla de los técnicos malhumorados aún por la pifia del jugador estrella de su escuadra deportiva favorita. El domingo aciago se percataron de la imposibilidad de ganar los pronósticos de la rivalidad. Mientras, mi amigo exhausto desfallece tres pisos arriba de este sótano aséptico, necesitado de una pinta de mi sangre. ARCHIVO MUERTO

quí hay mucho papel impregnado de maldad. Así es la historia. El investigador solicita archivos de una guerra sucia. Los empleados enigmáticos traen legajos extraídos de cámaras frías y embalajes parecidos a la morgue. El consultante ve A espectros salidos del papel donde se pudre la carne de los victimados. Ahora, para consignar los hechos cabalmente porque intenta hacer un ensayo equilibrado sobre causas y efectos, pregunta por los otros muertos, los correspondientes a las fuerzas represoras del Estado. De ninguna manera, le responden. Aquí sólo guardamos los cadáveres en turno. Habrá de esperar el tiempo de los victimarios. Entonces cambiaremos de expedientes. Estos ciudadanos para ser héroes involuntarios aguardaron treinta años. El académico francés que ahora lamenta haber propuesto una disertación doctoral sobre un país pretendidamente surrealista, descubre la vena esencial e hiperrealista de esta nación. Sale del recinto entre el trino de invisibles aves en los robustos árboles externos y el rugido de autobuses humeantes que hubiese envidiado Himmler. No sabe por qué, pero masculla: J’irai cracher sur vos tombes. Su primera lectura prohibida: la novela proscrita de un supuesto autor negro llamado Vernon Sullivan. En realidad se trataba de un escritor blanco cuyo nombre resultó ser Boris Vian, fulminado por un ataque cardiaco en Le Petit Marbeuf durante la proyección privada de la película basada en su novela a la cual acudió de incógnito dada su diferencia con los cineastas del filme. Este multifacético escritor, como los sacrificados sujetos a estudio del desconcertado doctorando, no pudieron escupir sobre las tumbas de sus verdugos (algo menos drástico que Sartre al orinar la lápida de Chauteaubriand). Parafraseando a Sade, si no vivieron más fue por falta de tiempo... EMIGRANTES DEL CARIBE

odos somos emigrantes!, se oyó decir en el auditorio. Un comentario casual en un receso del congreso me informa sobre cincuenta familias emigrantes de Puerto Rico dispuestas en 1903 a ser engullidas por la selva de Quintana Roo. El año ¡T anterior se había decretado la federalidad del territorio. En la época de su llegada se efectuaron las primeras elecciones municipales y también fueron poblados algunos precintos con enemigos del régimen. El terreno ya no es como antes, me dice una vieja cronista del lugar mientras vemos la tarde marina en la boca de la laguna de Nichupté. Lo dice como si fuese necesario ilustrarme sobre el progreso y su derrama de dones en la tierra de los mayas, justo cuando otros seres indiferentes a Kukulcán se mueven entre el mundo de los muertos y las bolsas de valores. Donde se extendía el reino vegetal hoy se levantan hoteles de cinco estrellas de cadenas foráneas, atendidos por batallones de antiguos campesinos y una especie de generales tropicales enfundados en impecables guayaberas de gerente. Donde ritos sangrientos imponían la fiereza de la lucha bajo la solana inmisericorde de un solsticio engarzado en la copa de las ceibas, ahora los descendientes de los guerreros se disponen a la servidumbre y a recrear el exotismo y la fonética vernácula. Cerca de allí, al ritmo del oleaje y la partitura de las cigarras los opaca la música digital de dragones sonoros mientras se contorsionan los cuerpos de los turistas de presupuesto esmirriado. Ejércitos de nativos amigables dispersos en el globo terráqueo muestran igual mansedumbre y la aceptación de sueldos compensados por gratuidades, ahí donde los ancestros fueron esclavos, señores o sumos sacerdotes. Me pregunto ahora: ¿de qué se alejaban los boricuas cuando pidieron ser colonos? ¿Por qué dejar la plenitud verdina de los litorales isleños, la mirada puesta en la eternidad desde la fortaleza de San Juan? ¿Cuál etapa de la prosperidad les expulsó hacia esta península donde se arrebuja el mar Caribe? Uno podría inquirir sobre aquellos viajeros dispuestos a entrar a la foresta peninsular a talar árboles de maderas preciosas, mientras la savia avanzaba como río de leche gomosa entre los senderos tortuosos de las hormigas guerreras. Uno podría escuchar el siseo de las víboras en celo mientras columnas de caoba, cedro rojo, primavera, ébano y palo rosa, caían entre las iguanas y la huida discreta de los jaguares. Uno podría adivinar las fiebres del paludismo consumiendo la fuerza de niños y ancianos una tarde inextinguible y asmática flechada por bandadas de garzas blancas. Imaginar, sí, a sus hombres macilentos acariciando la tersa entrepierna de las mujeres en las noches de luna llena. Entonces los lagartos flotaban como troncos al acecho con sus ojos de obsidiana sobre el agua espesa a la espera del calor del día siguiente. Pero no hay forma de responder con solvencia la causa de cada migración, si no es mediante la noción de la adversidad y una excitante desesperación frente a la ilusión de la fortuna. Quizá nada haya cambiado durante un siglo. Quizá las formas de la resistencia ante el augurio de ser presas de contratas urdidas en el vientre de las tesorerías bancarias, se han diluido con el peso de nuestras mañanas ásperas y rutinarias. Quizá por ello estas familias aventureras ahora tengan descendientes en Manhattan, pero también en estos pueblos exiguos cercanos a Chetumal cerca de un mar sosegado de manglares engañosos. —Probablemente firmaron un convenio –dice una colega. Ella sabe de migraciones. Nació en un pueblo de la Mongolia soviética y llegó en las alforjas ideológicas de un aprendiz de guerrillero al amparo del indulto. —Uno puede arrepentirse –terció nuestra amiga la cronista, optimista sobreviviente de dos infartos–. No sería un contrato escrito con sangre. Sobre todo ahora que, según leí, la Corte de Apelación de Santa Ana, California, ha decidido la invalidez de contratos firmados con hemoglobina. Vamos –siguió–, que hasta los pactos de Julio Jaramillo han quedado fuera de lugar... —Suceden estas cosas. Uno cree en la transformación del mundo y descubre cómo éste ha resistido nuestros intentos –añade la otra colega aún con vestigios de acento eslavo mientras tira migajas a las gaviotas y su compañero con una perenne sonrisa de fraile bondadoso fotografía las aves en pleno vuelo. Ella no piensa más en los compañeros de aquel contingente de ilusos frecuentados en Moscú. Pero a veces les recuerda cuando llegó al país que deseaban transformar después de años de entrenamiento y ser capturados apenas descender de la barandilla del avión. Confirmada su inocuidad le permitieron con su entonces pareja instalarse en el pueblo de él, cerca de los grandes ríos y un hervor natural semejante al encontrado por los migrantes de nuestra conversación. Ella no está más con el hombre de las revoluciones imaginarias. Nada entre ellos se había escrito con sangre. Más aún, tras la caída del muro de Berlín y la debacle de los soviets, regresó por su antiguo novio de primera juventud. Este fotógrafo viejo y a la vez jovial, dispuesto a disfrutar de las cosas sencillas de la vida que finalmente ha merecido huir al futuro de sí mismo como antes los otros emigrantes del Caribe. Más tarde el sol vuelve a teñir el mar y emerge de nuevo entre palapas el rostro de un hombre que supo esperar a la manera de un cuento de Chejov. El ocaso nos hipnotiza y olvidamos el destino de los seres itinerantes. NORMA Y PABLO

aminan bajo el sol tibio de la mañana. Ella recarga la cabeza cubierta con turbante sobre el hombro de su compañero. Una sonrisa sutil asoma a los labios pálidos como aquel rostro que mira desde un óleo de Millet. Él la conduce y la protege. Ella C ha decidido marcharse. No más catéter ni alimentación parenteral. Ahora, algo de vida queda por delante. En el césped una gota se evapora y ellos avanzan juntos hacia el mediodía. La luz sobre sus rostros es una despedida. Yo les veo y me revelan otro sentido de la transparencia. Cierto día después de los rituales matutinos ella quiso ver a quienes amaba. Supo, como sólo lo saben algunos elegidos, la llegada del final. Dijo adiós con serenidad. A veces sucede esto a los verdaderos sabios y a los verdaderos santos. Ella por su condición de mujer compartía la naturaleza de ambos. UNA DEMANDA CONTRA DIOS

onald Tanner demandó a Dios. Él es un obrero siderúrgico. Acabó la educación básica e inició su vida laboral muy joven. No fue un buen deportista. Cierta obesidad ganada al devorar muchas libras de fritura barata y su torpeza congénita, le R impidieron siquiera pensar en una beca deportiva para seguir en el sistema escolar de la ciudad. Imaginaba por las noches cómo hubiese sido su existencia de haberse convertido en abogado. Tal fue su ilusión a partir de una serie televisiva donde apreció una versión insulsa del sistema de justicia. Todo esto, además de haber sido declarado inepto para huir de la policía, le evitó ser un delincuente juvenil. Convivió con chicos de varias razas y se supo parte de una minoría blanca en un barrio de la clase trabajadora. No le incomodaba ser el más torpe en los juegos de baloncesto del barrio, tampoco los apodos merecidos en la boca ancha y oscura de sus vecinos. Le avergonzaba sí, su impotencia para ver a los ojos a las mujeres y seguir a un equipo local acostumbrado a no ganar. Pero Ronald ha sido un buen ciudadano y un buen perdedor, paga impuestos y va a misa los domingos. Lo despidieron por estorbar la tecnología de punta y el comercio global, por ello ha decidido demandar a Dios en un arranque de fúrica lucidez. Culpa también en su recurso legal al presidente del país y a otros personajes de la política, porque su madre no sobrevivió a la atención de la seguridad social mientras él recibía la noticia bajo una lluvia de chispas del mejor acero fabricado en Pittsburgh. En verdad sus demandas son de poca monta considerando las posibilidades del Todopoderoso. En la escuela hebdomadaria aprendió la gravedad del pecado de soberbia, pero siempre le inquietó aquello de la predestinación y ser señalado por el Altísimo de manera anticipada merced a su falta de éxito entre los mortales. Le parecía indebido pero nunca lo expresó en público, y un rencor por el insondable designio de los nacidos sin el favor y la gracia de la Divinidad fue carcomiendo su fe. Ahora pide ser reinstalado en su puesto de trabajo, resucitar a su mascota (una paloma blanca ordinaria, si bien no solicita semejante favor respecto de su madre). Reclama, igualmente, la habilidad para tocar la guitarra y pulsarla por las tardes en el porche de su casa. El instrumento lo heredó del abuelo. Le gustaría ahora ejecutar alguna melodía al pasar sigilosa aquella joven vecina abrazada a sus libros y a quien nunca ha saludado. Le gustaría también casarse, tener una familia y sus padecimientos acompañados de las exenciones fiscales. Sin embargo el juez, un hombre severo formado en el principio de la supremacía de la ley sobre la justicia, segundo promedio de su generación en una universidad irrelevante, desestimó su causa por insustancial. Ronald Tanner no se amilana y considera ya la posibilidad de apelar a una instancia superior a Dios. LA LEY Y EL ORDEN

e decía llamado a asegurar el imperio de la ley. Fue condiscípulo del juez del caso Tanner y su jurisdicción era un condado minúsculo de New Jersey. Alguien me hizo saber del rigor legal de aquel inflexible jurisperito mientras caían gotas de sudor S frío por los tulipanes de cristal con vodka en un cubil de burócratas, justo atrás de sus oficinas. El juzgador de Jersey dictó sentencia a favor de un ciego tozudo para garantizar su derecho constitucional de disparar artillería alegando un supremo interés de defensa en aquel pacífico lugar, siempre y cuando lo haga acompañado de un adulto... Imaginé por un momento la escena del peculiar vigilante con su guía, presto a percutir la pistola bajo la casaca al grito entusiasta de: ¡dispara, Steve, dispara! Se trató de dar al invidente las mismas prerrogativas ciudadanas y hacerle poseedor legal de un arma entre 300 millones que pululan en los Estados Unidos. Cosas del sentido democrático de la normatividad y el orden en el país del Primer Mundo con más sonados magnicidios en la era moderna y anfitrión de una industria mayúscula de armas, gracias a la Sociedad del Rifle. En realidad confirmó la autorización dada diez años atrás, puesta en duda por un alguacil precavido cuando el hombre aquejado de ceguera fue hallado culpable de alterar el orden público. Pero los azorados pobladores hubieron de distinguir merced a la sentencia del viejo juzgador, entre una conducta antisocial calificada como delito menor y el derecho de todos a ser homicidas en potencia al amparo de una duda razonable de la legítima defensa. El sistema se basa en imitar lo ya juzgado, según me explicó el mismo guardián del orden local fuera de su horario de servicio. Ahora tan desconcertado como maldiciente, el alguacil inspirado por la bebida que compartíamos se queja del abogado patrono del invidente. Éste sacó a colación el antecedente en otro condado vecino de un joven universitario cuya habilidad visual apenas le permite distinguir la salida de la caída del sol. El estudiante también había querido protegerse y le han permitido portar armas previo examen sustentado con una pistola Mágnum 357 de su propiedad, si bien, se dice también dueño de un rifle AK 47 cuya facilidad para atinar al blanco resulta siniestra, según vocifera con orgullo. Al despedirme del enfadado alguacil aún no se sabía sobre los paraderos del lazarillo y el ciego de New Jersey ni de los testigos de descargo del otrora atinado escolapio, afortunados sobrevivientes de sus aciertos en nuevas pruebas de puntería. Ahora me queda claro, uno debe aprender, sin metáfora, que la justicia también es ciega. LOS MENSAJES PARA DIOS

unca dejamos en paz a Dios. Ésta es mi conclusión. Aun cuando algunos negaron su existencia pronto hubieron de retractarse ante el Santo Oficio, pero hoy ya no se puede hacer lo mismo al ser señalado en una fatua. A cambio de ello N todo escritor puede alcanzar una inquietante celebridad merced a la defensa de la palabra libre. También es posible hacer mala literatura y ser héroe por un día o por largas temporadas, según el tamaño de la osadía. Luego se disfrutará de la fama custodiado hasta en los actos más íntimos. Pero no todos son reclamos en las religiones reveladas. También hay peticiones para morir en aroma de santidad y, si bien en menor cuantía, algunas manifestaciones de arrepentimiento por ofensas abstractas y concretas. Hace años un despreocupado ajustador de seguros, devoto a su manera, fue de pesca como todos los fines de semana a la costa estadounidense del Atlántico del Norte donde enganchó una bolsa de plástico sellada y pletórica de cartas dirigidas al Todopoderoso (al gusto, según las variadas religiones). Pero, como decían los antiguos, los caminos del Señor son misteriosos. En efecto, las trescientas epístolas para la divinidad (número exacto y cabalístico) se dirigieron a un mensajero eclesiástico: un pastor inoportunamente fallecido. Empero, las misivas flotaban en el océano como el lomo de una marsopa a más de cien millas terrestres del domicilio del muerto y, en consecuencia, inhabilitado mensajero. Los singulares textos incluían entre otras plegarias: solicitud de perdón de una jovencita por haber recurrido al aborto semanas después de una placentera experiencia con un pelotón de jugadores de rugby; la petición de un recluso muy devoto y apodado el Pastor para lograr la reunión familiar; e incluso, la poco original solicitud de acertar en la lotería. Al dirigir estas plegarias no siempre se cumple el requisito necesario, pero no suficiente, de comprar antes un billete. Ésta crematística petición, como es sabido, se revela ocasionalmente a través de un sueño. Así puede avanzarse de manera firme hacia una pesadilla unida a parientes y solicitantes de préstamos. Bien se sabe, según una máxima oriental, conviene tener cuidado con los deseos. Como el hallazgo de suyo inusitado era una señal de buena fortuna para el pescador de cartas, pasó por su cabeza venderlas en almoneda pública y electrónica. Para algo debe servir el Free Market de la web, pensó el hombre del hallazgo. Mas menudearon las críticas por la insensibilidad del acto y hubo de abstenerse. Pensó entonces en quemarlas, en regresarlas al mar, y aun en enviarlas a otros clérigos para hacer de éstos el muy amable conducto de los recados. Un viaje inesperado me hizo perder la secuencia de los hechos y el desenlace. Sin embargo me enteré por Sally, la otoñal mesera de la cafetería del muelle, que el otrora ajustador y aficionado pescador cree haber descifrado un mensaje y ahora, ya jubilado, se embarca con frecuencia pero sin artes de pesca. El divorcio después de aquella experiencia lo ha hecho un hombre silencioso y profundo, ningún ajetreo familiar distrae sus meditaciones. La naturaleza ahora significa algo diferente y se esmera en observar los más leves detalles en los hábitos de las aves marinas. Cuando pasó frente a mí en días pasados noté en su semblante una paz envidiable, por supuesto desinformado de las noticias sobre los fraudes mercantiles y financieros más recientes. Sale en la madrugada con un termo de café, una canasta de emparedados y un bidón con agua. Efectúa las rutinas necesarias para preparar la embarcación. Su figura encorvada se desplaza en la neblina al mover los aparejos sobre la cubierta. Enciende el motor y parsimoniosamente surge de la bruma entre yates de respetable eslora enfilando hacia el oriente en busca del amanecer. Luego, al sentir los primeros rayos de la mañana cierra los ojos en oración. Quizá entonces se percata de estar pertrechado sólo con una pértiga con gancho para halar bultos a la deriva y hace una mueca a manera de sonrisa, mientras entra con lentitud en un nuevo banco de niebla. DE CARTEROS Y PLAGAS

a atacó una ardilla enardecida! El involuntario cartero de las aguas padeció menos que la empleada postal. En la misma época el animal resguardaba el porche de la casa donde se entregaba correspondencia en un lejano puesto de Australia ¡L meridional. La mujer asegura no haber portado alguna respuesta divina en su alforja ni algo parecido. Sin duda no fue el primer ataque en la historia mundial de la mensajería pues son frecuentes en el planeta los encuentros con caninos, pero nunca con una ardilla. Ha cambiado mi opinión. Nuestro jardín está invadido por esos roedores. Años atrás parecían graciosos. Ahora escucho a menudo que la situación es el resultado del desequilibrio ecológico en el valle. Los pesticidas acabaron con los halcones, gavilanes y águilas, que mantenían a raya la población de estos aparentemente inofensivos animales. Son como las ratas pero con cola esponjada, me dicen entre dejos de asco. Yo me resisto a ver en el hombre un mono a pesar de las semejanzas. Somos primos y tenemos serias diferencias a favor de ellos, claro está. Pero, no. Hoy se ve una rata en cada ardilla. Todos los ciudadanos de esta enigmática ciudad vigilan sus patios armados con varas, venenos, trampas, vallas eléctricas... sin resultados. Lo sé porque las veo a diario caminar por los cables de luz y teléfono, como si de una función de circo se tratase. Antes dejaba en las tapias y en sitios estratégicos algunas nueces para ellas, hasta ver cómo acabaron con los trescientos sesenta y cinco bulbos de orquídeas que colgaban de las ramas de nuestros árboles. Ya no hay flores ni paz. Se acabaron las epífitas, pero también no dejan manzana, pera o ciruela en buen estado. Por extrañas razones no gustan de las naranjas de piel gruesa. Es lo único que nos dejan cada año. Las ardillas entran a las despensas, recorren las terrazas y las estancias como si fuese un patio de juegos de proporciones extensibles y causan horror entre quienes piensan en las infecciones y la rabia. Los niños han palidecido porque no pueden salir al sol, al menos no en sus casas. Las autoridades no hacen nada al respecto. Si uno se acerca a la residencia presidencial, puede observar también en las cercanías a estos animales de amplia cola plateada. Quizá sea cuestión de jerarquías. Por fortuna, en nuestro caso no hemos visto afectada la correspondencia. Aquí no han atacado a los carteros y éstos siguen cuidándose sólo de los perros. Me pregunto cuánto falta para llegar a semejante situación. Mi vecino ha decidido comprar un rifle de postas y me invita a montar guardia. Para ello debo adquirir una de esas armas de feria o, al menos, un arco y flechas de precisión. No deja de perturbarme cómo un hecho similar a nuestros padecimientos acaecido en Australia, ha llegado a nosotros casi simultáneamente a pesar de tantos mares de por medio. Mi astuto vecino ha respondido a esta pregunta. “Es la globalización”, dijo mientras se acicalaba sus lentes oscuros para asegurar la precisión de los disparos y bebía limonada en el balcón de su casa. Yo tomé la decisión de resguardar mi gato para evitarle encuentros desafortunados. Ya no escribo mis artículos en la mesa del jardín y espero con preocupación las noticias de la media tarde donde se hace un reporte de los destrozos y accidentes ocasionados por esta plaga no registrada en los anales egipcios ni en la Biblia. ¿AMOR O FATIGA?

ucedió en Granada. Esta mañana leo los diarios. Un anciano fotógrafo jubilado de 81 años, en su juventud experto tirador de rifle, disparó una bala en la frente de su mujer. Gonzalo era un hombre religioso y constituía con Almudena una pareja S estimada. Una vez retirado se percató de manera paulatina del desastre por venir. Cuando ella entró a la fase avanzada del Alzheimer su convivencia se alteró aún más y no podía atenderla. ¿Qué miraba realmente este hombre cuando pasaba largas horas observando en apariencia los cabellos canos de su compañera? No había lágrimas furtivas. Los hijos sólo escuchaban de él murmullos monosilábicos y le proveían de lo necesario, pero nada era suficiente para colmar aquel vacío en su existencia. Lejos habían quedado los largos paseos por la campiña donde las liebres sucumbían ante el relámpago de su arma en campos de olivas y parterres de azafrán teñido de Semana Santa. Había sido un hombre calculador indispuesto a dejar nada a la casualidad. La suerte no existe, decía, y llegaba de tarde en tarde a beber un par de copas de jerez amontillado en la misma taberna del pueblo donde me dieron pormenores de ese asunto agobiante para la comunidad. Por su vieja cámara de cajón donde ocultaba bajo un paño negro la cabeza y el secreto de la verdadera imagen, desfilaron todos los habitantes del terruño invertidos en el cuadro mágico de sus cristales. Desde esa penumbra hacía salir la voz cavernosa para exigir silencio e inmovilidad. Registró bodas, bautizos, escenas políticas antes y después de la Guerra Civil, fines de cursos y muchos retratos de seres en cuarto creciente y en cuarto menguante para robustecer la nostalgia de los exiliados. Él, como todos los fotógrafos de los pueblos de antaño, era un silencioso cronista gráfico. Se les podía jalar de la lengua y obtener la historia completa detrás de cada ilustración, mas era el talante de los relatos al borde de la vejez el sello de la veracidad escondida, al menos para los jóvenes recién llegados a la tierra de sus mayores. Los detalles daban cuenta de inadvertidos hechos. Reacciones frente a cada discreto fotógrafo, quienes como sacerdotes guardaron con celo profesional, digamos casi con sigilo, los testimonios expuestos sólo tras largas décadas, cuando ya eso no importaba salvo para vivificar la memoria de los pobladores y percatarse de que en realidad nada había cambiado a lo largo de los años. Así, Gonzalo pasaba largos periodos en su cuarto oscuro revelando e imprimiendo. Ahí no hablaba solo sino con fantasmas teñidos de rojo en la estrecha cabina donde el intenso olor del líquido revelador embriagaba con acidez el ambiente, y el agua de las bandejas recibía la gota pertinaz del grifo falto de empaque. A su vez, Almudena era recordada por su ya crepuscular generación corriendo en la niñez por los callejones para dar avisos oportunos a las hermanas mayores, atemorizadas como estaban por un padre rígido y falangista. De corazón noble e inspirada bailaora en las fiestas populares, era la Terpsícore local en sus años mozos. Bordaba como las mismas arañas y su petit pua era muy apreciado por las escenas estampadas. Al contrario de sus hermanas nunca huyó de su terruño con mancebo alguno, apegada como era a su doctrina moral y al confesionario de rejilla erosionada durante siglos por tanto pecado corrosivo trasmitido en la penumbra de aquella estación de la indulgencia. Tras del portón de madera entornado se encontró el cuerpo mal herido de Gonzalo con su carabina al lado. Murió hacia la cuarta hora de la tarde. Nadie mencionó haberle visto un aire de tranquilidad como suele decirse para insuflar la creencia de un difunto lleno de gracia, pero tampoco consignaron la expresión de un desesperado. ¿Quedó en paz? Posiblemente no en el sentido de la beatitud, pero sí lo suficiente como para irse sin deberle nada a nadie. Esta noche los vecinos se preguntan si el crimen y el suicidio fueron actos de amor o de fatiga. MÁS CAÍDOS

l matricida anunció a sus vecinos en conversaciones cifradas sus mortales intenciones con la parsimonia de un ebrio y la firmeza de un ejecutor de cobros. Evitar los infortunios de la cotidianidad a quien se ama no está reservado a los faraones. E Recuerdo ahora en un barrio antiguo de la ciudad de México al sastre condenado por el diagnóstico de un mal incurable antes de llegar a la edad madura. Determinado a no dejar sola a su anciana madre le infligió una certera puñalada en el corazón para lanzarse después al vacío desde un edificio decadente de las calles de Bolívar. En mi viaje, lejos del ajetreo donde el costurerillo mexicano preparó su paso a las páginas rojas de los periódicos vespertinos, días después de los hechos de Granada, supe de otro caso más de miseria. El suceso dejó a un pueblo sin fiestas de carnaval trocadas por tres días de luto y una procesión por los muertos en las inmediaciones de la sierra de Gredos. Un exconductor jubilado y colmado de achaques y deudas decidió, asistido por el filo de un hacha, terminar con las vidas de su progenitora aquejada de Alzheimer (como la otra mujer), y las de su esposa e hijo enfermos como si fuese un karma de familia, antes de lanzarse desde lo alto de su vivienda. Tanta similitud parece salida de un manual del mal morir. Al dejar Granada esta mañana mientras la luz besa las altas almenas de la Alhambra, justo al pasar por el barrio del Albaicín me entero por la radio de un hombre de Córdoba quien a sus ochenta años ha liquidado a su vieja mujer por celos, para después ahorcarse frente a un mensaje escrito con el carbón de una brasa sobre el muro escalfado del patio de su morada. Por supuesto, me pregunto cómo pueden albergarse sentimientos tan encendidos a esa edad. Sí, hay pasiones más fuertes que nosotros. Tal fue el caso de otro octogenario que al ver a su mujer de noventa años conversar con un vecino en Santiago de Chile la cosió a puñaladas. Celar también es una dolencia, me dice mi compañera con sabiduría digna de una hija de los omeyas. No la comprendo del todo, pero ésos son los hechos. Algo más agrega ella con un acento marcadamente andaluz y el lenguaje inquieto de sus bellas manos ilustradas en aires flamencos. Nada se dice del texto póstumo, respondo, y creo plantar con esas palabras la mandrágora del misterio en nuestra conversación imprevista. Luego desviamos las miradas para evitar sentir el mal de los protagonistas bajo nuestra piel futura. A pesar de la carnalidad de hoy bien podríamos matarnos a dentelladas en un plazo de cuarenta años con nuestros dientes postizos. Para entonces el cuero excedido de extremidades fofas o reducidas, sus largas y morenas piernas de ahora convertidas en desastre vascular, las narices de ambos coronadas por amplias troneras pobladas de pequeñas enramadas de cilios oscuros o canos, podrían ceder al incordio y, según su severo diagnóstico, también a ese sentimiento tan propio del desvarío. Pero quizá, de la misma manera, en el momento del disgusto el brillo de la mirada sería un mensaje de complicidad por tantas horas de pasión que todo lo perdona. Después, aguijoneado por una terca curiosidad vuelvo a la carga e insisto en saber las frases escritas en la pared del suicida. Recuerdo entonces a Corzas, (artista maledicente y sobrecogedor como pocos) y el dibujo hecho también con carboncillo antes de salir de su estudio a recibir la daga de una madrugada de septiembre, y aquella frase misteriosa y premonitoria en el último desnudo trazado sobre el delgado papel de China minutos antes de caminar a la intemperie: ¡Al final no hay más maestra que la muerte! Pero ayer cuál pudo ser la última caligrafía de este anciano bailando ante sus ojos en medio de los estertores cuando la asfixia premiaba su deseo de partir lleno de ira. Por qué escribir en la pared cual si fuese la del palacio del rey Baltasar en su último sarao, mientras Ciro tomaba por asalto Babilonia. Mane, thecel, fares: pesado, contado, dividido, decía la consigna de una enigmática mano en medio del festín. Pienso de pronto en la Guía de pecadores de fray Luis, el de Granada, e imagino por fin un mensaje posible del aún escocido suicida por el éxtasis de la concupiscencia: “Señor, me lo llevo todo...” EL VIEJO PAP

unca pregunté por qué le llaman Pap. Vivía en un remolque habitable muy antiguo o, como les dicen ahora, un trailer camper, ubicado al lado de la casa de mi amigo Rufo. Si bien el armatoste parecía no haberse movido desde su arribo a N aquel aparcadero segmentado con rayas blancas sobre el asfalto a partir de una valla donde iniciaba la vivienda de los Mariles. En las tablas de forma lanceolada se advertían varias capas de pintura desprendida como piel del tiempo y se veía el fondo de su material suficientemente sólido para alejar a los extraños. Tras la pequeña cerca se resguardaba el jardín silvestre invadido por plantas de anís y sombreado por un albaricoque en cuyo follaje lustroso pretendíamos ocultarnos del mundo. Allí construimos nuestro universo próximo a la puerta de aquella casa siempre cerrada. Pap y los demás ingresaban a la morada de Rufo por una entrada lateral perpetuamente entreabierta y cercana a su remolque. De hecho, ése era el acceso usual al hogar de mi amigo. Al entrar, el alto techo daba la sensación de haber penetrado en un galerón. Un amplio espacio dividido por muebles viejos y raídos. Éstos definían la función correspondiente a cada sector doméstico: una mesa laminada con formica y sillas cromadas y tapizadas con plástico rojo descolorido donde aún se veían estrellas estampadas, marcaban el área del comedor. Los sillones y un sofá cubierto con una frazada campesina sobrepuesta asimétricamente, más la chirriante silla mecedora, algunas lámparas metálicas doradas en forma de cono con orificios y un viejo televisor de pantalla verdina y redondeada, eran la estancia familiar. La estufa y el trastero con alacenas ya sin vidrios más otros muchos enseres entre los que destacaba una nevera con sus vibraciones y gemidos, hacían la cocina. Algunas puertas llevaban a reducidos cuartos de endebles paredes de madera que no llegaban al techo. Otros espacios eran simplemente áreas limitadas por cortinas lánguidas de indefinible textura donde se ocultaban las literas. La luz también hacía divisiones imaginarias: chorros resplandecientes caídos sobre objetos sin importancia desde ventanas encortinadas con tergales luidos. Claroscuros marcando espacios prohibidos, desde donde a veces se escuchaban voces misteriosas amortiguadas por los ruidos caseros. La mañana al inundar la zona hacía relucir las naranjas y su casi perfecta uniformidad en un frutero y las cucharas de superficies esmeriladas por el uso de años. ¿Cómo olvidar el crujir del piso que acompañaba los pasos de los moradores de aquella caja de sorpresas? A veces alarmaba un tronido del entarimado a punto de desfondarse. Ruidos como los de las películas de horror seguidos de golpes de tacón alejándose de la escena hasta extinguirse en el silencio. Afuera, alrededor de la vivienda rodante de Pap había todo tipo de desechos: aros de bicicleta torcidos, maderos e indescriptibles hierros oxidados, neumáticos usados de calibres diversos y un extraño equipo de soldadura con depósitos como torpedos del submarino donde alguna vez navegó el veterano, en la ya lejana guerra del Pacífico. Por una escotilla salía la conexión para la pequeña antena del televisor y de allí otro cable de propósito indeterminado sujeto a otra valla alta y extensa con malla metálica clavada a maderos encajados en la tierra. Justo en esa línea iniciaba un declive contiguo y pronunciado tapizado de escarchada de flores amarillas deslizada hasta unos almacenes de lámina donde se resguardaba madera de una negociación vecina. Por la misma escotilla entraba otro cable colgante de energía como alambre de tendedero proveniente de la acometida eléctrica de la casa vecina. Alrededor del carromato rondaba un perro vagabundo en busca de restos de alimento tirados por Pap a un cuenco olisqueado cada tarde, pero no había ningún automóvil para remolcar el tráiler del viajero inmóvil. Aquel carromato era tan decadente como la casa vecina necesitada de urgentes reparaciones. Cuando el sol se ocultaba frente a ella daba la sensación de soledad y, al llegar la oscuridad, de lobreguez. Pap era un americano jubilado. Había decidido establecerse de este lado de la frontera para sobrevivir con mayor holgura con su pensión, pero no parecía necesitar mucho. Comía cereal con leche, pan, atún y carne en conserva prensados en latas, con jarras de una sospechosa infusión de café. Algún arreglo tenía para anclar su vivienda al lado de la casa del señor Mariles, padre de Rufo, cuya existencia la proveía un negocio de mínimo esfuerzo: el aparcadero y el resguardo nocturno de carretas donde los vendedores ambulantes ofrecían durante el día baratijas a los turistas en medio del bullicio propio de un fin de semana en la frontera, o dudosos alimentos cocinados en mínimas estufas de gas en las esquinas más transitadas de la vida nocturna al amparo de una linterna de petróleo diáfano. Pap solía caminar con la cabeza viendo al suelo, siempre buscando algo y murmurando incomprensibles palabras en un inglés de acento inculto colgado de un cigarrillo a punto de quemar la comisura de sus labios. El perfil agudo y la piel con pecas dejaban al descubierto surcos antiguos ydesde unas potentes gafas de miope atisbaban sus ojos azules empequeñecidos por las lentes. Usualmente vestía la camisa suelta y desabotonada sobre ropa interior percudida, de donde salían algunos pelos blancos y rojizos como su cabello caído sobre la frente que le daba un aire de descuido pero también de brioso temperamento. Las prendas amplias parecían en él pequeñas carpas cuando soplaba el viento y extendía aquellas piñas y palmeras estampadas en esa indumentaria que requería de gran valor vestir. Así iba y venía de la casa al tráiler ocupado febrilmente en actividades aparentemente innecesarias. Siempre llamó mi atención el curioso parecido entre Rufo y el viejo Pap. Podía incluso pasar por su abuelo. Pero mi amigo, su melliza y un hermano menor eran progenie del señor Mariles y una estadounidense radicada en Irving, California, a quien prácticamente nunca veían los del pequeño clan. Dana, la versión femenina de Rufo, vivía con su madre. Mas la odiosa niña no parecía tener nada en común con ellos. Apenas les miró sin hablar cuando tuvo lugar un obligado encuentro para la firma de ciertos documentos. Mariles vivía con una mujer del sur del país, delgada y sin muchos atributos, salvo una gran discreción para no reclamarle por su actividad de baja intensidad y su extrema afición a la cerveza de mala calidad, interés compartido con el viejo Pap. Ella le había dado una hija que a pesar de su corta edad acompañaba a los hermanos en paños mínimos y descalza, en casi todas nuestras correrías en busca de fauna local para torturar. Quizá no sea necesario recordar al señor Mariles y a Pap ebrios después de consumir grandes cantidades de lúpulo y cebada. Hablaban poco y en voz baja. Podían dejar pasar un cuarto de hora antes de verse a los ojos y hacer algún comentario muchas veces respondido con guturales monosílabos o movimientos de cabeza. En ocasiones, a instancias de la mujer, la familia Mariles solía pasar el día en la playa o nadando en las posas de un arroyo. Entonces el viejo se sentaba en una silla de lona afuera de su tráiler a esperarles mientras caía la noche. A lo lejos su cigarrillo era una señal luminosa de la paciencia. Cuando Pap les veía llegar en una ruidosa furgoneta se incorporaba con el cuerpo un tanto encorvado, pero su rostro agrio dejaba de serlo y una leve sonrisa asomaba a los labios secos y blanquecinos iluminados por la luz intensa del vehículo. Saludaba con un breve ¡hola! y pasaba sus manos por la cabeza de los más jóvenes antes de entrar a su madriguera. En aquel tiempo el verano era siempre benévolo para elevar cometas. Las construíamos con ingenio y materiales adquiridos en una papelería cercana, aunque frecuentemente la fuerza del viento las arrancaba de la cuerda. Se perdían o desmayaban de manera errática a considerable distancia. Entonces buscábamos colores brillantes para cubrir otra carcasa con papel traslúcido y marcar en lo alto nuestro triunfo. Cuando Pap rondaba cerca de nosotros nos daba algunos consejos y los resultados eran buenos. El viejo sabía todo acerca de construir objetos utilitarios o hacer reparaciones mecánicas. Pero si teníamos suficientemente elevada la cometa y su cola ondeaba sin corrientes encontradas, buscábamos su aprobación preguntando: ¿Pap, qué le falta? Entonces el viejo levantaba la cabeza y la movía lentamente recorriendo todo el horizonte. Lo hacía como quien busca en el firmamento augurios o a la manera de un piloto de combate al encuentro de señales hostiles. Una leve mueca aprobatoria era nuestra recompensa. Se pasaba una mano recogiéndose el cabello y con la otra se rascaba la cabeza, luego, sin volver la mirada hacia nosotros, respondía en un español macarrónico: ¿Para ser perfecta? ¡El esplendor de la tarde! ¡Sólo le falta el esplendor de la tarde! Después me ausenté arrollado por un exilio estudiantil y terminaron nuestros veranos al aire libre bajo la metralla del sol de agosto. Años más tarde me enteré del destino de los Mariles: el padre había muerto tras cultivar una prolongada cirrosis y los acreedores cayeron sobre la viuda, quien ignoraba el origen de aquellas deudas. Entonces Pap dejó de ser el viejo descuidado, mal rasurado y en apariencia insolvente, para mostrarse con la dignidad de su penoso andar y dueño de una discreta fortuna en valores de bolsa adquiridos a lo largo de su ya prolongada vida. Reunió a todos después de hacerse cargo de los gastos funerarios del señor Mariles así como de las cuentas por pagar y les dijo que ellos eran la única familia que había tenido en su existencia. Para ampliar los beneficios de su jubilación propuso casarse con la viuda liberada del ayuntamiento. Siguió viviendo en el desvencijado tráiler y adoptó en términos de la legislación de su país a los hijos de Mariles al tiempo de constituir un fideicomiso a favor de esa familia. Nadie dejó de llamarle Pap, pero después de un breve periodo de precarias alegrías empezó a sufrir enfermedades cada vez más alarmantes. Hubo delirios, episodios amargos de deterioro corporal, y finalmente se perdió durante varias semanas hasta que su cadáver apareció flotando cerca de un embarcadero en un puerto cercano. Los diarios locales dieron cuenta del suceso en páginas interiores y así me enteré de la situación: “Anciano extranjero héroe de guerra ahogado misteriosamente. Los familiares reclamaron el cuerpo”. Ignoro si mis camaradas colmaron sus deseos de inusuales profesiones y si hubieron de viajar al sur o al norte. Pocos años después la casa fue derruida y en el solar sólo quedó un espacio poblado apenas por mi imaginación. Nada ha prevalecido de aquel terreno llano desde donde se veían las colinas y un cielo surcado de gaviotas extraviadas y pichones con plumas de turmalina. Pero aún al pasar por ahí me parece ver en la sempiterna sombra verde del albaricoque, niños y frutos inmaduros colgados de sus ramas vencidas. No sé si Rufo y sus hermanos hayan tenido hijos y los iniciaran en el arte de volar cometas. Pero, donde estén, al verlas elevarse contra la bóveda azul y las nubes rasgadas, sabrán como yo, en el viento de los días de verano, que para ser perfectas, a esas cometas sólo les falta el esplendor de la tarde. EL GRANJERO DE MACON

n granjero de Macon abrumado por las deudas vendió las pocas vacas que poseía, cerró su lechería y buscó trabajo por internet. Una vez más la gente del campo era víctima de los costos del sistema. Ellos suelen ser vulnerables en todas partes U sin distinción de razas ni credos y la migración personal o familiar es el resultado de esa quiebra. De peso medio, con una discreta alopecia y su bigote montado y rubio, el granjero era un hombre de pocas diversiones y largas jornadas de trabajo. Le preocupaba su destino pero no dilapidaba la noche cuando reparaba el cansancio del cuerpo consciente de su única plegaria válida: despertar antes del alba y laborar hasta agotar el día. Veía las estrellas al iniciar el trabajo y se iba a dormir después de sentirse cobijado por ellas. Una oferta tentadora llevó al hombre de Macon a Irak donde conducía un camión de combustible para una subsidiaria de Halliburton, empresa libertaria que hacía negocios en tan lejanas tierras alguna vez conducida por el entonces vicepresidente Dick Cheney. La facturación anual en el Medio Oriente del ente transnacional ascendía en aquella época a 5 000 millones de dólares. Johnny, como se llamó el granjero, resistió la separación de su familia y pospuso el regreso hasta reunir la cifra necesaria para pagar 100 mil dólares de la operación a corazón abierto de su esposa. Trabajaba tesoneramente cerca de Bagdad como lo hacía en Mississippi en la ribera del río Noxubee. Ahorraba al máximo y apenas disfrutaba de lo elemental. Pero Johnny sabía de la imposibilidad de ahorrar esa cifra en su aldea. Era una cantidad impensable aunque su familia era lo importante. Días después de la intervención quirúrgica de su mujer, ésta le reconoció entre las brumas de la anestesia en el televisor de un cuarto de hospital como rehén de la resistencia después de una emboscada cerca de Faluya. En las vísperas de la navidad de 2005 aún se averiguaba si uno de los cuatro cuerpos hallados era del granjero. Empero, el presidente Bush declaró ese diciembre que en Irak la vida cotidiana mejoró. UNA ACADÉMICA DISTRAÍDA

espués de tantos años y sin razón, he recordado aquella trigueña de rostro clásico y cuerpo esculpido de manera generosa por la naturaleza. En la universidad era conocida por sus atributos físicos y lealtad desaforada hacia las causas de D izquierdas, no por sus merecimientos académicos. En ocasiones se veía ausente, sin noción del tiempo contemplando los ocasos desde la ventana del cubículo situado en el ala poniente. Se embelesaba mientras sostenía sin beber una taza de café humeante. Estos arrebatos también ocurrían por motivos desconocidos en los momentos inoportunos apenas anunciados por suaves parpadeos. Después volvía de aquella serenidad con una sonrisa injustificada. Paradójicamente, dentro de ese torbellino había una mente ordenada. Todas sus actividades eran registradas en una agenda meticulosa y sus relaciones se sometían a la precisión del reloj: los fines de semana se impuso la norma de salir de cualquier lecho ajeno antes de las dos de la mañana y volver a su moderno departamento obsequio de una abuela poco frecuentada. Conducía un automóvil deportivo recién salido de la agencia que envidiaban todos los asistentes de profesor y, claro está, también los docentes. No se satisfacía con cerrar las puertas. Daba vueltas alrededor de la veloz máquina italiana comprobando cada una de ellas. Además, colocaba antes una barra que impedía girar el volante y oprimía el botón oculto de un dispositivo instalado para cortar la energía un minuto después del encendido. Si todo lo anterior no fuese suficiente, el obsesivo ritual incluía accionar también la alarma integrada del moderno bólido. Una noche de viernes después de bailar y discutir con música ensordecedora su visión particular de Rosa Luxemburgo, decidió regresar temprano a casa. A pesar de la ginebra ingerida condujo con extrema precaución. Tuvo el absurdo pudor al recibir su automóvil en la calle de no mostrar demasiado la lisura de su piel más recóndita. Mediante un giro estudiado de la mano izquierda colocó su falda sobre los muslos. Hizo todas las maniobras necesarias de acuerdo con el reglamento de tránsito y circuló de manera cauta. Al llegar al garaje de su edificio situó el automóvil sobre la rampa cuya pendiente disminuía justo a la vera del cobertizo y accionó el control remoto para abrir el portón. Entró cuidadosamente para no dañar el auto contra la verja, la cual cerró también con el mismo dispositivo de antes. Hizo las consabidas operaciones de seguridad mientras sintió un aleteo de mariposas sobre sus negros ojos y parpadeó cuando se acercó a la entrada para cerciorarse de haber dispuesto correctamente y a distancia de los cerrojos. Luego percibió un movimiento detrás de ella. Al volver el rostro con otra sonrisa inexplicable, apenas pudo percatarse de que su auto sin el freno de mano rodaba en reversa y prensaba sus admirables piernas contra la verja. EFICIENCIA TRAIDORA

a eficiencia se vuelve contra sus creadores”, dijo Javier con voz socarrona salida desde el fondo de un vaso de whisky. Aunque pretendo ignorar por qué recordé el infortunio de la bella docente, ese comentario lo borró de mi memoria. “L Toda la tarde mi colega diserta sobre cómo la desgracia en forma de pliego de responsabilidades de los funcionarios públicos, había acabado con el prestigio y el patrimonio del más riguroso y patriota de nuestros condiscípulos. En efecto, durante varios años se había empeñado en la redacción de normas, reglamentos y procedimientos contra la corrupción en el ámbito de las adquisiciones públicas. Los superiores en turno decían respetar no sólo su entusiasmo sino la entrega a la defensa del patrimonio nacional. Diseñó un sistema de autorizaciones por montos que hacía responsable solidario y de manera piramidal, a quien estampaba su firma en las innumerables licitaciones y concursos públicos. Mario, tal era su nombre, también ideó un esquema para ahorrar consumo de energía eléctrica al aplicar con rigor los horarios de labores. Quien no terminase su tarea en el tiempo establecido confirmaba su ineficiencia. En la materia de compras un complejo sistema de ordenadores para dar transparencia a las adquisiciones, igualmente de su inspiración, combinado con las disposiciones para cerrar las oficinas de la dependencia aún con luz de día, le llevó a considerar innecesarios los extenuantes exámenes a que él y otros empleados sometían la documentación durante largas jornadas concluidas hasta altas horas de la noche. “La suma del gasto gubernamental en café y edulcorantes es escandaloso”, sentenció una vez. Además, ya estaba en marcha su propuesta de someter al polígrafo a quienes deseaban ocupar una plaza en esa delicada materia, y a las pruebas de confianza complementarias que inquirían sobre la honradez de esos funcionarios al grado de detectar si se estaba mintiendo a la máquina mientras se hacían preguntas sobre la intimidad y la infancia. Todo llevaba a detectar la proclividad al hurto y la mentira. El reciente episodio de otro funcionario desangrado en el bosque hasta morir por cortes en las muñecas para expiar errores ajenos en autorizaciones de importación y probar así su honradez postmortem, no se repetiría. Con los nuevos candados se imponía la eficiencia de la administración por excepción, es decir, atender y cuidar sólo lo extraordinario, dijo en una conferencia este patriota funcionario mezcla de Peter Drucker y Fouché. Pronto se le confió la más alta jerarquía en su delicada materia. Ahora sabemos que su firma al final de numerosos documentos por la honrosa delegación de funciones a su favor por parte del ministro y viceministros (aún en funciones), cuya atinada designación les exentaba de las engorrosas pruebas, le hicieron responsable absoluto de varias irregularidades no previstas por sus abigarrados métodos. ¡Toda regla engendra la forma de violarla!, se comentó en los pasillos de la Corte de Cuentas. Nada pudo decir en su defensa el creador del sistema más preciso contra la corrupción. Días antes de lanzarse desde el último piso de la dependencia y en horas laborables, hizo un detenido examen de sus estudios. La corrección de los diagramas de flujo y el suicidio buscaban la exoneración social, dijo Javier paladeando de nuevo su trago y riendo con sarcasmo. Lamentablemente, por extrañas razones nunca aclaradas, nadie localizó el documento de trabajo de Mario con las modificaciones de los sistemas mencionados en su carta del adiós. UN HOMBRE HONRADO

s raro, pero la honradez aún guía la conducta de algunos profesionales al servicio de nuestra ciudad. Domingo era un responsable ingeniero urbanista integrado al grupo de expertos dispuestos por el gobierno de la urbe para acabar con E numerosos nudos de tránsito. El sector a él asignado presentaba muchas oportunidades de demostrar su creatividad y nivel técnico. Conocía a detalle el área asignada, pues llegó a vivir a esa zona varias décadas atrás. Sus experiencias eran las del ciudadano común enfrentado a diversas penalidades al circular en variados horarios y días de la semana. Sabía de los problemas generados por el ingreso y salida de los escolares cual parvadas vocingleras. Había corroborado el comportamiento estadístico de los viernes coincidentes con los pagos de nómina que hacían de las avenidas calamidades colectivas en forma de rojas serpientes de luz. Padeció la furia desatada las noches de jueves si jugaba el equipo local en el viejo estadio sin aparcaderos propios merced a la imprevisión y codicia de las inmobiliarias. Constató el caos vial en las temporadas grandes y en la de novilleros del coso cercano. Observó reloj en mano la fluidez alternada por congestionamientos en intervalos de quince minutos a ciertas horas de la mañana y, sobre todo, el efecto de la cuadrícula de la zona, añosa y estrecha, que malograba los esfuerzos preventivos de los avisos luminosos y de los agentes vehiculares. No era menor el problema ocasionado por los distribuidores de bebidas y alimentos en los pequeños tendejones de la zona ni los incidentes producidos por los vendedores ambulantes al jugarse la vida en medio del arroyo. Su pericia y conocimiento de la zona pronto dieron frutos. Cambió el sentido de varias calles, aplicó la vuelta inglesa en áreas de conflicto, desapareció camellones y prohibió vueltas en sitios sensibles. Paulatinamente se hicieron notorios los avances y fue reconocida su tarea. Perfeccionista como era, no dejaba de llevar por las tardes enormes planos que estudiaba minuciosamente sobre la mesa del comedor. Su casa estaba ubicada a pocos metros de una importante arteria vial, pero su callejón no era transitado. Las familias se sentían seguras porque la reducida vía pública se estrechaba hasta convertirse en un andador, precisamente donde la casa de Domingo. Semejantes condiciones permitían a los niños del barrio jugar en la calle sin mayores riesgos. Los vecinos le respetaban por los avances logrados y admiraban también la reconstrucción de su hogar hecha con buen gusto. Las mejoras le llevaron cinco años debido a lo escaso de los recursos en juego y la meticulosidad del diseño. Una noche, justo después de celebrar en familia la conclusión de su obra doméstica, desplegó otro de los grandes planos. Le preocupaba que la fluidez vehicular por minuto prevista en una calzada adyacente no hubiera alcanzado la cuota prevista. Nadie se había inconformado por el hecho. La diferencia no alteraba el buen funcionamiento de las arterias viales y sus trabajos se citaban ya como ejemplo de ingeniería audaz. Pero Domingo estaba insatisfecho. Le consumía el imperceptible fallo. Era preciso localizar la causa de los segundos perdidos de acuerdo con su peritaje. Su pericia en los fenómenos de espera, materia que impartía en el Politécnico, le impedía pasar por alto el error. De pronto tuvo una revelación: la pequeña calle de su casa, considerada acceso cerrado, motivaba el problema. Al hacer del callejón una calle franca y en un solo sentido, además de reducir la circulación de la “Glorieta de los misioneros olvidados”, aquello cambiaría: el simulador de flujos no fallaba. Llevó su plan a la Junta de Urbanismo y una semana más tarde se presentó en su hogar, tocó a la puerta e impertérrito entregó a su esposa con aires de actuario de juzgado la orden de demolición de la mitad de la casa por causa de utilidad pública. Domingo ya no vive en la zona. No sólo fue mal visto por los vecinos, los niños del barrio le pitaban al verle pues su cálculo les usurpó un patio urbano de recreo, y su esposa exigió el divorcio por incompatibilidad de caracteres. Ahora, aun sus hijos se niegan a salir con él los fines de semana. ESCULTURA LETAL

a naturaleza imita al arte, dicen todos. De vez en vez debería mejorarlo o hacerlo más estable. Eso me dije cuando me dieron la noticia. No atinaba a saber si la nota desplegada en la pantalla de avisos era un ejemplo más de lo inesperado de la vida, L siempre viciada de inequidad. La mayoría habla de la justicia divina, pero en el bar de los abogados a la vuelta de los tribunales que lleva el sugestivo nombre de “El juicio final”, los jurisperitos, con más cautela, prefieren hablar de la justicia inmanente. Un evangelizador rubio y de ojos acuosos a quien tengo presente en mis rutinas de fin de semana, insiste en llamar a mi puerta cada sábado por la mañana para repetirme que los hechos dan muestra de nuestra cercanía o distancia con el Señor (el suyo, por supuesto) y la salvación del alma. Así, los signos externos son las manifestaciones divinas a las cuales se debe estar atento, según el convencido predicador. Algunas veces al visitar ciertas exposiciones de arte, me congratula que la supuesta imitación sólo sea una propuesta retórica y la naturaleza siga su curso, ciega, impredecible e ilimitada. Esto, a pesar de los meteorólogos que dan avisos casi certeros de las furias del clima en forma de tifones, huracanes y tornados, a despecho de los sismólogos, quienes explican las causas de los desastres tectónicos sólo cuando ya se cuentan los cadáveres. Pero desde la Antigüedad, la durabilidad de los materiales empleados en las obras de arte y aun el tamaño de éstas, han buscado perpetuar el paso del artista. Quizá por ello, me digo, a pesar del anonimato las catedrales, las mezquitas y otros vestigios aún más antiguos, como las pirámides egipcias y mesoamericanas, además de los templos asiáticos devorados por las selvas, han logrado resultados aceptables en cuanto a la conservación de los vestigios artísticos. Pienso esto porque no deja de sorprenderme una noticia de esta mañana: “Artista muerto por su obra”. Un molde colosal de trece metros de altura, que trabajaba un escultor de ascendencia hispana (como equívocamente se denomina a todas las personas que tienen el castellano en sus orígenes) de cierta árida ciudad del sur de los Estados Unidos a la que había inmigrado su familia años atrás, cayó sobre él en pleno frenesí creativo, aplastándole letalmente. EL BANQUETE DEL HAMBRE

l código internacional de conducta sobre el derecho humano a la alimentación se presentó en 1966 en la cumbre mundial sobre el tema. Así lo constaté en los archivos de nuestro diario. Este derecho está descrito en diversas constituciones E nacionales y un gran número de estados han ratificado el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Como altas partes contratantes se han obligado a legislar a favor de una nutrición adecuada. En tales circunstancias, la pregunta es ¿a quién llevar a juicio si el supuesto no se da? Es improbable que una persona al borde de la muerte por inanición interponga demandas. Sin embargo, Jean Ziegler, a la sazón relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, pretendía correlacionar el derecho subjetivo con el deber objetivo. Citó en este sentido la Constitución de Sudáfrica y la exitosa demanda de 2001 por desnutrición ante el Tribunal Superior de la India. Puesta su mirada en el futuro, la FAO (Food and Agriculture Organization of the United Nations) calculó necesaria una inversión de 24 mil millones de dólares en los países pobres, para llegar hacia 2015 con la mitad de los hambrientos del mundo: ¡sólo 400 millones de seres humanos! En la primera mitad del mes de junio de 2002 se llevó a cabo en Roma la Cumbre Mundial sobre la Alimentación. Se pretendía, afirmó el organismo internacional, pasar revista al progreso alcanzado hasta el momento, de suerte que su lema Fiat panis fuera verdaderamente la consigna multiplicadora del pan y no de las expresiones de burócratas internacionales. Empero, desde las 9:32 horas del lunes 10 de junio de ese año, hasta las 10:43 horas del jueves 13 del mismo mes, cuando tuvo lugar la ceremonia de clausura con la intervención del inefable anfitrión Silvio Berlusconi, se pronunciaron 222 discursos: una buena dosis de palabras, ya fortalecidos los 3 000 delegados por el banquete del hambre que preludió los trabajos. En efecto, la información sobre el sarao precisó que el almuerzo servido a esos desinteresados comensales por 170 meseros tuvo un menú muy apropiado: salmón, foie gras con kiwi, langosta a la vinagreta, risotto con naranja, ganso relleno con aceitunas y crepes de champiñón. De postre, hubo compotas de frutas de variados orígenes. Tras las sesudas deliberaciones la expresión “derecho a la alimentación” se diluyó por “crear condiciones para que el derecho a la alimentación sea garantizado”. Esto resultó más a tono con el concepto de Margret Vidar, secretaria del Comité de Ética del organismo, quien afirmó: “Las personas tienen la responsabilidad de obtener sus alimentos, así que no se puede atribuir automáticamente al Estado la malnutrición”. El entonces director general de la fao, el senegalés Jacques Diouf, concluyó con singular astucia que “no hay solidaridad entre ricos y pobres. Cada país tendrá que resolver por su cuenta el problema del hambre”. Por lo pronto, estos políticos de la miseria no se pudieron quejar. Años más tarde el mismo Jacques Diouf, director del organismo en 2009, se declaró en huelga de hambre durante 24 horas en el vestíbulo de su edificio en Roma, intención que anunció al presentar la Cumbre Mundial de Seguridad Alimentaria. El video de su huelga visto en todos los noticieros de televisión tanto como su fotografía en los periódicos, le presentaba como un vendedor ignorado. Parecía un protestante sin influencia en una gran feria de servicios y ataviado para el rigor de la gélida noche romana con abrigo y gorro, habida cuenta de que se apagaba la calefacción del edificio y en el exterior la temperatura descendió a ocho grado bajo cero. El director Diouf se vio en la más absoluta soledad a pesar de su intento por llamar la atención sobre los mil millones de seres humanos crónicamente desnutridos. La declaración final no logró compromiso financiero alguno de los gobiernos ni establecer la meta para erradicar el hambre al 2025. Diouf intentó lo que un año previo desestimó la asamblea, pero la hambruna siguió el mismo curso en el planeta después de la reunión mundial. Ignoro si en esa ocasión hubo otro opíparo banquete. OBRERO DE LA SALUD

adie tiene garantizada la vida. Eso pensé después de leer sobre la muerte de Lee Jong-Wook, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Los delegados ante la asamblea anual de la oms se enteraron en Ginebra del N deceso de su líder, tras ser sometido a una intervención quirúrgica para remover un coágulo cerebral. Un hombre de mi edad, dije entre dientes con cierto estremecimiento, mientras esperaba por el ascensor y me percataba de cómo ahora escasean dentro de esos habitáculos personas mayores a mí. No es posible conocer el efecto sobre el galeno del intenso esfuerzo hecho a favor de la salud ajena, en particular el desplegado para controlar los brotes de síndrome respiratorio agudo severo de 2003. Sólo se sabe de la embolia cerebral sufrida, del cumplimiento de sus propias instrucciones al inicio de su gestión en el sentido de nombrar director general interino al sueco Anders Nordstrom, y de los dos minutos de silencio guardados por sus colegas previos a la hora de receso, antes de reiniciar la asamblea sin mayores miramientos. El galeno fue un experto en enfermedades infecciosas y dedicó más de dos décadas de tarea profesional a combatirlas, pero murió a consecuencia de un accidente cardiovascular. Se puso como objetivo distribuir medicamentos antirretrovirales en 2005 para tres millones de seropositivos de países pobres. Empero, sólo alcanzó a darlos a un millón trescientas mil personas y muchos de ellos, sin embargo, le sobrevivieron sin saber a quién deben la prolongación de su maltratada existencia. En la misma página del periódico donde se daba cuenta del fallecimiento del médico sudcoreano, otro artículo animaba a erradicar el subyacente temor a la muerte. El texto de marras conminaba a olvidarse de las promesas de la eternidad, porque no hay forma de evitar el tránsito (como los impuestos, me dije de nuevo). Deben establecerse prioridades y vivir el ahora. Tal vez no había contradicción, porque vivir y morir, de alguna manera, es lo mismo en tiempos diferentes. LA LUZ EN EL AGUA

ue como bajar a un pozo de luz. A los cuatro años caí en una cisterna doméstica. Estuve antes en cuclillas a la orilla del espejo de agua y después me sumí en el líquido sin percibir la diferencia con el mundo ajeno a esa cámara adonde bajaba F lentamente con mis ojos abiertos. Mucho tiempo después leí esa recomendación de Adriano por conducto de Yourcenar, para entrar en el territorio de la muerte. Descendí suavemente en aquel volumen lleno de ráfagas luminosas. No tuve preocupación por el desenlace pero bajo la superficie llamaba a mi madre. Me sentía inundado de quietud y curiosidad por aquella visión superior a mi entendimiento. Sólo después me vi tendido, tibio y confortado, sin el resplandor que me había poseído en el lento descenso, liberado de la asfixia y el apego por lo dejado arriba. Años más tarde, casi al iniciar la adolescencia, recordé aquella luz envuelto en el fragor de una gran ola del Pacífico noroccidental (como hubiese escrito el capitán ballenero Melville Scammon). Merced al ímpetu de aquel golpe de mar y en pleno mediodía daba vueltas sumido en un torbellino por la fuerza del océano. Como años antes, mis pupilas estaban alertas y repetí la sensación de la caída irremisible pero también sin desesperación, mientras ráfagas de luz se cruzaban abajo y arriba de mi cabeza cuando los rayos del sol emitían reflejos arbitrarios entre limos diluidos en esa dimensión acuosa. De nuevo mi curiosidad crecía. Mantuve ahora la boca cerrada para no empeorar mi situación, mas no sentí temor. Las estelas de luz se sobreponían y las partículas sólidas parecían mayores a lo previsible danzando alrededor mío entre las contorsiones de las algas suspendidas y claramente perceptibles. De nuevo el llamado luminoso, la sensación de una humedad envolvente y cómoda mientras afuera, a lo lejos, el movimiento de las cosas y los cuerpos se unían en una algarabía a la que me sentía ya ajeno. Pero en algún momento el brazo fuerte de mi primo Ramón me envolvió y llevó a la superficie. Afuera sólo vi su rostro sonriente y el sol de mediodía. Desde entonces me pregunto por aquella luz plena y la tranquilidad infundida al abandonar todo en una caída libre hacia el espacio interior, cuando se puede trasponer la vida misma cumpliendo el precepto del emperador romano, sin temor alguno y los ojos abiertos. JUEGOS DE PIRATAS

n buque fantasma poblado de esqueletos y misterios que recorren con el viento las jarcias rotas, navega siempre en la bruma de nuestra memoria. Tal vez sólo sea el reducto de lecturas juveniles adobadas con las escenas flotantes en las U pantallas de la matiné, vistas entre el estupor de los niños y las primeras reacciones hormonales de los adolescentes. En el recuerdo se escucha distante el rumor de las aguas abiertas por el tajamar oculto bajo olas oscuras. Lo imaginábamos en lecturas al preludiar la aparición en la niebla del sueño de una proa cuando cruzaba lentamente nuestra mente, alentada por dibujos de alguna mano anónima. Entonces pensábamos en los tesoros de inexplicable origen desbordados de los cofres con doblones de oro, candelabros de plata, gemas y collares de perlas que aún esperaban el tibio pecho de una infanta. Por supuesto, nadie se preguntaba cuánto dolor podía esconderse detrás de esa riqueza material ni la legitimidad de su origen. Apenas la muerte cruzaba las aguas con su cargamento y ya mostraba la violencia incrustada en la avaricia, pero el tesoro maldito seguía su derrotero y llevaba consigo la tentación y el infierno. Nadie nos decía entonces cómo se daba el proceso de acumulación ni cuánta sangre corría entre las onzas de metales preciosos. Tampoco sabíamos si había relación entre los navegantes ajenos a la ley y los buques reales que llevaban los productos fiscales hacia las arcas de los imperios, o los traficantes de esclavos capturados por millones en tierras africanas para ser explotados en las plantaciones de las nuevas tierras. Los temas de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, el multiplicador de Keynes, y la acumulación del capital, no habían llegado a ser causa de preocupación. Tampoco sabíamos nada de los derechos humanos y apenas si recordábamos alguna lección sobre los principios de libertad originaria de las personas y su derecho al bienestar. Una laguna de ignorancia nos alejaba de la miseria y nos abandonábamos al relato y la fantasía cubiertos con paliacates, empuñando espadas de madera. No dejo de preguntarme ahora si no simulamos aún aquel juego. EL RAYO BRAVO

a sequía suele ensañarse con los más desafortunados. Después de trece años sin lluvia en la región tarahumara la tormenta fue motivo de regocijo. Un joven indígena de Guizarochi así lo entendió y dio rienda suelta al entusiasmo. Abrió una botella L de aguardiente de agave ante la mirada complaciente de los padres. Todo era risas y bromas. Un tanto ebrio el joven decidió agradecer el agua danzando como sus milenarios ancestros en el patio de tierra de la casa. Ahuyentó a un escuálido perro negro mientras hacía saltar el barro de efímeros charcos que se esfumaban por el calor y la sed del suelo. Pero las nubes se movían de manera inquietante, oscuras y envolventes, y dibujaron relámpagos en el horizonte iluminando los ribazos y las cañadas solferinas. En el rostro del joven se abría una sonrisa de maíz tierno y caían gotas de su barbilla. Mientras seguía la improvisada fiesta, una luz cegadora entró en las pupilas de todos y el mundo material desapareció un instante. Después, en medio de aquella luminosidad intensa la silueta del joven se estremeció rodeada de llamas despedidas del cuerpo, de la boca, de los ojos, de todos los poros de la piel a cada instante más perceptible y ennegrecida hasta caer humeante en la tierra mojada. De allí salió el sonido del infierno cuando caen las almas nuevas, como agua sobre las brasas, sibilante y vaporosa. Después un trueno formidable derribó a los testigos del macabro suceso. Como dicen, ésta suele ser la voz de los dioses y de los demonios. Atónitos, los de casa hablaban pero no se oían. Gritaban pero el mundo parecía distante. Los viejos tardaron más en recuperar el sentido de la vista, pero un olor a carne y trapo quemado inundó el ambiente y presagió lo peor. La risa se tornó llanto. Al entusiasmo lo disipó el infortunio y la noticia viajó montada en el miedo hacia los cerros y eriales de la región. La policía ministerial se hizo cargo varias horas después. La autopsia descubrió las entrañas quemadas del indígena y su aspecto exterior había cobrado la rigidez y textura de un carbón. El acta de defunción mencionó la descarga eléctrica fulminante de un rayo que cruzó por su cuerpo hasta llegar a la tierra. No se sabe si la lluvia continuó o cesó. Probablemente sólo era una trampa para sacar el júbilo del cuerpo. EL RAYO INTERRUMPIÓ UN DANZÓN

ailar nunca había sido una actividad peligrosa. Seguir el ritmo de la música parece una forma inofensiva de buscar el latido universal de la existencia. Así lo intuía un viejo retirado cuando con puntualidad de mariscal acudía a la cita de fin de B semana en el parque de la Ciudadela. Allí, dos orquestas de metales afinados y percusiones profundas ejecutaban música dedicada a veteranos. Con esos compases retornaba el pasado y se oían canciones sólo recordadas por los músicos y algunos experimentados miembros del añoso público. Las parejas se formaban merced a su afinidad rítmica, especie de contrapunto humano para abuelos deslizados sobre el entarimado sin recordar desdichas, animados por las notas escurridas entre el oasis vegetal de la plaza. No se hablaba mucho. El propósito era escuchar la música y dejarse llevar en movimientos orientados por la coincidencia y el vaivén de las notas, a la manera de una oscilación cósmica. Don Tomás aparecía los sábados por la tarde ataviado con un traje bien planchado y fuera de moda, tocado con un borsalino bajo el cual guardaba las canas de su alisada cabellera. Al bailar dejaba de lado el bastón y todos sospechaban la inutilidad de la caña. Pero el viejo Tomás se sentía seguro y elegante con el pulido madero cuando entraba impecable al parque después de bajar del transporte público concluido un viaje urbano de cuarenta y cinco minutos. Saludaba y se dirigía hacia una dama de cabellos entintados de rubio trigal ataviada como muñeca del pasado, y repetía siempre las mismas frases para invitarla a ser su pareja. Como todos los contendientes se aproximaba después a la mesa de registro donde eran asignados los números en unos lienzos dotados de imperdibles, pues de eso se trataba, de un concurso de danzón. A Tomás le colocaban en la espalda la identificación de siempre. A la manera de los deportistas célebres reservaban para él un mismo número, por aquello de la buena suerte o simplemente por respeto. Nadie sabía lo suficiente de aquel anciano, ni siquiera su compañera habitual. No perdía, según sus propias palabras, la oportunidad de quedarse callado, pero traía consigo una sonrisa contagiosa de ventana abierta al mediodía. Los más experimentados decían haberle visto triunfar en varios concursos de abolengo e incluso de ritmos caribeños poco conocidos, siempre cadencioso al eludir movimientos superfluos. Los directores de las orquestas más prestigiadas conocían bien esas proezas. Aquella tarde una llovizna suspendió los compases musicales para dar oportunidad a guarecerse de la inusual interrupción, casi a punto de llegar la primavera. El gran Tomás sacó un pañuelo blanco y lo pasó por el fieltro del sombrero mientras se acomodaba en la banca de piedra alrededor de un fresno robusto. En tanto veía alejarse a la rubia con pequeños pero apresurados pasos hacia el grupo de señoras. El galán antiguo la observó con atención y en su pupila se reflejó la tarde oscurecida de repente. Repasó entonces cómo en su vida fueron interrumpidas de esa manera tantas cosas y pensó en la adversidad, pero también en su forma de arrostrar las circunstancias siempre rodeado de música y de los dones gratuitos de la naturaleza. Pensó, sin saber por qué, en la infancia y los compañeros de la calle donde nació, en las mujeres amadas, en los aciertos y desaciertos de su vida y en cómo le hubiese gustado ser marinero para viajar sin importar el rumbo. Volvió a cubrirse la cabeza con el borsalino un poco caído hacia su frente y advirtió las gotas al agitar los pétalos de los geranios y las puntas tiernas del césped. Sintió entonces la necesidad del aire fresco con el aroma a lluvia y respiró hondamente. Alzó luego la mirada para ver a su compañera de baile como no la había visto jamás. Estaba envuelta en una especie de halo e inexplicablemente joven con la mirada radiante posada en él, separados apenas por aquella llovizna y los años mientras agitaba su brazo a manera de saludo o despedida. Tomás aspiró de nuevo y abrió una mano en alto. Ahora parecía encontrarse en la orilla opuesta de un río. Luego levantó el rostro mientras una renovada luminosidad vespertina entraba cegadora en su pupila y disfrutó el olor de la tierra cuando la luz se volvía intensa al desdibujar las formas. Pero él siguió allí, sentado, penetrado por la albura indescriptible y hundido en los recuerdos. Se dio un silencio extraño. Después el aire fue herido con gritos de horror y los viejos corrieron en diversas direcciones mientras Tomás caía transido, seguido de un trueno y el crujir de una rama del fresno donde se había resguardado. Todos vieron cómo salía humo de su pecho. Se acercaron temerosos y cubrieron su rostro con el sombrero porque ya no había nada por hacer. El parte del gobierno de la ciudad confirmó el deceso del asiduo concursante, algunas quemaduras leves de otros y un sinnúmero de ancianos con crisis nerviosas. A la semana siguiente el concurso de danzón se reanudó. LA EDAD DE UN RAYO

no puede recordar los relámpagos con temor o agradecer su caída en las tardes encapotadas con nubes rotas por fuerzas inescrutables. Uno puede verse en aquel arrecife virgen mientras el oleaje furioso engulle las rocas y otro mar gaseoso U avanza a nuestro encuentro, en medio de rayos silenciosos quemando el horizonte. Uno puede recordar la niñez y la furia celestial al despertar nuestro salvaje interior atenazado por el desconcierto y la inseguridad. Incluso es posible hacer memoria de las gotas de lluvia tras la ventana y del agua misma al deslizarse por las hojas cuando los truenos estrechaban el cuerpo de la mujer amada contra nuestra desnudez, o pensar en el vuelo agitado de la aeronave inerme al penetrar la noche de los relámpagos y abrir nuestras pupilas con presagios incontenibles. Puede pensarse en el trueno y el rayo en variadas formas previas a la alegría del final del estiaje, y en el mismo guiño de un dios inmisericorde al atravesar con lanzas de fuego el corazón oscuro de los hombres. Acaso viene a nosotros justo cuando entre los edificios de la modernidad aparece como rama rota y encendida en el cielo de la ciudad, y entendemos la vieja lección sobre el destino y la humanidad beneficiada por el fuego de un rayo sobre los árboles al iniciarse la nueva era de familias nómadas esmeradas luego en conservar las flamas caídas del cielo. Alguno incluso hace bien en traer a su mente el terror del rayo sobre el estípite de la iglesia del pueblo, cuando las beatas se arropaban con sus chales negros y elevaban plegarias en busca del perdón por los pecados de la carne. Más aún, pueden recordarse los segundos contados por sugerencia del mejor alumno de física para medir los kilómetros entre nosotros y el horrendo soplido del infierno. También es posible volver a sentir el rencor juvenil al interrumpirse la emisión de un programa tras el trueno distante sobre la antena de la señal eterna, o pensar en el jugador indómito moviendo la pelota como una consigna sagrada entre lodazales y oponentes en el campo de juego, justo cuando un haz de luz le dejó tendido sin la más leve intervención del árbitro del mundo. Es comprensible igualmente el azoro al leer sobre cinco elefantes diezmados en Calcuta por la severa descarga del firmamento, y ver con pena las moles inertes cubiertas por flores en señal de veneración. Incluso imaginar con estupor a un hombre en busca de la cima en un albo nudo de montañas para dejar las cenizas de su hermano y compartir una vez más su embeleso por las cumbres, antes de ser él mismo fulminado por otro estallido salido de la nada. Pero no es fácil a nosotros los legos comprender la explicación de un astrofísico al fechar un rayo caído quince mil años antes, merced a los rastros atrapados en fragmentos vidriosos de fulgurita. Eso nos hace perder un tanto la razón al sentir el enorme peso de nuestra ignorancia y percatarnos entonces de la distancia entre los hombres brillantes y nosotros, aun mayor a la del rayo y la divinidad. ¡ARRODÍLLESE, CABRÓN!

ermenegildo no era un hombre religioso ni le interesaba la política. Llegó a Cuba antes de la Guerra de España. Venía de un pueblo de Galicia y se empleó de jornalero hasta hacerse de varias fincas con ganado y plantíos. Se casó con la hija de H otro inmigrante nacida en la isla. Una muchacha de magnífico porte y el hablar propio de las buenas familias, pero él rezongaba tal y como lo hacía cuarenta años antes de bajar del buque carguero que lo trajo. Descendió acompañado del chirrido de las grúas al mover los embarques, mientras mulatos vigorosos llevaban miles de sacos de azúcar a las entrañas ferruginosas de la nave basculante. Por su origen campesino era proclive a formas recias de disciplina familiar. Toda su vida se levantó antes de despuntar el alba. Urgido de un café fuerte despotricaba si alguno de los hijos demoraba en levantarse, así fuese sólo para ir a la escuela cercana al caserío donde había sentado sus reales en el más amplio de los sentidos. Hermenegildo exigía a sus hijos lo mismo que a sus peones pero estaba dispuesto a hacer exactamente esos trabajos y a cumplir la jornada cabal calzado con unos botines antiquísimos, en pantalones cortos con un pañuelo desteñido en el bolsillo trasero y una camiseta empapada de sudor de donde escapaban los pelos canosos del pecho. Su único reposo era tomar un ron añejo Matusalén mientras fumaba un cigarro puro recién torcido en los muslos de una desconocida y escuchar por las noches la radio de onda corta. Así se enteró del avance de la segunda Guerra Mundial sorteando el asma de la estática expulsada por las bocinas de su viejo aparato Phillips. Hermenegildo era un hombre gruñón, rollizo, de baja estatura y calvo, ceja poblada y ojos castaños. Su consorte, más alta que él, era una mujer blanquísima y esmirriada, en sus tiempos de grata silueta y buenos modales. El contraste de caracteres y los muchos años no habían menguado el afecto de la pareja expresado sólo en la más recóndita intimidad del aposento matrimonial. Ninguno renunciaba a su forma de ser. Sin embargo, mantenían claros los límites de sus jurisdicciones. Encarna no permitía interferencia alguna en la administración de la casona. Hermenegildo conquistó a base de atemorizantes gritos implantar el código de honor de los cinco varones, pero ella se hizo responsable de las hijas. Los jóvenes crecieron en todas las dimensiones y resultaron especímenes de gran estatura con franco acento de Oriente, particularmente dotados para bailar y cantar sones, y siempre en persecución de las más frondosas muchachas de la comarca. El devaneo propiciaba escapadas tardías hasta que Hermenegildo, debido a las diferencias espectaculares con la fornitura de sus hijos al momento de disciplinarles, determinó cerrar la puerta de la casa a las diez de la noche. Así, en vez de estimular la asiduidad de los jóvenes cabríos les llevó a buscar aposentos nocturnos en lechos contingentes con disminución creciente de la calidad de sus tareas. Como el asunto iba de mal en peor Hermenegildo determinó implantar correctivos para no dejar dudas sobre quién mandaba en la tribu. Reunió a sus efebos y sin omitir ninguna falta cometida en las últimas semanas se las fue enunciando. Después intentó abofetear a cada uno de ellos a manera de escarmiento, pero la diferencia de estaturas apenas le permitió rozar las barbillas de sus hijos. Los muchachos difícilmente fingían arrepentimiento. Insatisfecho, Hermenegildo puso esa misma noche a Encarna al tanto de la situación entre la oscuridad de las sábanas. Pero ya tengo la solución –afirmó con voz tétrica–. Ya la tengo –masculló entre los dientes ennegrecidos por el tabaco. Más tarde, antes del canto del gallo escuchó ruidos en el corredor. El viejo se incorporó como un lince enfundado apenas en calzones de donde colgaba una barriga gorda y peluda, y desde la profundidad de la noche se escuchó su grito: ¡Alto ahí! En la penumbra aparecía el mayor de sus hijos con claros síntomas de juerga. ¡Arrodíllese, cabrón! –espetó Hermenegildo con aire triunfal. El muchacho sorprendido titubeó, no por resistencia pues el temor reverencial era total. Creyó no haber entendido bien el pedido de su padre. ¡Que se arrodille le digo, gran cabrón! –ordenó de nuevo el viejo casi en cueros y entonces sí, de hinojos el infractor, Hermenegildo cruzó el rostro del indisciplinado en turno mientras uno a uno iban llegando desde las tinieblas los demás hermanos a enfrentar las bofetadas del gallego. ¡MISERICORDIA, SEÑOR!

l rigor eclesiástico renacía en ella. Doña Purificación no cambiaba su atuendo negro ni en los días de carnaval. La Cuaresma y su pesadumbre la llevaban a la más grande exaltación: repetir la experiencia del Divino Rostro a lo largo de las estaciones E del viacrucis. Recordar lo irrecordable, con traición, luna llena, azotes y espinas. Refrendar la promesa de dedicar su vida a Cristo desde aquel día párvulo cuando vio caer fulminados al padre y al hermano. Fueron disparos a mansalva en medio del bosque, salidos de la boca de una escopeta humeante de malquerientes por un problema de linderos. Su devoción la salvó, pues seguida como fue por los asesinos encontró refugio en el hueco de un árbol y el tapiz de hojas caídas al paso del invierno. Purísima, como le decían en casa y que lo era a su cortísima edad, contuvo el aliento, y su atuendo oscuro como sus cabellos la hizo invisible “por el poder de Dios”, según decía. Todo, merced a una jaculatoria musitada desde su infinito terror durante cinco horas: ¡Misericordia, Señor! Purificación no había salido indemne del episodio de sangre. Siempre que un trueno, un tambor o el estallido de un fuego artificial rasgaba el silencio, perdía la cabeza y se veía impulsada a esconderse en las tinieblas de algún mueble donde repetía la jaculatoria aquella... Castigados los sicarios gracias al testimonio de la niña, ésta creció en devoción y hastío con total renuncia a las diversiones íntimas y públicas. Como en su infancia, vivió lamentablemente inmaculada. Pudo hacerse monja, pero no tomó los hábitos por cuidar de su madre y sus hermanos menores. Primero fue bedel, más tarde abnegada enfermera, pero ella decía: ¡soy la esclava de Dios! Así, sin tapujos. Purificación, después del recogimiento de los días santos, advertía mortificada la feral concupiscencia apoderada de los murcianos que entregaban el cuerpo y, peor aún, el alma a Belcebú en medio de la lascivia y el deseo avasallante metido como la humedad en los hombres y mujeres usualmente recatados. Cerraba su ventana enrejada mientras las de los vecinos se abrían después de la opípara cena familiar de Miércoles de Ceniza, donde jóvenes y viejos habían libado lo suficiente como para volver el espíritu al cuerpo. Todos estaban dispuestos a unirse a la procesión festiva del Entierro de la Sardina que a las diez de la noche llevaba a su punto culminante el placer de los sentidos, la embriaguez y los amores furtivos de seres despojados a esas horas de la vida rigurosa y la conducta contenida. Purísima se ocupaba entonces de los menesteres de pedir perdón por los pecados del mundo, asegurar aún más las sábanas que cubrían los espejos y cerrar los pestillos para dejar afuera el mundanal ruido. Todavía escandalizada con una mano aferrada a la gran ventana, mientras enfrente una familia ya se disponía a ver el desfile, fue sorprendida por la música atronadora y el contrapunto meneado de una samba brasileña, allí, casi en la intimidad de su propia casa solariega. Se enclaustró y huyó despavorida por el batir de los tambores, presa de aquel síndrome que le atacaba en circunstancias semejantes como era sabido por todos sus coetáneos que ahora estaban allá afuera: viejas jamonas y varones de menguado pelo; casados y solteras; cornudos y viudas, y los jóvenes, sí, los jóvenes hormonales y dispuestos a la disipación sin sentir el menor remordimiento por los sufrimientos de Jesús ahora que desaforados se bebían al mundo y las muchachas se dejaban perseguir. El estruendo musical llegaba con el Entierro, para así gozar de las últimas horas antes de regresar a la agreste realidad del orden. Se irían después la tropelía y el despelote en aras de una indeseable austeridad con tufo a moralina. Este era el fin del carnaval y la hoguera del libertinaje. El pecado volvería a esconderse, nunca a extinguirse. En ese momento nadie deseaba perder el goce a flor de piel en medio de la calle, ignorando aquel frío que no sentían los cuerpos poco cubiertos y sin máscaras ni el estorboso decoro de la ropa interior. Todo esto lo sabía Purificación, pero ahora los discordantes pitidos que usualmente acompañaban la cauda humana de apretados regocijos se escucharon apagados por el feliz estruendo de la batucada “Brasil Tropical” invitada por el municipio. El previsible nombre de la escola de samba iba precedido en el aire por el rítmico movimiento de las baquetas tundiendo a la caixa, a la par que el pam pam del surdo y el repinique, el eventual protagonismo del tamborín y el timbau, instigados por la cuica, con el rítmico vaivén del ganza o el chocalo y, sobre todo, por el pandeiro golpeado contra las caderas de portentosas mulatas. Esta novedad prendió a los jóvenes que sin reprimirse acompañaron al grupo metiendo mano aquí y allá a los pechos y nalgas de las rítmicas morenas, enfundadas en sandalias o botas doradas, tangas banales, hilillos plateados entre sus depiladas ingles, corpiños con espejitos o pezones cubiertos, a lo más, con pequeñísimos chupetes de goma e hilillos de colores a juego con sus penachos de aves exóticas. Interrumpían así los desbordados muchachos y uno que otro maduro, los bailes y cánticos que ofrecía el singular grupo en señal de fraternidad sin precedente. Pero los jóvenes locales no pudieron contener los baños de testosterona e iluminados sus ojos se dieron primero a morder los hemisferios carnosos de las sambistas. Luego a meter las narices entre los senos e hincar el diente a las carnes cimbradas por la maravilla de su música nunca escuchada así en aquella región. Las chicas cariocas llenas de gracia y rotundos cuerpos no soportaron el acoso al frente de la lujuriosa comitiva y dos kilómetros después de iniciado el espectáculo envidiablemente frívolo, la policía tuvo que hacerse cargo del asunto sin grandes resultados sobre la muchedumbre dado el “grado limitado de autocontrol por el abuso de bebidas alcohólicas”. En efecto, retiradas las zagalas tropicales seguían otras danzantes. Un grupo de mujeres venidas de Tenerife también fue embestido a mordidas e igualmente sufrió los “ataques salvajes” de los efebos, por lo cual hubieron de olvidar su mensaje de buena voluntad canaria y refugiarse en algunos domicilios. Los chicos no se contuvieron cuando llegó el turno a las jóvenes de la localidad. Las murcianas ya no tan alentadas y aun alarmadas por los hechos que allá adelante les parecía ocurrían, sufrieron luego percances semejantes ante el estupor de los organizadores que se vieron socialmente enterrados en el Entierro de la Sardina. Tamaña algarabía ante tanta carne en el poblado no habría sorprendido a mi abuela, una venerable transterrada, quien, más machista que los machos, habría dicho: ¡encierren a sus gallinas porque mi gallo anda suelto! En cuanto a Purísima, no presenció los actos de desbordamiento generalizado pero sí escuchó desde la oscuridad absoluta las risas y el asentimiento de sus vecinos mayores y hasta gritos de aliento a sus cachorros en celo. Para entonces, de acuerdo con su divulgada reacción, se enclaustró en el armario de cedro. En la noche inducida de aquel ataúd repleto de ropas negras llegaron los alaridos y el golpe sincopado de la batucada, y ella, agobiada por la congoja, sólo exclamó mordiéndose después los labios: ¡Misericordia, Señor! LOS NÁUFRAGOS

n gallo albino volvía del sueño sobre las estacas del traspatio. A las cuatro de la madrugada Bridgetown cintilaba en el litoral. Joseph adujó las amarras de su bote. Activó los motores e interrumpió el silencio. Las boyas de salida del canal U reflejaban el rojo y el verde de sus luces sobre una capa aterciopelada de diesel en el agua. Al entrar al mar abierto un impulso le hizo volver el rostro hacia el puerto dormido. Así lo hacía en cada jornada para guardar en la memoria el espacio donde aún descansaba su familia bajo un techo de cinc. Es posible no regresar, repetía a diario para conjurar el riesgo de morir. El océano se abría y tomó rumbo al este bojeando la isla para desprenderse a la altura de Christ Church, donde se dibujaba un hotel pintoresco, una mansión de reposo sobre el pequeño acantilado, hasta sentir después la fuerza de la corriente surcada por los grandes peces y frecuentes desechos de naufragios lejanos flotando como mangle podrido. A lo lejos adivinaba las playas de talco lamidas por el oleaje y el vuelo de las golondrinas marinas. Sentado con el cuerpo girado y aferrado a la mangueta del timón de sus dos motores fuera de borda, gobernaba el lanchón mientras su peso escoraba el bote de madera pintado de blanco con casco color sangre. No hay que resistirse al vaivén del mar, le dijo el tío Bill antes de lanzarle por la borda de su herrumbroso barco. Percibe el movimiento de las aguas como un embeleso. Siente el ritmo necesario para sobrevivir, agregó el viejo. Déjate llevar, repetía, y su cuerpo avanzó hacia el piélago con la dulzura de un arrullo seguido por el navío y entendió que no había de oponerse a las fuerzas naturales. Luego haz de regresar, le insistió a gritos desde su ruinosa embarcación. El mar devuelve lo que no le pertenece, aseguraba aquel hombre de timón y ancla. Joseph pensó entonces en la fatiga que podría paralizarle y sintió el temor a los escualos atraídos por sus latidos de alevín. Se sobrepuso a aquella riesgosa lección y decidió primero simular confianza, hasta convencerse de que la sabiduría del marino le sería concedida a la manera de un ensalmo salutífero. Si no ha llegado tu hora de morir no adelantes el reloj, insistió el anciano. Después avanzó varias leguas sobre las aguas tibias y vio la tierra cada vez más lejos desde la perspectiva del hombre a merced de las aguas. No recordaría más tarde cuántas horas se mantuvo a flote como una rama inútil sobre las crestas bajas, con su cuerpo asimétrico de adolescente. Dejarse llevar para después volver, era la consigna. Y ahora tenía la misma sensación de liviandad, de orfandad protegida por la pertenencia a una casta desterrada. El océano no debía reclamarle hasta no haber trasmitido su legado. ¿No fue así con su extraño pariente, desaparecido semanas después de aquella enseñanza? Soñaba con él. Le hacía también a su lado, sin rumbo cierto, hasta ver cómo se separaba más allá de los arrecifes y se perdía con su risa y dicharachos en la turquesa líquida rumbo al Caribe y la isla de Saint Vincent. No supo con certeza cuándo dejó de darle consejos imaginarios, pero ahora le sentía justo ahí, sentado frente a él y el rugido de los motores, oteando el horizonte donde el océano Atlántico se anunciaba bajo el camino del sol. Vamos bien tío Bill. Traeremos un gran dorado, dijo entre dientes Joseph mientras gobernaba su lanchón. Pero en los últimos tiempos sus asuntos no habían marchado de manera ordenada. Sin embargo, este día tenía esperanza. La verdad es que nunca ha dejado atrás los problemas de dinero, si bien finalmente los resuelve y el seño de su frente oscura sólo es una herida del tiempo y el sol, no la navaja de la angustia. Bajo su desabotonada camisa se dibujaban con los primeros rayos del alba los músculos del abdomen donde ya corrían hilos de sudor. No era joven ni rijoso, lo sabía. Hacía ya muchos años su llegada a la taberna del barrio era seguida por saludos y risas en aquel hablar recortado de los pescadores de la isla. En tanto, el ritmo del reggae mezclado con aroma de ron cimbraba las caderas rotundas de las mujeres y los deseos soterrados de hombres sin dinero asidos a botellas de cerveza amarga. Como la transpiración de sus cuerpos lubricando la piel, el deseo les bañaba con un ardor en el bajo vientre apenas controlado por el paso frecuente de los gendarmes. Joseph lo sentía, pero aún hinchada la vejiga sabía buscar refugio en los brazos de la mulata Kate. Llegaba a ella con toda la turgencia de sus miembros y el olor crudo del sudor y el cigarrillo. Atrás habían quedado las persecuciones en la arena. Dámelo todo, le decía a Kate. Ella se abría como un compás y no sentían el fuego de la arena bajo su pareo. Nada se interponía a sus deseos. Pero Joseph la quería para siempre a su lado. La poseía mientras comía los conkies que ella sacaba de una canasta y desliaba las hojas de plátano. Luego el dulzor de aquella mezcla de harina de maíz, coco, pasas importadas, patatas, calabaza y especias de la India se mezclaba en sus bocas entre mordiscos y saliva. Más tarde las olas les limpiaban de todo pecado en su desnudez arrogante y se tendían al sol para dormir como criaturas perfectas. No me dejarás, aseguraba Kate al despertar. Y él la montaba nuevamente bajo el resplandor del domingo de asueto tras cumplir con los encuentros parroquiales. Allí estaba la avispada mirada de su madre cuando desde el coro elevaba la voz como fanfarria. Todo sucedía en aquella iglesia de madera donde un día se desposarían, comprometidos por las palabras del rey Salomón y juramentos ingenuos en la enfermedad y en la pobreza. La paga en el mercado de pescados por el rumbo de la parroquia de Saint Philip prometía ser mejor en la temporada de turismo, y con el doble turno de su mujer como camarera en The Crane surgían indicios de una mínima prosperidad temporal. No quería aceptar el ofrecimiento para emplearse como asistente de almacenes y abastecer en una furgoneta flamante los recaudos frescos de la gerencia de alimentos y bebidas. Kate le reñía por ello. Sin embargo él veía con simpatía esa construcción iluminada como una fiesta inextinguible. Más tarde llegaría su mujer a limpiar habitaciones saturadas de humores y desechos ajenos. Se transportarían juntos, le insistía ella, y el ritmo de sus vidas sería más justo en aquel paraíso reconstruido para visitantes ricos y rubios, según el vehemente comentario de aquella voz seductora en medio de la noche que arrasaba la fortaleza física de ambos. Además de la paga segura, le había dicho acercando su cuerpo caliente, estaban las prestaciones tan útiles cuando la decrepitud toca a la puerta. Pero él gustaba de la independencia de su oficio y la apuesta diaria entre la red, el anzuelo y la báscula de la subasta. Apreciaba la charla en el muelle y la algarabía matutina cuando retornaban con el catch of the day y las finas lonjas de los peces eran rematadas para próximo regocijo de otros paladares. Volvió el rostro hacia Barbados coronada por el monte Hillaby cuando sintió llegar el paso de la corriente norecuatorial que fluye desde Cabo Verde, y el fulgor de la aurora le hizo recordar las lecciones del tío Bill y las costas isleñas de arena fina como cuellos de flamenco. Este lunes, al terminar abril, se percató de las facturas del tiempo adeudadas por su propia carne. El cricket le dejaba ahora molestias musculares y ya no podía impunemente correr por la antigua plantación de azúcar tras las ágiles piernas de sus dos hijos. Entonces pensó en la tristeza de morir sin descendientes. Imaginó los jardines florecidos de las grandes residencias, las palmeras silvestres rodeadas de fauna multicolor y tuvo la convicción de que era feliz. Ése había sido el legado de su madre. Así se lo pidió antes de expirar dos años atrás cuando ocultos a la vista de los demás tras el biombo de tela de su pabellón hospitalario le hizo una leve seña para acercarle y susurrar al oído una orden difícil de cumplir: Joseph, you be happy! Sabía que esa indómita cantora de himnos anglicanos en la iglesia dominical se había formado en la máxima de la búsqueda de la felicidad. Un viejo rescoldo vivo en los libertos sobre la cresta de los siglos y las generaciones, había llegado a los labios de la vieja como una guía moral cada vez menos asequible. Pero Joseph no se arredraba. Las señas de mejores tiempos habían llegado y su magra cuenta de ahorros sin impuestos volvería a crecer para seguridad de los críos y la apacible sonrisa de Kate. ¿Cuidas de ellos como es debido? No les dejes caer en la tentación, negro necio, le repetía con frecuencia la obesa matrona desde el fondo de las tinieblas. Haz de seguir los mandatos del Señor y aléjate de las hijas de Jezabel y de sus culos gordos. Enorgullece mi estirpe, hijo querido. Haz de tus vástagos herederos dignos. Come quimbombó y hueva de erizo para tener una prole longeva y fuerte, le decía el recuerdo inoportuno mientras la brisa enjugaba sus brazos y las cuadernas de su embarcación cárdena y blanca. Despertó de su ensimismamiento por el hervidero de un cardumen al huir de manadas de marsopas y vio más allá una silueta blanca. Era apenas una raya en el horizonte cubierta fugazmente por el vaivén de las aguas. Nunca supo por qué se sintió movido a dirigir su chalupa en esa dirección. Curiosidad tal vez... Empero, en pocos minutos se encontró con una embarcación menor en lastimosas condiciones. Era un yate herrumbroso a la deriva de no más de ocho metros de eslora, del que venía un extraño olor ácido. No tenía nombre ni ondeaba bandera alguna. Sobre la cubierta alcanzaba ya a ver bultos dispersos que cobraron la forma de muertos conforme se aproximaba en medio del silencio. Una vez a estribor de la embarcación lanzó un cabo para amarrar su bote. Lo hizo con doble nudo y comprobó su firmeza, como si fuese necesario asegurar el retorno desde aquel despojo flotante poblado de cadáveres con pies desnudos y talones redondos y arrugados como patatas viejas. Primero avanzó hacia la proa donde exploró sin tocar los primeros cuerpos. Le parecieron maniquíes de cera, enjutos y cetrinos, los dientes al aire y las facciones contraídas y cubiertas con un brillo extraño. No tenía duda, eran los restos de personas de su raza. Las ropas parecían fundidas con la piel y las camisas alguna vez de llamativos colores y diseños eran igual a los vestidos de su abuela. Las carnes expuestas también le recordaban a las momias vistas en un programa de la BBC. Varios despojos mostraban las cuencas de los ojos y era como si viesen la eternidad, con un gesto extraño por la tensión de los músculos del rostro que abría más las fosas nasales y desfloraba la boca en forma de pétalos de un vegetal marchito. Después se acercó a los muertos de popa, uno había caído sobre la escotilla del motor. Entró luego a los minúsculos camarotes bajo el puente y encontró más cuerpos. “One, two...”, masculló Joseph, hasta contar once, justo al tropezar con el último de su aritmética macabra y percatarse entonces de la pequeña alacena con latas de sardina, pan verdino por el moho aún multiplicándose, envases abiertos de plástico opaco y latas de conservas vacías. En un cajón encontró muchos pasaportes de Senegal y Malí con papeles oficiales incomprensibles para él, más de los necesarios según pudo calcular. Intentó superar la náusea ocasionada por aquel cuadro, pero una arcada le invadió y terminó cogido de los tensores de estribor contra su vientre. Otros espasmos se fueron diluyendo hasta dejarle sin vigor con una sensación de percibir todo de manera intensa y a la vez distante, mientras se limpiaba el rostro con un pañuelo de estampados caprichosos colgado de la bolsa trasera de sus pantaloncillos. Pasados unos minutos respiró hondo y se dirigió al puente para intentar arrancar la máquina. La marcha no respondió y después de mover el cuerpo que obstruía el paso a la escotilla ayudado por una pértiga para retirarlo, comprobó la avería y la falta de combustible. Las baterías también se habían fundido por la evaporación de los fluidos. Antes había intentado enviar un mayday pero la radio no podía funcionar en esas condiciones. El tiempo era benigno. No dudó en amarrar a su gabarra el yate de los muertos con cables de la propia embarcación. Enderezó el timón del navío y lo aseguró con un lazo para evitar lastrar el remolque y que la trágica embarcación derivara. Cuando enfiló hacia Barbados adivinada tras la calima de la mañana madura, pensó en la frustrada pesca. Pensó en los difuntos mientras sus dos equipos se esforzaban por surcar las aguas añiles, escoltado por una parvada de gaviotas venidas de ninguna parte trazando círculos sobre él y su pesarosa carga. Pensó en las ganancias perdidas y el tiempo aún por dedicar a las autoridades sin que eso significase una moratoria para los acreedores. Pensó en el discurso de Kate ante las circunstancias propicias para reforzar los argumentos a favor del trabajo domesticado. ¿Quién iba a pagar por todo esto? No sólo era el día y el combustible, sobre todo se trataba de los peces perdidos, del lucro legítimo y el riesgo de no hacer su trabajo al aire libre para regatear después entre la algarabía del mercado. Luego volvió el rostro hacia el yate y se preguntó si había tomado la decisión correcta. No les ibas a dejar allí, muchacho tonto, diría el viejo Bill. Y el estragado canto de su madre inundó su pecho con salmos de amor, pero parecía que resonaban en la bóveda celeste donde observaban todos los muertos cómo se esforzaba por bogar en la dirección del instinto y la memoria. ¿Te dará alguien las gracias? ¿Serán hombres de tu misma sangre? ¿Serán hijos de tus antepasados los que se salvaron de la cacería de los blancos abominables? Igual a los destellos de los camarógrafos y las preguntas al llegar a la comandancia con los estupefactos policías, las imágenes venían a su cabeza como relámpagos a partir del momento en que había subido a la dársena. Joseph no sintió deseos de salir de su casa en toda la semana. Era perturbador recordar aquellos cadáveres. Más aún, la razón de su tragedia. Kate postergó la diatriba al ver en su hombre el estrago de los hechos. El pescador huyó de los periodistas y no se asomó por la taberna. En la sombra del porche se sentó a pensar día y noche en la suerte de aquellos desgraciados. Se enteró del número de los viajeros por las noticias de la televisión, donde calificaron aquello como “un episodio gótico en el mar”. Originalmente había treinta y siete migrantes, afirmó el locutor. Conforme morían fueron lanzados al mar. Provenían de África y parecían dirigirse a las costas de Brasil. Quizá, comentaron en los diarios, fueron remolcados por un barco de traficantes que cortó el cable y les dejó a la deriva al verse descubiertos. Los náufragos sufrieron intensamente, informó un médico forense al ser entrevistado y describir con la precisión de una enciclopedia de torturas las formas más espeluznantes del dolor al espesarse la sangre y la afectación de los órganos en medio de malestares lacerantes y angustia. Mientras, uno a uno, eran fulminados. Todo pudo acontecer, decían, durante el primero de los tres meses necesarios para cruzar el Atlántico a merced del pulso del océano. Las variaciones de temperatura y la salinidad permitieron un proceso extraño de saponificación, dijo el facultativo. Cuando ninguno tuvo fuerzas para echar los cuerpos por la borda nadie quedó disponible para cerrar las puertas del infierno. Los hijos de Joseph en medio de su algarabía le preguntan esta tarde a su madre qué buscaban esos forasteros, mientras beben botellas de mauby. ¿Eran hombres malos? ¿Por qué huían? El pescador parecía esperar igualmente la respuesta de su mujer para encontrar alguna razón a aquel designio. Kate continúa haciendo cou-cou para la cena, y responde sin titubeos, mientras ve a lo lejos los ojos de su compañero y esboza una mueca en sus carnosos labios: buscaban trabajo, eso es lo que buscaban. Sólo trabajo... Ahora Joseph parpadea y se pregunta si en verdad es posible ser feliz así y siente unas ganas inmensas de estar solo. EN NOMBRE DE LA SOLEDAD

l llegar al puerto Santiago se congratuló de estar frente a un mar sin bullicio. Luego vio sin interés las construcciones inconclusas cerca del malecón. Eran una ruina de la modernidad donde hubo un área de médanos sin importancia, según A recordaba. Pidió al taxista llevarle al hotel ubicado en la salida norte del poblado. Una vez allí, no puso atención a las indicaciones de la recepcionista y sin más firmó cuanto registro pusieron frente a él. Recogió su tarjeta de crédito, tiró del maletín sobre ruedas que produjo un ruido desproporcionado al friccionarse contra los andadores del jardín. Encontró el cuarto 245 y al entrar olió el humo de tabaco rancio de huéspedes anteriores mezclado con aire enclaustrado. En la mesa de trabajo de la habitación llamó su atención un pequeño cartel montado contra la lámpara: ¡Prohibido fumar! Non smoking room! Defense de fumer! Abrió las cortinas, puso en marcha el aire acondicionado en su mínimo nivel, se desnudó sin quitarse la camisa y cayó sobre la cama. Después de un reposo breve se incorporó y acomodó sus pocos enseres y la ropa necesaria para mudarse. Se instaló bajo la ducha y giró los grifos hasta sentir el agua tibia de la regadera que combinó para dejar sólo un chorro frío y estimulante. El líquido sobre su cabeza y hombros cayó unos minutos mientras lo veía escurrir por la cerámica blanca. Secó su cuerpo lentamente y desnudo, con la toalla húmeda a manera de cobertor, se echó nuevamente sobre la cama. Cuando despertó el canto de unas aves y la luz mortecina le decían haber dormido más de lo previsto. Se dio a repetir rituales consumados con los diversos afeites como si evitara salir de la habitación. Cuando al fin salió y caminó entre faroles y palmeras que acostaban la sombra de sus penachos sobre la piscina, no supo adónde dirigirse. Rodeó el área de la cafetería hasta pasar por el vestíbulo donde los empleados le vieron sorprendidos aunque saludaron amablemente a su paso. Afuera se encontró ante el último trecho del malecón iluminado. Más allá seguía un camino en zigzag perdido detrás de los taludes. Cruzó la avenida y encontró varias parejas bisbiseando su afecto al oído y algunos niños enfrascados en juegos y pequeñas carreras en círculos. En sentido opuesto divisó el paseo prolongado como un arco de luces seguido de escasos automóviles en movimiento que no impedían escuchar el leve susurro del oleaje. El puerto se mostraba como era: un punto perdido en el litoral donde pocas cosas sucedían y la calma para un reposo ininterrumpido era su oferta turística más atractiva. Le pareció poco sugestivo seguir caminando y volvió al hotel. Se percató entonces de no haber recorrido más allá de trescientos metros desde las instalaciones de su alojamiento. Ahora los empleados no tomaron en cuenta su ingreso. Sin pensarlo mucho estaba ya sentado en el comedor casi desierto cuando los camareros se ocupaban de concluir la preparación de un bufé para huéspedes ausentes. Parloteaban o seguían sin excesiva atención un juego de futbol en un televisor de gran pantalla y mínimo volumen apenas percibido por el grito del cronista lamentando una acción frustrada. Pidió un whisky que bebió antes de un emparedado extraño con más lechuga que pollo. Firmó la cuenta y salió apresurado mientras los meseros ahora deambulaban con poca discreción frente al televisor. Al llegar al piso donde se alojaba encontró iluminada sólo la mitad del pasillo de las habitaciones. La oscuridad iniciaba justo frente a su puerta. Abrió con la tarjeta magnética y se sorprendió de haber acertado en su primer intento. Luego volvió a empacar sus pertenencias en la maleta y preparó la salida prevista a las cinco de la mañana. Tuvo temor de retrasarse y tomó medidas neuróticas: pidió servicio de despertador, hizo lo propio con un reloj de mesa hasta entonces guardado en el maletín y activó la alarma de su reloj de pulsera cinco minutos después del anterior. Debía tomar al amanecer un pequeño avión para llegar al punto más cercano a su destino a media hora de vuelo. Tal ansiedad contrastaba con la lentitud de sus movimientos. Entonces vino a su mente la explicación de sus colaboradores: estaba deprimido... Por la mañana, después de liquidar la cuenta y despedirse abordó el transporte que esperaba para llevarle al aeropuerto. Cuando finalmente sobrevoló el puerto en el ruidoso bimotor acompañado por unos cuantos viajeros, se percató de que aquel lugar no había cambiado durante los últimos cuarenta años. Sin embargo, recordó los comentarios del chofer a su llegada cuando le advertía lo irreconocible del poblado por el progreso reciente. Meditó entonces en la relatividad de las impresiones y la forma de percibir el transcurso del tiempo. Es verdad. Las cosas son como uno las recuerda, dijo en voz baja pero advertida por su vecino de asiento quien le vio con un aire de sospecha. Después del ruidoso despegue bajo el avión apareció un mar estanco, pequeñas islas, el litoral tortuoso, la tierra seca cubierta de una vegetación austera como vetas de jade opaco, y se sintió contento por saberse cerca del lugar donde encontraría al fin un aislamiento total. En dirección oriente se hizo presente el sol y tiñó las nubes y las montañas con un velo de jugo de naranja. El breve viaje apenas dio tiempo de ver el amanecer. Al descender la nave los motores rugieron con mayor intensidad hasta quedar frente a las precarias instalaciones del aeródromo más parecido a un viejo almacén. Su cuerpo percibió el aire tibio y húmedo de la mañana pero esto acrecentó sus expectativas. Ya le esperaba el comerciante con quien había negociado el envío semanal de víveres y agua a un refugio a tres horas de camino por la playa, avanzando siempre al norte de una costa escarpada. Era un hombre corpulento, moreno, de mediana edad, que disimulaba el vientre con los faldones de la camisa. Si al llegar el cargamento a lomo de mula no le encontraran, como todo había sido pagado de antemano no era necesario buscarle. Sólo habrían de descargar la bestia y dejar los víveres en el sitio convenido. Así lo hicieron el día anterior. El arreglo le aseguraba al menos seis meses de ostracismo. Sin hacer preguntas el proveedor le acercó a la costa y le dieron las señas necesarias en un croquis para encontrar la cabaña sobre la loma que dominaba el panorama de las olas con crestas desvanecidas contra el viento. Aparentemente era improbable la llegada de vehículos desde la distante carretera, según le habían advertido. Nadie podrá acercarse ni tendrá interés en hacerlo, fue la garantía del abastero. ¿Para qué, si allí no había nada? Así las cosas, la primera remesa fue depositada en la casucha porque él había elegido caminar sólo hasta ese sitio. Antes vació sus efectos personales en una mochila y se desentendió de la pequeña maleta rodante. Le llevaron al punto más conveniente del litoral. Una vez en marcha sintió el tatuaje solar sobre su frente y se cubrió con una gorra vieja y lentes oscuros continuamente empañados por la brisa impulsada tierra adentro. Durante esas horas de camino evitó sin éxito cavilar sobre las razones para apartarse de sus tareas habituales: las conferencias, el grupo de investigación, la búsqueda de recursos para continuarlas, la redacción de informes, las entrevistas, la recepción de premios... Pero el capricho no era una lógica válida para explicar su comportamiento. Esto requería, se dijo, otra respuesta. Los últimos meses habían sido vertiginosos. Su descubrimiento de aquellas gramíneas o poáceas iteróparas en una región virgen de esta península, idénticas a las encontradas en antiquísimos coprolitos fósiles de dinosaurios con características cromosómicas admirables había girado muchas páginas sobre la evolución según era entendida hasta ese momento por la ciencia. Pero él no estaba preparado para tanta notoriedad, menos aún combinada con los hechos que simultáneamente habían conmocionado tanto su vida afectiva. El divorcio no estaba en sus cálculos. En algún momento reconoció estar ante una decisión impulsiva ajena a su personalidad de científico. Pero, conforme avanzaba se dio cuenta de cómo el estallido del agua aumentaba en fuerza y advertía la proximidad de su destino. Al llegar a la choza pudo ver a la distancia los labios del mar, un interminable manto de espuma perdida en el horizonte por la fuerza del oleaje acezante. Entonces concluyó que no importaban los motivos del viaje. El espectáculo por sí mismo justificaba todo. Después de ordenar los víveres y limpiar el polvo en el interior del refugio se hizo de madera seca acumulada en algunos puntos del litoral por la fuerza de las mareas. Hizo fuego y preparó café. La primera noche durmió enroscado en su saco de explorador como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Descansó en aquel nido portátil igual a una placenta tibia y mullida donde podía reconocer su absurdidad y el significado de los granos de arena dispersos en toda la cabaña. Pronto encontró en aquel apartado sitio bajo la bóveda celeste tachonada de movimientos estelares, el estímulo para escribir sus pensamientos sobre el desarrollo de la vida vegetal y animal sin acudir a las pruebas de laboratorio. Se trataba de reflexionar sobre la evolución no sólo como un accidente natural en el cual el azar era alimentado por todas las combinaciones y permutaciones posibles, sino, precisamente en el hecho de ser producto inevitable de una posibilidad en millones. La inmensidad de aquellas noches y el tiempo extendido al infinito le permitían ser indulgente con las explicaciones mágicas buscadas por la humanidad. Pero de cuál humanidad realmente se podía hablar, se dijo en voz alta, porque para entonces le gustaba razonar y expresar así sus pensamientos quizá con la intención de aligerar el silbido del viento y el estrépito de aquel océano desbordado visto desde los médanos acribillados por el sol. Los espectros a los que hablaba no le respondieron. Pasaron las semanas y los víveres llegaron puntualmente a lomo de mula. Sus meditaciones dejaron la rigidez de la evidencia empírica y se fue adentrando en el mundo de la especulación. La conducta animal, la entropía del universo, los pensamientos como mensajes cruzados en el río de la conciencia y mejor descritos en algún poema sin teoremas en la pizarra, desfilaron en sus sueños y en el sopor del mediodía cuando disfrutaba de una soledad plena de sonidos naturales. Pronto se vio con luengas barbas y el regreso al salvaje lo estimuló a hablar con los matorrales y las aves acostumbradas para entonces a su presencia inofensiva. Al final de cada día le inspiraba una gran satisfacción intelectual el resultado de sus pensamientos escritos en una libreta Moleskine. Esas que aseguran también usaron Hemingway, Picasso y, claro, Bruce Chatwin. Sí, aquel escritor de viajes a cuyos libros fue afecto, quien llegó a la Patagonia chilena en Puerto Natales a conocer la cueva del Milodón, llamada así por los restos de este dinosaurio herbívoro. Nada más adecuado que esas páginas para plasmar también él su repertorio de incertidumbres a la deriva: el estremecimiento de un recuerdo lleno de piel suave, la efusividad de la fórmula finalmente despejada, la sensación de hacer un hallazgo sobrevalorado, la niñez precaria y la caída en tentación como golosina emocional llena de saliva y dulzor. Todo en una febril combinación propia del delirio pero también de una nueva edad de su razón. Procuró no caer en la trampa de decisiones futuras ni comportamientos dictados en la embriaguez de un abandono extremo. Bien sabía las consecuencias. Pensó en la persistencia de los Curie al evitar el ruido de la notoriedad, pero nada de aquellos tiempos subsistía ni era tan cierta esa distancia de la pareja de científicos cuando de recursos para su trabajo se trataba. Otros días se adentró en la posibilidad de entender vidas ajenas: la constancia de los magos y adivinos dispuestos a jugar su prestigio en probabilidades escrupulosamente operadas por el miedo. La inquietud de los navegantes cercanos al límite de la Creación. La tozudez de los generales conscientes de la improbabilidad de la victoria. La tranquilidad del verdugo profesional dispuesto siempre a dormir tras un trabajo realizado con pericia. La placidez de la prostituta al regresar ilesa a su esquina habitual, como quien sale bien librada de un salto al vacío. El mal escritor consciente de su falta de talento y de su amor irredento por las palabras. El traficante de drogas dispuesto a corromperlo todo por la avidez de una recompensa tan cuantiosa como incierta... Ya había amanecido cuando él se disponía a iniciar el día y atronadores rugidos irrumpieron sobre la respiración del mar. Los ruidos fueron acompañados en breve por voces y gritos de gente joven. Cuando salió de la cabaña, desde la colina observó los movimientos lascivos de una muchachada enardecida. Unos daban tumbos en vehículos de grandes neumáticos y mínimas estructuras sobre las dunas. Otros se adentraban en la mar armados de tablas multicolores inoculados con el entusiasmo de párvulos frente al estanque. Varias chicas rubias bailaban alrededor de una radio enorme, mientras lanzaban los corpiños al aire y abrían envases de cerveza meciendo sus tetas al compás de la música estruendosa. Más allá, otros orinaban a campo abierto en una competencia de chorros. El resto de la tropa se dedicaba a cargar desde grandes transportes fardos de contenido inimaginable. Uno de ellos levantó los brazos a manera de saludo y advirtió a los demás de su presencia. Después escuchó decir con una voz medio infantil: ¡ahí está el ermitaño! Y todos le tributaron gritos de reconocimiento... Por la noche, después de desdeñar la compañía de los intrusos mientras bajo la luna seguía la fiesta sin límites y un lejano olor a mariguana llegaba a sus narices, decidió que todo era inútil. Ya no se trataba sólo de su soledad interrumpida, sino de la sensación de estar envuelto en algo innecesario. Al día siguiente, apenas despuntó la mañana regresó por donde había llegado con una convicción paradójica. Para entonces los datos de su paradero habían dejado de ser un secreto, rastreado como fue por una furtiva periodista de cierta agencia internacional de noticias. Ella se hacía acompañar de un pelotón de camarógrafos y técnicos. Le seguían otro sinnúmero de comunicadores locales a manera de rémoras de escualo. Estaba a punto de abordar el pequeño bimotor en el que había llegado cuando le rodearon entre gritos y empellones. Una vez en medio de aquella maraña de micrófonos y cámaras giró viéndoles a todos, mientras las tomas registraban sus barbas hirsutas y apariencia andrajosa. Les miró atento y de sus pupilas salía un extraño fulgor por la luz intensa del mediodía. Después de las preguntas desordenadas se impuso la presencia de la reportera: “para la Deutche Welle”, gritó la reportera en un español casi perfecto, mientras su espigada figura sobresalía en aquella barahúnda. Vestía como corresponsal de guerra con una delgada camiseta escotada donde se dibujaban unos pequeños pezones. “Los resultados de su pesquisa han perturbado al mundo científico y debe usted una explicación para el gran público. Dados sus hallazgos: ¿cómo se ve afectada la cadena alimentaria de millones de años y la conformación genética de los grandes saurios? ¿Cómo se modifica el conocimiento de la evolución humana? ¿Por qué ha huido después de dar su reporte, ahora mismo discutido en varias instituciones?” Él vio los delgados labios de la mujer al moverse con rapidez de reptil y pensó en las conexiones cerebrales y las recónditas zonas límbicas desde donde salían los pensamientos y ordenaban las pulsiones en milésimas de segundo por comandos neurobiológicos. Los micrófonos le acosaban más y más, como una jauría de hienas. En el fondo de los ojos de todos se vio a sí mismo sumido en el desorden de los razonamientos, dirimiendo discursos y las formas de la verdad a las que se había referido Michel Foucault. Luego pensó en Eróstrato, el pastor de Éfeso que en busca de la fama quemó el templo de Artemisa, maravilla del mundo antiguo, la misma noche del nacimiento de Alejandro el Grande. Pero discurrió que el libro con el mismo nombre del antihéroe –un ensayo de Fernando Pessoa– venía a él en el momento debido: la celebridad puede ser de objetos o personas, escribió el lusitano. Puede ser accidental o fundamental, incluso artificial y natural, había descrito el poeta. Incluso, la celebridad podía ser buena o mala. Entonces Santiago farfulló: esto es una fugacidad embalsamada y sin significado... “Qué ha dicho”, preguntó la rubia, para entonces impaciente y agria. No respondió pero recordó una cita del poeta de Lisboa y repitió de memoria: “Lo esencial sobre el bárbaro es que es completamente moderno; está totalmente en su época porque la raza a la que pertenece no tiene tras de sí ninguna época civilizada”. Entonces respiró hondamente, les vio con cierto desprecio y dijo antes de salir corriendo por la pista hacia el avión que le aguardaba: “No tengo nada más que declarar. La naturaleza sigue su curso. ¡Sólo he descubierto un montón de mierda de dinosaurio muy parecida a la nuestra!” DE PASO POR LOS AEROPUERTOS

l ejercicio del periodismo suele hacerme viajar. Piso con frecuencia los espacios impersonales de los aeropuertos. Cada terminal tiene sus propios códigos de ubicación, aunque todas se jactan de emplear gráficos cuyos diseños pueden guiar al E más estúpido de los mortales hasta los carriles zigzagueantes de los mostradores. Lo cierto es que transitar en un aeródromo desconocido es una aventura. Una vez detectada el área de la aerolínea correspondiente o en sus máquinas de autoservicio y ubicarse en filas que serpentean caprichosamente, es revisado con mayor o menor escrúpulo el contenido de nuestras maletas que se desea fervientemente terminen en el vientre de la aeronave debida. Nadie puede garantizar, estadísticas de por medio, el reencuentro del dueño del equipaje con sus pertenencias. Las mías ya han terminado en Moscú en lugar del aeropuerto de Copenhague. Una semana más tarde las recibí en mi oscuro alojamiento de Oslo. En otra ocasión hube de seguir la pista por toda Varsovia a mi Samsonite que se llevó un egipcio a quien nunca conocí. El trueque de maletas lo hice con un distraído conserje a quien igualmente pude entregarle una caja con caramelos o narcóticos. Recientemente, después de dos horas de espera para ser admitido en el aeropuerto de Miami, aunque mi destino era en sentido contrario, Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, bajé en un elevador pletórico de viajeros desconcertados y azarosamente localicé mi equipaje en medio de una colina de maletas. Todo esto, para, a toda prisa volver a documentar, pasar por ominosas revisiones en honor a los talibanes y otros radicales y, por supuesto, descalzarme de nuevo. Cuando de viajes se trata la informática puede fallar al igual que sus gestores y apéndices humanos. Recuerdo haber documentado mi humanidad y pertenencias para un viaje con escala inicial en el puerto de Veracruz. Luego la simultaneidad en nanosegundos no prevista por el programa de registro “en tiempo real” o la falibilidad humana, asignó a mi maleta etiquetas con destino a Atlanta. Estoy convencido que la segunda probabilidad fue la causa del problema. Mi destino final por vía terrestre era la fresca ciudad de Jalapa. Quedé, pues, con las reducidas pertenencias que portaba en el cálido puerto hasta la llegada de mis ropas adecuadas al clima del lugar. Tenía la esperanza de recuperar mis cosas, aunque cada día resultaba más incómoda y onerosa la espera. Diario compraba alguna prenda necesaria. Finalmente, el mensajero de la aerolínea tardó en llegar desde el puerto de Veracruz a mi último destino lo mismo que el vuelo de Atlanta a la ciudad de México, porque se perdió en los vericuetos y el tránsito de la capital veracruzana. Los bolsos y valijas de mano corren otra suerte en las aeroterminales y, probablemente, según el destino del viajero, además de ser depositadas para su inspección en canastillas, monedas, cinturones, relojes, teléfonos móviles, equipos de cómputo y demás objetos metálicos, se revisa sin excepción este equipaje y a sus dueños con equipos especiales. Para entonces no es improbable una inspección policial aleatoria (por tener rostro o actitud sospechosa a juicio del cadete con insignia) y la exigencia de descalzarse ahí o en las salas de abordaje, trance reservado justo antes de subir a la nave. Uno debe tomar esto en consideración para evitar ser pillado, como un expresidente del Banco Mundial de costosa amante, con los calcetines rotos. No faltará la ocasión en que para evitar trámites adicionales se viaje ligero, como recomienda el poema. Pero la frustración encarnará con frecuencia en una legión de viajeros sin equipaje, quienes tomaron estas precauciones inútilmente. La estadía tras los muros interiores es igualmente prometedora de sorpresas: venta de almohadillas inflables, braguitas multicolores arregladas en forma de una rosa envuelta en papel celofán, inimaginables libros de autoayuda, vasos de café que sabe a chocolate con espuma coronada de canela, periódicos en diversos idiomas del día anterior en puestos no distantes de un monitor televisivo donde de manera simultánea se informa al minuto sobre alguna nueva hecatombe financiera o terrorista (lo cual es prácticamente lo mismo), establecimientos que practican masajes relajantes ante la indiferencia de los viandantes, tiendas para adquirir bisutería y cristales Swarovski, lujosas joyerías que exhiben brazaletes de esmeraldas para suavizar el temperamento de una aguerrida esposa o doblegar la resistencia teatral de alguna amiga cariñosa al otro lado del planeta. Todo está a la venta: licores, camisetas con hologramas vulgares, sandalias de peregrino, sombreros supuestamente étnicos aunque desconocidos por los nativos, llaveros, perfumes franceses envasados en Taiwán, libros de dimensiones colosales impresos en alta mar para reducir gastos y eludir impuestos, relojes y lentes para el sol (no importa la época del año) de marcas y dimensiones diversas, artículos de piel de vacuno, embutidos que serán confiscados por las autoridades sanitarias del país de destino, diccionarios de lenguas vivas ofrecidas por dependientes con dificultades para expresarse en idioma alguno, revistas con famosos semidesnudos y desconocidas envidiablemente desnudas, cigarrillos en grandes paquetes con muy visibles advertencias del daño ocasionado a la salud, cigarros en estuches humidificados, y para hidratarse, botellas de agua a precio de líquido bendecido por la Virgen de Lourdes. No debe sorprenderse uno de ver en los estantes libros de las mejores firmas del planeta entre muchos otros de charlatanes también mundialmente conocidos y, más aún, quizá se tope en las salas con viajeros leyendo los bestseller del momento. Algo, sin embargo, no deja aún de inquietarme con una nostalgia que hace traslucir mi origen pequeño burgués. En los amplios pasillos donde deambulan parejas perdidas en busca de una puerta de salida con sus pantalones cortos y camisas a juego sin la más leve noción del ridículo, hombres de negocios elegantemente ataviados, mujeres bellas desplazándose como en pasarela, y silenciosos pero intempestivos carros eléctricos para llevar a personas de la tercera o de la primera edad, aparecen, cruzándose entre la barahúnda, seres absortos en lo suyo... Paso a explicar. En mi infancia me reprochaban ver a cualquier persona con insistencia impertinente. Más aún si se trataba de alguien con impedimentos físicos o, como ahora se dice con eufemismo: de una persona con capacidades diferentes. Por supuesto, fijar la mirada en la gente con problemas mentales, esos que iban por la calle fumando desesperadamente, luciendo una barba de días y hablándole a seres invisibles; o bien, aquellas mujeres cargadas de canastas con trebejos y ropas malolientes dirigiéndose a todos los viandantes cual si de conocidos se tratase, era sancionado de manera especial por mis mayores. Con los años, mientras me capacitaba en Nueva York para un trabajo que descubrí no requería grandes cualificaciones, encontré a esos miserables empujando carritos metálicos que la policía toleraba a pesar de tratarse de hurtos a las cadenas de hipermercados, en donde transportaban un muladar personal. Hace cuarenta años ya no se les decían locos ni vagabundos, sino homeless. No tener casa, pues, incluía una legión de seres humanos deambulando por las calles de la Gran Manzana poblada por el ulular de sirenas ubicuas y de alarmas perpetuamente activadas. Algunos de estos individuos se detenían en las esquinas y agredían verbalmente a ciertos transeúntes a quienes dedicaban discursos sobre la guerra o el desempleo. También en este caso la policía metropolitana hacía la vista gorda. Sólo tuve la sensación de que la civilización se materializaba en las buenas maneras de tratar a los seres humanos cuando descubrí algo singular en Hyde Park, sin carritos de mercado, mas con universos de discurso similares: los temas en contra de las guerras, el desempleo, la invasión silenciosa de los extranjeros, el perjuicio inmediato sufrido por los agricultores británicos por los tratados comerciales, y demás asuntos de interés, justo frente a Marble Arch que ahora marca el sitio donde tenían lugar las ejecuciones públicas en las horcas de Tyburn y cuyo máximo esplendor llegó con los Tudor. Esto es la esquina conocida como Speakers Corner de Hyde Park: la esquina o el rincón de los oradores donde los bobbies, policías londinenses con su tradicional casco de injustificable forma, conminaban a los automovilistas a desplazarse para no interrumpir con el ruido de sus motores a los espontáneos tribunos... En esta cuna de protestas han hablado los cartistas, los miembros de la Liga Reformista, las sufragistas, la Coalición Antiguerra, incluso Karl Marx al apoyar las reyertas contra el Sunday Trading Bill, o Lenin, en el mismo lugar en que lo haría después George Orwell... ¿Pero quiénes son éstos que ahora pasan con sus portafolios de firmas distinguidas y gesticulan como orates, van y vienen a lo largo de las butacas, se detienen ocasionalmente para acicalarse frente al espejo de una boutique de Ives Saint-Laurent y siguen con fúricas disertaciones sin esperar público alguno? ¿Por qué no causan pasmo a los demás cuando dan instrucciones perentorias, acompañadas de cifras y términos ininteligibles? ¿Por qué alzan tanto la voz y discuten con su sombra o abren los brazos desesperados para interrumpir a un interlocutor invisible al que callan y le instruyen en clave de manera que en otros tiempos hubiesen escandalizados a los cuerpos de inteligencia nacional? Más aún. Cuando se cruzan frente a algún despistado agente de la seguridad aeroportuaria, éste les esquiva y da el paso para no interrumpir su comedia de un solo hombre. Estos sujetos de ampulosas gesticulaciones me recuerdan a los locos de mi pueblo, pero mejor vestidos. Ahora mismo les puedo ver de frente y a ellos no les importa. Siguen conectados a minúsculos adaptadores Bluetooth y deslizándose por los pasillos van con su tecnología a cuestas hablando a distantes interlocutores. Me doy cuenta de que estos personajes en realidad son numerosos y cuentan con el respeto universal. Son hombres o mujeres de negocios. Se enteran de las cotizaciones de las bolsas. Dan órdenes implacables, como lo hacían los Borgia. Luego, serán los primeros en abordar con sus billetes business class. Cuando les ordenen cancelar sus comunicaciones durante el despegue lo harán a regañadientes y, minutos más tarde, introducirán en sus orejas otros adminículos para oír su música predilecta, sólo para ellos, ajenos al mundo, tan cerca de los demás y a la vez tan lejos. UN MENSAJE EQUIVOCADO

l intercambio epistolar digital contemporáneo tiene menos posibilidades de marcar distancia a los ojos indiscretos que las cartas lacradas del siglo XVIII. Lo prueba esta pieza extraviada en el hiperespacio y alojada en mi dirección electrónica por E causas técnicas desconocidas (para mí) y abajo reproducida. Por su contenido, se entiende, forma parte de la correspondencia entre dos individuos. Uno de ellos, historiador de amplia reputación en Colombia. El otro, posiblemente hispanoamericano, reniega de ciertos personajes pero no se revelan las razones de sus juicios extremos y, posiblemente, gratuitos, injustificados. La razón de conservarla en mi cartapacio de escritos viejos no ha sido la de tener ejemplos de las fallas tecnológicas de este nuevo Siglo de las Luces, sino la de insistir en la inalterable condición humana y el insaciable gusto por el intercurso. He aquí el texto:

Apreciado Hermes:

Hace tres días llegó tu libro. Lo encontré por la noche e inicié lo que pretendía ser una ojeada, hojeándolo. El resultado fue dormir a las cuatro de la madrugada. Seguí con atención la amenidad de tu pluma. Me hace recordar en algunos pasajes el mejor García Márquez. También he llegado a pensar, cuando releía algunos pasajes tomados de los archivos de tu patria, que esos relatos antiguos son, quizá, casi una forma del ser colombiano. Me he contenido hasta ahora de escribirte, porque deseaba hacerlo con mayor conocimiento de causa tras una lectura nueva y reposada. Me ha entusiasmado tu forma de abordar la cotidianeidad del cuerpo y del alma, más cercano a la vida que a la rigidez que de la Historia hacen otros insufribles, dogmáticos e inevitablemente sectarios. Sobre todo quienes pululan confundidos y confundiendo. Ahora varios historiadores se olvidan del estudio del pasado desmadejado y aspiran a hacer un periodismo intervenido por el cirujano plástico; los periodistas a veces redactan escritos de ficción; los narradores tienden a hacer investigación de reporteros y los cronistas filosofía de la historia. Todos buscan los espacios de difusión masiva con tanta voracidad por hablar del poder y de la política que dejan sin lugar a los ciudadanos. Aunque quizá eso sea mejor así, pues revelan una genuina vocación: el desconcierto por el presente. Pero volvamos a lo nuestro. Debo decirte que no había leído formas de abordar la realidad interior y exterior con la gracia y donaire tuyo. Me haces pensar en Braudel con la tonalidad de lo nuestro y en Marc Bloch, a quien tanto admiro, porque considero, sin corresponder a su intención y tiempo, que permite poner en el sitio debido a muchos investigadores de nuestro continente. No se han percatado porque no le han comprendido. Tú entras de lleno, no sé si queriendo, en la demolición del pensamiento cómodo. Por ello, no me asombra, me regocijan esos personajes de carne y hueso sin edad. Como bien dices: “Mientras las clases cultas debatían la política y movilizaban adeptos, la sociedad en su conjunto había aprendido a fornicar en un abierto desafío a las leyes del Imperio”. Vemos así que la evolución de las pasiones afortunadamente es nula. Por lo demás, eso de la farsa del pecado desde la Santa Inquisición ha sido buen negocio de las conciencias torcidas. Ahora bien, el asunto de las sábanas y la política es otra maravilla, que algún día trataremos: próceres enardecidos e inspirados por la mujer ajena, viejos faunos persiguiendo en cueros a mucamas, gobernantes preñadores o entusiastas practicantes del sexo oral en horas de oficina, primeros ministros en envidiables bacanales, y agréguese muchos etcéteras. No puedo dejar de mencionarte dos cuestiones. Primero, la actualidad del libro es notable porque la materia de los sentidos es inextinguible. Segundo, identifico en algunos pasajes a gente de nuestros días. Tampoco olvido tu más reciente mensaje: todos fornicaron en nombre de Dios y de sus propias pasiones, pero todo se hacía, como hoy, por el imperativo de no evadir esa ancha máquina de sentir lo humano cuando el cuerpo se volvía piel. ¡La desnudez fue lo único que aplacó nuestras desventuras, lo que nos mostró agujeros de libertad y las minúsculas estaciones para sobrevivir! En fin, amigo mío, el Decamerón está entre nosotros. Por ello, de este mensaje envío unas copias ocultas para algunas personas con el talante mencionado, acompañadas de dos citas: la primera son unos breves párrafos sobre sucesos en aquel Reino de Nueva Granada, según tu propia obra. La segunda, acontece en la Nueva España y tuve conocimiento de esos hechos por una publicación de aquellas tierras. Añado después dos casos al azar de los días que corren:

► HACIA 1787, NICOLÁS RINCÓN, COMO OTROS TESTIGOS, VIERON A MARÍA ESTEFA CASTRO ENTRAR CON ALFONSO URREGO, SU PRIMO HERMANO, “AL APOSENTO DE LA CASA A LA HORA ACOSTUMBRADA DE DORMIR”. DE AHÍ SUPIERON QUE SE TAPABAN CON LA MISMA COBIJA Y EJECUTABAN ACTOS CARNALES. DEDUJERON QUE VIVÍAN COMO “MARIDO Y MUJER” E IBAN A BAÑARSE DESNUDOS A TONUSCO, EN DONDE SE FREGABAN EL CUERPO EL UNO AL OTRO. PERO NO ERA TODO, PUES NICOLÁS RINCÓN AFIRMÓ ESCUETAMENTE QUE HABÍA “VISTO VARIAS VECES AL CITADO ALFONSO ESTARLE MAMANDO LAS TETAS A LA CITADA GABRIELA Y MORDIÉNDOLA LAS CARNE COMO” SI LE ESTUVIERA “HACIENDO AGASAJOS”. LA LEY NO TENÍA EN CUENTA QUE ESTE AMANTE CIEGO DEBÍA ACUDIR INELUDIBLEMENTE AL TACTO PARA RECONOCER EL TERRITORIO PRIMORDIAL DE SU AMANTE.1 ► YO, BERCEBÚ DE ZORRILLA, QUE ME CONSTITUYO POR SU ESCLAVO, Y LE HAGO ESCRITURA DESDE AHORA, DÍA DE LA F[EC]HA 24 DE JULIO DE [17]67 Y LE HAGO ESCRITURA INVIOLABLE DE ENDONARLE MI ALMA, Y CUERPO Y SENTIDOS. Y PROTESTO EL HACER JURAM[EN]TO, ANTE SU DIVINA PRESENCIA, DE RENEGAR DE TODA LA FEE DE DIOS Y DE SU MADRE, BAJO LA CONDICIÓN DE Q[UE] ME HA DE DAR DINERO, Y Q[UE] ME CONCEDA EL GOZAR Y JODER A MI COMADRE GERVASIA, Y LAS Q[U]E YO QUISIERE, POR EL T[IEM]PO DE 16 AÑOS Y, CUMPLIDOS, ME ARREBATE A MI CASA EN COMPAÑÍA DE ASMODEO. Y, ASIMISMO, ME OBLIGO A LO Q[U]E FUERE DE SU GUSTO. Y LA FIRMÉ EN D[IC]HO, MES Y AÑO.2

Sigo ahora con nuestro presente. Te reitero que este regusto por los contactos físicos se ha repetido con toda fiereza como señal de perpetuidad y entusiasmo. La multiplicidad de las preferencias en este destape endocrino da material para la indiscreción. Me refiero, apreciado Hermes, a casos de estos tiempos que han llegado a mis oídos amplios como lechugas para los asuntos humanos: Me cuentan, sin referencia precisa, de un matrimonio aparentemente funcional donde se incubó el interés en nuevos horizontes sobre el blanco mar de las sábanas. A instancias del marido –¿podría ser de otra manera?– se acercaron a una mujer liberada de pudores y conocida en un bar con reputación en esta ciudad de embarcadero de amor libre de culpa. Por supuesto, nada había quedado a la espontaneidad. Se trataba de una cacería y el actor destacado de esta empresa de convencimientos mutuos estaba muy estimulado en su nuevo trabajo: una oficina de altos vuelos con enjambres de ejecutivas de piernas como torres de marfil donde él tenía un puesto de poca monta y sin acceso a las cúpulas del poder. Comentó el punto durante meses con la no tan incauta esposa, cuya resistencia inicial fue vencida por un pacto de prioridad aceptado sin regateo. La disposición a las nuevas sensaciones de la mujer al borde de la madurez sólo era empañada por su inseguridad. La precaución no era para menos. Se sabía en desventaja y a pesar de las diferencias de edad, su experiencia en estos menesteres se remontaba sólo al erotismo de las telecomedias. En cambio, la tercera en cuestión, como luego se dice, era una chica casi voluptuosa y de una vulgaridad atractiva. El día del encuentro dio señales sobre la velocidad crucero a seguir. Así, de la amistad y los tragos pasaron a las confidencias y al baile provocativo en una pista de difícil acceso por su premeditada dimensión. Llegó el momento decisivo y sin muchas palabras de por medio (sólo múltiples caricias y toqueteos), como suele suceder en los contratos de adhesión según discurre el diccionario legal, se dieron el sí con besos cruzados y un primer encuentro un tanto desordenado por la ansiedad de unos y la inexperiencia de la otra. Más retorcido fue establecer reglas de convivencia, de pagos y derechos fuera y dentro de aquella jaula experimental. Diré que pronto la tímida esposa cobró bríos desusados con la inquietante guía femenina. Después de un periodo carnívoro muy disfrutado por el varón, éste fue paulatinamente advirtiendo cómo era desplazado a un espacio de voyerismo nada gratificante a su exaltada testosterona. Nunca tuvo en sus cálculos el desprevenido marido la inclinación sáfica de la nueva compañera, con amplia experiencia en esposas desencantadas. Por supuesto pidió el divorcio pero le ha resultado difícil de explicar las causales según me ha comentado un antiguo colega, hoy abogado patrono de las señoras. Por el contrario, debo narrarte cómo otro caso de hombres a punto de la inanición sexual derivó en matriarcado fallido. Lo leí en una revista deshojada en la sala de espera de mi dentista, redactado con moralina a manera de una clara advertencia a los lectores para no meterse en situaciones fuera de su control. La nuez de este pacto era una hembra mandona quien ante las urgencias ostensibles de cuatro tímidos amantes, todos ellos conocidos desde la escuela secundaria, estableció un código de conductas precisas y una inmensa cama compartida de uso más que frecuente, donde ella era la abeja reina. A la postre, aquella ninfomanía ahíta de gruñidos se prolongó lo suficiente hasta despertar extraños y novedosos comportamientos en los miembros del escuadrón masculino, por razones obvias con raciones mínimas debido a la desproporcionada repartición de piel de su ávida compañera. En esas lides descubrieron su interés por sacar del armario deseos antes inimaginables, entre el acre sudor y los contactos furtivos. Fatigados de ser machos omega discutieron en ausencia de la mujer su experiencia, calificada como un intercambio desigual (esta definición la dio el economista del grupo) y sus soterradas emociones. Después de deliberar unos días más y efectuar algunos ensayos de prueba y error (como dijo el matemático), decidieron reclamar el comportamiento abusivo a la hembra alfa y expulsarla de aquel recién inaugurado paraíso misógino. Dispusieron sus maletas y fue despedida sin indemnización física ni previo aviso. La lujuria de los afectos es muy similar y hace a uno pensar en pasiones muy reconocibles. Por eso, los textos los envío también a esos otros destinatarios del presente a quienes deseo ahora mantener en el anonimato, pero les sé ávidos de encontrar justas su dimensiones y, sobre todo, admitir la histórica necesidad de volcarse y revolcarse en ellas liberados al fin de formas virtuales de nuevas contratas de sangre por la estima de sus pasiones. Espero tus comentarios como fiel lector de tus hallazgos. EDITORES DEL ASIA NEWS

ahinda Chennai finalmente fue llamado a ser editorialista del periódico de derechas más difundido en inglés y en las dos lenguas nativas de su inestable país. Me dio oportuno aviso de su logro. Durante años estuvo vetado por su larga M participación en el diario más vociferante de las izquierdas nacionales. Desde tiempo atrás sus antiguos camaradas de páginas estaban ya ubicados en las rotativas de aquel voluminoso diario impreso en papel del color de la canela. Unos habían sido purgados de su publicación de origen por haber disentido de la línea de la nueva directora. La orientación editorial de la jerarca le llevó a eliminar plumas que no se plegaban a los dictados de su concepción de la política, pero, sobre todo, a los compromisos con el líder de su facción militante y los partidos en que se aglutinaba. Otros, sencillamente habían decidido aceptar el jugoso pago por sus líneas ágata y huyeron. Incluso sabían que éste era un paso acertado para incorporarse también a los comentarios que les permitía la nueva cadena de televisión de cobertura mundial, con el correspondiente beneficio para las finanzas. La relación entre el diario y la cadena televisiva se reflejaba en la participación accionaria de los prebostes de la bolsa. Al fin, pensaba Chennai, serían unos “progre” bien remunerados, según me dijo en un exceso verbal al encontrarnos en el congreso de Bangkok. Para el consejo editorial del peculiar diario con suplementos en vibrantes colores, tan del gusto de las clases acomodadas, la presencia de éstos significaba la prueba de su equilibrio al servicio de la información aunque les despreciaban. Sus lectores, en particular los situados en las diversas élites del poder, sabrían con esos textos y sin molestarse demasiado, cuáles eran las ideas y estrategias planteadas por los nuevos socios retóricamente distantes de la interpretación de las necesidades del país. Además, tenían la oportunidad de discutir con ellos sus opiniones adversas de manera civilizada en las cámaras y no en el intercambio de estallidos y muertos, lo que abría una era de modernidad muy del gusto de los inversionistas. Era un servicio mutuo. El ramillete de plumas rojizas y aun de discretos tintes fundamentalistas venía bien para dar una imagen de imparcialidad y democracia. Por su parte, los hombres de los claveles rojos acrecentaban sus prestigios en una legión de lectores ajenos a sus primigenios tabloides parroquiales leídos por jóvenes universitarios desempleados y doctos luchadores sociales de escasas audiencias e ingresos que emigraban con frecuencia a las metrópolis occidentales, pues, finalmente, se trataba de privilegiados con formación académica en un país de iletrados. TERREMOTO REZAGADO

o supo cuánto tiempo quedó sin sentido. Al volver en sí, sus ojos pudieron vislumbrar el rostro del agresor mientras con voz casi inaudible la llamaba. Había quedado atrapado por el peso de una losa de cemento. Pedía ayuda. A tientas, María N logró tocar su cabeza. Pudo hacer otros trabajosos movimientos y escuchó voces distantes. Volvió a desvanecerse. Así recordaba aquel episodio de su azarosa existencia. “¡Confiesa homicidio 25 años después del sismo!”, se leía en la primera plana de la sección policial. Justo el día de la conmemoración del gran terremoto que asoló el siglo pasado la zona central del país, una anciana se había presentado a las autoridades. Después de atraer la atención de los periodistas de la fuente que ahí se encontraban, pidió ver al ministerio público y le reveló haber dado muerte a su concubino en aquel telurismo devastador. Aunque sorprendidos, todos los empleados judiciales se ocupaban del simulacro anual que conmemoraba el hecho y de la ceremonia de izamiento de la bandera a media asta. No le prestaron demasiada atención tildándola de enferma mental. Delirante, tras insistir una y otra vez en la historia, le tomaron su declaración entre el ir y venir de cuadrillas de protección civil. Por el tono irracional en aumento se ordenó efectuar pruebas para cerciorarse de su cordura. Les pareció sospechoso que la sexagenaria fuese a la diligencia vestida y maquillada como para una fiesta con enigmáticos ojos de encantadora de serpientes. Uno de los funcionarios comentó después a la prensa que aun en caso de comprobarse el dicho de la supuesta homicida y el calvario narrado, el delito había prescrito. Al despertar de aquel desmayo María se había dado cuenta de que estaban enterrados en vida. Rómulo se quejaba pero cada vez en intervalos más distantes. A lo lejos escuchaba ruidos. Caían pequeñas volutas de polvo. Ella tosía. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero sufría una sed atroz que iba diezmando su fuerza. Sintió piedad por él, a quien ya podía palpar. Ocasionalmente éste besaba sus manos. Un día después, según calculó, escuchó voces. Iba a ser rescatada. Una luz tenue entró por los orificios y gritó con todas sus fuerzas. Luego se oyó decir: “abajo hay gente”. Le pidieron calma. María respondió. Calcularon un par de horas para remover los escombros y llegar adonde estaba. Así la animaron. Después preguntarían si había alguien con ella. No contestó. Un alud de imágenes del infortunio pasó por su mente: la sevicia, las violaciones, la fuerza brutal de Rómulo contra su cuerpo joven. El hombre quiso hablar y ella lo impidió con una mano. A tientas encontró bajo el estrecho refugio de la mesa un pedazo de ladrillo y le golpeó mientras seguía tapándole la boca. No sabía que en ella había una asesina. No quería acabarlo sólo por asfixia. Deseaba liquidarlo con dolor. Puso en juego todo su peso. Sincronizó sus movimientos a ciegas y cuando retiró la mano con que le callaba, descargó otros golpes en el rostro hasta dejar de escucharle y sentir sangre tibia entre las manos. Para cerciorarse de no fallar buscó su cuello y lo presionó. Ahora lo ahogaba con su misma soga. Quería estar segura de que cualquier hálito de vida se había disipado. Pasó las manos sobre el fragmento de piso que soportaba el vacío oscuro embarrando ahí la sangre. Luego buscó más pedazos de cemento y los fue poniendo a tientas sobre la destrozada cabeza del rufián. Esperó largamente. Quizá el triple del tiempo anunciado. Cuando llegó el auxilio la sacaron a la luz cegadora y escuchó voces de júbilo. Le preguntaron de nuevo si había alguien más. Ella respondió con aplomo: está mi compañero pero murió hace mucho tiempo. Los rescatistas marcaron la posición y se dirigieron adonde otros aseguraban detectar señales de gente atrapada con vida. Sus heridas fueron leves, salvo los magullones previos. Pudo ver días, semanas, meses después, que los restos del edificio seguían allí... Pero cada año, en días como éste, volvía a sobrecogerse, no por el recuerdo del sismo, sino por el de Rómulo y su amenaza de arrancarle la cabeza... Soporté su brutalidad mucho tiempo –había dicho la mujer a un grupo de periodistas expectantes–. Llegaba ebrio. Exigía comida y sexo. Celoso como era, en dos ocasiones no tuvo escrúpulos y me obligó a acostarme con amigos suyos. Así pagó deudas de juego –agregó con la solemnidad de una guía de museo del crimen. María, como dijo llamarse a los medios de la Procuraduría de Justicia, se refería a su antiguo amante. Llegó cincuenta años atrás de un pueblo no muy lejano. En la ciudad se alojó en casa de una tía a cambio de ayudarla en las labores domésticas, porque ésta trabajaba y requería apoyo. La entonces adolescente se inscribió en una escuela pública cercana a su domicilio y más tarde lo hizo en una academia de peinados. Pagaba con los recursos obtenidos en ventas por cambaceo de productos caseros y de higiene. Se desarrolló con exuberancia y a los diecisiete años inició el acoso del compañero de su tía. A pesar de sus explicaciones la parienta la echó para evitar la desigual competencia. No tuvo dificultad en emplearse como recepcionista de una pequeña oficina de tinterillos, pero el acoso se redobló. La joven no tenía reposo. Optó por abandonar el trabajo, si bien consiguió permanecer en una buhardilla de la azotea de un edificio acompañada de otra chica. Era el cuarto del servicio correspondiente al departamento de una anciana a quien atendió hasta su muerte. La academia le permitió ofrecer sus habilidades en los alrededores. Acudían a ella mujeres de escasos recursos cuando tenían festejos familiares, pero también se prodigaba con varias prostitutas de un burdel cercano a las que daba todo tipo de tratamientos de estética femenina. Por su figura cada vez más atractiva fue invitada por la madrota a unirse a su legión. En varias ocasiones tuvo altercados con parroquianos que llegaban a temprana hora para no despertar sospechas en casa, al confundirla con las muchachas de alterne. La magullaban sin paga alguna. Pero se dijo: ¡puta, jamás! Abandonó esas tareas cuando pudo colocarse en un salón de estética como peinadora con cierto éxito entre las clientas de un barrio de clase media y grandes aspiraciones. Su anterior clientela le exigía peinados de moda que ella imitaba de revistas rosa. Esa experiencia fue determinante para convertirla en la favorita de las hijas y las otoñales madres. Ocasionalmente enviaba dinero a su terruño, pero evitaba ir al caserío para no tener discusiones ni recibir reproches. Por lo demás, era muy pretendida por los muchachos de la misma zona. No disimulaban su ansiedad por llevarla a un motel donde ninguno había tenido antes posibilidades de alquilar un cuarto. La noche que conoció a Rómulo, de cambiante oficio pero inicialmente buen proveedor, tuvo una grata impresión de él por su trato zalamero y singular parecido con un galán de moda. Poco tiempo después de iniciar su relación rentaron un departamento pequeño en un quinto piso. Paulatinamente lo fueron amueblando. Pasados los primeros meses de vivir juntos, Rómulo se transformó después de la muerte de su madre. Bebía en exceso y perdía los trabajos por demás extraños, hasta iniciar una acelerada carrera de pequeños hurtos, préstamos, apuestas y fraudes. La fortaleza física del compañero cultivada en un gimnasio del barrio y esa combinación de arrepentimiento hasta las lágrimas y malos tratos y violencia, la hicieron temer por su vida. Su situación laboral se vio afectada por ausencias posteriores a las palizas y la mala imagen dada cuando aparecía con el rostro hecho un higo. Hubo ocasiones en que confrontó a Rómulo con un largo cuchillo de cocina, pero se dio cuenta del inútil combate: ese camino sólo la llevaría a perder la cabeza. Tan mala idea la atormentaba con pesadillas recurrentes... Aquel día de septiembre había comenzado muy mal. Él llegó al filo de las siete de la mañana en condiciones desastrosas. Maloliente, con la barba hirsuta y la ropa penetrada por el humo de cigarrillos. Era la imagen de un miserable. En el departamento no había nada para comer. María, impedida aún por la golpiza del día anterior, había cocinado por la noche el último huevo que encontró en la cocina. El hombre enfureció. La amenazó de muerte. Una bofetada reventó su boca como granada pero no la amilanó. Se hizo de una escoba y le aporreó los testículos. El cabrío se incorporó y tomó una silla decidido a estamparla en la mujer. Fue entonces cuando un movimiento venido de cualquier parte le hizo trastabillar. Ella juró que le liquidaría. Pregonaría su muerte entre aquellos testigos de las humillaciones. Lo dijo con gritos que nadie escuchó. Rómulo volvió a arremeter contra ella. Ésta se escabulló al llegar el segundo remezón fortísimo entre crujidos y gritos distantes de los vecinos. María cayó bajo una pesada mesa de trabajo que días atrás había llevado su verdugo. Era un viejo mueble de dura madera de parota de casi diez centímetros de espesor, usado para depositar sobre ella pesadas cargas de un taller de imprenta. De pronto los vidrios estallaron y un rumor creciente venido de la tierra y la sensación de que se desplomaba el cielo le dieron a María una certeza: el edificio vecino había caído sobre ellos al tiempo de descender al abismo con cierta lentitud, mientras espesas nubes de polvo desdibujaban el rostro aterrado de Rómulo quien gimió y se derrumbó cerca de ella. Protegida por la cubierta de la gran mesa que resistía todo, bajaba con el hombre a una oquedad sin límite cayendo sobre los demás pisos. Cuando parecía haber terminado aquel desplome hubo otra sacudida, pero para entonces fragmentos de muros y pisos buscaban acomodo entre las ruinas. Muy lejos escuchó gemidos y por un pequeño orificio vio un haz de luz hasta perder el conocimiento antes de ser rescatada. María salió varias horas más tarde de las oficinas policiales. El médico dijo que sufría alucinaciones postraumáticas rezagadas en el inconsciente, probablemente detonadas por lesiones cerebrales no detectadas y atisbos de senilidad prematura. Vamos, la mujer no estaba como cualquiera otra de su edad. Los desvaríos los originaba la falta de atención sicológica. En efecto, existía un registro de su rescate. Del edificio habían extraído todos los cadáveres y algunas personas con vida. Rómulo no estuvo en las listas de desaparecidos, pues el portero que había salido ileso por encontrarse en ese momento fuera del inmueble declaró el censo completo. En realidad poco sabía de los inquilinos, el tipo tenía un segundo empleo de velador cerca del edificio en custodia. Cuando la mujer dejó las siniestras oficinas la alcanzaron unas reporteras para expresarle su solidaridad de género. Así dijeron después de esperarla pacientemente. Ignoro por qué las periodistas le creyeron. Después se perdió en el ruido de los carros y los pregones de los vendedores ambulantes, con una sonrisa en los labios. Celebró entonces con lustros de retraso su decisión de no perder la testa, como se dijo en su juventud cuando tuvo impulsos de apuñalar a Rómulo y era atormentada con esa amenaza. Caminó por la avenida colmada de estatuas de héroes patrios y recordó de las lecciones de primaria que ellos sí, los insurgentes, habían perdido la cabeza depositada durante más de diez años en unas jaulas en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas. Pero siglos después esa práctica sigue vigente, como pudo confirmar al ver un puesto de periódicos a su paso y recordar el noticiario televisivo de esa mañana. Traficantes y migrantes parecían personajes de la Revolución francesa, pero sin canasta ni guillotina a la mano. Luego clavó la mirada en un diario extranjero. Se informaba de otra testa perdida: cierta turista había sido decapitada en Tenerife. Un búlgaro indigente cuchillo en mano caminó por una céntrica avenida en la zona comercial de Los Cristianos, exhibiendo la cabeza de aquella vieja inglesa. Al ser reducido –decía la nota informativa– lanzó su trofeo como un balón de rugby. María se aproximó. Leyó un párrafo y eso la aterró más que el macabro hecho. El demente era un joven de la edad de Rómulo al fallecer y tenía su mirada siniestra. Además, la mujer era de la edad de ella y podía jurar que se le parecía. Sobrecogida, puso sus manos a la altura de los oídos como en un famoso cuadro y cruzó histérica la calzada sin precaución alguna, coincidiendo con un pesado transporte de materiales constructivos que la arrolló destroncándola. Sus restos rodaron hasta el eje trasero del camión a la altura del parachoques posterior, donde se leía en medio de las intermitentes luces de emergencia: “Nos unen las diferencias”. UN HOMBRE TÍMIDO

—Tiene usted razón: todos podemos ser cazados o ser víctimas de la ambición ajena y de nuestra soledad. Esto fue lo que me dijo, ¿no es verdad? –disparó sin preámbulos inclinando el torso enjuto sobre las tazas de café mientras giraba la cara hacia su ángulo derecho donde ya afinaba el oído más agudo–. No me gusta ese arcaísmo. Además –añadió frunciendo el ceño–, como viejo abogado le recuerdo la necesidad de dos partes para convenir obligaciones, para expresar el acuerdo de voluntades así sea unilateralmente a favor del otro. ¿Dónde queda el consentimiento? Convenios en sentido amplio, contratos en sentido estricto. Usted escoge. Por supuesto, sí, entiendo el significado figurado y me inquieta la rudeza de la expresión: un destino de sacrificio. ¿El azar? Vamos, déjese de fruslerías. Bien, pero con quién se hace semejante contrata... ¿Sugiere usted acaso aquello de ser nuestro propio dios? Si es así, acepto el término, con reservas, pero lo acepto –finalizó echando hacia delante los labios y levantando sus manos mientras volvía a recargar el peso del cuerpo en el respaldo de la poltrona. Mientras el día parecía detenerse el ruido callejero se atenuaba en la alquería donde las mesas vecinas permanecían vacías y frente al parque descendían los estorninos hasta perderse entre el lustre de las hojas por donde se filtraban los rayos de un sol aún abrasador. —Si usted lo aplica a nuestro poeta, le daré la razón. Creo haber conocido a su abuelo y a su padre. Finísimas personas... Porque a mi edad, podrá entender que uno sólo supone saber o recordar. Pero no importa. Él se fue joven y regresó a morir. Sí, amigo mío. Él buscaba el final pero no por mano propia. ¿Reticencias religiosas? No lo sé –añadió mientras movía la cabeza y echaba la mirada hacia las torres de la catedral, justo cuando marcaban la hora quinta y las bandadas de pichones salían del campanil despavoridas. —No era apuesto. Incluso consideraba anormales a los niños que no sollozaban al verle. Tampoco era un Cuasimodo, si bien podía ser aterrador ebrio y de noche. Sin embargo, encuentro el tiempo como aliado de su juicio severo sobre sí. Le recuerdo siempre con el pelo relamido. Lustroso. Dedicado, según el dicho popular, a nada útil. En realidad esa dudosa fealdad provenía del comentario interesado de madres con hijas casaderas que así ponían distancia a sus proyectos de prosperidad. ¡Nada atenta más contra la economía familiar que un poeta! Sí, me oyó bien, he dicho el tiempo porque arrolla las esperanzas y se mete en la piel a navajazos. Cada retorno a casa le veía más enfermizo. Algunos lauros, libros aquí y allá, menciones en los diarios locales, admiradores de ocasión y políticos otorgando medallas de latón, no evitaban su caída de ángel perdido. Un ser construido con tinieblas. Usted no pudo notarlo porque le conoció ya maduro, a veces sobrio, según me dice. Otras ocasiones con el velo del licor nublando o desnudando su verdadero rostro, mientras decía poemas inextinguibles o cuya duración se medía por copas con un hablar pastoso hasta el fin de su visita. Perdóneme, perdóneme, pero ahora que le veo mejor iluminado con la luz, no se ofenda, pero usted se le parece. ¿No será otro de esos poetas enfebrecidos, verdad? Recuerdo bien, usted se ha presentado como un reportero. Gente seria, debo entender... Tiene razón, le comprendo: las letras también se incrustan en la piel, pero cuídese de no hacer versos, si no, escuche mi historia y comprenderá mejor eso de sus contratas de sangre y la muerte pactada en el silencio más hondo de la conciencia. Pero, no. Ahora le miro con claridad. Sí, usted no parece ser devoto del dolor. Gente seria, eso es... Para entonces las aves iniciaban una algarabía vespertina ocultas en los domos vegetales recortados con la precisión de un jardinero versallesco a quien nadie conocía, salvo el cajero de nóminas del ayuntamiento. Todos los árboles iguales a soldados, exactas copias de un modelo verde con el tronco cenizo y las hojas lustrosas recién llegadas a la Creación. Con la mano en el mentón, el viejo miraba a los lados para asegurarse de no ser escuchado por indiscretos. —Supe de él cuando regresó cual perro viejo a vivir de algunos estipendios municipales. Pequeñas sinecuras en reconocimiento a su obra, ciertamente no leída aquí por nadie. Cayó en un hospital de misericordia mientras sus ojos inyectados de sangre se hundían y crecía la barba rala y cana prematuramente. Siempre amenazado con posibles amputaciones, llagado y purulento por el descuido y la devastación del trago en demasía. Al final le cuidó varias semanas una dama cuyo nombre desconozco, pero, por supuesto, no era de esta ciudad. —Sí, claro –respondió el entrevistado casi con entusiasmo–. Hubo también mujeres que le amaron, y cansadas quizá por las recaídas, le abandonaron. Es verdad. Vivió en un hotel de mala muerte propiedad de un buen lector que se conformaba con hablar de obras literarias. La paga mensual pasaba a segundo orden. En ocasiones, después del viaje a un país lejano o quizá dolido por una presea no recibida a tiempo, divorciado ya de todo deber laboral, le traía el mismo hostelero desde un callejón cercano donde bebía con otros miserables alcohol de caña en ánforas de botica. Sí, alternaba con las prostitutas más degradadas y horrendas a quienes causaba simpatía, lástima, hasta copular entre aullidos bajo los dinteles de puertas añosas cerradas hacía varios lustros en viviendas donde sólo se albergaban ratas. —Escuche esto a beneficio de inventario... Una bella extranjera le bañó. Le rasuró. Para entonces ya necesitado de diversos especialistas, le hizo ver a los médicos. Le vistió con trajes de calidad y finas rayas en el paño azul que daban un aire de gran dignidad. Limpiaron sus dientes hasta recuperar el color del marfil y extinguir ese sarro ámbar del tabaco. Y uno podía decir: allí va el gran poeta, hijo predilecto de estas tierras... Él sacaba entonces con donosura, casi con estudiada elegancia, sus gafas para leer en voz alta en encuentros internacionales donde era invitado especial. Luego, sin saber por qué, la desavenencia, la debacle. Lo mismo de siempre... Nuevamente el precipicio y la locura. Eso, parecido a su narración del convite en honor de quien había sido designado premio nacional. Como usted le protegió esa noche, lo hicieron otros para evitarle golpes, humillaciones. Sí, altisonante, resentido por la mediocridad ajena premiada con los máximos galardones. Blasfemo. Casi gritando que todas las mujeres del lugar eran unas putas. Vamos, pero qué actitud tomar ante estas escenas. Usted lo comprobó después de los insultos al homenajeado y salir en el duro frío de invierno, ¡él que estaba casi en huesos!, bajo el relente de la madrugada. Me lo puedo imaginar... Paulatinamente el firmamento se tiñó como una sangría dulce y el canto de las aves se mezcló con los motores de autos y el paso de viandantes. Algunas jóvenes deambulaban ya por el parque en pequeños grupos, bajo la mirada siempre atónita de los turistas y el relámpago de sus cámaras fotográficas. —También tenía episodios de arrepentimiento. Tal como me dice. Yo le escuché lo mismo que usted: “a nadie le gusta discutir con ebrios y rijosos”. Quizá haya quien entienda la causa de sus desvaríos. Su soledad infectada por la de otros personajes de novela. La procacidad y a la vez la comunión con la palabra ajena hasta llegar a la propia. Coincidimos: los títulos de sus libros resultan una conmoción... ¿Puedo decir espiritual? —Era un hombre tímido. Tal vez usted sepa esta anécdota. Yo la doy por verdadera pues me la confió un escritor mayor en todos los sentidos: no sin reticencia había aceptado acudir a una reunión de amigos. Tenía pocos, bien lo sabe. Llegó a tiempo pero algo le inquietó al acercarse al pórtico de aquel edificio elegante en una zona de gente rica. Tocó el timbre y suponiéndole alguna de las personas esperadas, sólo activaron el portero eléctrico. Cuando salió de su azoro y se decidía a entrar cesó la señal de acceso. ¿Se sintió rechazado? ¿Algo movió sus fibras más profundas? No lo sé. Pero se alejó del lugar y cruzó la calle. Desde ahí atisbó la llegada de otros camaradas. Más tarde, después de varios titubeos decidió atravesarse y avanzar detrás de otros invitados como él, pero llegaba tarde y la puerta entornada se cerraba lentamente mientras intentaba con su torpe andar alcanzarla y pasar. Sin valor para accionar el timbre, aguardó varias horas pero no llegaba a tiempo al portal. Cuando cayó la tarde, quizá una no tan bella como ésta, se retiró cabizbajo, según dicen quienes le vieron huir del lugar. —En fin... Ya lo he dicho, era un hombre tímido. Pero, perdone de nuevo mi impertinencia. Ahora con la luz de las farolas le vuelvo a ver a usted un parecido siniestro con este inadaptado de quien hemos estado hablando. Dígame con sinceridad, ¿usted no es un poeta, verdad? Odio consultarle nuevamente pero ahí viene mi sobrina y pensaba presentarla con usted. Ella es muy joven y bella, pero comprenderá que mi familia no me perdonaría una falta así... EL RETORNO DE UNA COLUMNA ESPERADA

eseo compartir con los lectores algunas reflexiones prohijadas durante mi convalecencia de la intervención quirúrgica a corazón abierto a que fui sometido. Agradezco desde el puerto donde me encuentro por indicaciones de los médicos, la D paciencia del editor para esperar el retorno a las prensas y los buenos augurios de mis colegas y seguidores de esta columna diaria, interrumpida por primera vez en treinta años durante los dos últimos meses. Quizá por el trance he caído en el impulso de una obsesión en torno de la finitud. Atiendo ahora temas otrora no considerados y, sin embargo, vigentes y tozudos. En efecto, ¿cómo iba a imaginar la existencia de una muestra internacional de productos y servicios funerarios? Sin embargo, ¡existe desde hace muchos años! Así es, apreciado lector. Importantes firmas de la industria de la muerte responden a esta convocatoria bienal. Un escaparate variopinto de ofertas europeas siempre en evolución y pleno de valor agregado, tanto para los vivos, sin inhibiciones ni temores, como para los fallecidos. Desde lo que llaman el mundo de la muerte se asoma una exposición por las ventanas de la fotografía a la angustia de un tema harto natural, pero innecesariamente inquietante como se puede ver en un homenaje al misterio lanzado a partir de la galaxia de Lumière. No menos interesantes han sido los conciertos de música dixie y su relación con el final de los santos. Naturalmente se trata de una zona de encuentro de los profesionales luctuosos. Uno se podría preguntar ¿qué haríamos sin esos cuervos de etiqueta y bruñida plata? Aquí, pues, se dan cita los más exigentes miembros de esta comunidad y se congregan no sólo los establecimientos de servicios funerarios, sino los productores de artículos propios de estos menesteres: hornos crematorios de última generación como gigantescos microondas de la cocina de un dios, constructores de cementerios para las diversas religiones, nichos de porcelana tratada con serigrafía para dar efectos fotográficos, adaptadores de carrozas con el primer vehículo eléctrico del mercado, frigoríficos, floristas especializados, tanatopraxia, proveedores de productos químicos para preservar la materia cárnica, tratados de tanatología y cursos de lo mismo, aseguradoras, imprentas luctuosas, orfebres de herrajes y productores de catafalcos y de féretros de cartón muy aptos para las llamas, arcas ecológicas para pudrirse juntos y ser amables con el ambiente, proveedores de mármoles y arquitectura funeraria. A tono con los nuevos tiempos también se presentan informáticos con las últimas tecnologías en el proceso de seguimiento masivo de la población silente a partir de la solicitud de servicios para el fiambre. Se trata de facilitar la producción de certificados de muerte civil debidamente documentada, porque uno debe terminar en orden. Ya antes había tenido noticia de sepulcros con videos y música para escuchar al ser querido en una pantalla hablando desde el pasado. Mención aparte merece un ataúd diseñado como navío donde puede izarse una vela. ¡Todo un reto! La industria de los muertos se encuentra floreciente según se desprende de las declaraciones vertidas por los organizadores en este ferial de primer nivel. Antes de iniciar la muestra del año ya preparan la próxima, porque la vida sigue... Es necesario tomar en consideración las ventajas de ser tratado con respeto, al menos en cuanto al estuche individual que nos representa en las últimas horas ante la sociedad. Esto me resulta evidente después del despacho donde leo la irrupción de la policía de la antigua Nicoya, en el noroeste de Costa Rica, en una misa de cuerpo presente. Tuvieron el mal gusto de extraer el cadáver de su cómodo féretro y depositarlo en una bolsa plástica conducida a la morgue judicial. La impresión, amén del disgusto, produjo desmayos y alteración de la presión arterial entre los deudos y amigos enfrentados a los genízaros no dispuestos a permitir la paz de los sepulcros sin antes practicar una autopsia omitida por razones desconocidas. La hermana del fallecido suplicó devolverlo con prontitud para seguir el impostergable ritual. Bien visto, el comportamiento de esos gendarmes no conllevaba un error atribuible a ellos. En cambio, sí lo fue en Nueva York, cuando la carroza de pompas fúnebres mal aparcada en un aeropuerto fue remolcada por la autoridad sin importar el catafalco en su interior. El vehículo y el de cujus fueron recuperados una vez pagada la multa para así continuar la jornada hacia la vida eterna con escala en Miami. En esa ciudad de afamados bikinis sería incinerado el cuerpo. El director de la empresa responsable no ha podido reponerse del enorme susto de perder un muerto en tránsito. Esta clase de incidentes son, apreciados lectores, responsabilidad de los vivos, pero ocurren en ocasiones por causa de los muertos, o los así considerados por motivos infrecuentes. Así sucedió con la mujer colombiana a punto de ser embalsamada tras habérsele declarado “tristemente fallecida”, sin frecuencia cardiaca. Los embalsamadores, escalpelo y serrucho en mano, se llevaron menuda sorpresa al ver cómo se movía el “cadáver” y, lo peor: respiraba. La mujer fue trasladada a urgencias, donde un médico confirmó que vivía... La explicación fue la carencia de explicación científica del hecho, calificado de síndrome de Lázaro. Esto, mis fieles lectores, descrito en rarísimas ocasiones, consiste en el retorno espontáneo de los signos vitales de algunas personas aparentemente finadas. Entre los escasos incidentes de este tipo se da aquél llevado a los tribunales por una “muerta” decidida a demandar, por supuesto en los Estados Unidos de América. En todo caso, la literatura médica insiste en no considerar milagros tales reanimaciones espontáneas. Estos trastornos pueden evitarse si no se interviene el cuerpo y se usa uno de los sarcófagos de los últimos días presentados en la exposición referida. En efecto, para la posible aunque improbable eventualidad de resucitar, tales aposentos sepulcrales cuentan con comunicación al exterior. Ésta es una previsión para el caso de ser improcedentemente declarado muerto, sobre todo cuando existen antecedentes familiares de catalepsia, definida como la pérdida completa de la capacidad de modificar voluntariamente el tono muscular. En mi infancia la muerte se tomaba morosamente. Rezos sin fin en la casa del difunto, largas filas para abrazar a llorosos y resignados parientes entre un embriagador aroma de azucenas y el humo de candelas de flamas enrojecidas como señales pentecostales. En algún rincón, a las mujeres, de negro de pies a cabeza, casi desmayadas, se las reanimaba con alcohol de 96 grados en la nuca y rápidos acercamientos de algodones empapados de lo mismo a falta de sales vivificantes. Estos rituales eran entonces dominio de las abuelas. Luego el aroma de las infusiones de canela y el café de la madrugada, entre el comentario mordaz cuando eran abiertas sigilosamente botellas riñoneras de aguardiente blanco o de brandy español que no aclaraban la tizana negra del diablo, plena de aromas frutales. Pero uno podía encontrarse a la muerte solemne por la calle. Primero un lejano golpe de cascos sobre el empedrado de las calles era percibido por algún viandante de agudos oídos, luego éste detenía sus pasos. Oteaba según sus sentidos le orientaban y paulatinamente los demás peatones repetían esos movimientos. Los escasos autos se detenían en espera de lo invisible hasta la llegada al doblar de una esquina de soberbios caballos blancos o negros, enjaezados con altas plumas mientras piafaban con donaire. Entonces el sonido de sus sincronizados trancos sobre las lajas de aquellos ríos de basalto anunciaba el advenimiento del ángel del exterminio portando orgulloso a un caído en la batalla. Esa era la marcha fúnebre. ¡Paso al héroe!, parecían decir los corceles camino de la gloria. El número de potros daba cuenta de la importancia del difunto cuya caja reposaba entre flores blancas, en un carruaje cubierto de vidrio francés con esmeriladas guirnaldas y tapizado en seda del color de las perlas de novia bajo los rayos severos del mediodía. Mientras, las pesadas ruedas del carruaje daban tumbos en la irregular superficie de aquellas calles seguramente recorridas algún día por quien ahora doblaban las campanas de las iglesias al paso de su cortejo. Ya antes, quizá un día previo al deceso, por la calle se pudo haber escuchado una avanzada de monaguillos con algún cura precedidos por el repiquetear de campanillas con los óleos de la extremaunción o el pan divino resguardado en una custodia presumiblemente de oro. Los creyentes de entonces, sea en el funeral o ante el paso de los sacramentos, suspendían su andar, se persignaban e incluso algunos caían de hinojos porque todos rogaban al Todopoderoso terminar sus días en forma digna: en la cama de su casa, no atropellados sin decir adiós y con una veladora al lado del cuerpo maltrecho. Pero cuando del cortejo fúnebre se trataba, se podía ver en medio del golpe de los caballos y el tallar de los pasos cansinos de una columna de dolientes camino de inciertos camposantos, los últimos y quizá únicos momentos de apoteosis de quien se había marchado para siempre. Ahora la muerte tiene prisa. Al menos en Venecia desde el año 2008 cuando el consejo de la municipalidad implantó multas a las empresas fúnebres que se rezaguen más de quince minutos de su programa. Desde entonces la alcaldía no está dispuesta a demorar el transcurrir comercial y turístico de la antigua república de Verónica Franco, mujer de superiores dotes lúbricas y poéticas. Nada de estropear de manera impune la flotación de los canales como el río Priuli, el río San Agostino, el río dei Mendicanti, el río delle Maravegie, el canal Cannaregio. Así, las demoras por neblina y tráfico y las dificultades de embarcar los ataúdes en las góndolas negras enfiladas a la isla de San Michelle están penalizadas. El último bogar sobre las ajetreadas aguas del Gran Canal tras pasar frente al Palazzo Ca´dOro, al Palazzo Franchetti o al Palazzo Vendramin; la postrer sombra del Ponte di Rialto, las ya imposibles miradas al Giardini Reale, a la Piazzetta le Due Colonne con sus leones alados frente al muelle y, a lo lejos, la Torre dell´Orologio, la Chiesa San Marco frente al Campanile y la veleta del Arcángel Gabriel diciendo adiós; la vista final a la Loggetta dei Cavalieri, al Palazzo Ducale y al mismo Ponte dei Sospiri, que legítimamente interesaría al difunto, todo eso, pues, no es permitido hacerlo sin la debida premura. Pero la velocidad nunca sienta bien a los muertos. Así, la isla de San Giorgio Maggiori con la iglesia donde se prodigara la devoción particular de algún difunto, quedaría de largo como el tránsito de mercaderías a las islas de Murano, Burano y Torcello en la competencia de las exportaciones. Queda en nosotros un mal sabor de premura y desapego, pero la muestra funeraria ya apuntada viene en nuestro auxilio. Ahora, al recordar las ofertas algunas parecen particularmente simpáticas. La primera es la urna funeraria biodegradable con dos vasos. Uno para la escoria posterior a la primera combustión (siempre hay la posibilidad de una segunda chamuscada para los creyentes pecadores). Otro, con tierra y una semilla de árbol adecuado a la biomasa del sitio donde sean depositados los recipientes mencionados. Así, como sentenció Horacio: Non omnis moriar, pues, se puede renacer en forma de manzano, roble o qué sé yo... Sin embargo, lectores y amigos, confieso mi preferencia por una opción más luminosa. Había escuchado sobre el tema años atrás y apenas esbocé entonces una sonrisa, pero hoy lo pienso de nuevo. Se trata de someter las cenizas a un proceso de grandes presiones y temperaturas, como en el principio de los tiempos, para obtener una gema, un diamante del color elegido unas semanas después del deceso y la transacción de rigor. Pienso en ello como una forma posesiva de estar con el ser amado. Nada hay de macabro en ello. Si acaso, se trata del reino de los sentidos de este lado de la existencia, de la sensualidad, incluso de la liviandad, pero nada fuera de nuestra dimensión. Imaginemos por un momento a una pareja disuelta prematuramente en su mejor momento de la vida, plena de vitalidad y disposición. Tras la pérdida él ya sólo pondría una mano sobre la otra sentado en la banca predilecta al atardecer, como en aquella primera ocasión, y en una de ellas (la mano, por supuesto) relumbraría un anillo extraño con tonalidades provenientes de la composición química de su amada. La piedra emitiría guiños a manera de mensajes apenas descifrables por sus ojos, sin dudar ya de la fidelidad de la compañera elegida ahora irremediablemente atada a la eternidad. En el caso de ella, en su abandono portaría tal vez un dije con un diamante solitario e indiscreto sobre sus turgentes senos. Un quilate justo parecería cobrar vida con las emanaciones del cuerpo de la mujer, y él, o el resto cristalino de él, caería urgido una vez más sobre el pecho aromoso entre ecos de gemidos del pasado atrapados en la oscuridad de un cuarto. Claro, apreciados lectores, como están las cosas ahora, esta fantasía podría terminar mal en un asalto a mano armada llevando a su final la vida del Romeo o de la Julieta al defender del voraz ladrón la posesión del cuerpo amado. Eso sí, a no dudar, garantizaría un rápido encuentro de los amantes. RESPUESTA A UNA LECTORA

oy respuesta inmediata a una carta a la redacción de una fiel lectora que sorprendida por la columna de ayer se perturba debido al trato dado a los difuntos. Debo decirle, apreciada señora, que estos profesionales hacen su tarea con esmero y D pulcritud. Se trata de disposiciones personalísimas expresadas en vida por los deudos. Inquietan, es verdad, las contingencias y los aspectos crematísticos en tales circunstancias, pero se trata de una industria necesaria cada vez más vigorosa. Como usted podrá darse cuenta son establecimientos sin riesgos de perder clientela. Aun antes del tiempo de los Ptolomeos se brindaban servicios exquisitos cercanos al arte. Sin embargo, hay otros casos espeluznantes a pesar de los protocolos mortuorios respecto del trato debido a los cadáveres. Ya describí, como recordarán algunos, a la bella celadora interesada en los varones muertos. Sin embargo, el tema fundamentalmente literario me ha resultado nota roja en New Jersey, donde un joven técnico de laboratorio de hospital fue sorprendido sobre el cadáver de una anciana de 92 años a la que brindó el último, aunque inoportuno, favor sexual. El guardia al percatarse de la profanación de los restos informó a la policía. Los oficiales de la ley encontraron al hombre aseándose los genitales. Además de la prisión y ser declarado sicológicamente apto y responsable, las consecuencias las sufrió la prometida del violador quien padeció un severo ataque de nervios y apenas podía mantenerse en pie. Se presume la disolución del compromiso nupcial por parte de la defraudada novia. El acto de morir es privado. Aquí he advertido siempre que sólo me interesa esa solitaria situación. Cuando el destino desvela contratas de sangre sociales, masacres promovidas por la maldad innata, esa materia rebasa mi pobre entendimiento. Se relaciona con aspectos propios de la policía o de la política. Pasa al registro de las comunidades o al tufo podrido de la infamia. Por ello, señora mía, hago una excepción para decirle que aunque se antoja difícil creer tan enajenado comportamiento, he visto en mis funciones de corresponsal en Kenia canes hambrientos olisquear y devorar entre huesos humeantes cadáveres segmentados por “pangas”: esos aterradores machetes enarbolados por la tribu kaleyin, al considerar burlado su voto. Enardecidos, acosaron y persiguieron a los kikuyus, la etnia presidencial en aquel tiempo. Quemaron sus viviendas y asaltaron la casa de Dios poblada por mujeres con sus hijos, donde inútilmente se refugiaron las víctimas. Ventanas y puerta fueron empapadas con gasolina para prenderles fuego. Si algún infante escapaba era regresado sin miramientos entre los gritos y el crujir de las llamas. Afuera, el filo del metal o el peso de los garrotes habían caído sobre los hombres en despavorida huida. Los perros encanijados se dieron un festín antes de ser recogidos los restos humanos descarnados y arrumbados como fardos en la morgue sangrante de un hospital de Eldoret. Entonces puede uno preguntarse cómo las cóleras políticas llevan a una muerte violenta y sin dignidad. Cómo trasponer el muro invisible y perder de manera rupestre el supuesto soplo de la divinidad. ¿No habíamos ya asimilado las lecciones de los genocidios, los desplazamientos humanos de las guerras y los desastres de la miseria? Pero esos casos parecen repetirse por la naturaleza oscura de los hombres. Antes, en otro continente fueron victimados cuarenta y cinco indígenas de un minúsculo poblado por sus propios hermanos de sangre. Quince niños, veintiuna mujeres y nueve hombres de una organización pacifista y ecuménica, fueron masacrados mientras oraban. Ése era su argumento religioso contra la codicia de la tierra y la injusticia inveterada. El baño escarlata se hizo también, como después contra los kikuyus, en una iglesia de piso de tierra. En Acteal brillaron igualmente machetes que segaron la vida de tres nonatos en el vientre de sus madres, en el afán de exterminar la estirpe. Eso sucedió también en Bosnia. ¿Acaso los kaleyin aprendieron de esos hechos? No, pero la condición humana tiene muchos registros y suelen repetirse. La civilización no impide el despertar de la bestia interior. Y qué pensar de lo acaecido con los años en el mismo país de la cornucopia: miles de hombres y mujeres ejecutados o caídos en la guerra de las drogas. Una Guerra del Opio al revés. En ésta, los británicos equilibraron su déficit comercial obligando al emperador chino a abrir los puertos para vender el estupefaciente a su pueblo, que llevaban desde Turquía y la India a cambio de porcelana, seda y té. Sin embargo en el siglo XIX los estupefacientes en el Hôtel de Lauzun de la Isla de San Luis en París producían sólo poesía y obras de arte entre los miembros del Club des Hachischins. A pesar de la moralina, los efectos eran inocuos mientras las aguas del Sena fluían bajo el escarpe del Quai d’Anjou y las campanas puntuales de la iglesia de Saint-Louis-en-Î’Ile. Así entre humos de cáñamo sagrado abrieron Les Fleurs du Mal, y en estos aposentos melancólicos sufrieron el peso de su talento muchos peregrinos de la creación además de Charles Baudelaire. Quizá también entre pétalos de amapolas de humo, aspiradas por ellos u por otros huéspedes conspicuos y también de paso por el mundo como Théophile Gautier, Rainer María Rilke, Walter Sickert o el músico de los metales cromáticos Richard Wagner, alcanzaron a ver el interior de sus almas enfermas. Ahora los mercaderes de la debilidad auspician descuartizados, decapitados, cuerpos disueltos en ácidos corrosivos, quemados (en solitario o en grupo), baleados y ejecutados de diversos bandos, luchas territoriales y corrupción. Pareciera la secuela de una Parca al reptar antes entre los cuerpos de cientos de mujeres muertas, semienterradas en la aridez, mártires de machos enfermos y tratantes de blancas y órganos. Madres o hijas, sembradas en la epidermis de la infamia. Amiga mía: ahora, a todos ellos les llaman víctimas colaterales y se extenúa la mente. Prosigue la caída de la especie como destino personal. Tal vez, apreciada señora, yo debería decir como Baudelaire a sus lectores:

Si la violación, el veneno, el puñal y el incendio todavía no han bordado con sus placenteros diseños el canevá banal de nuestros penosos destinos, es porque nuestra alma no es bastante osada.*

* Si le viol, le poison, le poignard, l’incendie, / N’ont pas encor brodé de leurs plaisants dessins / Le canevas banal de nos piteux destins, / C’est que notre âme, hélas! n’est pas assez hardie. ESCRITO SOBRE LA MARCHA

l día de ayer, lector amigo, reinicié esta columna después de treinta años de ininterrumpida presencia con temas por demás escatológicos y llenos de visiones, feroces quizá. Pero hoy he podido caminar por la costa en mi refugio porteño en busca de E la salud y recordar en el tráfago del calendario más cables aparentemente inconexos guardados a lo largo de mi vida profesional como señas de identidad de la existencia caótica del mundo. Los leí previamente desde mi temprano amanecer. Fueron muchas las notas extrañas conservadas en un viejo cartapacio donde las colecciono, como ustedes saben, organizadas sólo por el orden de llegada de las agencias de noticias. Ahora suelo dormir poco. La vigilia promueve la memoria y la reflexión. Horas más tarde decidí sentir la arena bajo mis pies, como un ejercicio médicamente prescrito previo a la rutina de mis tareas. Las playas suelen plantearnos horizontes cortos. Después de un tiempo descubrimos cómo la distancia se reduce con pasos breves y continuos: el espacio se prolonga y nos percatamos de lo inasible. Esta ha sido una mañana sin bañistas dada la hora y el día de la semana inapropiados para las multitudes enajenantes. En mi paseo reflexioné sobre la relatividad de la verdad y la historia. El título de esta entrega puede inducir al error. No escribí sobre la marcha, pero recordé en el breve periplo algo de lo leído al azar en mi expediente de notas curiosas. Como pueden leer, ahora mismo introduzco otro elemento de duda. No sólo “escribir sobre la marcha” es una metáfora (no necesariamente amorosa, como las del cartero de Neruda), en sentido estricto una pequeña mentira... sino que eso del azar también es insostenible. El azar es otra alegoría para lidiar con la ignorancia. Quizá hago alguna asociación inconsciente y mi mente selecciona del llamado por Orhan Pamuk jardín de la memoria, las flores cuyo aroma activan mis pensamientos. Caminé sobre arena que no es igual a la de otros días. Parece ser la misma arramblada por siglos. Mas el régimen de las mareas nos hace ver que ésta no permanece. Muda de área y profundidad. Se refina hasta dejar cristales más pulidos de su materia. Así pues, sobre esos gránulos –lo recordé entonces–, años atrás paseaba por aquí un asno. El animal fue entrenado –igual a otro poseído por el guardián de una isleta cercana– para beber cerveza sosteniendo entre sus belfos la botella que ingería a placer lo cual era recompensado con risas y billetes, previas fotografías de los turistas. Éstos probablemente veían en la inofensiva bestia un reflejo de su afición a tal bebida. Se le ofrecía al jumento lo que los antiguos egipcios elaboraban sin mayor filtración pero con esmero a partir de cebada, trigo rojo, mandrágora e higos: el henekt. Un líquido turbio y pastoso, apreciado y nutritivo en sus diversas presentaciones. Propiamente dicho, un alimento. Ahora, no está más el asno por gestión de las empresas hoteleras cansadas de limpiar las heces del cuadrúpedo e interesadas en evitar el desagradable aspecto de la mierda que disuelta en el mar o sólida sobre la superficie, resultaba una imagen nada pulcra para sus huéspedes. Es el caso, pues, de encarcelar a los asnos y a otros animales por incumplir sus dueños con ordenanzas municipales para mantenerlos a buen recaudo en corrales, alejados de los caminos o la propiedad pública, como son las flores de los jardines y el pasto de los camellones. Así lo dicen varias notas de muy diversos años guardadas en el expediente ya mencionado. Pero vuelve a mí el recuerdo de esos cables noticiosos, porque asocio años lejanos con este mismo sitio en otras circunstancias y momentos de mi vida. ¿Estaba aquí el borrico, o quizá mi mente lo ubica en un tiempo y espacio elegido para sanar con buenos recuerdos mis heridas y el pasmo de haber pisado el vestíbulo de la muerte? Vivir en la mentira la hace ver ante nuestros ojos como la verdad. Muchos embustes son ahora certidumbres inducidas por pillos a lo largo de la historia. Otras falsedades las creamos para fortalecer nuestras convicciones para sobrevivir o como respuesta de nuestros instintos sociales de conservación. Cuántas noticias se imprimen en las rotativas o se pronuncian en los medios electrónicos, más allá de nuestra voluntad profesional de informar lo cierto, sin serlo... Un hecho, en apariencia, no puede ser a un tiempo verdad y mentira. Por ello, decimos que son discursos mutuamente excluyentes. Pero he aquí cómo se desliza otro mito de la historia, la superstición de la verdad única, según lo mencionaba Marc Bloch. Un historiador cuyas reflexiones mayores, paradójicamente, las hizo casi en su totalidad en el cautiverio de un campo de concentración guardando distancia de los acontecimientos, lo cual marca la diferencia con nosotros los periodistas. Así, nuestro testimonio, aun descrito con toda honradez, no se diferencia de aquellos en apariencia dignos de todo crédito, si bien influidos por una miríada de factores y que en realidad no son auténticos. Cuando pensaba esto pasó ante mí una atlética pareja en esforzada carrera, transpirando copiosamente ante mi escuálida figura ahora marcada con una cicatriz enorme. Al imaginarme en lucha desigual con tales personajes me di cuenta de que es improbable ser neutral ante los hechos, porque como ha dicho Cioran, “quien hace la historia casi no la comprende, y quien participa en ella [...] es víctima o es cómplice”. Yo diría que en la historia se es víctima o se es victimario. Por eso caí en la cuenta, estimados lectores (mientras seguía mi paseo frente al mar se alejaban los fornidos atletas y veía a los empleados de los hoteles disponer el balneario para los turistas), del sentido de un estudio inicialmente comentado por la BBC y cuyo informe final difundió la revista Nature. Esta reputada publicación científica británica informó sobre estudios forenses recientes con la colaboración de perfumistas de Guerlain y Jean Patou, relacionados con los supuestos restos de la calcinada Juana de Arco: la joven heroína de la Guerra de los Cien Años que oía voces antes de la era de los siquiatras y se lanzó contra los ingleses. Con inexcusable participación eclesiástica fue condenada a ser quemada viva como una bruja más de aquella época. Esa misma Iglesia católica la hizo santa casi quinientos años más tarde cuando ya era un símbolo patriótico de Francia. Pues bien, las investigaciones apuntan a que los venerados restos resultan ser un fraude. Pertenecían en realidad a alguien de un época pretérita, una momia egipcia varios siglos más antigua que el propio Cristo. El mito de las reliquias santas de la Doncella de Orleans volvió así a otra hoguera y hoy el imaginario popular resguarda en las pantallas de televisión sólo el rostro fresco de Leelee Sobieski, la más convincente de sus intérpretes. Una vez sembrados los restos, como suele suceder cuando se trata de exaltar algún sentimiento nacionalista y sacar ventaja de ello, éstos son la evidencia de que habrá siempre individuos o colectividades dispuestas a darle valor de prueba plena a lo insólito. De esto hay una larga lista de fraudes de mayor o menor monta. Ante el examen juicioso los asuntos religiosos de larga duración se vuelven creencias pías. Los asuntos de orden civil deslizados en los textos escolares son argumentos en torno de la patria. Alguna vez un presidente de México, ante la duda científica sobre los supuestos restos de Cuauhtémoc, manifestó su convicción nacionalista a manera de prueba de verdad. Pero ha habido casos más curiosos y aún subsisten, como la subasta en internet de dos fantasmas atrapados en agua bendita en el proceso de un exorcismo. Se trataba de dos ánimas, ignoro si en pena, ciertamente responsables de varias molestias infligidas a la propietaria. Los espíritus correspondían a un anciano y a una niña que intentaba reanimarlo con una ouija... La información disponible asegura que en unas horas pujaron por semejantes entes, atrapados y sin salida, doscientos mil internautas, como se llama a quienes usan el método de comunicación más veloz y revolucionario en la historia de la humanidad: algo así como el chisme global, paradójicamente, con herramientas de la tecnología de punta. A esta altura de mis cavilaciones, apreciados lectores, debo decir que sentí estremecimientos al ver una extraordinaria bañista desbordando su mínimo “hilo dental”. Esto puso en serio riesgo mi –literalmente– corazón roto. Después de aquel paisaje humano y cadencioso hundido en la furia de las olas, por una imperdonable asociación de ideas mal habidas me dije cuánto bien había hecho la evolución de la especie al lograr, de cuando en cuando, semejantes perfecciones. Pero fui a más. Como de manera indebida la desnudez o su cercana condición se asocian con la vida licenciosa, vino a mi mente el bochorno de una monja escocesa radicada en Glasgow, hija de madre desconocida, hasta el inconveniente momento cuando un genealogista al servicio del derecho de familia en Austria le hizo saber que era heredera de una no despreciable fortuna de su, hasta entonces, desconocida progenitora. La no tan ejemplar madre fue cirquera. Como tal viajó por toda Europa acopiando, por decirlo de alguna manera, un sinnúmero de experiencias que la llevaron al embarazo en la Gran Bretaña para luego entregar en un orfanato a la niña que parió. Como producto de su vida industriosa, la señora madre de la señorita monja, si bien ya a la mitad de su quinta década (la religiosa, por supuesto), dejó intestada y sin parientes reconocidos su participación en un burdel de Estiria. No había razón para avergonzarse. Baste recordar al gran médico de cuerpos Ambroise Paré, padre de la cirugía moderna, si bien hombre del siglo xvi, que, según algunos malquerientes, fue hijo de un artesano y una actriz llevada por ellos al nivel de suripanta. Siempre ha habido, como la política universal lo confirma, algunos hijos famosos de prostitutas. Empero, la monja no habría de tocar recursos de tan dudosa reputación y los donó a actividades altruistas en la India. Seguí mi paseo no sin considerar tan dialéctica situación: el placer y el amor a Dios vinculados en secreto por los hechos de la vida. Es verdad, los excesos de la concupiscencia producen historias como ésta, pero los dictados clericales también traen inconvenientes. Por cumplir con sus preceptos un embajador árabe cuyo nombre no es registrado en los cables, convino su boda con la hija de una familia basándose en fotografías de la hermana de la prometida. Lo procedente era registrar el matrimonio, realizar el festejo y, a su debido tiempo, consumar el ayuntamiento. La novia, de acuerdo con su tradición, usaba niqab: prenda impenetrable a la vista y por ende al juicio morfológico de una mujer, pues consiste en una vestimenta que cubre de la cabeza a las rodillas (quizá más abajo aún) y permite sólo ver los ojos (si acaso no son cubiertos también con un velo). El impaciente novio había dado a la familia costosísimos regalos antes de saberse engañado y llevar el asunto a un tribunal eclesiástico, pues cuando se dispuso a besar a la novia retirando el encubridor niqab se encontró con una mujer barbuda y bizca (¿la dama también cubría sus ojos?). Obviamente no hubo festejo, el diplomático se dijo defraudado y exigió la devolución de sus obsequios. Su demanda se basó en posibles problemas hormonales. Una vez practicados los análisis extrañamente no presentaron alteraciones, por ello el tribunal no apoyó las devoluciones solicitadas, aunque sí se salvó el embajador de vivir con una atracción funambulesca. Siempre me pregunto por qué no hizo gestiones para cambiar de novia y casarse con la hermana cautivante, y ahorrarse así el litigio. ¿Pero acaso la vida no se tropieza a diario con lo extraño y lo grotesco? Exhibir a los muertos no ha dejado de ser un rito aún repetido en los funerales de muchas partes del mundo. Mientras unos sólo abren el catafalco para poder admirar el magnífico maquillaje del difunto, otros, los parsis (huidos de Persia por persecución religiosa hace trece siglos), suben cuerpos inanes a unas estructuras de bambú, las torres del silencio, para que sean devorados por las aves de rapiña y sus huesos terminen limpios por la acción de los buitres y el sol, antes de hacerles caer en una fosa final. La ironía de la existencia logra asemejarse a las más hilarantes comedias. Tales han sido los casos de paseos no intencionados de cadáveres, como el registrado en Alemania según una prestigiosa agencia noticiosa, al deambular por las calles de Magdeburgo a bordo de un autobús un parroquiano fallecido por infarto sin ser advertido durante horas. Lo mismo ocurre de manera infrecuente con infartados pilotos de avionetas navegando mediante mecanismos automáticos, pero cuyo aterrizaje se vuelve algo más que forzoso al agotarse el combustible de la nave. También hay quienes conjuran la soledad con la ayuda de los cadáveres inertes, sin ser protagonistas de películas sobre sicóticos. Recientemente, otro cable dio aviso de lo ocurrido con una anciana claustrofóbica que desenterró a su esposo en el condado de Bradford, en un escondido pueblo de Pennsylvania. Se informó que vistió al consorte con un traje riguroso e impoluta camisa blanca rematada con una corbata azul, para que disfrutara del fresco sentado más de diez años en el sofá. No satisfecha con un cadáver embalsamado hizo la misma hazaña con su hermana (gemela, para más señas), a quien acomodó en la recámara de huéspedes ataviada con bata de casa y debidamente perfumada. Todos estos afanes, según expresó, por considerar inadmisible dejar a sus seres queridos atrapados en ataúdes. Algo así como el perro fiel que no se aparta de la tumba del amo. Pero no siempre la relación con los caninos está bordada con ribetes de lealtad. Un sexagenario (injustamente así llamado por haber traspasado la sexta década de vida, sin tener que ver con su apetito sexual por demás activo) en el pueblo indio de Pakakkadavu se enfadó con el perro que atacara a sus patos y la emprendió a mordidas en el cuello del animal en medio de una acequia, hasta concluir ambos extenuados. La bestia que debía otras atrocidades murió a manos de los lugareños. El señor de los patos hubo de ser ingresado a un hospital y recibir tratamiento antirrábico. He aquí de nuevo un juego de palabras, pues quien estaba lleno de rabia era el iracundo Pappan, como se llamaba el aldeano. Por fortuna el personaje no puso en práctica lo que otro joven campesino, también de la India, en Jharkhand: mordido por un can ingirió a manera de remedio antirrábico el corazón del perro. En efecto, después de quitarle la vida a pedradas le sacó el órgano cordial y se lo comió crudo.

Al terminar el primer tramo de mi paseo, llegué a un farallón y el pasado vino a mí. Estaba en el mismo lugar donde en 1960, aún adolescente, vi filmar escenas de una película del gran Luis Buñuel, fotografiada por Gabriel Figueroa: La joven. Era la historia, basada en un cuento de Peter Matthiessen, de una mujer en una isla del sur norteamericano, amante de su protector a la muerte de su abuelo, hasta ser interrumpidos por un extraño que huye del linchamiento racial. George Pepper, el productor del filme, y Hugo Butler, el guionista, con los seudónimos de George P. Werker y Hugo Mozo, planearon la filmación en México –su refugio antimacartista– para el público de habla inglesa, habida cuenta del éxito mutuo y previo con Robinson Crusoe. Compartían entonces los tres cineastas la condición política de no gratos en sus países de origen. Para el aragonés, no obstante ser considerada en su filmografía una cinta sin relevancia, a confesión de parte, sí resultó una obra de importancia. La película integraba muchos elementos personales, incluida la neutralidad ante el conflicto entre negros y blancos como condición social impuesta a ambos protagonistas masculinos. De aquel rodaje recuerdo el manejo complicado de los reflejos solares, mientras la protagonista de bellas piernas veía el mundo sentada entre las rocas. Los mismos basaltos donde ahora en el talud, escrito como un grafiti enorme por jóvenes de este tiempo, leo: “Sexo, vino y mota para toda la flota”. EL ÚLTIMO VUELO

scribí dos días atrás, apreciados lectores, cómo en mi convalecencia he sido invadido por extrañas sensaciones. Quizá por ello ahora me veo impulsado a describirles mi recuerdo de un antiguo suceso, un accidente de grandes proporciones en 1985 E y las lecciones que acaso nos dejó la forma de encarar los últimos momentos de la existencia. Ya no importa el medio, sino el mensaje. En otros términos, los detalles de este desastre. Les narraré lo recordado o lo que creo recordar, y algunos pasajes que me han llegado en sueños: El aeropuerto de Haneda en Tokio bullía de vacacionistas. La última sala para abordar el vuelo 123 de Japan Arlines con destino a Osaka aquella calurosa tarde de agosto, retenía a más de quinientos pasajeros deseosos de abordar un Boeing 747 sin perder el característico orden nipón. Sin embargo, el señor Kobayashi tenía planes no relacionados con el ocio. La preocupación de aquel hombre en su sexta década era cumplir la misión conferida por el consejo de administración de su empresa. Se sentía honrado, pero igualmente abrumado. Había permanecido en la compañía desde la conclusión de sus estudios y ganó paulatinamente escaños y respeto en el marco de cuidadosas tradiciones laborales. Cuando llegó, después de la rendición del imperio y de haber concluido sus estudios interrumpidos por las condiciones de guerra del país, sus tareas, como las de muchos novatos de recién ingreso, eran servir el té a sus mayores y archivar documentos. Provenía de una región campesina y de una familia respetuosa de las tradiciones. El conflicto armado, con todo y el orgullo lacerado, fue la oportunidad para no regresar a su pequeña villa y desarrollarse en la ajetreada ciudad de Tokio. La ocupación norteamericana, el crecimiento desmesurado y la apertura de aquella enorme comunidad a las formas occidentales, no hicieron mella en su búsqueda de la armonía y un particular respeto por las ceremonias. Entre sus jefes se le reconocieron dotes como la disciplina y la sobriedad, superiores al común de los jóvenes de su generación. Era algo más que la transferencia de formas de vida ancestral. Kazuo, hombre de paz, como su nombre indicaba, llevaba en sí el más rancio espíritu japonés y entendió que la desgracia asolaba a su nación a partir de la violencia. No era propiamente un conservador. Se trataba de algo profundo cercano a la espiritualidad, sin la arrogancia implícita de los seres perfectos. Su vida rezagada en el amor por el conflicto bélico, imantaba esa actitud y su matrimonio cumplió escrupulosamente con los pasos que una relación profunda reclamaba en el pasado. Los hijos no llegaron con los ascensos del trabajo y el matrimonio dedicaba su tiempo libre a la observación de la naturaleza y al reflejo de su vida interior, un armonioso y pequeño jardín zen en la parte trasera de su casa antes de la división de bambú que daba al minúsculo parterre donde él y su esposa cultivaban hortalizas. Todo esto a sólo cuarenta y cinco minutos en tren de la gran urbe. Tras de sus lentes de miope se encontraba una mirada escrutadora pero llena de comprensión. De ser el caso, no dudaba en hacer sentir su autoridad, pero las buenas maneras empleadas evitaban el despotismo propio de ciertos estilos de mando a cambio de una invitación constante al trabajo en equipo y el respeto a los supervisores con veteranía. Ganó la voluntad de los grupos laborales y el argumento de una supuesta debilidad de carácter no le asedió. Sus resultados siempre fueron óptimos. Así, después de muchos años se convirtió en el negociador oficial y la última carta en las causas difíciles de la empresa, sobre todo ante adversarios de envergadura. Ese lunes el sol aún brillaba con intensidad a las cinco de la tarde. Había repasado sus documentos en la oficina. Llegó con anticipación a la terminal aérea para tomar una taza de té verde y meditar de nuevo en la estrategia de negociación. Con su portafolio en el regazo, a la distancia vio a muchas personas acercarse a pedir autógrafos a una celebridad: Kyu Sakamoto, cantante, actor y compositor que, ya entrado en sus cuarenta años, viajaría con ellos. Sakamoto le hizo acordarse de sí mismo cuando, algo más joven que el artista ahora, disfrutaba de aquella famosa canción que puso a Japón en la lista de popularidad de la música en los Estados Unidos a pesar de interpretarse sin traducción, lo que hablaba de las posibilidades del lenguaje musical en la vida de los pueblos. Ue o muite aruko o Mirando hacia arriba mientras camino, era una melodía que Kobayashi cantaba cuando hacía tareas de fin de semana. Silbaba entonces en su huerto, como el propio Sakamoto entre las estrofas entonadas con voz aterciopelada de veinteañero. Le agradó ver ahora que aquel hombre no hubiese recurrido a los salones para los famosos. Como él, Sakamoto venía del pueblo raso. El artista que aún adolescente había iniciado su paso a la fama era hijo de una pareja que trabajaba en restaurantes. Observó a la distancia cómo el paso del tiempo había dejado una huella noble en aquel rostro, sin perder los gestos de jovialidad característicos en él. Pero el señor Kobayashi regresó a sus cavilaciones de negocios, aunque pretendió leer las columnas de finanzas de un periódico vespertino mientras llegaba la hora. Los viajeros en clase especial se acomodaron en la cabina correspondiente. Al ocupar su butaca Kobayashi se percató de que ocupaba un sitio cercano a Sakamoto, apenas separado por el pasillo. Su rango en la empresa le permitía viajar en ese nivel cómodo, pero le hubiese dado igual sentarse en la cabina de clase turista. En ese momento no cruzaron sus miradas. El negociador ajustó su cinturón después de permitir el paso al vecino de butaca, acomodó su portafolio en el espacio frente a sus pies una vez que tomó un expediente depositado luego en la bolsa de revistas del respaldo anterior. Por las ventanillas de la aeronave vio deslizarse la tarde rojiza sobre la metrópoli y las nubes de cambiantes colores le recordaban una manzana mondada. Pensó en Atsuko, su esposa. Se acercaban los años de retiro y si bien reflexionaba en la oportunidad de dedicarse a actividades singularmente gratificantes, no se creía preparado para dejar los deberes y el honor de servir a su casa laboral. La azafata con su mejor sonrisa pasó ofreciendo pequeños vasos de jugo de naranja que él agradeció sin tomar. Se sintieron los movimientos de la pesada nave y lentamente inició su recorrido hasta encontrarse en posición de despegue. Al elevarse, un somero giro del avión le permitió contemplar abajo la bahía de Sagami con el monte Fuji al fondo. Levantaba el mentón y se acomodaba los lentes para disfrutar unos segundos de esa vista tan apreciada por él. Algunos fines de semana solía escalar con Atsuko un monte cercano a su pueblo, para tener una vista de la campiña y el mar. Pocos minutos después del despegue, por los altoparlantes de la nave se daba una nueva bienvenida al vuelo JAL 123. Kobayashi tomó la carpeta que había reservado y volvió la vista sobre las principales anotaciones marginales de los documentos, sonrió levemente porque se percató de que no era bueno ir más allá en su obsesión: él estaba preparado para cualquier variación en las negociaciones. Durante meses consideró las diversas posibilidades, los riesgos y aun la incertidumbre de algunas medidas. Todo fue previamente calculado y hecho del conocimiento del consejo de administración donde aprobaron por unanimidad su plan. Ya se habían efectuado los primeros acercamientos y el intercambio de información básica. Ahora se trataba de concretar el planteamiento de una alianza estratégica madurada largamente. Estos primeros acuerdos pondrían en ruta los proyectos conjuntos y, sobre todo, sin participación extranjera. Se trataba de la puerta del futuro, se decía. Así pues, decidió guardar de nuevo su expediente en el portafolio. Debía relajarse, llegar a Osaka e instalarse en el hotel donde sería recogido la siguiente mañana por un funcionario de cortesía para llevarle a las oficinas de sus posibles y futuros asociados. Posteriormente, llegado el momento se formalizaría la operación con todos los protocolos del caso. Súbitamente, cuando aún continuaba el ascenso del avión se sintió una leve sacudida seguida de la caída de las máscaras de oxígeno, señal de que la nave se había despresurizado. Al movimiento incesante de miembros de la tripulación siguió un aviso pidiendo calma y orientando sobre el uso de las mascarillas. Después se escucharon gritos y voces alteradas con los ascensos y descensos de la nave. Pasados los primeros momentos la voz de un piloto relajado les dio aviso formal de la situación y que se intentaría maniobrar para hacer un aterrizaje de emergencia. La nave bajó virando hacia el mar. Era evidente que en la cabina no se tenía ya total control. Se hizo un repaso de las medidas del caso, que por rutina acababan de ser instruidas por las azafatas después del despegue. Cuando los pasajeros pudieron advertir el descenso errático y los cambios de potencia en las turbinas en un esfuerzo por controlar la aeronave, supieron cuál era su destino. Pasaban los minutos y como una consigna muchos pasajeros empezaron a hacer notas de despedida que depositaron dentro de las bolsas para el mareo y éstas en sus bolsillos, esperando que un incendio no siguiese al desastre, para que los mensajes fuesen encontrados en sus cuerpos. En apariencia, Kobayashi tardó en reaccionar. Descansó los codos en la butaca, cruzó sus manos y las puso en el mentón. Quiso hacer un balance de su existencia y responderse si había hecho lo debido en ella, comprender lo que dejaba y hacia dónde se dirigía. Por su parte, Sakamoto había iniciado su mensaje y vio por el rabillo del ojo la extraña tranquilidad de Kobayashi, mientras él escribía a su esposa Yukiko y a sus hijas Hanako y Maiko una despedida en esos minutos que sabía serían los últimos. Volvió la cabeza hacia Kobayashi con una expresión interrogante porque éste se mantenía impávido, pero entonces aquel hombre también le clavó la mirada retirándose los lentes para guardarlos en su estuche e hizo un ligero ademán de asentimiento. Kobayashi tomó unas hojas de su portafolio y le pareció que oía de nuevo, como en aquellos años de primera madurez, cantar al propio Sakamoto: Miagete goran yoru no hoshi wo y pensó que él también, en ese momento, como la vieja balada, miraba hacia las estrellas en la noche, mientras escribía:

Atsuko, amada esposa: El fin, siempre impredecible, se acerca. Debo agradecer que pueda escribirte antes de partir. Compañera absoluta, ahora sólo puedo agradecer tu presencia incondicional y amorosa a lo largo de nuestras vidas. Esta mañana, al despedirnos, sentí cuando dejaba nuestra casa que tu dulzura me arroparía en esta jornada. No sabía entonces que sería por una eternidad. El avión se desplaza como ave herida. Ahora no puedo ver el mar pero sí las montañas que se acercan cada vez más. Los viejos montes me han de recibir. Me apenan los lamentos de los jóvenes, pero, en mi caso, no hay desventura en mi destino. A ti nada ha de ensombrecerte. Estarás bien y nos encontraremos a menudo en la serenidad. Hasta siempre mi dulce Atsuko.

Kobayashi Kazuo

Después guardó el mensaje con su identificación en el interior de su saco. Lentamente vio hacia Sakamoto y se encontró con su mirada. Éste se irguió, aspiró profundamente e hizo una reverencia a Kobayashi en reconocimiento a su edad y a manera de despedida. El señor Kobayashi inclinó su cabeza en respuesta con la dignidad debida. Cuando por la ventanilla Sakamoto vio la blancura del monte Takamagahara, la alta llanura del cielo, le pareció una buena señal poder recordar que el nombre de Yukiko significaba “niña de la nieve”. A la mañana siguiente los equipos de rescate encontraron dispersos en una gran área fragmentos de la nave, los restos de quinientas veinte víctimas y a cuatro mujeres supervivientes. Entre ellas, una niña de doce años sentada sobre una rama en lo alto de un árbol.

* Esta casa editorial lamenta informar a nuestros lectores, en especial a los seguidores de esta columna durante treinta años –suspendidas sólo durante la intervención quirúrgica sufrida por nuestro colaborador y en su convalecencia inicial–, así como a sus colegas y amigos, que este es un texto póstumo. De acuerdo con los médicos al cuidado de su recuperación, nuestro columnista falleció por una insuficiencia cardiaca masiva, complicación inesperada, después de enviar esta columna por correo electrónico de conformidad con la bitácora del sistema de cómputo. Su cuerpo se encontró en un sillón de trabajo del departamento que ocupaba en el puerto donde recuperaba la salud, con las manos sobre un ordenador aún activo. Debemos agregar para tranquilidad de quienes le apreciábamos que su rostro no reflejaba ningún rictus de dolor, sino una sonrisa apacible. Al examinar el equipo en uso, la pantalla tenía aún escrita una frase en japonés: Ashita ga Aru, nombre de una canción de los años sesenta del siglo pasado que según nuestros servicios de traducción significa: siempre hay un mañana. La Redacción. Notas

[1] Hermes Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, Ediciones Fondo Cultural Cafetero, Bogotá, 2004, p. 27. <<

[2] AGN, México, Inquisición: vol. 960, exp.15, fol. 253r, citado en Frondoso asilo. Textos marginados novohispanos, seleccionados por María Águeda Méndez y Fernando Delmar, AGN, 1992, p. 5. <<

Contratas de sangre y algunas noticias imaginarias de Jorge Ruiz Dueñas, se terminó de editar en versión electrónica en octubre de 2020, en la Dirección de Publicaciones y Promoción Editorial de Rectoría General de la Universidad Autónoma Metropolitana.