¿Y QUÉ FUE DE LOS DUQUES? (CONTINUACIONES DE DON QUIJOTE, II, XXX-LVII EN AZORÍN Y ROBÍN CHAPMAN)

Isabel Castells Universidad de La Laguna

El viejo motivo del ubi sunt no es sólo una inquietud que dio trascendencia metafí- sica al Barroco: también puede ponerse al servicio de la intertextualidad erigiéndose como una interrogación sobre el más allá de los personajes una vez finalizado su paso por la novela que les dio vida. En esta comunicación analizaremos cómo dos autores- lectores de Cervantes -Azorín y Robin Chapman- se cuestionan el destino de los du- ques ulterior al Quijote y dan respuesta a esta preocupación mediante una nueva escri- tura que se convierte así en homenaje, continuación y, en ocasiones, alteración de las palabras del escritor de partida. Nada debe sorprendernos que se haya elegido este episodio, en el que, como se indica en el propio texto, asistimos a «las mejores aventuras que en esta grande historia se contienen»1 y que explora de forma insuperable lo que primero Borges y luego Alter han denominado las «magias parciales del Quijote»2. En efecto, es en el palacio ducal donde, merced a un prodigioso juego de ficciones de distinto grado, nuestros héroes se comportan de acuerdo a su doble naturaleza real y literaria: don Quijote, experimen- tando la paradójica fortuna de sentirse por fin «caballero andante verdadero, y no fan-

1 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. de Martín de Riquer, Barcelona, Planeta, 1992, p. 815. En adelante, todas las citas corresponderán a esta edición. 2 Jorge Luis Borges, «Magias parciales del Quijote», en Otras inquisiciones, en Obras Completas, Vol. II, Barcelona, Círculo de Lectores, 1992, pp. 260-262, y Robert Alter, Partial magic. The Novel as Self- Conscíous Genre, University of Berkeley Press, 1976.

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tástico» (pág. 788); Sancho, disfrutando del inesperado triunfo de haberse convertido en un «presonaje» (pág. 583) que reconoce su origen no en la cuna, sino en «la estam- pa» (pág. 784). Los duques, por su parte, mediante esa continua confrontación entre el comportamiento -leído primero, contemplado «en directo» después- de estos seres de letra y hueso, se constituyen en verdaderas alegorías del acto de la recepción y sus consecuencias en la conducta3, de las que la más llamativa es ese deseo de construir ellos mismos ficciones que les permitan intervenir también, a su manera, en el juego de la creación literaria. Por otra parte, es indiscutible que, al planear para entretenerse aventuras que sean «famosas» (pág. 816), están experimentando el vértigo de saberse potenciales personajes de esa segunda parte cuya redacción presuponen. De ahí a ha- cerles conscientes de que el historiador arábigo está escrutando, como hizo con sus huéspedes, cada uno de sus actos y pensamientos, sólo hay un paso. Así las cosas, los duques parecen tener como principal cometido apuntalar el carácter metafictivo de la obra cervantina: como lectores, recordándonos una vez más que las aventuras de escu- dero y caballero, aunque pretendan pasar continuamente como verdaderas, no son más que literatura; como personajes que habitan también en las cubiertas de un libro, ha- ciéndonos saber que la literatura puede también leerse y juzgarse a sí misma y, por último, como inventores de diversas aventuras, reproduciendo una vez más esa perma- nente bifurcación de las funciones autoriales que hace de nuestra obra uno de los pio- neros experimentos de las llamadas estructuras en abismo4. Las palabras del siempre rotundo Unamuno resultan en esta ocasión muy a propó- sito:

En el fondo no perdonaban los duques a don Quijote el renombre por éste adquirido y aspiraban a unir su nombre al nombre inmortal del Caballero. Pero bien los castigó el sabio historiador pasando en silencio sus nombres, con lo cual no lograron su propósito. En «Duques» a secas se quedarán, y como cifra y compendio de Duques sandios y malintencionados5,

porque Azorín y Chapman, parecen proponerse, cada uno a su manera, satisfacer ese anhelo de trascendencia y concederles, al mismo tiempo, una suerte de segunda opor- tunidad que los redima del ingrato papel que les tocó representar en su texto de origen, y lo hacen en un lúdico intento no de corregir a Cervantes, sino de enseñarnos la gran- deza y la potencial profundidad de las criaturas por él inventadas.

3 Como indica Carroll Johnson, ellos, al igual que don Quijote, pretenden llevar la lectura a la práctica, aunque sus fines sean bien distintos a los del caballero: «They too attempt to put their reading into practice, but where don Quixote lives out chivalric adventures in his own life, the duke and duchess only stage them for their amusement while remaining on the sidelines themselves», Carroll B. Johnson, Don Quixote. The Quest for Modern Ficíion, Boston, Twayne, 1990, p. 98. 4 Sobre estos aspectos, resulta enormemente interesante el artículo de Kristen G. Broodes «Readers, Authors and Characters in Don Quixote», Cervantes, 12, 1992, pp. 73-92. Véanse especialmente las pági- nas 80-86. Para el concepto de mise en abyme, véase el manual de Lucien Dállenbach, El relato especular, Madrid, Visor, 1991, especialmente las páginas 106-111, en las que se aplica al Quijote. 5 Miguel de Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, Madrid, Espasa Calpe, 1981, p. 211.

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Empezaremos por Azorín, escritor enormemente discutido y cuyo interés por Cervantes no ha sido aún valorado en su justa medida6. No es ahora el momento de hacerlo, pero sí de esbozar una aproximación mediante un somero análisis de su parti- cular recuperación del episodio del Quijote que nos ocupa. Aparte de sus conocidos ensayos, muy irónicamente redactados con permiso de los cervantistas, la mayor parte de los trabajos azorinianos constituyen auténticas «glosas» a las páginas del maestro7, de cuyas criaturas le duele apartarse. En un significativo texto titulado «Las despedidas» , alude a la «melancólica poesía»8 que reside en la partida de algún personaje, sobre cuyo paradero formula repetidas interrogaciones re- tóricas9:

La sensación más honda que Cervantes da, la ofrece en esas narraciones en que no acaba nada. [...] ¿Qué ha pasado después, transcurridos años y años? ¿Qué fin han teni- do todos estos personajes? ¿Y por qué Cervantes deja en suspenso lo que todos desea- mos saber?10.

A resultas de esta frustración lectora, como ha señalado Elena Catena, «Azorín persigue siempre a los seres de ficción»", cuya evolución posterior al texto leído no deja de inquietarle. Aunque en diversas ocasiones se interesa por el destino de persona- jes como Alvaro Tarfe, el licenciado Peralta o Ana Félix12, son los que rodean el episo- dio que ahora nos ocupa los que aparecen con mayor frecuencia en sus nostálgicas recreaciones. No puede ser más positiva su valoración del episodio, en el que, según él, «llega a su culminación la obra de Cervantes» B y donde, a excepción del gateamiento, «todo es mesurado, equilibrado [...] de buen gusto»14. Contraviniendo la general tendencia execradora (que inicia, como todos sabemos, el mismísimo Cide Hamete Benengeli), Azorín extiende semejantes elogios a los propios habitantes del palacio: el duque es calificado, así, como «modelo de cortesía» y la duquesa como «inteligente y despier- ta»15.

6 Como punto de partida, aunque existen otros textos al respecto, pueden consultarse: Elena Catena, «Azorín, cervantista y cervantino», Anales cervantinos, XII, 1973, pp. 73-113, y a Ángel Cruz Rueda, «El cervantismo de un cervantista», Cuadernos de literatura, V, 1949, pp. 85-113. 7 José María Martínez Cachero, «Con permiso de los cervantistas, (Azorín, 1948): examen de un «libro de melancolía»», Anales cervantinos, 35-36, 1987-88, p. 309. 8 Con Cervantes, Madrid, Espasa Calpe, 1981 (primera edición, 1947), p. 144. 9 Cachero, Ibid, p. 313. 10 Con Cervantes, p. 181. 11 Art.cit., p. 82. 12 «¿Adonde va Don Alvaro Tarfe? [...] ni don Quijote tendrá más noticias de don Alvaro, ni las tendre- mos nosotros. El licenciado Peralta [...] encuentra al alférez Campuzano [...] ¿qué pasa después con Peralta?», «¿qué será de Ana Félix? ¿Adonde irá Ana Félix?», Con permiso de los cervantistas, Madrid, Espasa- Calpe, 1948, pp. 130 y 201 respectivamente. 13 «Cervantes y el ideal», Con permiso..., p. 34. 14 «El palacio ducal», Con permiso..., p. 198. 15 «Cervantes y los duques», Con permiso..., p. 223.

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Los relatos que vamos a comentar retoman la narración en el punto en que la aban- donó Cervantes y nos informan sobre la secuela que dejó el paso de caballero y escude- ro en la conducta de los aristócratas. En «Los primeros frutos»16 Azorín nos revela lo que sucede después de la partida de don Quijote y Sancho:

Aconteció que tiempo después don Quijote murió en su aldea. Cervantes publicó la segunda parte de su historia inmortal. El duque compró cuatro o seis ejemplares del libro y los llevó a su palacio. En la casa el espíritu de don Quijote había labrado los ánimos. [...] Andando los años, los duques, en la villa inmediata, levantaban un santo hospital en memoria de Alonso Quijano. Muchas de las doncellas de la casa fueron enfermeras en ese hospital [...] En la cartuja, metido en su celdita, está el buen capellán que fue del palacio de los duques. Ha llegado el buen religioso a la más alta perfección ascética. (Pág. 64)

Idéntica conducta ejemplar encontramos en «Don Quijote»17, relato que desarrolla las acciones del caballero a su regreso a la aldea. En esta ocasión, los duques actúan como secretos financiadores de las buenas acciones de Don Quijote, que recobra de esta forma el respeto de su aldea y puede reiniciar sus aventuras sin riesgo de ser considerado un loco. Con este «desenlace», Azorín pretende conciliar el doble instinto de libertad y solidaridad en el que, según él, reside la esencia del quijotismo18 y recor- darnos que la historia de un don Quijote rico habría tenido un final muy distinto. No son los duques los únicos personajes que enmiendan su conducta en estas con- tinuaciones de Azorín: también el antipático doctor don Pedro Recio regresa a escena para congraciarse con Sancho y con todos los lectores. En un relato que lleva por título el nombre del doctor, Azorín nos ofrece, una vez más, la pregunta sobre el destino del personaje: Recibió el doctor Recio instrucciones del duque; instrucciones sobre lo que le co- metía hacer con Sancho [...] No podía hacer otra cosa que lo que hizo el doctor Recio. [...] ¿Y ahora cuál es el pensar del doctor Recio? Han pasado algunos o muchos años. Las cosas han cambiado. [...] Don Quijote murió; Sancho, como es lógico, envejeció. Los duques se acordaron de Sancho; favorecieron a Sancho. [...] ¿Y el doctor Recio? ¿Qué fue del doctor Recio?19,

pregunta a la que no tarda en dar diferentes respuestas. En «Sancho encantado», los duques preparan una nueva burla al antiguo escudero, haciéndole creer que sigue sien- do gobernador y reproduciendo la antigua situación de la ínsula Barataría, aunque esta

16 Incluido en Con Cervantes, pp. 58-64. 17 En Con Cervantes, pp. 152-155. 18 Sobre el espíritu justiciero atribuido a don Quijote por Azorín y sus coetáneos, véase Paul Descouzis, Cervantes y la generación de 1898, Ediciones Iberoamericanas, Madrid, 1970, especialmente p. 133. 19 «El doctor Recio», en Con permiso..., p. 133.

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vez sin restricciones ni sobresaltos. Aparece entonces el doctor Recio, invitándolo a la degustación de un excelente menú: ¿Cómo, señor gobernador? -grita- ¿Qué es eso de comer esas miserias? El señor gobernador no puede desdeñar la comida preparada por su cocinero20. Pero Azorín va más lejos todavía y en «Se vuelven las tornas», invierte, como el título indica, el argumento del original cervantino. En este relato, lleno de nostalgia hacia el pasado, Sancho convida al doctor y ahora es éste quien, en una irónica revan- cha del destino, no puede ingerir ningún alimento:

Hace treinta años [...] yo no le dejaba comer a usted. No pudo usted probar ni las perdices asadas, tan apetitosas, ni los conejos guisados, que sabían a gloria. La varita que yo esgrimía se lo vedaba a usted. Y ahora soy yo el que no puede comer de estos gazpachos, de estas perdices y de estos conejos del monte. Se vuelven las tornas. El burlador de antaño, es burlado ahora21. También Azorín exhibe este triunfo de la justicia poética que reconcilia a dos antago- nistas sin necesidad de acudir a la Ley del Talión. Tal es el caso del relato titulado igual- mente «El doctor Recio de Agüero», donde ya no son los duques quienes manejan a Sancho y al propio doctor, sino éstos quienes se unen contra ellos en un engaño compartido: Sí, Sancho y Pedro Recio se habían conchabado. [...] Han representado una farsa. Y la prueba es que, momentos después de levantarse Sancho de la mesa, los dos [...] se encerraban en un aposento, y allí, mano a mano, en buena paz y compaña, devoraban, entre dichos regocijados, una suculenta comida. (Pág. 10)

Este último relato, situado en una coordenada temporal ambigua -«en el siglo XII o en el XVII o en el XX»22- típicamente azoriniana, sirve muy bien para ubicar estas recreaciones en esa suerte de limbo utópico y ucrónico en el que se desenvuelve toda relación intertextual. Pero no debemos perder de vista el hecho de que, en este caso, este espacio nebuloso posee un carácter moralizante más cercano a las Edad de Oro de las fábulas que al libre despliegue de la imaginación desatada. Y no es ocioso recordar, aunque sea fugazmente, que también Juan Goytisolo en su novela Reivindicación del Conde don Julián recupera al personaje del doctor Recio sin necesidad de acudir a este correctivo moral que, sin lugar a dudas, ensombrece el cervantismo de Azorín. Todo lo contrario sucede en el caso de Robin Chapman, cuya novela El diario de la duquesa, redactada en 1980, no supone sólo un buceo en el interior de un personaje femenino enormemente sugestivo, sino una amena de aventuras y un continuo desafío a la competencia cervantina del lector.

20 «Sancho encantado», Con Cervantes, p. 67. 21 «Se vuelven las tornas», en El buen Sancho, La Novela del Sábado, año II, n° 46 (1954), p. 25. Esta misma idea aparece, de forma esquemática, en «La Vida» (Con Cervantes, pp. 160-163) y en «El doctor Recio» (Con permiso de los cervantistas, pp. 133-134). 22! «El doctor Recio de Agüero», en El buen Sancho, p. 6.

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Resumiré el argumento: Miguel de Cervantes visita el palacio ducal mientras re- dacta la segunda parte del Quijote. Inmediatamente intima con la duquesa, que se ena- mora de él, y la hace partícipe de sus tribulaciones literarias. En el palacio, la duquesa inventa una serie de divertimentos teatrales que el autor incluye, con alguna variación, en su texto. Poco después, abandona el palacio y publica su novela. La duquesa, al verse retratada en ella, enloquece y es severamente castigada por su marido. Decide huir a Madrid y pedir cuentas al escritor. Después de un largo peregrinaje, llega a la Corte justamente el 23 de abril de 1616. Perdidos el juicio, la fortuna y la posibilidad de encuentro con Cervantes, su destino se evapora en una penosa cons- cientemente perseguida por el autor. Las consecuencias de tan rocambolesca trama son múltiples y afectan tanto a la consistencia de la protagonista principal como al propio Miguel de Cervantes en su doble condición de autor del Quijote y personaje de una novela que lo incluye tanto a él como a su obra. Robin Chapman, en un intento de completar el original cervantino similar al de Azorín, aunque mucho más lúdico -y lúcido-, pretende mostrarnos importantes aspec- tos de la génesis de la Segunda Parte del Quijote y subrayar la importancia del episodio ducal en la misma. Lo primero que se desprende de este planteamiento es que Miguel de Cervantes deja de ser el responsable principal de su novela para convertirse en simple trasladador de experiencias vividas o de ficciones inventadas por otros. Veamos estas palabras de la encolerizada duquesa:

He estado releyendo los capítulos en que aparezco retratada para estar bien segura del terreno que piso. No me han parecido tan espantosos como los recordaba, pero lo que esta vez me ha impresionado es la pobreza de su imaginación. Quiero decir, que no puede pensar en nada, imaginar nada por sí mismo. Todo es de segunda mano, no es sino un modelador que como materia prima utiliza a otras personas y sucesos. Hasta incluye nuestra chanza con sus calzas, ahí está el padre Gattinara [...] y, como es natural, las funciones que ofrecimos en su honor él las usa para dejar atónitos y confundidos al caballero y al escudero23.

Estas reflexiones no son sólo resultado del rencor de una mujer defraudada al com- probar su reflejo literario: muy al contrario, son muestras de la enorme profundidad que ha adquirido el personaje en esta nueva novela: lejos de la juguetona frivolidad que le otorga Cervantes y del hieratismo casi inverosímil de la redención que le inventa Azorín, la duquesa de Chapman se nos revela como una suerte de madame Bovary que ha de sufrir la incomprensión del duque y el desprecio de Cervantes, que oscila entre la locura y la cordura, la pasividad y la decisión y que acaba finalmente destruida por los distintos efectos que la literatura causa en su vida. Tan quijotesca como don Quijote, se enfrenta a la sensación de saberse inmortalizada en un libro que

23 Robin Chapman, El diario de la duquesa, Barcelona, Edhasa, 1983, p. 199.

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no le hace justicia y a la necesidad de encauzar su vida a partir de esta vergüenza ya irrevocable. La propuesta de Chapman es clara y está sugerida, como suele suceder, por el pro- pio Cervantes. Anteriormente vimos cómo también los duques participaban de esa sed de tinta, de ese afán de inmortalidad que empuja las aventuras de don Quijote. Si en la segunda parte de la obra de Cervantes (capítulo III) nuestro héroe se desasosiega al conocer en boca de Sansón Carrasco los detalles de su historia impresa, idéntica desa- zón invade a la duquesa en esta obra de Chapman: deseosa de formar parte de la novela que redacta su admirado huésped, ansia verla publicada para gozar de la sensación de saberse literaturizada y su desconsuelo final es idéntico al de don Quijote: si éste se quejaba de que el historiador arábigo no omitiera sus más grotescos lances, la duquesa se lamenta de que Cervantes haya revelado detalles tan íntimos como el de sus famosas «fuentes» (El diario..., pág. 132, Don Quijote, pág. 913) y, lo que es peor, de que la retratara como una burladora despiadada:

La segunda parte es mucho mejor, más profunda y misteriosa. Por eso me dolía verme como parte de ella, aparecer como su aliento inspirador, verdugo sonriente de estos héroes a quienes el lector ha aprendido a amar tanto. (Pág. 133)

Los efectos de semejante situación no se hacen esperar: la duquesa enloquece y su cruel marido envía a la celda donde la tiene recluida a un capellán que la azota, repro- duciendo de forma patética los latigazos que en la obra de Cervantes inventó ella mis- ma a costa de Sancho. Así, al menos, lo interpreta ella, que, en un nuevo acercamiento a la conducta de don Quijote, busca constantemente el trasunto literario de toda situa- ción vivida:

Y tomó el látigo. Yo me había quedado casi sin habla, pero logré decir, y fue sólo un murmullo, ¿hay que desencantar a Dulcinea? Si lo oyó, no lo comprendió, al igual que su predecesor, él tampoco lee novelas. (Pág. 83)

No quisiera terminar esta revisión del texto de Chapman sin hacer referencia al tratamiento al que somete a Cervantes en tanto que personaje de su novela. Como buen experimento metafictivo, El Diario de la duquesahace de la crítica literaria parte esen- cial del argumento y abunda en reflexiones sobre el quehacer del escritor, que refiere a la duquesa sus dudas (págs. 51, 75), sus lecturas favoritas (pág. 101), su defensa de la verosimilitud (pág. 152), el origen de relatos como el de El licenciado Vidriera (pág. 74) o el momento exacto de la redacción del Quijote en que se encuentra (pág. 97). Completamente entregado a la creación, Cervantes aparece definido, no sin ironía, por el duque como un ser que tiene «demasiada tinta en las venas» (pág. 79). Semejante apego a sus criaturas ficticias es lo que provoca la cruel contrafactura literaria que realiza de su estancia en el palacio ducal: el origen de todo está, en efecto, en su enojo al ver el tratamiento burlesco al que la duquesa y sus ayudantes sometieron a don Quijote, Sancho y la misma Dulcinea en una representación que, aunque bien intencio- nada, se apropiaba de sus sublimes personajes para divertimento de la ociosa aristocra- cia (págs. 89 y ss).

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La reacción de Cervantes en esta obra de Chapman puede muy bien servirnos para concluir nuestra intervención con ciertas reflexiones sobre las múltiples formas de re- cepción literaria y la elasticidad de los derechos de propiedad de un creador sobre una obra publicada. En efecto, en muy distintos niveles, durante este recorrido por tres autores no hemos hablado de otra cosa: Azorín, Chapman, los mismos duques son, antes que nada, lectores del Quijote y el contacto con el universo cervantino actúa decisivamente en su conducta: convirtiendo a los primeros en coautores del original admirado y a los segundos en seres distintos cuya existencia cobra un nuevo rumbo: redimidos, sin salir de la ficción misma, en el caso de Azorín; enloquecidos, mediante una bien lograda imbricación de literatura y vida en la novela de Chapman. Terminaremos esta intervención con más preguntas: si en la obra de Chapman, Cervantes escritor se enoja ante la apropiación de sus personajes por parte de la duque- sa, ¿qué sucedería si conociera estas continuaciones que ahora nos ocupan?. Burlado- res y burlados, inventores e inventados, benefactores y vengativos, ¿son estos duques que hemos encontrado hoy los mismos de Cervantes? ¿Le pertenecen acaso sólo a él? ¿Quiénes son realmente los duques? ¿No serán ellos quienes, al modo unamuniano, se han servido de Chapman y Azorín para redimirse y salvarse de Cervantes? Si seguimos tirando del hilo podemos llegar al vértigo borgesiano y constatar, una vez más, que recreaciones como éstas no dejan de recordarnos que los dominios de escritura y re- cepción, creador y criatura siguen resultando resbaladizos. Que esto resulte inquietan- te, moralizador o divertido depende, una vez más, de escritores y lectores. Y volvemos así al principio.

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