Carlos Calderón Fajardo Antología íntima Primeros cuentos (1969-1974) El peregrino Casi un caballo En una época en que ya casi nadie usa sombrero Historia de Magaly El que pestañea muere (1981) El penal Eliana y el tigre del sur El que pestañea muere Suicidio de amor El hombre que mira el mar (1988) La multiplicación de las tórtolas Las tres prendas Aves del limbo La huaca El hombre que mira el mar Dos cuentistas El pianista negro Historias de verdugos (2006) La mano izquierda de Dios Gyula Año nuevo, vida nueva Historias de verdugos Los ángeles del quinto piso Playas (2010) Playa Ballena Punta Negra La mariposa de Ancón Todos viven al menos tres vidas, una real, otra imaginada y otra no percibida. Thomas Bernhardt Primeros cuentos (1969-1973) El peregrino (·) Sapo zorro hecho toro. Hombre de la curva al camino. Y arena sapo redondo gorgojo. Te apareciste. Sapo en el arenal en charco de agua rala en la duna y tú eras hombre aguacero para la tierra cuando se junta con el camino. Sino nada sapo barrigudo de la lagunita sobrante de la lluvia. Sapo burbuja. Qué hacías tú allí sobre el helecho. Tal vez sólo eco de pradera y seguro de encontrar derrotero en la cima dormida sobre la arenilla sapo canto rodado. El camino con tu piel de cáscara por un cerro sin herradura al que en vano quisiste subir y a duras penas. Arena del arenal hecho un toro. Hombre de la cuesta al sendero. Potreros de la cañada del toro soplido bajo que embestía al viento y quieto mugido. Tus ojos abiertos como candela sobre la arena. Lejos estabas toro de tus montañas en ese establo de engorde para que te mueras. Duro como la roca. Peleaste toro por subir al cerro y por llegar a la trocha del sapo muerto. Rompiste tus astas y ni siquiera al morir tuviste atajo cielo ventisquero de las yerbas sapo agonizante, toro de las lomas hundidas tus pezuñas en la arena. Toro de noche quieto sobre las dunas. Y sacaste la lengua de fierro y reventaste toro fuego. Fuiste arena del arenal, hombre de la estrella a la mansedumbre, de sapo toro te volviste zorro, zorro sólo del arenal comedor de salamandras cactus pedruscos y algarrobos, plomo a veces marrón como las dunas maduras y contra el sol de la loma o bien de noche bajo la luna, pobre de ti zorro que llegaste arriba del cerro del sapo muerto y del toro roto sólo para que duela el viento para nada más zorro. No estaba la ruta en el filo de los dientes ni tu lengua roja hundida en el agua. Estaba el arenal soledad y olvido y no eras nada, zorro plomo viento de arena desierto tuyo, morada del zorro perdido por los cerros pensando solo en morirte zorro plomo. Ya no eras ventarrón, no eras mugido sino arenal plano quebrado y ventisca al amanecer, pequeño pie de los zorros, de un peregrino bajando como tú, lento el paso desde las alturas, desde el sapo desde el toro. (·) Revista Creación & Crítica Lima, Nº 18. Agosto 1974 Casi un caballo (·) Los periódicos, en lenguaje del Lacio y que no solo sirven para construir un cielo, también un infierno no muy remoto, abiertos de par en par, protegen su cara, sus ojos resguardados cuidadosamente de ese sol del trópico. Y el viejo bersaglieri, la boina calada hasta las cejas, las piernas algo hinchadas, estiradas sobre un banquito, asentándolas suavemente sobre un cojinete, se mece con molicie, como si el Nono estuviera creando y después del almuerzo, en el nuevo recinto de las flores impecables, las sombrillas, las terrazas y los columpios, el ritmo necesario que antecede siempre a la conciliación del sueño. El viejo nono tiene que mover la cabeza emboinada para que se detenga su silla, la simulación de un hombre que duerme y observando con cariño de abuelo. El supuesto cielo se cierne por los resquicios y los pequeños nietos cuelgan de los cuatro extremos del caballo de madera. Paulo comandando el asedio. Y también el profundo lapso: un caballo cabalgando furiosamente alrededor de una plazuela, en círculos y ligando a la repetición casi mecánica de los gestos familiares, la misma expresión, los viejos parientes que vuelven a él, como mensajeros errantes; los cascos del caballo retumban en el empedrado. Los rostros fueron conocidos al detalle, y se atrapan a través de las ranuras del periódico: la niña del torso pequeño y las piernas largas, que se cuelga del grueso cuello del caballo. Es el retrato fiel, una imagen que desafía los años comprendidos en ese lapso. La enigmática Lucía se transformó en una sombra desde el día en que el caballo desbocado hizo su aparición en la plazuela. Ineludible su mirada antigua, y patente desde la infancia del viejo bersaglieri: ella, encumbrada sobre el paraíso, la misma niña asomando tras los cristales de la ventana. La pequeña Lucía es la prolongación de ese rostro que contemplaba al viejo sentado en una mesa, y debajo de las silenciosas arcadas. La atención concentrada, y las páginas abiertas que cubren la cara del supuesto durmiente; la múltiple perspectiva de un larga vista que estaría superando una densa barrera del tiempo: una niña de trenzas, y ella trata de subir a un caballo de madera, y que no es exactamente Lucía, sino que mucho más bella la niña rosada había abandonado la ventana, cruzó la plazuela y está inmersa en un pequeño paraíso y es quizás el nuevo trópico. Mira a su hermanito, tratando de trepar por los arreos, a Paulo, la cambiante manera de reír, jugar y también de ver, más que una simple evocación, una sombra también errante, dorado por el sol y con los ojos muy azules. Y el mayor de los nietos es Antonio, el fratello Antonio que quiere trepar de un solo salto al caballo, en la voz del nieto y llevado al extremo de lo que fue un estribillo de los partidarios del fascio, de Mussolini: “Giovanezza, Giovanezza, libertá”. Con Paulo vuelve una tarde interminable, y un largo paseo hasta los confines de la ciudad. Traía un ramo de flores en la mano y un gesto de ofrenda definitiva. Lucía estaba aterrada en una tumba de mármol y su rostro esculpido era idéntico al de su nieta. Y ahora es el vínculo, con un caballo de por medio y condujo al centro mismo de un obligado peregrinaje. La búsqueda de Antonio fue inútil; derrotado, tal vez muerto. La sorpresiva llegada del caballo, la expresión desmedida que había antecedido al infierno, el mismo viejo que no mueve una sola pestaña, respirando con ansiedad. Fue un caballo salido de la guerra en una tarde de alboroto interminable. Fue un pretexto para el último encuentro con Paulo, viejo e irreconocible bajo la boina, bajo la sombra de las arcadas de piedra, su vaso de vino en la mano. Todo coincidía. Coincide con el instante en que los tres nietos han logrado trepar sobre la cabalgadura. Jubilosamente ordena Antonio el galope tendido. Lucía y Paulo aplauden. Y el Nono, que está sentado en la mecedora, mira sonriendo antes de expirar, muerto el viejo fascista que se convierte luego en una hoja muy ligera, suave, se diría inaprensible. (·) Dominical, semanario de El Comercio, 21 de noviembre de 1971 En una época en que ya casi nadie usa sombrero Si el día de la mudanza me hubiera metido a un cinema estaría sentado cerca al écran con las piernas levantadas sobre una de las bancas sin tener que caminar por las calles como un imbécil que husmea en el vestíbulo de los cines, mirando a las mujeres desnudas y los anuncios. Antes de echarme a caminar tengo que proponerme un punto de llegada y calculo el tiempo que puedo emplear. Caminar a paso largo parándome en los cines para ver las fotografías de mujeres desnudas o corriendo una cuadra y caminando otra, media hora, más o menos, desde Surquillo hasta el Parque Salazar, a grandes zancadas y balanceando el cuerpo (así camino yo). El Parque Salazar puede ser uno de los tantos puntos de llegada. Otro punto es el parque Marsano, los soldados de franco, la gente que se embarca en colectivos que van al puerto, al Callao; allí están aglomeradas las sirvientas que estudian en la nocturna y se hacen la vaca. El Cine Marsano y las fotografías de las películas en el vestíbulo. Los cines de Miraflores que sirven para huir de las mudanzas. Cuando mi familia se mudó a Surquillo (hace poco que nos hemos mudado a Surquillo), llegamos en un camión. Los cargadores dejaron nuestros muebles y los catres en la vereda. Yo sentado en un sillón, en plena calle, me sentía solo y reflexionaba sobre los puntos de llegada. El cine Pacífico puede ser otro punto, la pileta de aguas rosadas, los gringos en los cafés, las fotos de las mujeres desnudas en las vidrieras. Pero si cruzo la línea del tranvía (de vuelta a Surquillo) puedo irme tras las empleadas que trabajan en las grandes tiendas y seguirlas hasta la puerta de los callejones; o puedo incursionar más allá de los rieles del tranvía (hacia Miraflores) y caminar por las calles de chalets y jardincitos. Llegar a las 7 de la noche a un punto de llegada (el Parque Salazar) y a esa hora, desde el culebreante malecón sobre la bahía que es un collar de luces prender un cigarrillo e inclinar la cabeza hacia los acantilados, ahí es cuando me siento más solo que nunca (he llegado a uno de los puntos).
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