Historia De Nuestra Señora De Candelaria

Historia De Nuestra Señora De Candelaria

FRAY ALONSO DE ESPINOSA HISTORIA DE NUESTRA SEÑORA DE CANDELARIA GOYA EDICIONES SANTA CHUZ DE TENERIFE CANARIAS 1952 La presente obra del Padre Fray Alonso de Espinosa, cuyo título exacto es De/ origen y milagros de la Santa Ima­ gen de T^uestra Señora de Candelaria, cjue apareció en la isla de Tenerife, con la descripción de esta Isla, no es sólo una loa de los prodigios de la San­ ta Imagen venerada en Canarias, sino uno de los primeros documen­ tos históricos sobre el archipiélago. Objeto de persecuciones implaca­ bles, sólo cuatro ejem- res de la edición prínci­ pe, editada en Sevilla en 1594, han sobrevivido a ellas y a la acción de los siglos. Nuestra edición, la segunda completa de la obra, es reproducción exacta del ejemplar per­ teneciente 3 la Biblio- théque National de Pa­ rís, y su texto queda considerablemente va­ lorizado por los intere­ santes estudios de los Drs. D. Elias Serra Rá- fols yT). Buenaventura Bonnet, así como por la interesante leyenda re­ cogida por Néstor Ála­ mo, que nos complace­ mos en incluir. PESETAS 75 BIBLIOTECA MANUEL HERNÁNDEZ 'eCA G' Historia de Nuestra Señora de Candelaria BIBLIOTECA lj^:iVERSiTARiA LAS >AL:.ÍA-;DPAL:.\A:1 m CANARIA N" Docí N° Copia. 5a^.,.l..lC. De esta obra se han tirado 50 ejemplares numerados en papel hilo, con encuademación de lujo. Derechos reservados sobre la presente edición. AKTE8 GBAFICAS.—SANTA CBÜZ DE TENEBIFB FRAY ALONSO DE ESPINOSA HISTORIA DE NUESTRA SEÑORA DE CANDELARIA INTRODUCCIÓN DE Elias Serra Ráfols Buenaventura Bonnet y Néstor Álamo Goya Ediciones 1952 INTRODUCCIÓN El P. Espinosa primer historiador de Candelaria y de Tenerife por ELÍAS SERBA RAFOLS G4UAND Ó los italianos al servicio de Portugal visitaron detenidamente las costas de nuestras islas, sospe­ charon ya que lo que sus ojos veían era algo digno de ser referido a los ansiosos amigos de maravillas que tanto abun­ daban por las estrechas y húmedas callejas de las ciudades europeas. Por eso se apresuraron a contarlo en cartas que, llegadas a nosotros por la pluma de uno de esos curiosos impertinentes, Giovanni Boccaccio da Certaldo, constituyen uno de los primeros y más curiosos documentos de nuestra historia insular. Igualmente, cuando más de medio siglo des­ pués un aventurero normando, Jean de Béthencourt, se aso­ ció con el no menos aventurero poitevino Gadifer de La Salle y entre los dos organizaron una audaz expedición con el resuelto propósito de establecerse en estas islas, tuvieron también clara conciencia de que lo que iban a realizar era algo sonado y que valía tanto o más por la fama que les iba a conquistar que por los provechos módicos que esperaban y que todavía resultaron mucho más modestos. Así se pro­ pusieron enseguida llevar un equipo eficiente de ckrcs dis- rV INTRODUCCIÓN puestos a ensalzar la gloria que iban a conseguir, a la verdad más por méritos de su constancia y endurance ante la priva­ ción de las más elementales gracias y comodidades de la cultura que por los altos hechos de armas que realmente les podía deparar la suerte y que cuando se presentaron fueron más bien adversos. Gracias a esta alta idea de la gloria, me­ jor, de la fama que iban a alcanzar los capitanes, conquista­ dores, aquellos dercs laboriosos nos han dejado una deliciosa narración, casi día a día, de Jos hechos de sus señores, que comienza por proclamar bien alto cuál es su finalidad: enal­ tecer las valientes hazañas de aquellos guerreros y servir de estímulo a los demás para que se apresten a realizar cosas no menores. Esta crónica, este libro diario de la primera empresa conquistadora de Canarias, es bien conocida^ con el nombre de «Le Canarien», de los amantes de nuestro pa­ sado, pero todavía no tanto como merece por nuestro pú­ blico en general; por sus problemas internos de interpreta­ ción, por los curiosos azares de su transmisión a través de miniados manuscritos medievales, requiere y merece una edición cuidada y hasta lujosa, con b'hena traducción y es­ tudio en castellano que permita gozar de sus ingenuos en­ cantos a los canarios actuales. Algún día se hará, Deo vo- lente. Pero ahora venimos a presentar a nuestros lectores, no la primera crónica de las islas, sino la primera de Teneri­ fe, desgraciadamente mucho más tardía. Mucho más tardía no porque, como es sabido, la conquista de Tenerife se lle­ vó a cabo un siglo después de los exploits de Béthencourt y La Salle, sino porque la crónica de Tenerife no es una na­ rración contemporánea de los hechos (que esto debiera sig­ nificar la palabra crónica), sino una historia elaborada des­ pués a base de recuerdos y documentos. Y aquí vamos a llamar la atención del curioso lector cerca de ese no rnenos curioso fenómeno historiográfico; eANfifiÍAilÁ V- mientras los capitanes franceses, tan ansiosos de gloria como de provecho, supieron proveerse de hasta dos cronistas que colaborasen por tumo a glorificarles, ninguno de los capita­ nes españoles supo ver, ni siquiera sospechar, que un buen clérigo o seglar de pluma bien cortada podía prestarles ser­ vicios tan estimables como un valiente soldado o un cauda­ loso mercader. Ninguno de los Perazas y Herreras supo con­ tarnos sus esfuerzos estériles para crear un reino de Cana­ rias, ni siquiera en la medida escasa en que lo hizo el cronis­ ta áulico del Infante de Portugal, su competidor. Ninguno de los capitanes de los Reyes Católicos, Juan Rejón, Pedro de Vera, Alonso de Lugo, supo tampoco aprovecharse de esa fuente de prestigio y de fuerza que habría sido una cró­ nica propia. Ni se les ocurrió. No se diga que las crónicas de Gran Canaria tuvieron ese papel, pues ellas, independien­ tes de los capitanes que a veces exaltan, fueron producto espontáneo de sus discordias, redactadas tardíamente por algún fiel seguidor de cada bando para vindicar la razón del que le acaudilló. * ¿A qué causas podemos atribuir una tan diversa actitud como la de Béthencourt y la de Lugo, por ejemplo, frente a la fama postuma de sus hazañas? Acaso a que mientras el barón normando obraba en principio y en lo íntimo de su corazón por propia cuenta, los capitanes castellanos eran sólo fieles servidores de sus Altezas los Reyes de Castilla y en la Crónica habitual de éstos, tendrían su lugar como tales leales subditos. Bastante se engañaron si tal creyeron, pero es muy dudoso que así lo pensasen. Nunca se procuparon de acercarse a informar al cronista áulico de turno, y éste en los pasajes o capítulos que felizmente dedica, cuando menos se espera, a nuestras islas, está muy lejos de darnos el cuadro coordinado y continuo que esperamos de un cro­ nista particular contemporáneo. Sobre todo falta el testigo VI iNÍTllÓDUCCION de vista, incluso cuando topamos con cronistas bien infor­ mados de estas campañas como Hernando del Pulgar o An­ drés Bernáldez. Además no hay motivo para poner a los se­ ñores insulares de Lanzarote y Fuerteventura en el plano de esos otros simples servidores de la corte. Aquéllos aspira­ ron a corte propia y habrían hecho bien en desear también historia propia. Es probable, en fin, que si algo de esto hay que tener en cuenta, que si no es lo mismo un gentilhom­ bre aventurero que busca reinos en los confines del mundo, que un soldado que sale a servir a sus reyes donde éstos le mandan, hay que ver en alguna medida una diferente actitud frente a estos valores espirituales de la gloria y de la fama, entre los cruzados franceses y los conquistadores castella­ nos. En la cultura francesa del XIV hay ya una suficiente madurez, una suficiente tranquilidad para que quepa la acti­ tud refleja de considerarse y admirarse de sí mismo. Hay ya una conciencia propia y del valor del individuo, que diría- _ mos que anuncian el Renacimiento, si nos conformásemos a considerar estos valores como exclusivos de este movimien^ to de la sensibilidad europea. En Castilla un ambiente más joven, más rudo, predominó. La acción no da lugar a la re­ flexión, la exigencia de cada día distrae de considerar lo he­ cho ayer, los éxitos de cada uno no permiten considerar y admirar los de otros. Sean estas u otras las causas, ¡qué lástima!, ¡qué pérdida más grande para nuestra curiosidad, hasta para nuestro de­ seo de solidaridad con el- pasado, tener que contentarnos para conocerlo con documentos notariales, con alegatos ju­ rídicos, con actas redactadas por secretarios que parecen ausentes del mundo y de sus inquietudes! ¡Qué nos diría en cambio una crónica escrita cada día por un redactor emo­ cionado y apasionado por lo que cada día ocurriese! No la poseemos, no fué escrita ni sospechada. En Gran Canaria, eAKiDEiAMA Vn dijimos, las disputas sangrientas de los Capitanes indujeron a alguno de sus servidores a salir en su defensa, muchos años después de los hechos, y si no dieron todavía cuadros animados por los recuerdos de juventud del primer redactor de cada crónica, ya se había perdido en ellos todo orden y toda ilación de los sucesos. Si se salvó algo de la parte emo­ tiva, se perdió casi del todo la informativa. En Tenerife ni siquiera eso: la isla empezada a reducir amorosamente por Candelaria, es asaltada y sometida tras fiera resistencia por las armas de Lugo, el capitán duro e insensible a las emocio­ nes y a los recuerdos. ¿Para qué necesitaba él una crónica? Los Reyes sabían bien sus servicios y demasiado sus faltas, por si querían recompensar aquéllos y silenciar éstas. Con vivir y mandar bastábale. Casi no sabríamos nada de las tradiciones históricas uni­ das a la cuna de nuestra isla, si no hubiese surgido, casi pa­ sado un siglo, un milagro más, uno entre tantos, de la divina Señora de Candelaria.

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