MOISES ALCAZAR PAGINAS PAGINAS DE SANGRE EPISODIO TRÁGICO DE LA DE HISTORIA DE BOLIVIA SANGRE 1962 © Rolando Diez de Medina, 2017 La Paz - Bolivia INDICE Prólogo La Fugaz Presidencia del General Blanco Guilarte y el Hado Misterioso Un Presidente Tendido a Balazos Un Fraile en el Patíbulo Las Matanzas del Coronel Plácidos Yáñez De la Gloria a la Tumba Muerte del Ex –Presidente Melgarejo Súbita Muerte del Presidente Morales Daza en la Encrucijada La Muerte Misteriosa del Ex –Presidente Pando La Muerte de Germán Busch La Tragedia de Noviembre Villarroel el Inmolado La Feria en la Plaza La Muerte de Oscar Unzaga El historiador es un cuentista… La historia participa de la fábula, de la epopeya, de la novela, porque es también obra de narrador. Se distingue de esos géneros porque se apoya exclusivamente en la verdad. GABRIEL HANOTAUX 1 PROLOGO Este es un libro que puede considerarse un balance trágico, resultado de la convulsionada historia de un país sacudido por actos de heroísmo y de dolor. Si en el trasfondo se percibe el chapoteo de la sangre, no debe atribuirse a la intención de magnificar las desgracias nacionales, sino al deseo de extraer de su propio infortunio enseñanzas y propósitos de enmienda, porque sería desfigurar la verdad presentar un cuadro o un panorama distinto de la realidad. Edición ampliada de “Sangre en la Historia”, apareció incompleta en 1956 por razones explicables. Se deslizaron entonces muchos errores, descuidos y trasposiciones, corregidos en la presente. Para entregarla nuevamente a la luz pública, hubo que rehacerse algunos capítulos, ampliar otros e incorporar los que faltaban: los fusilamientos del 27 de septiembre de 1946. Deseo repetir ahora lo que expresé en esa oportunidad: nunca he presumido de historiador. No soy nada más que un cronista empeñado en narrar episodios culminantes del pasado boliviano, que no salen de la planicie de un intento narrativo ni pretenden subir “a la escarpada cima de la historia pura”, como quería René Moreno. Por eso los jueces severos, los críticos eruditos e implacables, no encontrarán en estas páginas una densa interpretación. Son relatos escritos con sencillez y si pretensiones. Rememoraba también cómo en ciento veinte años de vida republicana, once mandatarios habían muerto trágicamente, como si un fatum implacable les persiguiera sin misericordia. A poco de fundarse el país, un bala tronchó en Berruecos la vida inmaculada del Mariscal Sucre; Blanco fue inicuamente asesinado a los cinco días de haber asumido la primera magistratura; a Guilarte le acribillaron a balazos los mismos soldados que le habían ayudado a conspirar contra Belzu; Belzu cayó por mano de Melgarejo en circunstancias espectaculares; Melgarejo murió con dos balazos que le descerrajó su cuñado y protegido Sánchez; Morales recibió siete disparos de su sobrino Lafaye; Córdova fue cobardemente ultimado en su lecho por orden del feroz Yañez; balas traidoras de quienes estaban encargados de custodiarlo dieron fin con la vida de Daza en Uyuni; Pando fue arrojado a un barranco después de los padecimientos que le hicieron sufrir sus victimadores; Busch se perforó la sien en el escritorio de su casa; Villarroel fue colgado de un farol… Pero si el arma homicida se escondía hasta en los cortinajes del palacio de gobierno, el veneno de la calumnia aniquiló a otros deparándoles una muerte acaso más atroz, aquella que la atormenta el supremo dolor: la ingratitud de los pueblos y de los hombres, el peso de la injusticia, las angustias de la pobreza, el pan amargo del destierro, la impotencia ante las mil lenguas de la difamación. “Me maltratan –decía con acento apesadumbrado el presidente Adolfo Ballivián- como al más bribón de los administradores: No me prestan el crédito que se concede al último de los mayordomos: la ignorancia y el ultraje se dan la mano para herirme”. Y mientras se desarrolla el drama el combate es perpetuo entre el despotismo y la ley, la tiranía y la libertad, la fuerza y el derecho. El absolutismo imponiéndose en épocas de turbulencia y asonadas donde el hombre insurge en medio de una tempestad de sangre y de violencia, de arrojo y de audacia, caldo de revoluciones propicio a la proliferación de caudillos fuertes como los colores de nuestra bandera y de sabor picante como nuestro ají, según la cabal expresión de Roberto Prudencio. Los pocos hombres que vinieron en un mundo irreal, anteponiendo la idea al fanatismo avasallador, la fuerza del espíritu al interés egoísta, naufragaron en el torrente impetuoso e incontenible de la relajación y la estulticia colectivas, ahogados por el medio corrompido y corruptor. Es que la Historia no ama mucho a los hombres mesurados, a aquellos que son tocados por la mansedumbre y la benevolencia. Sus favoritos son –ha dicho un escritor- los apasionados, los aventureros del espíritu y de la acción, y aparta la vista, casi despectivamente, de esos callados servidores de la humanidad. * * * 2 La muerte de Oscar Unzaga de la Vega, Jefe de Falange Socialista Boliviana, acaecida el 19 de abril de 1959, ha dado tema para el último capítulo de este libro. Sin unirnos otro vínculo que el de una cortesía recíproca, desde que lo conocí en la Cámara de Diputados, sentí por él una simpatía respetuosa. Me atraía su contextura espiritual, la austeridad de su vida y su continente apostólico, tan semejante a la del tribuno Salamanca. Pero sobre todo valoré en Oscar Unzaga su culto religioso a la patria y su entereza para sostener sus ideas. En cuanto al propósito de esta obra, no es otro que el de aportar, con absoluta sinceridad y sin intención preconcebida, algunos elementos de juicio a muchos episodios históricos para la completa dilucidación futura. Es también un homenaje a quienes cayeron en la lucha por un ideal. Por educación y por temperamento, jamás injurié a los caídos ni ensalcé a los poderosos y los muertos a quienes exalto nada me pueden brindar. M.A. La Paz, diciembre de 1962. -------- 3 LA FUGAZ PRESIDENCIA DEL GENERAL BLANCO Un nuevo sol brilló un día en estas comarcas de América, oscurecidas durante cuatro siglos de sojuzgamiento inmisericorde. Pero no fue sencilla la transición del vasallaje a la libertad. Si en el gran crisol de la guerra emancipadora se quemaron las impurezas y las escorias de esa dominación, surgieron de la llama purificadora las dificultades propias de esas súbitas transformaciones que suponían una nueva concepción de la vida. Esas gentes sencillas, heroicas y atormentadas, habían pasado toda su existencia como sumergidas en un pozo de desdichas, reprimidas sus ímpetus y sofocadas sus ansias, hasta que en sus mentes prendió la idea vaga e imprecisa, primero, nítida y deslumbrante, después. Y despertaron de su letargo. Entonces se rebelaron contra la injusticia y las legiones insurgentes empuñaron las armas vengadoras, con la imaginación exaltada por la fiebre embrujadora de la libertad, y marcharon por las rutas heroicas que le señalaban sus paladines. Como si una enorme tenaza triturara las cadenas de la esclavitud desaparecieron los último eslabones, y un vivo resplandor de victoria iluminó esos sacrificios cruentos. Pero el ensueño quimérico de la libertad se esfumaba al mismo tiempo que la paz anhelada. Envidias, suspicacias, rivalidades, se confundían en el remolino turbulento de las pasiones desatadas como una tempestad. Desalojados los sojuzgadores iberos, otros, acaso más despóticos, escarnecían al pueblo decepcionado y entristecido. Los desmanes de las tropas extranjeras engreídas y ensoberbecidas, saturadas de gloria, familiarizadas con aquellos a quienes “la espada había transmitido una rigidez homicida”, determinaba una postración semejante a la desterrada en la guerra de los quince años. Explosión de todo ese estado social fue el motín del 18 de abril de 1828, que tronchó el brazo del creador de la República. Aunque ahogada en sangre la subversión, el poder anarquizador subsistió pertinaz hasta el momento de la firma del Tratado de Piquiza, documento de encadenamiento y sojuzgación impuesto por el general Agustín Gamarra que había invadido la República para protegerla –afirmaba- de los agentes del desorden. Contribuyó al cuadro desolador la renuncia del presidente Sucre, el varón justo, que abandonó la patria que fundara, llevándose en el cuerpo las cicatrices y en el alma un dolor más grande que el de las heridas abiertas por los fusiles de la ingratitud. Antes de ausentarse para siempre de Bolivia, herido y decepcionado por tantas incomprensiones que anegaban su alma de recuerdos dolorosos, el Gran Mariscal buscó refugio en una hacienda pintoresca de las proximidades de Chuquisaca. Era Ñuccho, un alegre rincón con su campiña verdegueante, sus arroyos cantarinos y los huertos jugosos que rodeaban la blanca casita, amparo posterior de presidentes enfermos y amargados. Allí, a la sombra de árboles frondosos y arrullado por el rumor del Cachimayo, límpido riachuelo, vivió horas de sosiego y paz reparadora, mientras recobraba completamente su salud y concluía su Mensaje al Congreso, documento inolvidable, que era a la vez testamento político y despedida. Si en su noble corazón nunca anidó la sierpe del encono, la ingratitud le había herido muy hondo. Las injusticias y la ingratitud de quienes tanto le debían, ensombrecieron su alma empañándola de tristezas y tribulaciones; pero el sedante de ese paisaje ameno, de mañanas luminosas y noches serenas, mitigaba sus heridas físicas y espirituales. En el soleado corredor de la estancia apacible, solía el héroe pasar algunas horas embelesado en la contemplación del bello panorama circundante, acariciado por la tibia brisa vesperal. Al fondo, en otra propiedad de la ribera opuesta, los grandes ojos de una linda mujer le hacían olvidar el horror de las batallas y la injusticia de los hombres enceguecidos por la pasión política. Y las caricias de esa moza eran como un remanso en las agitaciones de su vida, y una luez que disipaba las sombras de amargura del soldado-filósofo.
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