PROLOGO DEL LIBRO "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga Por RENE CAPISTRAN GARZA -I- Su Eminencia el señor Cardenal Arzobispo Primado de México, don Miguel Darío Miranda y Gómez, consideró realizar un acto de justicia fundado en el Derecho Canónico y hasta exigido por éste, al aplicar al señor Pbro. y Dr. Joaquín Sáenz Arriaga la máxima pena de que dispone la Iglesia Católica para resguardar la fe cuando algún bautizado, seglar o eclesiástico, incurre en grave trasgresión de la ley canónica en detrimento de la Verdad o en daño directo e injusto de los derechos, intereses o doctrina de la propia Iglesia. Ningún tesoro del mundo vale para un católico, lo que vale el ser católico; porque el ser católico lo coloca en el camino que conduce a la bienaventuranza eterna, que es de todos los fundamentales negocios humanos el negocio más humano de todos los negocios. Este hecho de que existe un camino para la salvación eterna —camino señalado por la palabra de Cristo, dicha de una sola vez y para siempre durante su predicación, y ampliada y explicada después por sus Apóstoles dentro ya de la Iglesia instituida la noche misma en que se inició la Pasión— es una realidad actuante para creyentes y para no creyentes, como es una realidad actuante que tomar cianuro mata tanto al que felizmente conoce la existencia del cianuro como al que desgraciadamente la desconoce. Ignorar los hechos o negarlos cuando se los conoce, no inmuniza contra sus inflexibles consecuencias. Pero para impartir justicia se necesitan dos elementos imprescindibles: el juez y la norma. Un mal juez o una ley mala, o mal aplicada e interpretada, no son factores de justicia sino factores de injusticia. Y en el asunto de la excomunión dictada por el encumbrado señor Cardenal contra el modesto señor prebítero, nos encontramos con un deplorable juez y para sorpresa de los lectores, en unos casos con una ley mal interpretada, y en otros con una ley inexistente. Ambos extremos me propongo demostrarlos en la forma más sintética y condensada que me sea posible. En la inteligencia de que el mal juez que aplica mal la ley, o aplica una ley que no existe, se transforma en el acto en delincuente, en reo, y es él y no el acusado quien se convierte de juez acusador en sujeto y objeto de la ley acusadora. Analicemos el texto del Decreto que excomulga a Sáenz Arriaga y examinemos su ubicación dentro de la ley canónica postconciliar. Si la ubicación es correcta, el Decreto es válido. Si la ubicación es falsa o equivocada el Decreto es nulo, de acuerdo con la propia legislación postconciliar. Y en este estado la cuestión, el juez debe ser, para la justa aplicación de las leyes, un arbitro indiscutible; pero nunca jamás un arbitrario recusable. Empieza el Decreto de excomunión afirmando que el libro "La Nueva Iglesia Montiniana" por cuya doctrina se excomulga a su autor, fue publicado, y en eso consiste el delito, "sin ninguna censura ni licencia eclesiástica". Este cargo es grave. Tan grave es, que en su apoyo y fundamento podría invocarse jurídicamente dentro del Nuevo Derecho Canónico Postconciliar el Motu Proprio "Integrae Servandae", expedido por Paulo VI el 7 de diciembre de 1965 (A.A.S. -que quiere decir, Acta Apostólical Saedis— 47, folios del 952 al 955). Este Motu Proprio, invocable para fundar el delito y su sanción, establece en el número 5 de las funciones correspondientes a la Congregatio pro doctrina fidei, esta: "investigar diligentemente acerca de los libros que le son denunciados, y los reprueba si lo juzga oportuno, pero oyendo al autor y dándole facultad para defenderse aun por escrito, no sin antes avisar al ordinario, conforme ya se previno en la Constitución Solícita ac provida, de Nuestro Predecesor, de feliz memoria, Benedicto XIV". Pero es más, a esta "legítima" autorización postconciliar que serviría de apoyo al señor Cardenal para reducir a polvo impalpable al señor Pbro. Sáenz Arriaga por haber publicado "La Nueva Iglesia Montiniana" sin ninguna censura ni licencia eclesiástica, se agrega la Notificación de la Sagrada Congregación Para la Defensa de la Fe, del 14 de junio de 1966 -un año más tarde- (A.A.S., 58, folio 445), Notificación que dice: "Pero si se publican doctrinas y opiniones, cualquiera que sea el modo como se divulgen, que sean opuestas a los principios de la fe y las costumbres, y sus autores cortésmente invitados para que corrijan los errores rehusan efectuarlo, la Santa Sede, haciendo uso de su derecho y en cumplimiento de su deber, reprobará, incluso públicamente, tales escritos para atender al bien de las almas con la debida entereza". Y es obvio que ningún Obispo, Arzobispo o Cardenal, puede ir más allá, y menos dentro de la legislación postconciliar, que la propia Santa Sede que no excomulga sino "reprueba" si se comete la falta. Estos textos —en los que no se habla de la excomunión de la persona sino de "reprobación" del contenido de la obra, y que por consiguiente se refieren al pensamiento doctrinario de la obra y no a la persona del autor— provocaron un alud de consultas solicitando declaraciones, aclaraciones y explicaciones. La respuesta de la Sagrada Congregación de la Fe, respecto al Canon 2318 que era el que imponía ciertas penas, entre ellas la de excomunión, contra los transgresores de la ley de la censura señalados en el Canon 1385, fue expedida el 15 de noviembre de 1966, declarando en la parte respectiva: "mas aquellos que tal vez hubieran incurrido en las censuras establecidas por el Canon 2318 se han de considerar absueltosde las mismas por el hecho de haber sido derogado este Canon (A.A.S., 58, folio 1186). El defensor de oficio de los católicos progresistas mexicanos licenciado Genaro María González, pretendió fundar en "Excélsior" la aplicación legítima de este derecho abrogado, invocando el Canon 2222 que establece que el Obispo puede castigar "aunque la ley no lleva aneja, ninguna sanción, con alguna pena justa, aun sin previa conminación, la trasgresión de la Ley. ."; pero en el caso de que se trata no hay ninguna transgresión de la Ley de Censura porque, para asombro y estupor del ciudadano defensor de oficio, esa Ley de Censura quedó abrogada, lo que entre otras consecuencias tiene la de que el señor licenciado respectivo quedará derogado como competente en la materia. Se esfumó, pues, la base legal, no para prohibir la lectura del libro que era lo que en todo caso hubiera podido hacer el señor Cardenal. Lo que hizo fue darse vuelo confundiendo la prohibición de una obra con la excomunión de su autor, con lo cual se desploma también la parte final del primer párrafo del decreto cardenalicio: "Y no obstante que ya previamente se le había amonestado acerca de la obligación impuesta por dicho Canon". En primera, el Pbro. Sáenz Arriaga no había sido invitado ni cortés ni descortésmente "a corregir sus errores" (A.A.S., folio 445 ya citado), y en segunda el Canon 2318 que decretaba ciertas penas a quienes publicaran libros sin previa censura eclesiástica, había sido derogado ya en el Nuevo Derecho Canónico. Y una ley canónica derogada no puede revivirla por su propia cuenta ni todo un señor Cardenal a quien en cambio sí podría invitársele "cortésmente" a corregir sus propios errores de preferencia a corregir los ajenos. Pero ni eso. Porque... En su segundo párrafo, el Decreto de excomunión, cortésmente refutado aquí, dice que "Del examen minucioso de este libro, resulta evidente que en él se contiene una escala de graves injurias, insultos y juicios heréticos proferidos directamente contra el Romano Pontífice y de los Padres del Concilio Vaticano II; al grado de afirmar el autor, con ingenua malicia, que la Iglesia está "acéfala" por haber incurrido el Santo Padre en herejía. El autor de este libro excita a los fieles a la desobediencia al Santo Padre y promueve aversión y odio contra sus actos, decretos y decisiones del mismo, conspirando así contra la Autoridad suprema de la Iglesia. Consiguientemente es un libro escandaloso y perjudicial al bien común de la Iglesia". Inobjetable el argumento, a condición de que, por supuesto, en este punto como en todas las cuestiones de Derecho, el que afirma una cosa es quien debe probarla. Si su Eminencia el señor Cardenal afirma todo lo anterior respecto a lo que dice el libro, debe tener la bondad de probarlo también inobjetablemente; de otro modo podría suponerse en su Eminencia cierto dramatismo deliberado, explicable "ingenuamente aunque con malicia", en el celo por subir sus propios bonos en la Curia Romana, alzándose el alzacuello. Pero es tan difícil alzarse el alzacuello, como probar inobjetablemente que el libro produce todas esas cosas horrendas que nos relata el Decreto. Porque veamos. Dice el señor Cardenal: "Resulta evidente en él (en el libro)", esto, aquéllo y lo de más allá. ¿Qué significado tiene la palabra evidente? Evidente es algo cierto, claro, patente y sin la menor duda. Digamos, axiomático; que no necesita demostración. Por lo tanto, si en el libro es evidente todo lo que le atribuye el señor Cardenal, ¿por qué al principio de este segundo párrafo dice el purpurado? "del examen minucioso de este libro, resulta evidente. ." ¿Acaso algo evidente, o sea algo cierto, claro, patente y sin la menor duda, requiere un "examen minucioso" como concretamente lo dice el Decreto? ¿Para qué examinar tan minuciosamente un texto que resulta evidente? No; del texto no se siguen tan "evidentemente" las conclusiones que concluye el señor Cardenal; a menos que el señor Cardenal concluya cosas que lejos de ser evidentes requieran un examen minucioso para encontrar la forma de que perezcan evidentes.
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