Óscar Y Las Mujeres Epub R1.1 Orhi 18.06.15

Óscar Y Las Mujeres Epub R1.1 Orhi 18.06.15

1/245 El arte imita a la vida, dijo Aristóteles. La vida imita al arte, replicó Wilde. La vida imita a la televisión barata, sentenció Woody Allen. Óscar Colifatto viste de riguroso negro y detesta la luz del sol, las calles frívolas y chillonas de Miami, los animales y los niños…, lo detesta todo menos a sí mismo. Maniático e hipocondríaco hasta el extremo, trata de mantenerse aislado del mundo para que nada ni nadie trastoque su monótona rutina como guionista de culebrones. Ha de escribir una nueva telenovela que restituya su fama perdida, pero su creatividad se ve mermada a raíz del abandono —debido a un pequeño incidente— de Natalia, la mujer con quien convive desde hace seis años. Una vecina explosiva e iluminada de los libros de autoayuda, el adorable perrito de ésta, un exigente productor de telenovelas, una prostituta enviada por este último para calmar el desamor y un hijo que tuvo trece años atrás se entrometen en su proceso creativo. Y en el centro de la trama, Óscar, uno de esos personajes maniáticos, patéticos y freaks pero al mismo tiempo entrañables que quedan en la memoria para siempre. 2/245 Santiago Roncagliolo Óscar y las mujeres ePub r1.1 orhi 18.06.15 3/245 Título original: Óscar y las mujeres Santiago Roncagliolo, 2013 Editor digital: orhi Corrección de erratas: sibelius ePub base r1.2 4/245 A Alicia, la mujer de mi vida 5/245 «El arte imita a la vida.» ARISTOTELES «La vida imita al arte.» ÓSCAR WILDE «La vida imita a la televisión barata.» WOODY ALLEN 6/245 Regla 1 La buena es virgen y el galán es viril 7/245 María de la Piedad, una joven campesina de aspecto bondadoso, pasea alegremente por el bosque. Es la viva imagen de la pureza y la dulzura, una amiga de los geranios y las margaritas, y se detiene a saludar a cada golondrina, a cada conejo que encuentra a su paso. Ante un arroyo cristalino, se inclina a beber agua y dejarse bendecir por los rayos del sol. Pero animada por la luz de ese día primaveral, decide darse un baño. Nadie pasa nunca por ese solitario rincón del bosque, así que ella no teme las miradas indiscretas. Se quita la ropa con picardía y la esconde entre unos arbustos. Se arroja desnuda a los brazos del lago. Se zambulle invitándonos a refrescarnos. No vemos sus pechos, que se nos sugieren turgentes. Ni su sexo, que el agua cubre en todo momento. Pero sí su sonrisa mientras disfruta del chapuzón, del cielo, de la vida. Súbitamente, siente que alguien la observa. Peor aún, alguien se está riendo de buena gana en la orilla. Al volverse, descubre a un militar, Gustavo Adolfo Mejía Salvatierra, de pie junto al lago, carcajeándose. Gustavo Adolfo lleva el uniforme de ofcial de la guerra de independencia, y sobre su cabeza se yergue el vistoso penacho de su sombrero. Al fondo, en el camino, distinguimos su lujosa carroza decorada con pan de oro. Junto a ella, un criado de librea alimenta a los caballos. Con ironía, Gustavo Adolfo Mejía Salvatierra le dice a María de la Piedad: «¿Está buena el agua? Yo también estaba pensando en darme un baño». María de la Piedad se asusta. Busca algo con que esconder su desnudez, pero es en vano: sólo el agua oculta su cuerpo con un manto diáfano. Se tapa el pecho con los brazos, frunce el ceño, se ofusca. Y sin embargo, el recién llegado no resulta amenazador ni grosero. A pesar de su severo uniforme de gala, su gesto es cordial. A pesar de su apostura guerrera, su sonrisa tiene más de travesura que de lujuria. Y sus ojos traslucen un alma buena cuando le dice: «¿Estás buscando tu ropa? Si quieres te la alcanzo». María de la Piedad se siente ofendida por este desconocido impertinente, que no hace el más mínimo gesto de arrepentimiento o pudor. Le resulta inconcebible semejante atentado contra su inocencia. La cólera se agolpa en su corazón, y con el rostro encendido por el enfado, le dice… —¡Hijo de puta! No, no puede decir eso. María de la Piedad es la viva imagen de la pureza y la dulzura. No conoce esas palabras. Podría decir «tonto» o «bobo», pero no eso. 8/245 Óscar dejó de escribir, se pasó la mano por la calva y se acomodó los lentes. Rascó distraídamente la punta de su barriga, que asomaba entre los pliegues de su bata. Dio un sorbo de su enorme taza de café, que lucía la leyenda GENIO TRABAJANDO. Volvió a leer lo que había escrito en la pantalla, en pulcra letra Courier New 10 a doble espacio y con márgenes equivalentes. Trató de concentrarse y encontrar una continuación: La cólera se agolpa en su corazón, y con el rostro encendido por el enfado, le dice… —¿Me estás escuchando, montón de mierda mentirosa? Óscar apartó la vista de la computadora. No, defnitivamente ese rugido resonante e imperioso no provenía de su imaginación, ni de la sublime inspiración de las musas, sino del baño. El grito nacía en los alrededores del lavamanos, sobrevolaba el váter, planeaba por el pasillo y, tras arrojarse en picado contra la puerta del estudio, saltaba sobre los oídos de Óscar: —¡Eres un traidor, Óscar, y un canalla! Canalla. Óscar saboreó la palabra unos segundos. Sí. Ésa era una expresión adecuada para María de la Piedad. Olvidando por un momento el estruendo del pasillo, Óscar regresó al encantador bosque de las golondrinas y los conejos: La cólera se agolpa en su corazón, y con el rostro encendido por el enfado, le dice: «¿Quién es usted y por qué me está mirando? Váyase de aquí, canalla ». Eso estaría bien para María de la Piedad: frme pero no maleducada, resuelta pero jamás procaz. Óscar se entusiasmó y continuó escribiendo la escena: María de la Piedad se hunde en el agua para ocultar su cuerpo de la mirada de ese ofcial de desconocidas intenciones. Pero Gustavo Adolfo Mejía Salvatierra, sin dejar de sonreír, desenfunda su sable de libertador. El miedo paraliza a María de la Piedad mientras ese hombre avanza con temple guerrero hacia la orilla. Al fn, Gustavo Adolfo extiende la punta de su espada y la hunde entre los arbustos, para recoger la ropa que María de la Piedad había ocultado. Con una sonrisa traviesa, levanta en el aire la falda y la blusa, como si fueran una bandera. Y dice… —¡Grandísimo cabrón! Ahora sí, era defnitivo. No avanzaría un renglón más. 9/245 El mundo perfecto de su imaginación se derrumbaba ante el mazazo de la realidad. Y la realidad se llamaba Natalia. Natalia irrumpió en el estudio con el ímpetu de una división de operativos especiales. Llevaba una toalla anudada en la cabeza y otra alrededor del cuerpo. Y blandía un pegote fácido y pegajoso, un gran globo de agua desinfado que le mostró a Óscar con el gesto de un fscal ante el tribunal. —¿Me puedes explicar qué carajo es esto? Óscar se caló los lentes y examinó cuidadosamente el objeto. A continuación, declaró: —Es un condón, Natalia. A tu edad, ya deberías conocerlos. Ahora, si me permites, tengo que terminar el primer capítulo… Óscar se volvió hacia su computadora y hacia su café. Natalia, furiosa, embutió el condón en la taza de GENIO TRABAJANDO: —¡En nuestra propia cama, Óscar! ¡Por lo menos podías haberte largado a un hotel! El aro de hule se sumergió en el líquido marrón y salió a fote, como un salvavidas minúsculo, demasiado pequeño para salvar a Óscar del naufragio de su vida de pareja. Óscar trató de recordar de dónde había salido, pero no encontró la respuesta. Defnitivamente, ese pedazo de plástico le resultaba familiar, pero su recuerdo se perdía entre muchos otros, en el desordenado desván de su memoria. Recordaba un par de piernas, rematadas por un torso de mujer. Risas. Caricias. Exclamaciones como «oh, sí» y «qué rico, papi». Una botella de whisky. O dos. O tres. Óscar hizo un esfuerzo más: ¿qué había hecho exactamente el sábado por la noche? Y ¿con quién? ¿Quizá con la chica de la limpieza? No, la chica no iba a casa los fnes de semana, y además, era una búlgara de sesenta años y noventa kilos. ¿Con alguna vecina entonces? A lo mejor había usado el preservativo con la misma Natalia, aunque en ese momento no parecía una pregunta apropiada. Después de un tiempo demasiado largo tratando de establecer los hechos, Óscar optó por la defensa más débil: la verdad. —No me explico cómo llegó eso ahí. —¡Oh, por favor! —chilló Natalia, poniendo los ojos en blanco. Defensa abortada. Nueva estrategia de campaña: quitarle importancia. —Natalia, por favor, no te lo tomes tan en serio… —¡Eres tú el que no me toma en serio! 10/245 Óscar trató de encontrar algún atenuante para la situación. Su memoria avanzaba a ciegas a lo largo del fn de semana, con algunos túneles especialmente oscuros en los límites del sábado. Pero de una cosa estaba seguro: —Fue un momento de soledad, Natalia. Tú no estabas, y yo me sentía tan triste… —Viajé a un congreso de trabajo por dos días, idiota. Volví el domingo por la mañana. Casi habría podido entrar y sorprenderte. —Oh, no te habría gustado, supongo… De repente, la mirada de la mujer se vació de rabia y dejó ver un fondo de estupor y sorpresa. Su voz se quebró, derrotada ante la evidencia: hablarle a Óscar de sentimientos era como hacerlo con una máquina tragamonedas. —¿Cómo puedes ser tan egoísta? —fue lo único que respondió.

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