LA DIONISIADA Antología mayor /Narrativa 159 ADVERTENCIA DEL AUTOR TODOS los personajes de esta novela son imaginarios. La obra toda es una ficción. Solamente el Rubén Darío que aquí aparece se ajusta a una de las diversas y contra- rias leyendas acerca de su juventud. Los demás persona- jes pudieron ser en la realidad. Cualquiera semejanza con individuos reales es enteramente accidental. Es de advertir también que sólo a grandes rasgos se ajusta esta novela a la geografía y a la historia. Con ligeros cambios podría haberse colocado cualquier acción de las que aquí se desarrollan en casi cualquier país de Hispanoamérica. PRIMERA PARTE Nacimiento y crianza de Dionisio Antología mayor / Narrativa 163 CAPÍTULO I 1. A la entrada de la ciudad, sobre el Camino Real que conducía al Realejo, estaba la garita de la Aduana. Allí se cobraba el peaje a las carretas que venían de las comarcas, casi siempre con leña, algunas veces con loza de barro co- lorado traída desde El Sauce, y, en sus tiempos, con maíz, con frijoles, con quesos segovianos envueltos en boñiga, con cuanto el campo generoso daba para el regalo pue- blerino. En la Aduana se inspeccionaba la mercancía que llegabaa León,y productos los deestanco tabaco en fragantes manojos, azúcar castaña y olorosa, alcohol en garrafones, de las haciendas circunvecinas— se enviaban bajo sello al Depósito, al otro lado del poblado, de donde, a medida que lo exigía el consumo permitido, los retira- ban los estanqueros que pagaban el precio fijado por la municipalidad. Este precio incluía los impuestos locales y lo correspondiente a los propietarios. El Depósito era una estructura colonial como de sesenta varas por lado, formada por gruesos paredones de adobe, con horcones de caoba y con techumbre a dos aguas de recias vigas, alfajías y soleras de cedro real que sostenían un lecho de caña brava. Sobre la caña estaban tendidos con amarre de calicanto los rimeros de tejas. 164 Salomón de la Selva Daba entrada a esta casona de bodega con patio cen- tral, un ancho zaguán por el que podía pasar desahogada- mente una carreta de varias yuntas cargada hasta el cope- te. Excepto ese zaguán los cuatro costados del Depósito no tenían entrada ni salida exterior sino sólo altos venta- nales con rejas y puerta de madera. Todo en derredor era plaza de tierra apisonada; y contra los muros escuetos y achatados del edificio, amparados por el alero del techo, se amontonaban las casuchas miserables, hechas de tablas de pedacería, de "los pobres". Los pobres eran una clase, una casta, una institu- ción. De día, entre semana, recorrían la ciudad, de casa en casa, prestando pequeños servicios: desyerbando un jardín, desmontando allá el empedrado de la calle crecido de verdor en los intersticios de las lajas donde el polvo del viento y el cagajón de los caballos habían formado limo fértil; barrían los frentes de las casas —todas de un solo piso— con escobas montadas en largas varas, para quitar las telarañas que formaban estrellas negras sobre el en- calado azul, rosado o amarillo de las paredes; o, cuchillo en mano en los tejados, sanaban goteras y arrancaban las matas de pitahaya, los coludos y otras plantas de especies similares que a veces formaban pequeños bosques donde se criaban, como de generación espontánea, pardos perros zompopos y finas lagartijas de maravilloso color de esme- ralda y ojos como chispas. A los pobres se les pagaba lo que se les quería pa- gar. No era infrecuente que se les dijera, "Bueno, gracias, Fulano. Vení el sábado por tu limosna". Las más veces, sin embargo, se les daba algunas ropas viejas, o algo de comer que ellos se sentaban al borde de las aceras a aca- bar o que metían, para compartir más tarde con los suyos, Antología mayor /Narrativa 165 en las mugrientas alforjas dobles de cabuya que siempre llevaban sobre el hombro. El sábado era por antonomasia el día de los pobres. Iban por todas partes en interminable procesión, cojos y mancos, ciegos y llagados, potrosos, güegüechones, con elefantiasis, o con las piernas consumidas andando como fantoches azotados por un viento que sólo a ellos azotaba; pero los más eran simplemente pobres: hombres y mujeres de rostros mayatos y ropa andrajosa y mugrienta, quien con su perro, quien con algún muchacho o muchacha jo- ven de lazarillo, todos con voces gangosas pidiendo el centavito por el amor de Dios, prometiendo bendiciones. Rara era la puerta donde el centavito les faltara. Al- gunos, de ser pordioseros muchos años y por su carácter afable, eran familiares de ciertas casas. Habían visto con ojos curiosos casarse a los señores, bautizarse los hijos y éstos crecer y, a su vez, llegar a casarse también. En tales ocasiones los pobres se presentaban en las fiestas, eran reconocidos, se les permitía hacer reminiscencias y poner una lágrima en la alegría del momento. —Bien me acuerdo cuando nació el niño— solía de- cir el mendigo— y el señor su padre, que Dios tenga en gloria, no cabía de alegría. "Ve, Benitó, me dijo a mí, y como si lo estuviera oyendo, tomá estos riales para que te comprés unos calzones". ¡El contento que ahora tendría el finado, de ver al niño hecho un hombre propio, y ya casándose! Entonces se ablandaban los corazones y para el po- bre había atenciones especiales, en la cocina. —Veintiséis años, ni un día más ni un día menos, tengo de cocinar en esta casa —decía la cocinera,— y 166 Salomón de la Selva desde que primer vine conozco al Benitó. Ya entonces era viejo, igual que agora. ¡Debe de tener pauto con el diablo! Andá, babosa, respondía el pordiosero. La del pauto sos vos. Ya de entonces eras de barriga al año, y to- davía andás panzona. Yo debo de tener cuarenta años por lo menos de conocer esta casa, y nadie más que yo jamás ha desyerbado ese jardín. —¡Comé, comé, Judío Errante! —replicaba jovial la cocinera—. Zampate esa ala de chompipe y no seás des- lenguado. Esta barriga no es de pecado sino que con la vejez se me alargó la tripa y me hace bulto. La servidumbre más joven se solazaba oyendo el diálogo. En los pobres había esa fascinadora aura de mis- terio de los seres que no se bañan, que llevan de polvo la pelambre, que tienen los pies, descalzos, como hechos de patas de árbol, con terrosas grietas vegetales; el misterio de las bocas pedigüeñas; el misterio de la miseria hecha profesión. También se enternecían los espíritus cuando, en los velorios, los pobres favorecidos de la casa se llegaban, lacrimosos y callados, a echarse de rodillas en derredor del muerto, dando testimonio de la caridad que había ejer- cido en vida. Cuando se querían ponderar las virtudes de algún difunto, se decía que no habían cabido en la casa los pobres que acudieron a llorarlo cuando estaba tendido; y cuando se quería significar le extrema dureza de corazón de alguien pasado a mejor vida, se aseveraba simplemente que "cuando murió no hubo pobre que le rezara". Los pobres salían con el sol y al anochecer desapa- recían en sus covachas de contra los muros del Depósito. Antología mayor /Narrativa 167 A nadie le interesó jamás saber cómo vivían allí. En la ciudad eran calendarios vivos y no perdían fiesta de igle- sia. Oían misa diaria; oían misa tras misa, hasta que los sacristanes apagaban la última vela en los altares y queda- ban las iglesias desiertas bajo las miradas de cristal de las imágenes, fijas como miradas de locos. Entonces los po- bres decían sus rezos especiales, de rodillas con los brazos en cruz, el cuerpo echado atrás, los ojos rígidos como los de los santos —íntimas oraciones sin voz, rápido el movi- miento de los labios, con el perro echado al lado mordién- dose para comerse las pulgas, o rascándose con las patas, o, cansado al fin de todo y el alma en paz, bostezando y dormitando. Nadie vio jamás a un pobre confesarse ni co- mulgar, ¿pero quién no miró, en aquellos tiempos, manos de pobre sobando las llagas del Señor Atado a la Columna hasta empapárselas de santidad y luego pasarse los dedos impregnados de virtud sobre el estómago o el pecho, o frotarse las piernas hinchadas, o las sienes sin duda adolo- ridas? Uno decía, "La fe lo sanará", y lo envidiaba. Si algún mendigo moría, sus conocencias lo expo- nían en la plazuela detrás del Depósito y se sentaban allí espantándole las moscas y ahuyentando a los cerdos y a los zopilotes. No faltaba quien diera aviso al sacristán de San Sebastián para que mandara las andas de la caridad y se lo llevaran, bajo una manta, sucia de largo uso, a enterrar sin la decente misericordia de un cajón. En la ciudad, llegado el sábado, si en alguna casa se notaba su ausencia, tal vez se decía: "No vino el Benitó. Estará enfermo". Si la gente era piadosa, se añadía: "¡Jesús le valga!". Cuando la ausencia se prolongaba varios sába- dos, sólo se comentaba: "Se lo deben de haber llevado en las andas. Ya dejó de padecer. ¡Que Dios lo tenga en la gloria!". 168 Salomón de la Selva Esas son cosas de hace mucho tiempo. Hay la tradi- ción de que cuando el Depósito voló se quemaron muchos pobres. Los que sobrevivieron al siniestro se dispersaron. De entonces data un nuevo tipo de pobres en León, más orgullosos, menos rezadores, poco serviciales. Los vie- jos de León lo dicen: "Ya ni los pobres son lo que eran", que es el colmo, sin duda, de las vicisitudes que el tiempo trae.
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