La Mujer En El Tiempo De Las Catedrales Introducción

La Mujer En El Tiempo De Las Catedrales Introducción

LA MUJER EN EL TIEMPO DE LAS CATEDRALES Régine Pernoud Título original: La femme au temps des cathédrales Edición original: Editions Stock, 1980 Traducción: Marta Vassallo © 1982 by Ediciones Juan Granica, S. A. Muntaner, 460, 1° 2.a Tel. 201.68.56 Barcelona 6 ISBN: 84-85979-26-5 Depósito legal: B. 28967-1982 Compuesto e impreso en Gráficas Diamante Zamora, 83 Encuademación Seapra Impreso en España Printed in Spain INTRODUCCIÓN El título de esta obra se debe al canónigo E. Berrar: me lo propuso para una conferencia en Nuestra Señora de París1 Pero la idea de estudiar la historia de la mujer se me había ocurrido mucho antes, cuando trabajaba en mi libro sobre la burguesía en Francia; entonces se me fue imponiendo poco a poco una observación: en realidad el lugar de la mujer en la sociedad parecía reducirse conforme se extendía y afianzaba el poder del burgués, en la medida en que el burgués añadía el poder político al poder económico y administrativo. A partir de ese momento, a través de las conmociones que van del Antiguo Régimen al advenimiento de la monarquía de julio, la mujer se eclipsa por completo de la escena. Las Memorias de una mujer inteligente como lo fue Elisa Guizot atestiguan la desaparición sin ilusiones que de ella se exige. De manera que después de pasar años siguiendo al burgués desde su nacimiento hasta los tiempos modernos, una reacción natural me llevó a estudiar el puesto de la mujer en la sociedad sobre todo en los tiempos que podríamos llamar preburgueses si no fuera un término excesivamente restrictivo: el tiempo de Eloísa, de Leonor, de la reina Blanca, y también más tarde, cuando entra en escena la mujer más conocida del mundo: Juana de Arco. El conjunto de su evolución hace pensar en esas ruedas de la Fortuna donde vemos a un personaje que asciende, triunfa por un tiempo, y después inicia su descenso para volver a caer más bajo que nunca. De acuerdo con esta imagen tan familiar a la iconografía medieval, el apogeo correspondería a la era feudal, desde el siglo X hasta fines del XIII; creo que los hechos y personajes reunidos en este libro le parecerán al lector tan convincentes como me lo parecen a mí; es indiscutible que por entonces las mujeres ejercen una influencia que no pudieron tener ni las damas partidarias de La Fronda en el siglo XVII ni las severas anarquistas del siglo XIX. Esta influencia decrece notoriamente en los dos siglos que siguen, aquellos para los que reservo el término de tiempos medievales. En efecto, los siglos XIV y XV representan una edad «media» en cuyo transcurso hay un cambio de mentalidad, referido sobre todo a la situación de la mujer. Y la rueda de la Fortuna no tarda en arrastrarla a un eclipse del que vuelve a emerger en nuestro siglo XX. Pero una vez que hube constatado este movimiento, era indispensable buscar sus orígenes: ¿cómo es que se pudo pasar de la condición de la mujer en la Antigüedad clásica grecorromana, e incluso en el pasado celta y germano, a la de la Edad feudal? ¿De dónde vino esta transformación evidente, pero que se impuso lentamente en las costumbres (aunque el historiador sabe por experiencia cuánto tiempo tarda en imponerse toda novedad, y cómo desde el germen al fruto es inexorablemente necesaria una maduración)? A nadie sorprenderá que el problema de los orígenes se plantee cuando por primera vez una reina entra en nuestra historia. A propósito de esta búsqueda de las fuentes, cabe impugnar el análisis de los hechos, pero los hechos mismos son en todo caso indiscutibles. 1 Que tuvo lugar el 20 de noviembre de 1977. Por cierto que se me puede reprochar la tendencia a esquematizar o simplificar en exceso; es la consecuencia inevitable de haber pretendido condensar en trescientas páginas lo que requeriría otros tantos volúmenes para ser tratado como corresponde. Asimismo, cada uno de los problemas que abordo podría ser el punto de partida de otros trabajos que espero que otros autores realicen en nuestra época, época en que el problema de la historia de la mujer atrae la atención y ha dado lugar ya a tesis, estudios e investigaciones que seguramente tendrán como resultado síntesis más completas y ricas que la mía. ¿Escribiríamos acaso alguna vez, sobre todo en el terreno de la historia, si no nos resignáramos de antemano a ser incompletos? De todos modos, como ésta no es una obra destinada a los eruditos, la he aligerado cuanto me fue posible; dejé las notas para el final y las reduje al mínimo; sin embargo es- bozan una bibliografía, en el sentido de que las referencias que he señalado son de obras donde esa bibliografía está presente distribuida por temas, y por consiguiente puede dar lugar a estudios nuevos. Este estudio cubre aproximadamente un milenio; su punto de partida es una mutación sorprendente, que puso en movimiento la rueda de la Fortuna; por otra parte ¿no está la Fortuna tradicionalmente encarnada en una mujer? PRIMERA PARTE ANTES DEL TIEMPO DE LAS CATEDRALES CLOTILDE Nuestra historia llega a ser la historia de Francia con la llegada de una mujer. Clovis, rey de los francos salios, el pueblo oriundo de los alrededores de Tournai que conquistó buena parte del norte de la Galia, envía a buscar a Génova a Clotilde, sobrina de Gondebaud, rey de los burgundios, para hacerla su esposa. «Con ocasión de una de las muchas delegaciones que envió Clovis a la tierra de los burgundios», escribe Gregorio de Tours, historiador de esos francos que «harían a Francia», «sus enviados conocieron a la joven Clotilde. Refirieron a Clovis la gracia y la sabiduría que habían constatado en ella, y los informes acerca de su origen real que habían recogido. Sin pérdida de tiempo, la hizo pedir en matrimonio a Gonbebaud; éste [...] la entregó a los enviados, que se apresuraron a llevársela a Clovis. Al verla, el rey quedó encantado y se casó con ella, a pesar de que una concubina ya le había dado un hijo, Thierry.» Cuando estudiamos la historia de Occidente, nos impresiona el ver hasta qué punto es masculina hasta el siglo V. ¿Cuántas mujeres podríamos mencionar en los siglos que duró la existencia de Roma y su poder? Hemos conservado el nombre de Agripina, la madre de Nerón, pero ella se lo debe más a Racine que a Tácito. Muchas monedas llevan la efigie de Faustina, pero ¿qué sabemos de ella? Los manuales de historia romana que se infligían en otro tiempo a los escolares, tan minuciosos en lo referido a la civilización antigua, no mencionaban siquiera a esa emperatriz que sólo posee su perfil de medalla. Con Clotilde la presencia de la mujer se vuelve evidente y su influencia indudable; esta joven que viene del territorio de los helvecios es de familia real; sus padres reinan sobre Burgundia (la actual Borgoña). Todos los historiadores han destacado la función fundamental que cumple al conseguir que su esposo pagano se convierta a la fe cristiana. Tanto para los eruditos más escrupulosos como para los cronistas más divulgadores, el bautismo de Clovis es el primer hito de nuestra historia, y su representación en la cúpula de la catedral de Reims ha atravesado los siglos. Ese bautismo es el logro de una mujer. Decisión esencial en la medida en que el conjunto del pueblo sobre el cual, gracias a sus sucesivas victorias, Clovis ejercerá gradualmente una supremacía tal vez más nominal que real, pero que le otorgará unidad por primera vez, es un pueblo cristiano. En el curso del siglo V el poder laico, el del emperador romano, fuerza militar o administración civil, se ha dislocado y hundido; sólo sub- siste la organización religiosa, la que vincula entre sí de una ciudad a otra a los obispos de Galia, evitando que el país sucumba. Al hacerse bautizar, Clovis se reconcilió con los obispos, y a través de ellos con el conjunto de un pueblo cuya evangelización se había logrado en el siglo anterior. De manera que esta conversión tiene un carácter a la vez religioso y político. Pero para Clotilde no fue fácil lograrla. Gregorio de Tours nos informa sucesivamente de sus súplicas, sus fracasos, de la desconfianza del rey. Tal como la transmite el historiador, la argumentación de la reina ante el pagano que adoraba a sus ídolos no aparece desprovista de interés: «Los dioses que veneráis no son nada, son incapaces de subvenir a sus necesidades y de satisfacer las de los demás. Son ídolos de madera, de piedra o de metal... Son magos, su poder no es de origen divino. El Dios a quien hay que rendir culto es aquel cuya Palabra sacó de la nada el cielo, la tierra, el mar y todo lo que ellos contienen... Es gracias a su voluntad que los campos producen cosechas, los árboles frutos, las viñas racimos; su mano creó al género humano. Gracias a su prodigalidad la creación entera está al servicio del hombre, sometida a él y lo colma con sus bienes». Clovis vacila, quiere «una prueba» de la divinidad de ese Dios, una prueba de poder. Y sucederá algo desgarrador para Clotilde: tiene un primer hijo; se empeña en bautizarlo, y adelantándose a la aprobación de Clovis, según Gregorio de Tours, hace «tapizar la iglesia con velos y cortinajes para que el rito moviera a la fe a aquél a quien las palabras no lograban alcanzar». Por cierto Clovis es sensible a la belleza de las cosas; lo demostrará más tarde, cuando al entrar a la iglesia de Reims se detenga sobrecogido en el umbral, preguntando si aquello es el paraíso.

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