Los tres mosqueteros (cap. 32- 67) Alejandro Dumas Biblioteca digital infantil y juvenil Autor: Alejandro Dumas (1802-1870), francés Ilustrador: Maurice Leloir (1851-1940), francés 2 Índice (Cap. 32-67) XXXII. Una cena de procurador XXXIII. Doncella y señora XXXIV. Donde se trata del equipo deAramis y de Porthos. XXXV. De noche todos los gatos son pardos XXXVI. Sueño de venganza XXXVII. El secreto de Milady XXXVIII. Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo XXXIX. Una visión XL. El cardenal XLI. El sitio de la Rochelle . XLII . El vino de Anjou . XLIII. El albergue del Colombier-Rouge . XLIV. De la utilidad de los tubos de estufa XLV. Escena conyugal XLVI. El bastión Saint-Gervais XLVII. El consejo de los mosqueteros XLVIII. Asunto de familia XLIX. Fatalidad L. Charla de un hermano con su hermana LI. Oficial LII. Primera jornada de cautividad LIII. Segunda jornada de cautividad LIV. Tercera jornada de cautividad LV. Cuarta jornada de cautividad LVI. Un recurso de tragedia clásica LVII. Evasión LVIII. Lo que pasó en Portsmouth el 23de agosto de 1628 LIX. En Francis 3 LX. El convento de las Carmelitas de Béthune LXI. Dos variedades de demonios LXII. Gota de agua LXIII. El hombre de la capa roja LXIV. El juicio LXV. La ejecución LXVI. Conclusión LXVII. Epílogo 4 5 Capítulo XXXII Una cena de procurador Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte. Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D'Artagnan, por un amor joven a impaciente. No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard. Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras. Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes. Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el passedix y el lansquenete en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les 6 daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos. El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempestivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encon- trar una casa montada de forma halagüeña. Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos como la puerta principal de Grand Chátelet. Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien. Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero. En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más surtidos. Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora. La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda. -Es mi primo -exclamó la procuradora-; entrad pues, entrad, señor Porthos. 7 El nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero Porthos se volvió, y todos los rostros recuperaron su gravedad. Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la antecámara donde estaban los pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie de sala negra y amueblada, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron en la sala de recibir. Todas aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar, había lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la gula. Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto y lo saludó cortésmente. -Somos primos, según parece, señor Porthos -dijo el procurador levantándose a fuerza de brazos sobre su sillón de caña. El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco; sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única parte de su rostro donde quedaba vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a rehusar servir a toda aquella máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer. El primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de piernas hubiera declinado todo parentesco con el señor Porthos. -Sí, señor, somos primos -dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había contado con ser recibido por el marido con entusiasmo. - ¿Por parte de las mujeres, según creo? -dijo maliciosamente el procurador. 8 Porthos no se dio cuenta de la socarronería y la tomó por una ingenuidad de la que se rió para sus adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho. Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran armario colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel armario, aunque no correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bienaventurado arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño. Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir: -Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con nosotros, ¿no es así, señora Coquenard? En esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que por su lado la señora Coquenard tampoco fue insensible a él porque añadió: -Mi primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contrario, tiene demasiado poco tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos los instantes de quo pueda disponer hasta su partida. -¡Oh, mis piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? -murmuró Coquenard. Y trató de sonreír. Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora. Pronto llegó la hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba situada en frente a la cocina. Los pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes desacostumbrados, eran de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes, dispuestos como estaban a sentarse. Se los veía remo, ver por adelantado las mandíbulas con disposiciones tremendas. «¡Rediós! -pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el mandadero no era, como es lógico, admitido los honores de la mesa 9 magistral-. ¡Rediós! En lugar de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos que no han comido desde hace seis semanas.» Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien Porthos, a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la mesa.
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