Arate Todo.Pdf

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CASA DE ALTOS ESTUDIOS DON FERNANDO ORTIZ UNIVERSIDAD DE LA HABANA BIBLIOTECA DE CLÁSICOS CUBANOS RECTOR DE LA UNIVERSIDAD DE LA HABANA Juan Vela Valdés DIRECTOR Eduardo Torres-Cuevas SUBDIRECTOR Luis M. de las Traviesas Moreno EDITORA PRINCIPAL Gladys Alonso González DIRECTOR ARTÍSTICO Luis Alfredo Gutiérrez Eiró ADMINISTRADORA EDITORIAL Esther Lobaina Oliva Responsable de la edición: Diseño gráfico: Zaida González Amador Luis Alfredo Gutiérrez Eiró Realización y emplane: Composición de textos: Beatriz Pérez Rodríguez Equipo de Ediciones IC Todos los derechos reservados. © Sobre la presente edición: Ediciones IMAGEN CONTEMPORANEA, 2005; Colección Biblioteca de Clásicos Cubanos, No. 37 ISBN 959-7078-75-9 Ediciones IMAGEN CONTEMPORANEA Casa de Altos Estudios Don Fernando Ortiz, L y 27, CP 10400, Vedado, Ciudad de La Habana, Cuba ENSAYO INTRODUCTORIO ARRATE, LA MIRADA INTELIGENTE AL PASADO JULIO LE RIVEREND BRUSONE La crítica historiográfica El juicio crítico sobre los tres primeros historiadores* de Cuba ha avanzado poco desde el momento en que el padre José Agustín Caballero sentenció a uno de ellos. Ello se debe, en parte, a que nos complacemos en demandar de nuestra tradición cultural las excelencias creadoras de tipo universal que solo ha sido dado te- ner a unas cuantas de las mejores culturas nacionales del Occi- dente. Todo ensayo de crítica desembocará forzosamente en el fracaso o en la incomprensión, cuando tras del enjuiciamiento haya un espíritu tan ahistórico como el indicado. La actitud referida contiene un elemento de negación que nubla el juicio y desvía la investigación. Por ello, los esfuerzos indagatorios no se han dirigi- do, como parece de rigor, hacia la dilucidación de los orígenes de nuestra cultura, que arranca, en realidad, del último tercio del siglo XVIII, a lo menos de ese período datan sus primeros monu- mentos perdurables, y que, por consiguiente, si no sufre compa- ración con lo que estaba ocurriendo en el mundo occidental es poca la diferencia que la separa de la situación cultural de las restantes zonas del imperio español cuyas instituciones databan del siglo XVI. Quizás no se ha detenido la atención en el hecho que por surgir de esa suerte y en ese momento, nuestra cultura es, desde la cuna, de líneas modernas, mientras las raíces de la cultu- * Para la versión editorial de esta Biblioteca de Clásicos Cubanos sobre los primeros historiadores del siglo XVIII, consideramos de sumo valor el tomar del doctor Julio Le Riverend la parte correspondiente al historiador José Martín Félix de Arrate, con un análisis general, de su artículo «Carácter y significa- ción de los tres primeros historiadores de Cuba», en Revista Bimestre Cuba- na, La Habana, primer semestre, 1950, vol. LXV, pp. 152-162. (N. del E.). VI\ LLAVE DEL NUEVO MUNDO ra en los virreinatos y capitanías del continente se adentran mu- cho más en el tradicionalismo. Y que esto haya impreso a nuestros estudios y ciencias un carácter pragmático y «practicón», a un tiempo, no parece afirmación aventurada. Por otra parte, no se ha fijado debidamente el análisis en el sentido público de la cultura cubana, de agudas manifestaciones militantes y polémicas que le vienen de la cuna. Bien está el comparar lo nuestro con lo universal; pero no basta para inteligir el proceso de la cultura cubana. Como cual- quiera otra cultura estuvo, está y estará inmersa en sus circuns- tancias, a las cuales se debe, en primer término. Y esas circuns- tancias han sido en Cuba siempre radicalmente opuestas a toda vocación realmente cultural, como si la tierra y sus hombres es- tuvieran destinados irremisiblemente a las formas más elemen- tales de existencia. Claro está que un pueblo en plena creación propia no siempre «despide olor a clavellinas»: pero por ello y para no traicionar nuestra necesidad de comprensión histórica es preciso abandonar la provinciana actitud de perdonavidas litera- rio que se asume con tozuda frecuencia ante la tradición cultural cubana. Como hay que vigilar cuidadosamente el juicio para no caer en la beatería de «lo viejo» solo porque tiene el respaldo de los años que le caen sin cubrirlo de olvido. Claro está que la mayor parte de los juicios sobre los historia- dores que nos ocupan arranca de dos consideraciones: bien de su valor como «fuente», bien de su educación o su incongruencia con el punto de vista filosófico del enjuiciante. Dos raseros igualmente parciales y mezquinos, porque ni la historia es solo dato —ni los datos son en sí despreciables—, ni es sólo construcción filosófica o filosofante, ni ésta, por su parte, tiene el monopolio de la sublimi- dad o de la primacía cultural. La experiencia del erudito no es suficiente, ni la del filósofo, para juzgar una obra histórica, porque a las dos actitudes faltan elementos que el historiador emplea por mandato de su quehacer. Una obra histórica en su condición de fuente sólo tendrá el valor que, por causa de las necesidades investigatorias del enjuiciante, posean algunas de sus partes, a veces solo un capítulo o menos. A la inversa, una obra no se salvará de la condenación si el erudito no halla en ella la fecha o los nombres que le faltan en su fichero. Pero cuando se emite el juicio basado en esta simple apre- ciación «cuantitativa» se olvida que la acumulación de hechos y de datos es lo que más aumenta en la historiografía y que, por ende, debe sospecharse que una obra de hoy —si se ha trabajado con el esfuerzo debido— contendrá muchos más elementos de informa- ción que las de hace un siglo. Lo que prueba que la insuficiencia de JOSÉ MARTÍN FÉLIX DE ARRATE /VII este criterio valorativo es el hecho que muchas de las historias y monografías de nuestro tiempo, no empece a su profusión de no- tas y referencias eruditas, son incapaces de superar a sus iguales de hace un siglo o cincuenta años. No hay duda que la filosofía puede ofrecer elementos al histo- riador, más como historia de las ideas que como sistema de ideas. Y en realidad, todo historiador manifiesta poseer una filosofía o, cuando menos, una visión del mundo emparentada con una filoso- fía o un modo de pensamiento diferenciado de los demás. Esto le ocurre hasta al historiador que pretende —confundiendo la obje- tividad con la imparcialidad o la «impersonalidad»— carecer de filosofía. Pero el modo de incorporar los elementos filosóficos a la obra histórica o, a la inversa —caso frecuente— de insertar la narración histórica en tal o cual filosofía, supone una serie de ex- periencias de las cuales carece el filósofo, a menos que haya sido al estilo de un Croce simultáneamente un gran pensador y un emi- nente historiador y que conozca por dentro ambos «oficios». Hay un tercer campo desde el cual puede apreciarse, a mi entender con más justicia, una obra histórica: el campo de la his- toria de la cultura, porque supone un esfuerzo por integrar el juicio partiendo no de un aspecto —el dato o la filosofía— sino del hecho irremediable que hace de toda obra histórica un documento de su época. Como parte de un panorama determinado, la obra histórica podrá ser valorada en su riqueza de información y en su contenido de pensamiento, esto es, de un modo total, Al olvidar ese carácter de época que contiene toda obra histó- rica se ignora igualmente al historiador. Y su obra viene a ser algo decididamente libre de toda presencia humana. Sin embargo, si representa siempre un momento, ello se debe a que el historiador estaba inmerso en un mundo distinto de los precedentes y de los consecuentes y que, en mayor o menor medida, a él se debía y conforme a su estructura pensaba y vivía. Uno de los aspectos del hombre-historiador, el de su inserción social, bastaría, a veces, a iluminar cumplidamente el análisis y el juicio sobre su obra. Aun en aspectos más ajenos a la época y a su contenido, es posible realizar un análisis fructífero. El estilo historiográfico, por ejemplo, es en cierto sentido obra del tiempo y no de patrones inmutables o de la arbitrariedad que permitan aprobarlo o rechazarlo sin más. No me refiero en este lugar a la forma literaria, que ha sido tradicionalmente considerada como el fundamento del «género» histórico. El estilo historiográfico sería mucho más que el «adorno» que se reclama del historiador, con más sumisión al viejo preceptismo que a la propia dignidad del estudio evocativo del pasado, pues la riqueza y la belleza de la VIII\ LLAVE DEL NUEVO MUNDO forma —expresión escrita— no es algo que se trae e inserta en la narración, como podrían incorporársele más o menos datos, sino que están necesariamente vinculadas a ella. Y la necesidad de cierto estilo no radica en modo alguno en la libre decisión del historiador o en sus condiciones de escritor natural sino en la naturaleza propia de la narración histórica y en las ideas y crite- rios que la rigen. Los tres primeros historiadores de Cuba han sido juzgados generalmente como fuentes. Pobre juicio que responde a la insa- tisfactoria «minería» erudita que da más valor a la correcta orto- grafía de un nombre que a la pasión y el aliento del historiador. Ni Arrate, ni Urrutia, ni Valdés son cementerios de datos adonde pueden acudir despreocupadamente los ajetreados desenterradores a cazar restos para reencarnarlos con prosa nueva o, a ocasiones, con prosa peor. O, también, han sido juzgados conforme a nuestras estimacio- nes de época sin concederles la más pequeña esperanza de una valoración circunstancial que nos los haga inteligibles. Si alguien pretendiera historiar a la manera de Arrate, de Urrutia o de Valdés en nuestros días el intento bastaría a conmover la cultura cubana: sin embargo, el «atraer» a esos historiadores hasta nuestros días para juzgarlos conforme a nuestras exigencias científicas o artís- ticas, para ajustarles sus cuentas y condenarlos no nos produce absolutamente ninguna sorpresa.

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