Biografía Del General Joaquín Acosta

Biografía Del General Joaquín Acosta

BIOGRAFÍA DEL GENERAL JOAQUÍN ACOSTA Soledad Acosta de Samper Carta a Doña Soledad Acosta de Samper Medellín Febrero 7, 1900 Señora doña Soledad Acosta de Samper - Bogotá Muy respetada señora y amiga mía: En la carta que tuve el gusto de escribir a usted hace ya bastantes días, y en la cual avisé a usted recibo de la parte de El Domingo que tuvo usted la generosidad de obsequiarme, le dije que una segunda carta mía la destinaba a darle cuenta de las impresiones que me causara la lectura de los escritos de usted. Habiendo recibido posteriormente la parte final de su Revista, y habiéndomela hecho leer y escuchádola con suma atención, vengo ahora a permitirme el arrojo de dar a usted cuenta del juicio que tengo formado acerca de su útil y bella producción literaria. Empleo en lo que acabo de dictar la palabra arrojo, no por falsa modestia, sino porque yo me hallo incapaz de criticar con acierto los trabajos literarios de ajena mano y de buenas inteligencias, lo que equivale á decir, entre amigos, que reflexiono y hablo únicamente a ojo de buen cubero. Dos excelentes amigos míos, D. Rufino J. Cuervo y su ya difunto hermano D. Ángel, tuvieron la satisfacción de honrar la memoria de su señor padre, el doctor D. Rufino Cuervo, con uno de los más interesantes estudios biográficos que yo haya leído en mi vida; y usted, a su turno, muy estimada señora mía, ha puesto a la contemplación del mundo la figura histórica del señor General Joaquín Acosta, padre ilustre de usted. A los señores Cuervos escribí carta de felicitación, cuando hube leído el libro de ellos, y hoy dicto para usted, con idéntico fin, cuando ya conozco el tierno e instructivo recuerdo que usted consagra a la memoria del autor de su existencia. ¡Felices los hijos que llenan dignamente el deber de acompañar á sus progenitores hasta más allá del sepulcro! Como usted sabe, yo soy un hombre muy anciano, y sobre mi mucha vejez, estoy ciego, desconcertado en las mínimas facultades mentales que Dios me dio, y próximo ya a despedirme, con profunda tristeza, de esta desgraciada tierra en que nací. Le ruego, pues, que lea esta mi carta con espíritu de tolerancia, y que ponga manto de olvido sobre los errores que yo cometa al redactarla; y si al verla tan larga considera usted más conveniente prescindir de su lectura, la autorizo para que la rasgue ó queme, porque con ello no ofenderá mi amor propio, pues ese ha desaparecido ya con la extinción de mis ilusiones mundanales. A pesar de que mi memoria me abandona, retengo todavía algunos datos suministrados por mis viejas lecturas históricas, y ha venido usted, con la minuciosa relación de la vida del General Acosta, á refrescar un poco, y aun me atrevo a decir, un mucho, mis antiguos conocimientos. Yo he ido siguiendo paso a paso la complicada odisea de mi ilustre compatriota; y como conozco todos los lugares que fueron teatro de sus campañas, de sus viajes y de sus estudios, me creo tan autorizado como el más competente de los colombianos para dar valor al mérito de los servicios que prestó el padre de usted a la causa de la Independencia, de la libertad y civilización de esta tierra. Asisto con el guerrero a su incorporación en el ejército patriota y le acompaño, a su paso por la montaña del Quindío, a su llegada a Cartago y Buga, a su visita a Popayán y Cali, á su llegada á la Buenaventura, en Nóvita y en Quibdó; y como conocí personalmente al señor Coronel Cancino, me parece estar viendo a su lado a su joven Secretario, siempre laborioso, robando á la ocupación de las armas el tiempo preciso para arrancar á la naturaleza de los trópicos sus numerosos secretos y sus encantadores arcanos. Si digo a usted algo que pueda parecerle de carácter puramente lisonjero e hijo de la cortesía que debe emplearse con las damas, le suplico que deseche esa idea como mal pensamiento, porque yo me precio de ser verídico en la expresión de mis sentimientos. En su segundo viaje al Chocó, siguiendo la vía de Buenaventura, entró el General Acosta al interior de aquella antigua provincia, navegando el río San Juan, pasando por Tadó, Yoró, Arrastradero de San Pablo y por Quibdó, en donde recibió comisión de bajar el Atrato hasta la Vigía de Murrí y hasta el puerto de Matuntubo, lugares que andaban revueltos por una expedición española mandada desde Cartagena por el derrotado Virrey D. Juan Sámano, y comandada por el Coronel Bayer, quien fue preso y ajusticiado por el Coronel Juan María Gómez, antioqueño. Despejada aquella parte del territorio colombiano, el padre de usted recibió orden terminante de dirigirse al archipiélago de las Bocas del Toro, con el fin de entenderse con el llamado Almirante de la escuadrilla colombiana, estacionada por entonces en aquellas aguas; y para quienquiera que conozca las penalidades á que se expone quien navega sin recursos el San Juan y el Quito, el Atrato v el golfo de Urabá, es fácil concebir que el patriota que llenó con lucimiento aquella terrible tarea, merece mucho más de la patria que algunos ganadores de batallas. Yo, por lo menos, así lo creo. Vuelto el Capitán Acosta a la ciudad de Cali, en donde se hallaba de guarnición, empleando el tiempo que le quedaba para el descanso en el estudio, que era su pasión, llegó á ella el General Antonio José de Sucre, de marcha para Guayaquil, y en busca de los campos de Yaguachí, Pichincha, Matará, Junín y Ayacucho, para obtener como recompensa ser llamado por la posteridad “Gran Mariscal de Ayacucho.” Tocó al Capitán Acosta el honor de acompañar al General Sucre hasta el puerto de Buenaventura, y es lamentable para mí ver en la biografía la expresión de pena del joven militar cuando por motivo de la disciplina no pudo seguir al héroe hasta los campos gloriosos del Perú y Bolivia. Después del recuerdo que menciono, veo de nuevo a mi compatriota en las ciudades del Cauca, y le acompaño con mi pensamiento al través de las heladas parameras del Guanacas y de las ardientes llanuras del Tolima, hasta llegar al hogar paterno y seguir trabajando en servicio del país al lado del General Santander y de otros personajes que honraron y honran todavía nuestra patria; y entienda usted, señora mía, que yo juzgo que ser confidente, amigo y colaborador del primer Presidente de la Nueva Granada, es timbre de honor para todo el que hubiere logrado esa fortuna. En el primer viaje hecho por su padre de usted a Europa, yo he hallado grandes enseñanzas; y si me atrevo a decirlo, me he visto obligado a evocar gratos recuerdos personales, porque ha de saber usted que de muchos de los sabios que en París fueron amigos y maestros de D. Joaquín Acosta, conocí algunos que brillaban como restos gloriosos de esa constelación admirable que iniciaron, desde los primeros años de este siglo, una gigantesca revolución científica, artística, industrial, filosófica y literaria, de la cual usted ha cosechado, como persona inteligente y laboriosa, opimos y provechosos frutos, que hoy ofrenda en aras de la República. El Barón de Humboldt había muerto cuando yo estuve por primera vez en Francia; pero vivían el señor Boussingault, a cuya mesa tuve la honra de sentarme, el astrónomo Arago, el químico Dumas, el economista Juan B. Say, el señor Tenard, y multitud de hombres inmortales, a quienes menciona con interesantes bocetos biográficos el alumno de quien vengo tratando. En los últimos años de la permanencia en París de nuestro joven estudiante, y en su viaje por Italia, noto, con orgullo colombiano, la pasmosa erudición que en Química, Física, Geología, Mineralogía, Historia, Bellas Artes, Estética y muchos otros ramos del saber humano, poseía ya el granadino, que con imparcialidad y destreza sirve de fundamento a la donosa biografía que su amante hija nos da con tanta perfección. El viaje del Capitán Acosta por Italia es, según mi reducido criterio, suficiente para enaltecer al viajero más observador y más provisto de conocimientos. Por no gastar la paciencia de usted, no quiero detenerme a considerar punto por punto todo lo que me ha impresionado la minuciosa y bella narración de aquella correría, expuesta por el joven americano. La descripción que hace de la ciudad de Venecia me ha parecido magistral; y cuando habla del templo bizantino de San Marcos, de las palomas que acuden en tropel á buscar grano entre los muchos turistas que pasean la plaza; del singular monumento de grande altura, cuyas escalas pueden subirse a caballo; del gran canal; de las innumerables góndolas; de los históricos palacios; de las lagunas; de la vista encantadora de los Abruzzos; del palacio de los duques; de la escalera en que pereció Marino Faliero; del aposento en que está el león de bronce, espía tenebroso en cuyas fauces caían tantas condenaciones a muerte, tantas infames calumnias; espía metálico que sirvió de pasaporte a tantas víctimas; del fúnebre pasadizo que conducía á los plomos en que el sentenciado daba el último adiós a este mundo, y del miserable cuarto de las ejecuciones, con el mar debajo para recibir los cadáveres inmolados a la sombría política de aquellos calamitosos tiempos, no es posible prescindir de un sentimiento de angustia, porque esas tradiciones, tan bien pintadas por el interesante filósofo que las cuenta, muestran la faz odiosa de la estirpe humana en aquellos lejanos y desgraciados tiempos. En los espaciosos salones de ese palacio tenebroso, el Capitán Acosta comprendió y definió en su justo valor las inspiraciones artísticas del Tintoreto y del Ticiano, genios prodigiosos que la edad moderna trabaja en vano por rivalizar.

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