Los Conquistadores

Los Conquistadores

LOS CONQUISTADORES José Román © José Román © De esta Edición: Banco Central de Nicaragua 2011 Diseño y Diagramación: Inty Pereira A. Ilustración de Portada: "El pensamiento de la conquista", 2001 Federico Matus Vega Reproducción fiel del original impreso Managua, Nicaragua JOSE ROMAN LOS CONQUISTADORES EDICION CENTRO © Copyright by New York Editors Corp. 422W. 55th St. New York, N. Y., 10019. Tel.: Plaza 7-2937 PRINTED IN SPAIN Depósito legal: M 13.787.-1966 Num. Rgtro.: 5.146-66 GRÁFICAS BENZAI.. - Virtudes, 7 . - Madrid ...el hombre es polvo y se torna a la tierra, pero su espíritu vuelve a Dios... Hijo mío, no hay objeto de escribir tantos libros por- que el mucho estudio aflicción es de la car- ne. Dios traerá toda obra a su juicio, el cual se hará sobre toda cosa, aun la más oculta, buena o mala. Todo es vanidad. (Eccl. XII, 7-9.) En el año de Nuestro Señor de 1550, la palabra América solamente era conocida entre cartógrafos. La california era una isla. La Florida era una fuente mágica. Al sur de la Castilla del Oro se extendía la tierra incógnita de La Canela, de El Dorado, del Ande y de la Patagonia. El Nuevo Mundo, de polo a polo, tendría quizá once millones de habitantes, incluyendo unos sesenta mil europeos y menos de tres mil africanos. Era un hemisferio salvaje y misterioso, motivo de cuentos y novelas fantásticas, reservado sólo para aventureros, para desposeídos y para ambiciosos desalmados. Tierra de indios caníbales, de fechas envenenadas, de bisontes, de cocodrilos, de huracanes, de oro. Montañas de oro, ríos de oro, ciudades de oro. Y cuando el oro de los nativos se terminó, los conquistadores los pusieron a trabajar, a cultivar los campos, a explotar los minerales, a construir ciudades. Y con las tierras y el trabajo de los indígenas, en una generación, muchos de los descendientes de los conquistadores se convirtieron en señores feudales, autocráticos, feroces, ignorantes, insaciables. Muchos de ellos controlaban tierras más extensas aún que paises de Europa, con millares de esclavos; y, sin embargo, se saqueaban, y guerreaban, y se asesinaban mutuamente en perpetuas disputas sobre límites arbitrarios y por celos puntillosos por cuestiones de rango y preeminencias absurdas. 3 La corona de España, para establecer orden y para garantizar oportunidades equitativas al creciente éxodo de colonos europeos, dictó leves muy estrictas para enforzar su autoridad, para devolver la libertad a los indios esclavizados y para revisar los títulos de los enormes feudos reclamados por los derechos de conquista. Las noticias de la promulgación de estas pragmáticas, y sobre todo de las nuevas leyes de Indias, trajeron consigo marejadas de controversias, intrigas y guerras civiles brutales y devastadoras al Nuevo Mundo. He aquí. pues, una crónica, romance en prosa, épica, o también novela se le puede llamar, a esta verdadera historia de la primera guerra por la independencia del Nuevo Mundo, que sucedió apenas hace poco más de cuatrocientos años y desde esta segunda mitad del siglo XX nos parece tan remota: sin embargo, de aquí a cuatro mil años... 4 PRIMERA PARTE 1 Panamá viejo era un puerto putañero y rondador, princi- palmente los sábados. Sin embargo, el 19 de abril de 1550, cosa extraordinaria, era un sábado tristón y aquietado. Su alteza el virrey don Pedro de la Gasca estaba allí y su presencia tenía a la población como entre un cepo. El virrey era más que virrey: era el representante personal de su sagrada cesárea majestad Carlos V, con poder absoluto. Además era arzobispo, y, por ende, intocable y en contacto directo con Dios. Era retraído e impenetrable, pero al mismo tiempo era sencillo, humilde y sofisticado. Detestaba recepciones, lisonjas y discursos; jamás aceptaba ni otorgaba dádivas. Parecía suave, pero era austero, minucioso y exigente en la disciplina. Desde el martes 12 de marzo, cuando inesperadamente atracó en Panamá llevando consigo las fabulosas joyas de Gonzalo Pizarro y un tesoro de más de ciento cincuenta toneladas de oro sólido en ladrillos, y lo doble de esa cantidad de toneladas en lingotes de plata, la ciudad entera parecía amordazada por su presencia. Europeos, indígenas, esclavos y africanos cimarrones hablaban quedo aun en las plazas y mercados públicos. Racimos de prostitutas iban a las iglesias todos los días para tratar de paliar sus correrías nocturnas. Toda la población estaba en ascuas, 7 esperando ansiosamente noticias del arribo de la retrasada flota que vendría a llevárselos con las joyas y el tesoro para España y dejar a Panamá en paz para reanudar su alegre y libre vida porteña. El virrey, recién celebraba su misa diaria, permaneció bajo el tímpano de la catedral conversando con su reverencia Pablo Tórrez, obispo de Panamá. Después de un momento de afable charla, el obispo hizo una genuflexión, le besó la modesta amatista del anillo y se internó en la catedral. El virrey, sin séquito ni guardias, caminó solo y despacio por la llamada calle Empedrada hacia su modesto alojamiento en la casa del doctor Robles. Muy temprano por la mañana había enviado un mensajero a los más altos oficiales reales de la ciudad, invitándoles a desayunar. En zaga del virrey, pero manteniendo respetable distancia, iba el oidor Villalba, pensativo y vacilante. Evidentemente no se atrevía a juntársele, pues, no obstante cuan sencillo el virrey pareciera, su poder, su dignidad personal y sus modales imponían un protocolo tan estricto que nadie se atrevía a infringirlo, ni aun don Alonso de Villalba, gran inquisidor y oidor de la Real Audiencia de los Confines de Castilla del Oro. Villalba sonreía para su capote, pues no podía menos de sentir un cierto aire de superioridad personal al compararse a sí mismo con la contrahecha y triste figura del virrey. Gasea, visto desde atrás, parecía ser solamente una gran joroba cubierta con una corta casaca que se bamboleaba sobre dos largas piernas, de pasos rígidos, oblicuos y articulados de títere. Al entrar el virrey en el portal de la casa del doctor Robles, dos soldados uniformados se cuadraron en atención presentando sus altas alabardas. Villalba, pasado el portal, se apresuró hacia el virrey y le saludó muy ceremoniosamente, besándole el anillo y esbozando una genuflexión. —Muy buenos días, majestad—le dijo con una sonrisa forzada queriendo aparecer muy cortesano, pero sólo exageraba sus ademanes provincianos. 8 De pronto, se dio cuenta que ya no tenía frente a él la joroba morosa sobre las largas piernas, sino un rostro rasurado, noble y hermoso, con ojos negros, grandes y apacibles. Súbitamente, Villalba enmudeció, perdió la sonrisa y bajó la vista, no pudiendo resistir la mirada fija de aquellos ojos tan serenos. —Tome asiento, señor De Villalbadijo—le con voz suave y clara. Automáticamente, Villalba tomó un taburete y de nuevo intentó mirar al virrey de hito en hito, pasando sus ojos por la frente amplia y circundada de tupida y canosa cabellera; pero no pudo resistir aquellos ojos apacibles, y mudo, bajó otra vez la vista. No podía recordar aquellas frases que había estudiado tan cuidadosamente para solicitar del virrey su promoción a Lima. El, Alonso de Villalba, que hacía sólo un momento se había sentido superior y se había mofado de la joroba en zancos, ahora se sentía mudo, paralizado, sonso, minúsculo frente aquella serenidad inescrutable que le estaba leyendo los pensamientos y atormentándole con su devastadora y fría dignidad. Anonadado, Villalba hubiera querido no haber estado solo con el virrey, no obstante haber venido un poco más temprano precisamente para hablar a solas con él, como de una manera casual, sobre su soñada promoción a Lima. Qué fácil le había parecido cuando lo consultaba con la almohada, y ahora que dificil le resultaba ante aquel monolito de autoridad. El tiempo pasaba. ¡Tal vez jamás tendría otra oportunidad igual! Precisamente cuando Villalba principiaba su exordio de frases rebuscadas, don Juan Gómez de Anaya, tesorero de la real corona, quien vivía calle de por medio y en cuya casa un tercio de todos los ladrillos de oro estaban almacenados, irrumpió lleno de buen humor. Anaya era joven, de fácil palabra e inteligente. Saludó al virrey con besamano y genuflexión, le dijo ¡hola! a Villalba e inició una charla amena. Seguidamente llegó el alférez real, Martín Ruiz de Marchen, fiscal portuario, en compañía del capitán Palomeque de Meneses, comandante de la ciudadela. Acto continuo apareció el muy joven y apuesto don Rodrigo 9 Arias de Quevedo, Alcalde de la cuidad y vicegobernador general del istmo. —Muy buen día tenga su graciosa majestad—dijo el joven alcalde con su saludo de rigor al virrey y una inclinación hacia los demás. Antes de ofrecerle asiento, el virrey le preguntó: —Mi querido señor alcalde don Rodrigo, ¿y dónde está el señor gobernador general? —Majestad—le contestó—, don Sancho, por mi medio, le ruega encarecidamente que le excuse. Debido a un repentino ataque de fiebre está en cama. El doctor Robles le atiende en estos momentos. —¡Ah—exclamó el virrey, pensativo—. Cuánto lo siento. Iré a visitarle. Después se dirigió al grupo: —Ahora, mis buenos amigos, vamos a tomar el desayuno. II El pequeño grupo entró en el comedor, y después de una corta plegaria, comenzó a ser servido abundantemente. El virrey comía muy poco. —Amigos míos—les dijo—, ésta es una reunión de des- pedida muy íntima. Hoy saldré para Nombre de Dios. Allá esperaré la armada que viene a llevarme. Tomó dos sorbos de chocolate y continuó hablando sose- gadamente: —Todos ustedes han sido muy atentos conmigo y me han hecho muy agradable mi permanecía en esta encantadora ciudad de Panamá, tan injustamente llamada malsana. La verdad es que la mayoría de la gente enferma cuando cambia de clima.

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