Juan Soldado La Canonización Popular De Un Violador Y Asesino Confeso Paul J

Juan Soldado La Canonización Popular De Un Violador Y Asesino Confeso Paul J

Juan Soldado La canonización popular de un violador y asesino confeso Paul J. Vanderwood CONTEXTO En febrero de 1938, una niña de ocho años de edad fue violada y asesinada en Tijuana, México. Un soldado, que apenas contaba 24 años de edad, se confesó autor del crimen y, tras un juicio sumario, fue ejecutado. Poco después, grupos de curiosos dieron en comentar ciertas “señales” –la presencia de lo divino– en la tumba del soldado. De este modo, dio inicio el culto al soldado muerto; ocurrían milagros y los fieles erigieron un altar junto a la tumba. El culto continúa hasta la fecha. Cientos de personas visitan el altar en memoria de Juan Soldado, en busca de favores; la capillita se encuentra cubierta de exvotos en los que se da gracias por los milagros recibidos. En este trabajo se examina cómo un violador-asesino confeso terminó por ser objeto de culto como si se tratase de un santo1. EL CRIMEN El 13 de febrero de 1938, al atardecer, Olga Camacho, a la sazón con ocho años de edad, acudió a la tienda de la esquina de su casa, en la ciudad fronteriza de Tijuana, a comprar un trozo de carne para la cena familiar. Al ver que no regresaba, su madre, Feliza, comenzó a preocuparse y se dirigió a la tienda a indagar acerca del paradero de su hija. En efecto, la niña había estado en la tienda, recordó el propieta- rio, y había comprado la carne. La había visto por última vez brincando por la calle 1. Este ensayo contiene un resumen del nuevo libro del autor, titulado Juan Soldado: Rapist, Murderer, Martyr, Saint. Durham: Duke University Press, 2004. 207 SANTUARIOS, PEREGRINACIONES Y RELIGIOSIDAD POPULAR en dirección a su casa, que se hallaba apenas a una cuadra de distancia. Pero Olga había desaparecido sin dejar rastro. Feliza pensó que tal vez la niña se había demorado en casa de alguna amiga pero, después de verificar que no era así, estaba como al principio. La segunda hipó- tesis era si la podía haber atropellado un coche y había sido trasladada a algún hos- pital, pero los doctores entrevistados sólo confirmaron que ningún paciente con las características de la niña había recibido atención. Por la mente de la madre empe- zaron a circular especulaciones a cada cual peor. En años recientes, San Diego y su área circunvecina, justo al norte de la frontera con Estados Unidos, había pasado por una ola de secuestros y asesinatos de niños, varios de ellos todavía sin resolver. Por si fuera poco, el caso Lindberg todavía estaba vivo en el recuerdo de la gente. Para entonces los temores de la madre se habían convertido en verdadero pánico. Telefoneó a su esposo, que tenía una cantina, y durante una hora los dos buscaron por todo el barrio. Por fin, llamaron a la policía. Toda la noche y hasta bien entrado el día siguiente, policía, soldados de la zona militar local y amigos de la familia bus- caron infructuosamente a Olga. A eso del mediodía un vecino entró en un garaje abandonado, justo enfrente de la residencia de los Camacho, y gritó: “¡Aquí está!” “¡Aquí está!” Ahí las autoridades hallaron a la niña, muerta, prácticamente había sido decapitada, y comenzó la búsqueda de pruebas. Se descubrió pelo debajo de las uñas de la víctima, lo que parecía indicar que había puesto resistencia. Su ropa y el lugar donde se hallaba estaban empapados en sangre, pero ¿era la sangre de la niña o la de su atacante? Se observó una huella muy clara de una bota con un dibujo en forma de diamante, al lado del cuerpo sin vida, y en el techo de una edificación cercana estaba el paquete de carne que la niña había comprado. La envoltura tenía una huella dactilar ensangrentada muy nítida. El general Manuel Contreras, comandante de la zona militar, asumió el control de la investigación. Por la tarde temprano se tenían bajo custodia a cinco jóvenes –dos soldados y tres civiles– en la delegación de policía listos para ser inte- rrogados. Los tres civiles habían pasado la noche en un establo cercano a la escena del crimen y convencieron a las autoridades de que ahí se habían guarecido del frío nocturno; fueron puestos en libertad. También quedó libre uno de los soldados cuya progenitora juró que estaba con ella a la hora en que habían ocurrido los hechos. Todo esto dejó a un solo sospechoso, Juan Castillo Morales, un soldado oaxaqueño de 24 años de edad. Las autoridades interrogaron a Castillo Morales sin darle tregua. Éste confesó que había andado merodeando por los alrededores de la 208 JUAN SOLDADO. LA CANONIZACIÓN POPULAR DE UN VIOLADOR Y ASESINO CONFESO tienda y por el antiguo cuartel militar llamado El Fuerte, que recientemente había sido convertido en delegación de policía. Afirmó que había visto a la víctima pero que no le había dirigido la palabra y sostuvo inequívocamente su inocencia. Mientras tanto, cientos de ciudadanos se fueron juntando delante de El Fuerte, exigiendo que les entregaran al soldado para hacerse justicia por sus propias manos. Querían lincharlo ahorcándolo en el árbol más próximo. A medida que iban pasando las horas del interrogatorio, la multitud se fue tornando más violenta. Arrojaban a El Fuerte cualquier objeto que estuviera a su alcance, piedras, latas, frascos. En un momento dado, alguien arrojó una bomba incendiaria al edificio. Se extendió el fuego por los marcos de madera de las ventanas, los paneles interiores, las vigas y el mobiliario. Miembros de la turba emplearon unos bancos de madera como arietes parar abrirse paso. Los soldados que se hallaban en el interior apunta- ron sus armas pero no abrieron fuego. Los bomberos luchaban por apagar las llamas al mismo tiempo que la multitud enfurecida cortaba las mangueras a machetazos. Sobrevinieron momentos de ansiedad, pues en la ciudad reinaba la anarquía. El general Contreras pidió calma y les prometió que pronto estaría en posición de resolver el caso. Pero no les entregaría al soldado. Dentro de la comandancia continuaba el interrogatorio. Juan Castillo Mora- les seguía negando que tuviera algo que ver en la muerte de la niña. Finalmente, antes de las 10:00 p.m., las autoridades le mostraron el as que tenían bajo la manga: carearon al soldado con su compañera sentimental, que llevaba en sus manos la ropa ensangrentada del sospechoso. Ésta confirmó que, la noche anterior, Juan había regre- sado tarde a su casa, le había contado de un pleito con alguien y ordenado que lavara sus prendas. La ropa estaba en remojo cuando llegó la policía a revisar la humilde vivienda. Al ver a su esposa y la ropa, Juan se quebró. Inclinó la cabeza un momento, luego la levantó y confesó: “Sí, fui yo, fui yo”. Contreras le comunicó a la multitud que esperaba afuera que las autoridades ya tenían la confesión del crimen, declara- ción que intensificó aún más la rabia de la multitud que apenas era mantenida a raya por un cordón de soldados y policías con las armas desenvainadas. Exigían venganza inmediata. Los militares sacaron rápidamente a Juan Castillo Morales por la puerta trasera de El Fuerte y lo trasladaron a la seguridad relativa del nuevo cuartel del Ejér- cito que se hallaba a un par de kilómetros, al sur de la ciudad. La gente mantuvo la presión sobre El Fuerte toda la noche y, por la mañana, se desplazó al ayuntamiento, que saqueó y quemó antes de que los soldados pudieran restablecer el orden. Durante una hora las dos fuerzas se observaron e intercambiaron 209 SANTUARIOS, PEREGRINACIONES Y RELIGIOSIDAD POPULAR insultos. Luego, la turba –más de mil hombres, mujeres y adolescentes– comenzó a avanzar lentamente hacia las unidades militares que protegían el edificio admi- nistrativo. Los soldados apuntaron sus fusiles y abrieron fuego; los manifestantes heridos cayeron por tierra. La chusma se dispersó tratando de ponerse a salvo. Los soldados los persiguieron golpeando cabezas con sus culatas, y hacia el mediodía habían logrado restablecer un orden no exento de nerviosismo. La identificación de las víctimas fue difícil; los periódicos informaron de doce muertos y cientos de heri- dos, pero el informe oficial del gobierno no mencionó ningún muerto y sólo registró seis heridos. La verdad estaba en medio. Mientras, las autoridades consideraban las distintas opciones respecto de qué hacer con Juan Castillo Morales. De hecho, la decisión de cómo proceder en contra del asesino confeso estaba ya en manos de las autoridades más altas del país, es decir, del presidente Lázaro Cár- denas. Telegramas iban y venían entre el gobernador y las secretarías de Estado en la ciudad de México, donde habrían de tomarse las decisiones. Desconocemos las deliberaciones que tuvieron lugar, pero sí sabemos el resultado: se celebró un consejo de guerra inmediato que declaró a Juan Castillo Morales culpable de violación y ase- sinato y lo condenó a la pena de muerte. No cabe duda que las vistas del caso fueron apresuradas, las pruebas no fueron debidamente sopesadas, la identificación del sos- pechoso estuvo llena de lagunas, y las alternativas no recibieron atención alguna; pero una vez que las autoridades dispusieron de una confesión –independientemente de cómo la consiguieron–, se apresuraron a montar el juicio y la sentencia. Las confesio- nes suelen animar a los procuradores de justicia a buscar atajos. Es la ejecución misma de la sentencia lo que conviene examinar. Primero, las autoridades – ¿de la ciudad de México? – decretaron que fuera una sentencia pública. Esto en sí mismo era extraordinario. México no había presenciado una ejecución pública desde finales del sigloXIX . Al igual que muchos países del mundo occidental, en el siglo XX México había declarado las ejecuciones públicas actos bru- tales e incivilizados; éstos pasaron, en lo sucesivo, a formar parte del ámbito interno de las prisiones y de otros lugares alejados de la mirada pública.

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