Todo había comenzado con la cabeza del Che y el cuerpo de Raquel Welch . ¿Puede reinventarse el pasado? Puede que el mundo siga siendo ajeno, pero es cada vez menos ancho. La tecnología no sólo ha logrado, en gran medida, borrar las fronteras, sino que ha creado nuevos mundos merced a la manipulación de los ya existentes. Sebastián es un experto en tratamiento digital de imágenes que trabaja en un periódico de Río Fugitivo. Cuando inventa los Seres Digitales, figuras en las que combina fotografías de gente famosa, se vuelve muy popular y cree que sus sueños pueden hacerse realidad. En Sueños digitales , la nueva novela de Edmundo Paz Soldán, el futuro ya está aquí, las pesadillas tienen colores sobresaturados, y nada es lo que parece. 1/132 Edmundo Paz Soldán Sueños digitales ePub r1.0 Castroponce 19.11.2018 2/132 Edmundo Paz Soldán, 2000 Diseño de cubierta: Editorial Ilustración de cubierta: Cuerpo Pintado de Gastón Ugalde Editor digital: Castroponce ePub base r2.0 3/132 Índice de contenido Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Sobre el autor 4/132 A los Siberianos y a los Ojopollinos, por diferentes razones y por mucho más que razones. A Alfredo, Diego, Drago y Sergio, porque en el principio está el fnal. A los hermanos Tejada, por enseñarme sin enseñarme. 5/132 Ninguna imagen es verdadera SANTO TOMÁS DE AQUINO Secure the shadow ere the substance fade AVISO DE UN ESTUDIO FOTOGRÁFICO EN EL SIGLO XIX … brought back to the world like silver recalled grain by grain from the Invisible to form images of what then went on to grow old, go away, get broken or contaminated. THOMAS PYNCHON, VINELAND 6/132 Capítulo 1 Todo había comenzado con la cabeza del Che y el cuerpo de Raquel Welch, recordó un trémulo Sebastián al ver las fotos de su luna de miel en las que la imagen que debía acompañar a la de su esposa había desaparecido. Fotos de la playa de arena blanca en Antigua, en la que los cuerpos se ahogaban en un iridiscente mar de luz y Nikki ofrecía su carne húmeda y tostada al despiadado ojo de la cámara, unos hilos de lycra amarilla fuorescente como pretexto de bikini. Fotos a la entrada del hotel hipermoderno que simulaba la visión que tuvieron los arquitectos del siglo diecinueve de una fortaleza medieval, Nikki sonriendo con su Olympus en la mano izquierda, el brazo derecho suspendido en el aire en línea horizontal, abrazada a una entidad incorpórea, a un ser que había ido al Caribe a pasar una desaforada luna de miel y había regresado entero y de pronto descubría que los testimonios de su presencia bajo el pleno sol se habían borrado: ni siquiera quedaban vestigios de su paso por sargazos palpitantes y horizontes infnitos. Sentado en la cama de su habitación, rodeado de álbumes de fotos sobre el cubrecama celeste y la frazada con un sol gigante en medio de estrellas, Sebastián se palpó el cuerpo como cerciorándose de que existía, de que no estaba soñando lo que le ocurría o no pertenecía al sueño de otro. Tampoco estaba él en las fotos de las paredes del cuarto y sobre la mesa del escritorio: paisajes desprovistos de presencias en marcos de plata oxidada. Debía revisar los demás álbumes. Temió abrirlos, descubrir que había desaparecido del todo. ¿Quién…? Todo había comenzado con la cabeza del Che y el cuerpo de Raquel Welch. Ese martes por la mañana, once meses atrás, Sebastián se encontraba en la sala de diseño gráfco de Tiempos Posmodernos, dándole los últimos toques a Fahrenheit 451, la revista semanal cuyo primer número, en papel couché y a todo color —predominaban el rosado, el amarillo chillón, el turquesa y el naranja—, saldría el domingo. Flaco, ojeroso, con un Marlboro en los labios y encandilado frente a la pantalla de la G3, Sebastián arrastraba el mouse entre resoplidos y tecleaba combinaciones de letras y números, órdenes para que, a través de la interpretación de Adobe Photoshop, la foto de Fox Mulder en la pantalla ganara en colores contrastantes para la portada, una sombra oscura como una aureola sobre la cabeza, el pelo negro convertido en amarillo vangoghiano, magenta que te quiero magenta en la tarea de las compensaciones. A su lado, Pixel, gordo, barbado y pelirrojo, mordiendo un cigarrillo negro, también se enfrentaba a una G3. Con su índice izquierdo, hurgaba la ceniza en el cenicero, la esparcía por la mesa con indolencia, dibujaba en el suelo fligranas Jackson Pollock, la ceniza era divertida si se la sabía usar. En un marco de madera, una foto en blanco y negro de su padre a los veintiséis años, festejando su egreso de la facultad de Derecho de Sucre, un chop de cerveza entre las 7/132 manos y la mirada paladeando los futuros casos por ganar. En la pantalla de la G3, dos fotos de Raquel Welch, una en su atuendo prehistórico y la otra saliendo de una piscina con la camisa mojada, la puta, qué pezones. Era su screen saver . —No se me ocurre. Y Elizalde no se recogió todavía. Qué manera de chupar, no sé por qué no lo despiden. —Dile al Junior que no joda con su puritanismo. Vamos a perder lectores el domingo, hay mucha gente que compra el periódico sólo por ver a la calata de la semana. —El problema no es tanto él, sino su prima. Elizalde, ex editor de Posdata (la anterior revista dominical, hecha en papel periódico) y ahora a cargo de Fahrenheit 451, había entregado el lunes por la noche todo el material para el domingo. Pero Ernesto Torrico Junior, el director del periódico desde principios de enero, había revisado el material, cosa por demás insólita, y había vetado la página de la contratapa, aquella que le había ganado a Posdata la fama de Playboy de los pobres. En esa página, Elizalde colocaba las fotos de una modelo desnuda, robada por sus tijeras inescrupulosas a una edición reciente del Playboy brasilero. Junior apenas la había tolerado en Posdata, pero no la quería en Fahrenheit 451 (o quizás la que no la quería era su prima Alissa, la jefa de redacción que, se decía, estaba detrás de todos los cambios). Ahora Elizalde no aparecía por ningún lugar, y Pixel no sabía qué hacer para llenar la página. —Esas modelitos no estaban nada mal —dijo Sebastián, hurgándose la barbilla, pensando que la chiva desaliñada de Kurt Cobain le quedaría bien a Fox Mulder (se la colocaría a la foto)—. ¿No será el Junior del otro equipo? Junior y Alissa se hallaban a la vanguardia de un recambio generacional en la familia Torrico. El papá de Junior había decidido que era la hora de los jóvenes, esos insolentes que habían puesto a su periódico en crisis porque no lo leían, no les interesaban los hechos salientes del día anterior, sólo querían saber de Limp Bizkit y Doom y los sitios porno en la red. Quizás los nuevos Torrico hallarían la fórmula para frenar el imparable ascenso en ventas de Veintiuno, el periódico tamaño tabloide que, con sólo un año de existencia, se había consolidado, gracias a muchas fotos y color y sangre en sus páginas, en la preferencia de los lectores. Por lo pronto, Junior y Alissa habían decidido que la única manera de enfrentar a las fotos era con más fotos, al color con más color, y a la sangre con más sangre. El asesor uruguayo que acababan de contratar no estaba contento con los cambios, y preparaba un proyecto para elevar el nivel del periódico. Sonó el teléfono. Lo contestó Braudel, un moreno alto que trabajaba con ellos. Era un gran dibujante, se encargaba de supervisar el diseño del 8/132 periódico en su edición en la red, y de la publicidad de último minuto. Tenía una cicatriz en la mano izquierda. —Para ti, Pixel. De la clínica. Hacía un año que al papá de Pixel le habían descubierto cáncer al pulmón. La enfermedad parecía controlada, pero en los últimos días se había puesto muy mal. Pixel tiró su cigarrillo, se persignó y giró su asiento reclinable, le dio la espalda a la computadora, miró hacia la pared, hacia la enorme reproducción de la primera página de Tiempos Modernos en su número inaugural, más de sesenta años atrás (el agregado de Pos a Modernos había sido el primer acto de Junior en el poder, la gente todavía no se acostumbraba a eso pero no importaba, a nadie ya le importaban las costumbres). Presidente abofetea a escritor , decía el titular, una foto del presidente, un militar joven que terminó descerrajándose los sesos, los militares eran dados a esos gestos melodramáticos. Sebastián miró de reojo las fotos de la Welch en la pantalla. El papá de Pixel le hacía pensar en su mamá, que fumaba una cajetilla diaria. ¿No albergaría ella, sin saberlo, los inicios de un cáncer al pulmón? Una mancha ínfma, todavía sin presencia en los rayos X. Le había sugerido por email que se hiciera revisar, pero ella se rió, y él no insistió. No la veía mucho desde su súbito casamiento con un cochabambino fanfarrón, alguien que por haber vivido dos años en Montecarlo se creía con derecho a hablar de Carolina y Estefanía como si las conociera en persona (como si hubiera sido su guardaespaldas, con todo lo que ello implicaba).
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