Vicente Rojo ¡Alerta los pueblos! ¡Alerta los pueblos! es, un estudio político-militar del periodo final de la guerra española, desde el 23 de diciembre de 1938 hasta el 10 de febrero de 1939, que es sin duda, como escribe el autor, «el más dramático de nuestra lucha y también el de más trágicas consecuencias. En él hacen quiebra un ejército abrumadoramente dominado por su adversario y un Estado viciado profundamente en su moral y en su organización, vinien- do al suelo, estrepitosamente, todo un edificio social… La bondad de la masa, la excelsitud del sacrificio de los hombres buenos, quedan sumer- gidas en la hecatombe, pero no llegan a perecer ni a envilecerse; es, por ello, de notoria justicia deslindar lo que merece repulsa de lo que ganó el aplauso del mundo; lo que hubo de justiciera o, simplemente de lógica sanción de las armas, de lo que ha sido para los buenos españoles una adversidad inmerecida». Así, el libro, que se centra en la campaña militar de Cataluña y en el derrumbamiento político del Estado español republicano termina con un análisis de las causas del triunfo de Franco. Estudio político-militar del periodo final de la guerra española Título original: ¡Alerta los pueblos! Vicente Rojo, 1939 - 2 - 1. El general Vicente Rojo Lluch (1894-1966). - 3 - INTRODUCCIÓN (I): LA OPINIÓN DE UN MILITAR REPUBLICANO … Quiero añadir que mis ideas no van a estar respaldadas con abundan- tes citas eruditas. Me basta demostrarlas como expresiones de una fe y una convicción afianzadas en el estudio. Ellas me han permitido eludir el camino de la insensibilidad e indiferencia, tan frecuentado en nuestros días por los escépticos. Pretendo llevar al lector a la persuasión, y, por ello, mi fe no será la del fanático que pretende imponer un dogma, sino la del creyente que sabe que defiende una verdad sin misterios. VICENTE ROJO, El Ejército como Institución social Muchos españoles tuvimos la honra de luchar bajo las órde- nes del general don Vicente Rojo Lluch; yo tuve, además, el honor de servir como su ayudante en los momentos cruciales de nuestra guerra. Y todos pudimos sentir lo que él mismo dice sin énfasis y sin falsa modestia: su falta absoluta de fana- tismo, su fe profunda en sus actitudes, su total convicción de defender verdades evidentes horras de todo misterio. Porque el general Rojo fue, ante todo y por encima de todo, un Hom- bre, con mayúscula; con entrañable humanidad, con firme humanidad también; un hombre que eligió —y heredó— la carrera de las armas y a ella se entregó en alma y vida, ha- ciendo de ella un ideal, respetando su contenido y su signifi- cado y exigiendo de los demás —de sus subordinados, de sus jefes, de sus compañeros— el mismo respeto y la misma dig- nidad que para él eran la base de su existencia misma. La enseñanza y el ejemplo que a todos nos ha dejado el gene- ral Rojo a lo largo de sus 71 años de vida han sido la hombría de bien, la lealtad, la prudencia y un sentido profundo de que el hombre, la vida humana, la familia, son las bases sobre las - 4 - que descansa y se desarrolla toda empresa. Quizás porque el general Rojo no llegó a conocer a su padre —militar, enfermo de campañas, fallecido meses antes de nacer Vicente— y porque perdió a su madre cuando apenas contaba trece años, su concepción de la familia, su profundo sentido de esos lazos tejidos de cariño y de firmeza que presidían —que presiden aún— las relaciones entre su esposa, sus hijos, sus amigos íntimos —que no fueron muchos— fueron su guía y su norte, y los aplicó en todo momento a sus subordinados, que vimos en él siempre a un padre, a un consejero más que a un jefe inaccesible. Lo que no quiere decir que, cuando fue menester, el general Rojo no ordenase con firmeza y sin vacilación lo que en su concepto fuera adecuado y necesario. Don Vicente Rojo Lluch nació en Fuente la Higuera (Valen- cia) el 8 de octubre de 1894. Comienza, pues, a vivir, y a vi- vir difícilmente, en pleno desastre del 98. Hijo de militar, cur- sa sus estudios en el Colegio de Huérfanos del Ejército, en Toledo; de sus tierras levantinas, en la linde de los páramos de Albacete, pasa a Castilla, a la Toledo de los cigarrales, del conde de Orgaz y del Alcázar de Covarrubias con su maravi- lloso patio donde campeaba el Carlos V de Leoni. Como a tantos españoles, el trasplante a las recias Castillas le servirá de argamasa de su concepción de España: una España austera —nunca una España triste ni ceñuda—, una España variopin- ta y llena de matices, con vocación de maestra y, por lo tanto, abierta a todos los vientos y respetuosa de todas las honesti- dades. En la misma Toledo don Vicente Rojo es alumno de la Academia de Infantería; el subteniente Rojo —obtiene el gra- do en 1914— conservará siempre durante toda su carrera el espíritu andariego del infante y se gozará en pasear, detenién- dose para admirar gentes y paisajes, pensando mientras cami- na, caminando incansable en su propio hogar; yo lo recuerdo en su casa de Cochabamba, en Bolivia, devorando metros y kilómetros alrededor de la mesa familiar, en un amplio come- - 5 - dor, las manos en la espalda, mirando de vez en cuando a su familia reunida y extasiándose con la maravilla del Tunari nevado; cavilando al mismo tiempo la arquitectura de sus libros de ciencia militar —textos ya clásicos algunos— o de sus obras de historia verídica, objetiva pero ardiente, de nues- tra guerra. En 1931, don Vicente Rojo es jefe de Estudios de la Acade- mia de Infantería de Toledo; ha viajado por España, ha creado una familia; sus hijos nacen en diversos lugares de su España eterna. Y en 1936, cuando la guerra civil estalla, se encuentra en Madrid adscrito al Estado Mayor Central. El comandante Rojo, diplomado de Estado Mayor, toma el mando de una columna de milicianos, de hombres de buena voluntad, de hombres cualesquiera, en el frente de la Sierra. Pero don Vi- cente Rojo, que no había tenido aún oportunidad de manifes- tar sus profundos conocimientos militares, sus dotes de estra- tega y de jefe, quería y podía hacer mucho más que conducir a un puñado de patriotas por las breñas serranas; en noviem- bre de 1936 se hace cargo de la Jefatura del Estado Mayor de la Junta de Defensa de Madrid; sus experiencias, sus anhelos, sus esperanzas y sus decepciones han sido relatadas, por él mismo en uno de sus mejores libros, Así fue la defensa de Madrid, en el que reivindica el casticismo total de la resisten- cia y rinde homenaje al soldado, al miliciano de la República que, sin armas y casi sin mandos, sin otro bagaje que su fe, contuvo en Usera, en la Casa de Campo, en la Ciudad Uni- versitaria a fuerzas muy superiores y mejor organizadas y encuadradas. En esa su Defensa puede apreciarse mejor que en ningún otro lugar la admiración y el respeto que el general Rojo sentía por la materia prima del ejército: el soldado; el soldado que rehúsa, como una ofensa, los posibles refuerzos ofrecidos; refuerzos que el general Rojo sabía que no eran sino un puñado de viejos sin armas. Respeto y admiración más valiosos puesto que van firmados por el verdadero artífi- - 6 - ce de aquella página heroica de la historia de España. Madrid resiste; Madrid se consolida gracias a las dotes de organizador del general Rojo. Era forzoso, pues, que sus cua- lidades hubieran de emplearse en más altos y más arriesgados destinos, y así es nombrado jefe del Estado Mayor Central del Ejército de la República, puesto que ocupará hasta el final de la guerra y en el que demostrará todo su valor y su ciencia de estrategia. Fue durante esa última etapa cuando me cupo el honor de combatir a sus órdenes inmediatas. Podría relatar mil rasgos de su carácter; esos pequeños rasgos que dicen mucho más que toda una biografía detallada: el haber albergado en su casa —bien humilde— a familiares de amigos en desgracia, el haber compartido con ellos su magro pan; el no haber criti- cado jamás cuán flaca puede ser la memoria de los hombres en los que él tanto fiaba. Podría contar cómo, en tanto que jefe del Estado Mayor Central, debía recibir y escuchar a po- líticos nacionales y extranjeros, y cómo fue siempre ajeno a querellas de partidos y supo imponer sus opiniones técnicas, al margen de toda política, por el simple peso de su persona- lidad y de su ciencia. Cómo se divertía viendo a uno de sus subordinados —militar de carrera, un tantico conservador en ideas y costumbres— cuadrarse reglamentariamente cuando hablaba por teléfono con sus superiores. Cómo acompañaba a sus soldados durmiendo donde cuadraba, comiendo lo que buenamente caía. Cómo se opuso a que su familia, su mujer y sus hijos que siempre le acompañaron, se beneficiara de una situación que pudo ser privilegiada y que nunca fue otra cosa que un sacrificado servicio. Podría decir cómo en el Estado Mayor Móvil —en las campañas de Belchite, de Teruel, del Ebro, por ejemplo— jamás faltó un crucifijo sobre la cabece- ra de su camastro. Podría contaros cómo, al final ya de la guerra, el general Rojo salió del territorio español por El Perthus cuando los tanques enemigos habían llegado ya al - 7 - villorrio fronterizo… Fuera de España, pero con España dentro del corazón, en un exilio que jamás fue dorado para él, don Vicente Rojo dedicó todos sus esfuerzos a mantener a su familia, a educar a sus siete hijos.
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