Metatemas Libros para pensar la ciencia Colección dirigida por Jorge Wagensberg Al cuidado del equipo científico del Museu de la Ciencia de la Fundació "la Caixa" * Alef, símbolo de los números transfinitos de Cantor Richard Dawkins DESTEJIENDO EL ARCO IRIS Ciencia, ilusión, y el deseo de asombro Traducción de Joandoménec Ros Título original: Unweaving the Rainbow 1." edición: enero 2000 © Richard Dawkins, 1998 © de la traducción: Joandoménec Ros, 2000 Diseño de la cubierta: BM Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 - 08023 Barcelona ISBN: 84-8310-669-8 Depósito legal: B. 710-2000 Fotocomposición: David Pablo Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Papelera del Leizarán, S.A. Liberdúplex, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona Impreso en España 9 Prefacio 17 1. La anestesia de la familiaridad 31 2. El salón de los duques 55 3. Códigos de barras en las estrellas 83 4. Códigos de barras en el aire 99 5. Códigos de barras en el estrado 131 6. Embaucados por la fantasía de las hadas 163 7. Destejiendo lo sobrenatural 197 8. Enormes símbolos nebulosos de un romance elevado 227 9. El cooperador egoísta 251 10. El libro genético de los muertos 273 11. Volviendo a tejer el mundo 303 12. El globo de la mente Apéndices 333 Bibliografía 343 índice onomástico y de materias Para Lalla Prefacio Un editor extranjero de mi primer libro {El gen egoísta, 1976) me confesó que después de leerlo no pudo dormir durante tres noches; hasta tal punto llegó a perturbarlo su, para él, frío y desolado mensaje. Otros me han preguntado cómo puedo soportar levantarme de la cama cada mañana. Un profesor de un país lejano me escribió una carta llena de reproches en la que me contaba que una alumna se le había presen­ tado llorando después de haber leído el mismo libro, porque se había convencido de que la vida era vana y carecía de propósito. El profesor le aconsejó que no mostrara el libro a ninguno de sus amigos, por miedo a que se contaminaran del mismo pensamiento nihilista. Acusa­ ciones similares de desolación estéril, de promover un mensaje árido y lúgubre, se lanzan con frecuencia contra la ciencia en general, y a los propios científicos les cuesta poco subirse al mismo carro. Mi colega Peter Atkins concluye su libro La segunda ley (1984) de esta guisa: Somos hijos del caos, y la estructura profunda del cambio es la de­ gradación. En el fondo, sólo existe la corrupción y la imparable marea del caos. No hay finalidad; hay tan sólo dirección. Ésta es la cruda realidad que tenemos que aceptar si escudriñamos con pro­ fundidad y de forma desapasionada el corazón del universo. Pero esta conveniente depuración de cualquier propósito edulco­ rado y falso, este laudable realismo en detrimento del sentimentalismo cósmico, no debe confundirse con la pérdida de la esperanza personal. 9 Aunque presumiblemente no exista finalidad alguna en el devenir del cosmos, ¿quién de nosotros ligaría sus esperanzas personales al destino último del universo? Nadie en su sano juicio haría algo así. Nuestra vida está gobernada por todo tipo de ambiciones y percepciones huma­ nas, más cercanas y cálidas. Acusar a la ciencia de robarle a la vida la calidez que la hace digna de vivirse es una equivocación tan ridicula, tan diametralmente opuesta a mis propios sentimientos y a los de la mayoría de científicos en activo, que casi me veo abocado a la desespe­ ración de la que injustamente se me responsabiliza. Pero en este libro intentaré una respuesta más positiva, apelando al sentido de lo maravi­ lloso que hay en la ciencia, porque es muy triste pensar en lo que estos quejosos y negativistas se están perdiendo. Ésta es una de las cosas que el malogrado Cari Sagan sabía hacer muy bien, y por ello lo echamos de menos. El asombro reverencial que la ciencia puede proporcionar­ nos es una de las más grandes experiencias de la que es capaz la psique humana. Es una profunda pasión estética comparable a la música y la poesía más sublimes. Es, ciertamente, una de las cosas que hacen que valga la pena vivir, y lo hace de manera más efectiva, si cabe, al con­ vencernos de que nuestro tiempo de vida es finito. Mi título procede de Keats, quien creía que Newton había destruido toda la poesía del arco iris al reducirlo a los colores prismáticos. Keats no podía estar más equivocado, y mi propósito es guiar a todos aque­ llos que se sientan inclinados como él hacia la conclusión opuesta. La ciencia es, o debiera ser, una fuente principal de inspiración poética, pero no tengo el talento para remachar este razonamiento mediante la demostración, por lo que tengo que depender de una persuasión más prosaica. Dos de los títulos de capítulo los he tomado prestados de Keats; los lectores advertirán también las citas parciales o alusiones ocasionales a este poeta (y otros) que adornan el texto. Las he incluido como homenaje a su genio sensible. Keats era un personaje más agra­ dable que Newton, y entre las sombras de los críticos imaginarios que miraban por encima de mi hombro mientras escribía estaba la suya. La descomposición de la luz en los colores del arco iris por Newton condujo a la espectroscopia, que ha resultado ser la clave de gran parte de lo que sabemos hoy acerca del cosmos. Y el corazón de cualquier 10 poeta digno del calificativo de romántico no podría dejar de dar un brinco si contemplara el universo de Einstein, Hubble y Hawking. Lee­ mos su naturaleza a través de las líneas de Fraunhofer («Códigos de barras en las estrellas») y sus desplazamientos a lo largo del espectro. La imagen de los códigos de barras nos lleva a los dominios muy dis­ tintos, pero igualmente intrigantes, del sonido («Códigos de barras en el aire») y luego a la identificación por el ADN («Códigos de barras en el estrado»), que ofrece la oportunidad de reflexionar sobre otros as­ pectos del papel de la ciencia en la sociedad. En lo que llamo la «sección de engaños» del libro, «Embaucados pof la fantasía de las hadas» y «Destejiendo lo sobrenatural», me dirijo a la gente corriente supersticiosa que, sin la exaltación de los poetas que defienden el arco iris, se deleita en el misterio y se siente estafada cuando se le explica. Es gente que disfruta con las historias de fantas­ mas, cuya mente salta enseguida al poltergeist o el milagro siempre que sucede algo que parezca mínimamente extraño, y que nunca pierde la oportunidad de citar a Hamlet: ¡Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía!1 La respuesta del científico («Sí, pero estamos trabajando en ello») no les inmuta en absoluto. Para ellos, encontrar la explicación de un buen misterio es ser un aguafiestas. Eso mismo pensaron algunos poe­ tas románticos de la explicación que dio Newton del arco iris. Michael Shermer, editor de la revista Skeptic, suele relatar una anécdota muy instructiva. En una ocasión desenmascaró públicamente a un famoso espiritualista televisivo. El hombre engañaba al personal con trucos ordinarios y le hacía creer que se estaba comunicando con espíritus de personas muertas. Pero, en lugar de mostrarse hostil con el charlatán desenmascarado, la audiencia se encaró con el desenmascara- dor y respaldó a una mujer que lo acusó de conducta «inadecuada» por­ que había destruido las ilusiones de la gente. Uno pensaría que la mujer tendría que haberle estado agradecida por quitarle la venda de los ojos, 1. There are more things in heaven and earth, Horatio, / Than are dreamt of in your philosophy. 11 pero por lo visto ella prefería mantenerla bien apretada. Creo que un universo ordenado, indiferente a las preocupaciones humanas, en el que todo tiene una explicación (aunque todavía nos falte mucho trecho por recorrer antes de encontrarla) es un lugar más hermoso y maravi­ lloso que un universo embaucado por una magia caprichosa y ad hoc. El paranormalismo puede considerarse un abuso del legítimo sen­ tido de la maravilla poética que debería alimentar la auténtica ciencia. Una amenaza distinta procede de lo que podríamos llamar «mala poe­ sía». El capítulo «Enormes símbolos nebulosos de un romance ele­ vado» advierte contra la seducción que ejerce la mala ciencia poética, contra la fascinación de la retórica engañosa. A modo de ejemplo, me referiré a un autor que ha hecho contribuciones en mi propio campo y cuya imaginativa pluma le ha conferido una influencia desproporcio­ nada (y creo que desafortunada) en la comprensión de la evolución por parte del público norteamericano. Pero el impulso dominante del libro es en favor de la buena ciencia poética, que no quiere decir ciencia es­ crita en verso, sino ciencia inspirada por un sentido poético de la mara­ villa. Los cuatro últimos capítulos insinúan lo que podrían llegar a hacer unos científicos poéticamente inspirados y con más talento que yo en relación a cuatro temas diferentes pero interrelacionados. Por muy «egoístas» que sean, los genes deben ser también «cooperativos» en el sentido de Adam Smith (por eso el capítulo «El cooperador egoísta» se abre con una cita de dicho autor, aunque no hace referencia a este tema, sino a la maravilla misma). Los genes de una especie pueden contem­ plarse como una descripción de mundos ancestrales, un «Libro gené­ tico de los muertos». De modo parecido, el cerebro «vuelve a tejer» el mundo construyendo una «realidad virtual» continuamente puesta al día en la cabeza. En «El globo de la mente» especulo sobre los oríge­ nes de los rasgos más distintivos de nuestra propia especie y, por úl­ timo, vuelvo a maravillarme ante el impulso poético mismo y su posi­ ble papel en la evolución humana.
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