Por Alante Y Por Atrás El Humor Como Sustancia En La Música Popular Cubana

Por Alante Y Por Atrás El Humor Como Sustancia En La Música Popular Cubana

Por alante y por atrás El humor como sustancia en la música popular cubana i en el cielo no hay humoristas, como afirmó mark S Twain, entonces sólo el diablo sabe adonde han ido a parar los grandes guaracheros de Cuba, los desbocados del son montuno y de todas las variantes del son, los subli- mes verdugos de la crónica social cantada, que condenan o salvan con sólo un estribillo, los ídolos del repentismo en la música guajira. Al final ya se sabe que el pícaro no es más que un apa- leado a quien natura y los palos le encendieron el bombi- llo de la picardía. Y no hay espejo que refleje mejor sus contornos que la figura del jodedor cubano, artífice de tanto y tanto canto y tanto cuento. Por lo demás, se identifican fácilmente tres vías de imprescindible examen para comprender esa comunión de todos los infiernos que ha tenido lugar entre el humor y nuestra música popular. Por alante, el auge del teatro de costumbres y tipos criollos, a la vez que el des- plazamiento de soneros y juglares desde la manigua, desde el solar al salón de baile, a los medios de difusión, al disco. Por atrás, el modo en que creadores y actores propiamente humorísticos aprovecharon las singulares virtudes de la música, así como el hecho curioso de que José Hugo Fernández su público, encima de aportarle motivos y personajes al género, lo enriquece constantemente a través de una particular visión, vinculando lo que se canta con lo que se vive. Intentaremos entonces el repaso a la obra de algunos contemporáneos hacedores del humor en la música, sus aciertos y limitaciones, en estrecha conexión con las desventuras que experimenta esta vertiente en la Cuba de las últimas décadas. Tal vez no sean los únicas vías, pero sí las más visibles y, por ello, las escogidas para ilustrar nuestro leve acerca- miento al tema. 199 encuentro José Hugo Fernández POR ALANTE Hay quien sostiene que la guaracha del siglo pasado, aquella que surgió como variedad eminentemente teatral, nada tiene que ver con este tipo de música que hoy todos reconocen por el mismo nombre. Es un criterio peregrino, tanto como el de quien alguna vez creyó que el bolero cubano proviene de su homólogo español, debido a la simpleza de que comparten igual nomenclatu- ra. Por otro lado, admitir que el género musical «guaracha» clava raíces en nuestro primer teatro (españolizante) del xix, no equivale necesariamente a negar su segura influencia africana. En arte, los partos nunca son tan secos como el de la gallina. Y menos en el Caribe, donde todo es fruto de la acumu- lación de experiencias, conocimientos, tradición, memoria, de seres distantes y distintos que el tiempo y un ganchito fundieron en un solo cuerpo. Decir lo contrario a estas alturas, sería como aceptar que el viento es la única causa de que las telarañas no cubran el cielo. Ni la mismísima guaracha primigenia del teatro vernáculo, que viajó en vuelo directo Madrid-La Habana, se encuentra al parecer libre de contaminaciones y sospechas: «La alternancia del coro y el solista, haciendo éste cuartetas o pasajes variados, es muy antigua en nuestra música», ha escrito al respecto el conocido musicólogo cubano Argeliers León. Y agrega: «La pueden haber traído los espa- ñoles, pero también es una forma de cantar muy característica de África». Controversias al margen, lo importante para el caso queda fuera de toda incertidumbre, y es que aquella primera guaracha se iría desplazando, poco a poco, desde el escenario a los salones de baile, a la vez que cambiaba su estructura de copla y estribillo por una sección de canto y otra coreada, dejan- do atrás la alternancia para asimilar formas de la canción binaria, pero con- servando su carácter más sólido, que es la crítica social y el reflejo de lo coti- diano como temas de contenido, rociados siempre con el doble sentido, la sátira, el choteo. Y es justamente ese carácter lo que indica por dónde le entró el agua al coco, o sea, el humor a la música popular de Cuba. Claro que nos referimos a una de las dos derivaciones de la guaracha tea- tral, la más auténticamente criolla, pues hubo otra afluencia hacia la canción lírica amorosa que no es motivo de interés en estas páginas. A lo largo de casi todo el siglo xix fue sentando plaza en La Habana nuestro teatro vernáculo, que sustituía los personajes populares del tonadillesco español por negritos, mulatas y venduteros del patio. Así, la oportunidad se pintó sola para la guaracha. En 1868, estrenaba su primera temporada la compañía de Bufos Habaneros, en cuyas obras eran intercaladas con regularidad tales delicias del canto y la broma, compuestas especialmente como parte de cada función. Y fue tanto lo que llegó a gustar entre los espectadores, que su número y frecuen- cia de salidas debía elevarse por días, en respuesta a la creciente demanda. No pocas de aquellas piezas se conservan, por lo que es fácil constatar lo dicho acerca de la utilización del sarcasmo, la coña, como contragolpe de los perdedores. Por ejemplo, una que se titula El «Masca Vidrio» extiende este consejo al pobre, al derrotado, al pesimista: «Uno que esté condenado/ se 200 puede muy bien salvar/ masque vidrio entusiasmado/ y a la gloria irá a encuentro Por alante y por atrás parar». Otra, llamada «El Carnaval», descubre a los hipócritas con su insisten- te estribillo: «Todos desean/ el disfrazarse/ sin acordarse/ que ya lo están /Puede que sean/ más intrigantes/ esos semblantes/ que ocultos van». Mien- tras que «La Guabina» introduce la doble intención, el relajo, proyectados como desafío a las «correctas maneras»: «La mulata Celestina/ le ha cogido miedo al mar/ porque una vez fue a nadar/ y la mordió una guabina». Precisamente, esta última pieza provocó un gran revuelo entre la «gente bien» de La Habana, donde no pocos cronistas la emprendieron contra el género, por considerarlo vulgar, violento, africanizado. Uno de ellos se atrevió incluso a exigirle a los directores de las compañías bufas que «blanquearan» la música de sus obras. Hoy, su reclamo nos parece un chiste, teniendo en cuenta que lo formuló a nombre de la cultura y del buen gusto. Con todo, aquella forma primaria de contar cantando las travesuras e indocilidades del común mortal de Cuba continuaría en ascenso hasta lograr su máximo esplendor en el teatro Alhambra, donde, ya en pleno siglo xx, se consagraron autores de leyenda, representados en el dueto Jorge Ancker- mann/Federico Villoch. Al mismo tiempo, la guaracha extendía su alcance y se desarrollaba, más allá del proscenio, con una primera sección de carácter expositivo y una segunda más movida, con la alternancia copla-estribillo, con la picardía en los textos y, en fin, con esa fórmula rítmico-temática que hoy despierta la curiosi- dad y simpatía de millones de seres en el mundo. Otro antecedente insoslayable es la zarzuela cubana, con obras repletas de tipos, costumbres y expresiones marcadamente nacionales que destilan gracia y picante por los cuatro costados. Sus bases se identifican a mediados del xix, cuando algunos autores residentes en la Isla publican piezas todavía apegadas a los cánones de España. Poco más tarde, el habanero Francisco Covarrubias introdujo elementos de cubanía en sus sainetes. Pero es sabido que el momento de auge para este género no tiene lugar sino a partir de finales de los años 20 del siguiente siglo. En 1927, Ernesto Lecuona y Eliseo Grenet estrenan la zarzuela Niña Rita o La Habana en 1830, con el debut de Rita Mon- taner, en el teatro Regina. Lo demás es historia. Una historia en la que están inscritos con mayúscula nombres como los ya citados, o como los de Gonzalo Roig y Rodrigo Prats, junto a títulos imprescindibles a la hora de repasar los pilares del humor en nuestra música: El submarino cubano, Cuando La Habana era inglesa, Rosa la China, Amalia Batista... Por otro lado, tampoco es posible olvidar que aunque las controversias de improvisadores en la música campesina —un cauce más para la picardía popular de pura cepa— conquistaron su brillantez y su éxito pleno en el siglo xx, gracias al impulso de la radio, los guajiros de Cuba cantan décimas desde el xviii. Y exis- ten pruebas de que en publicaciones humorísticas bien antiguas, como La Políti- ca Cómica o La Lira Criolla, varios de esos primeros repentistas solían reproducir sus dardos en tono de burla contra los políticos y otras pestes sociales de la época. Igualmente, los soneros orientales de las postrimerías del siglo xix utilizaron la chanza y el doble sentido como arma contra el poder colonial de España. 201 encuentro José Hugo Fernández Aún se recuerdan estribillos de entonces, en versiones renovadas, como la de «mamoncillos dónde están los camarones», aludiendo a las temibles huestes de los Voluntarios, cuyos miembros vestían de rojo; o como «Caimán dónde está el caimán», y también se mantienen vigentes títulos decimonónicos de corte similar, como «Pájaro lindo voló». Así, todos estos caminos de lo popular cubano, expresado en música, humor y pataleo social, se entrecruzan y se nutren desde las propias bases de nuestra nacionalidad. Es la semilla. Mientras que el fruto ha llegado a ser tan diverso y rico como diverso y rico es el patrimonio sonoro de la Isla. Por eso, igual que no hay un solo género de nuestra música popular entre cuyos ingredientes no aparezca el humor, es muy difícil hallar compositores o intérpretes de gran talla que, aunque fuera alguna, vez no incursionaran en esta variante. Desde Anckermann hasta Sindo Garay y Ñico Saquito; desde Rosendo Ruiz hasta Juan Formell; desde Matamoros hasta Chano Pozo y Willy Chirino; desde Ignacio Piñeiro, Arsenio y Lilí Martínez, y Enrique Jorrín hasta Pedro Luis Ferrer; desde Eliseo Grenet hasta Silvio.

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