Patria, justicia y pan Antonio Martínez Menchén Patria, justicia y pan Antonio Martínez Menchén [email protected] A mi suegro, el pintor Lorenzo Aguirre, que víctima de la represión política fue vilmente ejecutado en Porlier en el año 1942 1 Una lluvia tan menuda que, más que caer al suelo, perecía flotar en el aire, tejía una sutil tela de araña en torno de los faroles de gas. Aquellos vilanos de oro puro eran los únicos puntos de luz en la oscuridad de la noche. Faltaba aún más de una hora para amanecer y, en la ciudad dormida, tan sólo el ronroneo del motor y la luz de los focos de algún que otro taxi daban de tarde en tarde una aislada señal de vida. Benita caminaba lentamente. Desde su casa a la ancha calle de Bravo Murillo tan solo había unos pocos pasos, pero a ella le esperaba aún una larga caminata..Tenía que seguir hasta Cuatro Caminos, bajar por Santa Engracia hasta Alonso Martínez y continuar por Génova para torcer hacia la Plaza de París. Este era su largo camino cotidiano. El agua helada clavaba en su cara diminutas agujas de fuego. Tenía las manos ateridas y un dolor que parecía brotar de sus huesos en todo el cuerpo. Andaba lentamente arrastrando los pasos, y no solo porque la obscuridad apenas disipada por los escasos faroles ponía un freno a su caminar, sino porque sus pobres piernas cansadas por tantos años y pasos, casi no se podían despegar del suelo. Aún tardarían en aparecer los primeros tranvías. En las escaleras del cerrado metro de Alvarado, se acurrucaban algunas confusas sombras que buscaban en vano un ligero abrigo para su sueño. Y Benita recordaba cómo, durante la guerra, más de una vez había encontrado entre una masa humana un refugio en los andenes del subterraneo cuando comenzaban a sonar las sirenas que anunciaban la proximidad de un bombardeo. Aquello aún no estaba tan lejos. Un poco más allá de la boca del metro, en la acera de enfrente, Benita podía entrever el bulto medio borrado por la oscuridad de la casa hundida. Una larga fachada de cinco pisos, en la que se abrían como órbitas vacías los huecos de los balcones, tras la que se alzaba un montículo de ruinas donde las ratas correteaban a sus anchas. Eulogio siempre se reía cuando volvía a casa después de una de sus largas correrías. El vivía con Manuela y la niña en una casa de Alberto Aguilera. El frente estaba a un paso y los obuses caían continuamente en el Parque del Oeste y la ciudad Universitaria y más de uno se alargaba castigando aquella zona de Argüelles. Ella continuaba viviendo en la casa de Cuatro Caminos donde había vivido siempre. Pero todos los días muy de mañana,se acercaba a la casa de sus sobrina para ir de cola en cola intentado conseguir unos pocos víveres para todos. Se acercaba a tiendas a donde poca gente quería ir, casi hasta la Moncloa, porque el peligro allí era mayor. El cielo se iluminaba con los cañonazos, y más de una vez vio como se abría delante de sus pies el pozo cavado por un obús. Pero ella continuaba su marcha, sin alterarse. Era un profundo fatalismo el que la impulsaba a caminar sin miedo. Lo que tenía que ocurrir, ocurriría, hiciera una lo que hiciese. Recordaba la conmoción que había causado en la vecindad la muerte de Antonio y Ana, los padres de Tony y Jacinto. Él había estado en el frente casi toda la guerra, sin sufrir un mal rasguño. Y ya casi al final, mientras disfrutaba de tres días de permiso, cuando paseaba con su mujer por la Gran Vía, les alcanzó una bomba que los destrozó. Era su sino, pensaba Benita. Por eso ella,indiferente a los obuses, a los franco tiradores, a los bombardeos, sin buscar un refugio a no ser que la obligasen tirándola de un brazo, marchaba indiferente a la muerte que imperaba a su alrededor sin otra preocupación que la de buscar algún alimento para su sobrina y su niña. A veces, cuando estaba en casa y la veía regresar de sus excursiones, Eulogio se reía diciendo.: " Esta. Benita es la monda. Por donde ella va hay más peligro que en el frente, y la buena mujer ni se entera. Cuando yo digo que tu tía es un bulto, que ni siente ni padece..." Pero no, ella sentía y también padecía. Eulogio no era malo y le quería., pero era brusco y desconsiderado en su trato con ella. A veces traía golosinas, y siempre reservaba alguna para ella. Pero en lugar de dársela normalmente, lo que la hubiese llenado de alegría y ternura, se la arrojaba al suelo, y cuando se inclinaba para recogerla, decía " busca, pachón", entre grandes risotadas. Y su mujer y la niña reían también. Poco a poco, paso a paso, Benita ha hecho más de la mitad de su camino. Estaba ya llegando a la glorieta de Alonso Martínez. Aquí, aun cuando a veces se encontraban algunos restos de los estragos de la guerra, mejoraba el aspecto de la ciudad. Las casas eran más lujosas., los faroles de gas más abundantes. Pero todavía era noche cerrada y la lluvia, ahora más gruesa y abundante que cuando había salido de su casa,continuaba empapando a Benita, helándola hasta los huesos. Continuaba arrastrando sus cansadas piernas, camino de su trabajo. Era bajita y menuda, de rostro redondo como una manzana,nariz aguileña y labios finos. Nunca había sido guapa,y seguramente por eso nunca tuvo un hombre que la mirase a la cara. Aunque ella tampoco había buscado a los hombres. Ahora, ya una anciana, vestida de negro hasta los pies, envuelta en una toquilla también negra de lana deslucida, tan gastada que casi no la protegía del frío, podía marchar entre la multitud sin que nadie reparase en su existencia, deslizándose tan ignorada y desatendida como una sombra. Allí cerca, en la calle de Almagro, vivió aquel señorón a quien su sobrina llamaba "su padrino". En realidad nunca había sido su padrino, pero sí la había protegido y había hecho que pudiera durante unos años educarse en aquel colegio de monjas del que tan orgullosa estaba. Pero él murió cuando la niña empezaba el bachillerato, y ya no pudo continuar. Después murió la madre,y como con el padre no podía contarse pues no estaba en condiciones de atender a la niña, tuvo que ser ella quien se ocupase de la sobrina, dándole el sustento y la casa hasta el día que se casó. Pero la niña nunca había olvidado a su padrino y estaba muy ufana de ser el ojito derecho de aquel señor que había sido,según no se cansaba de decir, Ministro de Hacienda. Eso al menos decía Manuela, aunque Benita no podía afirmarlo porque ella no entendía de esas cosas. Sólo sabía que su hermana María había trabajado en la casa de aquel señor como cocinera y que el señor, según contaba su hermana, profesaba un gran afecto tanto a ella como a la niña. Su hermana era guapa, no se parecía a Benita,y ella siempre se había preguntado como con aquella cara y aquella figura se había casado con aquel pobre hombre con quien su hermana se caso, y al que nunca hizo el menor caso. En fin, cosas de la vida. Había llegado ya al gran edificio donde trabajaba desde las seis de la mañana hasta las once. Entro por una puertecilla trasera, y se incorporó a un grupo de mujeres oscuras como ella, pobres y humildes como ella, que estaban esperando la llegada del ordenanza. Este apareció, abrió una puerta adosada a la pared y las mujeres entraron en un cuartucho para recoger sus útiles de trabajo. Cogieron cada una un cubo que llenaron del agua de un grifo que había en la pared del cuarto, una bayeta, estropajo, lejía y jabón. Después se dispersaron para realizar cada una la limpieza de la parte que se le había asignado. Toda la zona noble del edificio tenía que estar terminada antes de la diez, para no entorpecer demasiado el quehacer de los jueces y letrados. Benita comenzó por la gran escalinata. Se arrodilló y empezó a fregar el primer peldaño, mas largo que cualquiera de los cuartos de su vivienda. Llevaba más de treinta años fregando en aquel edificio. Ahora estaba solitario y silencioso, débilmente iluminada; pero dentro de unas horas estaría inundado de luz, lleno de voces y ruidos, cruzado de un lado a otro por aquellos hombres de atavío solemne a quienes apenas se atrevía a mirar. Esto había sido así durante más de treinta años. Con la monarquía, con la dictadura de Primo de Ribera, con la República, y ahora con Franco. Ellos cambiaban. Muchos de los que habían pasado junto a ella durante el régimen anterior estarían ahora en la cárcel o acaso muertos. Pero a ella todos le parecían igual. Igual de solemnes,de majestuosos, con sus togas con sus birretes cruzando erguidos junto a ella que,postrada a sus pies, fregaba el suelo. Luisa se estiró en la cama ronroneando como un gatito perezoso. Aunque debía de ser tarde,se negaba a abrir los ojos. Muchas veces la despertaba el calor del sol que entraba a través de los cristales y el trinar de los pájaros del pequeño jardín de la entrada. Pero ahora no había sol. Luisa escuchaba el golpear de la lluvia en la ventana y cuando al fin despegó los párpados, pudo ver que hacia un día triste y desapacible.
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