Javier Paredes (Director)

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Javier Paredes (director), Maximiliano Barrio, Domingo Ramos-Lissón y Luis Suárez Diccionario de los Papas y Concilios Prólogo del Cardenal Antonio María Rouco Várela Editorial Ariel, S.A Barcelona PRÓLOGO El 3 de junio de 1963 una muchedumbre entristecida que abarrotaba la plaza de San Pedro acompañaba conmocionada la agonía de un papa querido, Juan XXIII. Probablemente nunca antes se había producido una conmoción parecida con ocasión de la muerte de un papa, pero el interés del pueblo cristiano por el obispo de Roma, expresada de diversas maneras según los tiempos, ha sido constante y se confunde, a menudo, con la historia compleja y apasionante de la institución eclesiástica. Desde Pedro hasta Juan Pablo II el pontificado romano ha evolucionado con los tiempos, aumentando sus objetivos y sus presencias, pero desde las primeras generaciones los cristianos miraron con atención c interés a Roma como centro de comunión eclesial, sede donde residía la verdad incontaminada y lugar que determinaba y juzgaba en los casos en litigio. Los graffiti presentes en la tumba de San Pedro nos hablan de la antigüedad de esta tradición y, desde entonces, la permanente peregrinación de los creyentes a Roma la han confirmado y enriquecido. La política, la cultura y las ideas que han dominado Europa durante siglos han estado profundamente relacionadas con la Santa Sede. La estrecha imbricación entre la naturaleza temporal del papado y su misión espiritual ha favorecido la íntima conexión de Roma con la historia de los países, no sólo por la inculturación natural del cristianismo en cada lugar sino, también, por los lazos de toda clase que han relacionado la multiforme historia de Europa con la historia del pontificado. La presencia protectora de Roma apoyó y favoreció la independencia de las Iglesias, presa siempre apetecida del poder político. Gregorio VII y otros muchos papas con él afirmaron la supremacía de la Iglesia, instancia de salvación, sobre las almas y los individuos, y lucharon denodadamente para liberarla de la tutela interesada de los príncipes y de tantos poderes de este mundo. La universalidad de Roma respaldó la de la Iglesia, liberándola de movimientos nacionalistas y de tentaciones disgregadoras. Las peregrinaciones a Roma, las visitas episcopales ad limina apostolorum, los años santos, han significado lo que en los últimos años significan los viajes de los papas a las diversas Iglesias: la comunión de las Iglesias en una fe y una tradición común, y la participación de todos los creyentes en una historia y en unos puntos de referencia compartidos. El pontífice se encuentra en el punto de intersección de todas las líneas: Ubi Petras, ibi Ecclesia. En la larga serie de papas encontramos toda la riqueza que puede uno encontrar en la naturaleza humana enriquecida por la gracia y por la capacidad de adaptación a todas las contingencias históricas. Obviamente, no todos valen lo mismo ni son igualmente ejemplares o imitables, pero no creo que podamos encontrar en la historia de la humanidad un conjunto de personas tan extraordinario y atractivo. A lo largo de los siglos encontramos personalidades sorprendentes que han enriquecido, completado y orientado la historia del pontificado y de la Iglesia, pero, también, la historia de los pueblos. Desde san León Magno y san Gregorio hasta Inocencio III, Benedicto IV, Pío VII o los papas del presente siglo que fenece, estos testigos del Evangelio han enseñado a la Iglesia y a la humanidad los caminos de la verdad y del amor. Estas densas páginas que presentamos, descarnadamente objetivas, escritas por historiadores de prestigio, nos ofrecen los datos suficientes para conocer las vidas de los diversos papas, encuadrándolos inteligentemente en su época correspondiente, de forma que, al mismo tiempo que nos familiarizamos con un papa, terminamos conociendo las coordenadas históricas en las que se ha desarrollado la vida y la historia de la Iglesia. Antonio María Rouco Várela Cardenal-arzobispo de Madrid Madrid, 25 de marzo de 1998 LOS PAPAS DE LA EDAD ANTIGUA Y MEDIEVAL por Luis Suárez Catedrático de Historia Medieval. Miembro de la Real Academia de la Historia Pedro apóstol, san Príncipe de los Apóstoles. En la Iglesia católica los papas de Roma son reconocidos como sucesores de aquel a quien, según los Evangelios, el propio Jesús consideró como primero de los apóstoles, siendo ésta y no otra la razón de la primacía romana. Simeón (Simón es únicamente la grafía griega), nacido en Bethsaida, a orillas del mar de Galilea, hijo de cierto Jonás, y hermano de otro apóstol, Andrés, que fue discípulo de Juan el Bautista, vio cómo el propio Jesús cambiaba su nombre por el de Cefas, que ha dado el latino Pedro, con la significación de «piedra». Los Evangelios sinópticos le presentan como verdadero portavoz del grupo de discípulos, y los Hechos como dirigente de la primitiva comunidad cristiana. Un párrafo especialmente significativo de Mt. 16, 13-20, atribuye a Simón Pedro la confesión pública («tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo») que provoca, por parte de Jesús, la misión: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos.» En estas palabras se encierra y fundamenta el primado de los obispos de Roma, en cuanto sucesores de san Pedro, sobre toda la Iglesia. Consta la actividad misionera de Pedro en Jerusalén, Cesárea y Antioquía, aunque es de suponer que enseñó también en otras partes; durante estos viajes, aunque la misión se dirigía preferentemente a los judíos, abrió a los gentiles las puertas de las iglesias, contribuyendo decisivamente a que se aligerara a los neófitos de las prescripciones de la ley mosaica. Una firme tradición señala que Pedro pasó los últimos años de su vida en Roma. Probablemente no es muy preciso considerarle obispo, ya que su condición de apóstol le colocaba, al igual que a Pablo, considerado como «la otra columna», por encima de cualquier oficio ministerial. Es más correcto definir a san Lino, segundo papa, como primer obispo. La palabra «papa», derivada del griego pappas, «padre», no aparece en Roma, sino tardíamente. La más antigua mención comprobada, en la tumba de Marcelino, data del año 296. En ese momento se aplicaba también a otros obispos orientales. Es sólo a finales del siglo iv que aparece referida exclusivamente al obispo de Roma. Pedro, en Roma. Los historiadores no discuten la veracidad de la noticia de la estancia de san Pedro en Roma: aparece corroborada por fuentes de las que no es posible dudar. Si aceptamos que la noticia de Tácito (54? - 117?) acerca de la expulsión de los judíos por Claudio el año 49, a causa de las alteraciones que en ellos causaba un cierto Chrestus, demuestra la existencia de una primitiva comunidad cristiana, es necesario admitir que la llegada del príncipe de los apóstoles a la capital del Imperio se produjo estando ya constituida dicha comunidad. La I Epístola de san Pedro, datada en torno al 64, en la que se menciona la colaboración de Marcos, se escribe desde «Babilonia», que es el nombre clave para referirse a Roma. La Carta de san Clemente Romano hace referencia expresa cuando Pedro y Pablo «moraban entre nosotros». San Ignacio de Antioquía (50? - 115?) («yo no os mando como Pedro y Pablo») da por sentada la presencia de ambos apóstoles. Lo mismo señalan expresamente Ireneo de Lyon, hacia el 180, y Tertuliano en el 200. Pocas noticias de la Antigüedad aparecen confirmadas por testimonios tan próximos y fehacientes. Habría que añadir que no existe dato alguno que indique contradicción. Numerosas leyendas se elaboraron más tarde en torno a esta estancia, que no deben ser tenidas en cuenta. Al final del Cuarto Evangelio («Cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras; esto lo dijo [Jesús] indicando con qué muerte había de glorificar a Dios») encontramos un testimonio acerca del suplicio que acabó con la vida de san Pedro. Esa noticia aparece corroborada en la Ascensio Isaiae, en torno al año 100, y en el apócrifo Apocalipsis Peta: «marcha, pues, a la ciudad de la prostitución y bebe el cáliz que yo te he anunciado». No hay duda, pues, de que Pedro murió en Roma y ningún autor ha podido aportar pruebas en contra. Es imposible fijar la fecha exacta, si bien se abrigan escasas dudas acerca de que su martirio debe incluirse en el de la «gran muchedumbre» que, según Tácito, pereció a consecuencia de la persecución de Nerón, debido a que la nueva religión cristiana no había obtenido el reconocimiento de su licitud como parte de la judía. En la época del papa Ceferino (198-217) el presbítero Gayo confirma la noticia de que Pedro y Pablo murieron respectivamente en la colina Vaticana y en la vía Ostiense, siendo enterrados en lugares inmediatos al de su ejecución. Las excavaciones efectuadas entre 1940 y 1949 en el subsuelo de la basílica de San Pedro revelaron la existencia de un cementerio y en él un sepulcro modesto, anterior a la construcción de la gran iglesia constantiniana, pero rodeado de tales muestras de respeto que bien puede indicar la ubicación de la primera tumba del apóstol. Lino, san (67? - 79?) Las más antiguas fuentes, Ireneo de Lyon (140 - 201?), que escribe en torno al 180, Hegesipo, del siglo ni, Eusebio de Cesárea (265-340) y el Catálogo de Liborio del siglo iv, coinciden en decir que san Lino fue nombrado obispo de la comunidad de Roma por el propio apóstol. El personaje aparece mencionado en la II Epístola de san Pablo a Timoteo, entre los que acompañaban al autor en Roma.

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